Pitt se detuvo bajo las nuevas farolas eléctricas del paseo construido sobre las compuertas del Támesis y observó el agua oscura, cómo los reflejos iluminaban brillantes ondulaciones que luego se desvanecían en la oscuridad. Los apliques redondos que había a lo largo de la balaustrada eran como un montón de lunas suspendidas sobre las cabezas de las personas elegantes y de buen ver que paseaban en la fría noche, cubiertas de pieles y con botas que producían pequeños chasquidos agudos al pisar la acera helada.
Si Jerome era finalmente ahorcado, cualquier cosa que Pitt descubriese en relación al asesinato no tendría provecho alguno. Y aún quedaba por resolver la muerte de Albie. Quienquiera que fuese el criminal, no era Jerome; él estaba a buen resguardo en las celdas de Newgate cuando se cometió el crimen.
¿Estaban relacionados los dos homicidios? ¿O se trataba sólo de una macabra casualidad?
Una mujer rio al pasar junto a Pitt, tan cerca que la falda rozó los bajos de los pantalones del inspector. El hombre que la acompañaba, de chistera, se inclinó y le susurró algo. Ella volvió a reír, y Pitt supo qué había dicho el individuo.
Les dio la espalda y siguió contemplando el río.
Quería descubrir quién había matado a Albie. Y aún le parecía que había otras mentiras acerca de Arthur Waybourne, mentiras importantes.
Aquella noche había vuelto a Deptford, pero no había descubierto nada especial, simplemente detalles que podría haber imaginado con facilidad. Albie tenía clientes adinerados, personajes que quizá no dudarían en hacer cualquier cosa para evitar que sus vicios fuesen del dominio público. ¿Había sido Albie lo bastante estúpido para tratar de mejorar su nivel de vida a través de un chantaje selectivo, una póliza de seguros reservada para cuando tuviera que dejar el oficio?
De todos modos, como Wittle había indicado, lo más probable era que Albie hubiese tenido una especie de riña entre amantes y su compañero lo estrangulara en un arrebato de celos o por un deseo insatisfecho. O quizá se tratara de algo tan corriente como una disputa por dinero. Tal vez Albie había sido un chico avaricioso.
Los cabos sueltos atormentaban a Pitt, como un dolor constante.
Echó a andar a lo largo de la hilera de farolas. Caminó más rápido que los otros transeúntes, tapados hasta el cuello para protegerse del frío, y con los carruajes bien cerca para montarse cuando se cansaran de pasear. Al cabo de poco rato, Pitt tomó un coche y se dirigió a casa.
A la mañana siguiente, sobre el mediodía, un agente llamó a la puerta del despacho de Pitt y le informó que el comisario Athelstan quería verlo de inmediato en su despacho. Pitt no desconfió. En ese momento estaba ocupándose de la recuperación de unos bienes robados. Pensó que el comisario se interesaría por ese caso.
—¡Pitt! —rugió Athelstan, de pie, apenas el inspector entró en el despacho. En el enorme y pulido cenicero de piedra había un puro aplastado—. ¡Pitt, juro por Dios que esta vez se lo haré pagar! ¡Póngase firmes cuando le hable!
Pitt obedeció y juntó los pies, desconcertado por la expresión desquiciada y las manos temblorosas del comisario, quien parecía a punto de perder el control por completo.
—¡No se quede ahí como un idiota! —Athelstan rodeó el escritorio y se acercó a Pitt—. ¡No toleraré insolencias ni estupideces! Cree que puede hacer cualquier cosa impunemente, ¿verdad? ¡Sólo porque un noble presuntuoso cometió la imprudencia de educar a su hijo junto con usted, ya se piensa que habla como un caballero! Bien, permítame que lo desengañe: usted es inspector pero está sujeto a la misma disciplina que cualquier policía. Puedo ascenderlo si creo que tiene capacidades, pero también puedo degradarlo a sargento, o agente, si considero que hay motivos fundados. ¡De hecho, incluso podría despedirlo y echarlo a la calle! ¿Le gustaría eso, Pitt? Sin trabajo y sin dinero. ¿Cómo mantendría entonces a su esposa, una mujer de linaje, eh?
Athelstan se exaltó tanto que parecía a punto de sufrir un colapso. Pitt también estaba asustado. Quizá el comisario parecía ridículo —de pie en medio del despacho, desquiciado, con ojos saltones y estirando el cuello para aligerarse el apretado cuello blanco de la camisa—, pero estaba tan nervioso y excitado, casi fuera de sí, que tal vez sería capaz de despedir a Pitt. El inspector amaba su trabajo; desenmarañar los hilos del misterio y descubrir la verdad, a veces una verdad desagradable, eran conceptos importantes que ofrecían a Pitt un sentido a su vida. Cuando él despertaba cada mañana, sabía por qué se levantaba, adónde iba y el propósito que se había marcado. Si alguien le preguntase «¿Quién es usted?», Pitt podría dar una respuesta acerca de él, de su vida, no sólo de su vocación sino también de la esencia de la misma. Perder su trabajo le arrebataría más de lo que tal vez Athelstan llegaba a comprender.
Pero, por la cara enrojecida del comisario, Pitt supo que él entendía, al menos en parte, la importancia que el inspector daba a su profesión. Athelstan sólo pretendía asustarlo para que obedeciera.
Aquel enfado tenía que ser de nuevo a causa de Albie y Arthur Waybourne. No había ningún otro asunto tan relevante.
De repente, Athelstan tendió la mano y con la palma abofeteó levemente a Pitt en la mejilla. El inspector se sintió estúpido por haberse dejado sorprender. Permaneció de pie, quieto, con las manos caídas a los lados del cuerpo.
—¿Sí, señor? —dijo—. ¿Qué ha sucedido?
Athelstan pareció darse cuenta de que había perdido la compostura y la dignidad, dejado llevar por emociones en presencia de un subordinado. Aún estaba sonrojado, pero se recuperó lentamente y dejó de temblar.
—Usted ha vuelto a visitar la comisaría de Deptford —dijo él con voz más baja—. Ha estado interfiriendo en las investigaciones que lleva a cabo la policía de esa zona y solicitado información sobre la muerte de Frobisher, el chico prostituido.
—Fui en mi tiempo libre, señor —respondió Pitt—, para ver si podía colaborar, dado que nosotros sabemos muchas cosas de ese muchacho y ellos no. Él vivía en nuestra zona, ¿se acuerda?
—¡No sea insolente! ¡Claro que me acuerdo! ¡Albie Frobisher era el pervertido que recibió a Jerome en sus inmundos aposentos! Merecía morir. ¡Se lo buscó! Cuantas más sabandijas como él se maten entre sí, mejor para la gente decente de la ciudad. ¡Y nos pagan para proteger a esa gente decente, Pitt! ¡No lo olvide!
Pitt habló sin reflexionar:
—¿Los decentes son aquéllos que sólo se acuestan con sus esposas, señor? —El comentario sonó sarcástico, aunque la intención era que pareciera ingenuo—. ¿Y cómo los distinguiré, señor?
Athelstan lo miró echando chispas por los ojos.
—Está despedido, Pitt. ¡Ya no pertenece al cuerpo!
Pitt se quedó helado. Respondió de forma involuntaria, con una arrogancia que no sentía.
—Quizá eso sea lo mejor, señor. Jamás hubiese conseguido discernir los criterios correctos sobre a quién debemos proteger y a quién permitir que sea asesinado. Creía que la misión de la policía consistía en evitar el crimen y arrestar a los delincuentes. Creía que la posición social o las costumbres de la víctima y el criminal resultaban irrelevantes, y nuestro objetivo era hacer cumplir la ley.
Athelstan volvió a acalorarse.
—¿Está acusándome de parcialidad, Pitt? ¿Está diciendo que no cumplo con mi deber?
—No, señor. Usted lo ha dicho —respondió Pitt. En esos momentos no tenía nada que perder. Cualquier cosa que Athelstan pudiese dar o quitar ya se había producido. El comisario había recurrido a todo su poder.
Athelstan tragó saliva.
—¡Usted me ha entendido mal! —replicó furioso, recobrando de repente el control—. ¡A veces pienso que usted se muestra deliberadamente estúpido! No dije nada de eso. Lo único que quise dar a entender era que la gente como Albie Frobisher se expone a tener un mal final, y nosotros no podemos hacer nada al respecto, eso es todo.
