«LO SABE»
Al verme entrar en el café se levantó de un salto y me esperó con los brazos caídos, como si estuviera dispuesta a recibir con la misma conformidad un beso o una puñalada. Me acerqué y le di un beso. Entonces se sentó y me pareció escuchar un suspiro de alivio.
Era como la una del mediodía, esa hora en que Madrid es un hervidero de gente bebiendo cañas y tirando servilletas al suelo. Pero allí, en el Café Lyon, se presentía ya la decadencia que precedería a su cierre y a esas horas por no haber no había ni ese grupo inmortal de estudiantes con granos que falta al instituto con el convencimiento de que tomando café en mesa de mármol se está más cerca de la literatura. Yo había sido una de aquellas adolescentes que se escapan de clase, garabatean versos en un cuaderno y que, cuando un individuo melenado, con aires de escritor que publica, las mira, bajan la cabeza porque temen que quiera acostarse con ellas y ellas saben que tendrán que decirle que sí. Yo también había hecho novillos para tocar el mármol de la literatura y había fantaseado con ser poetisa o musa de novelista.
Infectada de literaturosis, a la estudiante de entonces le gustaba imaginar, desde aquel mismo Café Lyon, que era una joven de provincias que había llegado a la gran ciudad a pasar un hambre sublime mientras publicaba versos y rompía el corazón a algún escritor maduro y arrogante. Sueños calcados de otros sueños.
Habían pasado nueve años y con ellos mis aspiraciones poéticas se habían esfumado y casi por completo las literarias. El negro de mi pelo había pasado a ser pelirrojo, las camisas amplias que me llegaban por debajo del culo se convirtieron en vestidos minifalderos y, con la misma incuestionable diligencia con que uno se ducha o se lava los dientes, ahora nunca salía a la calle sin pintarme los labios de rojo furioso.
Así entré esa mañana en el café, casi recién llegada de la provincia en la que había trabajado durante un año, vestida de época sin saberlo, fiel al estilo que defendían a diario por la calle cientos de chicas en el Madrid de los ochenta. Por raro que pueda parecer no fue la entonces capital de los modernos la que me había desinhibido y transformado sino la provincia, en la que sola y con un niño muy chico me sentí más desgraciada pero también más libre. Me fui progre de Madrid y volví moderna y con unas cuantas expresiones ordinarias que jamás antes se me habían venido a la boca. No fue rara la transformación, como no son raros los cambios en las personas muy jóvenes, aunque mi marido (al que jamás llamé mi marido) viviera los cambios estéticos como una traición a la ideología o a la misma esencia de uno. Pero yo por entonces no tenía esencia, aún la andaba buscando. Ni tan siquiera se me ocurría defenderme de sus críticas con la razón más poderosa de todas: la esencia misma de la juventud está en el cambio.
Volvía a Madrid renunciando al puesto de locutora que me habían asignado tras unas oposiciones; volvía con sensación de fracaso y de pérdida anticipada. Lejos de ser la muchacha de provincias que desea conquistar la ciudad, era la chica de ciudad que tras pasar un año fuera sospechaba que su lugar le había sido arrebatado. No era distinta de la niña que al volver al colegio tras una enfermedad advierte que en tan sólo una semana todas las alianzas de amistad se han trastocado: yo regresaba a Madrid y trataba de recomponer el mundo anterior a mi marcha.
Era más huérfana ahora que a los dieciséis años, aunque fuera en aquellos días de mármol literario cuando acababa de morir mi madre; más vulnerable también por haber crecido sin madurar, aplazando el duelo de orfandad casi una década, un duelo que la rabia o el rencor habían contenido hasta encostrarlo en algún lugar del corazón. La desprotección se me hacía evidente siendo ahora yo la que debía proteger a una criatura de tres años.
