Capítulo 3

¿TE ACUERDAS DE CUANDO TE PERDISTE?

Mi tía Celia estaba recostada sobre la alta cama de barrotes blancos. Es la misma cama en la que murió mi abuela, antes de la guerra, dejando ocho hijos huérfanos, cuatro, entre ellos mi madre, tan tiernos que la hermana mayor, la tía que ahora me miraba columpiarme en la mecedora, dejaría de serlo para convertirse en madre. Así que, a todos los efectos, era mi abuela, pero con la peculiaridad de no haber parido, lo que la hacía estar siempre un poco a la defensiva, reclamando su posición legítima, y también, aunque ella no fuera consciente del todo (yo lo seré en el futuro), insegura y suplicante del cariño de aquéllos a los que crió y entregó su vida entera, hermanos y sobrinos.

Era la misma cama en la que dormía mi abuelo, el viudo grande, alegre, de espíritu comodón, que vestía el traje oscuro y la camisa blanca abotonada hasta el cuello propios de los hombres de pueblo de cierto rango social. La misma cama en la que dormían mis padres cuando veníamos al pueblo. La misma cama en la que yo me colaba de niña para estar con mi padre los domingos por la mañana, mientras mi madre le preparaba el café. La cama en la que yo dormía para hacerle compañía a mi madre, cuando mi padre estaba fuera, porque a ella no le gustaba dormir sola. Todos, mi padre, mi hermana, mi madre, andaban siempre aprovechándose de mi condición de hija pequeña, gordita e inocente para besarme y apretujarme, algo que solían no hacer entre ellos, como si concentraran el contacto físico en una sola persona o que yo, por ser la pequeña, fuera el anticipo de unos tiempos menos ásperos en las expresiones familiares de afecto. Yo consentía. Me dejaba besar, acariciar la barriga, abrazar. Prefería esos momentos de contacto agobiante a esos otros en que la misma condición de hermana menor me condenaba a que nadie me tomara en serio.

Fue esa misma cama donde el médico anciano, don Manuel, auscultaba a mi madre el verano en que volvimos al pueblo para que se recuperara después de la operación. El anciano, que la había cuidado de niña las fiebres que le produjeron un soplo al corazón, imponía sobre el lado izquierdo del pecho la placa redonda del fonendoscopio y cerraba los ojos para escuchar la maravilla del corazón restaurado, ese corazón que, según contaba mi padre muy melodramáticamente, acodado en la barra del bar del Rubio, había pasado unos momentos cruciales fuera del cuerpo para volver a él con unas válvulas de plástico a las que atribuíamos ese latido de juguete roto que emitía el pecho de mi madre cuando estaba disgustada o nerviosa.

El pecho de mi madre sonaba parecido al enorme despertador plateado que llevaba impreso en la esfera el nombre de mi abuelo en letras cursivas: Amado Santas, y una fecha, 1900, que se me antojaba tan lejana en el pasado como el año 2000 en el futuro. El despertador estaba en el comedor, emitiendo su sonido de metal tembloroso, ignorado cuando la casa estaba llena de vida, y atemorizante, al menos para mí, cuando el silencio lo convertía en música de fantasmas. Siempre que volvíamos a Madrid y mi madre, víctima de una hipersensibilidad emocional, estaba angustiada, su corazón sonaba idéntico al reloj de su padre, aunque más tenue. Si la habitación estaba en penumbra y silenciosa, el tictac recordaba tan vívidamente el comedor de su infancia que el tiempo y la distancia desaparecían, haciéndome evocar las horas de la siesta veraniega leyendo Tintines en torno a la mesa; haciéndole evocar a ella, en voz alta, a su padre y a su hermana-madre, a la que quería con el alma pero sobre la que ironizaba de esa forma en que hacemos compatible el amor con el sarcasmo hacia las personas mayores. Evocaba, con voz sofocada sobre el latido inquietante del corazón, un universo idílico, una felicidad perdida que le servía para transmitirnos a mis hermanos y a mí la infelicidad del presente, ese presente en que yo le tendía mi mano de niña de diez años para que se serenase y que el corazón le dejara de sonar a Amado Santas, 1900.

Más de una vez presencié la escena del anciano doctor auscultando el corazón operado. Me recuerdo admirada, atenta y suplicante como un perro. Le miraba a él, que escuchaba con los ojos cerrados, y luego a ella, que aquel verano no parecía vivir más que para enseñar su tesoro, convirtiéndonos también a sus hijas en cuidadoras de tan extraordinario prodigio. Sentía yo una especie de orgullo delegado en el hecho de que mi madre se hubiera convertido en un milagro de la ciencia o de la fe, según con quien se hablara, y en ocasiones, en un discurso calcado del de mi padre, describía a los otros niños de la calle esos minutos de tremenda tensión en que el corazón había permanecido en las manos enguantadas del cirujano, dejando a mi madre abierta en canal, «técnicamente muerta», para volver a depositarlo en su pecho como el reloj al que se le ha arreglado la maquinaria con éxito.

Raro era el día en que no se tenía que abrir la blusa varias veces para las visitas, como hacía ante el médico, tumbada en la cama de barrotes blancos, cuidando pudorosamente que no se le vieran los pechos. La cicatriz, aquel ciempiés todavía rojo, hinchado, con las marcas de los puntos de sutura a un lado y a otro a modo de pequeñas patas, le cruzaba el torso del cuello a la cintura. Viva y sinuosa gracias a los movimientos de la respiración, la cicatriz estaba catalogada en mi imaginación como uno de esos parásitos que había tenido que estudiar en el colegio. Tan asumida tenía la idea de que se trataba de un ser autónomo, que a veces cerraba los ojos porque temía, aprensivamente, que el bicho le avanzara por el cuello y apareciera de pronto culebreando por la comisura de la boca.

—Quién fuera médico ahora. Qué poco se podía hacer entonces.

Lo decía el viejo evocando a todos los muertos que habían pasado por sus manos, a mi abuela, de la que todos contaban que, tendida sobre esa cama, que vio nacer y morir a tantos miembros de mi familia, rabiaba de dolor por el cáncer que la devoró, con unos gritos que se oían desde la calle. En el tiempo de mi infancia, anterior aún a todo ese cuidado que hoy se emplea para hablar a los niños, los adultos se explayaban delante de nosotros sobre el dolor de los moribundos con una exactitud impúdica y morbosa; aun así esa naturalidad con que se describía la mordedura de la muerte no hacía que la consideráramos tan cercana como para que pudiera señalar con el dedo a nuestros padres.

La muerte era una circunstancia de otro tiempo, de otro siglo, casi un cuento de fantasmas. Los fantasmas de los familiares poblaban todas las casas y, en particular, en la casa de mi abuelo, eran invocados a diario por mi tía Celia. No sé si era una peculiaridad suya o una especie de costumbre arraigada entre las mujeres solteras. Las madres cuidaban a los vivos; las solteras, a los muertos. Mi tía les llamaba, con un gran sentido de la propiedad, «mis muertos». Los retratos de sus muertos estaban colgados en el sombrío recibidor, muy a tono con el tresillo de madera y enea de la misma época de los retratados. Era ese tipo de fotos de principios del siglo XX, de gran calidad, que nos acercaban con enorme precisión la presencia de seres humanos remotos. Parecían verdaderamente fotos de fantasmas. Yo las miraba una y otra vez a la luz pobre de la bombilla, queriendo descubrir algún detalle nuevo que me uniera a esas mujeres, mi bisabuela, mi abuela, subidas a un coche de caballos, vestidas como heroínas de novela, aunque lo novelesco quedara frustrado por el gesto adusto y desconfiado de la gente de pueblo, para la que ser retratada era algo amenazante y excepcional.

A fuerza de nombrarlos mi tía conseguía que la presencia de sus muertos se sintiera por toda la casa reinando sobre todo en los que fueron sus cuartos, donde nacieron, hicieron el amor, parieron hijos y murieron con unos gritos de dolor que se escuchaban desde la calle.

Yo los sentía, a los muertos, en la cambra más que en ningún otro sitio, en la buhardilla en la que se apiñaban muebles viejos que finalmente acabarían en manos de esos anticuarios que en los setenta esquilmaron las casas de los pueblos, abusando de la ignorancia de una gente que no daba ningún valor a trastos que consideraban pasados de moda. Había baúles llenos de ropa antigua, baúles con escopetas y fotos, libros apilados por todas partes. Los objetos de los muertos olían a rancio, a alcanfor y a humedad. Mi tía dejaba a los sobrinos, nos dejaba, enredar por allí a condición de que todo quedara al final en el inexistente orden en el que se encontraba. Las niñas sacábamos ropa de los baúles y nos vestíamos con aquellos trajes que casi no nos dejaban andar por el peso tremendo de las telas brocadas y medio podridas. Actuábamos como señoras de época, tal y como habíamos visto en el teatro de la tele, hablando y moviéndonos con afectación y mucha cursilería. Lo que yo de verdad hubiese deseado habría sido entregarme a aquel juego en solitario, aunque casi nunca reunía el valor. Intenté alguna vez aventurarme a subir sola a aquel cuarto, pero como ocurriera que de pronto me viese reflejada en uno de aquellos espejos amarillentos que estaban apoyados en el suelo, me entraba el terror de no ser yo la que aparecía reflejada sino el espíritu de una de aquellas muertas de las que con tanta tranquilidad de ánimo hablaba mi tía, y bajaba corriendo las escaleras, tropezándome con los faldones, jadeando, aterrada, pensando que una mano me agarraría por detrás en el último escalón y querría llevarme al territorio de los muertos. Sólo conseguía sentirme a salvo en el momento en que llegaba al comedor, donde mi tía, sentada en una silla baja al lado de la ventana, me miraba de soslayo y sin dejar de hacer ganchillo, me decía: «Te tengo dicho que no me bajes aquí esos trapos viejos».

Mis hermanos detestaban las fantasías románticas de las niñas y se aburrían pronto. Sus juegos eran menos sofisticados. Mi hermano Pepe, que por entonces leía incansablemente aquellos novelones de soldadesca alemana de Sven Hassel, cogía una de las escopetas de caza que había en los cestos y nos disparaba desde detrás de un baúl, emitiendo el ruido del disparo para que nos dejáramos caer; otras veces nos hacía ponernos contra la pared para fusilarnos o nos pegaba un tiro a bocajarro. A mí me provocaba pavor sentir la boca de la escopeta rozando mi nuca y el sonido de su aliento excitado en mi espalda. «¡Muere, cerda traidora!», decía copiando las frases de la jerga libresca. Las niñas pequeñas nos veíamos con frecuencia desafiando el miedo que nos provocaban los juegos de los chicos mayores, no queríamos ser tomadas por tontas o cobardes y que nos dieran de lado. Así, enfrentada al pavor que me provocaba el contacto frío de la escopeta, yo aguantaba, paralizada, entregada a una especie de claudicación, hasta que oía el ruido mecánico y hueco del gatillo, que me provocaba el placer y la relajación de la prueba superada.

