Capítulo 6

UNA PEQUEÑA DERROTA

Estaba de espaldas, al lado de la máquina de café, en una mano el cigarro, en la otra el vasito de plástico. Escuchaba, no me cabe ninguna duda, mis pasos solitarios sobre el suelo de mármol, pero no quería volverse; pensé, no quiere volverse y aceptar que está deseando verme, que queremos vernos después de cuatro meses. Prefería mantener su absurda postura de cara a la pared, hacer como que toda su atención estaba centrada en quitarse una brizna del cigarro sin filtro de los labios. Actuaba de esa manera fraudulenta en que a veces tratamos de ser nosotros mismos cuando nos sentimos observados. Aún no nos habíamos saludado y ya estábamos siendo empecinadamente lo que éramos, marcando el territorio, a la defensiva, como si el cariño o la camaradería que sin duda sentíamos el uno por el otro nos naciera con una tara que nos enrocara aún más en nuestros aspectos más vulgares y maniáticos. Pero me alegraba de verlo, me alegraba.

Mis pasos ya a un metro de él y él sin volverse. Bueno, qué más da, pensé, debo tomarlo como un juego. Hagamos que es un juego.

Le abracé por la espalda. Y se volvió sin sorpresa alguna, como concediéndome la razón: había sentido el ruido de mis tacones por el largo y silencioso pasillo.

Me sonrió abiertamente, como si fuera posible repetir la jugada desde el principio, después del primer intento malogrado de hacía un año: aquel reencuentro con un antiguo compañero de colegio cuyo recuerdo quedaba tan enmarcado en el mundo escolar que sólo podía recordársele por el mote, Jabato.

Pero yo estaba allí para tratar de modificar nuestro frustrado primer intento. Había que dejar que el presente se impusiera: ya no le cuadraba aquel apodo ni su antigua condición de pequeño desgraciado, de digno de lástima. Ahora era un profesional que acumulaba horas de trabajo y que provocaba respeto por su meticulosidad, por ser un realizador primoroso y sensible, conocedor concienzudo de la música pop, al que acababan de nombrar jefe de técnicos en la radio de la que a mí me habían echado hacía dos meses. Ahora él programaba música para los oídos más exquisitos y yo escribía guiones al peso para estrellas de la tele. En cuanto al pasado, por qué no mirarlo con otros ojos, por qué no agrandar los estrechos caminos de la memoria y hacer flexible no ya el recuerdo sino nuestra opinión sobre el recuerdo. Jabato podía ser evocado como el amigo al que mi padre trataba casi como si fuera un hijo, reprendía cariñosamente, con una irritación que perdía su aspereza y adquiría un tono de comedia con el paso del tiempo. Fue, al fin y al cabo, ese amigo peculiar que toda familia desea para reforzar aún más su autocomplacencia, su carácter gregario.

Era Jabato, renacido ya como Javier Comesaña, un hombre compacto, sereno en apariencia, seguro de sí mismo también en apariencia. ¿Por qué no aceptar aquello que parecía a primera vista?

Nos sentamos en el sofá de uno de aquellos corredores pobremente iluminados de dimensiones franquistas y, mientras hablábamos de trivialidades, nos estudiamos con discreción, tratando de adivinar qué le había pasado al otro en ese tiempo en el que, tácitamente, habíamos acordado no vernos. Le había echado mucho de menos. Las partidas de billar en los bares en torno a la plaza de Santa Ana. Las copas y las canciones propias de cada antro que nos hacían bailar con el palo mientras reíamos una mala jugada del otro o intentábamos hacerle perder la concentración. Nos unía el juego, el disfrute de algunas canciones y la efervescencia etílica. Nos había unido el sexo también, pero más por necesidad que por haber sido una experiencia reveladora. Pero había otras cosas, imágenes que con su ausencia habían cobrado una importancia inesperada, provocando una segunda lectura de la relación. Había escenas como la de aquella noche, por ejemplo, en que nos habíamos quedado dormidos tras haber jugado, bebido y hecho el amor y el teléfono nos había sacado del sueño más allá de las tres de la madrugada. Eran los padres de unos amigos de Gabi en cuya casa lo había dejado esa noche a dormir. El niño había tenido una pesadilla y lloraba sin consuelo, me llamaba.

Fuimos a buscarle. Le pedí que me esperara abajo. No quería que aquella pareja viera cuál era la razón por la que les había pedido que me cuidaran al crío esa noche. En cuanto me vio, el niño miedoso se me echó a los brazos, agitado aún, sofocado. «Pero ¿qué te pasa, carita de mono, qué te pasa? Si estabas tan contento esta tarde cuando te dejé. Ay».