—Lo siento, señor. Creí que usted había señalado que no deberíamos hacer nada.
—¡Tonterías! —Athelstan agitó las manos con impaciencia—. Nunca dije nada parecido. ¡Desde luego que debemos intentar solucionar todos los casos! Pero lo cierto es que en algunos, el esfuerzo es inútil. ¡No tenemos que perder el tiempo cuando no hay posibilidades de éxito! Es una cuestión de mero sentido común. ¡Jamás conseguirá ser un buen administrador, Pitt, si no sabe canalizar adecuadamente los recursos limitados de que dispone! Esto debería servirle de lección.
—Difícilmente lograré convertirme en administrador ya que estoy sin trabajo —comentó Pitt, que comenzó a divisar el yermo horizonte de infelicidad que le esperaba.
—¡Bien! —Athelstan resopló irritado—. De acuerdo, no soy un hombre rencoroso. Estoy dispuesto a pasar por alto este incidente si usted se comporta con mayor prudencia en el futuro. Considérese aún miembro del cuerpo de policía. —Miró a Pitt y luego levantó la mano—. ¡Insisto, no discuta conmigo! Sé que usted es muy impulsivo, pero he decidido hacer la vista gorda. En el pasado ha hecho un trabajo excelente y merece ser tratado con indulgencia cuando alguna vez comete un error. Ahora desaparezca de mi vista antes de que cambie de opinión. Y no vuelva a mencionar a Arthur Waybourne o cualquier cosa relacionada con ese caso. —Agitó la mano de nuevo—. ¿Me ha oído?
Pitt parpadeó. Tuvo la extraña sensación de que Athelstan estaba tan aliviado como él. El comisario aún tenía el rostro enrojecido y la mirada inquieta.
—¿Me ha oído? —repitió, alzando la voz.
—Sí, señor —respondió Pitt, enderezando otra vez el cuerpo como si se pusiera firme—. Sí, señor.
—¡Bien! ¡Ahora siga con lo que estaba haciendo! ¡Márchese!
Pitt obedeció. Una vez fuera del despacho, se quedó sobre la estera del rellano de las escaleras, y de repente se sintió mal.
Mientras, Charlotte y Emily llevaban a cabo su cruzada con entusiasmo. Cuanto más descubrían, a través de Carlisle y otras fuentes, más seriedad adquiría su causa y más profundo y turbulento era su despecho.
En el transcurso de su agenda, las dos hermanas visitaron a Callantha Swynford por tercera vez, y fue entonces cuando Charlotte se encontró por fin a solas con Titus. Emily estaba en el salón, hablando con Callantha. Charlotte se había retirado a la sala del desayuno para hacer copias de una lista que se repartirían entre otras damas que se habían implicado en su causa. Estaba sentada en el pequeño escritorio de tapa corredera, escribiendo con la mayor claridad posible, cuando levantó la mirada y vio a un joven de rostro agradable, lleno de pecas doradas como el de Callantha.
—Buenas tardes —dijo ella—. Tú debes de ser Titus. —El chiquillo parecía más sosegado allí que en el banquillo de los testigos y tenía una expresión afable.
—Sí, señora —respondió él—. ¿Es usted una amiga de mamá?
—Así es. Me llamo Charlotte Pitt. Estamos trabajando para tratar de acabar con una serie de cosas muy malas. Espero que sabrás de qué va el tema. —En parte, el comentario buscaba que el chico se sintiera halagado, como un adulto a quien no se negaba el conocimiento, pero Charlotte también recordó que ella y Emily a menudo escuchaban detrás de las puertas en las reuniones vespertinas que organizaba su madre. Sarah se consideraba demasiado digna para caer en esas bajezas. Aunque de todos modos, nunca habían oído hablar de algo tan sorprendente y excitante para la imaginación de unas niñas como la lucha contra la prostitución infantil.
Titus miró a Charlotte con una franqueza turbada por cierta incertidumbre. No deseaba admitir su ignorancia; al fin y al cabo, ella era una mujer, y él tenía suficiente edad para empezar a sentirse un hombre. Quería abandonar rápidamente la infancia y las humillaciones propias de la niñez.
—Oh, sí —dijo alzando la barbilla. Pero la curiosidad venció al orgullo. Aquella oportunidad era demasiado buena para echarla a perder—. Al menos en parte. Por supuesto, también he tenido que dedicarme a mis estudios.
—Claro —asintió Charlotte, dejando el lápiz sobre el escritorio. La esperanza volvía a resurgir. Aún no era demasiado tarde, siempre que Titus modificase su testimonio.
Tragó saliva y habló con bastante naturalidad.
—Hay mucho tiempo para hacer cosas, pero la cuestión es saber aprovecharlo.
Titus cogió una pequeña silla acolchada y se sentó.
—¿Qué está escribiendo? —Sus modales eran excelentes y consiguió que la pregunta tuviera un tono de respetuoso interés, en lugar de algo tan vulgar como el fisgoneo.
Charlotte pensaba contárselo de todos modos. La curiosidad del muchacho resultaba tenue e infantil comparada con la de ella. Charlotte miró los papeles.
—¿Oh, esto? Una lista de los jornales que cobra la gente por recoger ropas viejas de la calle para que otros las arreglen y las dejen como nuevas.
—¿Por qué hacen eso? ¿Quién quiere un vestido hecho con la ropa vieja de otras personas?
—La gente demasiado pobre para comprarse ropa nueva —respondió ella, enseñándole la lista que estaba copiando.
Titus la cogió.
—No es mucho dinero. —Echó un vistazo a las columnas de los peniques—. No parece un trabajo muy bueno.
—No lo es —asintió Charlotte—. La gente no tiene suficiente con eso para vivir y a menudo tiene que trabajar también en otros empleos.
—Si yo fuera pobre, pasaría el día haciendo cosas. —Titus devolvió la lista a Charlotte. Al decir «pobre», el muchacho se refería a alguien que simplemente tuviera que trabajar para vivir, y ella entendió ese significado. Para él, el dinero estaba al alcance, no hacía falta ganarlo.
—-Oh, algunas personas lo hacen —dijo Charlotte—. Eso es precisamente lo que intentamos impedir.
Charlotte tuvo que esperar unos instantes antes de que el chico planteara la pregunta que ella esperaba.
—¿Por qué trata de cambiar esa situación, señora Pitt? No me parece justo. ¿Por qué tendría la gente que conformarse con descoser ropa vieja a cambio de unos peniques si puede ganar más dinero haciendo otra cosa?
—No quiero que nadie recoja trapos de la calle. Al menos no por esa ínfima cantidad de dinero. Pero tampoco deseo que esas personas se dediquen a la prostitución. —Vaciló y luego prosiguió—: Sobre todo si aún son niños.
El orgullo del hombre en ciernes que era el muchacho no quería admitir su ignorancia. Estaba en compañía de una mujer que consideraba muy elegante, y para él era importante impresionarla.
Charlotte percibió el dilema de Titus y lo llevó hacia una confrontación de emociones.
—Espero que, planteada la cuestión de ese modo, opinarás como yo, ¿no? —preguntó, mirando aquellos ojos tan inocentes. ¡Qué pestañas más delicadas tenía el chico!
—No estoy seguro —contestó Titus sin comprometerse. Se ruborizó un poco—. ¿Por qué tienen que trabajar en eso si aún son niños? ¿Quizá sabría usted explicarlo?
Charlotte admiró su estilo. El chico consiguió preguntar lo que quería sin traslucir que no lo sabía. En ese momento, ella estaba casi convencida de que así era. Debía tener cuidado de no sugerirle ideas equivocadas. Encontrar la respuesta adecuada le costó bastante.
—Bien, creo que estarás de acuerdo en que la prostitución, en cualquiera de sus formas, es un hecho reprobable —dijo.
—Por supuesto.
—Pero un adulto tiene más experiencia sobre el mundo en general, y por eso comprende mejor esos comportamientos —prosiguió ella.
De nuevo, Titus asintió.
—Pero los niños son distintos. Se les puede obligar con facilidad a hacer cosas que no desean o cuyas consecuencias no prevén. —Charlotte sonrió para no parecer demasiado protectora.
