Cuando Yersin descubre la otra capital, descubre sobre todo el antigermanismo. En París, en vez de las tonadas bávaras y el casco de pico, es preferible cantar a la tirolesa y llevar el curioso sombrero suizo.
Desde hace quince años y tras la derrota de Sedán, Francia es más pequeña y no lo digiere. Amputada de la Alsacia y la Lorena, se venga conquistando un vasto imperio en ultramar, mucho más grande que el de los alemanes: de las islas de la Polinesia a las del Caribe, de África a Asia. Aunque no más que sobre la británica Union Jack, el sol tampoco se pone sobre la republicana bandera tricolor. En este año, Pavie, el explorador de Laos, conoce a Brazza, el explorador del Congo. El encuentro tiene lugar en la parisina calle Mazarine, en La Petite Vache, donde se reúne también la pequeña banda de los saharianos. El marino francés hace dos años que se ha adueñado en la Cochinchina de las provincias de Annam y Tonkin. Yersin lee las narraciones, repasa los mapas. Ésos son hombres y no son de los que se irían a vegetar a un lugar como Marburgo. Está convencido de lo acertado de su elección. Es aquí donde hay que vivir.
Quizá por última vez en su historia, París es una ciudad moderna. Ya han terminado las obras de renovación emprendidas por Haussmann y se traza el plan del metro. «Entro en el museo del Louvre. Hoy visito las antigüedades egipcias», escribe Yersin, que lee la prensa en el salón del Bon Marché. La familia Boucicaut, propietaria del almacén, hará construir veinticinco años más tarde el Hotel Lutetia enfrente de él. Al final de su vida, Yersin adquirirá el hábito de alojarse allí varias semanas cada año, tras atravesar el planeta para hacerlo, siempre en la misma habitación de la esquina del sexto piso, a unos centenares de metros de su primera residencia como estudiante: un chamizo con forma de mansarda de la calle Madame, desde el que, según le informa a Fanny, estirando el pescuezo puede entreverse una torre de la iglesia de Saint-Sulpice.
En la calle de Ulm, Louis Pasteur acaba de conseguir una segunda vacuna antirrábica, tras la del pequeño alsaciano Joseph Meister: la de Jean-Baptiste Jupille, originario de la región de Jura. Muy pronto le llega gente de todas partes. Hasta entonces, en cualquier campo o en cualquier bosque de lobos y nieve, lo mismo en Francia que en Rusia, el tratamiento consistía a menudo en atar a los rabiosos y sofocarlos antes de que te mordieran a su vez. La aventura está a la vuelta de la esquina de la calle de Ulm, tanto como en las pendientes de las dunas saharianas. Es la nueva frontera de la microbiología. El estudiante extranjero de veintidós años, sentado delante del periódico, vive a expensas de su madre. Como todos los hombres, lleva barba corta y chaqueta oscura, cena al fondo de cafetuchos en los que los proletarios apuran su trago y concluyen, al ver el vaso vacío, que ése tampoco será ya para los boches[2] y que sería estúpido, patrón, dejarles el tonel. «Asistí a una violenta disputa entre unos obreros y un individuo de origen alemán, creo yo, que tuvo la mala idea de hablar en su lengua nativa: casi lo matan».
Por el momento, es él quien lleva una vida de privaciones. Se inscribe en el primer curso de bacteriología dictado por el profesor Cornil. Es una disciplina nueva. Durante toda su vida, Yersin escogerá cuanto haya de nuevo y de absolutamente moderno.
En casa de Pasteur, en pocos meses vacunan a manos llenas. En enero de 1886, de mil vacunados mueren seis, cuatro mordidos por lobos y dos por perros. En julio hay casi dos mil vacunados con éxito y no más de diez fracasos. Los cadáveres son enviados al depósito del Hospital, donde Cornil encarga a Yersin hacerles la autopsia. El veredicto del microscopio de Carl Zeiss es inapelable: la observación de la médula espinal demuestra que la vacuna ha sido inocua. Fueron tratados demasiado tarde. Yersin entrega los resultados al asistente de Pasteur, Émile Roux. Es el encuentro de dos huérfanos vestidos con bata blanca, de pie en medio del depósito del Hospital, entre cadáveres de víctimas de la rabia, y éste va a cambiarles la vida.
El huérfano de Morges y el huérfano de Confolens.