Cuando bajamos a la calle, Jabato tiró el cigarro y se subió a Gabi a hombros. El crío, agotado de la llantina, apoyó la cabeza en la suya. Me rezagué un poco para verlos. La noche era tan clara que parecía teatralmente iluminada, una brisa benévola movía con dulzura las ramas de los álamos y dejaba en el aire ese aroma húmedo que tanto se parece al del semen. No nos dirigimos la palabra en todo el camino. Ni luego, al llegar a casa, cuando con la naturalidad de quien lo hubiera hecho cada noche Jabato tumbó al crío en la cama, le quitó los zapatos y le tapó con la colcha. Le acompañé a la puerta, le dije, «Lo siento», o le di las gracias. Él me acarició la cara, me dio un beso de cariño, de aceptación. Es posible que ésa fuera la noche en la que más cerca estuvimos el uno del otro.

—No lo paso mal —le dije— y encima me pagan el doble que aquí.

—Y eso te gusta.

—A mí y a ti y a todo el mundo —un ligero brote de suspicacia surgió. Lo borré de inmediato, lo quise borrar—. Preferiría haber seguido en la radio, es lo mío; preferiría que no me hubieran echado, pero no soy fija, como tú. Mi sino es ir dando tumbos.

—Eso no es dar tumbos. Eso es tener facilidad para buscarse la vida. No te va a faltar nunca nada.

—¿Sabes qué? Me leyeron las cartas el otro día.

—¿Te leyeron las cartas? ¿En quién te estás convirtiendo?

—Ay, Jabato, en la televisión tienes que ser abierto. Como te pongas exquisito no hablas con nadie. Fue una bruja. Nerea Volonsky, ¿la conoces?

—Me suena de habérsela oído nombrar a mi antiguo jefe.

—La tía cobra un huevo por leerlas pero a mí me lo hizo gratis, por ser yo quien preparaba la entrevista.

—¿Y qué? ¿Te predijo algo interesante?

—No te vas a creer lo que me dijo.

—Que volvías con tu marido.

—Pero qué dices, hombre. ¿No te lo imaginas?

—Pues no…

—Pues que me casaba contigo, tío.

—¿Conmigo? ¿Y cómo aparecí yo en las cartas?

—No, hombre —dije, soltando una carcajada—. Lo supuse yo. Ella me dijo, «Será un amigo de siempre, terco como un mulo pero buena gente. Le acaban de hacer jefe en su empresa y es idóneo para ti, que tienes que sacar un niño adelante…».

Jabato me miró. Sus mejillas se habían hinchado ligeramente, había acentuado su tono de piel, el canela del pelirrojo se había vuelto ocre. Mi broma le había pillado de sorpresa, y también a mí, después de que pronunciada irreflexivamente se quedara sostenida en el aire, entre nosotros, sacando a flote aquello que nos esforzábamos en ocultar.

—No, no dijo nada de eso, claro. Al contrario. Dijo que nunca me faltaría el trabajo, ni dinero, pero que siempre sería una desgraciada en mis relaciones sentimentales.

—¿Te pusiste a huevo para que te dijeran eso, allí, en una sala de espera de la tele?

—No dijo exactamente la palabra «desgraciada», ésa es la lectura que yo hago de sus palabras, lo que dijo es que nunca me sentiría tan satisfecha en el amor como en el terreno laboral.

—Te oigo y me parece que no te conozco. No darás crédito a esas bobadas.

—No, no es que me lo crea, pero aun no creyendo, no me gusta rondar a los adivinadores. Me afecta cualquier bobada que me digan aunque racionalmente no crea en ello. Esta gente tiene cierta perspicacia y, en realidad, es fácil calar a alguien como yo. Yo me sentiría capaz de leerle el futuro a alguien parecido a mí.

—¿Ah, sí? ¿Qué le dirías a alguien como tú?

—Lo mismo que me dijo ella: tendrás dinero, tampoco mucho pero el suficiente como para vivir bien e incluso para malgastarlo, aunque siempre sentirás el dinero como una maldición que compensa tu incapacidad para retener a alguien a tu lado.

—Eso es un tópico.

—El tópico se cumple en mí.

—Yo tenía entendido que esa gente dice siempre lo que el cliente quiere escuchar.

—Será cuando pagas… A mí, que me lo hizo gratis, me dijo la verdad —nos reímos, y vagamos por el silencio, buscando cómo llenarlo.

—¿Y de tu marido, qué?

—¿De mi marido? Ella dijo que volvería de nuevo y que de nuevo saldría mal.

—No te estaba preguntando qué te dijo la bruja. Hablaba de la vida real.

—En la vida real nada nuevo. Como la vez anterior: me llama por las noches desde una cabina, imagino que antes de subir a casa de ella, y me dice que se ha equivocado, que me quiere…

—Entonces, ¿le preguntaste a la bruja por él?

—No, no le pregunté. Salió…

—¿Tu marido salió en las cartas? ¿Hay una carta especial para los maridos? ¡Ja! Le preguntaste.

—Sí, le pregunté.

—Le preguntaste porque presientes que le vas a dejar volver.

—No, no le dejaré.

—Le dejarás. Y eso te aislará aún más porque sabes que la gente ha escuchado demasiadas veces la misma historia y los errores sentimentales pierden fuerza cuando se repiten, agotan al que los escucha.

