10

Charlotte se quedó anonadada cuando Pitt le contó que Albie había muerto; era una circunstancia que ella ni siquiera había considerado, a pesar de conocer las numerosas muertes que se producían entre esa clase de gente.

—¿Cómo? —preguntó la mujer, sorprendida y apenada a la vez—. ¿Qué le sucedió?

Pitt parecía cansado; la tensión le había dibujado en el rostro unas pequeñas arrugas que normalmente, como Charlotte sabía, no llegaban a notarse. Se sentó con pesadez, cerca de los fogones de la cocina, como si tuviera frío.

Charlotte contuvo las palabras que se le agolpaban en los labios y se esforzó por ser paciente. Pitt estaba muy dolido. Ella se dio cuenta, igual que cuando Jemima lloraba y se agarraba de su falda en silencio, confiando en que la madre comprendiera las cosas que parecían no tener explicación.

—Fue asesinado —suspiró Pitt—. Lo estrangularon y lo arrojaron al río. —Hizo una mueca—. Resulta irónico que acabara en el agua sucia del río, cuando a Arthur Waybourne lo ahogaron en agua limpia de una bañera. Lo encontraron en Deptford.

No tenía sentido desesperarse. Charlotte se serenó y trató de enfocar la situación desde el lado práctico. Recordó que, al fin y al cabo, en Londres cada dos por tres moría gente como Albie. La única diferencia radicaba en que Pitt y Charlotte habían conseguido ver al muchacho como una persona; sabían que él era consciente de su condición, y que en parte compartía la repugnancia que la pareja sentía por aquel lamentable asunto.

—¿Te permitirán investigar? —preguntó ella, sin reflejar en la voz la lucha que se debatía en su interior, el horror ante la imagen de aquel cadáver—. ¿O acaso la policía de Deptford quiere llevar el caso? Hay una comisaría en ese barrio, ¿verdad?

Exhausto, Pitt levantó la mirada hacia Charlotte. Ella sintió el impulso de abrazar a su marido, pero habría sido peor, pues trataría la cuestión como si fuera una tragedia, y a Pitt como un niño. Siguió removiendo la sopa que estaba preparando.

—Sí, la hay —respondió él, ajeno al frenesí mental de su esposa—. Pero no quieren encargarse del caso. Nos enviarán el cadáver. Albie vivía en Bluegate Fields y formaba parte de uno de nuestros casos. Sin embargo, no investigaremos su muerte. Athelstan dice que con la gente que se dedica a la prostitución, el asesinato es algo que cabe esperar y merece poca atención. Desde luego no la nuestra. Sería una pérdida de tiempo. Los clientes, o los alcahuetes o las enfermedades, suelen acabar con ellas. Sucede todos los días. Y, Dios nos asista, el comisario tiene razón.

Charlotte asintió en silencio. Abigail Winters había desaparecido, y Albie había sido asesinado. Muy pronto, si no encontraban una pista nueva de suficiente peso para justificar una apelación, Jerome sería ahorcado.

Y Athelstan había dicho que la muerte de Albie era un caso insoluble e irrelevante.

—¿Quieres un poco de sopa? —preguntó ella.

—¿Qué?

—Si quieres un plato de sopa. Está caliente.

Pitt se contempló las manos. Ni siquiera había reparado en el frío que tenía. Charlotte se percató del gesto y se volvió hacia los fogones para llenar un plato sin esperar a que su marido contestara. Se lo entregó, y él lo cogió en silencio.

—¿Qué harás? —inquirió Charlotte, sirviéndose su plato y sentándose delante de él.

Tenía miedo de que Pitt desafiara al comisario y emprendiera una investigación por su cuenta y riesgo, jugándose quizá el cargo, o incluso el empleo. En tal caso, el matrimonio se quedaría sin ingresos. Antes de casarse, ella jamás había pasado apuros económicos. Tras abandonar la casa paterna de Cater Street, su situación conyugal la obligó a vivir casi en la pobreza, al menos eso le había parecido durante el primer año. A esas alturas, Charlotte ya se había acostumbrado y sólo recordaba su austero nivel de vida cuando tenía que pedir ropa prestada a Emily para ir de visita. No sabía que harían si Pitt se quedaba sin trabajo.

Pero también le desagradaba que Pitt se cruzara de brazos ante Athelstan, olvidara la muerte de Albie y desoyera su conciencia por culpa de ella y los niños, ya que la seguridad familiar dependía de él. De ese modo, Jerome moriría ahorcado y Eugenie se quedaría sola. Jamás se sabría si el tutor había matado a Arthur Waybourne o era en realidad inocente. En este caso, el asesino era alguien que seguía en libertad y abusando de chiquillos.

Y esa circunstancia también se cerniría sobre ellos como la sombra de un fantasma, ya que habrían temido arriesgarse a pagar el precio de descubrir la verdad. ¿Se abstendría Pitt de hacer lo que consideraba justo porque no se atrevería a pedir a Charlotte que pagara ese precio? ¿Pensaría a partir de entonces que ella le había robado la integridad?

Mientras tomaba la sopa, Charlotte mantuvo la cabeza inclinada sobre el plato para que Pitt no le leyera la mirada y en consecuencia tomara alguna decisión. Ella no quería tomar parte en esa batalla; Pitt debía resolverla solo.

La sopa estaba demasiado caliente. Charlotte apartó el plato y regresó junto a los fogones. Removió las patatas y las sazonó por tercera vez.

