Capítulo 7

EL HUEVO KINDER

Tú no lo sabes, tú recuerdas aquella noche pero no sabes por qué estábamos allí, en uno de esos grandes cines de la Gran Vía un miércoles a las diez y media. Tú lo recuerdas, sí, tú recuerdas que tendrías unos cinco años, tú recuerdas, me imagino, las luces de la noche, y recuerdas lo extraña que te parecía la ciudad un día de diario, tan solitaria, sin la apabullante riada humana que bajaba y subía por sus aceras los fines de semana. Parecía una ciudad distinta de la que solíamos ver cuando íbamos a la sesión de tarde un domingo, no te parecía estar pisando las mismas aceras. Puedo recordar yo lo que tú no recuerdas. Me dijiste, «Aquí no he estado nunca», y yo te expliqué que sí, que habíamos estado muchas veces; pero en cierto modo llevabas razón, era otra realidad aquella en la que nos encontrábamos, la de los hombres de mirada torva que vagabundean en el corazón de la ciudad con las manos en la cazadora cuando las tiendas están cerradas, la de las putas que apoyan su espalda en los edificios de la calle Desengaño, la de las chicas solitarias que cruzan rápido la calle para adentrarse en otros barrios más transitados, la de aquéllos que tienen la cabeza perdida o la de esas parejas incongruentes que deciden tomar el fresco al borde de una acera junto a la que pasan los coches a velocidad de autopista.

Era esa ciudad de un martes por la noche, cuando el verano está a punto de echar el cierre y es el momento en que las últimas sacudidas de calor no atraen ni a paseantes ni a turistas; las heladerías se quedan tristonas y en las cafeterías los camareros se aburren, miran por la ventana y cuando ven a una mujer joven pasar con un niño pequeño de la mano piensan que no son horas y que sus hijos ya estarán, por suerte, hace rato en la cama, en un barrio menos canalla que esta cloaca en que se ha convertido el corazón de Madrid.

Recuerdas, lo sé, a la negra cubana que te asustó cuando pasamos a su lado, la negra loca que empezó a clamar al cielo levantando sus brazos cubiertos de andrajos, a cagarse en Dios por haberla traído a este puto país donde la gente no sabía lo que era la caridad. Tú te volviste a mirarla y luego me preguntaste: «¿Por qué Dios se ha portado así con ella?», y me sorprendió la pregunta porque en casa nunca hablábamos de Dios ni tú ibas a clase de religión, pero la vieja cubana nos había mirado fijamente, como acusándonos, haciéndonos responsables de su desgracia, y había dicho: «¿Por qué, Dios mío, me condenaste a dormir en la calle como una puta perra?». Sentí tu estremecimiento porque tu mano apretó aún más la mía y tu cuerpo se acercó a mi costado buscando protección.

Recuerdas mi mano, la mano de tu madre, la mano que nunca se olvida, como yo no he olvidado la mano de mi madre, ese tacto que mi memoria ha logrado conservar entre tantos recuerdos perdidos. Recuerdas a tu madre, me recuerdas. Tu madre, firme, dura, poderosa como una roca, así me recuerdas hoy para mi asombro. La madre en la que confiaste ciegamente, aunque no lo mereciera.

Recuerdas el regazo donde te quedabas dormido, el pecho sobre el que descansaba tu cabeza, recuerdas nuestro pequeño apartamento, tu habitación sin puerta, el suelo de linóleo levantado por la humedad, tu armario lleno de piedras y de palos, el despacho amarillo, los bailes que nos proporcionaban una ilusión de felicidad y la pared de la que a veces salía gente con las manos rebosantes de sangre que querían arrastrarte al infierno. Yo te apretaba contra mi pecho pero tú no me veías, parecías poseído por el diablo, más que llorar, chillabas, y me hacías llorar a mí también y a veces creí que tus gritos en medio de la noche podrían llegar a volverme loca y acabaría tirándome por la ventana contigo en brazos. Pero no. Siempre ocurría que, cuando mis reservas de cordura estaban a punto de agotarse, tú, el niño rígido, el niño endemoniado, el niño atacado por no se sabe qué monstruo interior, comenzabas a ver lo que realmente tenías delante de los ojos, la habitación sin puerta, tu barco pirata, tu espada de madera, y entonces yo, yo que también acababa viendo que los seres salían de la pared, sentía que volvían a meterse en ella. Tú me mirabas, me mirabas con extrañeza, como si volvieras del otro mundo, como el niño exorcizado, y tu cuerpo empezaba a ablandarse y se hacía más tierno, se convertía en el cuerpo de siempre, te ibas acurrucando en mi pecho y yo, derrotada, te llevaba a mi cama y nos quedábamos los dos dormidos, abrazados, exhaustos.