—No era mi intención darte el coñazo con esa historia, eres tú quien la ha sacado a relucir.

—A mí no me cuentas nada no porque esté harto de escucharte sino porque sabes que te daría mi opinión y no quieres escucharla. Alguien como tú no puede culpar a nadie de haberle robado la voluntad. No quieres quedar como víctima a ojos de los demás, pero con él te comportas como si lo fueras.

—No es eso, es que hace tiempo que perdí la noción de lo que es bueno o malo para mí.

—Hay algo más complicado que todo eso.

—¿Lo ves? Tú también te ves capaz de leerle el futuro a alguien como yo.

—Sí, yo sí. Pero lo que yo te digo no está al alcance de una echadora de cartas. Para saber por qué actúan como actúan las personas hay que haber estado atento a por qué unas veces te rehúyen, otras te persiguen, haberlas querido.

El verbo en pasado. No sabía si por vergüenza a pronunciarlo en presente o porque ya estábamos hablando de algo perdido.

—Dime, ¿cuál es la razón para que le deje volver? ¿No es el amor entonces? ¿Es el niño? ¿Es el miedo?

—Puede haber algo de esas tres cosas, pero en un porcentaje tan insignificante que no convierte a ninguna de ellas en la verdadera razón. Es una cuestión de competitividad: lo que de verdad te humilla es perder. No quieres perder y aún tienes la esperanza de salir ganando. Y eres capaz de destrozarte en esta lucha. El único futuro que ves con esperanza es haber ganado la partida. No soportarías ser la perdedora. Tu papá no os enseñó a aceptar la derrota, porque él, al que pierde, no lo quiere, lo ignora.

—Ay, no, una interpretación psicoanalítica, no, por Dios. Mi vida es mía. Mis penas no se las debo a nadie, ni a mi padre.

—No hace falta ser psicoanalista, basta con haberos observado de cerca desde niño, haber comido en vuestra mesa. Para mí era extraordinario ese universo de hermanos que vivíais la debilidad de manera clandestina. Relacionabais el ganar con ser queridos y el perder con ser rechazados. Si te has educado en eso, es lógico que cualquier signo de vulnerabilidad te aterre. Cuando no os van bien las cosas preferís esconderos o mentir antes que enfrentaros a la vergüenza de reconocer un fracaso —bajó la voz, como si fuera a resumir lo dicho con una frase que resultaría más grave y dolorosa que las anteriores porque contendría la esencia de todas ellas—: Lo que te ocurre es que no puedes entender que alguien a quien tampoco querías tanto haya dejado de quererte. No aceptas esa humillación.

¿De quién estaba hablando? Sentí vértigo. El mareo que produce una verdad a la que hasta entonces no le habíamos dado forma. Tuve que sobreponerme cuando una antigua compañera se acercó a saludar. Nos levantamos los dos. Ellos charlaron luego unos minutos de algún asunto referido a los turnos.

De pronto me pareció estar viendo a otro hombre. No hay abrasivo más potente contra los complejos y debilidades que enturbiaron nuestro pasado que el poder. Su manera de meterse la mano en el bolsillo, de estudiar lo que se le preguntaba con la actitud ponderada de quien tiene la última palabra, de mesarse la barba incipiente le conferían un atractivo renovado; puede que esos gestos hubieran estado siempre delante de mis ojos y yo no los hubiera percibido, pero ahora parecía que todos sus movimientos respondieran al lenguaje corporal de un hombre que ostentase algún tipo de autoridad. La ausencia de varios meses había favorecido esa transformación ante mis ojos.

Volvimos a sentarnos en el sofá.

—Vaya —le dije, levantando las manos, como si lo presentara ante sus conocidos del pasado—, aquí lo tenemos ahora: dando órdenes.

—¡Ja! —cuando algo le desconcertaba, empezaba las frases con una risa seca, cortante—. A mí no me resulta extraño. No estoy en un corral ajeno, estoy en mi ambiente. Llevo en esto algunos años. A lo mejor a la única que le extraña es a ti.

—No, yo me alegro. Eché de menos que no me llamaras para contármelo, que no quisieras celebrarlo conmigo. Me enteré cuando vine a arreglar lo de mi liquidación.

—Bah, tampoco esto es ni tan importante ni tan difícil. Se trata simplemente de ser injusto: en esta casa el secreto está en concederle los mismos privilegios al que se toca los huevos que al que trabaja. Si te sales de esa casilla lo llevas crudo. Mandar aquí es rutinario. No como tu vida de ahora.

—Mi vida de ahora… Muchos días pienso que debería anotar cada situación grotesca que vivo a diario. Tal vez en el futuro…

—Por favor, no te enfades conmigo por todo lo que te he dicho —me tomó la mano y yo le dije que no con la cabeza, que no me enfadaría, que acababa de concederle el derecho a verme tal cual era. Aguantaría lo que fuera con tal de llevarme aquello para lo que había venido, una pequeña victoria.