—¡Maldita sea! —murmuró—. Vertió rápidamente el agua al fregadero, volvió a llenar la olla y la colocó de nuevo sobre el fuego. Afortunadamente Pitt estaba demasiado preocupado para preguntarle qué demonios estaba haciendo.

—Diré a los de Deptford que se queden con el cuerpo —dijo él al final—. Les explicaré que no lo necesitamos, pero también les contaré las cosas que sé de Albie. Espero que así consideren el caso como un homicidio. Al fin y al cabo, el chico vivía en Bluegate Fields pero fue asesinado en la zona de Deptford… ¿Qué diablos estás haciendo con las patatas, Charlotte?

—¡Estoy hirviéndolas! —respondió ella con aspereza, de espaldas a su marido para ocultar el absurdo orgullo que sentía. Pitt no había dado el brazo a torcer pero, gracias a Dios, no desafiaría a Athelstan, al menos no abiertamente—. ¿Qué creías que estaba haciendo?

—¿Por qué has echado al fregadero el agua de la olla? —insistió él.

Charlotte se volvió, sosteniendo un trapo de cocina y la tapa de la olla.

—¿Acaso quieres hacerlo tú?

Pitt sonrió y se reclinó en la silla.

—No, no sabría. ¡No tengo ni idea de qué estás haciendo!

Charlotte le arrojó el trapo a la cara.

De todas maneras, a la mañana siguiente, Charlotte se mostró menos suave cuando miró a Emily por encima de la mesa del desayuno, repleta de piezas de porcelana.

—¡Fue asesinado! —dijo bruscamente, tomando de manos de Emily el bote de confitura de fresa—. Lo estrangularon y luego lo arrojaron al río. El cuerpo quizá hubiese llegado al mar y nadie lo habría encontrado.

Emily volvió a coger el bote.

—No te gustará, es demasiado dulce. Toma un poco de mermelada. ¿Qué piensas hacer, entonces?

—¡No me has escuchado! —exclamó Charlotte, arrebatando la mermelada a su hermana—. ¡No podemos hacer nada! ¡Athelstan dice que todos los días alguna prostituta es asesinada, y que eso no tiene remedio! Habla de esa cuestión como si se tratara de un resfriado o algo así.

Emily la miró con vivo interés.

—Estás enfadada por este asunto, ¿verdad? —observó.

Charlotte sintió ganas de gritar; en su interior hervía una mezcla de frustración, pena y desesperación. Pero tuvo que contentarse con una mirada fiera.

Emily se mostró impasible. Dio un bocado a la tostada y habló con la boca llena.

—Tendremos que… descubrir… todo lo posible —dijo.

—¿Perdón? —Charlotte optó por una actitud fría y distante. Quería pinchar a su hermana para que se sintiera tan dolida como ella—. Si eres tan amable de tragar antes de hablar, quizá lograré entender qué dices.

Emily la fulminó con la mirada.

—¡Los hechos! —repuso—. Debemos descubrir los hechos para presentarlos a la gente adecuada.

—¿Gente adecuada? ¡A la policía no le interesa quién mató a Albie! Él sólo era un chico que ejercía la prostitución, y a nadie le importa. De todos modos, no conseguiremos descubrir esos hechos. Ni siquiera Thomas lo conseguirá. Piensa con la cabeza, Emily, Bluegate Fields es un barrio peligroso. Allí hay cientos de malvivientes, y ninguno contará nada a la policía a menos que se vea obligado.

—¡No me refiero a quién mató a Albie, tonta! —Emily empezaba a perder la paciencia—. Sino a cómo murió. ¡Eso es lo importante! Qué edad tenía, qué le ocurrió. ¿Dices que lo estrangularon y lo arrojaron al río y luego apareció en Deptford? ¿Y el caso no preocupa a la policía? —Se inclinó ansiosa, con una tostada en la mano—. Bien, ¿qué me dices de Callantha Swynford? ¿Y la señora Waybourne? Si conseguimos que ellas entiendan que estamos ante un asunto terriblemente obsceno y patético, las tendremos de nuestra parte. Albie muerto tal vez no sirve de nada a Thomas, pero para nosotras será de gran ayuda. Si quieres tocar la fibra sensible de la gente, la historia real de una persona es más efectiva que una larga lista anónima. Cuesta bastante concebir mil personas sufriendo, pero centrarse en una sola es muy sencillo.

Charlotte comprendió por fin. Desde luego, Emily tenía razón; había sido una estúpida dejándose llevar por las emociones. Debería haber meditado sobre la cuestión. Había permitido que los sentimientos velaran su raciocinio; una actitud que no llevaba a ninguna parte. ¡No volvería a sucederle!

—Lo siento —dijo—. Tienes razón. Tu idea es acertada, sin duda. Tendré que sonsacar los detalles a Thomas. Ayer no me contó gran cosa; supongo que temió que las noticias me angustiaran.

Emily la miró.

—No imagino por qué —replicó con sarcasmo.

Charlotte no respondió y se puso en pie.

—Bien, ¿qué haremos hoy? ¿Qué planes tiene tía Vespasia? —preguntó, arreglándose la falda.

Emily también se levantó. Se limpió los labios con la servilleta y la dejó en el plato. Cogió la campanilla para llamar a la doncella.