A ningún adulto se le hubiera ocurrido vigilar tales juegos. Los niños vivíamos en un mundo ajeno al de los mayores. De nosotros se esperaba que saliéramos de casa por la mañana y no molestáramos hasta la hora de comer, que no hiciéramos ruido a la hora de la siesta, que supiéramos defendernos, que no volviéramos lo suficientemente pronto como para incordiar antes de que la comida estuviera lista, ni lo suficientemente tarde como para que los mayores se preocuparan. Cuando cualquiera de mis tías te encontraba melancólicamente tumbada en un sillón pasaba la mano por tu frente para ver si estabas enferma y, si no había nada que anunciara una enfermedad, te lanzaban un grito: «¡Venga, arrea con los niños a la calle, que te vas a quedar enana de no moverte!».

Al fin y al cabo, jugar a matar, ese matar figurado, no era más agresivo que torturar insectos, mutilar ranas o tirar piedras a los perros cuando estaban apareándose; eran cosas que no levantaban un comentario más allá del típico «¡Cómo son los chiquillos!». De todas formas, creo recordar que después de que un niño forastero le volara el ojo a uno del pueblo, las escopetas desaparecieron. Sólo a un crío venido de fuera, escuchaba decir a mis tíos, se le ocurriría apuntar con un arma a otro sin saber si estaba o no cargada.

Yo asumía, con culpabilidad, lo tontos que éramos los forasteros; por mucho que nos esforzáramos en demostrar que podíamos integrarnos, había algo indefinible en los niños de pueblo, el habla, la audacia física, la rapidez de reflejos, que a nosotros nos volvía torpes, demasiado inocentones. Amos del territorio, los niños de pueblo aplicaban su pequeña venganza contra los invasores. Pero aun así, a pesar de ser forastera, mi centro del universo era entonces ése, aquel pueblo era la capital del mundo, y la ciudad se me antojaba como una tara en mi biografía que trataba de disimular como fuera.

También había libros en la cambra. Muchos, cientos de ellos, metidos en cajas o apilados en el suelo. No sé de dónde habían salido ni por qué estaban allí. Tal vez ese desván servía como almacén de una biblioteca que nadie se encargaba de montar en aquel pueblo en el que se respiraba una especie de pereza colectiva que imposibilitaba cualquier empresa pública.

Los libros estaban allí. Tenían un sello oficial en su primera página que no recuerdo a qué correspondía; lo que es seguro es que aquél no era su destino. Se apilaban entre los baúles y acumulaban polvo. Había novelas de Galdós, también sus Episodios Nacionales, novelas de las Brontë, de Dickens, de Blasco Ibáñez y Pereda, y había, por fortuna, muchos libros infantiles, toda la colección de Tintín, de Guillermo Brown, de Celia y Cuchifritín. Nosotros, mis hermanos y yo, sacábamos provecho de esos tesoros, y cuando al fin se marchaba el frío rabioso de enero y febrero y era soportable sacar los brazos de la cama nos llevábamos libros al cuarto para leerlos a la luz desabrida de la bombilla. El polvo y la aspereza de las páginas nos hacían toser y provocaban dentera, que yo aliviaba, compulsivamente, mojándome los dedos en saliva.

Mis tíos solteros, Celia y Amado, eran los únicos adultos a los que yo veía coger algún libro de esa peculiar biblioteca abandonada, pero su elección era tan monótona que los gustos literarios se convertían en una especie de prolongación empecinada de su personalidad. El gesto diario de mi tío Amado metiéndose en el bolsillo del mono una novela del Oeste de Lafuente Estefanía antes de montarse en la vespa para hacer su guardia en la Central Eléctrica era más un rasgo de su carácter, introvertido y refractario a la conversación, que un amor por la lectura. En mi tía Celia su afición literaria era la consecuencia de la ensoñación tan habitual a la que se entregaban las mujeres solas, a las que el amor por las novelas se añadía como una característica más de su rareza. La literatura, de la que se desconfiaba por sistema, como casi de cualquier actividad que supusiera un mundo privado y ajeno al de los otros, era vista como la compensación a una vida frustrada. De alguna manera, mi madre confirmó esta tendencia a la lectura como consuelo, porque fue en sus años de enferma, los últimos, cuando pasaba tardes enteras en nuestra habitación, la de las niñas, sentada al lado de la ventana, haciendo como que vigilaba la pereza y el despiste con los que yo me enfrentaba a los deberes pero, en realidad, ausente y ajena, entregada a otras vidas que borraban la suya. A veces se quitaba las gafas, se acariciaba el punto de la nariz en donde se le hincaba la montura plateada, y me miraba, queriendo advertirme de que me observaba, que cumplía con su papel de madre, aunque yo sospechaba que no me estaba viendo del todo, que su mente habitaba junto a esos otros seres cuyo triunfo o desgracia le importaban ya más que las de los suyos.

Mi tía, en cambio, fue devoradora de ficción desde siempre. Nos servía la comida y se quedaba de pie a nuestro lado, digna y vigilante, con los brazos sobre el vientre. «Eso», decía señalando con la punta de un cuchillo ese trozo de grasa de lomo que habíamos apartado y que nos debíamos comer. Masticaba mientras algún trozo de carne que se introducía en la boca en sus viajes de ida y vuelta a la cocina y a cada momento nos metía prisa, porque a las cuatro empezaba la novela de la radio y quería tenerlo todo recogido y que desapareciéramos de su vista. Las niñas la ayudábamos a fregar y luego yo me sentaba junto a ella, que se encorvaba hacia la radio, en una actitud de rendición absoluta. En una de sus manos esgrimía el matamoscas y lo único que podía sacarla de ese estado hipnótico era el vuelo de una posible presa. Fruncía el ceño, se mordía los labios y allí donde se posara la mosca, que podía ser, por ejemplo, en tu propia cara, pegaba un manotazo, acertando siempre. La apartaba luego con un pequeño toque de desprecio para que cayera al suelo. Cuando acababa la novela las barría.

Yo deseaba seguir el argumento novelesco pero me daba vergüenza; había aprendido de mis hermanos y de mi madre a burlarme de esos sentimentalismos rancios y, en cuanto veía que en su cara se dibujaba un gesto de pena por las desgracias de la protagonista o que una lágrima estaba a punto de escapársele, olvidaba mi lealtad hacia ella y llamaba a los chicos para que la observáramos y reírnos juntos de eso que ya juzgábamos como algo patético (los adultos eran los primeros cómplices de nuestra burla): el romanticismo de las mujeres que nunca habían experimentado el amor en carne propia.

Tras la novela, se marchaba a dormir la siesta y de ella bajaba siempre con un libro bajo el brazo, como si hubiera rumiado la lectura durante el sueño y volviera convencida de algo que constituía la gran verdad del mundo. «¡Lee a José Antonio y luego me cuentas!», le decía a Pepe, cuando éste, a los dieciséis años, empezó a decir cosas extrañas en la mesa. «¡Ya no creo en Dios! ¡Ni en Dios ni en el sistema!». Eran afirmaciones que canalizaban el descontento que había marcado su carácter infantil y lo convertían en ideología prematura pero implacable. Aquellas frases provocaban una especie de desasosiego general, ira o desazón, según los casos. A mí me sumían en esa tristeza inconcreta que los pequeños sienten cuando los hermanos mayores empiezan a mostrar señales de un pensamiento independiente.

«¡Lee a José Antonio!». Lo decía, casi lo gritaba, mi tía muy a menudo, como si leyendo aquel volumen de los discursos del político falangista, mi hermano se pudiera curar de una enfermedad aún embrionaria (no sólo no se curó sino que nos fue contagiando a todos). Pero no creo que ella le hubiera dedicado mucho tiempo a esa lectura. Recomendar los discursos del falangista formaba parte de una empecinada fidelidad al hermano de dieciséis años que murió en la guerra, pero en realidad su conexión con la historia de España eran los Episodios Nacionales de Galdós, y su apasionamiento político se apagaba enseguida para rendirse ante Clarín, Galdós o Dickens.

No sé si la lectura continua de todas esas novelas había influido en su forma de expresarse, pero cuando años más tarde me entregué yo a Fortunata y Jacinta, encontraba personajes, como doña Lupe la de los Pavos, que hablaban igual que ella, y esa habla familiar me provocaba casi más melancolía que la despertada por la propia historia de la desgraciada Fortunata. Mi tía hablaba con una dicción perfecta, propia del Bajo Aragón, y parecía tener, como mucha gente por esos pueblos, un micrófono en el abdomen que hacía que su voz resonara y te alcanzara allí donde estuvieras en aquellas ocasiones en que yo tenía motivos para esconderme. Su manera de expresarse era rotunda, tierna en momentos contados, y tenía la facultad de ser hiriente sin la necesidad de soltar una palabra sucia.

Sus ideas no eran franquistas, aunque ella lo creyera, sino las que se desprendían del universo moral de las novelas del siglo XIX que leía. La aceptación de sus frustraciones, la dignidad con la que, a pesar de la burla (que siempre perseguía a las mujeres solas), se plantaba ante el mundo, eran el eco de otro siglo. Le gustaba el orden establecido, temía los cambios que ya se anunciaban sutilmente (la misma frase del sobrino era un adelanto), y era religiosa, sí, pero detestaba el talante aprovechón de los curas que se presentaban a comer de gorra y en los que creía adivinar una pulsión sexual que se desfogaba con sobrinas, sirvientas o monaguillos. No sé de qué forma llegaba esto a mis oídos en una familia en la que jamás se hablaba abiertamente de sexo, pero supongo que muy pronto aprendí a descifrar las claves de lo que no se decía. Ella era una puritana de una pieza, fiel a un mundo del que se olía la incipiente decadencia, pero, de la misma forma que defendía a Franco por amor a su hermano muerto, anunció que votaría al Partido Comunista, aun detestando a los rojos, si su sobrino se presentaba a las elecciones.

Su contacto con el mundo exterior se basaba en emociones delegadas de sus hermanas casadas o de sus sobrinos, aunque no era difícil intuir que escondía un territorio íntimo que se me antojaba muy misterioso. Cuando nos subíamos al coche en septiembre para volver a la ciudad y a la escuela, ella se despedía levantando la mano desde el umbral de la casa, dibujando una sonrisa en su cara que tenía como misión contener el llanto. A mí se me hacía también un nudo en la garganta, por la pena de no verla en meses, pero también por ella, imaginando sus andares solitarios por las habitaciones que nosotros habíamos llenado durante el verano, dejando cosas por medio, actuando con la habitual desconsideración de los niños, bulliciosos, metomentodos. No se me pasaba por la cabeza imaginar que ella podría disfrutar de su recién estrenada soledad. Tan convencida estaba yo de que su vida sin mí, sin nosotros, carecía de significado, que me olvidaba de su implacable sentido de la independencia, el mismo que le hacía cerrar la puerta sin culpabilidad ni contemplaciones al cura, a los perros vagabundos o a esas visitas a deshora que son la pesadilla de los pueblos. Ese aspecto tozudo e insobornable de su carácter que luego he entendido tanto reconociéndolo en mí se diluía, me quedaba sólo con la imagen de la tía en aquel umbral, en su andar melancólico por la casa en penumbra, acompañada más por los muertos que por los vivos, que siempre acabábamos abandonándola.

