Pitt ignoraba la iniciativa de Charlotte. Estaba tan preocupado con sus propias dudas sobre la culpabilidad de Jerome que había aceptado sin reservas que ella se fuera de visita con la tía abuela Vespasia, algo que en otros momentos hubiese contemplado con cierto recelo. Charlotte profesaba respeto y cariño a la anciana, pero no la hubiese acompañado de visita meramente por razones sociales. Aquél era un círculo en que Charlotte no tenía interés.
La preocupación por Jerome atormentaba a Pitt y prácticamente le impedía concentrarse en otros asuntos. Llevaba las demás investigaciones de forma mecánica, tanto que un sargento subalterno tuvo que señalarle un par de errores. Pitt perdió la compostura, sobre todo porque sabía que la culpa era suya, pero luego pidió disculpas a aquel hombre. El sargento las aceptó de buen grado; supo reconocer un exceso de preocupaciones y apreció que un superior se dignara a admitir su error.
Pero Pitt interpretó el incidente como una advertencia. Debía hacer algo más en el caso de Jerome, o sus remordimientos serían cada vez mayores, hasta tal punto que acabaría trastornado y cometería algún error irreparable.
Como la ejecución de la horca: eso tampoco tendría remedio. Un hombre encarcelado por error aún tenía la esperanza de ser liberado y rehacer su vida. Pero un ahorcado no.
Por la mañana, Pitt estaba sentado en el escritorio, repasando informes. Había mirado y leído todas las páginas, pero no lograba entender nada.
Gillivray estaba sentado frente a él, a la espera, observándolo.
Pitt volvió a coger los informes y empezó de nuevo por el principio. Luego levantó la mirada.
—Gillivray.
—¿Sí, señor?
—¿Cómo encontró a Abigail Winters?
—¿A Abigail Winters? —El sargento frunció el entrecejo.
—Eso he dicho. ¿Cómo la encontró?
—Por un proceso de eliminación, señor —respondió Gillivray con un matiz de irritación—. Hice averiguaciones sobre muchas prostitutas. Estaba dispuesto a examinar todas las que hay en la ciudad, si era necesario. Ella fue la número veinticinco, o algo así. ¿Por qué? No veo qué importancia tiene eso ahora.
—¿Le sugirió alguien que fuera a hablar con ella?
—Desde luego. ¿Cómo cree si no que encontré a las prostitutas? No las conozco personalmente. Conseguí su nombre á través de un informante, nadie en especial, si se refiere a eso. Mire, señor. —Se inclinó sobre el escritorio en una actitud que Pitt consideró particularmente irritante. Denotaba familiaridad, como si los dos tuviesen el mismo rango—. Mire, señor —repitió—, ya hemos terminado el trabajo en el caso Waybourne. El tribunal declaró culpable a Jerome, tras un proceso justo y basado en el testimonio de los testigos. Y aunque usted desprecie a Abigail Winters y Albie Frobisher, tiene que admitir que Titus Swynford y Godfrey Waybourne son jóvenes honestos y decentes, sin relación posible con esas dos personas dedicadas a la prostitución. Sugerir lo contrario sería absurdo. ¡La acusación tiene que demostrar la culpabilidad del procesado más allá de cualquier duda razonable, pero no es cuestión de introducir toda clase de suposiciones! Y con el debido respeto, inspector, las dudas que ahora usted presenta no son razonables, sino inverosímiles y ridículas. Lo único que faltó en el juicio fue un testigo presencial, pero nadie comete un asesinato premeditado delante de testigos. En crímenes pasionales, tal vez sí, pero ese homicidio fue planeado y ejecutado con esmero. ¡Deje ya el asunto en paz, señor! Se acabó. Sólo conseguirá buscarse problemas.
Pitt contempló la expresión del sargento. Quería odiarlo, pero tenía que admitir que el consejo era sensato. Si los papeles estuvieran cambiados, él hubiese dicho lo mismo. El caso había terminado. Suponer que la verdad era otra que lo obvio representaba forzar la razón. En la mayoría de crímenes había más víctimas que las personas directamente afectadas por el delito; en esa ocasión, la mártir era Eugenie Jerome, y quizá, aunque no tan claramente, incluso el propio Jerome. Aspirar a enmendar todas las injusticias resultaba simplista, infantil e ingenuo.
—¿Señor Pitt?
—Sí. Es verdad, tiene usted razón. Suponer que todos los testigos, algunos sin relación entre ellos, contaron la misma mentira para incriminar a Jerome es ridículo. E imaginar que tenían algo en común aún lo es más.
—Exactamente —asintió el sargento, tranquilizándose—. Abigail y Albie quizá sí, aunque parece improbable que siquiera se conocieran. No existe indicio alguno que lo demuestre. Pero sospechar que ellos dos tenían algo que ver con un niño como Titus Swynford es absurdo e ilógico.
Pitt se quedó sin argumentos. Había hablado con Titus y no podía concebir que el chico supiera de la existencia de personas como Albie Frobisher, mucho menos que lo conociera y hubiese conspirado con él. Si Titus hubiese necesitado un aliado para defenderse, habría elegido a alguien de su propia clase, algún conocido. Y, sinceramente, a Pitt le costaba creer que Titus se hubiera metido en algo turbio.
—¡Bien! —exclamó Pitt con rabia injustificada—. ¡El incendio provocado! ¿Qué hemos hecho en relación a ese maldito fuego?
Gillivray sacó del bolsillo un trozo de papel y empezó a leer una lista de respuestas. Ninguna ofrecía solución, pero sí varias posibilidades que deberían investigarse. Pitt asignó las dos más prometedoras a Gillivray y se reservó para él otras dos que lo llevaron a las inmediaciones de Bluegate Fields, a menos de un kilómetro del burdel donde Abigail Winters trabajaba.
Aquel día hacía mal tiempo; una lluvia fina y constante había mojado las calles; las fachadas grises de las casas parecían amargadas y quejumbrosas. En el ambiente se respiraba el familiar olor a rancio, y Pitt se imaginó la marea creciente del río, el agua moviéndose lentamente, batiendo las maderas crujientes de los muelles.
¿Qué clase de persona acudía a ese lugar por placer? Quizá algún oficinista que, tras pasar el día sentado en un taburete alto, mojando la pluma en el tintero y copiando cifras de un libro a otro para llevar la contabilidad de otra persona, llegaba a casa y encontraba a una mujer de lengua viperina para quien el placer era pecado y la carne instrumento del diablo.
