8

Charlotte tampoco podía quitarse el asunto de la cabeza. No habría sabido dar ningún motivo para considerar inocente a Jerome; de hecho, ni siquiera estaba segura de creerlo. Pero la ley no exigía que uno demostrara su inocencia; bastaba con que existiesen dudas razonables.

La esposa de Pitt se compadecía de Eugenie, aunque todavía no conseguía verla con buenos ojos. Su presencia la irritaba; ella representaba todo aquello que Charlotte no era. Pero quizá se equivocaba con esa desdichada; tal vez Eugenie había sido sincera. Quizá era una mujer amable y paciente para quien la lealtad suponía la mayor virtud. Quizá se preocupaba sinceramente por su marido.

Si Jerome era realmente inocente, el asesino de Arthur Waybourne seguiría en libertad después de haber cometido, en opinión de Charlotte, un crimen aún peor que permitir que Jerome fuese condenado y ahorcado en su lugar. El proceso había sido lento, y había habido tiempo de comprender la situación y rectificar. Resultaba una vergüenza imperdonable.

La ejecución era un final inapelable. ¿Qué pasaría si se probaba la inocencia de Jerome, pero demasiado tarde?

A pesar de lo que Pitt pensaba hacer, o pudiese hacer —y quizá no sería mucho—, ella debía intentar algo. Y como Emily y la tía abuela Vespasia ya habían regresado, ellas la ayudarían.

Gracie tendría que volver a cuidar de Jemima y Daniel. Sólo contaba con tres semanas: no habría tiempo de escribir cartas, enviar tarjetas de visita y estar pendiente de los ecos de sociedad. Decidió vestirse e ir a Paragon Walk, para visitar a Emily. Las ideas se le arremolinaban en la mente: posibilidades, preguntas sin respuesta, cosas que la policía no podía hacer y ni siquiera tenía en cuenta.

Charlotte llamó a Gracie a viva voz. La muchacha se sobresaltó y se apresuró ruidosamente por el pasillo. Entró en el salón, y encontró a Charlotte en pie en medio de la sala, muy sosegada.

—¡Oh! ¡Señora! —Gracie se mostró confundida—. Creí que se había hecho algo, o algo así. ¿Qué ha pasado?

—¡Una injusticia! —exclamó Charlotte agitando el brazo. El melodrama resultaría más efectivo que una explicación lógica—. Debemos hacer algo antes de que sea demasiado tarde. —Charlotte incluyó a Gracie para convertirla en miembro activo de la operación y asegurarse su cooperación incondicional.

Gracie se estremeció excitada y soltó un ligero gemido.

—¡Oh, señora!

—Sí —replicó Charlotte con firmeza. Debía pasar rápidamente a los detalles mientras el entusiasmo siguiese vivo—. ¿Te acuerdas de la señora Jerome, aquella mujer que vino aquí? ¡Sí, claro que la recuerdas! Bien. Su marido ha sido encarcelado por algo que no hizo —prefirió no enturbiar el tema con dudas— y será ahorcado si no averiguamos la verdad.

—¡Oh, señora! —Gracie se horrorizó. La señora Jerome era una persona real, con las virtudes de una heroína de ficción: simpática, hermosa y necesitada de amor—. Oh, señora. Entonces…, ¿vamos a ayudarla?

—Sí, así es. El señor también hará lo que pueda, por supuesto, aunque quizá no sea suficiente. La gente se aferra a los secretos, y la vida de un hombre podría depender de ello. De hecho, la de varias personas. También necesitaremos la cooperación de otras personas. Ahora voy a ver a lady Ashworth, y mientras esté fuera cuidarás de Daniel y Jemima. —Gracie estaba tan concentrada que parecía hipnotizada—. No quiero que digas a nadie dónde estoy y ni por qué he ido allí. Simplemente he salido de visita, ¿comprendes? Si el señor te pregunta, di que he ido a ver a mi familia. De hecho, ésa es la verdad y no debes tener miedo de contarla.

—¡Oh, no, señora! —exclamó Gracie, fuera de la agitación—. ¡Usted sólo ha ido de visita! Guardaré el secreto. ¡Pero vaya con cuidado, señora! ¡Los asesinos pueden ser muy peligrosos! ¡Ya me dirá qué haríamos si le ocurriera algo a usted!

Charlotte enarcó una ceja.

—Tendré cuidado, Gracie, descuida —respondió ella—. Y ya procuraré no quedarme a solas con individuos sospechosos. Sólo voy a investigar un poco acerca de ciertas personas.

—Oh, qué emocionante, señora. Cuidaré de la casa, lo juro. No se preocupe en absoluto.

—Gracias. —Charlotte sonrió y se marchó deprisa, dejando a Gracie en medio del salón, boquiabierta.

Al recibir la intempestiva visita de Charlotte, la doncella de Emily se sorprendió, pero, como siempre, supo disimularlo. Simplemente levantó un poco las cejas bajo la cofia almidonada. El uniforme negro y el delantal guarnecido de encajes presentaban un aspecto impecable. Por unos instantes, Charlotte deseó poder permitirse vestir a Gracie de aquella manera, pero resultaría muy poco práctico. Gracie tenía otros deberes además de atender la puerta. Tenía que fregar el suelo, barrer y desempolvar las alfombras, limpiar la chimenea y lavar los platos.

Las doncellas formaban parte de otro mundo, uno que Charlotte sólo añoraba en momentos estúpidos e irreflexivos, como cuando entraba en casa de Emily. Aunque enseguida se acordaba de las cosas aburridas de dicho mundo, los agobiantes rituales que ella no había sido capaz de poner en práctica cuando pertenecía a esa esfera social.

—Buenos días, señora Pitt —dijo la chica, impertérrita—. La señora aún no está preparada para recibirla. ¿Sería tan amable de esperar en el salón? El fuego está encendido. Si no le importa, preguntaré a la señora si quiere desayunar con usted.

—Gracias. —Charlotte se acarició la barbilla para demostrar que estaba muy tranquila, a pesar de la hora inapropiada en que se había presentado y las molestias que quizá ocasionaba—. Diga a la señora que he venido para tratar una cuestión de máxima urgencia. Necesito su ayuda para impedir que se cometa una gran injusticia en un asunto escandaloso. —Ese comentario bastaría para que Emily se presentara inmediatamente; aunque estuviera en la cama.

La doncella abrió los ojos como platos. Aquella valiosa información sin duda se abriría camino hasta las dependencias de la servidumbre; y todo aquél que tuviera el valor de fisgonear por las cerraduras seguro que lo haría, y transmitiría con entusiasmo el resultado de las pesquisas. Charlotte se preguntó si había exagerado las cosas. Tal vez ella y su hermana recibirían a lo largo de la mañana numerosas invitaciones superfluas para tomar el té.

—Muy bien, señora —contestó la chica—. Avisaré a la señora enseguida. —Se marchó y cerró la puerta muy despacio. Pero Charlotte la oyó andar tan rápido por el pasillo que la falda sin duda le ondearía.

Regresó al cabo de unos minutos.

—Si es tan amable de reunirse con la señora en la sala del desayuno, señora…

—Gracias. —Charlotte pasó por delante de la doncella; le resultó agradable que le sostuvieran la puerta. Ella sabía dónde estaba la sala del desayuno y no necesitaba que la acompañaran.

Emily la esperaba sentada a la mesa, peinada ya espléndidamente; llevaba un vestido de tafetán verde que le proporcionaba un aspecto delicado y refinado. Charlotte se dio cuenta inmediatamente de su propio aspecto y se sintió como una hoja otoñal junto a una flor de pétalos abiertos. Perdió parte del entusiasmo y se sentó pesadamente en la silla que había frente a Emily. Se imaginó en una bañera de agua caliente y perfumada, y que luego una doncella lisonjera la vestía con ropas de seda brillante de suave caída…

—Oh, Charlotte —dijo Emily, devolviéndola a la realidad—, ¿qué ha ocurrido? ¡No te quedes ahí sentada teniéndome con el corazón en vilo! Hace meses que no me entero de un buen escándalo. Las únicas noticias que me han llegado han sido de líos amorosos, perfectamente predecibles para cualquiera que tuviera ojos en la cara. Además, ¿a quién le importan los romances ajenos? La gente se dedica al amor sólo porque no es capaz de imaginarse algo más interesante. Pero nadie se deja llevar por la pasión, todo se reduce a un juego estúpido. ¡Charlotte! —Emily dejó la taza sobre la mesa con tal brusquedad que la porcelana tintineó—. Por el amor de Dios, ¿qué ocurre?

