Para Pitt, el juicio debería haber supuesto el final del caso. Él había reunido la mayor cantidad de pruebas y certificado su veracidad ante el tribunal sin miedo o parcialidad. El jurado había declarado culpable a Maurice Jerome.
Pitt no había esperado que el asunto terminase de un modo satisfactorio para Jerome. Se trataba de la tragedia de un hombre desdichado y talentoso que no había sabido aprovechar sus dotes. Los defectos de Jerome le habían impedido destacar en terrenos académicos donde otros, quizá menos brillantes, habían tenido éxito. Él nunca habría sido un igual de sus patrones. Su clase social era un obstáculo insalvable. Tenía aptitudes, pero no ingenio. Con una sonrisa y alguna lisonja de vez en cuando, se habría procurado una posición envidiable. Si hubiese conseguido caer bien a sus pupilos y ganarse su confianza, habría ejercido una gran influencia en familias de la alta sociedad.
Pero el orgullo le privó de alcanzar esas metas; el resentimiento que guardaba hacia los privilegios de sus superiores estaba presente en todas sus acciones. Jamás pareció apreciar lo que tenía, sino que se concentraba en lo que no tenía y nunca tendría. Sin duda en ese punto radicaba la verdadera tragedia, porque era un esfuerzo innecesario.
¿Y la aberración sexual? ¿Se debía a un trastorno físico o mental? ¿La naturaleza le había negado los instintos habituales de un hombre, o sentía un miedo que lo apartaba de las mujeres? Esto último no era probable, ya que la infeliz de Eugenie lo hubiese sabido. En once años, ¿cómo no se habría dado cuenta? Ninguna mujer era capaz de ignorar tan patéticamente los impulsos de la naturaleza y sus exigencias.
¿Se trataba de algo aún más desagradable, una necesidad de subyugar íntima y físicamente a los chicos que instruía, los jóvenes que disfrutaban de los privilegios a que él no tenía acceso?
Pitt se sentó en el salón y contempló las llamas del hogar. Aquella noche, por alguna razón, Charlotte había encendido el fuego, en lugar de preparar la mesa de la cocina para cenar allí, como solían hacer. Pitt se alegró. Quizá también ella deseaba pasar la noche juntó a la cálida chimenea, los dos sentados en las mejores sillas, con todos los fanales encendidos de modo que se apreciaran las cortinas de terciopelo. Aquellos cortinajes habían costado mucho dinero, pero Charlotte los había deseado tanto que al final dio por bien empleados los casi dos meses que la familia pasó comiendo guisos baratos para poder comprarlos.
Pitt sonrió, recordando aquella época, y luego miró a su esposa. Ella estaba observándole con ojos serenos, casi negros bajo las sombras que propagaba el fanal que había detrás de ella.
—Vi a Eugenie después del juicio —dijo Charlotte con tranquilidad—. La acompañé a su casa y me quedé con ella casi dos horas.
Pitt se sorprendió. Luego pensó que no debería haberse asombrado. Charlotte había asistido a la vista precisamente para ofrecer a Eugenie un poco de consuelo y compañía.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Pitt.
—Trastornada —contestó Charlotte—. No consigue comprender cómo se ha llegado a este final, ni por qué el jurado encontró culpable a Jerome.
Pitt suspiró. La reacción de Eugenie era natural. ¿Quién creería tales abominaciones de un marido o una esposa?
—¿Jerome cometió en realidad esos actos? —inquirió Charlotte con tono solemne.
Aquélla era la pregunta que Pitt había estado evitando desde que abandonara la sala de justicia. En esos momentos no deseaba hablar del tema, pero sabía que ella insistiría hasta que él le diera una respuesta.
—Supongo —masculló—. Pero no formé parte del jurado, de modo que mi parecer no importa. Me limité a presentar al tribunal todas las pruebas reunidas.
Charlotte era obstinada y no se la convencía fácilmente. Se había preparado para coser, con el dedal colocado y la aguja hilvanada, pero aún tenía la prenda a remendar en el regazo.
—Ésa no es una contestación satisfactoria —replicó, frunciendo el entrecejo—. ¿Crees que lo hizo o no?
Pitt aspiró con fuerza y soltó el aire lentamente.
—No acierto a pensar en otro culpable.
Charlotte comprendió el trasfondo de esas palabras.
—¡Eso significa que no lo crees!