Pitt había visto docenas de oficinistas que encajaban en ese arquetipo: individuos de semblante pálido y cuellos almidonados; modelos de rectitud, porque no se atrevían a ser otra cosa. La necesidad económica, junto con el imperativo de seguir las normas sociales, aparejaba una existencia rígida y agobiante. Y gracias a eso, la gente como Abigail Winters se ganaba la vida.
Las investigaciones sobre el incendio resultaron fructíferas. En verdad, Pitt había esperado que las pistas de Gillivray fueran las reales y sintió una perversa satisfacción al descubrir que la respuesta se hallaba en las que él había escogido. Tomó una declaración, la anotó con cuidado y guardó la libreta en el bolsillo. Luego, como sólo estaba a dos calles de distancia y todavía era pronto, se acercó a la casa donde Abigail Winters vivía.
Una anciana abrió la puerta del edificio y al ver a Pitt se sorprendió.
—¡Vaya, usted sí que viene temprano! —dijo la mujer con tono burlón—. ¿No puede dejar que las chicas duerman un poco?
—Quiero hablar con Abigail Winters —respondió él y esbozó una cortés sonrisa.
—¿Hablar, eh? Vaya —replicó incrédula—. Bien, no importa qué quiera hacer usted. El tiempo es el tiempo de todas maneras. Usted paga por horas. —Tendió la mano y se frotó los dedos.
—¿Por qué tendría que pagar?
—Porque es mi casa —respondió ella—. Si quiere entrar y pasar un rato con una de mis chicas, tiene que pagar. ¿Qué le pasa? ¿Acaso no ha estado antes aquí?
—Sólo quiero hablar con Abigail Winters, nada más, y no pienso pagarle —contestó Pitt severamente—. Hablaré con ella en la calle si es necesario.
—Oh, ¿en serio, señor iluso? —repuso ella—. ¡Ya lo veremos! —Y se dispuso a cerrar la puerta.
Pitt encajó el pie en el marco y se apoyó contra la hoja.
—¡Oiga! —exclamó la mujer—. Usted está intentando entrar por la fuerza. ¡Le advierto que aquí tengo un par de muchachos que le propinarán tal paliza que ni su madre lo reconocerá! Usted no es guapo, pero tendrá un aspecto penoso cuando mis chicos le hayan dado un buen repaso. ¡Se lo aseguro!
—¿Está amenazándome? —inquirió Pitt con calma.
—¡Veo que lo ha entendido! ¡Y mejor que me crea!
—Amenazar a un oficial de la policía es un delito bastante serio. —Pitt miró a la mujer—. Podría arrestarla y encerrarla una temporada en Coldbath Fields. ¿Qué le parecería? ¿Le gustaría pasar unas vacaciones allí?
La mujer vaciló sólo un instante.
—¡Embustero! —le espetó—. ¡Usted no es policía!
—Pues lo soy. Estoy investigando un caso de incendio. Y bien, ¿dónde está Abigail Winters? ¡Dígale que salga antes de que me enfade!
—¡Bastardo! —dijo la mujer, pero su voz había perdido arrogancia. Esbozó una sonrisa burlona—. ¡Bien, señor policía, no podrá ver a Abigail porque ella no está aquí! Se marchó al terminar ese juicio, al campo a visitar a su prima, o algo así. ¡Y ahórrese preguntar dónde porque no lo sé, ni me importa! Si de verdad quiere encontrarla, será mejor que empiece a buscar por ahí. —Rio secamente—. Por supuesto, puede registrar mi casa, si lo desea. —Abrió la puerta por completo, invitándolo a pasar. El inspector notó olor a coles y cloaca.
Si las sospechas de Pitt eran ciertas, resultaba probable que Abigail se hubiese marchado. De todas maneras, decidió asegurarse.
—Bien —dijo—. Entraré a echar un vistazo.
Pitt rogó que no hubiera nadie dentro esperando para apalearlo en aquel laberinto de habitaciones. Ella parecía capaz de ordenar a sus matones que lo hicieran, sólo para vengarse. Pero si había creído que Pitt era oficial de la policía, hacerlo sería una estupidez que arruinaría su negocio. La mención de Coldbath Fields bastaba para quitar a cualquiera el deseo de venganza.
Pitt siguió a la mujer al interior de la casa a través del pasillo. El lugar tenía un aspecto mortecino, casi de abandono, como un teatro de día, sin risas ni jolgorios. Ella fue abriendo las puertas de las habitaciones, una tras otra. Pitt observó las camas deshechas y arrugadas, andrajosas bajo la tenue luz. Las chicas pasaron una a una frente a él, con miradas somnolientas y caras aún manchadas de maquillaje, y lo maldijeron en silencio por molestarlas.
—Este policía ha venido para inspeccionaros —dijo la señora maliciosamente—. Está buscando a Abbie. Le he dicho que ella no estaba aquí, pero está tan empeñado en verla que ha entrado a comprobarlo.
Pitt guardó silencio. No podía arriesgarse a que ella mintiera y quería asegurarse de que la historia de la matrona era cierta.
—¡Ya lo ha visto! —exclamó la mujer al final—. Ahora me cree, ¿verdad? ¡Me debe una disculpa, señor policía! ¡Abigail no está aquí!
—Entonces tendrá que atenderme usted en lugar de ella —repuso Pitt con mordacidad, y sonrió al ver que la mujer se sorprendía.
—¡Yo no haré nada! ¿No pensará que los lechuguinos vienen aquí para acostarse conmigo? ¡Con los pantalones bajados sois todos iguales! ¡No os gustan las viejas como yo!
Pitt arrugó la nariz ante aquellos comentarios.
—Apuesto a que usted nunca ha visto a un verdadero caballero —replicó él rápidamente—. ¡Y mucho menos aquí!
—Oí decir a Abigail que había recibido a dos de esos tipos —señaló la mujer mirando a Pitt—. Y también lo declaró en ese juicio. La noticia apareció en los periódicos. Una de mis chicas sabe leer y me lo contó. Trabajó de criada hasta que perdió el empleo.
Pitt tuvo una idea.
—¿Abigail habló de ese hombre antes o después de comparecer ante el tribunal? —preguntó.