Charlotte bajó de las nubes.

—Un asesinato —anunció.

Emily dio un respingo y se sentó bien erguida.

—¿Un poco de té? —Tendió la mano para coger la campanilla de plata que había sobre la mesa—. ¿Quién ha sido asesinado? ¿Alguien que conocemos?

La doncella apareció enseguida. Sin duda había estado con la oreja pegada a la puerta, esperando. Emily le lanzó una mirada desabrida.

—Trae té y tostadas para la señora Pitt.

—Sí, señora.

—No quiero tostadas —replicó Charlotte, pensando en los vestidos de seda.

—¡Cómelas de todas formas, luego no nos apetecerán a la hora del almuerzo! Gwenneth, puedes retirarte. —Emily esperó hasta que la puerta fue cerrada—. ¿Quién ha sido asesinado? ¿Y cómo? ¿Y por qué?

—Un chico llamado Arthur Waybourne —respondió Charlotte—. Murió ahogado en una bañera, pero no estoy completamente segura del motivo.

Emily frunció el entrecejo.

—¿Qué significa «completamente»? ¿Te refieres a que sólo tienes una idea aproximada? Las cosas que dices no son demasiado lógicas, Charlotte. ¿Quién querría matar a un niño? Acabas de mencionar su nombre, por tanto no se trataba de un chiquillo desconocido que alguien desease sacarse de encima.

—No era un niño. Tenía dieciséis años.

—¡Dieciséis! Pero bueno, Charlotte, probablemente ese muchacho se ahogó por accidente. ¿Thomas cree también que fue un asesinato, o estás en esto por tu cuenta? —Emily reflejó en su mirada un matiz de decepción.

—Resulta muy improbable que se ahogara por accidente —respondió Charlotte, observando la mesa, llena de exquisitas piezas de porcelana, botes de confitura y migas—. ¡Y desde luego no llegó por su propio pie a las cloacas del alcantarillado!

Emily contuvo la respiración.

—¡En las cloacas! —exclamó, tosiendo y golpeándose el pecho—. ¿Has dicho cloacas?

—Exacto. Por lo visto, el chico también había mantenido relaciones homosexuales y contraído una enfermedad muy desagradable.

—¡Qué repugnante! —Emily respiró profundamente y bebió un sorbo de té—. ¿Qué clase de persona era ese muchacho? Presumo que procedería de uno de esos barrios…

—Al contrario —interrumpió Charlotte—. Era el hijo mayor de un caballero de…

En ese momento la puerta se abrió y la camarera entró con una tetera y un plato de tostadas. Mientras dejaba las cosas sobre la mesa hubo un silencio absoluto. Luego ella remoloneó unos instantes por si la conversación se reanudaba, pero al ver la gélida mirada de Emily se marchó.

—¿Qué decías?

—Era el hijo mayor de una familia distinguida —repitió Charlotte—. El señor Anstey y la señora Waybourne, de Exeter Street.

Emily miró fijamente a su hermana, sin prestar atención a la tetera y el fragante vapor que despedía la infusión.

—¡Es absurdo! —exclamó—. ¿Cómo pudo suceder algo así?

—Él y su hermano tenían un tutor —explicó Charlotte—. ¿Me pasas el té? Un hombre llamado Maurice Jerome, bastante desagradable, muy estirado y remilgado. Le ofende que la gente con más dinero y menos inteligencia que él lo trate con superioridad. Gracias. —Charlotte bebió un sorbo de té; la taza era muy ligera y estaba decorada con un motivo floral en tonos azules y dorados—. El hijo menor ha declarado que Jerome se le insinuó con intenciones deshonestas. Y lo mismo dijo el hijo de un amigo de la familia. Lo han condenado.

—¡Oh, Dios mío! —Se escandalizó Emily—. Qué sórdido. ¿Quieres una tostada? La confitura de melocotón está muy buena. No logro comprender esa clase de actos. De hecho, ni siquiera sabía que tales cosas sucedían hasta que un día escuché a un amigo de George contar una historia terrible. —Acercó la mantequilla a Charlotte—. Y bien, ¿cuál es el misterio? Hablaste a Gwenneth de algo bastante escandaloso en relación a una gran injusticia. El escándalo es obvio, pero ¿dónde está la injusticia? El culpable ha sido procesado y será ahorcado, supongo.

Charlotte evitó discutir si alguien debía ser ahorcado o no. Esa polémica tendría que esperar a otra ocasión.

—¡Pues resulta que aún no se ha demostrado su culpabilidad! —dijo Charlotte—. Existen muchas posibilidades que todavía no se han demostrado o refutado.

Emily la miró de soslayo con recelo.

—¿Como cuáles? ¡Para mí todo está muy claro!

Charlotte cogió el bote de confitura de melocotón.

—Por supuesto que está claro —señaló ella bruscamente—, pero eso no significa que sea cierto. Arthur Waybourne quizá no era tan inocente como todo el mundo supone. Tal vez mantuvo una relación con los otros dos chicos, y ellos se asustaron, o sintieron repugnancia, y lo mataron.

—¿Existe alguna razón para llegar a esa conclusión? —Emily no parecía nada convencida, y Charlotte tuvo la impresión de que su hermana perdía interés en el asunto.

—Aún no te lo he contado todo —dijo Charlotte, tratando de enfocar el tema desde otra perspectiva.

—No me has contado nada —replicó Emily con mordacidad—. Nada que valga la pena considerar.

—Asistí al juicio y escuché las declaraciones de los testigos y vi a la gente.

—¡Vaya! —exclamó Emily, sonrosándose de frustración. Se sentó bien derecha en la silla Chippendale—. Yo nunca he estado en un juzgado.

—Claro que no —asintió Charlotte con un matiz de despecho—. Las señoras de la buena sociedad no van a esos lugares.

Emily arrugó las cejas. De repente, el asunto tomaba un cariz excitante.

Charlotte entendió la señal. Al fin y al cabo, quería que Emily colaborase; de hecho, había ido a verla precisamente para eso. Le contó rápidamente todo lo que recordaba. Describió la sala del tribunal y habló de los testigos que subieron al estrado: el hombre que había encontrado el cadáver, Anstey Waybourne, los dos muchachos, Esmond Vanderley, las otras personas que declararon en relación a las referencias de Jerome, Albie Frobisher y Abigail Winters. Charlotte se esforzó por relatar con exactitud las cosas que se habían dicho. También trató de explicar los sentimientos encontrados que Jerome y Eugenie le inspiraban. Y acabó exponiendo sus teorías sobre Godfrey, Titus y Arthur Waybourne.

Emily la miró largo rato antes de responder. El té se había enfriado.

—Entiendo —dijo ella al final—. Reconozco que no hay suficientes pruebas para estar completamente seguras. No sabía que algunos chicos se ganasen la vida de esa manera. Es espantoso, pobres criaturas. De todas formas, he descubierto que en la alta sociedad hay cosas más repulsivas de lo que imaginaba cuando vivíamos en Cater Street. En aquella época las dos éramos muy inocentes. Algunos amigos de George me resultan bastante repelentes. De hecho, le he preguntado por qué diablos los soporta. Él dice que los conoce de toda la vida, y cuando creces junto a alguien tiendes a pasar por alto las cosas desagradables que haga. Esas amistades perduran, y no te das cuenta de lo horribles que son como personas porque aún te acuerdas de cómo eran antes y ya no te preocupas por observar su comportamiento como se haría con un recién conocido. Quizá con Jerome haya sucedido eso. Su mujer jamás advirtió lo mucho que él había cambiado. —Emily levantó las cejas y miró la mesa. Cogió la campanilla pero luego cambió de opinión.

—Esa sugerencia podría aplicarse igualmente en el caso de Arthur Waybourne —razonó Charlotte.

—Supongo que no se permitió investigar ese supuesto. —Emily arrugó la nariz con aire pensativo—. No resulta demasiado decoroso. Quiero decir que imagino la reacción de la familia por el mero hecho de que la policía se presentara en su casa.

—¡Exactamente! Thomas no tiene medios para seguir investigando. El caso está cerrado.

—Ya. Y muy pronto, el tutor será ahorcado.

—A menos que hagamos algo.

Emily consideró la cuestión y frunció el entrecejo.

—¿Por ejemplo?