—¡No es así! Significa simplemente lo que dije, Charlotte. No veo otra explicación del caso, de modo que debo aceptar que Jerome fue el culpable. El veredicto es irrefutable: no se han desvelado más indecencias que las del tutor, todo ha sido aclarado y nada apunta hacia otro sospechoso. Es una pena por Eugenie, y comprendo cómo se siente. ¡Me duele tanto como a ti! A veces los criminales tienen familiares que son buenas personas. Seres inocentes y simpáticos que sufren un auténtico calvario. Pero eso no varía el hecho de que Jerome sea culpable. Nadie puede cambiar la realidad, y de nada servirá intentarlo. Desde luego, sería inútil tratar de ayudar a Eugenie animándola a albergar esperanzas. Porque no las hay. Acepta ya la realidad y deja el asunto en paz.
—He estado pensando… —respondió ella, como si Pitt no hubiese hablado.
—Charlotte, por favor…
—He estado pensando —repitió ella— que si Jerome es inocente, otra persona debe ser culpable.
—Evidentemente —señaló Pitt malhumorado. No quería dar más vueltas al tema. Aquel caso había terminado y él deseaba olvidarlo—. Pero nadie más está implicado en el asunto —añadió exasperado—. Nadie más tenía motivos para cometer ese crimen.
—Quizá sí.
—Por Dios.
—¡Quizá sí! —insistió ella—. Imaginemos que Jerome sea inocente y diga la verdad. ¿Qué sabemos nosotros a ciencia cierta?
Pitt sonrió agriamente ante la palabra «nosotros». Pero era inútil seguir tratando de evitar la cuestión. Charlotte no cejaría hasta llegar al final, por amargo que fuera.
—Que Arthur Waybourne mantuvo relaciones homosexuales —respondió Pitt—, que tenía sífilis y murió ahogado en una bañera. El modus operandi casi seguro consistió en levantarlo por los tobillos, de manera que la cabeza quedara sumergida en el agua sin que pudiera erguirse. Y el cuerpo fue arrojado a las cloacas a través de un agujero de alcantarilla. Resulta muy improbable que el chico se ahogara por accidente, e imposible el que llegara a los sumideros por su propio pie. —Pitt había contestado la pregunta de Charlotte, y la respuesta no ofrecía nada nuevo. Él la miró, esperando que aceptara la situación.
Pero no fue así. Charlotte seguía pensando.
—De modo que Arthur tuvo relaciones con una persona, o varias —dijo lentamente.
—Charlotte, de la manera que lo planteas parece como si el chico fuera… fuera un… —Pitt trató de encontrar una palabra que no resultara demasiado grosera o extremada.
—¿Por qué no? —Charlotte enarcó las cejas y miró a su marido—. ¿Por qué debemos asumir que Arthur era un buen chico? Mucha gente que muere asesinada se lo ha buscado de una forma u otra. ¿Por qué no Arthur Waybourne? Hasta ahora lo hemos considerado una víctima inocente. Bien, quizá no lo era.
—¡Sólo tenía dieciséis años! —replicó Pitt.
—¿Y…? —Charlotte agrandó los ojos—. El mero hecho de que fuera joven no le impedía ser rencoroso, avaricioso o taimado. Tú no conoces demasiado a los niños, ¿verdad? A veces pueden ser terribles.
Pitt pensó en los ladronzuelos que conocía, pequeños raterillos que eran tal como Charlotte había dicho. Y él comprendía perfectamente el motivo. ¿Pero Arthur Waybourne? Sin duda para conseguir cualquier cosa que quisiera, el muchacho sólo tenía que pedirla.
Ella sonrió con amarga satisfacción.
—Tú me enseñaste qué era la pobreza, y resultó una experiencia aleccionadora. —Charlotte aún sostenía la aguja—. Quizá yo debería descubrirte otro mundo que, por lo visto, desconoces —añadió con calma—. Los niños de las buenas familias también pueden ser infelices y desagradables. Es sólo una cuestión de querer algo que no está al alcance, o ver que otra persona posee una cosa y creer que uno también debería poseerla. El sentimiento es muy parecido en ambos casos, tanto si es por un trozo de pan, un broche de diamantes o la persona amada. Toda la gente engaña y roba, o incluso mata, si el objetivo le importa suficiente. De hecho —aspiró profundamente—, quienes están acostumbrados a hacer las cosas a su manera son más propensos a desafiar la ley que aquéllos que suelen actuar según designios ajenos.
