El anciano hojea el cuaderno y luego se adormece con el zumbido de los motores. Ha pasado días sin conciliar el sueño. El hotel estaba invadido por los voluntarios de Protección Civil con sus brazaletes amarillos. De noche, las alertas y los sillones colocados al abrigo del sótano, al final de las galerías donde yacen las botellas. Tras sus párpados cerrados, el jugueteo del sol sobre el mar. El rostro de Fanny. El viaje de una joven pareja por la Provenza hasta Marsella para capturar insectos. ¿Cómo escribir la historia del hijo sin la del padre? La del suyo fue breve. El hijo nunca lo conoció.
En Morges, en el cantón suizo de Vaud, más que indigencia lo que había, tanto en casa de los Yersin como en las de los vecinos, era una estricta frugalidad. Allí un céntimo es un céntimo. Las faldas raídas de las madres se pasan a las sirvientas. El padre va cursando estudios con mediana intensidad en Ginebra, a golpe de clases particulares; por un tiempo se convierte en profesor de colegio, apasionado por la botánica y la entomología, aunque para ganarse el pan lleva la administración de unos polvorines. Usa chistera y la larga chaqueta negra entallada de los sabios, lo sabe todo de los coleópteros, se especializa en ortópteros y acrídidos.
Dibuja cigarras y grillos, los mata, coloca sus élitros y antenas bajo el microscopio, envía informes a la Sociedad de Ciencias Naturales de Vaud e incluso a la Sociedad Entomológica de Francia. Después, helo ahí convertido en intendente de la empresa de explosivos, que no es poca cosa. Prosigue con el estudio del sistema nervioso del grillo campestre y moderniza la fábrica. Su frente aplasta el último grillo. El brazo, en una última contracción, vuelca los tarros. Alexandre Yersin muere a la edad de treinta y ocho años. Un escarabajo verde recorre su mejilla. Un saltamontes se enreda en sus cabellos. Un escarabajo de la patata entra en su boca abierta. Su joven esposa Fanny está encinta. La viuda del patrón tendrá que abandonar el polvorín. Después de la oración, en medio de fardos de ropa y vajillas apiladas, nace un niño. Le ponen el nombre del marido muerto.
La madre adquiere la Casa de las Higueras en Morges, al borde del lago de aguas puras y frías, y la transforma en pensión para muchachas. Fanny es elegante y tiene buenos modales. Les enseña a mantener la compostura y a cocinar, y un poco de pintura y de música. Su hijo despreciará toda su vida esas actividades, confundirá el arte con las artes decorativas. Esas nimiedades de la pintura y la literatura le recordarán la futilidad de aquéllas a quienes en su correspondencia denominará los adefesios.
Todo eso le da a uno ideas de niño salvaje: colocar trampas, buscar nidos, prender fuego con lupa, regresar cubierto de lodo como si se volviera de la guerra o de una expedición en la jungla. El muchacho está solo y recorre los campos, nada en el lago o construye cometas. Captura insectos, los dibuja, los atraviesa con una aguja y los clava sobre un cartón. El rito sacrificial resucita a los muertos. Hereda los emblemas del padre —como en los pueblos guerreros la lanza y la corona— y saca de un baúl del granero el microscopio y el bisturí. Es un segundo Alexandre Yersin y un segundo entomólogo. Las colecciones del muerto están en el museo de Ginebra. Ése puede ser un objetivo en la vida: consumir los días en austeros estudios a la espera de que le llegue el turno y una vena reviente en su cerebro.
En Vaud, dejando a un lado la tortura de insectos, hace generaciones que apenas hay nada con lo que distraerse. La misma idea de hacerlo resulta sospechosa. En estos lugares, la vida es el precio que se paga por el pecado de vivir, pecado que la familia Yersin expía a la sombra de la Iglesia Evangélica Libre. Esta iglesia, nacida de un cisma en el seno del protestantismo de Vaud, rechaza que el Estado pague a sus pastores y que mantenga sus templos. En su indigencia y rigor, los fieles se desviven por cubrir las necesidades de sus predicadores. Lo que es bien distinto que mantener a un cura de esos que tienen buen saque. Los pastores, para contentar a Dios —creced y multiplicaos—, son una especie que se reproduce a velocidad de vértigo. Tienen familias enormes que esperan en el nido con los picos abiertos, así que las faldas raídas de las madres ya no serán para las sirvientas. Los fieles se revisten con la bandera de su elitismo y su probidad, son los más puros y los más alejados de la vida material, los aristócratas de la fe.
De aquella altiva frialdad de azules domingos helados, el jovencito conservará la franqueza abrupta y el desprecio hacia los bienes de este mundo. El alumno bueno por aburrimiento se va convirtiendo en adolescente estudioso. Los únicos hombres admitidos en la Casa de las Higueras, en su pequeño salón florido, son los médicos amigos de la madre. Yersin tiene entonces que elegir entre Francia y Alemania, entre sus dos modelos universitarios. Al este del Rin, el curso magistral y teórico, la ciencia dictada ex cátedra por sabios vestidos de negro y con cuello de celuloide. En París, la enseñanza clínica a la cabecera del enfermo y en bata blanca, el modelo llamado patronal, cuyo inventor fue Laennec.
Al final irá a Marburgo, a causa de la madre y de los amigos de la madre. Yersin habría preferido Berlín, pero irá a la provincia. Fanny alquila para su hijo una habitación en la casa de un honorable profesor, una lumbrera que predica en la universidad pero que asiste a los oficios. Yersin acepta con tal de salir de tanta falda. Moverse. Sus sueños son los de un niño. Es el inicio de una correspondencia con Fanny que sólo terminará con la muerte de ésta. «Cuando sea doctor, te llevaré conmigo a vivir al sur de Francia o a Italia, ¿verdad?».
El francés se convierte en una lengua secreta, maternal, un tesoro, la lengua de las noches, la de las cartas a Fanny.
Tiene veinte años y a partir de ahora su vida transcurre sólo en alemán.