—Claro. —El chico aún era lo bastante joven para recordar la autoridad implacable de institutrices respecto a que los niños fueran pronto a la cama y se comieran las verduras y el budín de arroz, por mucho que les repugnara.
Charlotte quería ser benévola con él, dejarle conservar su incipiente dignidad de adulto, pero no podía permitírselo. Detestaba tener que arrebatársela.
—¿Quizá no consideras que sea peor para los chicos que para las chicas? —inquirió.
Titus se sonrojó, perplejo.
—¿Qué? ¿Qué es peor? ¿La ignorancia? Las chicas son más débiles, claro…
—No. La prostitución. Vender el cuerpo a hombres para mantener relaciones íntimas.
El muchacho pareció confuso.
—Pero las chicas son… —Se ruborizó aún más al darse cuenta de que estaban tratando un asunto delicado y engorroso.
Charlotte volvió a coger el lápiz y el papel. Así, Titus tendría una excusa para evitar su mirada.
—Quiero decir, las chicas… —él lo intentó de nuevo—. Nadie hace esa clase de cosas con los chicos. ¡Está burlándose de mí, señora Pitt! —El chico estaba turbado—. Si se refiere a eso que hacen los hombres con las mujeres, entonces es una estupidez hablar de hombres con hombres. ¡Quiero decir, niños! ¡Es imposible! —Se puso en pie con brusquedad—. Está riéndose de mí y tratándome como a un niño pequeño. ¡Es injusto por su parte, y de muy mala educación!
Charlotte también se levantó, apenada de haberlo humillado, pero no había podido actuar de otra manera.
—No, no me mofo de ti, Titus. Créeme —repuso—. Juro que no. Algunos hombres son extraños y distintos de la mayoría. Tienen esa clase de inclinaciones hacia los chicos, en lugar de hacia las mujeres.
—¡No me lo creo!
—¡Te aseguro que es verdad! ¡Incluso hay una ley contra tales actos antinaturales! El señor Jerome fue acusado de eso. ¿No lo sabías?
Titus permaneció inmóvil, con ojos como platos.
—Lo acusaron de asesinar a Arthur —dijo él, parpadeando—. Será ahorcado, lo sé.
—Sí, yo también lo sé. Pero se supone que el tutor mató a Arthur por esa razón, porque tenía esa clase de relaciones con él. ¿No lo sabías?
El chico meneó la cabeza lentamente.
—Pero yo creía que Jerome había intentado hacer lo mismo contigo. —Charlotte trató de aparentar desconcierto—. Y con tu primo Godfrey.
Titus la miró. Sus sentimientos eran inequívocos: confusión, duda, un atisbo de conocimiento.
—Usted quiere decir que eso era a lo que se refería papá… cuando me preguntó… —Se sonrojó otra vez y de pronto palideció—. Señora Pitt, ¿el señor Jerome será ahorcado por ese motivo?
Titus volvía a ser un niño, horrorizado y sobrecogido ante las cosas incomprensibles del mundo de los adultos. Charlotte lo rodeó con los brazos, estrechándolo con fuerza. Por unos instantes, él permaneció inmóvil y tenso. Luego alzó lentamente los brazos, se agarró a ella y se tranquilizó.
Charlotte no debía mentirle.
—En parte se refería a eso —respondió—. Pero también por las cosas que declararon otras personas.
—¿Por lo que dijo Godfrey?
—¿Acaso Godfrey tampoco entendió el significado de las preguntas?
—No, no del todo. Papá nos preguntó si el señor Jerome nos había tocado en alguna ocasión. —Titus respiró profundamente. Estaba sujetándose a Charlotte como un niño pequeño, pero ella era una mujer y debía guardar la compostura—. En ciertas partes del cuerpo. —Consideró que aquellas palabras eran inadecuadas, pero no encontró otra forma de expresarse—. Pues el tutor lo hizo. En aquel momento no pensé que se tratara de algo malo. Sucedió deprisa, como algo fortuito. Papá dijo que aquello estaba muy mal y en realidad significaba otra cosa. ¡Pero yo no sabía qué y él no me lo explicó! ¡No fui capaz de comprenderlo! Parece algo horrible y bastante estúpido. —Suspiró con fuerza y se separó de Charlotte.
Ella lo soltó.
Titus volvió a suspirar y parpadeó; de repente había recobrado la dignidad.
—Si he mentido en el tribunal, ¿iré a la cárcel, señora Pitt? —Se enderezó bien recto, como si esperase que la policía entrara por la puerta en cualquier momento, con las esposas preparadas.
—Tú no has dicho mentira alguna —respondió ella con seriedad—. Contaste lo que considerabas la verdad, y tus palabras fueron mal interpretadas porque la gente ya se había formado una idea y adaptó tus declaraciones a esa idea, aunque en realidad no era lo que querías decir.
—¿Tendré que volver a contarlo? —Los labios le temblaron un poco, y él se mordió el inferior para controlarse.
Charlotte dejó que pasaran unos instantes para que Titus se serenase.
—Pero el señor Jerome ya ha sido condenado, y pronto lo ahorcarán —insistió el niño—. ¿Iré al infierno?
—¿Desearías que ahorcaran al tutor por algo que en realidad no hizo?
—¡No, claro que no! —El chico estaba horrorizado.
—Entonces no irás al infierno.
Titus cerró los ojos.
—Creo que de todos modos preferiría volver a contarlo. —Evitó mirar a Charlotte.
—Es un gesto muy valiente por tu parte —dijo ella con sinceridad—. Y muy varonil.
El chico abrió los ojos y la observó.
—¿Lo dice en serio?
—Sí, claro.
—La gente se enfadará mucho, ¿no?
—Probablemente.
Titus alzó un poco la barbilla y se cuadró de hombros. Parecía un aristócrata francés a punto de subir a la carreta que lo llevaría a la guillotina.
—¿Usted me acompañará? —preguntó él ceremoniosamente.
—Por supuesto. —Charlotte dejó los papeles sobre el escritorio, y los dos regresaron al salón.
Mortimer Swynford estaba de espaldas al hogar, calentándose las piernas y tapando buena parte del fuego. Emily no se encontraba por ninguna parte.
—Oh, está aquí, Charlotte —dijo Callantha—. Titus, ven. Espero que el chico no la haya molestado. —Se acercó a Swynford—. Ésta es la señora Pitt, la hermana de la señora Ashworth. Charlotte, querida, creo que no conoce a mi marido.
—¿Cómo está, señor Swynford? —saludó Charlotte con frialdad. Aquel hombre no le gustaba. Ella lo asociaba al juicio, su lamentable desarrollo y, por lo que deducía de la conversación con Titus, su injusta resolución.
—¿Cómo está, señora Pitt? —Él inclinó la cabeza pero no se apartó de la chimenea—. Su hermana tuvo que marcharse. Vino a buscarla una señora llamada Cumming-Gould, pero le ha dejado el carruaje. ¿Qué haces, Titus? ¿No deberías estar estudiando?
—Ahora mismo voy, papá. —El chico aspiró profundamente, observó a Charlotte, suspiró y miró a su padre—. Papá, tengo que confesarte una cosa.
—¿En serio? No creo que sea el momento, Titus. Seguro que la señora Pitt no desea aburrirse con nuestras historias familiares.
—Ella ya lo sabe. He mentido. Bueno, al menos no me di cuenta de que era una mentira, porque no comprendía de qué se trataba en realidad. Pero por culpa de una cosa que dije, que no era cierta, quizá alguien inocente será ahorcado.
El rostro de Swynford se ensombreció y envaró el cuerpo.
—Ningún inocente será ahorcado, Titus. ¡No sé de qué estás hablando, y creo que es mejor que lo olvides!
—No puedo, papá. Lo declaré en el tribunal, y el señor Jerome será ahorcado en parte por mi testimonio. Pensé que…
Swynford se volvió hacia Charlotte, con la mirada encendida y el recio cuello enrojecido.
