EN EL MAR

Hay pañuelos blancos, agitados quizá por esposas abandonadas y cargadas de críos. Suenan los metales de una filarmónica y los himnos de un coro como adiós a los misioneros. El gran paquebote, bajo empavesado multicolor de proa a popa, desatraca en el muelle y bornea en la rada. Yersin conoce el significado marítimo de ambos verbos.

Se hacen a la mar al final de la tarde. La basílica de Nuestra Señora de la Guardia va empequeñeciéndose al final de la estela. La luz del atardecer pinta de rosa el casco del barco y amarillea el plumaje de las gaviotas que lleva a remolque. El viento arrecia, la mar se riza. Los pasajeros se refugian en los salones. Se juega al mahjong en primera y a los naipes en la entrecubierta. Hay treinta días de navegación de Marsella a Saigón.

La primera escala es en Messina, después en Creta. Hasta allí se ha navegado casi todo el tiempo en cabotaje y por fin comienza la travesía de altamar hacia el sur del Mediterráneo, rumbo a Alejandría, donde, siete años antes, ha muerto el joven pasteuriano Thuillier mientras estudiaba la epidemia de cólera. Yersin ordena en su camarote su pequeña biblioteca, emplazada entre marcos de madera barnizada: libros de medicina y un diccionario de lengua inglesa. Abre sus cuadernos, escribe cartas a Fanny. Una mañana, desde el puente, observa la aproximación a unas tierras de arenas doradas y palmeras escuálidas, enseguida distingue un primer minarete y después un primer camello: al igual que Flaubert, en Egipto se da «un atracón de colores, como un asno que se harta de avena».

El Oxus se interna en el juego de esclusas. En el momento en que Yersin entra en el canal de Suez, en esa primavera de 1890, el explorador inglés Henry Stanley, héroe del Congreso de Berlín cinco años antes, el hombre que encontró a Livingstone y atravesó África de lado a lado, lleva tres meses encerrado en una villa de El Cairo. Allí escribe el relato de su expedición a Ecuatoria, en busca de Emin Pachá, y de su retorno a través de Zanzíbar, titulado En las tinieblas de África.

Miles de kilómetros más al sur, Brazza y Conrad, cada uno a bordo de un vapor, remontan el río Congo. Y el capitán inglés, que fue polaco antes de ser marsellés, situará su novela El corazón de las tinieblas justo al norte del río, en las cataratas de Stanley. En esta ciudad de El Cairo, tres años antes, Arthur Rimbaud, el renegado de la pequeña banda de los parnasianos, encerrado en una habitación del hotel de Europa junto a su sirviente Djami Wadaï, todavía le escribía a su hermana que Egipto no sería más que una escala: «Quizá me vaya a Zanzíbar, desde donde se pueden hacer largos viajes por África, y quizá a China, a Japón o quién sabe adónde».

Al salir de las monótonas riberas del canal, el navío embiste con el bulbo de su roda las aguas lisas y transparentes del mar Rojo. Es el descubrimiento de un calor terrible, el metal recalentado por el sol blanco, las montañas púrpuras del Yemen y, ya en la tarde, las balizas luminosas al aproximarse a Aden. Por la noche hay que salir a cubierta, bajo las estrellas resplandecientes, para buscar algo de frescor en medio del aire inmóvil. El cuaderno de Yersin se llena de frases como las que se podrían leer en las páginas de Ultramarina, de Malcolm Lowry: «De la ribera se desprenden grandes masas de sombras, vagamente alumbradas por el fuego de numerosas antorchas, y sobre esas balsas, que son arrastradas por un pequeño vapor, se eleva un canto rítmico compuesto por unas pocas notas. Son los carboneros, que vienen a rellenar los pañoles del Oxus». Y concluye su carta a Fanny: «¡Cómo se siente ya que estamos lejos de Europa!»

Los guripas se han enfundado el calzón corto colonial y se tocan con el gorro de campaña. Por la mañana hacen en el puerto sus ejercicios gimnásticos y sus desfiles militares. Al cabo de tres días llega el momento de zarpar hacia el trayecto más largo. Se leva ancla para emprender el lento descenso del océano Índico, con rumbo sudeste, en dirección a Colombo. Los pañoles están llenos de agua potable y de carbón, y en las bodegas se apila todo aquello que aún no se fabrica en Saigón: máquinas-herramienta, armas de fuego, trajes de noche, hectolitros de vinazo y de pastis y máquinas de hielo. Sobrecargado con todos esos bártulos, el buque hace sentir el peso de sus tres mil ochocientas toneladas sobre las aguas verdes, bajo el penacho de sus chimeneas y, a veces, bajo el breve azote de la lluvia, tras la cual el sol saca brillos a la madera mojada.

Atraviesan el trópico y de tarde en tarde aparece una isla virgen en medio de la nada, con su mechón de cocoteros, y tal parece que hubiera sido sacada del Baudelaire de los tiempos en que el verso alejandrino todavía brillaba. Una isla perezosa en la que la naturaleza ofrece árboles singulares y sabrosos frutos. Yersin ya le ha tomado la medida al lugar y a sus funciones, a los cientos de metros de los puentes y al kilómetro de crujías y escalas, también al ritmo de la campana de cobre de su consulta, que suena al inicio de la tarde. Es un elegante Barnabooth[4] de uniforme blanco que asiste por la mañana al informe de los oficiales de guardia en la cámara del capitán.