Lo que hoy recuerdas, por un milagro de la mirada infantil y de la memoria que me ha concedido este regalo, es que aquella noche te sentías afortunado. Imaginabas que tus compañeros del colegio estarían ya en la cama o dándole el beso de buenas noches a sus padres con el pijama ya puesto. Los imaginabas con el cuerpo caliente y perfumado después del baño. Ah, pero tú estabas allí, como un hombrecillo, de la mano de tu madre, de la madre nerviosa, impaciente y solitaria, de la madre que no era como las otras, de la madre que tenía el pelo rojo y las cejas oscuras. Recuerdas que en ocasiones había algo anormal en ella que te producía melancolía, no sólo las cejas tan oscuras contrastando con el rojo del pelo, no sólo la ropa, no, era la mirada, una mirada que parecía estar siempre demandando algo, algo que tú no podías darle, un vacío que tu amor hacia ella no llenaba.

Acuérdate de cuando decías, «No me esperes en la misma puerta de la escuela, espérame más allá, en la esquina», porque no querías que los otros vieran a la madre distinta a las otras que venía a buscarte, pero también porque deseabas protegerla, sintiendo por ella, por mí, amor y extrañamiento a la vez.

Recuerdas que entramos en la cafetería Manila, que no existe ya salvo en aquella noche nuestra, y que te dije, «Pide lo que quieras», como dicen las tías o las madrinas, no las madres. Te dije, «Pide lo que quieras». Y delante de ti, entre los dos, como una barrera de tentaciones, crecieron un batido de chocolate, un sándwich mixto y un Banana Split, coronado con la sombrilla hawaiana de papel y una pequeña bengala. Yo no pedí nada, eran los tiempos en que me alimentaba del aire; yo picaba de tus patatas fritas, bebía una Coca-Cola y me quedaba por momentos con la mirada ausente, más en mis cosas que en las tuyas, yendo y volviendo de tu mundo al mío: de la alegría ruidosa que te había producido este regalo inesperado a la verdadera razón de nuestra huida.

Serían las ocho de la tarde, la hora en la que habitualmente él llamaba y tú te bañabas y escuchabas sin escuchar nuestra conversación desde el baño, cuando te dije, «¡Vamos, venga, vámonos al cine!», y agarré al vuelo tu chaqueta, la mía, el bolso, y casi corriendo nos presentamos en la parada de los taxis, y me preguntaste: «¿Lo paro yo, lo paro yo?», y la noche empezó así, como si la mujer adulta que era yo aceptara los caprichos del niño cuando en realidad era él quien se estaba plegando a los míos.

Recuerdas la bengala chispeante, el plátano mojado en chocolate y el helado de fresa y vainilla. Tu gula del principio y tu cansancio a mitad del plato, después de beber chocolate, comer el queso y el jamón fundidos y mirar melancólicamente el postre que no se acababa nunca. «Venga, déjalo ya, te lo dije, sabía que no podrías con todo».

Recuerdas el cine, el viejo cine de columnas colosales pintadas de verde y con dorados tristes en los capiteles, la voluptuosidad de la moqueta en la que tus pies se hundían con la misma ingravidez que los personajes de los dibujos de la Warner, que es la ingravidez de los niños, y el perfume del ambientador que el acomodador acababa de echar.

Recuerdas haber querido ser acomodador para vestir el uniforme, tener una linterna y recibir propinas, para estar siempre viendo películas, las mismas una vez y otra, y conocer de memoria todos los desenlaces y abrir las puertas en el momento en que los títulos de crédito comienzan a bajar por la pantalla para que se cuele el halo de luz y la gente sepa que ya es hora de volver al mundo.