—¡Pitt! ¡Debí haberlo imaginado! ¡Usted no es más hermana de la señora Ashworth que yo! Está casada con ese policía, ¿verdad? ¡Ha entrado en mi casa y ha mentido a mi esposa, utilizando falsos pretextos, porque quiere remover un escándalo! ¡No quedará satisfecha hasta que encuentre algo que nos arruine! ¡Ahora ha convencido a mi hijo de que ha hecho algo malo, cuando la declaración del niño se corresponde exactamente con lo que le ocurrió! Maldita sea, ¿no es suficiente ya? ¡En nuestra familia hemos sufrido la muerte, la enfermedad, el escándalo y la desesperación! ¿Por qué las hienas como usted quieren hurgar en los pesares de los demás? ¿Acaso envidia a las personas respetables y desea cubrirlas de inmundicia? O quizá Jerome era alguien para usted, ¿su amante, tal vez?
—¡Mortimer! —Callantha palideció por completo—. ¡Compórtate, por favor!
—¡Silencio! —exclamó el hombre—. Ya has sido engañada una vez. ¡Y permitiste que tu hijo padeciera la desagradable curiosidad de esta mujer! ¡Si no fueses tan estúpida te culparía por ello, pero sin duda te han tomado el pelo!
—¡Mortimer, por favor!
—¡He dicho que guardes silencio! ¡Si no eres capaz de tener la boca cerrada vete a tu habitación!
Por el bien de Titus y Callantha, y el de ella misma, Charlotte tenía que contestar.
—La señora Ashworth es mi hermana —dijo ella con gélida calma—. Si se molesta en preguntar a cualquiera de las amistades de Emily, lo comprobará fácilmente. Hable con la señora Cumming. Ella también es amiga mía. De hecho, es la tía del marido de mi hermana. —Miró a Swynford con ceño—. Y vine a su casa sin subterfugios, porque la señora Swynford está preocupada, igual que el resto de nosotras, por intentar frenar la ola de prostitución infantil que asola Londres. Siento que el proyecto no cuente con su aprobación, pero no había previsto, ni la señora Swynford tampoco, que usted estaría en contra. Ninguna otra dama voluntaria de esta causa se ha encontrado con la oposición de su marido. No me ocuparé de imaginar sus razones. Si lo hiciera, sin duda usted me acusaría de calumnia.
El rostro de Swynford enrojeció.
—¿Hará el favor de salir de mi casa por voluntad propia? —exclamó enfurecido—. ¿O debo llamar a un lacayo para que la acompañe a la salida? Prohíbo que la señora Swynford vuelva a verla, y si usted viene aquí se le negará la entrada.
—¡Oh, Mortimer! —susurró Callantha. Extendió las manos hacia él, pero las dejó caer con desesperación. Estaba paralizada de bochorno.
Swynford no le hizo caso.
—¿Se marcha ya, señora Pitt, o me veré obligado a llamar a un sirviente?
Charlotte se volvió hacia Titus, que estaba inmóvil y pálido.
—No te preocupes por las cosas que dijiste. Tú no tienes la culpa de nada —dijo ella—. Me ocuparé de que se enteren las personas adecuadas. Has descargado la conciencia. Ahora no tienes nada de qué avergonzarte.
—¡En ningún momento lo ha tenido! —rugió Swynford. Cogió una campanilla.
Charlotte se encaminó hacia la puerta, deteniéndose un momento cuando la hubo abierto.
—Adiós, Callantha, ha sido un placer conocerla. Por favor, créame que no le guardo rencor alguno, ni la responsabilizo de esto. —Y antes de que Swynford respondiera, ella cerró la puerta y recogió la capa que el lacayo le entregó.
Luego se dirigió hacia el carruaje de Emily, subió e indicó al cochero que la llevara a casa.
Charlotte pensó si debía contar a Pitt lo sucedido. Pero cuando él llegó, su mujer, como siempre, se sintió incapaz de mantenerse callada. Charlotte le relató todo, cada palabra y sentimiento que recordaba. Pitt fue comiendo en silencio, pero el plato de Charlotte permaneció sin tocar.
Por supuesto, Pitt no podía hacer nada al respecto. Las pruebas contra Maurice Jerome se habían evaporado hasta no quedar ninguna de suficiente peso para condenarlo. Pero tampoco había un nuevo sospechoso. Las pruebas habían desaparecido, pero no habían demostrado su inocencia, ni ofrecido la menor pista sobre el culpable. Gillivray había hecho la vista gorda ante las mentiras de Abigail porque era ambicioso y deseaba complacer a Athelstan. Aparte, seguro que había creído con sinceridad en la culpabilidad de Jerome. Titus y Godfrey no habían mentido intencionadamente; sólo eran demasiado ingenuos, como cualquier chiquillo, para darse cuenta de cómo se interpretarían sus palabras. Siguieron la corriente a los mayores porque no comprendieron la situación. Sólo eran culpables de inocencia y el deseo de hacer aquello que se esperaba de ellos.
¿Y Anstey Waybourne? Había querido encontrar la salida menos penosa. Estaba escandalizado. Uno de sus hijos había sido seducido; ¿por qué no tendría que creer que el otro también? Lo más probable era que ignorara que, debido a su propia precipitación a la hora de llegar a conclusiones, había condicionado a su hijo a ofrecer la declaración que había condenado a Jerome. Había esperado cierta respuesta, concibiéndola primero en su imaginación, e indujo a Godfrey a creer que había existido una ofensa que el pobre chico era demasiado joven para comprender.
¿Y qué decir de Swynford? Él había hecho lo mismo, ¿o no? Quizá en esos momentos intuía que todo había sido una monumental farsa, pero ¿quién se atrevería a admitir tal cosa? Ya no era posible retractarse. Jerome estaba condenado. Swynford se había mostrado furioso, ofensivo incluso, pero no había razón para pensar que se debiera a un sentimiento de culpa sino la manera de encubrir una mentira para proteger a los suyos. ¿Cómplice quizá de la muerte de Jerome? Pero no del asesinato de Arthur.
La pregunta era: quién y por qué.
Aún no había pistas sobre la identidad del asesino, que podía ser cualquiera, incluso un desconocido, algún alcahuete anónimo o un cliente furtivo.
Pasaron varios días antes de que Charlotte descubriera la verdad. Sucedió al regresar a casa después de visitar a Emily. Ellas seguían trabajando con ahínco en su cruzada. En la calle, justo delante de la puerta, había un carruaje estacionado. Un lacayo y un cochero estaban acurrucados en la parte delantera como si llevaran allí bastante tiempo para haber cogido frío. Por supuesto, el vehículo no era de Emily, ya que Charlotte venía precisamente de casa de ella, ni de su madre o la tía Vespasia.
Charlotte se apresuró a entrar y encontró a Callantha Swynford en el salón, sentada juntó al hogar. Delante de ella había una bandeja con una taza y una tetera. Gracie daba vueltas frenéticamente, frotándose los dedos en el delantal.
Callantha, pálida como la nieve, se levantó apenas Charlotte entró.
—Charlotte, espero que perdone mi visita, después de aquella desagradable escena. ¡Estoy avergonzada!
—No se preocupe, Gracie —dijo Charlotte—. Por favor, tráeme una taza y luego ve a atender a la señorita Jemima. —Tan pronto la doncella se hubo marchado, Charlotte se volvió hacia Callantha—. No hace falta que se sienta mortificada. Sé muy bien que usted no deseaba que ocurriera. Si me ha visitado para disculparse, por favor, olvídelo. No le guardo resentimiento alguno.
—Se lo agradezco. —Callantha seguía en pie—. Pero ésa no es la razón principal de mi visita. El día que usted habló con Titus, él me contó las cosas que comentaron, y desde entonces no he dejado de pensar en el asunto. He aprendido mucho de usted y Emily.
Gracie entró con la taza y luego se marchó en silencio.
—Por favor, siéntese, —invitó Charlotte—. ¿Un poco más de té? Todavía está caliente.
—No, gracias. Me resultará más sencillo estando de pie. —Callantha permaneció medio de espaldas a Charlotte mientras miraba por las ventanas el jardín y los árboles desnudos que la lluvia mojaba—. Le agradecería que me dejara hablar hasta el final sin interrumpirme, por si pierdo el valor.
—Por supuesto. —Charlotte se sirvió una taza de té.
—Gracias. Como dije, he aprendido mucho, la mayoría asuntos muy desagradables, desde que usted y Emily vinieron por primera vez a mi casa. No tenía ni idea de que los seres humanos se dieran a esa clase de prácticas, o tanta gente viviera en la pobreza de una forma tan penosa. Supongo que esos hechos siempre han existido, y yo me hubiera percatado de ellos si hubiese querido verlos, pero pertenezco a una familia y una clase social que prefiere cerrar los ojos.