—Visitaremos al señor Carlisle. Ese hombre me gusta. ¡No me habías dicho que era tan simpático! Espero que gracias a él conozcamos más hechos: los sueldos que se pagan en las fábricas y cosas por el estilo; así sabremos por qué las mujeres jóvenes no logran subsistir y tienen que prostituirse. ¿Sabías que las personas que hacen cerillas contraen una enfermedad que degenera los huesos hasta dejar media cara desfigurada?

—Sí. Thomas me habló de ello hace mucho tiempo. ¿Qué hay de tía Vespasia?

—Comerá con una vieja amiga, la duquesa no sé qué, una dama importante. ¡Creo que nadie se atreve a llevarle la contraria! Al parecer, conoce a todo el mundo, incluso a la reina.

La camarera entró en la sala, y Emily pidió que el carruaje estuviera listo al cabo de media hora. Luego tendría que retirar los platos de la mesa. No habría nadie en casa hasta última hora de la tarde.

—Almorzaremos en Deptford —explicó Emily a su hermana, que parecía sorprendida—. Si no, pasaremos sin comer. —Observó el talle de Charlotte con una mezcla de envidia y reprobación—. Un poco de abnegación no nos perjudicará. Preguntaremos a los policías de Deptford sobre el estado del cuerpo de Albie Frobisher. Quizá incluso nos permitan verlo.

—¡Emily, no podemos hacer eso! ¿Qué motivo aduciríamos para un acto tan extraño? ¡Las damas no se dedican a examinar los cadáveres sacados del río! No nos dejarán.

—Dirás que eres la esposa del inspector Pitt —respondió Emily. Cruzó el vestíbulo y empezó a subir por las escaleras para que la doncella acabara de arreglarla—. También yo diré quién soy y cuál es mi propósito: recopilar información sobre las condiciones sociales de los trabajadores para luego proponer al Parlamento algunas reformas.

—¿Tú crees que las propondrán? Creía que a nadie interesaba ese aspecto de la vida de los trabajadores y que por eso tenemos que estimular la comprensión y la ira de la gente.

—Lo propondré yo —contestó Emily—. ¡Eso es suficiente para un policía de Deptford!

Somerset Carlisle recibió amablemente a las dos mujeres. Al parecer, Emily había tenido la previsión de anunciarle su visita, y él las esperaba con el fuego encendido y chocolate caliente. Su despacho estaba lleno de papeles, y en el sofá había un gato negro, de ojos como topacios, que parpadeaba impasiblemente. No tenía intención de moverse, ni siquiera cuando Emily se sentó a su lado. Simplemente permitió que ella lo empujara unos centímetros pero luego volvió a acomodarse junto a sus rodillas. Carlisle estaba tan habituado al animal que ni siquiera se percató del detalle.

Charlotte se sentó en una silla al lado del fuego, dispuesta a que su hermana no dirigiera la conversación.

—Albie Frobisher ha sido asesinado —dijo antes de que Emily tuviera tiempo de abordar el tema con delicadeza—. Lo estrangularon y lo arrojaron al río. Ya no podremos volver a interrogarlo, pero Emily ha señalado que la desgraciada muerte del chico será un instrumento idóneo para despertar la conciencia de la gente influyente que deseamos tener de nuestra parte.

Carlisle mostró repulsión ante el suceso.

—¡No servirá de mucho a Jerome! —exclamó con aspereza—. Por desgracia, las personas como Albie son asesinadas por diversas razones, la mayoría a causa de su oficio, y será difícil probar que su muerte tiene relación con este caso en particular.

—La prostituta también ha desaparecido —prosiguió Charlotte—. Abigail Winters. Se ha esfumado, de modo que tampoco podremos interrogarla. Pero Thomas cree que ni Jerome ni Arthur Waybourne estuvieron nunca en el burdel de esa muchacha, porque a la entrada hay una alcahueta que cobra la tarifa. Esa mujer nunca vio a Jerome y Arthur, y tampoco lo vieron las otras chicas.

Emily apretó los labios al imaginarse aquel lugar. Tendió la mano y acarició al gato.

—Seguro que hay una alcahueta —dijo Carlisle—, y sin duda un par de matones para encargarse de cualquiera que cause problemas. Todo forma parte del juego. Si esa chica se las arregló para tener clientes en secreto, a espaldas de la alcahueta, era muy astuta y valiente. ¡O una estúpida!

—Necesitamos más hechos —terció Emily—. ¿Sabría usted explicar cómo una chica que en principio lleva una vida respetable acaba en las calles, en lugares como ése? Si pretendemos conmover a la gente, debemos hablar de personas que infundan lástima, no sólo de las que nacieron en Bluegate Fields y St. Giles, de quienes se supone no desean otro modo de vida.

—Por supuesto. —Carlisle se volvió hacia el escritorio y rebuscó entre un montón de papeles y hojas sueltas—. Aquí tengo una relación de los sueldos que se pagan en las fábricas de cerillas y muebles, y unas fotografías que muestran la necrosis de mandíbula producida por el contacto con el fósforo. También los jornales que cobran las costureras y los traperos por trabajar a destajo. Éstas son las condiciones de entrada a un asilo de pobres, y una descripción de esos lugares. Y aquí tenemos una copia de la insuficiente ley de protección de menores. No olviden que muchas mujeres están en la calle porque tienen hijos que alimentar, y no necesariamente ilegítimos. Algunas son viudas, y a otras los maridos las han abandonado.

