EN BERLÍN

Pero tendrá que esperar primero durante un largo año. En una carta escrita en julio, anota: «está lloviendo, como siempre, hace frío, definitivamente Marburgo no es la tierra del sol». La enseñanza doctoral le decepciona tanto como el clima. El pensamiento de Yersin es pragmático, experimental, necesita ver y tocar, manipular, construir cometas. La lumbrera que le acoge tiene un rostro tan austero que podría figurar en un billete de banco. Los norteamericanos tienen una palabra para eso: dwem. Viejos sabios blancos, selectos y doctos, con perilla y lentes.

Marburgo está dotada con cuatro universidades, un teatro, un jardín botánico, un tribunal y un hospital. Todo ello al pie del castillo de los nobles landgraves de Hesse. Un investigador, un escriba armado con un cuaderno de cubiertas de piel de topo, un fantasma del futuro que sigue la pista de Yersin, sale del Hotel Zur Sonne, caminando junto al río Lahn por las calles empinadas, tras las huellas de la juventud del héroe, y en el corazón de este apacible islote de cultura, bajo un cielo próximo y gris, encuentra sin dificultad la alta casa de piedra entramada en cuyo interior se aburría de esperar el muchacho de severos ojos azules e incipiente barba.

El fantasma atraviesa con la misma facilidad muros y tiempo. Detrás de las piedras de la fachada ve la madera de los muebles, el cuero oscuro de los sillones y de las encuadernaciones en la biblioteca. Negro y marrón, como en un lienzo flamenco. Por la noche, el oro de los velones para la bendición mascullada, y la cena silenciosa. El péndulo del reloj atrapa un reflejo. Más arriba, el salto de un diente en la rueda hace resonar el engranaje. En el frontón del Rathaus, el ayuntamiento, la Muerte da vuelta cada hora a su ampolleta. Todos la ignoran. Este presente es perpetuo, poco ganaría el mundo si siguiera cambiando. Esta civilización está en su apogeo, quizá con algunos detalles que arreglar. Y con medicamentos que perfeccionar, por supuesto.

A la cabecera de la mesa se yergue un solemne y silencioso Júpiter, el profesor Julius Wilhelm Wigand, doctor en filosofía, director del Instituto de Farmacia, conservador del Jardín Botánico, decano de la Facultad. Por la tarde recibe en su despacho al joven de Vaud. Sus maneras son paternalistas. Le gustaría guiar a ese joven en su carrera académica y ahorrarle las equivocaciones, por eso le reprocha que frecuente a ese tal Sternberg, cuyo apellido es ya una advertencia. Le aconseja unirse a una hermandad. Pero resulta que Yersin, ese estudiante tímido que está sentado ante él en el sillón, nunca ha tenido padre. Y hasta ahora se las ha arreglado.

Tanto si se inscriben en medicina como en derecho, en botánica como en teología, nueve de cada diez estudiantes de Marburgo tienen en común el pertenecer a una hermandad. Tras los rituales de admisión y una vez proferidos los juramentos, la actividad consiste en juntarse cada día, en la misma taberna de paredes cubiertas de blasones, para coger tremendas curdas y batirse en duelo. Las gargantas se protegen con bufandas, los corazones con petos, y los aceros salen de las vainas. Se para a la primera sangre. Nacen amistades indefectibles. Se exhiben las cuchilladas sobre el cuerpo como más tarde se hará con las medallas sobre el uniforme. Uno de cada diez alumnos es excluido de esa camaradería. Es el numerus clausus asignado a los judíos por la ley universitaria.

El joven vestido de negro elige la calma del estudio, las caminatas por el campo y las discusiones con Sternberg. Los cursos de anatomía y de clínica se dan en el anfiteatro, cuando estos dos querrían conocer ya el hospital. Hacer disecciones. Ir al meollo. En Berlín, donde Yersin pasa una temporada, asiste en una misma semana a dos amputaciones de pierna mientras que en Marburgo semejante operación sólo tenía lugar una vez al año. Por fin camina por las calles de una gran ciudad. En ese año, los hoteles están repletos de diplomáticos y de exploradores. Berlín se convierte en la capital del mundo.

Por iniciativa de Bismarck, todas las naciones colonizadoras se han reunido allí delante de un atlas para repartirse África. Es el Congreso de Berlín. El mítico Stanley, quien catorce años atrás había encontrado a Livingstone, está allí en representación del rey de los belgas y propietario del Congo. Yersin lee los periódicos, descubre la vida de Livingstone y éste se convierte en su modelo. Livingstone, el escocés explorador, hombre de acción, sabio, pastor, descubridor del Zambeze y médico a la vez, que estuvo perdido durante años en territorios desconocidos del África central y que, una vez que Stanley logró encontrarle, eligió quedarse y morir allí.