Volvía con el pelo panocha, vestidito pop, mallas, cejas negras y rotundas y labios pintados de rojo. Era ya una fotografía de época. Pero la maternidad, tan poco habitual entre mis iguales (las chicas de pelo panocha y labios rojos de mi generación), me convertía en una extraña entre los habitantes de mi propia fauna.
Siguiendo ese empeño de recuperación de lo extraviado, había quedado esa mañana con ella, con Marga, que se levantó al verme entrar como alzada por un resorte y se quedó de brazos caídos, en una postura de aceptación que en nada correspondía a su carácter tan poco dado a una entrega sin reservas. Me acerqué, le di un beso, nos sentamos, suspiró. Habíamos frecuentado el mismo grupo de amistades varios años pero ninguna de las dos había distinguido a la otra con una amistad especial. Algún lugar remoto de mi conciencia, he pensado luego, había olfateado en ella razones para la desconfianza, como el barrunto de una especie de traición solapada que había comenzado a fraguarse desde hacía mucho tiempo. Pero siempre he padecido, más aún entonces, la tentación insana de acercarme a quien no me muestra afecto abiertamente, tratando de descubrir, imagino, las razones de ese desprecio. Eso fue lo que me llevó a ella esa mañana de principios de septiembre. Eso y el deseo imperioso de inaugurar el regreso comenzando por el que habría de ser el hueso más duro.
Allí estaba yo, citándome con quien menos lo merecía, y allí estaba ella, delgada pero fuerte, pequeña pero no insignificante, tan atenta a mis reacciones como incapaz de ocultar la satisfacción que experimenta el que pisa firme en el mismo terreno en el que otro se encuentra a un paso del abismo. Mis ojos de entonces, los de mis veinticinco años, la consideraban atractiva, mucho más probablemente de lo que en realidad era. La caída de ojos con la que con tanta frecuencia rubricaba una frase era para mí signo de mundanidad; la voz se me antojaba melodiosa, llena de matices tonales, propicia a la risa repentina, al temblor de la emoción unas veces o a una musicalidad misteriosa otras. Para un oído sensible a la belleza o la fealdad de las voces como es el mío, la suya, su voz, era el elemento que condensaba todos sus atractivos. Nos observábamos cautelosamente, sin la minuciosa franqueza con que se estudian dos amigas que no se han visto hace tiempo; la notaba algo cambiada y no acertaba a distinguir en qué consistía el cambio. Un lenguaje corporal algo más osado, pensé, un corte de pelo menos convencional. Puede que se tratara de algo que los sentidos aprecian pero no saben nombrar: el brillo y el olor que desprenden las personas enamoradas.
—El futuro. Quién puede asegurar lo que se tiene para siempre. El amor no contiene un seguro a largo plazo, así que no se puede ir exigiendo una indemnización o el libro de reclamaciones si la cosa falla.
Yo estaba allí para preguntar, ella para responder. Nos movíamos en el terreno de lo abstracto, la vida, el futuro, el espíritu, la ambición, no porque mi mente no hirviera de preguntas rabiosas sino porque en aquellos tiempos la mujer sin esencia que seguía siendo yo (la chica, para ser más exactos) no sabía que hay preguntas que una tiene derecho a hacer y respuestas que le deben ser dadas. La voz de Marga sonaba aflautada abriéndose paso entre los ruidos del café, temblorosa e insegura al principio, más grave y serena cuando las horas, el tabaco y las cañas hicieron su trabajo, porque fueron horas las que estuvimos allí, desde la una del mediodía a ese momento de penumbra prematura que anticipa en septiembre la llegada del otoño. Comimos algo, imagino, nos levantamos alguna vez al baño, pedimos café, unas cañas, alguna tapa, otro café, para justificar ante los camareros una estancia tan larga que más se parecía a la de unos clientes de principios de siglo ya borrados por el tiempo que a los que ahora entraban, se tomaban dos cañas en la barra y se largaban.