Ni se me pasaba por la cabeza algo que ahora imagino y que me hace sonreír: según el coche se perdiera por la calle estrecha, después de tres meses de verano haciendo comidas y camas y lavando calzoncillos y bragas de tantos niños, suspiraría de alivio, liberada entre los muebles sombríos, encontrándose de cara con la mirada solemne de alguna de sus muertas y confesándole, con la seguridad de que hay cosas que los muertos entienden más que los vivos: «Qué ganicas tenía de quedarme sola».

De las novelas de la radio a las del diecinueve sin pisar la calle, y luego a misa, a una realidad matizada por la luz de las velas y los cuchicheos sofocados de esas amigas con las que, después de darnos un bocadillo y echarnos a la calle, se marchaba a jugar a la brisca. En alguna de las cartas que nos mandaba a los distintos destinos en los que vivimos, su caligrafía es un signo inequívoco de un carácter obstinado y despierto; después de los detalles prácticos, la matanza del cerdo, las manzanas, las fechas de las vacaciones, vienen los mensajes para cada uno de nosotros. A mí, por ser la más chica y por tanto la más permeable a los acentos, siempre me comentaba: «Ni me quiero imaginar cómo hablarás cuando te vea». Ella siempre hablaba igual, como si viniera de un ayer que estaba a punto de desaparecer pero que se negaba, en su último capítulo, a dejarse contaminar por la televisión o por las expresiones callejeras que traían los sobrinos a casa. Yo era muy sensible a su forma peculiar de expresarse, tan diferente a la de los adultos con los que tratábamos en la otra vida que manteníamos en la ciudad. No quiero adornarme con una sensibilidad retrospectiva, sólo recuerdo lo que es cierto: poseía desde niña un don especial para captar las diferencias del habla, no sólo de un lugar a otro, sino de una persona a otra. Era el rasgo humano que se me presentaba primero y con más nitidez, el más querido y el que más me importaba. En mi tía podía percibir el don de la palabra y una inteligencia poco cultivada pero tan sólida que nunca podía ocultarse.

Sus palabras escritas eran una transcripción exacta de su forma de hablar. No había literatura, ñoñerías o sentimentalismo en ellas. Leyendo hace poco una de sus cartas me encontré con este párrafo:

El viaje en autobús fue muy malo. Hacía tanto frío que cuando llegué a Valdemún estaba heladica, malucha, con una fiebre de 38. Me fui acordando de vosotros todo el viaje. Me deprimía sólo de pensar que ya no os veré hasta el verano. Eso si al final venís porque ya tengo asumido que cada vez vais más a lo vuestro. Lo que está claro es que yo a Madrid, después de la muerte de vuestra madre, ya no pienso volver. Qué se me ha perdido a mí allí.

Sentí de pronto el peso de su queja discreta, que anticipaba todas aquellas visitas que debiéramos haberle hecho cuando ya era vieja pero que no le hicimos y, por encima de todo, sentí con enorme dolor mi propia ingratitud.

Pero no puedo pensar en la vida de mi tía como una biografía aislada. Las historias de todos ellos, ella, la familia, los vecinos, estaban tan firmemente entrelazadas entre sí que era casi imposible escuchar el relato de una peripecia individual que se despegara de las vidas del resto. Si alguna vez escuchabas el relato de un alma rebelde que en un momento de inconcebible independencia se había marchado del pueblo a una ciudad o a otro país y a punto había estado de despegarse para siempre del nido, presentías que el relato concluiría en el instante en que la criatura momentáneamente despegada regresaba al abrigo de aquellos entre los que había crecido. La firme naturaleza del mundo en que ellos creían acababa por devolver a esa persona a su cauce. Y los que se perdían sin remedio eran mentados entre cuchicheos y a espaldas de los niños.

A mí esta especie de justicia natural que devolvía a la oveja perdida al rebaño me provocaba una gran tranquilidad de ánimo; al fin y al cabo, su moral, su orden del mundo, tenía mucho que ver con las fábulas y los cuentos tradicionales que se resolvían siempre devolviendo al niño perdido a su casa, aunque fueran los habitantes de esa misma casa los que le habían expulsado. Para bien o para mal, no había manera de perderse eternamente. Yo misma, tan gregaria, tan amante de aquel orden estricto que para mí contenía las leyes del universo, no comprendía la necesidad que podía tener alguien de marcharse del paraíso. Sentía un gran alivio cuando hablaban de alguien que, fracasando en sus intentos de independencia, había vuelto, con las orejas gachas, admitiendo su ridículo. Era una verdad que lo impregnaba todo: dónde se iba a vivir mejor que allí.

Aun así, mi madre gozaba del estatus de quien se ha ido por haberse casado con un forastero. A pesar de la nostalgia que le provocaba estar lejos de sus hermanos, volvía sin volver ya del todo y se situaba (yo lo percibía) en un puesto ligeramente superior, como si fuera consciente de su afortunada posición social. Ya no alzaba la voz de la manera en la que sus hermanas lo hacían cuando se juntaban a hablar en la calle, criticaba la alimentación grasienta, la presencia excesiva de cerdo en las comidas y tenía un recelo hacia la falta de intimidad permanente. Intentaba infundir en sus hijas, por encima de todo, una especie de refinamiento y una cierta distancia con el mundo de su niñez. Supongo que lo conseguía en su hija mayor, en mi hermana, que actuaba miméticamente, con esa especie de feminidad distante y sin fisuras; en cambio yo padecía la tristeza de ser tratada como una forastera, una tara de la que no me libraba por más que imitara el acento de los otros niños y me intentara confundir con ellos.

Mi personalidad estaba menos forjada desde un principio o yo era más flexible a las influencias o más proclive a sentirme seducida por cualquiera. Eso me hacía fluctuar entre ser de capital o de pueblo, chicazo o niña, según con quien anduviera y lo que despertara mi curiosidad, cosa que desconcertaba a mi madre y que me afeaba siempre: «¿Crees que eso es bonito en una chica?». En realidad había algo voluptuoso en mi actitud, como una especie de sumisión evidente al mundo de los chicos, sentía más curiosidad hacia ellos, quería ser aceptada. Mi madre lo presentía y lo rechazaba absolutamente, fiel a esa rectitud puritana en la que se crió y que muchas veces, incluso después de que muriera, me hizo sentir inadaptada.

Veo a mi tía Celia en aquel presente que observo ahora desde una distancia de doce años, la veo como si me fuera posible estar en el cuarto de mis abuelos, balancearme en la mecedora, al lado del armario de luna, y ella no fuera un fantasma del pasado sino un espectro del futuro. El habla sentenciosa de mi tía ha traído consigo el escenario completo: la última luz de sol que entra por las lamas de la vieja persiana de madera y dibuja los contornos de un austero mobiliario de principios de siglo, bello y común al de tantas casas de la clase media rural: el suelo de baldosas floreadas descoloridas por el tiempo y las lejías, y las paredes azul pálido, sin más adorno que el Cristo crucificado encima del cabecero. Todo severo pero tranquilizador, sin un propósito decorativo aunque con esa sabia armonía que las casas fueron perdiendo. Por fortuna, la devastación empezó en las salitas, éstas se fueron abigarrando con sofás de escay y aparadores desproporcionados de formica. Los dormitorios, por tratarse de un espacio íntimo y tener como única finalidad albergar el sueño o el descanso de los enfermos, conservaron mucho más tiempo su dignidad. Este dormitorio, que ahora me trae el recuerdo no invocado, siguió así hasta la noche en que murió mi tía, la última que yo pasé en esa casa, en vela.

Contemplo en la escena a tres personas: mi tía, el niño, yo. Ella, recostada sobre mi hijo de cuatro años, que ha dormido la siesta en esta cama de barrotes blancos sobre la que duermen y se superponen tantas historias; yo mirándolos, balanceándome chulescamente en la mecedora donde tantos otros han velado la agonía de los enfermos. Hemos venido a verla después de un año, coincidiendo, sin pretenderlo, con los días de las fiestas de la Virgen de Agosto. No puedo decirle a nadie, salvo a ella, que me siento ajena a toda esta alegría concentrada en tres días de baile, toros y borrachera. Al niño me lo han disfrazado con una especie de traje sanferminero de pantalones largos y pañuelo al cuello para que se sume a la peña Los Muchachicos. El disfraz le hace parecer, tumbado en la cama y con la seriedad de los niños cuando salen del sueño, un hombre al que el miedo ante la proximidad del toro le hubiera hecho menguar. Lo único que le ha gustado de las fiestas al hombrecillo ha sido el disfraz. En cuanto le han asomado al balcón con los otros críos para que viera a los mozos correr los toros se ha puesto a llorar sin consuelo asustado por el ruido de los petardos, la brutalidad de la muchachada y la enormidad de los animales.

Mi tía se lo ha traído de vuelta a casa por las callecillas adyacentes a la principal en donde se desarrolla el encierro. Le iba arrimando la cara contra su falda, poniéndole la mano sobre el oído para mitigar el ruido de la pólvora y el griterío histérico de la gente. Él es un forastero, como lo era yo, así que tal vez, a sus cuatro años, haya experimentado ya la misma vergüenza que yo sentía por no haber reunido el coraje necesario para quedarse a disfrutar de algo que no entiende y le provoca susto. También, como yo, tiene a la tía soltera, para él una abuela (o bisabuela), que detesta la brutalidad masculina y defenderá su debilidad ante cualquiera que le insista para que vuelva allí donde no quiere. «Tú conmigo, corazón mío, que en este pueblo no hay más que animales».

Así ha protegido ella siempre de la inevitable burricie masculina a sus pequeños varones, al hermano que perdió en la guerra y que ha marcado su primaria ideología, a sus otros hermanicos, a los sobrinos, uno tras otro, queriéndolos tanto o más que si fueran sus hijos, ofreciéndoles el calor de un regazo que sólo en el desconsuelo infantil encontró un alivio al suyo propio.

Unos y otras buscábamos su calor, con nuestras manos de recién nacidos, de bebés grandes y exigentes, de niños que volvíamos de la calle con cara trágica, sin tener palabras para explicar la tristeza que sentíamos porque aquéllos que hasta hacía un momento eran tus amigos ahora te rechazaban, y sólo sabías o podías refugiarte en aquel regazo querido, rico en olores. Consolarte y consolarla de los males de la intemperie. Ella protegía con mimo especial a los varones, como si tuviera por misión proporcionarles esos cuatro o cinco años de un paraíso del que serían arrebatados por los hombres de la familia para que no se amariconaran. Crío que anda entre faldas, malo, malo. Pero yo, que de niña luché tanto por formar parte de ese sistema de tradiciones inflexibles, soy ahora (ese ahora que me trae intacto el recuerdo de una escena en la que estamos mi tía, Gabi y yo) madre de un niño medroso de cuatro años y defiendo mi extranjería y la del niño. Si se amaricona, que se amaricone. Qué coño me importa. Es un niño imaginativo y solitario, acostumbrado a perderse en fantasías entre las cuatro paredes de un piso y aquí, en la abrumadora libertad del pueblo, se asusta.