—El otro día vino a la tele un grafólogo.

—¿Y éste te leyó la letra?

—Ah, no ironices, en este caso no se dice leer. Esto es científico, Jabato. O bueno, más científico. Era un grafólogo que trabaja para la Audiencia Nacional. Antes de comenzar el programa nos pidió a todos los del equipo que escribiéramos unas líneas y estampáramos la firma. Luego las fue leyendo en antena mientras la hoja de cada uno aparecía en pantalla. Mi tía Celia estaba viendo la tele y reconoció la mía antes de que dijeran mi nombre. Lo que dijo el hombre no estaba mal: sentido artístico, imaginación, generosidad, un carácter un poco maniático… Pero cerró su descripción con esta frase: «Dicho esto, yo personalmente evitaría en todo lo posible salir a bailar con ella».

—¿Por qué?

—Eso dijo mi jefa, ¿por qué? Y el tío sólo añadió: «Tiene mucho peligro».

—Jajajá, ¡acertó!

—No, no tiene gracia. No sé lo que quiso decir. Le esperé a la salida y le pregunté, «Mire, me gustaría que me explicara cuál era el significado de esa frase, porque no he acabado de entenderla». Y él va y me dice con una sonrisa, «Ah, ¿eso? No tiene importancia, tener mucho peligro no ha de ser algo necesariamente malo, me refería más bien a que yo suelo evitar ese tipo de peligros». Y ya no le pude sacar más. Coincidimos luego, desmaquillándonos, y me senté ostensiblemente lejos de él, como diciéndole, «Mira, chico, no quiero perturbarte con mi cercanía».

—El problema no es tuyo sino suyo. Era un manso, alguien que prefiere no arriesgarse. No te definió a ti, se definió a sí mismo.

—Ya, es una forma amable de verlo, gracias, pero nadie lo entiende así. Mi tía me llamó por la noche. Me dice: «¿Qué ha querido decir el juez cuando ha dicho que no saldría a bailar contigo?». ¡El juez! Para mi tía una persona que trabaja para la Audiencia Nacional tiene por fuerza que ser un juez y lo que diga ese juez va a misa. Es irónico, pero tuve que tranquilizarla, decirle que era una broma. Y ella: «Pues si era una broma no me ha gustado, era una broma sin ninguna gracia, una broma que a un juez no le cuadra». En realidad, a la pobre le inquietó la frase porque ella no sabe cómo es mi vida ahora. Tampoco me pregunta. Yo no cuento nada y ella no pregunta. Pero volviendo a lo que tú decías: no es que yo tenga tendencia a esconder mis fracasos. Contaría lo que me pasa si no presintiera la desaprobación, y la presiento, la presiento en cuanto sé que ellos se huelen que algo no marcha bien. Adelantan de alguna manera su reacción, así que me siento censurada y prefiero callarme. Pero no es algo propio de mi familia, Jabato, es algo común en la vida familiar. Por eso te dije un día que tú desconocías los resortes de las relaciones familiares. Tal vez lo mejor haya sido lo que te ha sucedido a ti: conocer a tus hermanas cuando ya eres un hombre, cuando no esperarán de ti ni una fidelidad a lo que fuiste ni te pedirán que seas lo que no eres. En fin, que para qué voy a decirles si estoy sola o acompañada. De qué me sirve.

—¿Estás acompañada?

—No. En cuatro meses no me ha dado tiempo a nada.

—Cuatro meses pueden dar para mucho.

—Pero he estado demasiado abrumada con el cambio. La radio me estabilizaba, tenía que someterme a diario a la disciplina de hacer que mi voz sonara alegre en días en que tú sabes que la voz no me salía del cuerpo. Cuando hablas para un público siempre hay algún tipo de impostura: eres tú pero con un optimismo que no tienes, eres tú mostrando un interés que no sientes o eres tú con una preocupación social que ese día te da por culo. Debajo de la voz importante que alguien escucha en casa siempre hay una persona mucho más pequeñita. Pero esa impostura también te fuerza, te corrige, te obliga a actuar, a hacer el esfuerzo, a interpretar… Y al fin y al cabo eres tú, eres tú haciendo el papel de ti misma. Ahora sólo puedo observar, no actúo. Escribo cosas que no tienen nada que ver conmigo, pero nada, ni remotamente. Aquí me movía entre gente que tenía intereses parecidos, una idea racional de la vida… Quiero pensar que toda esta experiencia me servirá para el futuro, pero si ese futuro no llega pronto, si mi destino es quedarme ahí preparando la entrevista con la tía que viene a leer el horóscopo o con una especialista en protocolo… Todo es cómico, pero es una comicidad que se agota rápido. Si me quedo mucho tiempo me contagiaré de todo eso. No podría no contagiarme, no sirvo para sentirme diferente. No quiero que me señalen como la rara. No me gusta, quiero ser como cualquiera.