Hoy, después de tantos años, recuerdo haber estado allí como presenciando un monólogo. Una conversación en la que yo apenas intervengo, porque la memoria ha hecho su trabajo y ha borrado todo aquello que yo acerté a decir. O puede que ciertamente casi no hablara, que me limitara a darle pie y a admirar a quien desplegaba una sabiduría cruel, cargada de prestigio pero carente de fundamento: la de quien elige por sistema la manera más sombría de enjuiciar las cosas.
—Yo qué sé qué es lo que espero del futuro. Ya hablar en esos términos, «el futuro», como algo abstracto, me parece un absurdo. Sí sé, en cambio, que no quiero pasar otro invierno en ese pisito cochambroso, con la luz pobre de ventanas que sólo dan a patios interiores y oliendo desde que me levanto el puchero de la vecina. No quiero más butaquitas de escay, ni suelo de terrazo, ni subir andando seis pisos con la compra, ni tener que pintarme las uñas de los pies delante de la familia de mi compañera de piso. No quiero. ¿Tú sabes cómo se puede llegar a odiar a alguien con quien lo único que te une son los pagos de la casa? No, no lo sabes. Tú saliste de la casa de tu padre a un piso propio. Pues te digo: la molestia nunca disminuye, siempre es creciente. Y no hay molestia pequeña. Te irrita tanto que la tía llegue dando tumbos a las tres de la mañana con un individuo y tener que escuchar los golpes de la cama y los jadeos a través de una pared de papel como que haga ruido al sorber el café o que se deje los pelos en el desagüe de la bañera. Y los pasos. El sonido de los tacones de alguien a quien detestas puede amargarte la vida. No, no quiero seguir usando el mismo váter que alguien a quien no he elegido, ni tener que andar discutiendo lo que se gasta de luz o de teléfono. Hay años para hacer eso, hay años en los que puede resultar incluso excitante, pero yo ya no los tengo. ¿El futuro? No, no puedo hablarte del futuro, no hay futuro que valga, hay un presente que me urge. De qué manera voy a salir de la cochambre, si sola o acompañada, créeme, aún no lo sé. De cualquier manera no concibo que sea sólo un hombre el que dé sentido a todas esas aspiraciones. Mi vida es mía, y tú tienes tu vida, independientemente de que Alberto te abandone o no. Nos plegamos a la vida de los otros por voluntad propia para luego hacerles sentir que están en deuda. Las mujeres somos expertas en esa táctica. El otro día hablaba con mi hermana. Tiene dos críos pequeños, un buen marido, trabaja como enfermera… Me contaba el cansancio mortal que la dejaba derrotada al final de la jornada, la necesidad insoportable que sentía de que llegara enero de una puta vez porque es cuando se podrá tomar quince días para descansar. «¿Enero?», le dije, «¿quieres que llegue enero y estamos en septiembre? ¿Y qué ocurre con esos cinco meses de tu vida? ¿Vives cinco meses esperando quince puñeteros días de enero?». Ella me decía: «¿Qué quieres? No tengo mucho tiempo para pensar en nada más». «¿No puedes sacar tiempo para ti misma hasta enero? ¿Con qué alimentas tu vida?», le pregunté. Y se quedó callada. Tan callada que se lo volví a repetir: «¿Con qué alimentas tu vida?, dime». Y se me echó a llorar. Me dijo: «¿Que con qué alimento mi vida? ¿Qué clase de pregunta es ésa? Cuando se tienen dos hijos y te cuesta tanto llegar a fin de mes una no anda pensando en el espíritu». Me dio mucha pena, pero creo que a veces una pregunta cruel es un favor a largo plazo. No, no quiero que mi futuro dependa de un hombre. No quiero verme como tú dentro de siete años, sufriendo por no saber en qué momento ni por qué se perdieron la pasión, las ganas, el arrebato… Si esto es lo que quieres saber, no sé si él me gusta