Sé que ya no puedo ser de aquí, pienso mientras me balanceo en la mecedora, no me acomodo. Mi forma de ser chirría a cada momento. En estos días en casa de la tía he visitado a mis amigas, a las dos que se quedaron aquí. Veo que se han plegado a las normas con el mismo propósito de fidelidad y sacrificio que adoptaron sus padres. Marisol, la más querida, ha engordado después de dos partos, todo en ella desprende un aire de pesadumbre asumida, esa misma claudicación que yo experimentaba cuando mi hermano Pepe ponía la boca de la escopeta de perdigones en mi espalda. Es algo que no mata, que no provoca el dolor físico de una enfermedad, pero desgasta hasta provocar una madurez prematura.

Ayer por la mañana, Marisol y yo llevamos a nuestros niños a la piscina. Era raro vernos a las dos compartiendo una actitud maternal; nosotras, que hasta hace escasamente cinco años hablábamos de tirarnos a los gemelos del boticario, «uno para cada una», practicando ese tipo de procacidad verbal propia de la inexperiencia. Ahora que la tenemos, la experiencia, que podríamos darle sentido a esa expresión, «tirarse a alguien», nos separa una bruma de pudor y reserva.

Marisol secaba el sudor de la carita del bebé que mamaba sin muchas ganas, le despertaba de vez en cuando pellizcándole suavemente la mejilla, hasta que dejó que le venciera el sueño por completo y soltara el pezón enorme, oscuro, húmedo. Una gota de leche cayó sobre el párpado sonrosado y casi transparente, y ese impacto, tan ligero como el de una lágrima, pim, le hizo abrir los ojos, como si quisiera despertarse, pero el peso insignificante de la leche se lo impidió y se abandonó aún más sobre el brazo de su madre. Pedro Javier, se llama, uno de esos nombres compuestos imposibles que ya no se estilan, pero que aquí resisten por el respeto a la voluntad de los abuelos. Pedro Javier, así le llaman ya, como si su cuerpo de cuatro kilos y medio pudiera hacerle frente a un nombre tan rotundo. Los otros dos niños, el suyo, el mío, nadaban con los manguitos en el agua helada de esa piscina sin azulejos, oscura, a medio terminar desde que yo tenía diez años, más poza que otra cosa.

Marisol dejó al bebé Pedro Javier en el cochecito, bajo el abrigo de la sombrilla, y la contemplación del juego de los otros chiquillos nos llevó a entregarnos a un silencio atravesado por los recuerdos comunes, por la comparación inevitable entre aquello y esto, entre lo que deseábamos y lo que hemos conseguido.

«Tengo una falta», me dijo Marisol, interrumpiendo las cavilaciones, «mira que se lo dije, le dije, “ten cuidado, tío”, pero el muy capullo se corrió dentro. Siempre dice, “yo controlo, yo controlo”». Cambió el tono de voz para imitarle, como si fuera un descerebrado, un gilipollas. En la boca se le quedó reprimido un reproche que no llegó a expresar como un último gesto de lealtad hacia él. No está educada para compartir la infelicidad; ha sido informada por su madre, por tantas otras mujeres, de que, una vez que la insatisfacción se expresa, comienza a pisarse un terreno pantanoso que no conduce a ninguna parte. La infelicidad es algo que ha de llevarse con discreción, dice una máxima no escrita que comparten las mujeres de este universo rural en el que pasé gran parte de mi infancia. Pero ahora que tengo una mirada más distante hacia todas ellas sé que lo que dicen, lo que callan, se acaba manifestando en desidia vital, en tics, en malhumor, en la pérdida temprana de la belleza.

Joder, pienso mientras me balanceo en la mecedora, era tan guapa. Yo la quería tanto como la envidiaba. Sentía hacia ella esa especie de encantamiento, de enamoramiento, que experimentan las niñas hacia otras niñas; imitaba su risa, el ligero seseo al hablar y esa manera de andar con las piernas un poco abiertas de las mujeres de huesos grandes, de natural complexión atlética. Joder, la naturaleza la había elegido a ella para que desafiara el destino al que estaba abocada, para que siguiera dándome envidia hasta la muerte. ¿Qué coño hacemos con los papeles cambiados?

Me ha ocultado lo que siente. También yo le he ocultado lo que soy, por la misma razón por la que disimulaba de adolescente mis dos o tres recursos (los libros leídos, la escritura solitaria y avergonzada, cierta agudeza psicológica) para que nadie se sintiera ofendido y para que no me consideraran estúpida los chicos que me atraían. Ayer, en la piscina, después de escuchar su contenida pesadumbre por un posible nuevo embarazo, me propuse no hacer ningún comentario para que no pareciera que alardeaba de mi independencia, de mi vida solitaria en el pequeño apartamento, de mis horas en la radio o del dinero que gano, de mis vaivenes sentimentales y de su amarga consecuencia que en estos días me altera tanto el ánimo. No quería poner ante sus ojos una vida que, aun haciéndome infeliz, podía hacerme parecer arrogante.

Por la tarde acudí, como tantas veces hice en mi adolescencia, al bar de su familia. Su madre se fue a acostar a los críos y ella estaba en la cocina. Es verano, la población se triplica y los forasteros no saben esperar, vienen al pueblo sin saber dejar atrás su exigente impaciencia. Me puse un delantal, como entonces, y estuve jugando, como entonces, a ser cocinera de bar. Esa otra vida que de niña me parecía posible. «¿Cuántas tortillas te hago?». Ella me sonrió: había pronunciado una frase repetida y antigua, que rememoraba una complicidad que ya no es del todo posible. Batimos huevos e hicimos treinta, cuarenta tortillas. Fue divertido, como entonces, interpretar el personaje de la mujer que podía haber sido, pero ya no hay en mí verdaderos deseos de pertenencia a esta pequeña maqueta del universo, tampoco hay complejo por estar al margen, sino alivio, alivio. La única nostalgia que me duele es la de haber perdido una forma de mirar que embellecía el mundo.

—No te extrañe que dentro de unos días te llame y me plante en Madrid para acabar con esto de una puta vez. Sin que él se entere, claro, porque si se entera, encima, me mata.

Procuré que no nos cruzáramos la mirada, porque estaba segura de que no lo haría, que no acabaría con esto, como dijo, que dentro de un año, cuando tuviese a su nuevo hijo en brazos, pagaría lo que fuera por no haber pronunciado esas palabras y hasta podría llegar a detestar a quien las hubiera escuchado, como un acto de amor a ese niño que ya será una presencia insustituible en su vida.

Toda la conversación giró en torno a ella, no exactamente a sus sentimientos, que se han enrocado de no expresarlos, sino a los pequeños actos que conforman el presente. Es algo de lo que he sido consciente estos días, he visitado las casas de mis tías, de tías segundas, de vecinas de mis tías, y he temido en cada conversación que me preguntaran algo verdaderamente comprometido, algo tan simple como, «¿Por qué has venido sin tu marido?». Pero no lo han hecho, nadie, y ahora me doy cuenta de que nunca lo hacen: las novedades de un mundo ajeno no les interesan demasiado y prefieren eludir esas confidencias que pudieran alterar la idea que quieren tener de ti.

—¿Y tú, qué? —pregunta al fin Marisol, como considerando que es inevitable enfrentarse en algún momento a esa pregunta.

—Bah, bien, como siempre.

Cuando se acabaron las cenas y la clientela ya sólo pedía copas para acompañar los juegos de cartas o por pereza de irse a casa, nos fuimos al balcón de la buhardilla. Echamos un vistazo al sueño de sus críos. Pensé en el mío, que estaría durmiendo arrimado a la tía, entregado al sueño contra su voluntad, porque ella le habría contado un cuento tras otro, como hacía conmigo. Imaginé a mi hijo abrazado a ella y ese pensamiento tuvo sobre mí un efecto tranquilizador. Sentimientos paradójicos del amor maternal: el disfrute de dejar a tu hijo en unos brazos que lo han de proteger hasta de ti misma.

Ya en el balcón, enfrentadas a la espesura de una oscuridad sin luna que caía como un manto sobre los tejados que descienden, apoyados unos sobre otros, hasta la vega y el río, Marisol sacó del bolsillo del vaquero una china y empezó a liarse un porro. Estábamos sentadas en el suelo, disfrutando del contacto de las baldosas aún calientes tras un día de sol de agosto. Ella se descalzó y cruzó las piernas, y así, iluminada por la luz pobre del farolillo que colgaba encima de la puerta, quedó camuflado el desgaste que la insatisfacción más que el tiempo había provocado en su cuerpo. El rostro volvió a ser el mismo, idéntico, los gestos los mismos que los de la muchacha temeraria que planeaba vivir en Valencia o en Madrid.

—A Pedro no le gusta que fume canutos cuando él no está, pero yo me harto de esperarle y alguno cae. La semana es muy larga y estoy muy sola… Se cree el bobo que es él quien trae el hachís a esta casa. Qué inocente, en el fondo. Si hay algo que sobra ahora mismo en este pueblo son camellos —dibujaba anillos con el humo y soltaba el resto en un hilo fino, mirando al cielo lenta, sensualmente, como si cada calada tuviera la capacidad de trasladarla un paso atrás, y otro, y otro, hasta devolverle a su cara la luz de la juventud.

Me lo pasó. Yo fumé como si se tratara de un cigarrillo, consciente de que si no lo hacía así, de manera prosaica, estaría imitándola, como tantas veces cuando éramos adolescentes. Ella jugaba con la melena, la melena abundante, ligeramente rizada, y se la recogió con un palo que llevaba en el bolsillo, habilidosamente, repitiendo un gesto tan suyo como la manera de fumar. En el tobillo izquierdo, reconocí aquel pequeño tatuaje, una hoja de maría. Una nube de vello claro le coronaba la frente y las sienes. Volvía a tener la vida intacta, toda por delante.

—Y a ti —me dijo—, ¿no te gustaría tener otro?

—Ahora no puedo pensar en eso.

—¡Pensar, pensar! Si una se lo pensara igual no los tenía nunca. ¿Quién piensa antes de hacer las cosas? —aspiró el porro, ahora diminuto, sujetándolo por el pulgar y el índice, con la maestría de quien se ha fumado muchos—. Si estuviera preñada tendría que dejar de fumar… ¡Ja! Eladio fue concebido una noche histórica.

—¿Cuál?

—La del 23 de febrero. La del 81.

—No puedes tenerlo tan claro.

