EN MARSELLA

El espacio aéreo no es seguro en este último día de mayo del 40. Por la tarde, unos veloces Stukas, volando por encima de la pequeña ballena blanca, han venido a pavonearse haciendo picados con las sirenas aullando, antes de dar media vuelta sobre el Mediterráneo para retornar a su base. Aquí, cuatro años más tarde, al final de la guerra, bajo el cielo azul de julio y a los mandos de su avión Lightning, desaparecerá Saint-Exupéry, otro de los habituales del Lutetia, el último superviviente de la banda de Mermoz[3].

La pequeña ballena blanca dibuja un arco antes de posarse en la albufera de Berre. Sus flotadores rayan la superficie del agua y abren un abanico de chispeante espuma. El habitáculo oscila y después se estabiliza. Por fin llegan al pontón. Las noticias no son buenas. El aeropuerto de París ha sido cerrado. La Luftwaffe machaca carreteras y puentes. La tripulación está inquieta. Se habla de los stalags, los campos alemanes de prisioneros de guerra. Algunos navegantes desertarán al final del trayecto, los más corajudos se convertirán en pilotos de caza y se unirán a las escuadrillas de Argel o de Brazzaville. Después de repostar carburante, el hidroavión despega rumbo a Corfú, que es la siguiente etapa en la ruta hacia Asia. La pequeña ballena blanca sobrevuela el puerto de Marsella al anochecer. Yersin ve más allá de las alas los navíos junto a los muelles, como largos peces. Cincuenta años antes, él recorría casi todos los días esos malecones de ahí abajo. Iba a embarcarse a bordo del Oxus.

Todavía no se podía imaginar, en aquel año de 1890, la explosión veinticuatro años más tarde del conflicto que se denominaría Gran Guerra y enseguida Guerra Mundial y al cabo de algunos días Primera Guerra Mundial. Tampoco se podía imaginar el auge que tomaría la aviación. Invención maravillosa que permite reducir las distancias y bombardear a la población. Antes de la Primera Guerra, Yersin había dudado si comprarse un avión. Se había trasladado ex profeso al aeródromo de Chartres para efectuar allí su primer vuelo y discutir los precios, había pensado en trazar una pista de aterrizaje en Nha Trang y, finalmente, había abandonado la idea y pasado a otra cosa. Yersin con frecuencia es así. Salta de un tema a otro. No será marino por mucho tiempo.

Mientras Clément Ader hace despegar el primer avión del mundo e inventa el nombre, Yersin desciende en la marsellesa estación de Saint-Charles del tren que viene de París. Tiene veintisiete años. Camina por el bulevar de la Canebière hasta el Puerto Viejo y ve el mar por segunda vez. El agua es más azul que en Dieppe, las olas más suaves. Camina por el puerto de Marsella, ni más ni menos: la puerta del vasto mundo. Aquí, quince años antes, Conrad inicia su carrera de marino. Diez años antes, Rimbaud se embarca hacia el mar Rojo y Arabia. Y hace unos pocos meses Brazza vuelve a partir hacia el Congo. Al lado de Yersin, un porteador empuja una carretilla con el baúl de mimbre donde están embutidos el maletín de su instrumental médico, el microscopio, los prismáticos marinos y el material fotográfico. Yersin sube a bordo del Oxus, que zarpa rumbo a Extremo Oriente. Le entregan el Reglamento de a bordo.

En cada paquebote de la compañía de Mensajerías Marítimas, la consulta médica diaria se anuncia con un toque de campana. El médico sólo recibe órdenes del capitán y come en su mesa. Él gestiona la farmacia de a bordo, que aprovisiona en cada escala. También le compete comprobar la limpieza de la cocina y la frescura de los alimentos. Tiene un enfermero a su servicio que le abre su camarote de primera clase, en cobre y madera barnizada, y le entrega su uniforme blanco con cinco galones dorados, cuyos pliegues ajusta delante de un espejo. A Yersin le gustan el orden y el lujo, porque el lujo significa calma. Lo peor de la detestada miseria es ser siempre importunado, no poder estar nunca solo.

En el navío embarcan cientos de pasajeros, en esta ocasión viaja en la bodega una tropa de soldados rumbo a su guarnición de Tonkin, protectorado francés desde hace siete años. En segunda, monjes benedictinos y hermanas de la Caridad, a los que Dios ha llamado para que vayan a China. También el lote habitual, con billete sólo de ida, de cabezas locas, estafadores, inversionistas arruinados, rufianes e hijos de buena familia que parten para ver si su vida puede ser más soportable en las colonias. De nuevo en el muelle, Yersin pone su mano como visera en la frente y aprecia a contraluz las medidas del mastodonte. Nada que ver con un barco de pesca normando. Mira la alta muralla de hierro de ciento veinte metros de eslora, retenida junto al muelle por las guindalezas. Los fogoneros encienden las calderas y hacen subir la presión. Los oficiales que descendieron a tierra para una última velada se instalan en las terrazas soleadas. Recorriendo las dársenas, apartado del resto, un brillante joven vestido de uniforme blanco con cinco galones dorados respira a pleno pulmón el aire de los mares y de la aventura, es un milord al que sin duda alguna hija de la calle invita a descubrir en su cuartucho otros horizontes. Él se pregunta si Mina Schwarzenbach se imaginaba ya todo eso.