demasiado. Me gusta, sí, tenemos una fuerte conexión intelectual. Por supuesto que no es sólo intelectual, pero quiero decir que no es un simple calentón. Tengo que tomarme mi tiempo. Yo también tengo cosas que arreglar. He de reunir fuerzas para decirle al tío con el que me estaba acostando que le dejo. Me cuesta. Me cuesta porque él me quiere y porque hacemos una gran pareja en la cama y soy consciente de lo que pierdo. Él es uno de esos tíos que se crece en ese terreno, que te hace barbaridades en la cama sin preguntar. Eso es lo más inteligente por su parte. Preguntar, para qué. Me ha descubierto un sexo sin miramientos, se podría decir. Pero tengo que decirle que le dejo y por qué. Es lo más honesto. No voy a jugar a dos bandas. Aun así, no quiero sentirme abrumada con esto ni presionada. Lo haré todo a mi ritmo. Ha sido todo tan… inesperado (porque yo esto no me lo esperaba, tenlo bien claro): encuentras a un hombre maduro, que se te presenta como una posibilidad real de dejar los silloncitos de escay, a la compañera de piso y toda esa vida precaria y… Cualquier persona sensata pensaría entonces que mi elección está clara, que nunca habrá nada comparado con lo que te ofrece un hombre inteligente al que incluso disculpas un exceso de consideración en la cama que puede acabar convirtiendo demasiado pronto el sexo en algo rutinario. Pero estoy llena de dudas… ¿Qué pasará dentro de siete años, de esos siete años en que todo se te ha derrumbado a ti? ¿Es tan importante la dichosa complicidad intelectual? No, no quiero verme en un café, como estás tú ahora, esperando a que otra mujer tome una decisión. No, no voy a precipitarme. Entiéndeme, no sé si estoy enamorada. ¿No tiene todo el mundo derecho a un tiempo de indecisión? Yo lo quiero tener también. Si él está obligado a destrozar su vida para comenzar otra, no es problema mío. Es suyo. Si me quiere tendrá que luchar por ello. Pero eso no me obliga a decidirme. No puedes entenderme ahora pero tengo razón, la tengo. Puede parecer cruel pero no lo es. Yo no he matado a nadie, no he forzado a nadie, no estoy cometiendo ningún delito.
Fuimos paseando despacio por la calle Alcalá hasta el semáforo de la plaza de la Independencia, hicimos incluso algunas pausas. Si alguien nos hubiera observado, habría pensado que disfrutábamos de un paseo en la tarde fresca preotoñal y de una compañía de la que nos costaba desprendernos. Pero no. Se trataba del vicio que produce una conversación patológica, que se enreda durante horas en lo mismo, y de la que yo, al menos, padecí cada frase, por no saber entonces distinguir entre franqueza y falta de piedad o la diferencia entre escuchar las razones de otro y ser agredido.
Varias veces cambió el semáforo de color. Es posible que fuera yo quien, mórbidamente, alargara la despedida. Ella se cerró el cuello del chaquetón para protegerse la garganta, sin rastro alguno de inseguridad en su gesto, esperando un adiós de palabra más que un beso. Pero yo me acerqué y se lo di. Tuve el impulso de abrazarla, el impulso de entrega que tiene el animal más débil hacia quien va a destrozarle, pero me contuve. Cuando ya nos habíamos dado la espalda me volví. Tenía una última pregunta, la que en ese momento me parecía la más definitiva. A una distancia que ya no facilitaba en absoluto las confidencias, le pregunté:
—¿Y querrás tener hijos?
—Quién sabe. ¿Con cuánta anticipación lo decidiste tú?
Esa respuesta, como las otras, fue la justa. Irreprochable. Pero camuflaba una actitud beligerante. No, yo no había decidido tener un hijo. A los veintiún años, edad en la que me quedé embarazada, se toman decisiones sobre lo accesorio, nunca sobre lo fundamental.