—Clarísimo. Habíamos ido a Valencia, a la boda de un primo de Pedro. A la salida nos perdimos los dos solos, por la playa, hasta que se hizo de noche. En cuanto oscureció nos buscamos un rincón apropiado y no sé cuánto tiempo pasamos tapados con una manta del coche, follando, pasando frío, fumando porros. Debían de ser las doce o así, cuando a mí me dio el bajón, me entró el agobio…, porque no había llamado a mi madre ni nada. Un desastre, como siempre. Por entonces yo nunca me preocupaba por lo que vendría después. Ahora tampoco. Bueno, a lo mejor es que no tengo esa capacidad. Sabía que mi madre lloraría, mi padre me cruzaría la cara, pero el caso, jajá, es que en cuanto me veía en una situación emocionante olvidaba las consecuencias. Y mira que a mí me han pegado, Antonia. Ahora me dice mi madre que se siente culpable. Yo le digo: «No te atormentes con eso a estas alturas, y no me atormentes a mí con tu culpa». A mí las tortas no me disuadían de hacer una gamberrada detrás de otra. Yo siempre digo que maduré en la sala de partos; fue como si después de aquel dolor insoportable me hubiera nacido la capacidad de sentir cuándo me hacen daño y cuándo lo hago yo. A mí todo me importaba una mierda. Tú lo sabes. Me acuerdo la primera vez que le arreé a Eladio, porque se puso muy terco y no había forma de hacerle entrar en razón, le di en el culo y no se inmutó, le di entonces en la cara, como tantas veces me habían dado a mí mis padres y entonces vi cómo se encogía, igual que hacen los animales, cómo me miraba con cara de susto, como si yo fuera otra y me tuviera miedo. Lo vi tan frágil cuando se echó a llorar sin consuelo, que me di cuenta del daño mezclado con la humillación que le había causado, y me eché también yo a llorar, ¡yo!, que no había soltado una lágrima por una bofetada en mi vida. No creo que los palos me endurecieran, no, es que yo nací dura, y no sabía rendirme, ni tan siquiera para evitar otra bofetada. Sólo ahora puedo entender el miedo que pasaba mi madre cuando me veía salir por la puerta, sabía que haría lo que fuera con tal de pasármelo bien. Entonces no existían los psicólogos, el único método que tenían mis padres era la hostia limpia, pero que conste que tampoco la quiero justificar. Por eso me busca, para que la perdone y la justifique, y no quiero, porque yo creo que la respuesta que yo tenía a las hostias era ser aún más loca.

—Para mí era un lujo y un peligro ser la preferida de una chavala tan desafiante.

—Pues te confieso que a mí no me gustaría que mi Eli tuviera un amigo como yo.

—Ah, pero los niños temerarios siempre son atractivos aunque provoquen inquietud en los demás. Yo te admiraba; también temía que me dieras de lado por no estar a la altura.

—Tú no sólo eras un buen público, también dabas ideas.

—Sí, sí, jajajá, siempre hay que tener cuidado con la mansita que va tres pasos por detrás. Yo creo que tu madre me miraba a veces como dudando si la torta, en realidad, me la merecía yo.

—Bueno, ahora ya pienso en las consecuencias de mis actos. Mi madre se pasa el día relatando mis fechorías, parece que vistas con la distancia del tiempo le hacen gracia. Se las cuenta a Eladio a cada rato. A veces la corto en seco. No te sabría explicar por qué pero lo siento como si fuera una venganza, no entiendo esa insistencia por querer darle al niño esa imagen de mí. Y es también como si echara de menos a aquella otra que daba tanto por culo.

—¿Y tú?

—Yo, ¿qué?

—¿Tú no echas de menos a aquella otra que dices que eras? No creo que uno pueda cambiar tanto.

—Es verdad… A lo mejor la tengo ahí, esperando. Esperando a dar la campanada, jajajá. A veces me da por pensar que, si no fuera por mis hijos, yo seguiría dando por culo, que desaparecería sin avisar, volviendo a las tantas, olvidándome de todo aquello que no tuviera delante de las narices. Mi madre suele decirme: «Lo increíble es que con lo inconsciente que eras hayas servido para ser madre». Y es verdad. Igual una no sirve para estar casada sino para ser madre. Quién sabe, a lo mejor, cuando los niños se vayan… —la sonrisa se le cortó en seco, se levantó, se apoyó en la baranda.

—Y después de la noche en la playa, qué —dije, para sacarla del ensimismamiento.

—De pronto, ya te digo, caí en la cuenta de las horas que eran, y le dije a Pedro, «Tenemos que volver corriendo a Valdemún, que seguro que mis padres han debido de llamar ya a la Guardia Civil». —Se giró hacia mí y, animada con el recuerdo de aquella noche, se encendió un cigarro y volvió a sentarse—. Total, que nos montamos en el coche y entramos a la ciudad para buscar una cabina y llamar por teléfono. Sería la una de la madrugada; entonces ya sí que estaba pensando en la bronca y en la angustia de mis padres. No llegaríamos al pueblo hasta las tres. De pronto, como si nos estuviéramos metiendo en otro planeta, vemos las calles vacías, ni un solo coche, sólo tanques parados a un lado y otro de las aceras. De vez en cuando, un tanque se movía lentamente para situarse en el centro de la calle. Hubo un momento en que creí estar dentro de un sueño. Pedro paró el coche en un semáforo y nos quedamos mirando aquello. Era tal nuestro desconcierto que no recuerdo que dijéramos nada. Estábamos en un estado muy raro: imagínate que llevábamos en el cuerpo la flojera de haber estado follando toda la tarde, de los porros que nos habíamos fumado y la necesidad repentina de avisar a mis padres de que estábamos bien. «Pensarán que hemos tenido un accidente», fue lo último que le dije a Pedro antes de que nos quedáramos paralizados, sin saber qué significaba lo que estábamos viendo. Se nos acercó un soldado y nos dijo: «Pero ¿qué hacéis por aquí?». «Vamos a casa, a Valdemún, pero estábamos buscando una cabina para llamar por teléfono», dijo Pedro. «A casa iréis», dijo el soldado, «pero no por aquí, meteos en la autopista. ¿De dónde salís?». «De la playa», le dije yo, con una sonrisa, como para congraciarme con él. Bajó la cabeza para mirar en el interior del coche y verme. Se me quedó mirando. «Pero ¿es que no sabéis lo que ha pasado?». El tío estaba, no sé, como acojonado él también. «No», dijimos los dos a la vez. «Venga, idos pitando, antes de que uno con más mala hostia que yo os lo explique de mala manera». Fue un viaje muy extraño, porque no hablábamos, sólo de vez en cuando hacíamos especulaciones. Pedro decía: «Esto es que han matado a Suárez, se veía venir». Queríamos parar en un bar y preguntar, pero todo estaba cerrado. El mundo había muerto. Llegamos a casa a las cuatro de la mañana.

—Y cuando llegasteis, qué.

—Pues nada, ahí estaban mis padres, despiertos, con otros vecinos. Se me echaron a los brazos, me besaron, lloraban. Yo me dejaba abrazar. No decíamos nada. Nos pusimos frente a la tele. Al saber más o menos de qué iba la cosa, Pedro contó que nos habían retenido, que nos habían retenido por la fuerza, y eso les conmovió aún más. Yo me fui a la cama, tan pancha, tan feliz por haberme librado de una buena. Me da vergüenza decirlo, tía, siendo además mis padres de familia de rojos de toda la vida, pero es así. Yo no pensé en España ni un momento, ni en España, ni en el futuro, en nada. Además, ya había salido el Rey en la tele y parecía que la cosa se arreglaba. ¡Ja! A ellos se les ha quedado para siempre la idea de que estuvimos retenidos, y cuando sale la conversación, lo cuentan. He contado tantas mentiras en mi vida que a veces casi no sé distinguir entre la versión que le he hecho creer a mi madre o la verdad. Pero cómo dormí esa noche, Dios mío. Y a los quince días la regla, que no me venía. En fin. Luego vino la boda aprisa y corriendo y, a los seis meses, Eladio. Fue esa noche, ya te digo, la del 23F. Una noche histórica.

—El día de tu boda me acerqué a tu mesa, me fui a sentar a tu lado y me dijiste, «Ahí no te sientes, esa silla es la de mi marido». —Al decirlo, yo misma me asombré de cómo ese insignificante recuerdo, elegido entre tanta vida común, sonaba años después, cuando la amistad estaba hecha más de pasado que de presente, como la constatación del inicio de un declive.

—¿Eso te dije? Menuda gilipollas.

—Sí, eso mismo pensé yo, menuda gilipollas —dije, regodeándome en cierta falta de piedad.

—¡Mi marido! Está claro, una se vuelve tonta… —dijo, y se quedó pensando.

Ésa es la última vez que la vi siendo íntegramente ella misma. Cinco años más tarde, la carne, comida por un cáncer de hígado, habría desaparecido, sólo quedaría la piel descamada para cubrir su gran envergadura ósea. No vería nunca más ese pelo, el vello rizado y sensual que le enmarcaba la cara. La cabeza pelona quedaría oculta por una peluca de melena recta, oscura, con el brillo artificial de los pelos de las muñecas, que le conferiría un aspecto, según el ángulo desde el que se la mirara, de niña desvalida o de la vieja de Las tres edades de la vida de Lucas Cranach. Eladio, Pedro Javier y la pequeña Esther, que nacería siete meses después de esa noche de agosto, disfrutarían con ansiedad inconsciente de lo que la enfermedad fuera dejando de su madre, exigentes en su necesidad de cariño hasta la última semana, aquellos siete días en los que casi no se les iba a permitir entrar en el cuarto para que no vieran esos treinta y cinco kilos de madre que agonizaban sobre la cama. Pero mi amiga sabría ser ella misma hasta la noche en que su madre le pasó la mano por los párpados para cerrárselos. Cada mañana, se despertaría diciéndole a su madre, con un tono de esperanza: «Hoy sí, mamá, hoy al fin creo que me muero».

Yo no llegaría a presenciar el último hachazo del deterioro, sólo su principio, la peluca, la cara de niña aviejada o de vieja aniñada, los repentinos ataques de llanto por los hijos a los que no podría ver crecer ni echar de menos. No sé si creía en Dios, en el pueblo parece ser algo que se da por hecho, o no sé si creía hasta el punto de albergar la esperanza de ver a sus chiquillos en otro mundo; lo que está claro, pensé mientras ascendía entre la gente camino del cementerio, es que la vida no le dio esa segunda oportunidad de rebelión con la que fantaseaba aquella noche apoyada en la baranda: una huida a los cincuenta y cinco años, más o menos, cuando los hijos se hubieran ido, a esa edad en la que ella presentía que tantas mujeres hacen recuento de todos aquellos deseos incumplidos.

Todo el pueblo asistió a su entierro. Es una costumbre de los pueblos hacer recuento de la capacidad de convocatoria de un muerto. Así parecen medirse las que fueran sus virtudes. Siempre se exageran, las virtudes y los asistentes. Pero en su caso fue cierto, estaba todo el pueblo y los que vinimos de fuera. La pena era honda, colectiva y franca. Nada más descorazonador que la muerte de una madre joven a la que todo el mundo vio jugar de niña. Delante de mí vería avanzar a Eladio, al adolescente Eladio, que para entonces tenía ya quince años. Alguien, probablemente su abuela, le debió de hacer el nudo de la corbata negra que, sobre la camisa blanca y bajo el jersey de pico azul marino, le daba el aire de un muchacho que va a recibir un diploma en el instituto.

Eladio o Eli, como su madre lo llamaba, para tratar de aniñar un poco a ese chico excesivamente formal, avanzaba sin bajar la cabeza, dejándose observar, y aceptando que las lágrimas le cayeran de vez en cuando por las mejillas. Alguien debió de decidir, su abuelo o él mismo, humedecerle el pelo y peinarlo con raya y hacia atrás, el pelo rebelde de su madre y los mismos ojos, aunque en los del chico no hubiera rastro de ninguna ansiedad enfermiza por atrapar esa otra vida que siempre nos estamos perdiendo, como había habido en los de su madre. Sentí una honda admiración por él, por su gravedad y la dignidad de su dolor; era una emoción que me afectaba de una manera física y casi no me dejaba respirar, arrinconando el dolor que pudiera sentir por la muerte de mi amiga.