—Te recuerdo que yo estuve cuatro años trabajando en un programa de fantasmas y sobreviví. No es para tanto.

—Era una excepción y tú eras consciente de estar trabajando para una excepción. Te rodeábamos nosotros, yo, Marcos, y el grupo que íbamos a desayunar cada mañana y nos burlábamos de todo aquello.

—Os burlabais, sí. A veces entrabais tan a saco en la burla que os burlabais de mí también, de las músicas new age que le pinchaba a mi jefe.

—Pero eso no era una burla personal.

—¿Cómo que no? En ocasiones lo era. Os sentíais como una especie de correctores morales. Era vuestro deber señalar constantemente aquello que no coincidía con vuestra manera de ver el mundo. Desde vuestra cómoda posición de progres contratados en la emisora de los progres para cumplir vuestro impecable papel de progres teníais que informarme de algo que yo ya sabía: que trabajaba para un charlatán. Me dabais tanto el coñazo con el asunto que parecía que no teníais claro que yo no participaba de todas esas creencias.

—Qué tontería.

—Me pinchabais todo el tiempo para que lo criticara abiertamente, pero yo no quería hacerlo. Yo le tenía lealtad. Él se podía ganar la vida especulando sobre fenómenos ridículos pero se propuso un objetivo tan real, tan preciso, como darme algo que hacer a los dieciséis años, cuando más perdido estaba. Se lo pidió mi madre, cuando trabajaba de cocinera en la cafetería debajo de Radio Juventud. Y él se lo tomó como algo personal. Me pagó, aunque fueran cantidades ridículas, desde el principio. Me pagó cuando yo no servía para nada. Mira, no he llegado a saber nunca si es o no es un cínico, si cree o no en todo aquello que predica. Y es probable que ni él mismo lo sepa a estas alturas. ¿Cómo podría confesarse a sí mismo, después de veintitantos años, que todo el fruto de su trabajo está basado en humo, en cosas que en realidad no existen? Es complicado fingir durante tanto tiempo. Imagino que algo de fe tiene que poner en lo que cuenta, como un cura cree que su sermón es un puente entre Dios y su parroquia. Pero de lo que sí estoy seguro es de que no hay nada de cinismo en su comportamiento personal. Es siempre considerado. Lo era con la camarera del bar de debajo de la radio. Prestaba oídos a lo que le decía esa mujer que le atendía todos los días con su aire de víctima. A ese tipo de mujeres todo el mundo se las quita de en medio, hasta mi padre, sin embargo, él la escuchó el día en que ella le contó que su chico no pisaba el instituto y que andaba por ahí, con las manos en los bolsillos, pasando el día en los bancos, liándose porros. Él le prometió que miraría si le podía buscar alguna ocupación en la radio o en algunos de esos cursos que se montaban por locales de barrio. Me llevó a Radio Juventud y me dijo, «Tú, a partir de ahora, haz como que estás por aquí trajinando en algo. Lo importante es que se acostumbren a verte». Y ahí me quedé, ordenándole los discos, llevándole el café. Me decía, «Tú, primero, le preguntas al técnico si le traes a él algo. Siempre primero al técnico». Yo hacía exactamente lo que me aconsejaba: aparenté que tenía algo que hacer y acabé encontrando una ocupación. A los dos meses, el técnico de su programa ya contaba con que yo era el que contestaba al teléfono de los oyentes. Él me coló en esta vida que tengo ahora.

»No sé si la palabra “generosidad” se permite en nuestros resabios ideológicos, pero a mí, que alguien la ejerciera conmigo, me sirvió más que todo el bombardeo de teorías abstractas que soporté en las Juventudes Comunistas, donde jamás conseguí cazar un concepto que me ayudara en la vida práctica. ¿Entendiste tú algo de aquel curso sobre Rosa Luxemburgo? ¿Te puede servir de algo toda esa palabrería a los quince años? Ahora sé que tú tampoco entendías nada, pero tenías más capacidad para fingir que lo entendías. Esas palabras andarán flotando en nuestra memoria, pero ninguna se nos quedó en el corazón. Lo único que aprendimos, tú y yo, es que no tenemos capacidad para lo abstracto, porque nos aburre y porque no podríamos ser otra cosa que gente de la calle; lo que aprendimos fue a sobrevivir en medio de la arrogancia intelectual que tantas veces nos rodeaba. Tú mejor que yo. Tú podías burlarte del charlatán de la radio y ponerle un mote, “el del crecepelo”, repetirlo hasta el aburrimiento con Marcos, y yo tenía que callarme porque el del crecepelo era el individuo que había escuchado a la camarera y que me había colado aquí, donde estoy ahora.