—¡Después, la muy bribona! —La mujer arrugó la cara, enfadada—. ¡Seguro que de no ser por el juicio no hubiese contado nada! ¡Quería mantenerlo en secreto y embolsarse todo el dinero después de haberle ofrecido trabajo, alojamiento y protección! ¡Perra desgraciada!
—Me consta que usted está descuidando el negocio. —Pitt la miró con ceño—. Permitió que dos caballeros entrasen aquí sin abonar la tarifa. Debería haber sabido que los hombres bien vestidos tienen dinero para pagar.
—¡No los vi! —exclamó ella—. ¿Acaso piensa que de verlos los hubiese dejado pasar?
—¿Qué le pasó? ¿Se quedó dormida en la silla? —Pitt apretó los labios—. Está envejeciendo. Debería abandonar el oficio y dejar que lo llevara alguien más atento. Probablemente la roban todas las noches.
—¡Nadie pasa por esta puerta sin que yo lo sepa! —vociferó la anciana—. ¿Quién se la ha abierto, señor policía?
—¿Alguna de las otras chicas vio a esos caballeros que escaparon a su vigilancia? —preguntó Pitt.
—¡Si los vieron y no me dijeron nada, les arrancaré la piel a tiras!
—¿Quiere decir que no les preguntó? Desde luego que está perdiendo las riendas del negocio —se mofó él.
—¡Claro que les pregunté! —exclamó la mujer—. ¡Y no los vieron! ¡Nadie me toma el pelo! Si alguna de las chicas se aprovecha de mí, ordenaré a mis muchachos que la despellejen. ¡Y ellas lo saben!
—De todas formas, Abigail actuó por su cuenta. —Pitt entrecerró los ojos—. ¿Acaso mandó usted a sus matones para que se ocuparan de ella, quizá con demasiada dureza, y la pobre acabó muerta en el río? Tal vez deberíamos buscar mejor a Abigail Winters, ¿no cree?
La mujer palideció.
—¡Jamás le puse la mano encima a esa bribona! —chilló ella—. ¡Ni tampoco mis chicos! ¡Ella siempre me daba la mitad del dinero y yo nunca le hice daño! ¡Se fue al campo, lo juro por la tumba de mi madre! No logrará demostrar que yo le toqué un pelo de la cabeza, porque jamás lo hice. Ninguno de nosotros se metió con ella.
—¿Con qué frecuencia venían esos caballeros a ver a Abigail?
—Una vez, por lo que sé. Sólo una. Eso dijo Abigail.
—No es cierto. En el juicio ella declaró que esos hombres eran clientes habituales.
—¡Entonces es una mentirosa! ¿Cree que no conozco mi propia casa?
—Bien. Me gustaría hablar con las demás chicas, sobre todo con la que sabe leer.
—¡No tiene derecho! ¡Ellas no han hecho nada!
—¿No quiere saber si Abigail la estafaba y las otras la ayudaban?
—Puedo arreglármelas sola. ¡No necesito su ayuda!
—¿En serio? Sin embargo, usted desconocía el asunto antes del juicio.
La mujer arrugó la cara con recelo.
—Y a usted ¿qué más le da? ¿Por qué tendría que importarle que Abigail me engañase?
—Por nada. Pero sí me interesa la frecuencia con que esos dos caballeros venían aquí. Y me gustaría saber si alguna otra chica los reconoce. —Buscó en el bolsillo, y sacó unas fotografías del sospechoso del incendio—. ¿Éste es uno de ellos?
—No lo sé —respondió ella mirando la instantánea de soslayo—. ¿Y qué si lo fuera?
—Traiga a la muchacha que sabe leer.
La mujer obedeció, maldiciendo por el camino, y regresó con una chica despeinada y medio dormida que, con un largo camisón blanco, aún parecía una doncella. Pitt le enseñó el retrato.
—¿Es éste el hombre que venía a ver a Abigail, el que trajo al chico de que ella habló en el juicio?
—Contesta, cariño —le dijo la madama—. O diré a Bert que te azote hasta que sangres, ¿me oyes?
La chica cogió la fotografía y la miró.
—¿Y bien? —preguntó Pitt.
Ella palideció; los dedos le temblaban.
—No lo sé… Yo nunca vi a esos caballeros. Abbie sólo me habló de ellos después del juicio.
—¿Cuánto tiempo después?
—No recuerdo. Ella no lo mencionó hasta que el proceso terminó. Supongo que quería conservar el dinero.
—¿Jamás los viste? —Pitt se mostró sorprendido—. ¿Quién los vio, entonces?
—Nadie que yo conozca. Sólo Abbie. Ella se los reservaba. —La muchacha miró a Pitt, asustada, aunque el inspector no supo si por él o por la madama.
—Gracias —murmuró Pitt, ofreciéndole una media sonrisa. Haber insistido no le habría conducido a ninguna parte. La chica sólo era una parte minúscula de algo que Pitt no lograría cambiar—. Gracias, sólo quería saber eso.
—¡Que me aspen si lo entiendo! —dijo la madama irónicamente.
—Le aconsejo que no juegue con fuego —respondió Pitt con frialdad—. Ordenaré a los agentes locales que vigilen su establecimiento. De modo que no maltrate a las chicas, o la encerraremos. ¿Comprendido?
—¡Maltrataré a quien me plazca! —exclamó ella, y lo maldijo, pero él sabía que iría con cuidado, al menos durante una temporada.
Al salir a la calle, Pitt se dirigió hacia la calle principal para coger un ómnibus que lo llevara a la estación. No buscó un coche; quería tener tiempo para pensar.
Los burdeles no eran lugares privados, y una alcahueta como aquella mujer no toleraba que los hombres entraran y salieran sin su supervisión. Su sustento provenía del pago por los servicios de las chicas. Si ellas empezaban a aceptar clientes a hurtadillas sin pagarle su porcentaje, el rumor se extendería y en un mes el negocio se hundiría.
Entonces, ¿cómo fue posible que Jerome y Arthur Waybourne hubiesen estado allí y nadie los hubiese visto? ¿Y Abigail, con un futuro en que pensar y un techo que la cobijaba, se hubiese atrevido a mantener un cliente en secreto? Muchas chicas habían sido marcadas con cicatrices para toda la vida por jugar sucio. Y Abigail llevaba suficiente tiempo en el oficio para saberlo. No era estúpida, pero tampoco lo bastante lista para llevar a cabo tal fraude, de lo contrario no habría trabajado para aquella malvada mujer.