—Muy bien —aceptó Pitt con desgana—. Supongamos que Arthur Waybourne era egoísta y mal educado, ¿y qué? No creo que fuese tan repulsivo como para que alguien lo matara. ¡Siguiendo tu criterio, la mitad de la aristocracia desaparecería en pocos días!
—No hace falta que seas sarcástico —dijo Charlotte con mirada resplandeciente. Clavó la aguja en la ropa pero sin atravesarla del todo—. ¡Tal vez Arthur era un chico demasiado desagradable! Supón… —Frunció el entrecejo, concentrándose en la idea—. Supón que Jerome haya dicho la verdad. Que nunca hubiera visitado a Albie Frobisher ni tratado con familiaridad a ninguno de los muchachos: ni Arthur, ni Godfrey ni Titus.
—De acuerdo, sólo disponemos de las declaraciones de Godfrey y Titus —señaló Pitt—. Pero la enfermedad de Arthur no ofrecía dudas. El forense de la policía lo certificó. No se trataba de un error. ¿Y por qué tendrían que mentir los otros dos chicos? ¡No es lógico! Charlotte, por mucho que te desagrade, tus intentos de exculpar a Jerome sólo desafían la razón. ¡Todos los indicios apuntan hacia él!
—Lo único que sabes hacer es poner objeciones. —Charlotte dejó los enseres de costura sobre la mesa—. Por supuesto, Arthur mantuvo una relación, probablemente con Albie Frobisher, ¿por qué no? Tal vez se contagió de él. ¿Algún médico reconoció a Albie?
La mujer supo que había dado en el blanco y su mirada reflejó una mezcla de triunfo y piedad. Pitt sintió un escalofrío. Nadie había pensado en examinar a Albie. Y como Arthur Waybourne había muerto asesinado, Albie no estaría dispuesto a admitir haberlo conocido. Se convertiría en el principal sospechoso, y si se demostrara su culpabilidad, todo el mundo quedaría satisfecho. Nadie había atinado siquiera a hacerle pruebas para determinar si padecía alguna enfermedad venérea. ¡Menuda estupidez! Un descuido imperdonable que revelaba la incompetencia de muchas personas.
Pero ¿cómo explicar el hecho de que Albie identificara a Jerome con tanta precisión? Había reconocido sin vacilar la fotografía del tutor.
Sin embargo, ¿qué había dicho Gillivray cuando habló por primera vez con Albie? ¿Le había mostrado las fotografías en aquella ocasión y quizá lo ayudó a identificar a Jerome? Sin duda resultaría muy sencillo: bastaba con una pequeña sugerencia juiciosa, un ligero juego de palabras. «Fue este hombre, ¿verdad?». En su ansia, Gillivray tal vez ni siquiera se dio cuenta.
Charlotte arrugó la frente, ruborizándose quizá de vergüenza.
—Tú no pediste que examinaran a Albie, ¿verdad? —Apenas se trataba de una pregunta, sino de una aseveración de la verdad. La voz de Charlotte no insinuaba recriminación, pero eso no logró mitigar el sentimiento de culpa de Pitt.
—No.
—Ni a los otros chicos, Godfrey y Titus.
La idea era espantosa. Pitt se imaginó la cara que pondría Waybourne, o Swynford, al planteársele tal cuestión. Se irguió en la silla.
—Oh, Dios mío… No pensarás que Arthur los llevó… —Pitt previo la reacción de Athelstan ante una sugerencia tan horrorosa.
Charlotte prosiguió implacable.
—Quizá no era Jerome quien molestaba a los otros muchachos, sino Arthur. Si tenía tales tendencias, tal vez los acosó.
No resultaba una teoría descabellada, en absoluto. De hecho, ni siquiera demasiado improbable, dada la circunstancia de que Arthur tanto abusaba como recibía abusos.
—¿Y quién lo mató? —preguntó Pitt—. ¿Se preocuparía Albie por un cliente más o menos? A lo largo de sus cuatro años en el oficio, cientos de hombres deben haber pasado por su habitación.
—Esos dos chicos —respondió ella sin dudarlo—. El hecho de que Arthur tuviera esas apetencias no significa que ellos también las compartieran. Quizá Arthur logró dominarlos en solitario, pero cuando ambos se enteraron de que el otro estaba recibiendo un trato similar, tal vez los dos se aliaron y se deshicieron de él.