»Y te aseguro que a pesar de ser tan joven nunca me afectó lo que le escuchaba a mi jefe, ni tampoco la fe ciega que los asistentes a sus charlas ponían en lo que él contaba. Me sentía como un ateo que asistiera puntualmente a misa para controlar la calidad del sonido. En las reuniones de las Juventudes me torturaba el que mi cabeza siempre estuviera en otro sitio, no podía asimilar la teoría política, ni intervenir en las discusiones que se organizaban luego en el bar, y eso me acomplejaba, porque todo el mundo parecía enterarse y ser capaz de articular una opinión y yo estaba ahí, sujetando mi caña, sonriendo, el majo torpe. En cambio, en los sermones de mi jefe no me sentí obligado a simular ningún tipo de implicación personal. No me la pidió. Pero no he podido ser cínico, no he tenido tiempo, ni dinero para ser cínico. Me he visto en la obligación de agradecer lo que hicieran por mí viniera de donde viniera.

Era tal la honda sinceridad con que me hablaba, tan descargada de su habitual ironía, tan libre ya del miedo a sentirse ridículo, que pensé que llevaba años esperando la oportunidad de escucharse a sí mismo, o de que le escuchara cualquiera que hubiera formado parte de su pasado, contar cómo había llegado a ser el hombre que hoy era.

—Hace unos cinco meses, cuando me ofrecieron el cargo, cené con él. Era la primera persona a quien debía decírselo. Le invité a un buen restaurante y nos bebimos casi dos botellas de vino. Ya con un vaso de whisky en la mano, me dijo, «Y dime, ¿qué es lo que has venido a decirme?». Yo me aturdí, le pregunté si es que alguien le había adelantado algo. «No», me dijo, «pero puedo barruntar por donde van los tiros». Y añadió algo parecido a lo que te decía yo antes: basta con estar atentos para intuir por qué las personas que tenemos cerca actúan como lo hacen. «Llevo observándote muchos años», me dijo, «desde que eras un chaval, ¿cómo no me voy a imaginar que si te has decidido a invitarme a cenar en un sitio como éste es porque hay algo que me quieres decir y aún no te has atrevido?». Se lo dije entonces, le dije que le dejaba, le pregunté por cortesía si le importaba, pero no fui más allá, no tuve esa tentación hipócrita de decirle que si él no quería renunciaría al cargo. Porque era evidente que la decisión ya estaba tomada.

»Me dijo entonces: “Siento un escozor, para qué lo voy a negar, en algún sitio remoto de mi corazón siento un escozor. Y aunque te diga que lo entiendo, que lo podía prever y que me alegro, también te aseguro que esta noche, cuando me meta en la cama, repasaré todas aquellas cosas que me debes, desde la más insignificante a la más valiosa”. “No ha habido nada insignificante, yo sé muy bien lo que te debo”, le dije. Pero él me calló, me dijo: “No quiero que me agradezcas ahora nada, sino que me lo agradezcas siempre, que no te olvides de mí. Se encuentran realizadores igual de buenos que tú”, me dijo. “Ya lo sé”, le dije. “Pero a nosotros nos unía algo más que la profesión, ¿no?”. Fue la única vez que pareció que me suplicaba un reconocimiento. Pero yo soy tosco, y me quedé callado.

»De pronto, tras un silencio del que yo pensé que sólo se podía salir pidiendo la cuenta y marchándonos, me preguntó algo que me dejó muy desconcertado: “Y tú, Javi, ¿qué sabes de mí?”. Y le dije: “Sé lo que tengo que saber, lo que eres, una gran persona que me ha ayudado desde que era un chaval…”. “De verdad, ¿soy sólo eso?”, dijo. “¿Una gran persona? ¿Porque te ayudé? ¿Todo lo que sabes de mí es en relación a tu propia vida? Te estoy preguntando por mí, ¿qué coño sabes tú de mí?”. Entonces me quedé callado porque intuía que me iba a confesar algo en lo que yo jamás había pensado hasta ese mismo instante. “Soy homosexual”. Homosexual. La palabra estaba en mi mente antes de que él la pronunciara. Como si en ese diminuto fragmento de tiempo lo hubiera visto como era por primera vez: pulcro, delicado, el homosexual melancólico.

»Le pregunté aquello que creía que él estaba esperando: “¿Por qué no me lo dijiste?”; “¿Decírtelo? No quise perturbar al machito de barrio, luego no me di cuenta de que no tenía que hacer ningún esfuerzo por ocultarlo, no tenías demasiado interés sobre lo que yo hacía cuando tú no estabas”.

»Me hizo sentirme culpable, aún me siento un poco culpable, aunque me justifico pensando que dos personas casi nunca coinciden en la atención que se dedican. Mi madre se pasó la vida cuidándome y se murió sin que yo le preguntara, ¿Por qué estuviste toda la vida aguantando a un sinvergüenza que no llegó a ser ni tu marido? ¿Por qué me sometiste a mí a la misma humillación? Si no se lo pregunté no fue por vergüenza o por no herirla, simplemente es ahora cuando esas preguntas se me vienen a la cabeza, cuando ya no puede responderlas, a lo mejor precisamente por eso, porque su ausencia le da un interés, un misterio que antes no tenía. No estuve atento, la quise mucho sin reparar en ella.