—Bien, en primer lugar, deben haber cosas de Arthur que desconocemos. Y me gustaría hablar con esos dos chicos sin que sus padres estuvieran presentes. Me encantaría saber qué dirían si se les interrogase adecuadamente.

—Me parece muy improbable que logres averiguar algo. —Emily era realista—. Cuanto más haya que silenciar, más se asegurarán sus familias de que no se les presione. A estas alturas, los muchachos se sabrán las respuestas de carrerilla y no se atreverán a retractarse. Dirán siempre lo mismo a cualquiera que los interrogue.

—No lo sé —contestó Charlotte—. Quizá darían una versión distinta si los pillamos desprevenidos.

—Ya veo que has venido para que te ayude a encontrar una forma de entrar en casa de los Waybourne —dijo Emily, sonriendo—. Lo haré, pero con una condición.

Charlotte la sabía antes de que Emily hablara.

—Que tú estés presente, ¿no? —Sonrió—. Está bien. ¿Conoces a los Waybourne?

Emily suspiró.

—Pues no.

Charlotte se desanimó.

—Pero estoy segura de que tía abuela Vespasia sí, y de lo contrario sabrá de alguien que sí los conozca. El mundo de la alta sociedad es un pañuelo, ya sabes.

Charlotte recordó gratamente a la anciana Vespasia, la tía abuela de George. Se levantó de la mesa.

—Entonces será mejor que vayamos a verla —dijo Charlotte entusiasmada—. Le encantará ayudarnos cuando sepa el motivo.

Emily también se puso en pie.

—¿Le dirás que ese tutor es inocente? —preguntó.

Charlotte vaciló. Necesitaba ayuda, y la tía abuela Vespasia quizá se negaría a entrometerse en una familia afligida, acompañada de dos hermanas fisgonas para desvelar horribles secretos, a menos que creyera que estaba a punto de cometerse una gran injusticia. Sin embargo, Charlotte sabía que resultaría imposible mentir a la anciana y ni siquiera valía la pena intentarlo.

—No. Le hablaré de la posibilidad de que se cometa una injusticia terrible, nada más. Ella se interesará en el asunto.

—No te aseguro que ella esté dispuesta a moverse simplemente por amor a la verdad —respondió Emily—. También advertirá las desventajas de tomar cartas en el asunto. Es una mujer práctica, ya sabes. De no haber sido así, no hubiese sobrevivido setenta años en sociedad. ¿Quieres que te preste un vestido apropiado? Supongo que si a la tía abuela le va bien, saldremos de inmediato. No hay tiempo que perder. Y a propósito, sería mejor que yo me encargara de explicarle la historia a Vespasia. Tú darías demasiados detalles innecesarios y la confundirías. La gente como ella no está al corriente de la vida en los desagradables bajos fondos, y menos de chicos que ejercen la prostitución, con sus enfermedades y perversiones. Nunca has sabido decir algo sin destaparlo todo al mismo tiempo.

Se acercó a la puerta y salió al vestíbulo, chocando prácticamente contra Gwenneth, que estaba apoyada contra la puerta con una bandeja en la mano. Emily no le prestó atención y se dirigió hacia las escaleras.

—Tengo un vestido rojo oscuro que probablemente te sentará mejor que a mí —dijo—. El color es demasiado fuerte para mi piel y quedo muy pálida.

El vestido resultó muy elegante, quizá demasiado para visitar a una familia que recientemente había estado de duelo. Emily evaluó a su hermana de pies a cabeza con los labios apretados, pero Charlotte se sintió complacida al verse en el espejo; no había tenido un aspecto tan atrevido desde aquella noche lamentable en el teatro, un incidente que esperaba que su hermana hubiese olvidado.

—No —dijo con firmeza antes de que Emily hablase—. Esas personas están de duelo, pero yo no. De todos modos, tampoco conviene presentarse de una manera que les recuerde el pesar de los últimos días. Puedo llevar un sombrero negro y guantes. Eso bastará para guardar la compostura. Ahora será mejor que te vistas, o habremos perdido media mañana. ¡Sólo faltaría que cuando lleguemos tía Vespasia se haya ido!

—¡No seas ridícula! —exclamó Emily—. ¡Ella tiene setenta y cuatro años! A estas horas tan tempranas no sale de visita. ¿Ya has olvidado las reglas del juego?

Pero cuando las dos llegaron a casa de Vespasia se encontraron con que lady Cumming-Gould hacía bastante rato que se había levantado y ya había atendido una visita —la doncella tendría que preguntar si la señora estaba libre para recibir a lady Ashworth y su hermana—. La joven las invitó a esperar en una sala donde la fuerte fragancia que despedía un florero de crisantemos dominaba el ambiente. Las ventanas eran de cristal francés con cantos dorados, y en la pared había un extraño tapiz de seda china. Durante la espera, las dos mujeres admiraron el bordado.

De repente, Vespasia Cumming-Gould abrió las puertas y se asomó. Estaba exactamente como Charlotte la recordaba: alta, delgada y erguida. La anciana —de rostro aguileño, aunque en su juventud había sido una de las chicas más hermosas de su edad— arqueó las cejas. Llevaba el pelo recogido con lazos plateados y un vestido con delicados encajes de Chantilly. Sólo ese traje debía de costar lo que Charlotte se gastaba al año en ropas; sin embargo, al ver cómo sentaba a la tía Vespasia, se alegró y se mostró encantada.

—Buenos días, Emily. —Vespasia entró y permitió que el lacayo cerrara las puertas—. Querida Charlotte, tienes muy buen aspecto. Eso sólo puede significar que vuelves a estar embarazada o que estás metida en otra escabrosa investigación.

Emily suspiró.

—Sí, tía Vespasia —asintió Charlotte—. Se trata de un asesinato.

—Eso te pasa por casarte con alguien socialmente inferior a ti —dijo la anciana sin pestañear y dio unas palmadas a Emily en el brazo—. Siempre he pensado que ha de ser divertido, en el caso, claro, de que se encuentre a un marido inteligente e ingenioso. Exijo a los demás que conozcan su lugar y sin embargo los desprecio cuando saben dónde deben estar. Creo que tu policía me gusta precisamente por eso, querida Charlotte. Él nunca sabe cuál es su sitio, pero se desenvuelve con tanto acierto que resulta imposible ofenderse. ¿Cómo se encuentra?

Charlotte se sintió desconcertada. Nunca había pensado en Pitt de esa manera. De todas formas, comprendía qué quería decir tía Vespasia: no se trataba de un rasgo físico, sino de la expresión de la mirada y su voluntad de no sentirse insultado. Tal vez tenía que ver con la dignidad innata de profesar ciertas convicciones.

Tía Vespasia la miró fijamente, a la espera.

—De salud muy bien, gracias —respondió Charlotte—. Pero preocupado por una injusticia que podría cometerse. ¡Algo imperdonable!

—¿De veras? —La anciana se sentó en el sofá, arreglándose el vestido con un rápido movimiento—. Y supongo que tú tratas de arreglar esa injusticia. Por eso has venido a verme, ¿no? ¿Quién ha sido asesinado? No será esa historia desagradable del chico Waybourne, ¿verdad?

—Sí, es ésa —interfirió Emily rápidamente; tomando la iniciativa antes de que Charlotte provocase un desaguisado social—. Sí, el asunto no es lo que parece.

—Mi querida chiquilla. —Vespasia enarcó las cejas sorprendida—. Muy pocas cosas lo son, de lo contrario la vida sería mortalmente aburrida. A veces pienso que ése es el sentido de la sociedad. La diferencia básica entre nosotros y las clases trabajadoras consiste en que nosotros tenemos tiempo e ingenio para discernir que casi nada es lo que parece. Ésa es la esencia de tener estilo.

»¿Qué hay de particular en este lamentable asunto que resulte más engañoso de lo normal? —La anciana se volvió hacia Charlotte—. Sé que el joven Arthur fue encontrado en circunstancias muy sórdidas. Uno de los sirvientes de la familia fue acusado del crimen y, por lo que sé, declarado culpable. ¿Qué más debe saberse?

Emily lanzó a Charlotte una mirada de advertencia y se sentó en una silla Luis XV a esperar lo peor.

Charlotte se aclaró la garganta.

—El jurado emitió el veredicto basándose únicamente en declaraciones de testigos. No se aportó ninguna prueba material.

—Claro —dijo la tía Vespasia sacudiendo la cabeza—. ¿Qué esperabas? Difícilmente quedarán marcas tangibles en una bañera por ahogar a alguien dentro. Y cabe presumir que no se produjo forcejeo. ¿En qué consistieron esas declaraciones? ¿Quién las prestó?

