A Roux la idea le parece absolutamente peregrina. Irse al mar. Apaga el mechero Bunsen, se limpia las manos en la blusa blanca, levanta los brazos al cielo. Debe de estar soñando. Irse al mar. ¿Por qué no acabar sus días en una aldea de pescadores? Exactamente, dice Yersin… Pero dejémoslo así. Ya está, tiene una idea. Unir lo útil a lo agradable. Sacando partido de su relativa notoriedad como especialista en tuberculosis, el joven doctor Yersin acaba de conseguir que la Inspección Académica le envíe en misión a Grandcamp, en la región de Calvados. Pretende examinar los microbios de las bocas de niños que viven en un lugar salubre y aireado. Los comparará con los que encuentre en las bocas de los niños de las escuelas parisinas. Quiere saber si el cielo sucio por el humo de las fábricas puede ser un factor que agrave la enfermedad. Se acaba de comprar una de esas nuevas bicicletas con cadena y piñones fabricadas por Armand Peugeot.
Yersin cierra su maleta, envuelve su microscopio, sube al tren en dirección a Dieppe, llega a Le Havre en bicicleta, toma el transbordador de Honfleur y pedalea hasta Grandcamp. Por la mañana hace la ronda de las clases, donde los niños abren la boca delante de él; por la tarde pasea por el muelle y busca pescadores que acepten embarcarlo. Por la noche, en la pensión, lee Pescadores de Islandia, de Pierre Loti. Con éste tiene en común la soledad desde la infancia, la honesta y humilde familia de provincias, el estricto protestantismo y el padre ausente. Siendo muchachos crecidos en medio de mujeres, en los dos se engendra una misoginia latente y una sexualidad indecisa, también el sueño de atravesar mares y océanos. Una idea que, sin embargo, le llega a uno más rápidamente en Rochefort-sur-Mer, en el seno de una familia de marinos, que en Morges, en el cantón suizo de Vaud.
Yersin tiene veintiséis años y es la primera vez que ve el mar.
Pero no desde lo alto de un acantilado con los cabellos al viento como un poeta parnesiano, sino desde el puente barrido por los golpes de mar del Raoul, una embarcación dedicada a la pesca de bou, con botas e impermeable de hule, en medio de las jarcias del velamen y del trabajo bien hecho.
En su entusiasmo, redacta para Fanny, que es su única lectora, un pastiche de Loti o de exploradores y navegantes descubridores de pueblos. Describe un mundo de hombres, fraternal, algo entre Loti y Los trabajadores del mar, de Victor Hugo, aunque todavía ignora lo que es la obra muerta de un barco o que, a bordo, nunca se habla de cuerdas, al menos no más que en casa de un ahorcado: «De repente, el barco se detiene, la cuerda de la red se tensa y se rompe. Deprisa, cargad las velas, hemos dado con un arrecife de buen tamaño que desgarra varios metros cuadrados de la red, traed también las lanzaderas y el bramante para cerrar los agujeros. La red no está de nuevo en condiciones hasta las siete, pero el rodaballo sólo se pesca de día. De noche se pesca el lenguado, que también es muy solicitado, pero hace falta acercarse a tierra: el reino de los lenguados tiene fondo de arena, sin rocas». Por la tarde, asan salmonetes a bordo. Después, cada cual se va «a dormir en su coy», menos los dos hombres que están de guardia y el pasajero. Cuando Fanny lee esos correos, sentada en el saloncito florido de la Casa de las Higueras, se siente un poco decepcionada. Hay algo que no cuadra.
Como buen huérfano, Yersin ha colmado todos los deseos de su madre. Se ha hecho médico. Mi hijo es doctor, dicen las madres. Pero él es más que eso: es un sabio. Trabaja con Pasteur. Ella dice: es su mano derecha. Con eso basta. Que regrese a su lado y viva de su gloria, que abra una consulta al borde del lago y cuelgue su placa. Está inquieta, Fanny. Las madres siempre lo están. Quizá él tenga una vena en la cabeza que no funciona, como su padre. Ya se vio el resultado. Este hijo es insaciable. ¿Qué va a inventar ahora? Quiere irse donde los salvajes, como si no fuera bastante con los franceses. Ella relee la carta que acaba de recibir: «No me molestaría abandonar París porque el teatro me aburre, el mundo galante me da horror y todo esto no es más que una vida de no moverse».
Después de Normandía, todo se va a cerrar como un nudo marinero. Yersin no pasará el resto de su vida delante de las probetas, con el ojo fijo en el microscopio en vez de en el horizonte. Necesita aire, silencio y soledad. Y sin embargo es entonces, a su regreso, cuando Roux, quien decididamente comprende mejor a los bacilos que a los hombres, creyendo hacerle un honor, le encarga el curso de microbiología.
Para Yersin, que es adepto a una especie de mayéutica, nada de lo que se puede enseñar merece ser aprendido, aun cuando toda ignorancia es culpable. Toda su vida será un brillante autodidacta y no sentirá más que desprecio por los mediocres empollones. Basta con saber observar. Si no se sabe, no se sabrá jamás. Entre los dos hombres va creciendo la incomprensión. «Lo que ha dado lugar a una bronca de más de dos horas».
El huérfano de Confolens sermonea al de Morges, recordándole sus deberes de pasteuriano. Pero, por Dios, si hay miles que venderían a su hermana por ocupar tu plaza, y tú, Yersin… Le faltan las palabras ante ese joven tímido de porvenir tan prometedor, ante su mirada dura y azul. La investigación científica es para Yersin como tocar el violín. Es un diletante genial tocado por la gracia de tener buen oído o buen ojo y la suerte sin la cual el talento no es nada. Es Mozart eligiendo convertirse en leñador. O Rimbaud, en comerciante de café de Moca o de fusiles de Lieja. Y éste encima viene con la lata del relato de su viaje en bicicleta y sus salidas a pescar con red. Roux se dice que tal vez ha apostado por el caballo equivocado, que Yersin fue una estrella fugaz y que, a los veintiséis años, como sucede a veces con los matemáticos y los poetas, su luz ya se ha apagado.