—¿Dónde? ¿En un burdel perdido en alguna parte? ¿No es un plan un poco sofisticado para…?
—¡En casa! —lo interrumpió Charlotte—. ¿Por qué no? ¿Por qué ir a otra parte?
—Entonces, ¿cómo consiguieron desembarazarse del cuerpo sin ser vistos por ningún miembro de la familia o el servicio? ¿Cómo lo llevaron hasta las alcantarillas conectadas a las cloacas de Bluegate Fields? El barrio donde viven los niños está a varios kilómetros de Bluegate Fields.
Pero Charlotte no se dejó vencer por la confusión.
—Me atrevería a decir que uno de los padres lo hizo por ellos, o tal vez incluso los dos, aunque lo dudo. Probablemente el padre de la casa donde se cometiera el crimen. Me inclinaría por Anstey Waybourne.
—¿Insinúas que encubrió un asesinato perpetrado por su propio hijo?
—Una vez Arthur muerto, él ya no podía hacer nada para recuperarlo —discurrió Charlotte—. Si no ocultaba ese delito, también perdería su segundo vástago. Por no hablar de un escándalo tan ignominioso que la familia no lograría borrar ni en cien años. —Se inclinó—. Thomas, tú ignoras que, a pesar de no saber abrocharse los cordones de los zapatos o hervir un huevo, los miembros de la alta sociedad actúan de una forma sumamente práctica cuando se trata de sobrevivir en su mundo. Tienen criados que se encargan de los quehaceres cotidianos, de modo que no se preocupan de hacerlos ellos mismos. Pero a la hora de solventar una situación que pondría en peligro su posición social, son como los Borgia.
—Creo que fantaseas —replicó Pitt muy serio—. Debería echar un vistazo a los libros que últimamente lees.
—¡No soy una sirvienta! —exclamó Charlotte—. ¡Leeré lo que me apetezca! Y no hace falta tener mucha imaginación para ver a tres chicos practicando un juego bastante peligroso que consiste en descubrir impulsos oscuros. El mayor de ellos, en quien los otros confían, los pervierte, y los dos menores encuentran la situación degradante y desagradable, pero están demasiado asustados para negarse a las exigencias del depravado. Entonces unen fuerzas y un día, quizá con la única intención de darle un buen susto, llegan demasiado lejos y acaban matándolo.
Mientras describía su hipótesis, Charlotte estaba cada vez más convencida.
—Luego, aterrados por lo que ha sucedido, acuden al padre de uno de ellos, quien comprueba que el chico está muerto y comprende que los dos pequeños han cometido un asesinato. Quizá podría haberse encubierto y explicado como un accidente, pero tal vez no. Si se removía el asunto, se sabría que Arthur estaba pervertido y enfermo. Como ya no había nada que hacer por él, mejor ayudar a los vivos y abandonar el cadáver donde jamás fuese encontrado.
Charlotte tomó aire y prosiguió.
—Entonces, cuando el cuerpo es hallado y el turbio asunto sale a flote, se necesita un chivo expiatorio. El padre sabe que Arthur era un pervertido, pero desconoce quién lo inició en tales prácticas y no desea creer que se debía a la naturaleza del chico. Si los otros dos chicos (temerosos de admitir que Arthur los llevó a prostíbulos) dicen que fue Jerome, quien no les cae bien, resultará sencillo creerlos. En ese caso, Jerome es moralmente culpable de la muerte de Arthur. ¡Que caiga sobre él toda la culpa! ¡Merece ser ahorcado! Y a esas alturas, los dos muchachos ya no pueden retractarse de lo que han dicho. Han mentido a la policía y al tribunal, y todo el mundo les ha creído. Lo único que deben hacer es dejar que las cosas sigan como están.
Pitt caviló un buen rato en el asunto. No se oía otro sonido que el del reloj y el débil siseo del fuego. El planteamiento de Charlotte era bastante convincente, además de muy desagradable. Pero no existía ningún argumento sólido para refutarlo. ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Sí, quizá resultaba muy cómodo culpar a Jerome. Acusando al tutor, nadie corría el riesgo de verse envuelto en un escándalo o poner en peligro su reputación, aunque finalmente no se hubiese logrado al demostrar la culpabilidad de Jerome.
Pero Pitt y las demás personas relacionadas con la investigación y el juicio eran personas con criterio, supuestamente inmunes a esa clase de prejuicios. Y demasiado honestas (¿o no?) para haber escogido a Jerome sólo porque era arrogante y pagado de sí mismo.