Emily cogió los papeles y Charlotte se colocó a su lado para leer con su hermana. El gato se estiró con fruición y clavó las uñas en el brazo del sofá. Luego volvió a acurrucarse para seguir durmiendo y soltó un pequeño suspiro.

—¿Podemos quedarnos estos documentos? —preguntó Emily—. Quiero aprendérmelos de memoria.

—Por supuesto —contestó Carlisle.

Luego sirvió chocolate en unas tazas y se las entregó a las mujeres. Hizo una mueca, dando a entender que no era ajeno a la paradójica situación: sentados junto al fuego en aquella habitación acogedora, admirando el soberbio óleo holandés que colgaba de la pared y bebiendo chocolate caliente, mientras hablaban de miserias indescriptibles.

Como si le hubiera leído el pensamiento, Carlisle se volvió hacia Charlotte.

—Debe intentar convencer al mayor número de personas influyentes. La única manera de conseguir cambiar las cosas es transformar el clima social hasta que la prostitución infantil se considere algo tan aborrecible que desaparezca por sí sola. Desde luego, no lograremos extirparla definitivamente, no más que cualquier otro vicio, pero quizá la reduciremos de forma progresiva.

—¡Lo haremos! —exclamó Emily con una resolución que Charlotte nunca había apreciado en ella—. Me ocuparé de que las mujeres de la sociedad londinense sientan tal repulsión por ese tema que impedirán a cualquier hombre de ambición caer en esas prácticas. ¡Quizá no se realizará ninguna votación ni se aprobarán leyes en el Parlamento, pero desde luego somos capaces de crear las reglas de la sociedad y desterrar a cualquiera que quiera violarlas, lo prometo!

Carlisle sonrió.

—Lo creo —dijo—. Jamás he subestimado el poder del rechazo público, tanto si es con conocimiento de causa como sin él.

Emily se levantó, y el gato se desperezó un poco para acomodarse mejor.

—Informaré a la población. —Emily dobló los papeles y los guardó en el retículo de encajes—. Ahora iremos a Deptford y examinaremos ese cadáver. ¿Estás lista, Charlotte? Muchas gracias, señor Carlisle.

La comisaría de Deptford no resultó fácil de encontrar, dado que ni el lacayo ni el cochero de Emily conocían la zona. Tuvieron que dar varias vueltas a esquinas que se antojaban idénticas antes de llegar a ella.

Dentro había aquella estufa enorme, y el mismo agente que había atendido a Pitt estaba sentado al escritorio redactando un informe, con una taza de té humeante al lado del codo. Se sobresaltó al ver a Emily ataviada de verde y sombrero de plumas. Conocía a Pitt pero no a Charlotte. Por un instante no supo qué decir.

—Buenos días, agente —dijo Emily.

El policía se levantó de un brinco, no debía permanecer sentado al hablar con damas de la buena sociedad.

—Buenos días, señora. —Miró a Charlotte—. Señora. ¿Se han perdido? ¿Puedo ayudarlas?

—No, gracias, no nos hemos perdido —respondió Emily con una sonrisa tan deslumbrante que el agente volvió a sentirse desconcertado—. Soy la señora Ashworth, y ella es mi hermana, la señora Pitt. Creo que usted conoce al inspector Pitt. Claro que sí. Verá usted, en estos momentos se estudia con interés proponer una serie de reformas en el terreno del abuso de menores en el negocio de la prostitución.

El agente se sintió turbado. ¡Cómo una dama utilizaba un término tan vulgar! Pero Emily no le dio tiempo de meditar al respecto.

—Con mucho interés —prosiguió—. Y para ello hace falta disponer de información concreta. Sé que ayer ustedes sacaron del río el cadáver de un chico que se prostituía. Me gustaría verlo.

El agente palideció.

—¡Pero, señora…! ¡Está muerto!

—Sé que lo está, agente —repuso Emily, paciente—. No podía ser de otra forma, después de haber sido estrangulado y arrojado al río. Deseo verlo.

—¿Verlo…? —repitió el hombre, estupefacto.

—Exactamente —contestó ella—. Si usted fuese tan amable…

—¡No puedo! Es espantoso, señora… Usted no sabe lo que dice, de lo contrario, no me pediría… ¡No es un espectáculo apropiado para una mujer, y menos para una dama como usted!

Emily se dispuso a discutir, pero Charlotte decidió intervenir.

—Desde luego que no —asintió con una sonrisa—. Y le agradecemos que tenga en cuenta nuestros sentimientos. Pero las dos conocemos la muerte, agente. Y si pretendemos conseguir esas reformas debemos demostrar que la situación actual es insostenible. Mientras las personas sigan engañándose, creyendo que todo esto no es importante, jamás se movilizarán para cambiarlo. ¿No está de acuerdo?

—Bien… tiene razón, señora, pero no puedo permitir que vea algo como el cuerpo de ese chico. ¡Está muerto, señora, muerto de verdad!

—¡Tonterías! —exclamó Emily—. ¡A estas alturas, el cadáver ya estará frío como un témpano de hielo! Nosotras hemos visto fiambres en peores condiciones. En una ocasión, la señora Pitt encontró el cadáver de un bebé de apenas un mes, medio quemado y lleno de gusanos.

El comentario dejó al agente sin palabras. Miró a Charlotte como si ella hubiese redactado un artículo sobre aquella desgracia allí mismo, delante de él, gracias a un abominable ensalmo.