Roux lleva a Yersin ante Pasteur. El joven tímido descubre el lugar y descubre al hombre, escribe sobre ello en una de sus cartas a Fanny: «El gabinete de M. Pasteur es pequeño, cuadrado, con dos grandes ventanas. Cerca de una de ellas hay una mesita sobre la que están los tarros que contienen los virus para inocular».
Yersin se une pronto a ellos en la calle de Ulm. Cada mañana se forma delante del patio una larga fila de impacientes enfermos de rabia. Pasteur ausculta, Roux y Grancher vacunan, Yersin prepara. Él está contratado y le asignan un magro salario. Nunca más deberá nada a nadie. El huérfano de Morges y el huérfano de Confolens han encontrado a un padre en el austero sabio del Jura. Un hombre con traje negro de faldones y apellido bíblico, el apellido de quien guía los rebaños hacia los pastos y las almas hacia la redención.
Ante la Academia de Ciencias, Louis Pasteur, enfermo y todavía administrador de la Escuela Normal Superior, concluye su exposición: es conveniente crear un centro de vacunación contra la rabia. La villa de París pone provisionalmente a su disposición un desvencijado caserón de tres plantas de ladrillo y madera, en la calle Vauquelin, y la pequeña banda se instala allí. Ése es el inicio de su vida comunitaria. La sala de inoculación, las caballerizas y las perreras dan al patio. La banda de Pasteur va ocupando las habitaciones, piso a piso. Roux, Loir, Grancher, Viala, Wasserzug, Metchnikoff, Haffkine, Yersin. Este último es receloso y frunce el ceño cuando, como hace Haffkine, se le llama Yersine, feminizando su apellido con una e al final, a causa de su acento suizo. Cada mañana abandona la casa para seguir sus estudios de medicina en la calle de Saints-Pères. Al mediodía almuerza en una pequeña taberna de la calle Gay-Lussac. Para su tesis escoge la difteria y la tuberculosis, a la que los poetas todavía llaman tisis. Lleva a cabo consultas clínicas en el Hospital de Niños Enfermos, toma muestras del fondo de gargantas inflamadas, extrae membranas, intenta aislar la toxina diftérica, lee en las revistas los relatos de los exploradores.
Se abre una suscripción internacional en el Banco de Francia a favor de Louis Pasteur. Los fondos afluyen. El zar de Rusia, el emperador del Brasil y el sultán de Estambul envían sus aportaciones, pero también lo hacen personas sin relevancia cuyos nombres aparecen impresos cada mañana en el Journal Officiel. El viejo Pasteur repasa esa letanía. Llora cuando ve que el joven Joseph Meister le envía algunos céntimos. Compra un terreno en el distrito quince. Cada semana, Roux y Yersin inspeccionan los trabajos de la calle Dutot y regresan a la calle de Ulm, al apartamento de Louis Pasteur y de su mujer donde la pequeña banda extiende los planos. El anciano de levita negra ha sufrido ya dos ataques cerebrales, habla con dificultad, tiene el brazo derecho paralizado, arrastra una pierna. Roux y Yersin diseñan con el arquitecto una escalera interior, para el nuevo Instituto, cuyos escalones serán menos altos y más numerosos.
Para el viejo Pasteur se han acabado los descubrimientos. Tras él, el elegido será Roux, el mejor entre sus hijos, el heredero putativo. Su último combate es teórico. Enfrentados a él desde hace veinte años, los defensores de la generación espontánea brotan como por arte de magia. Él defiende que nada nace de la nada. Pero ahí está Dios. ¿Por qué todos esos microbios y por qué habérnoslos escondido durante siglos? ¿Por qué tantos niños muertos, especialmente entre los pobres? Fanny se inquieta. Pasteur es como Darwin. El origen de las especies y la evolución biológica, del microbio hasta el hombre, contradicen los textos sagrados. Ante ello, Yersin y con él toda la banda sonríen. Muy pronto todo eso estará muy claro, bastará explicar, enseñar, reproducir los experimentos. ¿Cómo podrían imaginar que un siglo y medio más tarde la mitad de la población del planeta seguirá defendiendo todavía el creacionismo?