—Los otros dos chicos, Godfrey, el hermano menor de Arthur, y Titus Swynford. Declararon que Jerome también intentó manosearlos.

—Oh. —La tía Vespasia dio un pequeño respingo—. Conocí a la madre de Callantha Vanderley. Se casó con el tío de Benita Waybourne, que en aquella época se llamaba Benita Vanderley. Callantha contrajo matrimonio con Mortimer Swynford. Jamás comprendí por qué lo hizo; supongo que ella lo encontraría bastante agradable. Nunca me preocupé mucho por él. Se vanagloriaba de su buen criterio y resultaba un poco vulgar. El buen criterio jamás debería mencionarse. Es como una buena digestión: mejor darla por supuesta que hablar de ella. —Suspiró—. En fin, supongo que, por una razón u otra, los jóvenes tienden a estar pagados de sí mismos, y a la larga el buen criterio es mejor que una nariz bien formada o una extensa genealogía.

Emily sonrió.

—Bien, si usted conoce a la señora Swynford —dijo con optimismo—, quizá podamos visitarla. Tal vez descubramos algo.

—¡Eso me ofrecería una clara ventaja! De momento sé muy poco de este asunto —respondió Vespasia—. Por el amor de Dios, prosigue, Charlotte. ¡Y haz el favor de ir al grano!

Charlotte se abstuvo de mencionar que había sido Vespasia quien la había interrumpido.

—Aparte de los dos chicos —continuó—, nadie más de ninguna de las dos familias tenía queja alguna sobre Jerome, excepto que no les caía demasiado bien, algo que sucedía también a todos los que lo conocían. —Tomó aire y se apresuró a seguir antes de que la anciana volviese a interrumpirla—. Las otras pruebas provinieron de una mujer… —vaciló; quería utilizar un término aceptable pero que no condujera a un malentendido— de vida disoluta.

—¿Una qué? —Vespasia volvió a enarcar las cejas.

—Una… una mujer de vida disoluta —repitió Charlotte sintiéndose incómoda. No tenía ni idea de cuánto sabría sobre esas cosas una anciana como Vespasia.

—¿Te refieres a una mujer de la calle? ¡Si es así, por el amor de Dios, chica, dilo claro! «Vida disoluta» podría significar cualquier cosa. Conozco duquesas cuya conducta podría describirse de esa manera. ¿Qué pasa con esa mujer? ¿Qué tiene que ver con el caso? Desde luego, ese despreciable tutor no mataría al chico por celos provocados por una puta, ¿no?

—Claro que no —musitó Emily, sorprendida por la llaneza de Vespasia.

La anciana la miró fríamente.

—Es una idea bastante repulsiva, de acuerdo —dijo con franqueza—. Pero también lo es el asesinato. ¡No es más atractiva simplemente porque el motivo sea el dinero! —Se volvió hacia Charlotte—. Por favor, explícate un poco mejor. ¿Qué tiene que ver esa mujer? ¿Tiene nombre? Empiezo a olvidar de quién estoy hablando.

—Se llama Abigail Winters. —No tenía sentido seguir tratando el tema con delicadeza—. El médico de la policía detectó que Arthur Waybourne tenía la sífilis. Dado que el tutor no presentaba esa enfermedad, el chico debió contraerla de otra persona.

—¡Evidentemente!

—Abigail Winters dijo que Jerome había llevado a Arthur a un burdel para que ella lo iniciara. ¡Él también era voyeur! Arthur se infectó de ella. La prostituta tiene la enfermedad.

—Qué desagradable. —La tía Vespasia arrugó suavemente su larga nariz—. En fin, gajes del oficio, supongo. Pero si el chico está enfermo y ese Jerome mantenía relaciones con él, ¿por qué no se contagió también el tutor? Has dicho que Jerome está sano, ¿verdad?

De repente, Emily se sentó bien erguida. La cara le ardía.

—¿Charlotte? —inquirió, alzando la voz.

—Eso es —respondió despacio—. ¡Y no es lógico! Si los contactos continuaban, el tutor debería tener esa enfermedad. ¿O acaso algunos son inmunes a ella?

—¡Mi querida chiquilla! —Vespasia miró a Charlotte, al tiempo que buscaba los quevedos para observarla más de cerca—. ¿Cómo demonios voy a saberlo? Imagino que sí; de lo contrario muchas personas, de quienes, por lo que cuentan a una, nada se sospecharía, la tendrían. ¡Bien, sigamos pensando en la cuestión! ¿Qué más? De momento tenemos las declaraciones de dos jovencillos de una edad en que no puede confiarse en absoluto, y una mujer de la calle. Habrá algo más, ¿no?

—Sí. Un… un chico de diecisiete años que ejerce la prostitución. Entró en ese mundo a los trece años. Sin duda alguien lo vendió a un alcahuete. Declaró que Jerome había sido cliente habitual de él. Gracias a esa revelación sabemos que el tutor es… —Charlotte evitó la palabra «homosexual».

La tía Vespasia tuvo a bien permitirle esa libertad. Se mostró entristecida.

—Trece años —repitió la anciana, frunciendo el entrecejo—. Ésa es una de las ofensas más obscenas de nuestra sociedad: permitir que sucedan tales cosas. Bien, el joven prostituido tendrá algún nombre, ¿no? ¿Dice que ese despreciable tutor era cliente suyo? ¿Qué hay de Arthur? ¿También él tenía relaciones con ese muchacho?

—Al parecer no, pero aunque así fuera, el chico difícilmente lo admitiría —razonó Charlotte—, dado que Arthur fue asesinado. Nadie confiesa haber conocido a una persona que ha sido asesinada, y menos aún si por ello se convirtiese en sospechoso.

—Cierto. Este asunto es muy desagradable. Presumo que me has contado todo esto porque crees que ese tutor es inocente, ¿no?

—No lo sé —dijo Charlotte con franqueza—. Pero el veredicto del jurado es muy conveniente y cierra el caso de un modo tan decoroso que creo que no nos hemos preocupado de demostrarlo como es debido. ¡Y si lo ahorcan, luego será demasiado tarde!

Vespasia suspiró suavemente.

—Imagino que Thomas no está en posición de seguir averiguando cosas ya que el juicio cerró el caso. Bien. ¿En qué soluciones alternativas has pensado? ¿Que ese joven miserable, Arthur, quizá tenía otros amantes, o incluso se había introducido en el oficio de una manera discreta? —Vespasia apretó los labios—. Un afán muy peligroso, cabría pensar. En primer lugar, hay que considerar si él mismo se procuraba los clientes o contaba con alguien, un protector, que se los buscaba. ¡Difícilmente utilizaría su casa para tales propósitos! ¿Cuánto dinero movía ese negocio, y dónde fue a parar? ¿Fue el dinero la causa principal de la tragedia? Sí, veo que hay muchos caminos que explorar, ninguno de los cuales resultará agradable para las familias.

»Emily dijo que eras un desastre social. Pues bien, temo que te trató con cierta generosidad. ¡Eres una catástrofe! ¿Por dónde deseas empezar?

El primer paso fue una visita formal a Callantha Swynford, ya que ella era la única persona relacionada con el caso que Vespasia conocía personalmente. Y aun siendo así, costó bastante encontrar una excusa para introducir el tema, incluyendo un par de conversaciones sobre aquel maravilloso instrumento, el teléfono, que Vespasia se había instalado y utilizaba con fruición.

Las tres salieron de casa en el carruaje de Vespasia después del almuerzo, a una hora ya aceptable para realizar visitas. Vespasia y Emily presentaron sus tarjetas de visita a la doncella, quien, como era de esperar, se sintió impresionada por la presencia de no sólo una sino dos damas de la nobleza. Las hizo pasar casi inmediatamente.

El salón era más que acogedor: elegante y cómodo a la vez, una combinación poco frecuente. Un fuego copioso ardía en el hogar, trasmitiendo una sensación de calor y vida. Las paredes estaban atestadas de retratos de familia, aunque de todos modos la colección resultaba más austera de lo habitual; ni siquiera había los animales disecados y las flores secas enmarcadas en cristal que solían utilizarse como elementos decorativos.