Todas esas consideraciones culminaban en la pregunta que inquietaba a Pitt: ¿Jerome y Arthur Waybourne habían estado alguna vez en aquel burdel?
La única razón para suponerlo era la palabra de Abigail. Jerome lo había negado, Arthur estaba muerto, y nadie más los había visto.
Pero ¿por qué mentiría Abigail? No tenía nada que ganar. A menos, por supuesto, que le hubiesen pagado por mentir. Por decir que Jerome y Arthur Waybourne habían estado en el prostíbulo. Pero ¿quién querría que ella declarara eso?: el asesino de Arthur. A esas alturas, Pitt estaba convencido de que no era Jerome.
Pero todas esas conjeturas no constituían prueba alguna. Aunque tuviera una duda razonable para reabrir el caso, Pitt debía encontrar a alguien, aparte de Jerome, que pudiese haber pagado a Abigail. Y desde luego, también tendría que visitar a Albie Frobisher y revisar con atención su declaración.
De hecho, pensó, sería conveniente ocuparme de eso ahora mismo.
Pitt pasó por la parada del ómnibus, dobló la esquina y echó a correr por la calle larga y gris. Luego paró un carruaje, se subió e indicó una dirección al cochero.
La pensión donde Albie se hospedaba resultaba familiar: la estera húmeda en el recibidor, luego la brillante alfombra roja, las escaleras oscuras. Pitt llamó a la puerta, consciente de que dentro quizá había algún cliente, pero tenía prisa.
No hubo respuesta.
Volvió a llamar, más fuerte. Nada.
—¡Albie! —exclamó—. ¡Si no abres echaré la puerta abajo!
Silencio. Pitt pegó la oreja a la puerta. Nada.
—¡Albie! —insistió en vano.
Pitt se volvió, bajó por las escaleras y cruzó el pasillo de la alfombra roja en dirección a la parte trasera de la casa, donde estaba el casero. Aquel edificio era distinto del burdel donde Abigail trabajaba. Allí no había alcahuetas que vigilasen la entrada. Albie pagaba un alquiler alto por su habitación y los clientes disfrutaban de un ambiente discreto. Pero también se trataba de una clase diferente de clientela, más adinerada y reservada. Visitar a una prostituta era un desliz comprensible, una pequeña indiscreción ante la que un hombre de mundo haría la vista gorda. Pero pagar por los servicios de un chico no sólo era una aberración imperdonable sino también un sórdido delito que abría las puertas a la pesadilla del chantaje.
Pitt llamó con fuerza a la puerta del casero.
La hoja se abrió un resquicio.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
—¿Dónde está Albie?
—¿Por qué quiere saberlo? Si le debe dinero no es asunto mío.
—Quiero hablar con él. ¿Dónde está?
—¿Qué gano yo si se lo digo?
—Se evitará ser detenido por tener un prostíbulo y ser cómplice de alguien que mantiene relaciones homosexuales.
—¡Tonterías! Yo simplemente alquilo habitaciones. No es responsabilidad mía lo que hagan los huéspedes dentro.
—¿Quiere demostrarlo ante un jurado?
—¡No puede arrestarme!
—Puedo y lo haré. Quizá saldrá en libertad, pero hasta entonces lo pasará muy mal en un calabozo. ¡La gente no tiene mucha simpatía por los alcahuetes, y menos por los que ofrecen los servicios de chiquillos! Bien, ¿dónde está Albie?
—¡No lo sé! ¡Él no me cuenta dónde va o deja de ir!
—¿Cuándo lo vio por última vez? ¿A qué hora suele regresar?
—Alrededor de las seis. Siempre está de vuelta sobre esa hora. Pero hace un par de días que no lo veo. Ayer por la noche no estuvo aquí. ¡Enviadme a Australia si miento! ¡No sé nada más!
—Ya no enviamos a nadie a Australia, desde hace muchos años —dijo Pitt.
—¡Bien, pues a Coldbath Fields! —replicó el individuo—. Le he contado la verdad. ¡No sé dónde ha ido Albie! Ni si volverá. Espero que sí, pues me debe el alquiler de esta semana.
—Confío en que regrese —dijo Pitt con un curioso tono de comprensión. Probablemente Albie volvería. Al fin y al cabo, ¿por qué no iba a hacerlo? Como el chico había dicho, en ese lugar tenía una buena habitación y una clientela establecida. La otra posibilidad era que se hubiese relacionado con un amante, posesivo, exigente y lo bastante rico para instalarlo en alguna parte para su disfrute exclusivo. Pero esos golpes de suerte eran sueños imposibles para chicos como Albie.
—¡Bien, pues ya volverá! —dijo el casero—. ¿Piensa quedarse ahí en el pasillo como un alma en pena hasta que él aparezca? ¡En un lugar como éste no es conveniente que haya gente como usted ahí de pie! Da mala reputación y provoca que se piense que aquí pasa algo raro.
Pitt suspiró.
—Claro que no. Pero regresaré. ¡Y si me entero de que usted ha intentado avisar a Albie que desaparezca, o le ha ocurrido algún percance, lo enviaré a Coldbath Fields para el resto de sus días!
—Veo que le interesa ese muchacho, ¿eh? —El hombre esbozó una sonrisa burlona y consideró que ya era hora de que Pitt se marchara. Lo despidió y cerró la puerta.
No había nada más que hacer excepto volver a comisaría. Pitt ya iba retrasado y no conseguiría nada permaneciendo en aquel lugar.
Gillivray estaba tan entusiasmado con el caso del incendio que pasó un cuarto de hora antes de que se preocupara de preguntar al inspector qué había hecho.
Pitt no quiso contestar directamente la verdad. En cambio, preguntó:
—¿Qué más sabe usted sobre Albie Frobisher?
—¿Qué? —Gillivray frunció el entrecejo como si el nombre no le dijera nada.
—Albie Frobisher —repitió Pitt—. ¿Qué más sabe de él?
—¿Qué más debo saber? —replicó el sargento—. Es un chico que se dedica a la prostitución, eso es todo. ¿Acaso debería importarnos? Si nos dedicásemos a arrestar a los homosexuales de la ciudad no haríamos otra cosa. Aparte, usted tendría que demostrarlo, y ¿cómo lo lograría sin involucrar a sus clientes?
—¿Y qué hay de malo en implicar a los clientes? —preguntó Pitt con franqueza—. Son tan culpables como ellos, quizá más. No realizan esas prácticas para vivir.
