EL RECHAZADO

¿Y si él hubiera seguido siendo suizo o se hubiera hecho alemán? ¿Y si ese anciano de barba blanca y ojos azules, que dormita en el avión apaciblemente, hubiera elegido a Koch en vez de a Pasteur? ¿Dónde estaría hoy este hombre, a los setenta años, poseedor de un pasaporte del Reich? Ya se sabe que con frecuencia los genios se dejan engañar. Es conocida su ingenuidad. Esos que no le harían daño ni a una mosca inventan, por el solo placer de resolver un enigma, armas de destrucción masiva. ¿Y si él hubiera sido al inicio de esta guerra un viejo médico jubilado en Berlín? Si se hubiera casado con una alemana de Marburgo, ¿dónde estarían hoy sus hijos y sus nietos y con qué uniforme?

Ahora debe de estar sobre el Ródano, sobrevolando los viñedos y las uvas verdes bajo el sol de mayo de 1940. ¿Los movilizados estarán de vuelta para la vendimia? La de Yersin es una posición peligrosa, siempre ha querido lavarse las manos en política, ignorar la Historia y sus repugnantes festines. Es un individualista, como suelen serlo los altruistas. Sólo más tarde, a fuerza de tanto amar a los hombres, uno termina por convertirse en misántropo.

Es algo más fuerte que él: Yersin siempre necesita saberlo todo. Abre su cuaderno e interroga a la tripulación de la pequeña ballena metálica blanca. El hidroavión de Air France, el flying-boat que hace la ruta de Marsella, es un LeO, nombre que le viene de sus dos constructores: Lioré & Olivier. Un LeO H-242. Su fuselaje es de duraluminio anodizado. Yersin lo consigna en su cuaderno. El duraluminio anodizado es un material nuevo. Se pregunta qué es lo que podría construir de nuevo en Asia con ese duraluminio anodizado. Los once pasajeros que le rodean están sentados en confortables asientos de respaldo alto. Se sirven alcoholes a voluntad.

En medio de esos fugitivos ricachones, de esos privilegiados cobardes, que elegirán al azar entre las escalas un lugar de veraneo donde esconderse con sus ahorros a esperar que escampe, Yersin evita la promiscuidad gracias a sus cuadernos, simulando concentrarse. Su nombre y su rostro son conocidos. Es el último superviviente de la banda de Pasteur. Sabemos que irá hasta Saigón, el final del trayecto, donde llegará en ocho días. En paquebote habría sido un mes. Cada viaje le permite traerse grandes cajas de material, cristalería para los experimentos, semillas para sus jardines. Con la guerra, las comunicaciones se verán una vez más interrumpidas. Después del 14 fue el mismo lío.

Hace ya cincuenta años que Yersin eligió abandonar Europa. Fue en Asia donde pasó la Primera Guerra Mundial y se dispone a pasar allí la Segunda. Solo. Como ha vivido siempre. O, más bien, en medio de una pequeña banda, en Nha Trang, una aldea de pescadores: la banda de Yersin. Porque, al cabo de los años, el solitario se ha revelado como un conductor de hombres. Allá lejos, ha creado algo así como una comunidad, un monasterio laico retirado del mundo al que ahora va a reincorporarse. Como si hubiera hecho votos de frugalidad y celibato, también de fraternidad, su comunidad científica y agrícola de Nha Trang puede evocar una colonia anarquista, como la colonia Cecilia fundada en Brasil a fines del XIX, o un falansterio fourieriano del cual él sería el patriarca de barbas blancas. Yersin se encogería de hombros si esa idea se evocara en su presencia porque, un poco por casualidad, sin haberlo buscado realmente, mientras estaba ocupado en cosas muy distintas, hoy se encuentra en posesión de una fortuna bastante considerable.

En una sola ocasión, haciendo un esfuerzo por integrarse, por seguir las reglas y atenerse a la tradición de la Facultad, y dado que era un joven médico, un joven francés, un joven investigador, se dijo que debería ser también un joven casado. Después de todo, tal era el caso de Louis Pasteur y eso no le había impedido trabajar. A Yersin le gustaba cenar en el apartamento de la pareja, en la calle de Ulm. Los dos hombres se apreciaban, eran dos hombres duros y probos, silenciosos, de ojos de un azul de nieve y hielo. Él también se convertiría en un anciano sabio rodeado del tierno cariño de una esposa anciana. Había iniciado gestiones en ese sentido, utilizando el mismo método racional que había empleado para establecer su genealogía. Escribir a su madre, como siempre. Un carta a Fanny.

Ella, que acababa de localizar a sus antepasados, le encuentra enseguida una prometida. Mina Schwarzenbach, la sobrina de una amiga. Mina es bonita. Uno la imagina virgen y abotonada hasta el cuello de encaje blanco, pero bajo la larga falda negra quizá hay un fuego atizado cada noche con la yema del dedo. Yersin se pone a escribirle. Resulta más arduo que hacer una exposición sobre la difteria. Son muchos los borradores que terminan en la papelera. Querida Mina. Quizá él hace el elogio de la apacible y vieja pareja de los Pasteur, de las doctas discusiones en su casa con Perrot, el director de la Escuela Normal Superior, y los relatos de sus empresas arqueológicas en Asia Menor. Es una torpeza. Mina Schwarzenbach espera leer inflamados versos alejandrinos que le estén dedicados. Por la noche, sujetaría la carta con la otra mano para releerlos. Yersin mete la pata. Mina le da calabazas. No se volverá a hablar del asunto. Él se da perfecta cuenta de que tener una esposa pegada a sus faldones no habría tardado en ser un estorbo. Ya se verá más adelante, cuando le haya dado la vuelta al mundo y al asunto.

De momento, se iría con gusto a ver el mar.