Por la tarde reanuda sus lecturas médicas, estudia inglés. Los pocos ingleses con quienes se encuentra en el salón de primera clase descenderán en las escalas de India o en Singapur para dirigirse a sus plantaciones de Malasia o de Siam. Toma nota de la costumbre inglesa de construir adjetivos con iniciales, con acrónimos. En las líneas marítimas se inventa ese año la palabra «posh», que más o menos significa dandy o alguien que está muy a la moda, a partir de la frase «port out, starboard home» («babor ida, estribor vuelta»), porque queda muy chic cambiar la borda en la que se ha reservado plaza en función de la dirección que sigue el navío, con el fin de disfrutar siempre a través del ojo de buey del camarote, tanto a la ida como al regreso, del paisaje cambiante de las costas, cuando los otros, los que no son posh y no han previsto el truco, no ven más que agua.

Mientras Yersin daba paseos entre el salón y su camarote, el barco ha entrado en los mares del Sur. Ha visto la jungla de Ceilán, la lluvia cálida sobre sus grandes hojas esmeraldas. Una tarde, en el salón, de camino hacia Singapur, los viejos colonos le han contado, delante de sus vasos de absenta, la historia de Mayrena, que fue rey con el nombre de Marie I. Un antiguo spahi, un soldado del cuerpo de expedición francés, que se convirtió en aventurero, huyendo a través de los bosques, y se hizo con un reino en alguna parte de Annam, no se sabe bien cómo, proclamándose rey de los sedangs antes de ser expulsado por los franceses. Se dice que hoy vive retirado por aquí, en la isla de Tioman, rodeado de una decadente corte de pistoleros a los que él ha hecho barones y de las ajadas y emperifolladas bailarinas de cabaret que se trajo desde Bruselas en su época de esplendor. Después de Singapur, la ruta gira al nordeste, costea el golfo de Siam a la altura de Bangkok, y evita el delta del Mekong hasta llegar, más al norte, al cabo Saint-Jacques.

La alta muralla del paquebote se adentra en el río de Saigón con la marea alta y lo remonta, bajo un cielo bajo y pesado, a una velocidad de dos o tres nudos, la de un hombre al caminar, para no volcar los juncos ni los sampanes ni destruir las cabañas sobre pilotes y las pesquerías levantadas en la ribera, en medio de los mangles. Una cañonera lo precede. Los inmigrantes, curiosos e inquietos, acodados en la borda con sus trajes pringosos, ven a los cormoranes volar en picado hasta sumergirse en ese caldo amarronado y erizado de cañas de junco. Se preguntan si encontrarán por fin aquí la fortuna o si su vida irá a pudrirse en el fondo de estos arrozales inundados. Quizá uno de entre ellos, más letrado y lector de Voltaire, que haya partido hacia las colonias como quien se alista en la legión, por una pena de amor o por un fracaso en las oposiciones, se pregunte por qué ese nombre de Oxus, por qué llamar a un barco con el nombre del río de Transoxiana[5] que Gengis Khan tiñó de rojo con la sangre de los persas y llenó de cabezas cortadas.

«Poco a poco se ven palmeras cada vez más grandes, luego se distinguen pequeños bosques de cocoteros en los que juegan los monos. Al fin aparecen vastas praderas y después nos encontramos ante unas casas europeas. El Oxus hace un disparo de cañón y echa el ancla: hemos llegado». A lo lejos se ven almacenes, los depósitos de carbón y de algodón cubiertos con lonas, las hileras de toneles. El muelle está invadido por hombres que tiran de sus rickshaws y por carruajes victoria enganchados a pequeños caballos annamitas. Los guripas, formados en columna de a dos, se van hacia su cuartel provisional, antes de dirigirse a Tonkin, allá al norte, en la frontera con China. Del otro lado, los curas y las monjas toman la calle Catinat, que sube directamente desde el río hacia la meseta, hasta la plaza Francis-Garnier, donde se alzan los campanarios nuevos de Nuestra Señora y el nuevo edificio de Correos, obra de Gustave Eiffel.

Sentados aparte sobre los fardos y con los mazos de naipes y los cuchillos en sus bolsillos, los chulos acechan a los indecisos rezagados, aquéllos a los que nadie espera, los recién llegados de Marsella, las nuevas perdices que desplumar en los burdeles y en los fumaderos del barrio chino. En compañía de los oficiales de a bordo, Yersin visita el Arsenal y se sienta en las terrazas del Rex o del Majestic. Los comerciantes, vestidos de blanco, beben a sorbitos sus vermús y sus vasos de cassis cada tarde. La ciudad de Saigón no ha cumplido aún treinta años, es blanca y de calles anchas sombreadas por algarrobos, trazadas según el modelo de Haussmann. En la agencia de las Mensajerías le entregan al joven médico sus papeles, constelados de tampones de la aduana marítima y de los servicios sanitarios: el doctor Yersin debe embarcar dentro de cuatro días a bordo del Volga.

Ha sido destinado a la línea Saigón-Manila.