—¿Está diciendo que aprueba la prostitución, señor Pitt?
Normalmente, la hipocresía enfurecía a Pitt. En esa ocasión, dado que el sargento no tenía mala intención, se desesperó.
—Claro que no. Pero comprendo cómo se llega a ese mundo, al menos en el caso de muchas personas. ¿Acaso usted aplaude a quienes recurren a los servicios de chicos prostituidos?
—¡No! —Gillivray se ofendió; la idea era espantosa. Entonces advirtió el corolario natural de su anterior pregunta—. Bien… quiero decir…
—¿Sí? —inquirió Pitt.
—Sería una medida poco práctica. —Gillivray se sonrojó al decirlo—. Los hombres que utilizan a gente como Albie Frobisher tienen dinero. Probablemente son caballeros. No podemos arrestar a personajes de esa categoría acusados de perversión sexual. Piense en el escándalo que provocaríamos.
No hacía falta que Pitt emitiera comentario alguno; su cara era suficientemente elocuente.
—Muchos hombres tienen gustos… pervertidos. —Las mejillas de Gillivray mostraban un tono escarlata—. No podemos entrometernos en la vida de las personas. Lo que se haga en privado, mientras nadie sea forzado, es… —Tomó aliento y suspiró con fuerza—. ¡Bien, ya me entiende! Nosotros debemos ocuparnos de resolver crímenes, fraudes, robos y cosas así, situaciones en que alguien ha resultado perjudicado. ¡Lo que un caballero decida hacer en su dormitorio sólo es asunto suyo, y si sus actos son contrarios a la ley de Dios, como el adulterio, mejor aún dejar que Dios lo castigue!
Pitt sonrió y miró por la ventana la lluvia que caía y la calle en tinieblas.
Luego dijo:
—A menos, por supuesto, que esa persona sea Jerome.
—Jerome no fue acusado de realizar prácticas antinaturales —replicó Gillivray—, sino de asesinato.
—¿Está diciendo que si él no hubiese matado a Arthur usted habría hecho la vista gorda en lo que respecta a los otros hechos? —preguntó Pitt incrédulo. Y se dio cuenta de que Gillivray había dicho que Jerome había sido acusado de asesinato, no que fuera culpable. ¿Se trataba meramente de una asociación desmañada de palabras o una señal involuntaria de ciertas dudas que también el sargento albergaba?
—Si Jerome no hubiese matado al muchacho, supongo que nadie se habría enterado de nada. —Gillivray tenía preparada la respuesta perfecta y razonada.
Pitt no lo discutió; aquella afirmación era seguramente cierta. Y por supuesto, de no haberse cometido un asesinato, Anstey Waybourne no habría presentado denuncia alguna. ¿Qué hombre en su sano juicio expondría a su hijo a tal escándalo? Simplemente hubiese despedido a Jerome sin darle una carta de referencia. Las insinuaciones de que Jerome era una persona de moral reprobable, aun sin imputarle ningún cargo, hubiesen arruinado su carrera, y el nombre de Arthur jamás se hubiese relacionado con el caso.
—De todas formas —prosiguió Gillivray—, ahora ya ha terminado todo, y usted sólo causará problemas innecesarios si sigue insistiendo en el tema. No sé nada más de Albie Frobisher, y prefiero que así sea. ¡Y, con el debido respeto, señor, usted debería olvidarse del asunto, si sabe lo que le conviene!
—¿Cree que Jerome mató a Arthur Waybourne? —preguntó Pitt, sorprendiéndose de una pregunta tan ingenuamente directa.
La mirada de Gillivray se encendió con un curioso destello de inquietud.
—No soy el jurado, señor Pitt, y mi trabajo no consiste en decidir si un hombre es culpable o inocente. No lo sé. Considerando todo lo acaecido en el juicio, parece que sí. Y, más importante aún, la ley así lo ha dictado, y yo lo acepto.
—Entiendo. —No había nada más que decir. Pitt dejó correr el tema y se concentró de nuevo en el caso del incendio.
Pitt se dejó caer dos veces más por Bluegate Fields y pasó por la pensión donde Albie Frobisher se hospedaba, pero el muchacho todavía no había regresado. En su tercera visita, un chico aún más joven que Albie, de mirada cínica y curiosa, lo invitó a entrar. La habitación había sido realquilada. Albie había sido sustituido por un nuevo inquilino, como si jamás hubiese existido. Al fin y al cabo, ¿por qué desaprovechar una propiedad en perfecto estado cuando podía generar beneficios?
Pitt realizó discretas averiguaciones en otras zonas similares a Bluegate Fields, como Seven Dials, Whitechapel, Mile End, St. Giles o Devil’s Acre, pero nadie sabía si Albie había estado por allí. De todos modos, eso no significaba mucho. Había miles de vagabundos, prostitutas y ladronzuelos que merodeaban de un barrio a otro. Casi todos morían jóvenes, pero en el mar de la humanidad no se les echaba más de menos que una ola en el océano, ni eran más distinguibles. Se conocían algunos que otros nombres y rostros porque los caseros de las pensiones facilitaban información, confidencias de los bajos fondos que posibilitaban las detenciones policiales, pero la gran mayoría permanecía en el anonimato.
Sin embargo, Albie, como Abigail Winters, había desaparecido.
Al día siguiente, Pitt volvió a la prisión de Newgate para ver a Maurice Jerome. Apenas cruzó los muros de la entrada, notó el familiar olor del lugar; parecía como si sólo hubiese estado fuera unos instantes desde la última vez.
Jerome estaba sentado sobre el colchón de paja exactamente en la misma posición en que Pitt lo había dejado. Se había afeitado, pero su expresión era más sombría, los pómulos más marcados y la nariz más arrugada. El cuello de la camisa seguía almidonado y limpio, seguramente gracias a Eugenie.
Pitt sintió que la lentitud de sus investigaciones le revolvían el estómago. Tuvo que tragar saliva y respirar profundamente para evitar las arcadas.
El guardián cerró la puerta de golpe y Jerome miró a Pitt, que se sorprendió de la inteligencia que denotaba su mirada; últimamente había pensado en él como un objeto, una víctima. Jerome era tan sagaz como el propio Pitt, y mucho más que sus carceleros. Sabía lo que le esperaba; no era un animal atrapado sino una persona lúcida e inteligente. Probablemente sufriría la muerte cien veces antes de que llegase ese último amanecer. Notaría el tacto de la cuerda y sentiría el dolor cien veces, en cada ocasión en que no se concentrase lo suficiente para no pensar en ello.