Decidí caminar hasta el barrio. Tres kilómetros, cuatro, qué importaba. Sabía que debía haber llamado a casa hacía horas pero la inquietud que con toda seguridad sentía en estos momentos Alberto, mientras me esperaba, me sirvió de bálsamo. Su ansiedad me aliviaba. Necesitaba que alguien se preocupara por mí aunque fuera de manera tan precaria. Fui bordeando el parque del Retiro hasta llegar al barrio del Niño Jesús, y en el trayecto se hizo ya noche cerrada. El camino junto a la valla, el rumor de los coches y el olor de la vegetación que levanta la noche me trajo intacto el recuerdo de otra caminata de unos tres meses atrás, a comienzos del verano.
Había viajado a Madrid para pasar el fin de semana y era de madrugada cuando regresábamos Alberto y yo caminando. Veníamos del cumpleaños de Marga. Andábamos deprisa, silenciosos, tratando de eliminar con el fresco de la noche la maraña mental que provoca el alcohol. De mi pensamiento, del suyo también, imagino, surgía de pronto el eco de algún comentario, el brillo de alguna mirada. Íbamos rumiando las voces y las frases de la noche.
Yo trataba de reconocer a aquel Alberto al que había observado durante toda la fiesta. Entraba y salía de la cocina, servía bebidas, llenaba la cubitera. Se comportaba con tal familiaridad que parecía el anfitrión. Se le veía satisfecho, como el hombre que está conscientemente representando el papel de individuo gregario y alegre. Pero ante quién, me preguntaba, ¿ante mí? Tal vez yo, me decía, padecía el resentimiento de los que están lejos sin querer estarlo y acusan la distancia que en unos meses de ausencia se aprecia en los detalles más banales. La cubitera. El limón frotado en el borde del vaso. La sal para los margaritas. Los tres tipos de vodka o de ginebra. ¿Qué sabíamos nosotros entonces de todo eso? ¿Por qué no había mostrado esa disposición social alguna vez en nuestra casa?
Una frase menuda y punzante como un alfiler me hería en el recuerdo etílico, desordenado.
—Bueno, vosotras lleváis una vida regalada.
Vosotras. El plural lo conformábamos Valeria, una compañera de la radio, y yo. La frase la había pronunciado Marga. «¿Una vida regalada?», le dije yo. Hablábamos de condiciones laborales, pero en la frase pronunciada por Marga había un resentimiento antiguo que yo ya había captado otras veces: el de quienes acusan estar fuera de un mundo que les parece más atractivo que el que a ellos les ha tocado en suerte. Rabia. Había esa rabia que se esconde tras una sonrisa y que se elimina mediante el sarcasmo. Pero en aquellos momentos me parecía improcedente, injusto, ser envidiada. El que envidia aumenta la fortuna del envidiado. A mí me parecía mentira que una mujer como yo, desterrada de su ciudad por un tiempo ilimitado, viviendo no una vida fácil sino la de una madre solitaria en una ciudad donde había desembarcado sin conocer a nadie, pudiera provocar ese sentimiento.
—¿Lo oíste? —le pregunté a Alberto.
—Que si oí qué.
—Sí, lo que dijo Marga. Que yo llevaba una vida regalada.
—Ah, eso. No hablaba exactamente de ti, se refería a la gente de vuestro mundo. Había como unas cinco personas.
—Yo entre ellas.
—Ya…
—Yo no llevo una vida regalada.
—Creo que estás malinterpretando su frase, la verdad.
—¿Y cómo debería haberla interpretado?
—En el contexto —carraspeó, se dio cuenta de que yo no pensaba dar la discusión por concluida—. No es lo mismo levantarse por la mañana para trabajar como administrativo en la Seguridad Social que para ir a presentar un programa de radio.
—Yo trabajo más horas que ella, no soy funcionaria.
—Estás a un paso de serlo.