»De todas maneras, dado que me he visto obligada a enterarme un poco a través de las cosas que ustedes me han contado y mostrado, he empezado a darme cuenta de ciertas cosas. Palabras y expresiones que antes desconocía, ahora han adquirido un significado. Incluso he conseguido introducir algunos cambios dentro de mi propia familia. He hablado a mi prima Benita Waybourne de nuestros esfuerzos para erradicar la prostitución infantil y la he ganado para la causa. Ella también ha abierto los ojos a temas desagradables que anteriormente se había permitido ignorar.
»Todo esto le parecerá absurdo, pero, por favor, sea paciente conmigo.
»El día que usted habló con Titus advertí que tanto él como Godfrey habían sido persuadidos para realizar unas declaraciones contra Jerome que no eran completamente ciertas; desde luego, no sus implicaciones. Titus estaba muy apenado por esa situación, y creo que buena parte de su sentimiento de culpa se me ha contagiado. Empecé a considerar los detalles que conocía del caso. Hasta entonces, mi marido jamás me había hablado del tema (de hecho, Benita se encontraba en la misma circunstancia), pero me di cuenta de que ya era hora de dejar de refugiarme tras el tópico de que las mujeres son el sexo débil y no se les debe preguntar si conocen tales cuestiones, mucho menos indagar en ellas. ¡Eso es un disparate! Si estamos capacitadas para concebir hijos, traerlos al mundo, educarlos, cuidar de los enfermos y amortajar a los muertos, desde luego somos capaces de resistir la verdad sobre nuestros hijos e hijas, o maridos.
Callantha vaciló, pero Charlotte mantuvo su palabra y no la interrumpió. No se oyó otro sonido que el crepitar del fuego en el hogar y el suave ruido de la lluvia en la ventana.
—Maurice Jerome no mató a Arthur —prosiguió Callantha—. En consecuencia, otra persona debió hacerlo. Y dado que Arthur había mantenido una relación de esa naturaleza, también debió ser con otra persona. Hablé con Titus y Fanny, con bastante confianza, y les prohibí mentir. Ha llegado el momento de la verdad, por muy desagradable que sea. Las falsedades acabarán por descubrirse, y la verdad será el peor castigo que recibiremos por haber engendrado un sinfín de miedos y mentiras. Ya he observado los resultados en Titus. El pobre niño ya no es capaz de seguir llevando esa carga él solo. Crecerá sintiéndose culpable de cierta responsabilidad en la muerte de Jerome. Dios sabe que Jerome no es un hombre precisamente simpático, pero no merece ser ahorcado. Hace unas noches, Titus despertó después de haber tenido una pesadilla sobre una ejecución. Le oí gritar y corrí a su lado. No permitiré que sufra de esa manera, con el sueño atormentado por imágenes de culpa y muerte. —Callantha estaba pálida, pero no vaciló.
»De modo que empecé a preguntarme: si no fue con Jerome, entonces, ¿con quién tuvo Arthur aquella horrible relación? Como ya dije antes, formulé muchas preguntas a Titus. Y también a Benita. Cuanto más progresábamos en nuestros descubrimientos, con mayor claridad sentíamos la presencia de un miedo concreto y particular. Fue Benita quien al final expresó con palabras ese temor. Dudo que haya forma de demostrarlo. —Callantha se volvió hacia Charlotte—, pero creo que fue mi primo Esmond Vanderley quien sedujo a Arthur. Esmond nunca se ha casado y no tiene hijos. Siempre hemos considerado muy natural que él sintiera un gran afecto hacia sus sobrinos y pasara mucho tiempo con ellos, sobre todo con Arthur, porque era el mayor. Ni Benita ni yo observamos nada malo. La idea de una relación física de esa naturaleza entre un hombre y un chico no cabía en nuestras mentes. Pero ahora, con conocimiento de causa, rememoro el pasado y comprendo muchas cosas que en aquel momento se me escaparon. Recuerdo incluso que Esmond estuvo recientemente bajo tratamiento médico y tuvo que tomar medicamentos. Él no explicó a qué se debía la afección, y Mortimer tampoco mencionó el tema. Benita y yo nos preocupamos, porque Esmond parecía muy inquieto y de mal genio. Al final, dijo que se trataba de una dolencia de la circulación, pero cuando pregunté a Mortimer, él me contó que era del estómago. Cuando Benita consultó al doctor de la familia, éste dijo que Esmond no le había visitado.
»Por supuesto, esos hechos tampoco serán jamás demostrados, porque aunque encontrásemos al doctor en cuestión (y no tengo idea de quién podría ser), los facultativos se amparan en el secreto profesional, lo cual me parece muy correcto… —Callantha se interrumpió de repente.
Charlotte estaba anonadada. Las declaraciones de Callantha ofrecían una respuesta —probablemente incluso la verdad—, pero no servían de nada. Aunque demostraran que Vanderley había pasado mucho tiempo con Arthur, la relación era perfectamente natural. No se encontró a nadie que hubiese visto a Arthur la noche en que fue asesinado; ese detalle ya se había investigado. Y no se sabía qué doctor había visitado a Vanderley cuando padeció los primeros síntomas de su enfermedad, sólo que no había sido el médico de la familia. Por otra parte, o bien Swynford desconocía la naturaleza del mal de Vanderley o lo sabía y había mentido, probablemente lo primero. La sífilis era una dolencia que se asemejaba a muchas otras, y los síntomas, tras las erupciones iniciales, a menudo entraban en un estado latente durante años, incluso décadas. Existía la posibilidad de una mejoría pero no una curación definitiva.
Lo único que cabía hacer era encontrar pruebas de que Vanderley había tenido otra relación y demostrar de ese modo que era homosexual. Pero como Jerome había sido declarado culpable y condenado por el tribunal, Pitt no estaba autorizado a investigar la vida privada de Vanderley. No había motivos para ello.
Callantha tenía razón; no se podía hacer nada para remediar la situación. Ni siquiera valía la pena decir a Eugenie Jerome que su marido era inocente, porque ella nunca había creído que fuera culpable.
—Gracias —dijo Charlotte, y se puso en pie—. Descubrir estos hechos debe haber sido muy penoso para usted y la señora Waybourne. Le agradezco su honestidad. Conocer la verdad es muy importante.
—¿Incluso cuando es demasiado tarde? Jerome será ahorcado…
—Lo sé. —No había nada más que decir. Ninguna de las dos deseaba seguir hablando sobre el tema, y hubiese resultado ridículo, casi obsceno, tratar de hablar de cualquier otra cuestión. Callantha se despidió en el umbral de la puerta.
—Usted me ha enseñado muchas cosas que yo no deseaba conocer y, sin embargo, ahora que las he aprendido, sé que es imposible volver atrás. Ya no soy la persona que era antes. —Callantha cogió a Charlotte del brazo, en un breve gesto de afecto.
Luego se alejó por la acera y aceptó que el lacayo la ayudara a subir al carruaje.
Al día siguiente, Pitt se presentó en el despacho de Athelstan.
—Maurice Jerome no mató a Arthur Waybourne —dijo sin rodeos. Cuando Charlotte se lo contó todo la noche anterior, el inspector tomó la decisión de comunicárselo al comisario, y desde ese momento no dejó de darle vueltas al asunto, para que el temor a perder su trabajo no le impidiera cumplir su deber—. Ayer, Callantha Swynford fue a mi casa y contó a mi esposa que ella y su prima, la señora Waybourne, sabían que Esmond Vanderley, el tío del chico, había asesinado a Arthur Waybourne pero carecían de pruebas para demostrarlo. Titus Swynford admitió no saber de qué estaba hablando cuando prestó declaración en el banquillo de los testigos. El chico simplemente ofreció un testimonio basado en aquello que su padre le había sugerido, porque confiaba en él. Y Godfrey igual. —No concedió a Athelstan la oportunidad de interrumpirlo—. Fui al burdel donde Abigail Winters trabajaba. Nadie más vio en aquel lugar a Jerome o Arthur Waybourne, ni siquiera la anciana que vigila la puerta. Y Abigail se ha marchado de repente al campo, por cuestiones de salud. Gillivray admite que le apuntó las palabras. Albie Frobisher ha sido asesinado. Arthur Waybourne tenía una enfermedad venérea que Jerome no presentaba. Ya no existe prueba alguna contra Jerome. ¡Ninguna! Probablemente jamás lograremos demostrar que Esmond Vanderley mató a Arthur Waybourne. Parece el crimen perfecto. ¡Sólo que, por una razón u otra, él tuvo que eliminar también a Albie! ¡Y por Dios que trataré de hacer cuanto esté de mi mano para acusarlo de ese crimen!