Recuerdas el cine casi vacío. Sólo una pareja al fondo, ella ordinaria, basta, prostituta seguramente; él seco, bronco, con su cazadora de chulo, dispuesto a dormirse, a dar la noche por perdida. El acomodador nos hizo un gesto con la mano y dijo: «Donde quieran, el cine es suyo».

Nos sentamos. Tú no te habías fijado en esos otros dos personajes que teníamos delante, yo sí; en realidad, me arrepentí de los asientos elegidos nada más sentarnos pero me dio pereza, o no sé, eran los tiempos en que parecía reaccionario tener desconfianza del lumpen, y yo me dejaba llevar por esa corriente, como por otras tantas, íntimamente incómoda conmigo misma o asustada, consciente de mi irresponsabilidad, aunque sumisa con la bobería de la década. Pensaría, como tantas otras veces, ¿por qué no tengo la sensatez de llevarme al niño a otra fila?, ¿por qué coño siempre hay tanta distancia entre lo que debo hacer y lo que hago? Eran yonquis. Chica y chico. Uno dormía, la otra casi.

La sala, como escenario espectral ante la pantalla: la prostituta con su chulo al fondo, la pareja de yonquis, y detrás de ellos, nosotros. Tú tan dulce, tan pequeño, con el huevo Kinder en la mano, buscando con la lengua el último resquicio de chocolate pegado en el plástico a pesar de que dices que te duele la barriga; tú tan inocente como el niño que se pierde en el bosque, pero sin estar solo como las criaturas abandonadas de los cuentos antiguos, sino con tu madre, tan perdida como tú, más perdida que tú, mucho más perdida que tú, tanto que se podría decir que es él, el niño, tú, el que, sin pretenderlo, la guía a ella, a mí, en la oscuridad. Él, tú, sin saberlo, el único motivo de esperanza para buscar la salida, la solución. Hansel y Gretel en el bosque urbano de los ochenta; madre e hijo que, a cuenta de la inmadurez de la madre, vuelven a ser los dos hermanos de la narración clásica, de los cuales sólo uno, la madre, yo, es consciente de que están perdidos.

Dijiste, «En este cine no hemos estado nunca», y yo te dije que sí, «Hemos estado, hemos estado muchas veces». Pero no reconocías los sitios agrandados por la soledad de una noche de diario, a una hora indigna de que tú estuvieras allí, dando luz a aquel vacío y a la miseria humana.

Yo pensaba, los lugares solitarios no son para los niños. Tú pensabas, esto es como estar de vacaciones pero dentro de un sueño, y sentías, una vez más, a tu madre fuerte pero ajena, sentías su compañía pero también la sospecha de que no eras el centro de su mundo. Yo pensaba, por qué le he traído aquí, no tengo cabeza. Tú pensabas, a lo mejor mañana no tengo que ir al colegio.

La película empezó y nos cogimos de la mano, lo hacíamos siempre. Te empezaste a reír casi desde el principio y yo me dejé arrastrar por la risa que te producía el payaso de Kevin Kline sacando peces de la pecera de un pobre tartamudo y comiéndoselos, diciéndole palabras de amor en italiano a Jamie Lee Curtis, una americana catedralicia, y oliéndose cada poco los sobacos. Yo no lograba entrar en el argumento pero se me contagiaban tus carcajadas algo roncas, entrecortadas, olvidadizas ya del entorno solitario y algo amenazante. Cuántas veces hemos visto esa película luego. Muchas. Y has repetido los gestos del cómico, levantando los brazos y oliéndote las axilas o imitando al pobre tartamudo que forma parte de esta ridícula banda de penosos ladrones de joyas.

Un pez llamado Wanda, en ella ya no está sólo la cara payasesca de Kevin Kline o los andares caballunos de Jamie Lee Curtis, en ella estamos nosotros tal y como éramos aquella noche, juntos, solos en el mundo y perdidos, tomados de la mano, los dos infantiles y los dos extraños en el bosque nocturno; Hansel y Gretel distanciados por la edad y la estatura, pero igualados por una vulnerabilidad, propia de la infancia en tu caso, patológica en el mío. Reías, de eso te acuerdas, reías con la risa explosiva y nerviosa de los niños, esa risa ronca que siempre traslucía un ligero constipado, unos pulmones inmaduros, reías a carcajadas, sin el pudor del adulto, sin acordarte de ti mismo ni del lugar en el que estabas, reías y todo tu cuerpo se agitaba entregado a la risa, sólo el puño seguía sin relajarse, cerrado, tozudo, sujetando el huevo Kinder.