¿Se apreciaba esperanza en su rostro?
Pitt había cometido una gran estupidez al haberlo visitado. Una crueldad. Los dos hombres se miraron, y la esperanza se desvaneció.
—¿Qué quiere? —preguntó Jerome fríamente.
Pitt no sabía qué quería. Había ido a la cárcel sólo porque quedaba poco tiempo. Quizá todavía creía que Jerome diría algo, aun en esos momentos, que le proporcionase una nueva pista que seguir. De todos modos, expresar en voz alta sus sentimientos, insinuar que existía alguna posibilidad de salvación, sólo provocaría más dolor.
—¿Qué quiere? —repitió Jerome—. Si espera una confesión que le deje conciliar el sueño está perdiendo el tiempo. No maté a Arthur Waybourne. Tampoco tuve, ni deseé —ensanchó la nariz en un gesto de repugnancia—, ninguna relación física con él o cualquiera de los otros chicos.
Pitt se sentó sobre el colchón.
—¿Supongo que tampoco visitaría a Abigail Winters o Albie Frobisher? —inquirió.
Jerome lo miró receloso ya que le pareció advertir cierto sarcasmo en sus palabras. Pero el inspector hablaba en serio.
—No.
—¿Sabe por qué mintieron?
—No. —Jerome esbozó una mueca—. ¿Me cree? De todas maneras, ahora ya no importa, ¿verdad? —El tutor no estaba deprimido. La vida había conspirado contra él y ya no esperaba que las cosas cambiasen.
Jerome se compadecía de sí mismo, y esa actitud enervó a Pitt.
—No —respondió escuetamente—. Da igual. Y no estoy seguro de si le creo. Intenté hablar de nuevo con esa chica, pero ha desaparecido. Luego busqué a Albie, pero él también ha desaparecido.
—No importa —repuso Jerome, mirando las piedras húmedas del muro del fondo de la celda—. Mientras esos dos muchachos sigan empeñados en la mentira de que traté de manosearlos, todo es en vano.
—¿Por qué lo hacen? —preguntó Pitt—. ¿Por qué han mentido?
—Por despecho. ¿Por qué, si no? —La voz de Jerome denotaba un marcado desprecio: hacia los chicos porque habían caído en la falsedad movidos por emociones personales, y hacia Pitt por su estupidez.
—¿Por qué? —insistió Pitt—. ¿Por qué lo odiaban tanto como para decir algo así? ¿Qué les hizo usted para provocarles tanto odio?
—¡Intenté que aprendieran! ¡Traté de enseñarles disciplina, normas de comportamiento!
—¿Qué hay de odioso en eso? ¿Acaso sus padres no harían lo mismo? Todo su mundo está regido por normas —razonó Pitt—, y una disciplina tan rígida que aguantarían el dolor físico antes que quedar en evidencia. De pequeño, observé que hombres de esa clase ocultaban su angustia antes que admitir sus flaquezas y abandonar una cacería. Recuerdo un individuo que le aterraban los caballos, pero pasaba el día entero montando sin dejar de sonreír, y luego al volver a casa se sentía mareado e indispuesto. Y con tal de cumplir las normas de un caballero, cada año sufría ese calvario en lugar de reconocer que detestaba los caballos y la caza.
Jerome guardó silencio. El ejemplo que Pitt había puesto ilustraba el valor estúpido que él admiraba, pero le mortificaba observarlo en miembros de la clase que lo había excluido. Su única defensa contra el rechazo era el odio.
La pregunta seguía sin respuesta. El tutor no sabía por qué los chicos habían mentido, y Pitt tampoco. El problema era que el inspector no creía que ellos mintiesen, pero cuando estaba con Jerome tampoco consideraba que él mintiera. ¡Aquella situación era ridícula!
Pitt siguió sentado otros diez minutos, prácticamente en silencio. Luego llamó al carcelero y se marchó. No había nada más que decir. No había futuro para Jerome, y sería una crueldad pretender lo contrario.
A la mañana siguiente, el comisario Athelstan estaba esperando a Pitt. Junto a la puerta del despacho del inspector aguardaba un agente con órdenes de que él subiera al despacho de arriba inmediatamente.
—¿Sí, señor? —preguntó el inspector apenas Athelstan le dio permiso para entrar.
El comisario estaba sentado tras el escritorio. Aún no había encendido siquiera el puro y en el rostro se le reflejaba la rabia que había estado conteniendo mientras esperaba a Pitt.
—¿Quién diablos lo autorizó a visitar a Jerome? —preguntó, levantándose de la silla.
Pitt se quedó de una pieza.
—No sabía que necesitaba permiso —repuso—. Nunca ha sido así.
—¡No sea impertinente, Pitt! —Athelstan se inclinó sobre el escritorio—. ¡Ese maldito caso está cerrado! Se lo dije hace diez días, cuando el jurado emitió su veredicto. ¡Éste no es asunto suyo, y en esa ocasión ya le ordené que lo dejara en paz! Bien, me he enterado de que ha estado husmeando a mis espaldas. ¡Ha intentado hablar con algunos testigos! ¿Qué demonios cree que está haciendo?
—No he hablado con ningún testigo —señaló Pitt—. No pude. Han desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Qué quiere decir? Esa clase de gente siempre va y viene: la escoria de la sociedad, vagando continuamente de un lugar a otro. Suerte tuvimos de encontrarlos cuando los necesitamos. No diga tonterías, hombre. No han desaparecido como haría un ciudadano respetable. Simplemente se habrán mudado a otro burdel. Que usted no los haya localizado no significa nada. ¿Me oye?
Dado que el comisario gritaba a viva voz, la pregunta era ociosa.
—Claro que le oigo, señor —respondió Pitt, muy serio.
Athelstan se sulfuró más.
—¡Guarde silencio cuando le hable! Bien, me he enterado de que ha ido a ver a Jerome. ¡No sólo una, sino dos veces! Me gustaría saber para qué. Ahora ya no necesitamos su confesión. Ha sido declarado culpable por un jurado popular. Ésa es la ley. —Se cruzó de brazos como si cerrara unas tijeras—. Asunto concluido. El cuerpo de policía le paga por atrapar criminales, Pitt, y, si es posible, evitar que los delitos se cometan. ¡Su trabajo no consiste en defender a los reos, o intentar desacreditar a los tribunales y sus veredictos! Si no es capaz de desempeñar correctamente ese cometido, cumpliendo las órdenes recibidas, le repito que deberá abandonar el cuerpo y buscarse otro empleo. ¿Me comprende?