—Pero no es igual. Tú sabes que hace quince días hubo unas elecciones y me tocó cubrirlas. Y en esos casos no hay horario, trabajé de la mañana a la noche.
—No compares: te gusta tu trabajo.
—También me lo he ganado.
—No todo en la vida es cuestión de méritos. Cuentan otros factores.
—¿Y yo, dime, por qué tengo yo menos mérito?
—¿Que quién?
—Que Marga.
—Yo no he dicho eso.
—Bueno, más o menos lo has dicho.
—Quiero decir que ella no ha tenido tanta capacidad de elección como otras personas. Nadie elige la clase social en la que nace. Es una funcionaria rasa, está sometida ocho horas al día a un trabajo rutinario, anodino. Es normal que cuando se ve rodeada de personas que trabajan en aquello que les gusta no considere heroico que un día tengan que duplicar su jornada.
—Yo no me considero una heroína —miré al suelo.
Deseaba que él me pasara la mano por los hombros, anhelaba algún reconocimiento a tantas horas de soledad, a tantos domingos frente al televisor, viendo melancólicamente en mi pisito alquilado de muebles de formica Canción triste de Hill Street. ¿No me había ido de Madrid buscando, al fin y al cabo, una estabilidad económica que habríamos de disfrutar los dos en el futuro? El futuro.
—Nadie espera que lo seas.
—Ella podía haber intentado dedicarse a otra cosa.
—Eso es muy superficial por tu parte. Viene de una familia muy humilde y tuvo que empezar a trabajar a los dieciséis años.
—Hay otras personas en su misma situación que se empeñaron en estudiar y estudiaron mientras trabajaban.
—No seas injusta. Tú no has terminado la carrera y pudiste hacerlo. No te viste forzada a dejarla y en cambio la dejaste y ahora nada te impide estudiar mientras trabajas, también podrías hacerlo…
—Me costaría mucho, lo sabes —se me quebró la voz—. Estoy fuera, fuera, yo sola, con Gabi. Salgo de trabajar y tengo que volver corriendo a casa. Estamos los dos solos hasta el día siguiente.
—Lo sé, lo sé —ahora sí, ahora me pasó la mano por el hombro—. Sólo quería demostrarte que no se puede juzgar a los demás alegremente.
Caminábamos por la avenida fantasmal y oscura de Menéndez Pelayo sin que un alma se nos cruzara en el camino. Pero no teníamos miedo. O es que el espacio natural del miedo estaba asediado por un presentimiento más negro que lo invadía todo.
—¿Crees que a mí la vida me ha sido más fácil que a ella?
—¿Qué clase de pregunta es ésa? No quiero entrar en comparaciones.
—Dímelo, por favor. Necesito que me digas lo que piensas. ¿Crees que a mí me ha sido fácil?
—No, no te ha sido fácil, pero tu padre tenía otra situación. No es lo mismo un obrero que un empresario.
—Mi padre no es un empresario, ha sido un asalariado toda su vida.
—Un asalariado que tiene la capacidad de echar obreros a la calle.
—¡Está bien! ¡Dímelo! Dime la verdad —me paré, alcé la voz, tiré el bolso al suelo—. Dime que haga lo que haga nunca lo valorarás demasiado porque todo depende del punto de partida. ¿Sólo importa el dinero que tuvieron mis padres? Te equivocas, mis padres fueron como cualquiera…
—No tanto, estaban muy bien situados económicamente si los comparas con los míos o con…
—O con los suyos.
—O con los suyos, sí.
—Para ti, lo que se tiene o no se tiene ha de contarse sólo en términos económicos. Así de simple. Si pierdes a tu madre, por ejemplo, ¿qué pasa? ¿Cuenta menos que si a tu padre le echan del trabajo o le suben el sueldo?
—No mezcles, lo sentimental está fuera de esta discusión. Estás haciendo trampa incluyendo aspectos sentimentales en algo mucho más objetivo. No digo que no sea traumática la muerte de una madre…
—¡De la mía! La tuya no ha muerto. Ni la suya. ¿Qué me importaba a mí lo que ganara mi padre?