Durante los años en que se constituye la pequeña banda de los pasteurianos, sigue reuniéndose en la calle Mazarine la pequeña banda de los saharianos, mientras la pequeña banda de los parnasianos va desapareciendo. Los tres grupitos habrán cohabitado durante un tiempo. En la misma ciudad y en las mismas calles. Banville, el dulce poeta, anida aún en la calle de Buci, donde presta su habitación de servicio a Rimbaud antes de que éste se vaya con Verlaine a la calle Racine. Desde la partida del clarividente, la pequeña banda de los parnasianos se marchita, aunque frecuenta todavía por puro hábito las cantinas, que son sus laboratorios, donde se extraen del fondo de los alambiques otros elixires: hadas multicolores que se instalan en el fondo de los cerebros de los ahora deslucidos parnasianos para regar los escondidos versos alejandrinos, que se replican sin cesar en dípticos, pero cada vez más anémicos. Es en ese tiempo absolutamente moderno, de microscopios y jeringas, cuando se extingue el alejandrino, muerto de un golpe magistral por el joven poeta que se ha ido a vender fusiles a Menelik II, rey de la meseta etíope de Choa y futuro emperador de Etiopía.
En cuanto a Yersin, él lo lee todo sobre ciencia y sobre relatos de exploraciones. Trabaja con calma y en soledad, con ritmo perezoso y ese aire de quien no da golpe que resulta tan elegante. A la noche, calienta sus caldos de microbios y prepara sus reactivos. Todo ese material a su disposición resulta fascinante. Por fin trabajos prácticos que hacer, cometas que volar. Abre los cajones de gallinas y de ratones, selecciona, inocula; después descubre, en un golpe de genialidad, una tuberculosis experimental de nuevo tipo en un conejo: la llamada tifobacilar o tifoidea.
El joven, preocupado, regresa al laboratorio y entrega la probeta a Roux. O quizá saca de su sombrero un conejo blanco sujeto por las dos orejas y lo deposita sobre la encimera. He encontrado algo. Roux ajusta el tornillo de enfoque del microscopio con el índice y el pulgar, levanta los ojos, gira la cabeza, mira desde abajo al estudiante tímido mientras frunce las cejas. La «tuberculosis tipo Yersin» hace su entrada en los libros de enseñanza médica, y de ese modo su nombre pasa ya a la posteridad de los generalistas y de los historiadores de la medicina. Pero el gran público olvidará pronto el nombre de quien, a pesar de la peste, sigue sin ser hoy muy conocido. El pobre conejo tísico tose, escupe sus pulmones y expira sobre la encimera. Algunas gotas de sangre roja manchan su pelaje blanco. Ese mártir le vale al joven una primera publicación en la revista Annales de l’Institut Pasteur, firmada por Roux & Yersin. Sin embargo, todavía no es médico, ni siquiera es aún francés.
A los veinticinco años de edad, tres después de su llegada a París, Yersin redacta su tesis y recibe una medalla de bronce que guarda en su bolsillo para dársela a Fanny. Esa mañana es declarado doctor en medicina y por la tarde toma el tren para Alemania. Pasteur le pide que se inscriba en el curso de técnica microbiana que acaba de crear Robert Koch, el descubridor del bacilo de la tuberculosis, en el Instituto de Higiene de Berlín. Yersin es suizo y bilingüe. No está muy lejos del espionaje. Aquél a quien llama en sus cuadernos «el gran lama Koch» ataca violentamente a Pasteur en sus escritos. Yersin sigue las veinticuatro clases, llena sus cuadernos, traduce a Koch para Pasteur, dibuja el plano de su laboratorio, redacta un informe y concluye que no resultará muy difícil hacerlo mejor en París.
A su regreso, sale una segunda publicación firmada por Roux & Yersin. Los edificios del futuro Instituto Pasteur son inaugurados con toda pompa por el jefe del Estado, el presidente Sadi Carnot, y por sus huéspedes internacionales. Yersin sigue siendo suizo. La ley reserva el ejercicio de la medicina tan sólo para ciudadanos de la república. Yersin comienza las gestiones, envía una carta a Fanny. Sus antepasados maternos son franceses y el expediente se resuelve enseguida: calvinistas que huyeron de los conflictos religiosos. Francia acoge a su hijo pródigo.
Una tarde, en la calle Vauquelin, dos hombres, a pesar de tener tantas otras cosas que hacer, cuelgan sus batas blancas en el perchero del vestíbulo y se enfundan las chaquetas. Roux acompaña a su auxiliar al ayuntamiento del distrito cinco, en la plaza del Panthéon. Está a dos pasos. Ambos firman en el registro. El funcionario pasa el papel secante sobre la tinta y les entrega el certificado. No hay tiempo para festejarlo en la cantina como si fueran parnasianos. Vuelven a enfundarse las batas blancas, vuelven a encender los mecheros Bunsen, recogen su caldo de bacilos. Yersin es un sabio francés.