Callantha Swynford también representó una sorpresa, al menos para Charlotte. Ella la había imaginado gorda y pagada de sí. En cambio, Callantha era delgada, de piel blanca y llena de pecas que en su juventud sin duda habría tratado de eliminar, o al menos disimular. Ahora ya no les prestaba atención, y los lunares hacían juego con su pelo bermejo de una manera sorprendentemente atractiva. Sin embargo, ella no era hermosa; la nariz resultaba demasiado larga y pronunciada, y la boca excesivamente grande. Pero desde luego irradiaba elegancia y, ante todo, tenía personalidad.

—Le agradezco la visita, señora Cumming-Gould —dijo Callantha sonriendo. Tendió la mano para invitar a las damas a sentarse—. Y señora Ashworth. —Charlotte no había presentado su tarjeta de visita y no supo qué hacer. Nadie la auxilió.

—Mi prima Angélica está indispuesta. —La tía Vespasia mintió como si estuviese diciendo la hora—. Está muy apenada por no haber podido venir y me pidió que le dijese lo mucho que le gustó conocerla. También me solicitó que yo la visitase en lugar de ella, para que usted no tuviese la impresión de que mi prima descuida sus amistades. Como esta mañana mi nieta, la señora Ashworth, y su hermana Charlotte se habían presentado en mi casa, pensé que a usted no le importaría que ellas me acompañasen.

—Claro que no. —Callantha ofreció la única respuesta posible en aquellas circunstancias—. Encantada de conocerlas. Un detalle muy considerado por parte de Angélica. Espero que su indisposición no sea nada serio.

—Creo que no. —Vespasia agitó la mano con delicadeza para cambiar de tema, como si fuera algo inapropiado—. De vez en cuando se presentan esas pequeñas aflicciones.

Callantha comprendió inmediatamente; sería mejor no volver a mencionar el tema.

—Desde luego —asintió. Vespasia y Charlotte sabían que de ese modo quedaba solventado el problema de que Callantha comentase posteriormente con Angélica esa cuestión.

—Un salón encantador —dijo Charlotte con sinceridad—. Admiro su gusto.

—¿De veras? —Callantha pareció sorprendida—. Me encanta que piense eso. Muchos lo encuentran demasiado austero. Supongo que deben esperar una decoración más convencional, retratos de familia y cosas así.

Charlotte decidió aprovechar la oportunidad.

—Siempre he pensado que unos lienzos de calidad que capten realmente la esencia de una persona tienen más valor que un montón que sean meros retratos fisonómicos —respondió ella—. Me es imposible dejar de admirar ese excelente cuadro que hay sobre la repisa de la chimenea. ¿Es su hija? La tía abuela Vespasia mencionó que usted tiene un hijo y una hija. Es una niña encantadora, y por las facciones presiento que cuando crezca se parecerá a usted.

Callantha sonrió, observando el retrato.

—Sí, ésa es Fanny. La tela fue pintada hace un año, y la chiquilla está muy orgullosa de ella, demasiado diría yo. Tengo que refrenarla. La vanidad no es una cualidad que deba alentarse. Y para ser sincera, Fanny no es en modo alguno una niña hermosa. Su encanto personal estará en su personalidad. —Callantha pareció evocar recuerdos de su propia juventud.

—Pero eso es mucho mejor —asintió Charlotte con convicción—. La belleza desaparece, y a veces catastróficamente deprisa, mientras que con un poco de tesón el carácter va mejorando indefinidamente. Estoy segura de que Fanny me caería muy bien.

Emily le lanzó una mirada, y Charlotte supo que su hermana creía que estaba poniéndose demasiado en evidencia. De todas maneras, Callantha ignoraba a qué se debía la visita de las tres mujeres.

—Usted es muy generosa —murmuró Callantha con educación.

—Nada de eso —objetó Charlotte—. A menudo pienso que la belleza es como un arma de doble filo, sobre todo en los jóvenes. Ese don puede conducir a muchas situaciones desventuradas. He observado que incluso algunas personas refinadas, inocentes y amparadas por una familia decente, han acabado en el mal camino debido a recibir demasiados elogios, hasta el punto de no darse cuenta de la frivolidad y el vicio que puede haber tras la máscara de la adulación.

Callantha frunció el entrecejo, turbada. Charlotte se sintió culpable de haber sacado a relucir el tema de una manera tan descarada, pero no había tiempo para sutilezas.

—En serio —prosiguió Charlotte—. He presenciado casos entre mis amistades en que una belleza inusual ha propiciado que una persona joven tuviera poder sobre otras, una influencia abusiva que al final la ha llevado a su propia perdición y, aún peor, también ha traído la desgracia a quienes la rodeaban. —Aspiró hondo—. En cambio, una personalidad encantadora no reporta sino cosas buenas. Creo que usted tiene mucha suerte. —Charlotte recordó que Jerome había impartido clases de latín a Fanny—. Y por supuesto, la inteligencia es uno de los mejores dones. A veces la estupidez deja de ser un problema cuando el apoyo de una familia cariñosa y paciente salvaguarda de sus efectos. Pero quien goza de sensibilidad propia está abierto a los encantos del mundo y evita muchos peligros. —¿Sonaban sus palabras tan pretenciosas como a ella le parecía? Resultaba difícil enfocar el tema y conservar los buenos modales y la modestia.

—Oh, Fanny es muy inteligente —dijo Callantha sonriendo—. De hecho, es mejor estudiante que su hermano, o cualquiera de… —Se interrumpió.

—¿Sí? —inquirieron Emily y Charlotte al mismo tiempo.

Callantha palideció.

—Iba a decir cualquiera de sus primos, pero el mayor de ellos murió hace unas semanas.

—Lo siento mucho —respondieron las dos hermanas también al unísono, simulando gran sorpresa—. Una desgracia difícil de superar —añadió Emily—. ¿Fue a causa de una enfermedad repentina?

Callantha vaciló, sopesando las posibilidades de zanjar la cuestión con una mentira. Al final se decidió por la verdad. Después de todo, el caso había aparecido en los periódicos y, aunque las damas de buena familia no solían leer esas publicaciones, resultaba imposible no escuchar los rumores. ¡Suponiendo, claro, que alguien hubiese intentado hacerlos correr!

—No… Alguien mató al chico. —Callantha eludió la palabra «asesinato»—. Toda una tragedia…

—¡Oh, querida mía! —Emily era mejor actriz que Charlotte; siempre lo había sido. Y no había vivido la historia desde el principio, de modo que podía fingir ignorancia—. ¡Qué penoso para usted! Espero sinceramente que no hayamos venido en un momento inoportuno. —Aquélla era una observación innecesaria. La vida social no se interrumpía cada vez que moría un pariente, a menos que fuese directo, de lo contrario se corría el riesgo de estar casi permanentemente de duelo.

—No, no. —Callantha sacudió la cabeza—. Estoy encantada de verlas.

—Quizá —dijo Vespasia— usted tendría a bien asistir a una pequeña velada en mi casa de Gadstone Park. Me gustaría mucho que viniera, y su marido también, si él lo desea y no tiene obligaciones que cumplir. No lo conozco, pero seguro que es muy simpático. Mi lacayo les traerá las invitaciones.

Charlotte frunció el entrecejo. Quería hablar con Titus y Fanny, no con Mortimer Swynford.

—Estoy convencida de que él disfrutará de ese encuentro tanto como yo —señaló Callantha—. Había pensado invitar a Angélica a una fiesta en que nos deleitará un joven pianista muy elogiado. He organizado la velada para el sábado por la tarde. Espero que ella ya se habrá recuperado para entonces. En cualquier caso, me alegraría mucho que todas ustedes vinieran. Mayoritariamente habrá damas, pero si lord Ashworth o su marido desean acompañarlas… —Se volvió hacia las dos hermanas.

—¡Desde luego! —exclamó Emily ilusionada. El objetivo se había logrado. Los hombres no asistirían; estaba claro. Miró a Charlotte—. ¿Tal vez tendremos oportunidad de conocer a Fanny? Admito que estoy bastante intrigada. Aguardaré con impaciencia el momento.

—Yo también —asintió Charlotte.

La tía Vespasia se puso en pie. Para una visita estrictamente de cumplido como la anciana había planteado, las tres mujeres llevaban ya suficiente tiempo en casa de Callantha, sobre todo teniendo en cuenta que se trataba de una primera visita. Lo más importante era que se había conseguido el propósito. Con formal dignidad, Vespasia se despidió en nombre de sus nietas y, tras intercambiar las debidas cortesías, se las llevó al carruaje.