Pitt trató de recordar sus encuentros con Waybourne. ¿Qué impresión le había causado? ¿Vio en él algo sospechoso, algún indicio de engaño? ¿Mostró un pesar excesivo, algún miedo injustificado?
El inspector fue incapaz de recordar algún detalle revelador. Waybourne siempre se había mostrado confuso, trastornado por la pérdida de un hijo en circunstancias terribles: temía un escándalo que perjudicara aún más a su familia. ¿No le pasaría lo mismo a cualquier hombre? Aquella reacción era natural y comprensible.
¿Y el joven Godfrey? Se había mostrado como un muchacho abierto hasta donde la conmoción y el miedo se lo permitían. ¿O acaso su infantil inocencia sólo era la máscara de un taimado mentiroso que no sentía vergüenza y, por tanto, tampoco culpa?
¿Y Titus Swynford? Pitt le tenía simpatía y, a menos que estuviera muy equivocado, parecía sinceramente apenado por los acontecimientos, una aflicción natural e inocente. ¿Estaba Pitt perdiendo el discernimiento, cayendo en la trampa de lo obvio y lo conveniente?
La idea resultaba inquietante. Pero ¿era cierta?
Le costaba aceptar que Godfrey y Titus fuesen tan retorcidos o lo bastante listos para haberlo engañado por completo. Estaba acostumbrado a distinguir las mentiras de la verdad; ése era su trabajo, su profesión. Y él tenía aptitudes para ello. Desde luego, también cometía errores, ¡pero rara vez estaba tan cegado para ni siquiera sospechar!
Charlotte lo miró.
—No crees que ésa es la respuesta, ¿verdad? —inquirió.
—No lo sé —admitió Pitt—. No parece satisfactoria.
—¿Y te convence la actitud de Jerome?
Pitt contempló a su esposa. Últimamente había olvidado lo mucho que le gustaba la cara de ella, el perfil de las mejillas, las cejas un poco arqueadas.
—No —respondió él—. No lo creo.
Charlotte volvió a coger los enseres de costura. El hilo se salió de la aguja. Ella se llevó el extremo a la boca para humedecerlo y después lo enhebró de nuevo.
—En ese caso, supongo que tendrás que empezar otra vez desde el principio —dijo Charlotte mirando la aguja—. Aún quedan tres semanas.
A la mañana siguiente, Pitt encontró sobre el escritorio varios expedientes de casos nuevos, asuntos relativamente menores: robos, desfalcos y un posible incendio provocado. El inspector repartió el trabajo entre varios agentes, uno de los escasos privilegios que su cargo le concedía y casi siempre aprovechaba. Luego mandó llamar a Gillivray.
El sargento llegó de buen humor y con expresión radiante. Cerró la puerta y se sentó antes de que Pitt le hablara, detalle que fastidió al inspector.
—¿Hay algo interesante? —inquirió Gillivray—. ¿Otro asesinato?
—No. —Pitt estaba amargado. Le desagradaba tener que reabrir aquel caso, pero era la única manera de despejar las dudas—. Seguimos con el mismo asunto.
Gillivray pareció confundido.
—¿El de Arthur Waybourne? ¿Quiere decir que había alguien más involucrado? ¿Podemos hacer eso? El jurado ya pronunció un veredicto y cerró el caso, ¿no?
—Quizá —respondió Pitt, tratando de contenerse. Gillivray lo irritaba porque parecía inmune al dolor. El sargento sonreía sin reparo, las tragedias y miserias de los demás no le afectaban—. Tal vez esté cerrado para el tribunal —dijo Pitt—, pero aún hay cosas que, en nombre de la justicia, deberíamos saber.
Gillivray pareció vacilar. Los dictámenes de los tribunales le bastaban. Su trabajo consistía en resolver crímenes y hacer cumplir la ley, no dedicarse a emitir juicios. Cada elemento del sistema tenía su propia función: la policía, descubrir a los delincuentes y arrestarlos; los abogados, acusar o defender; el juez, presidir y velar por que se observasen los procedimientos legales; el jurado, decidir la verdad. Y en su momento, los carceleros, vigilar; y el verdugo, ejecutar de forma rápida y eficaz. Si un elemento usurpaba la función de otro, ponía en peligro todo el engranaje. Una sociedad civilizada se basaba principalmente en que cada individuo conocía su cometido y lugar. Una persona responsable cumplía su obligación al límite de sus capacidades y, con buena suerte, ascendía a mejor posición.