Entonces, uno de los yonquis, el que estaba despierto, se volvió y me miró a mí, no a ti, y dijo:

—Por favor, tía, ¿podrías decirle al cabrón del niño que se calle?

Debería haberte tomado de la mano, haberte conducido hacia otro asiento o haberte llevado fuera del cine, pero no, no me moví. Tú me miraste sin comprender. Nunca habías oído esa palabra, «cabrón», referida a ti, el cabrón del niño. El niño eras tú, nadie te había llamado así nunca. Seguimos viendo la película, callados, serios al principio, pero poco a poco, sin apenas darnos cuenta, nuestras mentes volvieron a concentrarse en esa disparatada aventura por las calles de Londres y en el habla cursi y tronchante de un lord.

Mi temperamento, entonces, tendía a la temeridad por pura inconsciencia. El mío era un espíritu retrasado, inmaduro; el tuyo era lo que debía ser, el espíritu de un niño. Nuestra común inconsciencia nos hizo volver a reír. Reíamos sin hacer ruido, yo más por verte a ti que por la película. Te veía taparte la boca con las manos, conteniendo la explosión de la carcajada cada vez que Kevin Kline aparecía en escena. Era tan maravillosa aquella risa contenida. ¿Recuerdas tú eso, recuerdas la risa escapándosete entre los dedos, recuerdas todos los días siguientes en que lo estuvimos recordando? Tan seguro estabas de mí, de mi capacidad protectora o de la fuerza imbatible de nuestra unión, que debías de pensar que ni el más turbio personaje de boca mellada y alma podrida como para llamar cabrón a un niño que ríe podría con nosotros.

Recuerdas todo, lo sé, por tantas veces en las que hemos evocado juntos aquella noche. Incluso el dolor de barriga que al día siguiente te impidió ir al colegio y cómo nos quedamos los dos hasta las diez en la cama. La vida al revés. Recuerdas tu mano pringada del chocolate del huevo Kinder y mi enfado porque el chocolate acabara también en mi vestido. Lo recuerdas o soy yo la que me he encargado de que no te olvides, de atesorar esos recuerdos en común y sacarlos a relucir en una de esas tardes perezosas en las que parece que no hay nada mejor que hacer que transitar el pasado.

Lo recuerdas pero es un recuerdo a medias. O es tu recuerdo legítimo y no debiera verse enturbiado nunca por el mío porque no hay más verdad que la que está en tu memoria.

No puedes recordar que estábamos allí porque yo no quería estar en casa cuando llamara tu padre esa noche por teléfono. No quería. Estaba huyendo. No quería dejarme embaucar y caer en la tentación de preguntarle, «Dónde estás». O aún peor, la pregunta que jamás debiera hacerse: «¿Me quieres?».

No quería preguntar, preguntar como otras veces, no quería saber dónde vivía, si estaba en un apartamento él solo, como me había dicho, o ya vivía con ella. No quería imaginar desde qué cabina me estaba llamando esa noche. La cabina a la que baja a la calle un hombre con cualquier excusa boba, a estirar las piernas, como me había dicho a mí hacía ya casi dos años. La cabina desde la que a diario engañaba ahora a su amante, de la misma manera en que me engañaba a mí cuando le permitía regresar. Dos cabinas: una en un barrio periférico, el mío; la otra, en el centro de la ciudad. Y un solo hombre enredado en engaños que ya nadie se cree pero de los que, por alguna oscura razón, es imposible zafarse.

Ya no sabía cuáles eran sus intenciones, qué quería hacer con su vida o si quería acabar lentamente con la mía. A veces pensaba que era un malvado, otras uno de esos cobardes que queriendo no hacer daño acaban provocando desgracias mayores que las que desencadenan los verdaderos malvados. Lo más probable es que no supiera qué hacer con su vida y tratara de averiguarlo fracasando conmigo una vez y otra y otra.

Y yo ya había perdido el coraje necesario para decirle, «Mira, tío, entérate de una vez, esta historia se ha terminado».

Ésa es la historia de aquella noche.

Pero de qué podría servirte a ti mi recuerdo.