—Excelente —dijo ella mientras todas se sentaban y se arreglaban las faldas para que se arrugasen lo menos posible antes de la siguiente visita—. Charlotte, ¿dijiste que ese desgraciado chico sólo tenía trece años cuando se inició en su desagradable oficio?

—¿Albie Frobisher? Sí, así es. En la actualidad, sólo parece un poco mayor. Es muy delgado, escuálido y completamente imberbe.

—¿Y cómo lo sabes, si puedo preguntarlo? —Vespasia le lanzó una mirada fría.

—Estuve en el juicio —respondió Charlotte impulsivamente—. Lo vi.

—¿De verdad? —Vespasia enarcó las cejas—. Tu comportamiento me sorprende cada vez más. Cuéntame más. ¡Cuéntamelo todo! O mejor no, aún no. Vamos a visitar al señor Somerset Carlisle. ¿Lo recuerdas?

Charlotte se acordaba perfectamente de ese hombre y los horribles sucesos de Resurrection Row. Él había sido el más entusiasta a la hora de luchar para conseguir que el Parlamento aprobara el proyecto de ley sobre la pobreza infantil. Conocía los bajos fondos tan bien como Pitt. De hecho, en una ocasión asustó y horrorizó al pobre Dominic enseñándole la zona de Devil’s Acre, junto a Westminster.

Pero ¿le interesarían los actos de un tutor antipático y engreído que de momento estaba considerado culpable de un crimen abominable?

—¿Cree usted que el señor Carlisle se interesará por el caso de Jerome? —preguntó Charlotte—. La situación del tutor no se debe a una aplicación errónea de la ley. Difícilmente sea un asunto para llevar al Parlamento.

—Es una cuestión que sugiere una reforma —respondió la tía Vespasia mientras el carruaje doblaba una esquina a bastante velocidad. La mujer se vio obligada a sujetarse para evitar caer sobre el regazo de Charlotte. Frente a ellas, Emily aguantó firme en una postura poco elegante. La anciana resopló—. ¡Tendré que hablar seriamente con este cochero! ¿Acaso se imagina que llegará a ser un auriga? ¡Creo que me considera una especie de princesa romana bastante mayor! ¡El día menos pensado pondrá sables en las ruedas!

Charlotte simuló un estornudo para ocultar la sonrisa.

—¿Una reforma? —preguntó al cabo de unos instantes—. No veo de qué manera…

—Si los niños de trece años son comprados y vendidos para esa clase de prácticas —señaló Vespasia bruscamente—, entonces hay algo en las leyes que debe ser reformado. De hecho, llevo un rato meditando sobre el tema. Tú simplemente me has encendido una luz. Creo que es una causa merecedora de nuestros mejores esfuerzos. Imagino que el señor Carlisle también pensará lo mismo.

Carlisle escuchó a las tres mujeres con atención y, como Vespasia había esperado, se afligió por las condiciones de vida de jóvenes como Albie Frobisher y las posibles injusticias del caso instruido contra Jerome.

Tras reflexionar un poco, planteó varias preguntas y teorías. ¿Había Arthur amenazado a Jerome, lo había chantajeado con contar a su padre la relación que mantenían? Y cuando Waybourne se hubo encarado con Jerome, ¿tal vez el tutor le contó más de lo que Arthur había previsto? ¿Habló a Waybourne de sus visitas a Abigail Winters, incluso de los encuentros con Albie Frobisher, y le reveló que el propio Arthur había introducido a los otros dos chicos en aquellas prácticas? ¿Fue quizá entonces Waybourne, cegado por la cólera y el horror, quien optó por matar a su propio hijo en lugar de enfrentarse a un escándalo que jamás podría superar? ¡Aquellas posibilidades ni siquiera se habían explorado!

Pero, por supuesto, la policía, la ley y el sistema judicial ya habían pronunciado su veredicto. La reputación y la profesionalidad de los implicados en el proceso dependía de que la condena se llevara a cabo. Admitir que habían actuado con precipitación, quizá incluso negligencia, en el ejercicio del deber, los deshonraría públicamente. Y nadie lo reconocería a menos que fuese por fuerza mayor.

Además, admitió Charlotte, ellos tal vez creían con absoluta sinceridad en la culpabilidad de Jerome. ¡Y quizá lo era!

¿Y acaso el prometedor y joven sargento Gillivray admitiría haber ayudado, aunque fuera mínimamente, a Albie Frobisher en la identificación de Jerome? ¿Concedería haber plantado la semilla de la connivencia en una mente despierta y ansiosa por sobrevivir? Tal vez Albie comprendió lo que quería el sargento y se lo ofreció.

¿Admitiría Gillivray tal responsabilidad? ¡Claro que no! Aparte de cualquier consideración, esa admisión supondría traicionar al comisario Athelstan, dejándolo en la estacada. ¡Y eso era impensable!

Abigail Winters tal vez no había mentido por completo. Quizá Arthur estuvo con ella y tenía unos gustos más normales que no sólo incluían a los chicos. Y tal vez Abigail se había asegurado tácitamente cierta inmunidad al introducir a Jerome en su declaración. El deseo de cerrar el caso de una forma concluyente y moralmente satisfactoria era innegable. Gillivray quizá había sucumbido a ella, seducido por la idea del éxito, y de rápidos ascensos. Charlotte se avergonzó de la idea cuando se la dijo a Carlisle, pero tuvo la impresión de que no debería descartarse.

Carlisle preguntó qué esperaban de él.

La respuesta era bastante obvia. Las tres damas deseaban que él obtuviera datos ciertos y precisos sobre la prostitución en general, y la infantil en particular, para informar a las mujeres de la buena sociedad. Evidentemente, esa información las escandalizaría, y con el tiempo el abuso de menores se convertiría en algo tan aborrecible que ellas se negarían a recibir a cualquier hombre de quien se sospechara que cultivase, o siquiera tolerase, tales prácticas.

Él desconocimiento de esos horrores era la principal causa de la indiferencia que las mujeres mostraban al respecto. Pero si supieran algo acerca del tema, por condicionados que tuvieran el miedo y la desesperación que provocaba esa horrible realidad, movilizarían su enorme poder social.

Carlisle pareció desconcertado, pero la tía Vespasia le lanzó una mirada gélida y dijo:

—¡Soy perfectamente capaz de enfrentarme a cualquier cosa que la vida depare, siempre que haya una razón para ello! No me agrada la vulgaridad, pero si hay que tratar un problema, primero debe comprenderse. Le ruego que no se ande con remilgos, Somerset.

—No me atrevería —respondió él y suspiró. De hecho, casi era una disculpa, y Vespasia la aceptó de buen grado.

—Imagino que no será una información agradable —reconoció ella—. De todas maneras, debe asumirse. Debemos contar con datos precisos y correctos, ya que un error grave nos llevaría a perder el caso. Conseguiré toda la ayuda que me sea posible. —Sentada en la silla, se volvió—. Emily, para empezar, la mejor opinión será la de la gente más influyente, aquéllos que se ofenderán más.

—¿La Iglesia? —sugirió Emily.

—¡No digas bobadas! Todo el mundo espera que la Iglesia pronuncie acalorados discursos contra el pecado. ¡Ése es su trabajo! Pero nadie le presta atención porque no representa novedad alguna. Necesitamos la colaboración de los mejores líderes de la sociedad, aquéllos que la gente escucha e imita, los que fomentan las costumbres sociales. Ahí es donde tú me ayudarás, Emily.

Emily estaba entusiasmada y el semblante le brillaba de ilusión.

—Y tú, Charlotte —prosiguió Vespasia—, quizá puedas conseguir alguna información. Tienes un marido que trabaja en la policía. Utilízalo. Somerset, con usted volveré a hablar en otro momento. —Se levantó del sillón y se dirigió hacia la puerta—. Mientras tanto, confío en que averiguará todo lo posible en relación a ese tutor llamado Jerome y ese mundillo de perversiones. Es bastante urgente.

Pitt no contó nada a Charlotte sobre su enfrentamiento con Athelstan, de modo que ella no sabía que él había intentado volver a abrir el caso. Ella no imaginaba que eso fuera posible con un veredicto firme. Además, Charlotte sabía mejor que nadie que las personas influyentes no permitirían que el resultado fuese cuestionado una vez celebrado el juicio.