—No digo que no fuera trágica su muerte, no digo que no marcara tu vida. Digo que la posición económica de tu padre te facilitó el futuro, como a otros se lo vuelve imposible.
—Entonces me estás diciendo que ella tenía razón: «llevo una vida regalada».
—No, no llevas una vida regalada. Pero la suya ha sido o es más difícil.
—Le das la razón, entonces…
—Estás llevando esta discusión a un terreno personal. Y me niego a eso. Es infantil.
La luz verde de un taxi descendía por la avenida Doctor Esquerdo. Alcé la mano y paró. Me metí de un salto y antes de cerrar la puerta, le grité:
—¡Soy infantil!
El taxi avanzó unos metros hasta pararse en el semáforo en rojo. Entonces me bajé y le esperé con la puerta abierta. Él caminaba hacia mí, deprisa, con mi bolso en la mano, sabiendo que yo no podría dormirme sin antes pedirle perdón.
Cuando llegué a casa, Gabi ya estaba cenando. El pelo húmedo del baño se le pegaba a las sienes y le despejaba la frente, grande, abombada. Se me tiró a los brazos y yo hundí la cara en su cuello, donde se podían sentir las capas de diferentes olores deliciosos, la colonia, el jabón, su piel. Alberto me miró desde el sofá, su rostro reflejaba la palidez de la angustia. «¿Dónde has estado? ¿No podías haber llamado?». «No», le dije.
A partir de ese momento todo sucedió como yo esperaba. Me preguntó que si había estado todo el tiempo con Marga. Le dije que sí. Me preguntó de manera distraída de qué habíamos hablado. Le dije que de todo un poco. Del futuro, le dije, de lo incierto del futuro. Hizo un gesto muy suyo, el de quien sólo quiere comprender lo justo, el de quien no siente la necesidad de hurgar en conversaciones ajenas. Pasamos enseguida a otras cosas, a repartirnos las tareas domésticas del día siguiente. Yo tomé en brazos a Gabi y me lo llevé al cuarto. Le dije que le leería dos cuentos, sólo dos, porque esa noche estaba muy cansada. «Pero esta noche me quedaré aquí contigo», le dije al oído, como si fuera un secreto. Él sonrió, contento por aquel regalo inesperado.
Sucedió lo que yo temía. Alberto se asomó a la puerta y me dijo, «Voy a bajar un rato a la calle». «¿A la calle?», le dije, «¿para qué?». «Para dar una vuelta», me dijo, «lo necesito. Necesito estirar las piernas y respirar aire fresco, te he estado esperando toda la tarde, no podía soportar la tensión, pensé que te había sucedido algo». Eso me dijo. Nos acarició la cara, primero a mí, luego a Gabi, y se fue. Después de la lectura de tres o cuatro cuentos logré convencer al niño inagotable de que había que apagar la luz.
Lo podía imaginar ahora en la cabina de teléfono que había en una plaza recoleta cerca de casa, apoyado en la repisa metálica bajo el aparato. La imagen de un hombre abrumado ante la perspectiva de lo que ya no se podía aplazar, vigilando la posible presencia inoportuna de algún conocido.
Le oí abrir la puerta, avanzar sigilosamente por el pasillo sin dar la luz. Se detuvo en la habitación de Gabi y se quedó observándonos unos minutos. Mis ojos, acostumbrados a la oscuridad, distinguían su rostro serio, demasiado inmóvil para expresar algún tipo de sentimiento que no fuera el cansancio. Fue a nuestra habitación y se acostó. Antes de rendirse al sueño recordó las palabras que ella había pronunciado nada más descolgar el teléfono, las mismas palabras que le vendrían a la mente al día siguiente, cuando se despertara y hubiera de enfrentarse a esa evidencia: «Lo sabe».