Un día, Yersin será el nuevo Livingstone.

Así lo escribe en una carta dirigida a Fanny.

Alemania, al igual que Francia e Inglaterra, se esculpe un imperio a golpe de sable y ametralladora. Coloniza Camerún, la actual Namibia y la actual Tanzania hasta Zanzíbar. En ese año del Congreso de Berlín, Arthur Rimbaud, el autor de El sueño de Bismarck, transporta a lomos de camello dos mil fusiles y sesenta mil cartuchos para el rey Menelik de Abisinia. El que fuera poeta francés promueve ahora la influencia francesa y se opone a las pretensiones territoriales de ingleses y egipcios dirigidas por Gordon: «Su Gordon es un idiota, su Wolseley un asno, y sus empresas una serie insensata de disparates y saqueos». Es el primero en subrayar la importancia estratégica del puerto que él escribe Dhjibouti, como Baudelaire escribía Saharah; redacta un informe de exploración para la Sociedad Geográfica, envía artículos de geopolítica al diario francófono Le Bosphore égyptien, de los que se hacen eco en Alemania, Austria e Italia. Relata los estragos de la guerra: «Los abisinios han devorado en pocos meses las provisiones de sorgo dejadas por los egipcios, que hubieran alcanzado para varios años. La hambruna y la peste son inminentes».

El que propaga la peste es un insecto: la pulga. Pero aún no se sabe.

Desde Berlín, Yersin se traslada a la ciudad alemana de Jena. Compra al reputado fabricante Carl Zeiss un microscopio perfeccionado del que nunca se separará, un microscopio que le acompañará en su equipaje durante su vuelta al mundo y con el que identificará al bacilo de la peste. Carl Zeiss es una especie de Spinoza y para uno y otro pulir lentes fue una actividad propicia a la reflexión y la utopía. Baruch Spinoza también era judío, dice Sternberg. Ahí están los dos estudiantes de nuevo en Marburgo, encorvados por turnos sobre el ocular recién estrenado, jugando con el tornillo de enfoque sobre un ala de libélula. Yersin también ha visto la violencia antisemita, los escaparates rotos, los puñetazos. En la charla de los dos estudiantes tal vez se cuele la palabra peste.

Frecuentemente, siempre que no se haya contraído ni una ni otra, se confunde la peste con la lepra. Durante la gran peste de la Edad Media, la peste negra, fueron veinticinco los millones de muertos que contabilizar por la demografía. La mitad de la población europea diezmada. Ninguna guerra había causado todavía semejante hecatombe. La dimensión de la plaga fue metafísica, expresión de la ira divina, del Castigo. Los suizos no siempre han sido inofensivos zelotes de la tolerancia y la moderación. Cinco siglos atrás, los vecinos de Villeneuve, a orillas del lago, quemaron vivos a los judíos acusados de haber envenenado los pozos para propagar la epidemia. Cinco siglos después, si el oscurantismo ha retrocedido, el odio sigue siendo el mismo. Tampoco se sabe nada más sobre la peste, sobre el modo en que llega, mata y desaparece. Tal vez un día. Los dos estudiantes tienen fe en la ciencia, en el Progreso. Curar la peste sería matar dos pájaros de un tiro, dice Sternberg. Yersin le anuncia su partida hacia Francia.

El año siguiente proseguirá sus estudios en París. En este año del Congreso de Berlín, mientras Arthur Rimbaud gasta las piernas sobre la rocalla de los desiertos tras el culo de los camellos, Louis Pasteur salva al niño Joseph Meister. Curar la rabia con una vacuna es abrir una puerta. Muy pronto no se tratará de elegir entre peste y cólera, sino de curarlas. Yersin tiene la ventaja de ser bilingüe. Si Sternberg lo fuera, cuánto dudaría. París o Berlín, como elegir entre Caribdis y Escila. Tiene bastante de pesimista lúcido, este Sternberg, si es que eso no es un pleonasmo. Diez años más tarde, al inicio del caso Dreyfus, no se verá el nombre de Yersin al pie de ninguna petición. Lo cierto es que todos esos horrores de Europa muy pronto le despiertan a uno la atracción por las antípodas. En el momento del proceso contra el capitán Dreyfus, Yersin está en Nha Trang o en Hong Kong.