—Bien, ¿hará el favor de llevarnos a ver al pobre Albie? —indicó Emily—. Todavía no lo han enviado a Bluegate Fields, ¿verdad?

—Oh, no, señora… Al final la comisaría de esa zona no está interesada en el tema. Y como el cuerpo fue sacado del río en nuestro distrito, es de nuestra responsabilidad.

—Bien, vamos allá. —Emily echó a andar hacia la otra puerta que había en la sala, y Charlotte la siguió, rogando que el agente no se lo impidiera.

—¡Tendría que consultar a mi sargento! —dijo el agente con desesperación—. Está en el piso de arriba. Permítanme preguntarle si pueden ver el cadáver. —El policía quería dejar aquel asunto embarazoso en manos de un superior. A lo largo de su carrera se había encontrado con toda clase de situaciones extrañas: borrachos, chicas desquiciadas y bromistas pesados, pero aquélla era la peor, pues se trataba de damas de la buena sociedad; ¡trabajaba en Deptford pero era capaz de reconocer a las personas de categoría!

—No desearía causarle problemas —dijo Emily—. Ni a su sargento. Sólo estaremos unos momentos. ¿Sería tan amable de enseñarnos el camino? No nos gustaría contemplar un cadáver que no fuera el de Albie Frobisher.

—¡Jesús! ¡Sólo tenemos ése! —El agente les indicó que salieran por la puerta y, caminando detrás de ellas, las condujo a donde Pitt había estado el día anterior, aquella habitación pequeña y fría con una mesa, cubierta por una sábana.

Emily se acercó sin vacilar y apartó la tela. Observó el cuerpo rígido, blanquecino e hinchado, y palideció; luego, con un esfuerzo supremo, se controló lo suficiente para permitir que Charlotte también mirara, pero fue incapaz de hablar.

Charlotte vio una cabeza y unos hombros casi irreconocibles. La muerte y el agua habían arrebatado al muchacho el porte que lo había caracterizado en vida. Contemplándolo en ese estado, Charlotte se dio cuenta de que la voluntad de luchar había representado un elemento muy importante de la personalidad del chico. Lo que quedaba de él era como una casa sin muebles.

—Cúbrelo —pidió a Emily con calma.

Las dos se volvieron y salieron rápidamente de la habitación, cogidas del brazo, evitando la mirada del policía para que no se percatara de que aquella terrible experiencia las había conmocionado.

—Gracias, agente —dijo Emily en la puerta de la calle—. Ha sido muy amable.

—Sí, gracias —añadió Charlotte, esforzándose por sonreír.

—De nada, señoras —respondió él—. De nada, de verdad —repitió, sin saber qué más decir.

Una vez en el carruaje, Emily aceptó la manta que le ofreció el lacayo para cubrirse los pies.

—¿Adónde vamos, señora? —preguntó el sirviente con voz inexpresiva. Tras la parada en la comisaría de Deptford, nada que Emily dijera lo sorprendería.

—¿Qué hora es? —inquirió ella.

—Pasan unos minutos de las doce, señora.

—Entonces es demasiado pronto para visitar a Callantha Swynford. Pensemos qué podemos hacer entretanto.

—¿Le apetecería comer, señora? —El lacayo trató de no evidenciar demasiado que tenía hambre. Por supuesto, no acababa de ver el cadáver de un ahogado.

Emily alzó la barbilla y tragó saliva.

—Muy bien. Vayamos a un lugar agradable, John. No sé dónde, pero sin duda habrá algún restaurante adecuado para damas.

—Sí, señora, descuide. —El lacayo cerró la puerta y se encaramó al pescante. Le dijo al cochero que había conseguido convencer a la señora de ir a comer y se relamió los labios.

—¡Oh, Dios mío! —Emily se reclinó contra el asiento—. ¿Cómo lo soporta Thomas? ¿Por qué el nacimiento y la muerte tienen que ser trances tan… físicos? ¡Nos reducen a un nivel tan vulgar que no dan lugar a pensar en el espíritu! —Volvió a tragar saliva—. Pobre criatura. Tengo que creer en Dios, alguna clase de ser superior. Sería intolerable pensar que el cuerpo inerte de ese muchacho es lo único que queda de él: simplemente nacer, vivir y morir de esa manera, sin un antes y sin un después. Es demasiado superficial y desagradable, como una broma de mal gusto.

—No resulta muy divertido —dijo Charlotte entristecida.

—Las bromas de mal gusto no lo son —replicó Emily bruscamente—. No me apetece comer, pero desde luego no quiero que John lo sepa. Tendremos que pedir algo y, por supuesto, comeremos por separado. ¡Por favor, no cometas ninguna torpeza que permita que él se entere! Es mi lacayo y podría ir con habladurías al resto del servicio.

—No te preocupes. Seré discreta —respondió Charlotte—. Pero abstenerse de comer no ayudará a Albie. —Ella estaba más habituada a la violencia y el dolor que Emily, que vivía protegida por el ambiente de Paragon Walk y la familia Ashworth—. Claro que Dios existe, y el cielo. Y espero sinceramente que también el infierno. ¡Me agradaría ver allí a ciertas personas!

—¿El infierno para los malvados? —señaló Emily con aspereza, picada por la aparente serenidad de Charlotte—. Qué puritana te has vuelto.

—No; el infierno para los indiferentes —corrigió Charlotte—. Dios puede hacer lo que mejor le parezca con los malvados. Pero quiero ver arder a quienes nada les importa.

