Pasteur y Roux tienen que rendirse a la evidencia: no van a conseguir atar a Yersin a la encimera del laboratorio. Más vale encontrar una solución amistosa y conservar al ardoroso investigador en el seno de la casa, dejándole que tome distancia. Que se le pase la juventud. Hasta que un día haga como Ulises. De mala gana, Pasteur dicta una carta de recomendación: «El abajo firmante, director del Instituto Pasteur, miembro del Instituto, Gran Cruz de la Legión de Honor, certifica que el señor doctor Yersin (Alexandre) ha cumplido las funciones de técnico auxiliar de laboratorio de química fisiológica en la Escuela de Altos Estudios y después en el Instituto Pasteur, desde el mes de julio de 1886 hasta el día de hoy. Quiero dejar constancia de que el señor Yersin ha cumplido con sus obligaciones siempre con el mayor celo y que ha publicado, durante su estancia en mi laboratorio, numerosos trabajos que han sido acogidos favorablemente por sabios competentes». La carta está dirigida a la oficina de las Mensajerías Marítimas de Burdeos y va acompañada de la candidatura de Yersin para el puesto de médico de a bordo.
La respuesta de la compañía es calurosa y espontánea y, aun a riesgo de tener que hacer movimientos entre su personal médico, le propone escoger la región del mundo que más le convenga. Yersin elige Asia. La compañía cuenta, por supuesto, con hacer de su reclutamiento un incentivo comercial:
—Sepa, querido amigo, que durante esta travesía fui atendido por uno de esos jóvenes pasteurianos y conversamos sobre el viejo y querido Pasteur…
Durante algunas semanas, Yersin frecuenta de nuevo los hospitales de París con el fin de prepararse y no dejar nada al azar. Adquiere conocimientos que hasta entonces había descuidado sobre enfermedades de la piel, sobre cirugía menor, sobre oftalmología. Compra un maletín de médico generalista y un baúl de mimbre, en el que embute sus libros y el microscopio de Carl Zeiss, unos prismáticos de marino y todo un equipo fotográfico: las bandejas, una ampliadora, los tubos con fijadores y con productos para el revelado. Toma el tren a Marsella, donde los antiguos parapetos discurren a lo largo de los muelles.
El curso de microbiología es confiado a Haffkine, hasta ese momento bibliotecario del Instituto, un judío ucranio, otro huérfano adoptado por la pequeña banda de los pasteurianos. Volveremos a encontrarnos con Haffkine, en Bombay, en medio de una de esas polémicas tan abundantes en el medio científico. Yersin se sienta en el tren que va a Marsella. Ha pasado cinco años en París. Volverá de vez en cuando, pero nunca más vivirá en esta ciudad.