Se quedó callado, desinflado, vacío. Nunca se dice lo que se espera decir, aunque se trate de una confesión que uno ha estado ensayando desde hace mucho tiempo. Ahora estaba sopesando, sin duda, si el retrato que había hecho de sí mismo era el acertado.

—¿Nos vamos? —le dije levantándome—. ¡Vámonos de aquí! Vámonos a algún restaurante de Madrid.

—No puedo, tengo una reunión pronto por la tarde…

—Venga ya —le tomé la mano, le hice sonreír, quería arrastrarle fuera de allí, como tantas veces en que podíamos cambiar el curso de un día por un capricho y faltar al trabajo—, no me digas que no puedes llamar y decir que tienes una cita: ¡eres jefe, tío! Quiero seguir hablando, quiero que me cuentes.

—Te juro que no puedo. Otro día. Y ya he hablado demasiado.

—Dime, ¿crees que tengo peligro?

—Sí, claro, pero eso es lo interesante.

—Te voy a contar una cosa que me pasó la semana pasada, pero… te lo cuento y lo olvidas. Lo olvidas para siempre. Es tan… —me dio un ataque de risa—. Me da una vergüenza que me muero.

Se reía contagiado por mi risa.

—Mi jefa tenía un invitado, un cirujano plástico, el doctor Barceló, ¿lo conoces?

—No, no conozco a cirujanos plásticos.

—Eres un paleto, Jabato, a este cirujano plástico lo conoce todo el mundo. Tú no, pero es conocido, te lo aseguro. Es como el padre de los cirujanos plásticos.

—Vale, Barceló.

—Mi jefa tenía que comer con él pero me dijo, «Mira, no puedo, no me da tiempo, si no te importa, ve tú y le acompañas». La comida se servía en el comedor de invitados de la tele, o sea, un comedor privado, dos camareros sirviéndonos, la hostia, yo no sabía ni que eso existía.

—Yo sí.

—Tú sí, vale, tú sí. No te hagas el listo porque me cortas y no puedo contártelo. Es demasiado lamentable.

—No digo nada, sigue.

—Bien, voy al comedor y, ¿qué dirás que me encuentro? A un anciano. Me quedé desconcertada.

—¿Por qué?

—Pues porque no me imaginaba a un anciano operando. Por el pulso. El pulso es fundamental, ¿no?

—Ahora me explico algunas caras que se ven por ahí.

—A lo mejor no coge él el bisturí, pensé. Yo qué sé. El tío tiene una reputación. Sigo. Era un hombre muy amable, encantador. Los camareros entraban, nos servían y luego cerraban la puerta y nos dejaban solos. Era chocante estar comiendo en aquel sitio panelado en cerezo, con manteles con el logotipo de la tele bordados, con comida de restaurante y no la mierda que nos echan todo el día en el comedor. Era raro, teniendo casi en la puerta los barracones en los que yo trabajo a diario. Estábamos sentados a una mesa enorme. Nos habían situado el uno frente al otro en el ancho de la mesa, no a lo largo, claro, pero de todas formas estábamos muy lejos el uno del otro. Tanto es así que al ir a brindar me tuve que incorporar para que nuestras copas chocaran. Yo le preguntaba curiosidades sobre ese tipo de intervenciones. Al principio detalles meramente clínicos, sabes, como, ¿cómo es la cicatriz que deja el aumento de senos? Esas cosas. Luego, como el hombre se mostraba muy complaciente, ya me conoces, fuimos entrando en nombres propios y me fue revelando detalles de personas célebres a las que había operado. No sólo a mujeres, hay muchos más hombres de los que te imaginas que se han quitado la papada.

—Me fijaré a partir de ahora.

—Cuando el camarero entraba los dos nos callábamos, esperábamos a que nos cambiara el plato y una vez que cerraba la puerta volvíamos a lo nuestro. Total, que me decidí a preguntarle por el levantamiento de pecho.

—Ah, Dios mío, qué obsesión. Estás mal de la cabeza. Tienes las tetas que tienes que tener.

—Ah, no, no voy entrar a discutir sobre eso. El asunto es que él me mira fijamente y me dice, «Pero ¿por qué no te gustan tus pechos?». Y yo le contesto: «Me gustaban, me gustaban mucho, pero tuve un hijo con veintiún años y me deprime pensar que desde tan joven he dejado de verlos como eran. Mis pechos estaban aquí» —me señalé la parte alta del torso—. «Pero unos pechos con caída pueden ser bonitos», me dijo; «no hay pechos que no se caigan después de la maternidad y la cicatriz de levantarlos es una T invertida, se ve, no se puede disimular».

—O sea, que el viejo no era un idiota.

—No, no, no era un idiota, en absoluto. Pero le insistí, le dije que probablemente si tienes un hijo a los treinta aceptas más el cambio, pero no tan pronto, cuando todas mis compañeras tienen aún los pechos en su sitio porque nadie ha tenido hijos.

—Total, que se ofreció a operarte gratis.