—La justicia no es asunto nuestro —señaló Gillivray al final—. Nosotros hemos hecho nuestro trabajo, y los tribunales el suyo. No deberíamos interferir. Eso equivaldría a admitir que dudamos del sistema judicial.
Pitt lo miró. Aquellas palabras tenían mucho de verdad, pero no cambiaban nada. La investigación y el juicio se habían desarrollado con cierta torpeza, y costaría tratar de rectificar. Sin embargo, era necesario seguir ahondando en el caso.
—Los miembros del jurado juzgan según los datos que conocen —respondió Pitt—. Hay cosas que ellos deberían haber sabido, y no fue así porque nosotros no conseguimos descubrirlas.
Gillivray se mostró indignado. Pitt lo acusaba veladamente de negligencia, y no sólo a él sino también a sus superiores, incluidos los abogados defensores, quienes deberían haber observado cualquier omisión relevante.
—No investigamos la posibilidad de que Jerome dijera la verdad —prosiguió Pitt antes de que Gillivray lo interrumpiera.
—¿La verdad? —exclamó el sargento con mirada encendida—. Con el debido respeto, señor Pitt, eso es ridículo. ¡Le atrapamos en una mentira tras otra! Godfrey Waybourne y Titus Swynford declararon que él lo había manoseado soezmente. Abigail Winters y Albie Frobisher lo identificaron sin vacilar. Sólo por su relación con Albie ya debería ser condenado. Únicamente un pervertido recurre a los servicios de un varón prostituido. Eso ya constituye un delito. ¿Qué más quiere usted, a falta de un testigo ocular? Ni siquiera disponemos de otro sospechoso.
Pitt volvió a sentarse, y se reclinó hasta casi salirse de la silla. Se metió las manos en los bolsillos, y palpó un ovillo de hilo, un pedazo de lacre, una navaja, dos trozos de mármol que había cogido en la calle y un chelín.
—¿Y qué pasaría si los chicos mintieron? —sugirió—. ¿Y si fueron los tres muchachos quienes mantuvieron la relación, sin que Jerome participara en el asunto?
—¿Los tres? —Gillivray se sorprendió—. Todos… —No le gustaba pronunciar aquella palabra y hubiese preferido utilizar algún eufemismo—. ¿Todos pervertidos?
—¿Por qué no? Quizá Arthur era el único degenerado y obligó a los otros a seguirle el juego.
—Entonces, ¿dónde contrajo Arthur la enfermedad? —replicó el sargento, satisfecho de poner en evidencia el punto débil de la teoría de Pitt—. Desde luego no de dos chicos inocentes que inició en tal perversión a la fuerza. Los dos niños no tenían sífilis.
—¿Ah, no? —Pitt enarcó las cejas—. ¿Cómo lo sabe?
Gillivray abrió la boca, pero en ese momento pareció comprenderlo y la cerró de nuevo.
—No lo sabemos —apuntó Pitt con tono desafiante—. ¿Cree usted que deberíamos averiguarlo? Tal vez Arthur los contagió, por muy inocentes que fueran.
—Pero… ¿dónde la contrajo él? —Gillivray seguía poniendo reparos—. En esa relación no podían estar involucrados sólo ellos tres. Debió de haber alguien más.
—Es posible —reconoció Pitt—. Pero si Arthur era un pervertido, tal vez tuvo relaciones con Albie y se contagió de él. Tampoco examinamos a Albie, ¿verdad?
Gillivray se ruborizó. Los comentarios sobraban; la negligencia era clamorosa. Sintió desprecio por Albie. Debería haberse percatado de esa posibilidad y haberla comprobado sin que nadie se lo recordara. Habría sido bastante sencillo y, desde luego, Albie no habría tenido derecho a protestar.
—Pero Albie identificó a Jerome —dijo el sargento, volviendo a ampararse en los hechos demostrados—. De modo que Jerome debió verlo en alguna ocasión. Y el muchacho no reconoció la fotografía de Arthur que le enseñé.
—¿Acaso Albie tiene que decir necesariamente la verdad? —inquirió Pitt con fingida inocencia—. ¿Le creería usted en cualquier otra situación?
Gillivray sacudió la cabeza como si ahuyentara moscas —una situación molesta pero sin importancia.