El siguiente paso era prepararse para la fiesta de Callantha, donde Charlotte tal vez tendría oportunidad de hablar con Fanny Swynford. Y si la ocasión de conversar con Titus no surgía espontáneamente, ella ya se las arreglaría para conseguirlo. Al menos, Emily y tía Vespasia estarían allí para ayudarla. Y Vespasia era capaz de permitirse casi cualquier clase de comportamiento porque tenía la posición, y sobre todo el estilo, para salir bien parada, como si ella fuese la norma y los demás la excepción.

Charlotte sólo dijo a Pitt que iba a visitar a tía Vespasia. Sabía que la anciana caía lo suficientemente bien a su marido para que él no pusiese objeciones. De hecho, le mandó recuerdos en un respetuoso mensaje, un detalle poco común en él.

Charlotte acompañó a Emily en su carruaje. Había pedido prestado otro vestido para la ocasión ya que le resultaba poco práctico gastarse el dinero destinado a comprar ropa en algo que probablemente sólo se pondría una vez. Los cánones de la moda de alta costura cambiaban tan a menudo que el traje de una temporada quedaba desfasado a la siguiente; era extraño que Charlotte acudiese más de una o dos veces al año a una velada como la de Callantha Swynford.

Aquel día, el tiempo era horrible y del cielo grisáceo caía aguanieve. La única manera de reflejar cierto atractivo consistía en vestir ropas vistosas y deslumbrantes. Emily eligió un suave tono rojo claro. Sin desear asemejarse demasiado, Charlotte optó por un terciopelo color melocotón. Emily se lamentó por no haberlo escogido. Sin embargo, era muy orgullosa y no estaba dispuesta a pedir a su hermana que se cambiaran el vestido, aunque los dos le pertenecían; sus razones hubiesen sido demasiado obvias.

De todas formas, cuando las dos llegaron al vestíbulo de la casa de los Swynford y se las hizo pasar al gran salón, donde el fuego ardía, Emily se olvidó del asunto y se concentró en el motivo de la visita.

—Espléndido —dijo ella, mostrando una sonrisa radiante a Callantha Swynford—. ¡Tengo muchas ganas de conocer a todo el mundo! Y Charlotte también, estoy segura. Casi no ha hablado de otra cosa mientras veníamos aquí.

Callantha respondió en las habituales fórmulas de cortesía y las acompañó para presentarlas a los demás invitados, quienes charlaban animadamente acerca de nimiedades. Al cabo de media hora, cuando el pianista había empezado a interpretar una monótona pieza, Charlotte distinguió a una niña muy serena de unos catorce años. Reconoció por el retrato que era Fanny. Se excusó de la persona con quien conversaba en aquellos momentos —algo sencillo, ya que todo el mundo se aburría y pretendía escuchar música— y se escabulló entre otros grupos de invitados hasta llegar junto a Fanny.

—¿Te gusta? —susurró Charlotte con naturalidad, como si se conocieran de tiempo.

Fanny pareció indecisa. Tenía expresión inteligente. Aparte de la boca y los ojos grises, el parecido con su madre no era tanto como el retrato sugería. No daba la impresión de ser una niña mentirosa.

—Creo que no la entiendo —contestó con cierto recelo.

—Yo tampoco —dijo Charlotte con una sonrisa—. No me preocupo por comprender la música a menos que me guste cómo suena.

Fanny se distendió.

—Ya —dijo, aliviada—. A mí me parece horrible. No entiendo por qué mamá invitó a ese pianista. Supongo que es la atracción de este mes o algo así. Y parece tomarse su trabajo con tanta ansiedad que no puedo evitar pensar que no le interesa mucho. Quizá ésa no es la manera en que él pretende que suene, ¿qué opina usted?

—Tal vez le preocupa que no le paguen —respondió Charlotte—. Yo no le daría un centavo.

Viendo que ella sonreía, Fanny soltó una risita, pero al punto recordó dónde estaba y se tapó la boca con una mano. A partir de ese momento, observó a Charlotte con renovado interés.

—Usted es tan hermosa que nadie pensaría que dice cosas horribles —comentó la niña, pero se percató de que había metido la pata aún más y se sonrojó.

—Gracias —respondió Charlotte—. Me alegro de que creas que soy bonita. —Bajó la voz con aire conspirador—. De hecho, pedí prestado el vestido a mi hermana y creo que ella desearía habérselo puesto. Pero por favor, no se lo cuentes a nadie.

—¡Oh, no! —prometió Fanny—. Es un vestido precioso.

—¿Tienes hermanas?

Fanny negó con la cabeza.

—Sólo un hermano, de modo que no puedo pedir nada prestado. Debe de estar bien tener una hermana.

—Sí, así es. Aunque también me hubiese gustado un hermano. Tengo algunos primos, pero apenas los veo.

—Igual que yo, pero casi todos son chicos también. Al menos los que veo. En realidad son primos segundos, pero da lo mismo. —Frunció el entrecejo—. Uno de ellos murió hace poco. Lo mataron. No comprendo qué sucedió, y nadie me lo contará. Creo que fue algo muy malo, de lo contrario me lo hubiesen explicado, ¿no?

Charlotte vio tras su mirada perpleja que la niña necesitaba que la tranquilizasen. La realidad sería mejor que los monstruos creados por el silencio. Aparte de que Charlotte necesitaba información, no deseaba engañar a la niña con mentiras piadosas.

—Sí —contestó—. Probablemente ocurrió una terrible desgracia y por eso prefieren no tocar el tema.

Fanny la observó antes de volver a hablar, midiéndola con la mirada.

—Fue asesinado —dijo al final.

—Oh, cariño, lo siento —respondió Charlotte con serenidad—. Es muy triste. ¿Cómo sucedió?

—Nuestro tutor, el señor Jerome, lo asesinó. Eso dicen.

—¿Vuestro tutor? Qué espantoso. ¿Se pelearon? ¿Piensas que fue un accidente? ¿Quizá él no tenía la intención de ser tan violento?

—¡Oh, no! —Fanny sacudió la cabeza—. No fue nada de eso. No hubo pelea alguna. Arthur murió ahogado en una bañera. —Arrugó la cara con perplejidad—. Simplemente, no lo comprendo. Titus, mi hermano, tuvo que declarar ante un tribunal. A mí no me permitieron ir, por supuesto. ¡No me dejan hacer nada interesante! A veces es horrible ser una chica. —Suspiró—. Pero no consigo imaginarme qué sabrá él que sea de utilidad en un juicio.

—Los hombres suelen ser un poco arrogantes —señaló Charlotte.

—El señor Jerome lo era —replicó Fanny—. Y también muy remilgado. Tenía cara de haber comido budín de arroz. Pero era un profesor excelente. Odio el budín de arroz, siempre tiene grumos y no sabe a nada, pero en casa tenemos que comerlo cada jueves. El señor Jerome me enseñaba latín. No creo que ninguno de nosotros le cayese muy bien, pero él jamás perdió la paciencia ni se enojó. En cierta manera estaba orgulloso de eso. Era una persona terriblemente… no lo sé. —Encogió les hombros—. Nunca estaba de buen humor.

—Pero ¿odiaba a tu primo Arthur?

—Nunca le tuvo mucha simpatía, pero no creo que lo odiase.

Charlotte sintió una ráfaga de esperanza.

—¿Cómo era tu primo Arthur?

Fanny arrugó la nariz y vaciló.

—¿No te gustaba? —preguntó Charlotte. Supuso que aquélla era la primera vez que, tras el duelo, Fanny tenía la oportunidad de decir la verdad sobre Arthur.

—No demasiado —admitió.

—¿Por qué no? —preguntó Charlotte, tratando de ocultar su interés.

—Era un presumido, aunque también muy elegante. —Fanny volvió a encoger los hombros—. Algunos chicos son muy vanidosos, tanto como cualquier chica. Y él se daba aires de superioridad, pero supongo que eso se debía a que Arthur era mayor que nosotros. —Suspiró—. Vaya, ¿no es horrible ese piano? Suena como si una doncella dejara caer al suelo un montón de cuchillos y tenedores.

Charlotte se desanimó. Justo cuando empezaban a hablar de Arthur, Fanny cambiaba de tema.

—Él era muy inteligente —prosiguió la chiquilla—. O quizá astuto. Pero ésa no es razón para matarlo, ¿verdad?

—No —contestó Charlotte—. Por eso sólo no. ¿Por qué dicen que el tutor lo asesinó?

Fanny arrugó la frente.

—No lo sé ni lo comprendo. Titus me contó que era cosa de hombres y no convenía que yo lo supiese. ¡A veces los niños son muy altivos! Apuesto a que de todos modos se trata de algo que ya conozco. Siempre se arrogan saber secretos que desconocen. —Resopló—. ¡Así son los chicos!