—No, no, ¡si hubiera sido sólo eso! Me dice: «No puedo darle mi opinión si no los veo». Y yo, «ya». Y se hace un silencio. El camarero entró, sirvió más vino y se largó. Entonces, va y me dice: «Puede usted (porque nos llamamos todo el tiempo de usted), puede usted venir a mi clínica en Barcelona que yo le recibiré encantado, pero podría evitarse el viaje si me los enseña aquí. Les echo un vistazo y le digo si esos pechos están para una operación».

—¡No! —Jabato se llevó las manos a la cabeza y empezó a reírse.

—¡Sí! Yo no supe decirle que no. Además, al fin y al cabo el hombre tenía razón: me ahorraba el viaje. Así que me levanté y fui hacia él. Él se levantó muy despacio, con torpeza, y se colocó frente a mí, muy cerca. Yo me desabotoné la blusa, me desabroché el sujetador y dejé las tetas al aire, sin saber muy bien adónde mirar. Entonces… —no podía contenerme la risa nerviosa, Jabato se reía también con las manos tapándose la boca—… levanta las manos y me coge los pechos como si los estuviera pesando y los balancea con las manos apretándolos ligeramente, estudiando, qué sé yo, su firmeza: como si tuviera en las manos dos manzanas. Y va y cierra los ojos. Yo miraba a la puerta, pensaba, como este hombre tarde mucho en dar un diagnóstico va a entrar el camarero. De pronto, abrió los ojos, me miró y dice: «No se los opere, por Dios, sus pechos tienen vida y personalidad, por qué quiere arrebatárselas, a mí me gustan así».

—¿«A mí me gustan así», dijo el tío?

—Sí, eso dijo, entonces entró el camarero y, como era de esperar, puso una cara de no entender nada. Yo me cerré la blusa corriendo al ver que la puerta se abría, pero no nos dio tiempo a cambiar de postura, el uno frente al otro, muy cerca, a un lado de la mesa. Yo le dije al camarero, como excusándome: «Es que ya nos íbamos». Y el camarero dijo: «Perfecto», con esa cara de quien está acostumbrado a presenciar momentos aún más extravagantes.

—Al viejo le gustaste.

—Bueno, tú siempre pensarías eso de un hombre que estudia los pechos de una mujer.

—¿En un comedor de la tele? Claro, sin ninguna duda.

—Yo quise interpretarlo como un gesto de generosidad hacia una mujer que tiene un complejo. Pero el caso es que luego le acompañé al plató. Le hicieron la entrevista y al acabar, entre los aplausos de la gente, el cirujano me buscó detrás de las cámaras, se me acercó ayudado por una de las azafatas y me dijo: «De cualquier manera, si no la he convencido, querida, venga a mi clínica y le haré un precio». Entonces, sin cortarse ni un pelo me cogió la cara y me dio un beso en los labios. Lo hizo delante de todo el mundo.

—Ese hombre no había tocado dos tetas de verdad desde hacía mucho tiempo.

—Dime, ¿qué te ha parecido la historia?

—Muy tuya.

—Muy mía. Vaya respuesta. Anda, vente conmigo.

—No…

—Tomamos algo y vamos a casa…

Estaba tan segura de que lo acabaría convenciendo, estaba tan segura de que, aun a regañadientes, se acercaría a su despacho, recogería sus cosas, su nueva cartera de técnico ascendido a ejecutivo, su americana, y vendría renegando, pero vendría, lento, impacientándome, como si quisiera marcar a propósito un ritmo diferente al mío, como si quisiera mandar y no encontrara una manera más seductora de hacerlo.

—No quiero —dijo—. No quiero ir contigo.

—Soy un peligro.

—Eres una maravilla, pero para mí ahora eres un peligro.

—¿No te gustaría estar conmigo nunca más?

—¿Estar contigo? No puedo.

—Pero ¿por qué?

—Cuatro meses dan para mucho.

—¿Has conocido a alguien?

—Sí, hay alguien por ahí. Pero no puedo contártelo ahora.

—¿Por qué no? Siempre nos hemos contado todo —dije, sabiendo que no era cierto.

No dijo nada. Se encendió un cigarrillo. «Bueno, me voy», dije, y me puse el chaquetón. Nos dimos dos besos. Nos miramos fugazmente a los ojos. Eché a andar camino de las escaleras. Mis tacones sonaban contra el mármol. Sabía que me seguía los pasos, que seguía mirándome con el cigarro en la mano.

—No, nunca nos lo hemos contado todo.

Me detuve.

—¿No sabes de quién era el niño, verdad?

—¿Qué niño?

—El embarazo. No estabas segura de que yo fuera el padre.

Eché a andar.

Él seguiría mis pasos hasta que mi figura desapareciera bajando los peldaños. Seguro que apreciaba en mis andares, porque me conocía, porque me había venido observando desde niña, porque me había querido y tal vez aún me quería, el temblor que deja en el corazón una pequeña pero humillante derrota.