Yo tenía la misma edad que Eladio cuando emprendí el camino hacia lo alto de la colina para enterrar a mi madre. Dieciséis años. Pero, a mitad de trayecto, decidí no subir. Un orgullo mal aprendido o mal enseñado me impedía ser el objeto de la compasión de ese río de gente que caminaba en un silencio que sólo se rompía con algún llanto o alguna frase hecha sobre la muerte. Mi pena me avergonzaba. Le dije a mi tía Celia: «Tía, que yo no subo». Y ella se encogió de hombros, como si esta vez le faltaran los ánimos para discutir conmigo. Me eché a un lado, para no andar en sentido contrario a la procesión, y, subida al escalón de una casa, vi pasar a todos aquéllos que le iban a dar el último adiós a mi madre evitando las miradas de los que me conocían y podían preguntarme: «¿Qué haces que no estás detrás del ataúd?».

Recuerdo haber vagabundeado por el pueblo solitario y grave, como cuando hay un entierro que congrega a mucha gente. Recuerdo haber tenido una sensación de extrañeza hacia mí misma, como si pudiera desdoblarme y liberarme del peso de lo que vendría luego, cuando empezáramos a vivir una vida sin madre. Llamé a la puerta de un primo lejano, un chaval con patillas largas que los fines de semana pinchaba discos en la cabina de la discoteca, moderno y rural, esa mezcla que siempre ha ejercido sobre mí una atracción inmediata. Pasé, como tantas veces, a su cuarto, y rebuscando entre sus discos, elegí How Deep Is Your Love, de los Bee Gees, la pinché y empecé a cantar. Él se me quedó mirando, estudiándome.

—Así que no has querido subir al cementerio.

—No, yo pienso que el dolor se puede sentir en cualquier parte —le dije—. No se siente más dolor por cumplir con un rito.

—No sabes lo que dices. Sólo una vez en la vida entierran a tu madre.

—¿Y tú? ¿Por qué no has ido tú?

—Tengo cosas que hacer, y no era mi madre.

—¿Me estás echando la bronca? —mi voz quería ser desafiante pero no lo conseguía, me sentía muy humillada. Hubiera jurado que él estaría de mi parte.

—No es una tarde para cantar, ¿no? —dijo.

—¿Y cuánto tiempo crees que tengo que dejar pasar hasta que se pueda cantar? ¿Tú lo sabes? ¿Cuánto, hay una regla escrita, como con el luto?

—No es una regla, puedes hacer lo que quieras, pero no está bien.

—Y a mí me parece mentira que tú digas eso.

—A mí me parece mentira que estés aquí.

No le miré. Agaché la cabeza para que no pudiera ver cuánto me había ofendido. Me mordí el labio inferior para que no me temblara la mandíbula y me fui. Llegué caminando hasta la plaza y me senté en el banco de piedra gris. La plaza estaba, como siempre a esas horas de la tarde, llena de críos jugando. Los niños no subían al cementerio a no ser que la muerta fuera su madre. Ahí había estado yo muchas tardes de mi vida, engolfada en el juego. Fue entonces cuando me vino el llanto, agitándome el pecho, provocándome sollozos entrecortados. No era todavía el llanto por la pérdida de mi madre, era rabia. La rabia de quien no logra encajar en situaciones convencionales, de quien desearía ser abrazado pero no sabe ya abandonarse a los cuidados de nadie, incluso parece rehuirlos.

En mi mente aún sonaba aquel gemido. El gemido ahogado que me llegaba desde su cama hasta el baño donde yo bailaba frente al espejo con el bikini que me acababa de comprar. En un primer momento había interpretado ese llanto entrecortado como el sonido de una máquina renqueante a la que le faltara fuerza para ponerse en marcha. Me miraba al espejo subida en el váter y cantaba alguna canción boba que sonaba en la radio del baño. Mi voz enmascaraba aquel sonido intermitente que creía que se colaba por la ventana que daba al patio. De pronto, un cambio en el ritmo de ese ruido me hizo callarme y escuchar. La sospecha de que se trataba de una voz humana me provocó un golpe de tensión, como si alguien me agarrara la nuca y quisiera tirarme al suelo. Abrí la puerta. Ahora sí lo entendí todo, ahora distinguí que se trataba de un llanto de auxilio, tan esforzado que adquiría una calidad metálica, raro hasta el punto de casi no parecer humano sino animal.

Fui hasta la habitación y la vi. La boca y los ojos muy abiertos. Tendió una mano hacia mí. Me acerqué.

«Esto no es como otras veces. Sé que esto es la muerte. No es como otras veces, escucha, hija, ahora lo sé, lo sé, y tengo miedo a morir».

«No digas tonterías, mamá, que me asustas», debí de decir, algo que a mí también me sirviera de consuelo, porque por el tacto febril de su mano delicada, por la ferocidad de sus palabras, y el olor raro que emergía de su cuerpo, un olor espeso a descomposición que yo nunca había olido antes, presentí que estaba de verdad asistiendo al paso aterrorizado con que el moribundo entra en la muerte.

Salí de la habitación corriendo, tiritando, inapropiada con ese bikini con el que hasta hacía un momento me miraba en el espejo, lejana para siempre de una adolescencia que se me había terminado apenas hacía cinco minutos. Perdí una de las chanclas al tropezarme de camino al teléfono y así, helada, llevándome la mano al pie, que empezó a dolerme cuando mi madre ya estaba muerta, llamé a la vecina. «¿Por qué me toca a mí esto?», murmuraba, asomada al cuarto, viéndola ya irse. «¿Por qué se tiene que morir ahora, estando yo sola?». Era un reproche al destino, pero también a mi padre ausente, y a ella, también a ella.

Yo, que he mantenido intactas conversaciones enteras durante años, he perdido las palabras que ella balbuceaba en la ambulancia. Sólo recuerdo que pedía un tranquilizante para soportar el trance y que su mirada estaba llena de reproche, como si estuviera en mi mano socorrerla y me negara a hacerlo, como si se tratara, por mi parte, de una desobediencia cruel. Mis dieciséis años no debieron soportar lo angustioso de la escena, la culpabilidad por no haber sabido dar consuelo a quien con tanta imperiosidad me lo pedía, porque sólo es ahora, ahora, tantos años después, cuando empiezo a recomponer las piezas perdidas de aquella escena. El calor pegajoso del verano playero, su voz pidiendo algo que acabara con el insoportable sufrimiento, su mano amarilla arañando mi brazo y los ojos duros, llenos de extrañeza por mi pasividad. Aún me tortura reconocer que lo que yo deseaba era no estar allí. «No pude despedirme», solemos decir cuando alguien se nos va tan rápido que no espera a que lleguemos de ese largo viaje que hacemos angustiados, anhelando asistir al último aliento. Pero en aquel momento yo hubiera preferido no verla morir. Mi memoria censuró las últimas palabras de mi madre, las mías también, aquel reproche que hice desde el quicio de su puerta: «¿Por qué me toca a mí esto?». Mi patada en el suelo con el pie descalzo. Tuvo que llegar alguien a mi vida que me diera el sosiego necesario para soportar la evocación de aquellos días.

Eladio, al contrario que yo, resistió, sereno, sólido, el día del entierro de su madre, representó a la perfección el forzoso papel de niño adulto al que estaba condenado. No lo hizo por ese convencionalismo al que yo achacaba cualquier ritual en el que no sabía cómo comportarme, sino por una relación armónica con su mundo. Disfruté (aunque no parece la palabra más adecuada, lo es) en todo el camino hasta lo alto de la colina de su entereza y de la vista espectacular de la vega. Manzanos, almendros, chopos bordeando el pequeño río de color chocolate. Ésa fue la primera vez que entré en el cementerio. Fue el encuentro aplazado con alguien que me llevaba esperando mucho tiempo, diez años. Mientras cuatro hombres hicieron descender el ataúd de la joven madre yo abandoné el grupo, caminé hacia la izquierda. «Sí, a la izquierda», dijo mi tía Celia señalándome el sitio exacto antes de volver a sus rezos, «allí, donde las flores blancas». Flores frescas con las que ella adornaba, fiel a sus muertos, el rincón de su familia, sin faltar a sus citas: el día de los muertos, el día de cada muerto. Vi su nombre grabado sobre el mármol, Julia Santas. «Mamá», dije al fin.

—Marisol —le estoy diciendo a mi tía— parece que está agobiada con los dos críos.

—Pues descuida, que la próxima vez que vengas —me dice— la verás con otro chiquillo. Él es un tontucio, pero más tonta fue ella, que se dejó engatusar por él. Tan independiente, tan brava como era y mira dónde ha terminado, a la sombra de su madre, dándole trabajo con los chiquillos.

Hace unos años ese comentario me hubiera parecido una consecuencia directa de su amargura, pero ahora empiezo a entenderlo como algo más complejo, el signo de un feminismo primitivo, defensivo, puritano, que considera que la ruina de una mujer empieza inevitablemente cuando se enamora de un hombre.

—Míralo —dice mi tía Celia pasando la mano por la frente del niño para retirarle los rizos que el sudor ha pegado a la piel—, arrimadico a mí ha dormido toda la noche. Para mí que a este muchacho le da susto la oscuridad tan grande que hay en este cuarto.

—¡No, miedo no! —dice el niño malhumorado, como si el enfado pudiera acabar en llanto.

—Di que no, di que no, que era broma, galán mío.

Tantas veces he dormido con ella. Siempre la tomé por vieja y sólo tendría cincuenta y tantos años cuando nos contaba cuentos. Aunque tal vez es cierto que fuera vieja desde muy joven. Con mi tía dormíamos, en invierno, tres o cuatro niños, apiñados contra su cuerpo para entrar en calor y escuchar el cuento que nos contaba antes de dormir. Garbancito. «Garbancitooooo, ¿dónde estáaaaas?». Alargaba las vocales finales y su voz parecía salir del mismo país en el que sucedía la historia. Su voz, aguda y prematuramente temblorosa por mimetizarse desde muy joven con el coro de viejas que cantaban en la iglesia, se quedaba flotando en la oscuridad espesa, mientras los sobrinos, de cinco o seis años, embutidos en los pijamas que habíamos llevado debajo de la ropa durante todo el día, la escuchábamos con los ojos abiertos, expectantes ante un final que ya nos sabíamos porque era el mismo de muchas noches.

Su cuerpo olía a ella, a su carne, de esa forma en que antes las personas olían más a sí mismas por no estar sometidas a duchas diarias y a desodorantes. Su esencia humana se percibía más allá del olor que le dejaban los pucheros o las labores, la aspereza de la lana o el delicado ganchillo, y aun más allá de su colonia, Joya, de la que se ponía unas gotas en el cuello y sobre la solapa de la blusa cuando iba a la iglesia por las tardes. Es el mismo olor que siento esta tarde mientras me balanceo en la mecedora de mis bisabuelos.

