La vieja mano salpicada de manchas y con el pulgar amputado aparta el visillo de tisú. Tras una noche de insomnio, el alba bermeja, el címbalo glorioso. La habitación del hotel: blanco de nieve y oro pálido. A lo lejos, los travesaños de luz de la gran torre de hierro entre un poco de niebla. Abajo, el verde intenso de los árboles del Square Boucicaut. La ciudad está en calma en la primavera guerrera. Invadida por los refugiados. Esos que pensaban que su vida consistía en no moverse. La vieja mano suelta la falleba y agarra el asa de la maleta. Seis pisos más abajo, Yersin atraviesa la cúpula de cobre dorado y madera barnizada. Un cochero uniformado cierra tras él la puerta del taxi. Yersin no huye. Nunca ha huido. Este vuelo lo reservó hace meses en una agencia de Saigón.
Es un hombre que ahora está casi calvo, de barba blanca y ojos azules. Lleva cazadora, pantalón beige y camisa blanca con el cuello abierto. Los ventanales del aeropuerto de Le Bourget dan a la pista, donde se ve un hidroavión estacionado sobre sus ruedas. Una pequeña ballena blanca con un vientre redondo para doce pasajeros. La pasarela se apoya contra la carlinga por el lado izquierdo y eso es así porque los primeros aviadores eran jinetes, como lo fue Yersin. Él va a reencontrarse con sus pequeños caballos annamitas[1]. Sobre los taburetes de la sala de espera se sienta un puñado de fugitivos. En el fondo de sus maletas, debajo de las camisas y de los trajes de noche, hay fajos de billetes y lingotes. Las tropas alemanas están a las puertas de París, pero esta gente, que observa el reloj de la pared y los que llevan en sus muñecas, es lo suficientemente rica como para no colaborar.
Una motocicleta con sidecar de la Wehrmacht bastaría para anclar al suelo a la pequeña ballena blanca. Ya ha pasado la hora. Yersin ignora las conversaciones inquietas, anota una o dos frases en un cuaderno. Ve girar las hélices por encima de la cabina de pilotaje, situada en la encrucijada de las alas. Atraviesa la pista. Los fugitivos quisieran empujarle, obligarle a correr. Todos están sentados a bordo. Le ayudan a subir la escalerilla. Es el último día de mayo del 40. El calor hace bailar el espejismo de un charco sobre la pista. El avión vibra y toma impulso. Los fugitivos se enjugan la frente. Será el último vuelo de la compañía Air France en muchos años, pero todavía no lo saben.
También es el último vuelo para Yersin. Nunca regresará a París, nunca volverá a entrar en su habitación de la sexta planta del Hotel Lutetia. En cierto modo lo sospecha, mientras observa allá abajo las columnas del éxodo a través de la región de la Beauce. Bicicletas y carros sobre los que se apilan colchones y muebles. Camiones que avanzan al paso entre los caminantes. Y todo ello empapado por las tormentas de primavera. Como columnas de insectos enloquecidos que escapan de los cascos de la manada. Todos sus vecinos del Lutetia han abandonado el hotel. Joyce, el larguirucho irlandés con sus quevedos y su traje de tres piezas, está ya en Allier. Matisse llega a Burdeos y después a San Juan de Luz. El avión pone rumbo a Marsella entre las dos pinzas del fascismo y del franquismo, que se cierran mientras la cola del escorpión se alza, al norte, antes de golpear. La peste parda.
Yersin conoce las dos lenguas, las dos culturas —la alemana y la francesa— y sus viejas querellas. A la peste también la conoce. Lleva su nombre desde hace ya cuarenta y seis años en este último día de mayo del 40, cuando por última vez sobrevuela Francia bajo su cielo tormentoso.
Yersinia pestis.