»Y si usted no solicita a la comisaría de Deptford que el caso vuelva a nuestra competencia, contaré a algunas personas influyentes que conozco que Jerome es inocente. También explicaré que ejecutaremos a un hombre inocente porque aceptamos la palabra de personas prostituidas y chicos ignorantes sin analizar a fondo sus declaraciones, dado que era muy cómodo para todos que Jerome fuera declarado culpable. Resultaba conveniente, ya que de esa manera no teníamos que investigar a personas respetables, formular preguntas desagradables ni arriesgar nuestras carreras al molestar a gente importante —concluyó. Las piernas le temblaban, y tenía la voz enronquecida.
Athelstan lo miró como hipnotizado. Antes se había sulfurado, pero en ese momento unas gruesas gotas de sudor le colgaban de la ceja. Observó a Pitt como si fuera una serpiente venenosa, salida de un cajón del escritorio.
—¡Cumplimos con nuestro deber! —exclamó.
—¡No es verdad! —replicó Pitt. Él era incluso más culpable que Athelstan porque jamás había creído por completo que Jerome hubiese matado a Arthur, pero había silenciado esa convicción con los tranquilizadores argumentos de la razón—. ¡Si Dios me ayuda, ahora lo haremos!
—¡Nunca logrará demostrarlo, Pitt! ¡Sólo causará problemas y afligirá a mucha gente! No sabe por qué esa mujer fue a verlo. Tal vez sea una histérica. —Alzó un poco la voz a medida que su esperanza aumentaba—. Quizá Vanderley la ha despreciado en alguna ocasión, y ella…
—¿Y su hermana? —repuso Pitt con tono desdeñoso.
Athelstan se había olvidado de Benita Vanderley.
—¡De acuerdo! Quizá ella lo cree. ¡Pero nosotros no conseguiremos demostrarlo! —repitió él, desesperado—. ¡Pitt, por favor…! —casi suplicó.
—Tal vez consigamos demostrar que fue Vanderley quien mató a Albie. ¡Eso servirá!
—¿Cómo? Por el amor de Dios, Pitt, ¿cómo?
—Debe haber existido una relación. Alguien los habrá visto juntos. Quizá hay una carta, dinero, algo… Albie mintió por él. Vanderley debió pensar que el chico era peligroso. Tal vez Albie trató de chantajearlo. Si hay alguien o algo, lo descubriré. ¡Y conseguiré que cuelguen a Vanderley por el asesinato de Albie! —Pitt miró a Athelstan, desafiándolo a que se lo impidiera, que siguiera protegiendo a Vanderley, los Waybourne o cualquier otra persona.
Aquél no era el momento; Athelstan estaba demasiado desconcertado. Al cabo de unas horas, quizá al día siguiente, habría tenido la oportunidad de meditar sobre el tema, sopesar los riesgos y armarse de valor. Pero en esos momentos carecía de fuerzas para enfrentarse a Pitt.
—Sí —admitió el comisario—. Bien, supongo que debemos intentarlo. Todo esto es muy desagradable, Pitt. Recuerde la moral del cuerpo de policía. ¡De modo que cuide las cosas que dice!
Pitt conocía los peligros de discutir en aquellos instantes. Un indicio de vacilación ofrecería a Athelstan la oportunidad de contraatacar. Pitt le lanzó una mirada fría.
—Por supuesto —dijo bruscamente. Luego se volvió y se dirigió hacia la puerta—. Ahora voy a la comisaría de Deptford. Lo mantendré informado, comisario.
Wittle se sorprendió de verlo.
—¡Buenos días, inspector Pitt! Ya no estará interesado en ese chico que sacamos del río, ¿verdad? No hemos conseguido nada y el caso va a cerrarse. No es cuestión de perder el tiempo con un pobre diablo.
—Vuelvo a encargarme del caso. —Pitt no se molestó en sentarse; la emoción y la energía que sentía se lo impedían—. Hemos descubierto que Maurice Jerome no mató al hijo de los Waybourne, y sabemos quién lo hizo, pero no disponemos de pruebas que lo demuestren. Sin embargo, podemos demostrar que ese individuo asesinó a Albie.
Wittle esbozó una expresión triste y amarga.
—Mal asunto —murmuró—. No me gusta. Malo para todo el mundo. Un ahorcamiento es algo definitivo y permanente. No se puede pedir disculpas a alguien que ha sido ahorcado. ¿Qué puedo hacer para ayudarlo?
Pitt se entusiasmó. Cogió una silla y la volvió, poniéndola contra el escritorio. Luego se sentó y apoyó los codos sobre la superficie llena de papeles. Contó a Wittle todo lo que sabía y el sargento le escuchó sin interrumpir, ensombreciendo la cara cada vez más.
—Es terrible —dijo Wittle al final—. Lo siento por la esposa, pobre señora. Pero hay algo que no comprendo: ¿por qué Vanderley mató al hijo de los Waybourne? A mi modo de ver, no era necesario. El chico no lo hubiera chantajeado. Él también era culpable. De todas formas, ¿quién diría que no le agradaba esa relación?
—Creo que sí le agradaba —señaló Pitt—. Hasta que descubrió que había contraído sífilis. —Recordó las lesiones que el médico de la policía había detectado en el cuerpo, suficientes para aterrar a cualquier joven que no comprendiera su significado.
Wittle asintió.
—Claro. Eso cambiaría la situación. La diversión se convirtió en una pesadilla. Supongo que se asustaría y decidió acudir a un doctor. Eso aterró a Vanderley. ¡Al fin y al cabo, no es agradable que tu sobrino vaya diciendo que ha contraído la sífilis por haber mantenido relaciones antinaturales contigo! Eso sería suficiente para que la mayoría de hombres tomase medidas drásticas. Según tengo entendido, el asesino cogió al muchacho, le sumergió la cabeza en el agua y lo ahogó.
—Algo así —dijo Pitt. No costaba imaginar la escena: el cuarto de baño con una enorme bañera de hierro, quizá había incluso uno de aquellos quemadores de gas modernos debajo para mantener el agua caliente, toallas, aceites olorosos, los dos hombres. De repente, Arthur mencionó los dolores que sentía y dijo algo que asustó a Vanderley. Luego, la violencia, y un cadáver del que el asesino tenía que deshacerse.
Probablemente todo había sucedido en casa de Vanderley, una noche que los sirvientes tenían libre. Él estaba solo. Envolvió el cuerpo con una manta, lo sacó a la calle aprovechando la oscuridad de la noche, encontró la alcantarilla más cercana y arrojó dentro el cadáver, confiando en que jamás lo descubrirían. Y, de no ser por una casualidad, hubiese sido así.
Bajo esa perspectiva, Pitt veía el caso con toda claridad.
—¿Quiere que lo ayude? —preguntó Wittle—. Aún conservamos algunas pertenencias de Albie halladas en su habitación. Pensamos que no tenían utilidad alguna, pero a usted quizá sí le servirán dado que sabe qué busca. Sin embargo, no son cartas ni nada por el estilo.
—Les echaré un vistazo —dijo Pitt—. Y volveré a la pensión donde él se hospedaba para registrar de nuevo la habitación. Tal vez haya algo escondido. Usted comentó que Albie tenía bastantes clientes entre la clase alta. ¿Podría darme los nombres?
Wittle hizo una mueca.
—Le gusta hacerse odiar, ¿eh? Si usted habla con esos caballeros se producirán muchas quejas.
—Puede que sí —asintió Pitt irónicamente—. Pero no voy a tirar la toalla mientras haya alguna pista que seguir. ¡No me importa quién ponga el grito en el cielo!
Wittle buscó entre los papeles que había sobre el escritorio.