—La vas a romper —me dice, como si yo no hubiera dejado de tener cuatro años, como si tuviera la misma edad que Gabi, que está a su lado, recién despertado, remoto y serio, con el pelo pegado a las sienes, a punto, como casi siempre a estas horas, de encontrar un motivo por el que echarse a llorar o enfadarse. Pero ella le recuesta sobre su vientre y le da airecillo suavemente con el abanico, le sopla en el nacimiento del pelo. Él se deja hacer.

Quisiera verle crecer ahí, pienso, en los brazos de ella, sin intervención mía, sólo como espectadora de esos cuidados que yo disfruté de niña y que ahora han pasado, como herencia lógica y natural, a mi hijo. Ella está vestida con su ropa de paseo y espera a que el crío se espabile para llevárselo, bien arreglado, con la camisa de rayas, el pantalón azul marino y los rizos peinados hacia atrás con colonia, a casa de la Juani, de la Maruja, a la farmacia, a recoger la Virgen de las Hijas de María, a comprarle un merengue, a presumir de él, a repetir el mismo paseo que tantas veces hizo con nosotros.

Quisiera, pienso, dejarlo en sus manos. Dejarlo en sus manos no significaría abandonarlo, sino entregárselo a alguien mejor que yo, dejarlo unos meses, una temporada, como mi madre hizo con nosotros cuando se sentía débil o estaba a punto de parir otro hijo. Pero no sé pedírselo, he olvidado la manera en que se piden las cosas, las nimias, unas magdalenas, un vaso de leche con Cola Cao, una mano para la frente cuando se tiene fiebre, y las fundamentales, el consuelo, la protección. No sabría cómo explicarle en quién me he convertido. Ella me ve como yo era de niña, o tal vez esta tarde intuye que soy como una de aquellas personas que aun corriendo el peligro de escaparse por un tiempo de esa historia común en la que todos están entrelazados volverá a casa antes del anochecer.

Ella habla, me habla, como si ésta fuera una de las tantas veces en que yo he ido al pueblo a visitarla. Y yo me veo a mí misma representando el papel de la sobrina de siempre. El diálogo en apariencia es igual. Ella despliega su catálogo de reproches y yo los esquivo.

«No has ido a ver a la Pepita, con lo buena amiga que ella fue de tu madre». Su mundo. Pepita, la peluquera, que tantas veces me lavó el pelo de niña en aquella peluquería diminuta que tenía un olor delicioso y mareante a líquidos de tinte y permanentes donde las señoras, después de un mes sin lavarse la cabeza, entraban en éxtasis cuando los dedos de Pepita, fuertes y negros como percebes, apresaban sus cráneos y los sacudían con aspereza. «Tampoco has bajado por casa de la tía Pura», me dice, «con lo que me pregunta por vosotros, sois unos desagradecidos». En ese «sois» incluye a todos los sobrinos; ese plural lleva implícito el reproche universal de las tías solteras, que han dado tanto amor como las madres pero están condenadas a recibir menos. «Pero antes que nada», me advierte, «pásate por casa de la tía Asunción, que ya te tiene preparadas unas magdalenas para que te lleves».

«No me agobies, no puedo ir a ver a todo el mundo», le digo yo, y muevo la mecedora levantando los pies del suelo, como si verdaderamente tuviera diez años y quisiera llegar a ese límite en que podía vencerme para atrás. A Gabi se le escapa una risa involuntaria porque aún quiere disfrutar un poco más de su malhumor y de las caricias que tratan de aliviarlo. «Ay, tu madre», le dice la tía al niño, «está loca perdida. ¡Eso, rómpete la cabeza, idiota, pero ni se te ocurra romperme la mecedora!». El niño esconde la cabeza en el regazo de ella para que no veamos que se está riendo del espectáculo de su madre reducida a una niña chica por la regañina de la tía que insulta con la misma absurda vehemencia que el capitán Haddock.

—Iré a por las magdalenas —le digo—, pero que conste que no he venido para pasarme el día de visita.

—Pues ¿para qué has venido?

—Para romperte la mecedora —le contesto.

El niño se vuelve a esconder en las faldas y la risa se le escapa incontenible.

—Ay, tu madre —le dice la tía al niño—, esa torta que no le dieron de chica qué bien le hubiera venido, se le habría pasado ese pavazo que tiene. Tú, con cuatro añicos, tienes ya más conocimiento que ella.

Ah, cuántas veces he escuchado esas frases. Todo es cariño, todo falsa severidad. Ella depende tanto del amor de aquéllos que no le pertenecen del todo, que sólo los niños como Gabi o las personas maduras como ella están a la altura de su entrega, pero yo no soy ahora ni una cosa ni la otra. Vivo enferma de una juventud extrema.

Como no sé nada sobre la fugacidad de la vida, como soy una ignorante que sólo tiene oídos para escucharse a sí misma, no puedo imaginar que esa mujer va a morir en menos de diez años, cinco después de Marisol. El pequeño cementerio del pueblo irá reuniendo a todas aquellas personas que atesoraban los recuerdos de mi infancia. Su muerte marcará el momento definitivo de mi orfandad, porque aunque yo me he tenido por huérfana desde los dieciséis años, antes aún, desde que recién cumplidos los nueve mi madre enfermó, no he sido consciente de que ella también ha sido mi madre, no he hecho recuento de las veces en que me acunó en su pecho de soltera, me limpió el culo, me arregló para salir a la calle, me recogió del colegio, me hizo la comida, me limpió los mocos, me curó la fiebre, me regañó una y otra vez, me llamó estúpida, embustera, amenazó con contarle a mi madre, con contarle a mi padre, con dejarme en la calle si volvía a llegar de madrugada: «¿Quién te has creído tú que eres? A mí no me tomas tú el pelo, gamberra».

No, no sé calibrar la calidad de su cariño, estoy incapacitada para valorar lo que se me entrega de manera tan incondicional, y más ahora, que ando perdida en una maraña vital que no sé explicarle. Ella habla, me habla, y yo pienso en todo aquello que no puedo contarle.

Tía, no sé en qué situación estoy, él se va y vuelve y ya no controlo sus idas y venidas. No tengo dignidad, la he perdido. En sus ausencias, hay otro hombre por medio, o dos, pero los hago desaparecer en el momento en que él decide volver. Yo no decido nada. Esto es tan humillante que ya no se lo puedo contar a nadie. Menos a ti, que jamás te has acostado con un hombre. Yo iba destinada para otra cosa, creo, yo tenía firmeza y dulzura. Dime que te acuerdas. Dime que yo era la del carácter alegre, la ni fea ni guapa, la de la sonrisa inmediata, la más tierna, la que se sentaba a la puerta nada más llegar a mi casa querida del pueblo para anunciarle a todo el que pasaba, «¡Ya estoy aquí, ya he llegado!». No es sólo que ande perdida, lo que me ocurre tiene más difícil solución: me he perdido a mí misma, no sé quién soy. Tienes que recordar, tía, aquella tarde en que me quedé mirando las bandadas de pájaros que sobrevolaban la plaza, era ese momento en que el sol desaparece y el cielo brilla con su azul más intenso. Las campanas de la misa de ocho sonaron. Dejé a los otros niños y me senté sola en el banco de piedra. Tu amiga Maruja cruzaba la plaza y al verme, se acercó: «¿Qué haces que no juegas, bonica?». Y yo le dije: «Me he sentado aquí porque quiero recordar este momento». La mujer te buscó en misa y te lo contó entre susurros: «¿Qué te parece tu chiquilla? Ahí estaba, paradica, tan sola y tan seria que me pareció que le pasaba algo. Voy y le pregunto, “Chica, ¿qué pasa, tienes alguna pena, no te dejan jugar?”, y va y me dice que es que quería acordarse de ese momento». La frase fue repetida y recordada hasta el extremo de que conseguisteis que me avergonzara de ella y temiera el momento en que decidierais contarla otra vez con ese tono entre cariñoso y burlesco en que se narran las ocurrencias de los niños. Aunque me hicisteis saber entonces que el exceso de sensibilidad se premia con el ridículo, siento que en esa frase, tía, está contenida la persona que yo era, tan tempranamente atenta al mundo, tan capaz de apreciar la belleza que a menudo se nos hace invisible por estar delante de nuestros ojos un día tras otro. Yo estaba hecha para disfrutar en casa de esos juegos solitarios de niña fantasiosa, pero también para andar por la calle con los niños hasta que salías a buscarme. Yo estaba hecha para disfrutar de la vida. Iba de tu mano de una casa a otra. Dime que te acuerdas de cómo era yo, de cuando les pedía a tus amigas que me dejaran ver sus cuartos y trastear en ellos porque sabías que me gustaba imaginar cómo sería la intimidad en otras casas. Dime que te acuerdas de cuando me llevabas de pareja a los juegos de cartas.

Sí, me llevaba con ella. Hacíamos pareja frente a sus amigas solteras o viudas, todas ellas tenían la piel de una palidez transparente, como si la falta de exposición a los hombres o al amor les hubiera comido el color. Componían una especie de sinfonía de perfumes antiguos. La juventud iba abandonándolas poco a poco y, a fuerza de no ser miradas por nadie, se entregaban a esos gestos introspectivos de la gente que habla sola por la calle. Tenían algo significativo en una decadencia física no provocada por la agresión de los partos ni por los años de infelicidad matrimonial. Su derrota había sido alimentada por las horas a la luz de las velas en la iglesia, la penumbra de sus casas y el carácter retraído u hosco al que casi se las obligaba por no tener un hombre que les diera una posición social. A los sobrinos varones los idolatraban y procuraban retenerlos entre sus faldas el mayor tiempo posible antes de entregarlos a la obligatoria brutalidad masculina, y a las niñas nos admitían en su extraña secta, a pesar de tenernos menos consideración.

En aquellas reuniones de cartas, yo era la virgen niña entre las vírgenes. Por un lado me aterraba la idea de convertirme en una de ellas, pero por otro no podía evitar la fascinación que me producían esas mujeres que, llegada la madurez, después de haber sufrido tantas burlas por su condición de solteras, comenzaban a hacer su santa voluntad. «Yo cierro la puerta de mi casa con llave», decía mi tía, «y no abro a nadie». Ese «nadie» eran los pedigüeños, el cura, las vecinas metijonas o los propios sobrinos. Ella, ellas, habían adquirido la habilidad de brillar por su ausencia en los momentos en que los muchachos o los hombres hacían gala de su grosería. En las fiestas del pueblo, salvo en la parte de celebración religiosa en la cual eran protagonistas, no se las veía por ninguna parte. Yo no podía imaginar una vida o una edad en la que se tuviera que renunciar al baile y a la emoción colectiva, esa edad en la que ya sólo se pudiera ser espectadora, como eran ellas. Yo me veía siempre en un presente interminable, con el resto de la chiquillería, en primera fila para ver llegar a los músicos en las fiestas de la Virgen de Agosto, observando con emoción cómo descargaban el equipo y montaban el escenario. Creía que estaba destinada a disfrutar eternamente del estallido de la primera canción en la plaza solitaria, a entrar con el resto de la chiquillería en ese estado de hipnosis que nos hubiera hecho seguir a los músicos como los niños en el cuento del flautista de Hamelín hasta el borde del abismo. Así me veía yo para siempre. Oculta por ser diminuta entre el gentío bailón y apretujado, mareada y alerta en esa expresión colectiva de sexualidad contenida. Me dejaba tocar por algún chaval y un beso en los labios se mantenía fresco en mi memoria durante meses, provocándome siempre la misma excitación aunque la cara de mi pareja de baile se hubiera borrado por completo. No, no me imaginaba un mundo en el que hubiera de renunciar a esa parte de la vida en la que las mujeres, según las propias mujeres, teníamos todas las de perder y estábamos condenadas a ser a la vez víctimas y culpables.