Emily se arropó con la manta.

—Te ayudaré —dijo.

Callantha Swynford no se mostró sorprendida al verlas, aunque la habitual etiqueta de las visitas vespertinas no se observó. No hubo intercambio de cortesías ni comentarios triviales. La doncella condujo a Charlotte y Emily al salón para tomar té y conversar.

Sin preámbulos, Emily ofreció una descripción detallada de las condiciones de vida en los asilos de pobres y las fábricas, la información que Somerset Carlisle les había facilitado. Las dos se alegraron al ver que Callantha se condolía ante un mundo de miserias que jamás había concebido.

Al cabo de un rato llegaron otras damas, y los lamentables hechos volvieron a exponerse. En esa ocasión fue Callantha quien habló, mientras Emily y Charlotte corroboraban sus palabras. Cuando las damas se marcharon, a última hora de la tarde, las hermanas se sintieron muy complacidas de haber conseguido que algunas mujeres ricas e influyentes se preocuparan por el tema.

Mientras Charlotte estaba ocupada en su cruzada contra la prostitución infantil, tratando de informar y conmover a aquellas personas que tenían poder para moldear la opinión social, Pitt seguía interesado en el asesinato de Albie.

Sin embargo, Athelstan lo mantuvo ocupado en un caso de desfalco: miles de libras esterlinas sustraídas de una gran empresa a lo largo de varios años. A modo de apercibimiento por haberle importunado demasiado con el caso de Jerome, el comisario le mandó comprobar multitud de partidas dobles, facturas y pagos, e interrogar a un sinfín de oficinistas asustados.

El cuerpo de Albie seguía depositado en la comisaría de Deptford, y Pitt no tenía nada con qué proseguir las investigaciones. Los efectivos de Deptford aún se encargaban oficialmente del caso, si es que existía. Para informarse al respecto, Pitt tendría que ir a Deptford fuera del horario laboral, tras completar la jornada dedicado al asunto del desfalco. Por otra parte, debería realizar las pesquisas con mucha discreción para que Athelstan no se enterara de nada.

Hacía una noche cerrada, el punto final de uno de esos días grises y aburridos en que las chimeneas no tiran bien porque el aire está demasiado cargado y se espera de un momento a otro un chaparrón de un cielo cargado de densos nubarrones. Los fanales de gas vacilaban sin disipar la intensidad de la oscuridad, y la brisa del río olía a marea ascendente. Los adoquines de la calle estaban cubiertos de escarcha; el carruaje de Pitt avanzaba rápidamente mientras el cochero no dejaba de estremecerse con bruscos accesos de tos seca.

Detuvo el vehículo frente a la comisaría de Deptford, y Pitt decidió no pedirle que esperara, a pesar de que no estaría allí mucho tiempo. No debía pedirse a nadie, fuera hombre o animal, que permaneciera en aquella gélida calle. Tras el calor del movimiento, el enfriamiento podía matar al caballo; y el cochero, cuyo sustento dependía del corcel, tendría que dar vueltas continuamente, sólo para que el rocín sudara y de ese modo no muriera de frío.

—Buenas noches, señor. —El cochero saludó con el sombrero y se adentró en la penumbra, desapareciendo antes de sobrepasar el tercer fanal de gas.

Pitt se dirigió hacia la comisaría. Dentro le esperaban un techo y el calor de la estufa. En esa ocasión había un nuevo agente de guardia, pero junto al codo tenía la habitual taza de té. Quizá ésa era la única manera de mantener el calor del cuerpo ante la quietud forzosa detrás de un escritorio. Pitt se identificó y mencionó su anterior visita para identificar el cadáver de Albie.

—Bien, inspector Pitt —dijo el agente de buen humor—. ¿Qué podemos hacer por usted esta noche? No pensará examinar más cadáveres, supongo.

—No es mi intención, gracias —respondió Pitt—. Sólo quería saber cómo iban las investigaciones. Tal vez yo podría ayudar un poco, ya que conocía a ese chico.

—Entonces será mejor que hable con el sargento Wittle, señor. Él se ocupa del caso. Aunque, a decir verdad, no confío en que consigamos averiguar quién lo mató. Usted ya lo sabe, inspector, cada día mueren miserables como ese muchacho, por una razón u otra.

—Tienen muchas bajas, ¿verdad? —bromeó Pitt. Se inclinó un poco sobre el escritorio, como si no tuviera prisa.

El agente se sintió halagado de que un inspector se dignara consultarle algo, ya que la gente prefería la opinión de al menos un sargento.

—Oh, sí, señor, de vez en cuando. Los policías que patrullan el río encuentran bastantes cuerpos y los traen aquí. También los llevan a Greenwich. Y a Wapping Stairs, un lugar muy interesante.

—¿Todos asesinados? —inquirió Pitt.

—Algunos. Aunque resulta difícil determinarlo. Muchos de ellos se ahogan, pero ¿quién sabe si los empujaron, cayeron o saltaron por voluntad propia?

—¿Presentan marcas? —Pitt enarcó las cejas.

—Que Dios nos asista. La mayoría tiene ya el cuerpo bastante marcado mucho antes de llegar al agua. Hay gente que parece encontrar placer maltratando a los demás. Debería ver algunas de las mujeres que pasan por aquí. Muchas de ellas aún son unas niñas, más jóvenes que mi esposa cuando se casó conmigo, a los diecisiete años. También hay alcahuetes que pegan a las muchachas que no les entregan todo el dinero que cobran por sus servicios. Todo eso, unido a las mareas y los peces, propicia que algunos cadáveres sean irreconocibles. A veces la situación es desesperante. De verdad que me revuelve el estómago.