—Aquí tengo una lista de las personas que Albie conocía. —El sargento volvió a hacer una mueca—. Por supuesto, hay otras de las que nunca sabremos su identidad. Esto es lo único que hemos conseguido de momento. Y los objetos personales del muchacho están en la otra sala. No es gran cosa, pobre canalla. Su habitación resultaba bastante acogedora, ¿sabe? Supongo que era parte del servicio que ofrecía. No sería correcto que los caballeros se desnudaran y en la habitación hiciera un frío insoportable, ¿verdad?
Pitt dio las gracias a Wittle, fue a la sala donde estaban las pertenencias de Albie y las examinó con atención. Luego se marchó y tomó un ómnibus de vuelta a Bluegate Fields.
Hacía un día de perros; el fuerte viento bramaba en las esquinas y gemía en las calles mojadas por la lluvia y el aguanieve. Pitt encontraba cada vez más retazos de la vida de Albie. Algunos tenían un significado: una cita que lo había llevado cerca de donde vivía Esmond Vanderley, una pequeña nota firmada con iniciales hallada dentro de una almohada, un conocido de la profesión que recordaba o había visto algo. Pero ninguno de esos avances representaba una prueba definitiva. Pitt hubiese sido capaz de dibujar un retrato de la vida de Albie, incluso de sus sentimientos: el miserable mundo de la compraventa de cuerpos humanos, marcado por los celos y la avaricia, jalonado por relaciones posesivas que terminaban en peleas y rechazos; la terrible soledad; el ineludible conocimiento de que apenas a uno se le marchitara la juventud, sus ingresos desaparecerían.
Pitt habló con Charlotte acerca de esas cuestiones. Ella quería saber los progresos de su marido para utilizarlos en su propia cruzada. Pitt había subestimado la fuerza y la entereza de Charlotte, pero ahora hablaba con ella como si fuera un amigo de verdad; resultaba una sensación agradable, una nueva dimensión del afecto.
Quedaba ya muy poco tiempo cuando Pitt encontró a un joven petimetre que declaró, bajo cierta presión, haber estado en una fiesta a la que también asistieron Albie y Esmond Vanderley. Él creía que los dos habían pasado un rato juntos.
Luego atendió a una visita que se presentó en la comisaría, y poco después Athelstan entró en el despacho de Pitt, donde el inspector estaba rodeado de un montón de declaraciones, intentando pensar a quién más interrogar. Athelstan estaba pálido y cerró la puerta con lentitud.
—Deje todo eso —dijo el comisario con voz temblorosa—. Ya no tiene importancia.
Pitt levantó la mirada y se dispuso a presentar batalla, pero entonces vio la cara de Athelstan.
—¿Qué ocurre?
—Vanderley ha recibido un disparo. Ha ocurrido en casa de Swynford. Él tiene armas de caza o algo así. Vanderley estaba manipulando una, y el artefacto se disparó. Será mejor que vaya allí y eche un vistazo.
—¿Armas de caza? —dijo Pitt incrédulo, poniéndose en pie—. ¡En medio de Londres! ¿Qué caza Swynford, gorriones?
—Maldita sea, Pitt, ¿cómo quiere que lo sepa? ¡Antigüedades, supongo! Armas antiguas. Cosas de coleccionista. ¿Qué más da? ¡Vaya allí y entérese de qué ha ocurrido! ¡Soluciónelo!
Pitt cogió la bufanda y se la envolvió alrededor del cuello. Luego se puso el abrigo y el sombrero.
—Sí, señor. Ahora mismo voy.
—¡Pitt! —Athelstan lo llamó a gritos, pero el inspector lo desoyó.
Bajó por las escaleras y salió a la calle.
Cuando Pitt llegó a casa de Swynford, el lacayo, que estaba esperándolo tras la puerta, le indicó que entrara y lo condujo al salón, donde Mortimer Swynford estaba sentado sujetándose la cabeza entre las manos. Callantha, Fanny y Titus se encontraban de pie junto al hogar. Titus permanecía muy rígido pero, con la excusa de sostener a la madre, se abrazaba a ella con la misma fuerza que su hermana.
Swynford levantó la mirada al oír que Pitt entraba. Estaba pálido.
—Buenas tardes, inspector —dijo con un hilo de voz. Se puso en pie—. Me temo que se ha producido un accidente espantoso. El primo de mi esposa, Esmond Vanderley, estaba en mi estudio, donde guardo algunas armas antiguas. Debió de encontrar la caja de unas pistolas que años atrás se utilizaban en los duelos y, sabe Dios qué le indujo a hacerlo, sacó una y la cargó… —Se interrumpió, incapaz de guardar la compostura.
—¿Ha muerto? —inquirió Pitt, aunque ya sabía que sí. Una extraña sensación de irrealidad empezó a cernirse sobre él, como si aquella situación fuera meramente el ensayo de otro acto y, de una forma insólita, todos supieran qué tenían que decir.
—Sí… —Swynford parpadeó—. Sí, ha muerto. Por eso le he llamado, inspector. Tenemos uno de esos nuevos teléfonos. ¡Sabe Dios que jamás pensé utilizarlo para algo así!
—Quizá sería mejor que echara un vistazo al cadáver. —Pitt se dirigió hacia la puerta.
—Por supuesto. —Swynford lo siguió—. Lo acompañaré. Callantha, quédate aquí, yo me ocuparé de todo. Si prefieres subir arriba, el inspector lo comprenderá. —Aquello no era una pregunta; Swynford asumía que Pitt no pondría objeciones.
Al llegar a la puerta, Pitt se volvió; quería que Callantha también los acompañara. No sabía bien el motivo, pero le interesaba que la mujer estuviera presente en el momento de examinar el cuerpo.
—No, gracias —dijo Callantha a su esposo—. Prefiero quedarme aquí. Esmond era mi primo y quiero saber la verdad.
Swynford se dispuso a discutir, pero algo había cambiado en su esposa, y él lo notó. Quizá reafirmaría su autoridad apenas Pitt se marchase, pero no en ese momento, no delante de él. No era la ocasión para un enfrentamiento de voluntades.
—Muy bien —replicó él con prontitud—. Si lo prefieres así. —Indicó a Pitt que saliera del salón y lo condujo a través del pasillo hacia la parte posterior de la casa. Había otro lacayo junto a la puerta del estudio. Se apartó a un lado, y los dos hombres entraron.
Esmond Vanderley estaba tumbado en el suelo boca arriba, sobre la alfombra roja que había frente al hogar. Había recibido un disparo en la cabeza y todavía sostenía el arma en la mano. Se apreciaban quemaduras de pólvora en la piel, y sangre. La pistola yacía sobre el suelo, junto al cuerpo, y Vanderley aún la empuñaba.
Pitt se agachó y miró, sin tocar nada. Empezó a cavilar. Un accidente mortal ocurrido justo en ese momento, cuando él comenzaba a encontrar los primeros indicios que relacionaban a Vanderley con Albie.
Pero Pitt aún no se había acercado demasiado. ¡No había llegado lo bastante cerca de la verdad para que Vanderley se asustara! De hecho, cuanto más sabía sobre el estrafalario submundo en que Albie había vivido, más dudaba de conseguir pruebas válidas ante un tribunal de que Vanderley lo había matado. ¿Vanderley también conocería las dificultades que Pitt encontraba en sus pesquisas? Durante las investigaciones se había mostrado muy sereno. En ese momento, con Jerome a punto de ser ahorcado, el suicidio era una salida ilógica.
Inicialmente, había sido Arthur quien se asustó, al comprender la enfermedad que padecía, no Vanderley. Él había actuado con rapidez e incluso habilidad. Luego había sabido llevar la situación de una manera discreta. ¿Por qué suicidarse, pues? No estaba en absoluto acorralado.
Además, sin duda se habría percatado de que Pitt iba tras él. Era inevitable. Nunca hubiera surgido la oportunidad de sorprenderlo en un error. Sin embargo, era demasiado pronto para sentir pánico, y desde luego para recurrir al suicidio. ¡Y un accidente de esas características resultaba una estúpida torpeza!
Pitt se levantó y se volvió hacia Swynford. Empezaba a tener una idea sorprendente, pero aún indefinida.
—¿Volvemos a la otra habitación, señor? —sugirió—. No hace falta que hablemos aquí.