«Tienes la suerte de los tontos», me decía cuando me tocaban cartas buenas, «triunfos», como las llamaban. Luego me reñía con aspereza por no estar del todo atenta al juego y hacerla perder a causa de mi despiste. Volvíamos a casa después de la partida: ella delante, con la llave enorme en la mano, el torso siempre adelantado al trasero, como si quisiera llegar antes de lo que le permitían sus piernas, guiándome por callejuelas para no tener que saludar a ésta y a la otra, enfurruñada: «No te vuelvo a llevar, así mismo te lo digo, no te lo tomas en serio». Yo detrás, a mis ocho, a mis nueve, a mis diez años, «Sí que me lo tomo en serio. Me lo tomaré en serio a partir de ahora, te lo juro». «No jures en vano, embustera, o se juega en serio o no se juega. Para eso te quedas con los chiquillos en la calle». Y yo trataba de congraciarme con ella, alarmada ante la idea de no volver a ser querida, con la seguridad por otra parte de que lo sería siempre, hiciera lo que hiciera.

Dime que sabes quién fui, pienso mientras la oigo charlar con el crío, cuéntamelo por si puedo recuperarme, dime que te acuerdas, porque yo me veo en ese pasado como si contemplara la vida de otra persona. ¿Cuándo perdí el paso? No, no te puedo abrir mi corazón porque lo único que sabrías decirme es que tengo un hijo y debo comportarme. Quédatelo como te quedaste con nosotros tantas veces. Hay tardes en que no puedo bañarlo. Lleno la bañera y le dejo solo, voy de un lado a otro del piso, espero las llamadas, la suya, y hay veces en que pasamos tanto tiempo arreglando lo nuestro por teléfono que el agua del niño se queda fría.

—¿Te acuerdas de cuando te perdiste? —me pregunta como si hubiera adivinado el camino de mis cavilaciones—. Se perdió, tu madre se perdió cuando era tan chiquitica como eres tú ahora.

El niño se me queda mirando, intentando imaginar a su madre de niña.

—Cómo podría olvidarlo —le digo—, me aterrorizasteis con eso toda mi infancia.

La tarde en que me perdí, tantas veces relatada. Es un recuerdo reconstruido por las palabras de otros, porque yo sólo tendría cinco años. Todo comienza con mi padre conduciendo, ya cansado, su brazo, fuera de la ventanilla, jugueteaba con el aire en los últimos kilómetros que nos acercaban al pueblo. Era un día de julio, el coche avanzaba por las curvas pronunciadísimas de las montañas cercanas al pueblo. El sol había desaparecido tras una de ellas y era la hora en la que la luz parece modelar el paisaje con el trazo de un dibujante primoroso: abajo, la huerta, el río chocolate, los chopos; en la ladera, la tierra roja de las películas del Oeste y los manzanos. Mi padre nos señalaba un barranco: «Por aquí se cayó el coche de las primas. Dos se murieron. Mirad, ahí». Mirábamos. Yo siempre me quedaba con la sensación de que esas primas a las que no había conocido seguían ahí, en el puro esqueleto. Cuando aún no había disipado esa idea de la cabeza mi padre anunciaba: «¡Chicos, aquí lo tenéis, Valdemún!». Era entonces cuando nos incorporábamos los cinco para ver el pueblo terroso, camuflado el color ocre de sus casas con el mismo color de la colina, como si fuera un accidente más de la naturaleza. El pueblo marrón rodeado de colinas cubiertas de arbolillos frutales, pobladas de caminos que nosotros conocíamos muy bien por tantas tardes en las que íbamos a las fuentes a merendar. Todo se hacía de pronto presente después de las palabras de mi padre, como si tras pronunciar la palabra «Valdemún» se descorriera un telón y sólo entonces pudiéramos ver lo que ya aparecía ante nuestros ojos. Nuestra excitación iba aumentando a medida que él otorgaba existencia al mundo y el coche subía por la calle empinadísima hasta llegar a la casa de mi abuelo. Un coro de mujeres anunciaban nuestra llegada, se asomaban por los balcones, o se quedaban paradas en una esquina de la calle. Yo no sé por dónde aparecían, pero siempre eran las mismas, gritando: «¡Celia, Celia, sal, que ya tienes aquí a los madrileños!». Los gritos de mi tía se oían cada vez más fuertes, surgiendo del interior de la casa, como si hubiera contenido a presión la impaciencia de la espera. Salía ella y salíamos nosotros del coche y empezábamos a besar a mujeres, primas viejas, tías, vecinas, mujeres de pulcritud beata o esas otras que olían a sudor antiguo, magro de cerdo y carbón de estufa, caras de una piel fina intocada por el sol, mentones con pelillos duros y verrugas grandes y marrones. No había manera de escapar de aquello. Yo me iba limpiando sin disimulo cada vez que lograba desprenderme del abrazo de una. «Qué feo está eso de limpiarse cuando te dan un beso», decía mi madre.

Los chicos eran los primeros en zafarse de tanto besuqueo y salían corriendo hacia la casa de los primos. Aquel día me escapé detrás de ellos, con la desesperación de los hermanos pequeños, más lenta que nadie, pidiéndoles que me esperaran. Mi madre les gritó: «¡Cogedla la mano!», pero ellos, excitados ante la idea de dejarme atrás en la primera esquina, apretaron aún más su marcha. No volví ni me chivé, seguí caminando, seguí. Hubo un momento en que tuve que elegir entre dos callejones. Dudé pero elegí una con el convencimiento optimista de los niños de que el camino elegido es el correcto. Y entonces empezó el laberinto, cada calle desembocaba en otra aún más empinada. Yo subía, subía esperando que en algún momento aparecería el cartel del horno de pan de mis tíos, que sentiría el olor de la felicidad que inundaba el aire, la mezcla de pan, regañadas, magdalenas y tortas. Pero el espacio entre las casas se fue estrechando al tiempo que oscurecía. De pronto, desemboqué en una plaza diminuta y apareció la vega allá abajo, la vega cruzada por el río que yo nunca había visto desde tan alto.

Fue como llegar a un pueblo distinto. Dos o tres bombillas se encendieron dando esa primera luz pobre que se funde con el púrpura del atardecer. Había una fuente de piedra, allí me apoyé y me quedé muy quieta. Me gustaría acordarme de lo que pensaba, de lo que piensa un niño en esas circunstancias, pero se me ha borrado y no quiero inventarlo. Lo que ocurrió, aquello que sí recuerdo con precisión, aunque no tuviera más que cinco años, es que un hombre, para mí un viejo, se acercó hasta la fuente. Me preguntó mi nombre. Lo dije, y en ese momento mi barbilla empezó a temblar. «¿Qué haces aquí?», dijo. «No lo sé». «¿Te has perdido?». Y yo moví la cabeza afirmativamente. «¿De quién eres?», preguntó el hombre. Le dije el nombre de mi padre, Miguel. Luego el apellido. Viendo que aquel nombre no le decía nada, le hablé de mi abuelo. Se llama Amado, está bastante gordo y es el hombre más importante de aquel pueblo.

El hombre me hizo un gesto tosco para tomarme de la mano, pero yo me la llevé a la espalda, no quise dársela, en cambio empecé a seguirle bajando por una calle empinada. «No se va por aquí», dije. «Se va por donde yo diga», dijo.

Le seguía muy cerca, justo detrás de él, casi pisándole los talones. Pienso que en el acto de no darle la mano habría un fondo de desconfianza, el miedo acumulado por tantas figuras de hombres terribles que poblaban los cuentos; y en la determinación a arrimarme a sus pisadas, la necesidad de los niños de confiar en el adulto que tienen al lado. Una entrega no ciega pero inevitable. Sí, había desconfianza y resignación.

Las calles se fueron ensanchando y llegamos a una que parecía la mía, la calle por la que el coche de mi padre subía cada verano, cada Navidad, la cuesta ahora iluminada pobremente, casi a oscuras, que desembocaba en la casa de los gritos de bienvenida de mi tía Celia y los besos húmedos de las vecinas. El hombre gritó desde la cortina de cuentas, pronunció los nombres de mi tía, de mi abuelo.

Aquel pobre paisano, al que no recuerdo haber visto más, se ha quedado en mi memoria injustamente dibujado como una mezcla de ogro y salvador; fruto, tan extraña mezcla, de las muchas veces que intentaron aleccionarme para que no me volviera a «escapar», decían. Yo acepté la idea de que me había escapado, acepté que mis hermanos se unieran a esa especie de bondadosa recriminación y disfrutaran añadiendo los mil tipos de peligros de los que por muy poco me había librado.

«El hombre del saco», decía mi abuelo, «el hombre del saco que se lleva a los niños cuando se hace de noche y ya no se sabe de ellos nunca más; ellos gritan desde el fondo del saco, pero sus gritos de auxilio no llegan a los oídos de la gente y nadie ha vuelto a ver nunca más a una criatura que él se llevara». En mi recuerdo el hombre que me llevó a casa aparece con un saco colgado del hombro. Quién sabe, tal vez fuera el hombre del saco y me perdonó la vida. Lo que sí sé es que no contemplé otra posibilidad que la de seguirle, que me hubiera llevado adonde hubiera querido. Yo no hubiera gritado, ni me hubiera rebelado, habría aceptado mi destino, frágil y valiente, esa eterna dualidad de los niños que les hace más proclives a ser sacrificados.

—No sé si pasé más miedo por perderme o por todos los peligros de los que me advertisteis cuando volví —le digo a mi tía.

—El miedo es necesario, a los niños les sirve para que anden con cuidado. Qué sería de ellos si se dejaran llevar por su capricho y no pensaran en las consecuencias.

El niño, vestido de falso corredor de encierros, baja de la cama y viene a mi lado. Se acerca a mí como si aún pudiera protegerme de un peligro antiguo. Me pone la mano sobre el hombro.

—No temas, galán, que mira cómo se las apañó tu madre para encontrar el camino de vuelta a casa.

La mano de Gabi se desliza por mi pecho, que en estos momentos me duele por una tensión que surge de un interior profundo y parece brotar en el pezón como si me lo fuera a desgarrar. Acaricia su contorno, de arriba abajo. Se diría que lo estuviera estudiando o midiendo. Mi tía lo observa. Se levanta, se mira en el espejo para anudarse el pañuelo y me dice, en apariencia, distraídamente:

—Te veo más pecho, a pesar de lo flaca que estás.

Yo deseo que no se aprecie el rubor que me ha inundado el rostro. Tengo la sospecha de pronto de que los dos, que estudian mis gestos y mis palabras con la atención anhelante de los que temen no ser amados tanto como ellos aman, lo saben todo acerca de mi secreto.