—¡No, señor, no lo entiendo! —replicó Pitt—. ¿Está diciendo que sólo debo hacer exactamente lo que me manden, sin seguir mi propio criterio o mis corazonadas?
—¡No sea tan tozudo! —Athelstan golpeó el escritorio con la mano—. ¡Claro que no! Usted es inspector. ¡Pero no puede encargarse de cualquier caso que le apetezca! Lo que quiero decir, Pitt, es que si no se olvida del asunto de Jerome volverá a patrullar por las calles. Y tengo poder para hacerlo, lo prometo.
—¿Por qué? —Pitt lo miró fijamente, exigiendo una explicación—. No he visto a testigo alguno. No me he acercado por casa de los Waybourne ni los Swynford. ¿Por qué no debería hablar con Abigail Winters o Albie Frobisher, o visitar a Jerome? ¿Cree usted que alguien dirá algo relevante? ¿Qué logrará cambiar? ¿Quién dará una versión distinta?
—¡Nadie! ¡Nadie en absoluto! Pero usted está provocando muchas hostilidades, induciendo a la gente a dudar y pensar que hay algo oculto, desagradable y obsceno que aún no ha salido a la luz pública. ¡Y eso equivale a difamar!
—¿Como qué, por ejemplo? ¿Qué queda todavía por descubrir?
—¡No lo sé! Por el amor de Dios, ¿cómo voy a saber qué hay en su retorcida mente? ¡Está obsesionado! Pero se lo advierto, Pitt, acabaré con usted si no se aviene a razones. Vuelvo a repetirle que tenemos al culpable, procesado y condenado por un tribunal. ¡Usted no tiene derecho a cuestionar esa decisión ni plantear dudas al respecto! ¡Está saboteando la ley, y no lo permitiré!
—¡No estoy saboteando la ley! —repuso Pitt—. Sólo trato de asegurarme de que tenemos todas las pruebas y no cometemos errores…
—¡No hemos cometido ningún error! —La cara de Athelstan enrojeció—. Nosotros encontramos las pruebas, el tribunal decidió, y no forma parte de nuestro trabajo emitir juicios. Ahora salga de aquí, atrape a ese pirómano y ocúpese de los otros informes que hay sobre su mesa. Si tengo que volver a llamarle la atención por el asunto de Maurice Jerome, o cualquier cosa que tenga que ver con ese caso, lo degradaré. ¡Vamos, Pitt! —Agitó el brazo y señaló la puerta—. ¡Fuera!
No tenía sentido discutir.
—Sí, señor —dijo Pitt—. Ya me voy.
Antes de que la semana terminase, Pitt supo por qué no había encontrado a Albie. Las noticias llegaron por cortesía de la comisaría de Deptford. Se trataba de un simple mensaje de que un cadáver hallado en el río quizá era Albie, y si Pitt estaba interesado podía presentarse en el cuartelillo y examinar el cuerpo.
Pitt acudió. Al fin y al cabo, Albie Frobisher estaba relacionado con uno de sus casos, o lo había estado. El hecho de que lo hubiesen sacado del agua en Deptford no significaba que aquél fuera el lugar donde el muchacho había ido. Lo más probable es que se hubiera quedado por Bluegate Fields, donde Pitt lo había visto por última vez.
El inspector no dijo a nadie a dónde iba. Simplemente manifestó que le habían enviado un mensaje de la comisaría de Deptford para practicar la identificación de un cadáver. Esa excusa parecía bastante razonable ya que la colaboración entre los distintos destacamentos policiales de la ciudad era habitual.
Aquél era uno de esos días ásperos, aunque soleados, en que el viento del este sopla desde el canal como un látigo, azotando la piel, escociendo los ojos. Pitt se subió el cuello de la gabardina, se ajustó la bufanda alrededor del cuello y se caló el sombrero para que el viento no se lo quitara de la cabeza.
El carruaje avanzó por las calles con rapidez. Los cascos de los caballos resonaban sobre los helados adoquines. El cochero iba tan tapado de ropa que apenas lograba ver. Cuando el vehículo se detuvo ante la comisaría de Deptford, Pitt se bajó entumecido por el frío. Pagó al cochero y lo despidió. Quizá estaría bastante rato en aquel sitio; quería saber más cosas aparte de la identidad del muerto, si realmente se trataba de Albie.
Dentro de la habitación había una enorme estufa encendida, con una tetera encima. Un agente uniformado estaba sentado en una silla y tenía una taza de té en la mano. Reconoció a Pitt y se puso en pie.
—Buenos días, inspector. Ha venido a examinar el cadáver que encontramos, ¿verdad? ¿Le apetece una taza de té? Lo que verá no es muy agradable, y hoy hace un día terriblemente frío, señor.
—No, gracias. Primero el deber, luego ya tomaré una. Me gustaría hablar un poco del asunto, si es la persona que yo creo.
—Pobre diablo. —El agente sacudió la cabeza—. De todas maneras, quizá es mejor que todo haya terminado para él. Ha vivido más que algunos. Aún lo tenemos aquí, en la parte de atrás. No hay prisa para llevarlo al depósito en un día como hoy. —Sintió un escalofrío—. ¡Podría pasarse una semana sin empezar a descomponerse!
Pitt asintió y se estremeció.
—Supongo que ha de ser duro trabajar en un depósito de cadáveres, ¿no le parece?
—Al menos no es tan problemático como tratar con los vivos —filosofó el agente—. ¡Y no hace falta darles de comer!
Condujo a Pitt a través de un pasillo estrecho con corrientes de aire, luego bajó por unos escalones de piedras y después subió a una habitación vacía donde una sábana cubría el cadáver sobre una mesa de madera.
—Es éste, señor. Compruebe si es la persona que usted busca.
Pitt apartó la sábana y miró. El río había dejado señales. En el pelo había lodo y algunos hierbajos legamosos, la piel estaba tiznada, pero era Albie Frobisher.