—Hay muchos prostíbulos en los muelles —dijo Pitt tras unos instantes de silencio.

—Ya —asintió el agente—. Londres tiene el mayor puerto del mundo —dijo con repentino orgullo patriótico—. Es lógico que haya prostíbulos. Los marineros están lejos de sus hogares y pasan mucho tiempo en el mar. Supongo que cuando hay una buena oferta de mujeres y chicos para quien tenga esos gustos —hizo una mueca—, es natural que acuda gente de otros círculos sociales. A veces se ve a algún caballero elegante bajarse de un carruaje frente a casas de dudosa reputación. Imagino que usted ya lo sabrá, dado que también trabaja en una zona parecida.

—Sí —dijo Pitt—, desde luego. —A pesar de que desde su ascenso a inspector había tenido que tratar casos más complicados, conocía el deber de todo policía callejero de mantener el vicio bajo control.

El agente asintió.

—Lo que más me choca de la prostitución es que haya personas que obliguen a niños a corromperse. Entiendo que los adultos hagan lo que quieran, aunque odio ver a una mujer rebajarse (en esos casos siempre pienso en mi madre), pero los chiquillos son diferentes. Es curioso, ayer se presentaron aquí dos damas, y me refiero a damas de verdad, vestidas como duquesas y hablando como tales. Dijeron que deseaban hacer algo en relación a la prostitución infantil, que la gente se enterara de esa triste realidad. Pero no creo que tengan mucha suerte. —El policía sonrió sin diversión—. Muchos miembros de la buena sociedad proporcionan el dinero con que los alcahuetes se ganan la vida. ¡Es absurdo creer que los caballeros desconocen el tema! Sin embargo, no es correcto revelar a unas damas que los hombres de su propia clase se dedican a esa clase de actividades, ¿verdad? Yo no llegué a verlas, pero el agente Andrews, que estaba de guardia, dijo que querían examinar el cadáver del chico que sacaron del río, el mismo que usted vino a identificar. Se marcharon pálidas como el mármol, pero no perdieron el temple en ningún momento, ni se desmayaron. Simplemente echaron un vistazo al muerto, dieron las gracias al agente y se marcharon. ¡Hay que reconocer que tenían valor!

—Cierto. —Pitt frunció el entrecejo. Por una parte estaba furioso, pero por la otra sentía un orgullo pueril. Ni siquiera tuvo que preguntar si las señoras habían dejado el nombre o qué aspecto tenían. Prefería reservar los comentarios al respecto hasta llegar a casa.

—¿Quiere ver al sargento Wittle? —preguntó el agente, ajeno a los pensamientos de Pitt—. Está en el piso de arriba. La primera puerta que vea, señor. No tiene pérdida.

—Gracias —replicó Pitt. Sonrió y dejó al policía, quien volvió a coger la taza de té.

El sargento Wittle era un hombre de rostro sombrío y tupida cabellera negra.

—Ah —suspiró cuando Pitt hubo explicado el motivo de la visita—. Bien, no creo que tengamos mucho éxito. Esas cosas les ocurren muy a menudo a esos pobres cabrones. No podría recordar cuántos he visto a lo largo de los años. Por supuesto, la mayoría no son asesinados, al menos no directamente. Digamos que la vida les pasa factura. Siéntese, inspector. No sé si le serviré de algo.

—Mi visita no es oficial —dijo Pitt. Acercó la silla a la estufa y se sentó—. El caso lo llevan ustedes. Sólo me preguntaba si podría ayudar, extraoficialmente.

—¿Sabe usted algo? —Wittle enarcó las cejas—. Nosotros hemos descubierto dónde vivía el chico, pero ese dato no nos revela nada. Habitaba en un edificio un tanto anónimo, donde cualquiera iba y venía. ¡Todo forma parte del juego! Nadie quiere ser visto frecuentando esa clase de sitios. Y los vecinos sólo se ocupan de sus propios asuntos. Los jóvenes prostituidos permanecen en una habitación, ocupándose de satisfacer a sus clientes. Permitir que la gente supiera quién frecuenta esos lugares sería como morder la mano del amo.

—¿Han llegado a algún resultado concreto? —preguntó Pitt.

Wittle suspiró de nuevo.

—Hemos calificado el caso de asesinato, al menos de momento. Probablemente será archivado sin resultado, pero investigaremos durante un par de semanas, Al parecer, ese muchacho era bastante valiente. Hablaba con más franqueza que otros. La gente lo conocía. Según el testimonio de unos, tenía contactos entre la clase alta.

—¿Quién? —Pitt se inclinó sobre el escritorio con un nudo en la garganta—. ¿Con quién se veía de la alta sociedad?

—Nadie que usted conozca, inspector. Leo los periódicos. Si se hubiera tratado de alguien relacionado con su caso, le habría avisado, por supuesto. Aunque no sé si le hubiese servido de algo. Ustedes ya atraparon a su hombre. ¿Por qué sigue preocupándose por el asunto? —El sargento entornó la mirada—. ¿Acaso hay algo más? Sí, claro, en estos casos siempre hay algo más, pero nunca se descubre. La gente de la buena sociedad forma un círculo muy cerrado a la hora de ocultar los problemas familiares. Tengo entendido que el joven Waybourne frecuentaba los bajos fondos, ¿verdad? Pero ¿qué importa ahora? El pobre diablo está muerto, y demostrar que llevaba una doble vida y engañaba a todo el mundo ya no ayudará a nadie.