—¿No crees que esta vez podría ser cierto? —sugirió Charlotte.

Fanny la miró con el mismo desprecio que sentía por los chicos.

—No. Titus no sabe de qué está hablando. Lo conozco muy bien y le veo las intenciones. Simplemente se da aires de importante para complacer a papá. Es un estúpido.

—No debes monopolizar a nuestros invitados, Fanny —dijo la voz de un hombre.

Charlotte se volvió y vio a Esmond Vanderley. Cielos, ¿la recordaría él de aquella fiesta horrible? Quizá no; las ropas, el ambiente, todo era muy distinto.

Vanderley esbozó una sonrisa radiante.

—Le pido disculpas por Fanny. Creo que la música la aburre.

—Me parece menos agradable que la compañía de la niña —respondió Charlotte con cierta aspereza. Vanderley había prestado declaración sobre Jerome y conocido bien a Arthur. Afortunadamente no mencionó su primer encuentro, pero aun así Charlotte no podía permitirse retirarse de la batalla. Aquélla sería quizá su única oportunidad. Le devolvió la sonrisa y trató de suavizar un poco el tono—. Como conozco a muy pocos invitados, Fanny estaba comportándose como una excelente anfitriona y aliviando mi soledad.

—Entonces pido disculpas a Fanny —dijo él afablemente; al parecer no se había ofendido.

Charlotte buscó una manera de mantener vivo el tema de Arthur sin resultar demasiado curiosa.

—La niña estaba hablándome de su familia. Ya ve, yo tuve dos hermanas, mientras que ella sólo tiene un hermano y primos varones. Estábamos comparando las diferencias.

—¿Usted tuvo dos hermanas? —Fanny se sintió interesada tal como Charlotte había esperado. No le agradaba valerse de artimañas, pero no había tiempo de actuar con delicadeza.

—Sí. —Charlotte bajó la voz y no le hizo falta esforzarse para mostrarse emocionada—. Mi hermana mayor fue asesinada en plena calle.

—¡Oh, qué horrible! —exclamó Fanny, horrorizada—. Es la cosa más terrible que he oído en mucho tiempo. Es peor que lo de Arthur, porque yo ni siquiera quería a mi primo.

Charlotte la acarició suavemente en el brazo.

—De todas formas, no creo que la muerte de una persona sea más lamentable que la de otra. Pero sí, yo quería a mi hermana.

—Lo siento mucho —dijo Vanderley—. Debió de ser muy penoso. La muerte ya es algo suficientemente malo para que encima venga después la policía con sus investigaciones. Por desgracia, nosotros hemos sufrido recientemente esas penalidades. Pero, gracias a Dios, ya ha terminado todo.

Aquélla era la oportunidad de Charlotte. Pero ¿cómo sacar a relucir los aspectos más desagradables de Arthur en presencia de Fanny? Sería muy doloroso.

—Debe de haber sido un gran alivio para todos ustedes —dijo, y al punto comprendió la insensatez de sus palabras. Empezaba a decir estupideces. ¿Dónde estaban Emily y tía Vespasia? ¿Por qué no acudían a rescatarla? Que se llevaran a Fanny o hablaran ellas con Esmond Vanderley sobre la verdadera naturaleza de Arthur—. Por supuesto, jamás se supera una pérdida tan trágica —añadió intentando enmendarse.

—Supongo que no —respondió Vanderley—. Yo veía a Arthur bastante a menudo. Es lo normal en una familia. Pero, como ya dije antes, no le profesaba un especial cariño.

De repente, Charlotte tuvo una idea. Se volvió hacia la chiquilla.

—Fanny, tengo mucha sed, pero no deseo entablar conversación con la señora de la mesa. ¿Serías tan amable de traerme un vaso de ponche?

—Claro —contestó la niña—. Algunas de esas personas son horribles, ¿verdad? Allí hay una que lleva un vestido azul brillante y no habla de otra cosa que de sus achaques. Ni siquiera son interesantes, como enfermedades extrañas o cosas así, sino simples jaquecas —añadió, y se marchó a cumplir el encargo.

Charlotte miró a Vanderley. Fanny sólo tardaría un minuto en volver, aunque con un poco de suerte, como era una niña, la atenderían la última.

—Su sinceridad es muy loable —dijo Charlotte, tratando de mostrarse encantadora. De todas maneras, se sintió cohibida y bastante ridícula—. Mucha gente pretende haber querido a los muertos y visto únicamente virtudes en ellos, a pesar del concepto que tuvieran de los desdichados cuando vivían.

Vanderley sonrió y esbozó una ligera mueca.

—Gracias. Admito que es un alivio confesar que veía en el pobre Arthur muchas cosas que no me agradaban.

—Al menos ya han atrapado al hombre que lo mató —prosiguió ella—. Supongo que el asunto está claro: Ese individuo es culpable ¿verdad? Quiero decir, ¿la policía está satisfecha y el juicio ha puesto punto final al caso? Si es así, dejarán de molestarlos.

—Todo ha quedado resuelto. —Al terminar la frase, un pensamiento acudía a la mente de Vanderley. Vaciló, miró a Charlotte y después suspiró—. Al menos, no imagino otra solución. Durante los interrogatorios hubo un policía peculiarmente quisquilloso, pero no entiendo qué más podría descubrir ahora.

Charlotte fingió sorprenderse. Que el cielo la ayudara si Vanderley caía en la cuenta de quién era ella.

—¿Quiere decir que ese policía duda de la solución del caso? ¡Qué terrible! ¡Una situación espantosa para ustedes! Si el sujeto que condenaron no era realmente el asesino, ¿quién pudo haber sido?

—¡Sabe Dios! —Vanderley palideció—. Sinceramente, a veces Arthur era una pequeña bestia. Dicen que el tutor era su amante… Siento escandalizarla. —Vanderley cayó repentinamente, aunque un poco tarde, en la cuenta de que Charlotte era una mujer que quizá ni siquiera conocía esas cosas—. Dicen que él inició al chico en prácticas antinaturales. Es posible, pero no me sorprendería que Arthur hubiese llevado la iniciativa. El pobre hombre tal vez cayó en las redes y se sintió halagado, aunque luego el muchacho lo dejó de lado. O tal vez Arthur hizo eso con otra persona, y fue un antiguo amante quien lo mató en un arrebato de celos. Esa posibilidad hay que tenerla en cuenta. ¡Quizá incluso se había dedicado por completo a ejercer la prostitución! Lo siento, estoy avergonzándola, señora… Perdone, pero me atrajo tanto el vestido que usted llevaba la otra noche que ahora no recuerdo su nombre.

—¡Oh! —Charlotte buscó rápidamente una respuesta—. Soy la hermana de la señora Ashworth. —De esa manera, al menos no parecería tener relación con la policía. Volvió a ruborizarse.

—¡Bien, le pido disculpas por una conversación tan violenta y obscena, hermana de la señora Ashworth! —Vanderley sonrió con regocijo—. Pero usted introdujo el tema, y si su propia hermana fue asesinada, ha de estar familiarizada con los aspectos más desagradables de las investigaciones.

—Oh, sí, por supuesto —dijo Charlotte, aún sonrojada. Vanderley era sincero; ella había empezado—. No me he escandalizado —agregó—. Pero la idea de que su sobrino fuera una persona tan pervertida como usted sugiere resulta difícil de creer…

—¿Arthur? Sí, desde luego. Es una pena que alguien tenga que morir ahorcado por culpa de él, aunque sea un profesor de latín antipático y avinagrado. Pobre desdichado. De todos modos, me atrevería a decir que si no lo hubiesen condenado, habría seguido seduciendo a otros chicos. Al parecer, también se propasó con el hermano menor de Arthur, y con Titus Swynford. No debería haber hecho eso. Debería haber buscado a alguien con la misma inclinación, dispuesto a consentir tales relaciones, y no asustar a un niño como Titus. Él es un chiquillo inocente. Se parece un poco a Fanny, pero no es tan despierto, gracias a Dios. Las chicas listas de la edad de Fanny me aterran. Se dan cuenta de todo y luego hablan de ello con una claridad desconcertante, en los momentos menos oportunos.

En esos instantes, Fanny regresó orgullosa con el ponche para Charlotte. Vanderley se excusó, dejando a Charlotte perpleja y ligeramente excitada. Él había insinuado ideas en que Charlotte ni siquiera había pensado.