—Bien… —Swynford vaciló.
Pitt esbozó una expresión de beatería.
—Dejemos a los muertos en paz. —Era imprescindible que el inspector dijese lo que quería decir en presencia de Callantha, incluso Titus y Fanny, por cruel que resultara. Sin ellos, su exposición sería meramente teórica, en caso, claro, de que Pitt tuviera razón.
Swynford abrió el camino de vuelta al salón.
—No es necesario que mi esposa e hijos se queden, ¿verdad, inspector? —dijo, dejando la puerta abierta para que ellos se marchasen, aunque ninguno hizo ademán de hacerlo.
—Me temo que tendré que formularles algunas preguntas. —Pitt cerró la puerta con firmeza y se quedó delante, bloqueando la salida—. Ellos estaban en la casa cuando ocurrieron los hechos. Es un asunto muy serio, señor.
—¡Maldita sea, fue un accidente! —exclamó Swynford—. ¡El pobre Esmond está muerto!
—Un accidente —repitió Pitt—. ¿Usted no estaba con él cuando la pistola se disparó?
—¡No! ¿Qué trata de insinuar? —Respiró profundamente—. Lo siento… Estoy muy afligido. Sentía una gran estima por ese hombre. Él formaba parte de mi familia.
—Desde luego, señor —dijo Pitt con menos benevolencia de la que había pretendido—. Se trata de una cuestión muy penosa. ¿Dónde estaba usted en esos momentos, señor?
—¿Dónde estaba yo? —Swynford pareció desconcertado.
—Un disparo como ése debe de haberse oído por toda la casa. ¿Dónde estaba usted cuando la pistola se disparó? —repitió Pitt.
—Yo… —Swynford pensó unos instantes—. Estaba en las escaleras, creo.
—¿Subía o bajaba, señor?
—Por el amor de Dios, ¿qué importa eso? —Swynford se sulfuró—. ¡Ese hombre está muerto! ¿Acaso usted es insensible a una tragedia? ¿Un imbécil que viene aquí en un momento de terrible pesar y empieza a formular preguntas tan estúpidas como si yo subía o bajaba por las escaleras en ese instante?
La idea de Pitt iba cobrando forma.
—¿Usted había estado con él en el estudio y subió arriba por algún propósito, quizá para ir al servicio?
—Probablemente. ¿Por qué?
—¿De modo que el señor Vanderley estaba solo en el estudio con un arma cargada?
—Él estaba solo con varias armas. Guardo mi colección en el estudio. ¡Ninguna de ellas estaba cargada! ¿Cree usted que tengo armas cargadas en casa? ¡No soy un cretino!
—Entonces, él cargó la pistola en el momento que usted salió de la habitación, ¿correcto?
—¡Supongo que sí! ¿Y qué? —Swynford se ruborizó—. ¿Por qué no permite que mi familia se retire? Esta conversación es muy penosa y, por lo que veo, totalmente inútil.
Pitt sé volvió hacia Callantha, que seguía junto a sus hijos.
—¿Oyó usted el disparo, señora?
—Sí, inspector —dijo ella con tono ecuánime. Estaba pálida, pero guardaba una curiosa compostura, como si se hubiese enfrentado a una crisis y hubiese reunido fuerzas para superarla.
—Lo siento. —Pitt no se disculpó por la pregunta sino por lo que estaba a punto de hacer. Habían corrido rumores de que Pitt empezaba a acercarse cada vez más a la verdad; él lo sabía, Pero no fue Esmond Vanderley quien se asustó, sino Mortimer Swynford. Él había sido el arquitecto de la condena de Jerome y, junto con Waybourne, estaba dispuesto a creer en la sentencia del juez, hasta que se descubrió la horrible verdad. Si la condena era conmutada, siquiera cuestionada por la sociedad, y se aireaba la verdad sobre Vanderley y sus costumbres, no sólo estaría acabado él sino también toda su familia. Los negocios se irían a pique; se terminarían las fiestas, las amistades con gente de altos vuelos y las comidas en locales elegantes. Todo lo que Swynford valoraba se desvanecería sin dejar rastro alguno. En el apartado y silencioso estudio, Swynford había tomado la única salida: disparar a su primo.
Y una vez más, Pitt sería incapaz de demostrarlo.
Se volvió hacia Swynford y habló despacio, con claridad, para que no sólo le entendiera él sino también Callantha y sus hijos.
—Sé lo que ocurrió, señor Swynford. Sé exactamente qué sucedió, aunque ahora no tengo medios de demostrarlo, ni quizá jamás. Albie Frobisher, que prestó declaración en el juicio contra Jerome, también ha sido asesinado, usted lo sabe, por supuesto. Expulsó a mi esposa de su casa por hablar de ese tema. He estado investigando ese crimen y he descubierto muchas cosas. Su primo Esmond Vanderley era homosexual y tenía la sífilis. Lamentablemente no dispongo de pruebas para demostrar ante un tribunal que fue él y no Jerome quien sedujo y asesinó a Arthur Waybourne. —Miró a Swynford con una satisfacción tan amarga como la hiel; el hombre estaba pálido por completo.
»Usted mató a Vanderley innecesariamente —prosiguió Pitt—. Estaba acercándome cada vez más a él, pero no había testigos ni pruebas válidas para presentar ante un tribunal, y Vanderley lo sabía. La ley no le suponía amenaza alguna.
De repente, Swynford recobró el color. Se enderezó un poco, evitando la mirada de su esposa.
—¡Entonces usted tiene las manos atadas! —dijo con alivio, casi con confianza—. ¡Fue un accidente! Un trágico accidente. Esmond está muerto y ahí acaba la historia.
Pitt lo observó.
—Oh, no —señaló el inspector con tono sarcástico—. No, señor Swynford. La muerte de Vanderley no fue accidental. Esa pistola se disparó casi en el mismo momento en que usted abandonó la habitación. Él debería haberla cargado apenas usted se dio la vuelta…
—¡Pero me volví! —Swynford se puso en pie, sonriendo—. ¡Usted carece de pruebas para demostrar que fue un asesinato!
—Cierto —replicó Pitt y le devolvió una sonrisa fría e inexorable—. Suicidio. Esmond Vanderley cometió suicidio. Así lo haré constar en mi informe. ¡Y que la gente se lo tome como quiera!
Swynford, cubierto de sudor, cogió a Pitt de la manga.
—¡Por el amor de Dios! Todo el mundo pensará que él mató a Arthur y se suicidó por remordimiento. La gente se dará cuenta de que… dirá que…
—¡Sí, desde luego! —Pitt aún sonreía. Apartó la mano de Swynford como si fuera algo sucio. Se volvió hacia Callantha—. Lo siento, señora —dijo.
Ella no prestó atención a su marido, como si no hubiera estado allí, pero siguió abrazando con fuerza a sus hijos.
—Ahora quizá es tarde para rectificar —dijo Callantha—. Pero dejaremos de protegernos con mentiras. Si las personas respetables deciden cerrarnos las puertas, ¿quién podrá culparlas? Yo no, ni pretenderé que nos disculpen. Espero que acepte mi modesta aportación.
Pitt hizo una ligera reverencia.
—Sí, señora, claro que la acepto. Cuando es demasiado tarde para enmendar una situación, lo único que queda es parte de la verdad. Enviaré a un forense y un carruaje mortuorio. ¿Hay algo que pueda hacer por usted? —Pitt admiraba a aquella mujer y deseaba que ella lo supiera.
—No, gracias, inspector —respondió Callantha—. Ya me encargaré de todo lo necesario.
Pitt asintió. No volvió a hablar con Swynford pero pasó junto a él al salir al vestíbulo para dar instrucciones al mayordomo sobre las medidas que debían tomarse. Todo había acabado. Swynford no sería acusado por la ley, sino por la sociedad. Y eso sería mucho peor.
Jerome sería al fin absuelto por esa misma sociedad. Saldría de la cárcel de Newgate y volvería con Eugenie, su leal esposa. A través de la dura experiencia de tener que encontrar una nueva posición en la sociedad, tal vez aprendería a valorar su vida.
Y Pitt regresaría a casa, junto a Charlotte y la acogedora calidez del hogar. Le contaría el desenlace, la vería sonreír y la abrazaría con fuerza.