—No —mintió—. Pero si usted encuentra pruebas de que el chico prostituido mantenía relaciones en nuestra zona con algún caballero del que quisiese conocer algún dato, yo podría informarle. Desde luego, sólo es una sospecha, nada oficial.

Wittle sonrió.

—¿Ha tratado alguna vez de demostrar que un caballero ha tenido un encuentro fugaz con alguien como Albie Frobisher, señor Pitt?

No hacía falta que el inspector contestara. Los dos sabían que tal torpeza profesional sería catastrófica e inútil; de hecho, el oficial que presentara los cargos pagaría más caro por su insensatez que el caballero acusado por su crimen. Por supuesto, se produciría perplejidad entre los superiores del oficial por tener empleado a un individuo con tan poco tacto, un zoquete tan desconocedor de qué podía decirse, y qué sólo pensarse.

—¿Sabe algo que yo ignoro? —Wittle ensanchó la sonrisa.

—No. —Pitt sacudió la cabeza—. No; sé muy poco. Cuanto más descubro, menos creo saber. Pero gracias de todos modos.

El inspector tuvo que pasar frío durante diez minutos antes de encontrar otro carruaje; indicó al cochero una dirección y subió. Se dio cuenta entonces de que la mente había traducido a palabras un pensamiento apenas consciente. Volvía al burdel de Abigail Winters para ver si en realidad alguna de las chicas sabía dónde había ido ella. Temía que ella también apareciera muerta en algún remanso oscuro del río, o quizá la marea la hubiera arrastrado ya hacia el estuario y el mar.

Tres días más tarde, Pitt recibió el aviso desde la comisaría de una pequeña población de Devon de que Abigail Winters había ido allí a pasar una temporada con una prima, estaba viva y se encontraba bien. La chica del prostíbulo que sabía leer le había revelado dónde estaba Abigail, pero él había desconfiado de sus palabras. Pitt había telegrafiado a seis distritos policiales, y la segunda contestación le ofreció la respuesta que él quería. Según el mensaje del agente de caligrafía desmañada que Pitt tuvo dificultades para leer, Abigail se había retirado al campo por unos problemas pulmonares provocados por la niebla de Londres. La chica pensó que el aire de Devon, más templado y libre del humo de las fábricas, le sentaría mejor.

Pitt leyó el papel. Provenía de una pequeña población rural; allí habría poca clientela para el negocio de Abigail, y ella no conocía a nadie aparte de una pariente lejana. Sin duda regresaría a Londres en menos de un año, tan pronto el caso Waybourne se olvidara.

¿Por qué se había marchado? ¿Qué temía? ¿Que alguien en Londres la presionara hasta que se descubriese la verdad? Pitt tuvo la impresión de saber ya las respuestas; lo único que desconocía era cómo se había desarrollado el asunto. ¿Alguien había pagado a Abigail para que mintiera, o había sido un proceso lento derivado de los interrogatorios de Gillivray? ¿Se había dado cuenta ella, por deducción, suposición o algún gesto, de lo que quería el sargento y, a cambio de un trato indulgente, se lo ofreció? Gillivray era joven, inteligente y atractivo, y necesitaba una prostituta que padeciera una enfermedad venérea. ¿Cuánto empeño dedicó a la búsqueda? ¿Se alegró cuando ya hubo encontrado a alguien que satisficiera esa necesidad?

Resultaba una idea vergonzosa, pero Gillivray no hubiese sido el primer hombre en aprovechar la oportunidad de obtener una prueba para procesar a alguien a quien considerase culpable de un crimen espantoso. Había un deseo natural de prevenir los crímenes, sobre todo después de ver a las víctimas. Era comprensible, pero también inexcusable.

Pitt llamó a Gillivray para que se presentara en su oficina y le indicó que se sentara.

—He encontrado a Abigail Winters —anunció el inspector, y miró a Gillivray.

La mirada del sargento brilló y se empañó. Se trataba del sentimiento de culpa que Pitt quizá no hubiese advertido ni tras una hora de interrogatorio, por muchas sospechas o trampas verbales que le hubiese puesto. La sorpresa y el miedo eran más efectivos. Gillivray tendría que responder antes de poder ocultar la culpabilidad que asomaba en su mirada.

—Ya veo —dijo el inspector con calma—. Preferiría creer que usted no presionó a esa chica, pero la indujo de forma tácita a cometer perjurio, ¿verdad? La invitó, y ella aceptó.

—¡Señor Pitt! —Gillivray se ruborizó.

Pitt sabía lo que venía a continuación: las justificaciones. No tenía ganas de escucharlas porque ya las conocía. El sargento le caía mal, pero en esos momentos, a la hora de la verdad, prefirió ahorrarle la humillación de degradarse.

—No diga nada —señaló Pitt—. Conozco los motivos.

—Pero, inspector…

Pitt le enseñó un papel.

—Se ha producido un robo de piezas de plata. Ésta es la dirección. Vaya e interrogue a todo el mundo.

Gillivray cogió la nota en silencio. Vaciló como dispuesto a discutir de nuevo, pero finalmente se volvió y se marchó, cerrando la puerta de golpe al salir.