Pitt observó el cuello. No hacía falta preguntarse cómo había muerto: en la garganta se veían marcas amoratadas de dedos. Probablemente ya estaba muerto antes de ir a parar al agua. Pitt retiró la sábana por completo. Sería un descuido pasar por alto cualquier otro detalle, si lo había. El cuerpo era aún más delgado de lo que recordaba, más joven de lo que aparentaba con ropas. Los huesos se adivinaban frágiles, y la piel aún conservaba el carácter inmaculado y terso de la infancia. Quizá aquel rasgo había colaborado en su éxito profesional.
—¿Lo es? —preguntó el agente, a espaldas de Pitt.
—Sí. —El inspector volvió a colocar la sábana—. Sí, es Albie Frobisher. ¿Sabe algo de él?
—No mucho. Cada semana encontramos gente en el río. En invierno, casi todos los días. Algunos los reconocemos, pero de muchos nunca sabemos nada. ¿Ya ha terminado?
—Sí.
—Entonces volvamos al despacho y tomemos esa taza de té.
Los dos regresaron a la sala de la estufa. Se sentaron, sosteniendo tazas humeantes.
—El chico murió estrangulado. —El comentario de Pitt sobraba—. ¿Diría usted que se trata de un asesinato?
—Oh, sí. —El agente torció el gesto—. Aunque no creo que eso importe mucho. ¿Quién puede saber quién lo mató? De todos modos, ¿quién era él?
—Albie Frobisher —contestó Pitt—. Al menos lo conocía por ese nombre. Ejercía la prostitución.
—Oh. ¿El que prestó declaración en el caso Waybourne? Pobre canalla. No ha durado mucho, ¿eh? Lo mataron por estar relacionado con ese asunto, ¿verdad?
—No lo sé.
—Bien. —El agente terminó de beber el té y dejó la taza sobre una mesa—. Quizá sí, ¿no? De todas maneras, en esa clase de oficio uno puede ser asesinado por muchas razones. Aunque el final siempre es el mismo, ¿eh? Quiere disponer del cuerpo, supongo. ¿Se lo envío a su comisaría?
—Sí, por favor. —Pitt se puso en pie—. Será mejor que hagamos las cosas ordenadamente. Quizá esto no tenga nada que ver con el caso Waybourne, pero de todas formas el chico era de Bluegate Fields. Gracias por el té. —Pitt devolvió la taza al agente.
—No se preocupe, señor. Se lo mandaré apenas mi sargento lo autorice, por la tarde.
—Gracias. Buenos días, agente.
—Buenos días, inspector.
Pitt se dirigió hacia la parte soleada del río. Había muy poca marea, y el cieno negro del terraplén despedía un olor acre. El viento rizaba la superficie del agua y lanzaba finas oleadas de espuma blanca contra las lentas barcazas. Las embarcaciones se dirigían a Londres y los muelles. Pitt se preguntó de dónde habían salido aquellos cargueros con obenques. Podía ser de cualquier parte del mundo: los desiertos de África, los yermos del norte de la bahía de Hudson donde el invierno duraba medio año, las junglas de la India o los bancos de arrecifes del Caribe. Y eso sin siquiera salirse del Imperio. Pitt recordaba haber visto un mapamundi con las colonias británicas coloreadas de rojo. La proporción era tan alta que representaba casi la mitad de la tierra. Se decía que el sol jamás se ponía en el Imperio.
Y aquella ciudad era el centro del universo británico. En Londres residía la Reina de todos los hijos del Imperio, tanto si uno estaba en Sudán, Cabo de Buena Esperanza, Tasmania, las islas Barbados, Yukón o Katmandú.
¿Sabía un chico como Albie que vivía en el epicentro de aquel mundo? ¿Acaso los habitantes de los bajos fondos —decadentes y atestados de gente, ocultos tras los barrios respetables— imaginaban en sus sueños más descabellados —producto del alcohol y el opio— la riqueza y el inmenso poder de que formaban parte? Ni siquiera eran capaces de afrontar las enfermedades que asolaban sus hogares.
Las barcazas pasaron de largo, dejando atrás una estela plateada. La superficie del río brillaba a medida que el sol se desplazaba lentamente hacia el oeste. Al cabo de unas horas, el cielo enrojecería, permitiendo que, antes de la puesta de sol, las nubes que cubrían las fábricas de los muelles parecieran incluso bellas.
Pitt empezó a andar. Debía encontrar un carruaje y regresar a comisaría. Athelstan tendría que darle permiso para investigar. Se había producido un nuevo asesinato. Quizá no tenía nada que ver con Jerome o Arthur Waybourne, pero no dejaba de ser un crimen. Y si era posible, debía resolverse.
—¡No! —exclamó Athelstan, poniéndose en pie—. ¡Por el amor de Dios, Pitt! ¡Ese chico se dedicaba a la prostitución! ¡Tenía tratos con pervertidos! Se exponía a acabar muriendo de alguna enfermedad o asesinado por un cliente, un alcahuete o quien fuera. Si nos ocupásemos de cada prostituta muerta, necesitaríamos el doble de personal y, de todos modos, no haríamos otra cosa. ¿Sabe usted cuántas muertes se producen en Londres cada día?
—No, señor. ¿Acaso dejan de importar cuando sobrepasan cierta cifra?
Athelstan golpeó el escritorio con la mano, y los papeles que había encima revolotearon.
—¡Maldita sea, Pitt, lo degradaré por insubordinación! ¡Claro que importan! Si hubiese cualquier posibilidad, o razón, investigaría el caso a fondo. Pero el asesinato de una persona que ejerce la prostitución no es nada extraño. La gente de ese oficio ya sabe que la violencia y las enfermedades son elementos inherentes a su profesión. ¡Y antes o después les salen al paso!
»No enviaré a mis hombres a que rastreen las calles inútilmente. Jamás descubriremos quién mató a Albie Frobisher. Pudo haber sido cualquiera entre mil personas. ¡Diez mil! ¿Cómo saber cuánta gente llegó a estar en casa del muchacho? Nadie veía a los clientes. Esas cosas se hacen con mucha discreción, y usted lo sabe tan bien como yo. No pienso malgastar el tiempo de un inspector en investigar un caso que no tiene solución.
»¡Ahora salga de aquí y encuentre a ese pirómano! ¡Sabe quién es, de modo que arréstelo antes de que tengamos otro incendio!
Pitt no dijo nada más. Se volvió y salió del despacho, dejando a Athelstan furioso y con los puños apoyados sobre el escritorio.