—¿Por qué debería mentir ese chico?
—Normalmente, la gente no desea admitir que conocía a la víctima de un asesinato.
—Pero Albie identificó a Jerome —replicó Gillivray.
—¿Cómo lo reconoció? ¿Cómo lo sabe usted?
—Porque le enseñé varias fotografías, por supuesto.
—¿Y está absolutamente seguro de no haber dicho o hecho nada, aun con una mirada o un cambio en el tono de voz, que indicara qué fotografía deseaba que él escogiera?
—¡Claro que estoy seguro! —replicó Gillivray—. No lo creo.
—Pero usted pensaba que Jerome era culpable, ¿correcto?
—Sí, desde luego.
—¿Está seguro de que con la voz o la mirada no reveló esa convicción? Albie es muy perspicaz. Lo habría descubierto. Está acostumbrado a captar matices, palabras tácitas. Se gana la vida complaciendo a la gente.
—No lo sé —admitió el sargento.
—¿Pero pudo haber sido así? —Presionó Pitt.
—No lo creo.
—En todo caso, Albie no fue examinado para determinar si tenía la enfermedad.
—¡No! —Gillivray agitó la mano, como queriendo disipar aquello que lo irritaba—. ¿Por qué se le debería haber reconocido? Arthur tenía la enfermedad sin haber mantenido relación con Albie. Fue Jerome quien tuvo contacto con Albie, y está sano. Si Albie estuviera enfermo, Jerome también lo estaría. —Gillivray había planteado un razonamiento excelente y se sintió complacido. Volvió a sentarse.
—Si eso es cierto, cabe presumir que todo el mundo dice la verdad excepto Jerome —señaló Pitt—. Pero si Jerome dice la verdad, la situación se invertiría. Por otra parte, siguiendo su mismo argumento, dado que Arthur estaba infectado, entonces Jerome también debería estarlo, ¿no? Y tampoco pensamos en esa posibilidad, ¿verdad?
Gillivray miró fijamente a Pitt.
—Jerome no tiene la sífilis.
—¡Precisamente! ¿Y por qué?
—No lo sé. Quizá aún no se le ha manifestado. —El sargento sacudió la cabeza—. Tal vez dejó en paz a Arthur desde que la contrajo de la prostituta. ¿Cómo voy a saberlo? Por lo demás, desde luego que si Jerome dice la verdad, los demás mienten, pero ¿qué razones tendrían para confabularse en esa farsa? Además, aunque en la relación estuvieran implicados Albie y los tres chicos, seguiríamos sin saber quién mató a Arthur y por qué. Y eso es lo único que debe importarnos. Al final, el camino vuelve a conducirnos a Jerome. Usted siempre me ha aconsejado no forzar los hechos para acomodarlos a una teoría improbable, sino interpretarlos como son y averiguar qué revelan. —Gillivray sintió que había logrado una pequeña victoria.
—Cierto —asintió Pitt—. Pero hay que tener en cuenta todos los hechos. Ésa es la cuestión. Todos, no sólo la mayoría. Y en este caso no nos hemos molestado en descubrir el entramado completo del asunto. Deberíamos haber examinado a Albie y también a los otros chicos.
—¡No me diga! —Gillivray se mostró incrédulo—. ¿No pretenderá presentarse ahora en casa de los Waybourne para determinar si el hijo menor tiene sífilis? ¡Lo echarían a patadas y probablemente también protestarían ante el comisario, si no llegaran a elevar una queja al Parlamento!
—Quizá. Pero eso no varía nuestro deber de seguir esa pista.
Gillivray resopló y se puso en pie.
—Bien, creo que pierde el tiempo, señor. Jerome es culpable y será ahorcado. Con el debido respeto, señor, a veces pienso que usted permite que su interés por la justicia y su concepto de la igualdad se antepongan al sentido común. No todas las personas son iguales. Nunca lo han sido ni lo serán, tanto en el plano moral, social, físico, o…
—¡Lo sé! —interrumpió Pitt—. No me engaño en relación a la igualdad, ya sea ocasionada por el hombre o la naturaleza. Pero no creo que los privilegios tengan prioridad sobre la ley. A pesar de lo que pensemos de él como persona, Jerome no merece morir ahorcado por un delito que no cometió. En caso de que el tutor sea inocente, no podemos permitir que lo ejecuten y dejar al culpable en libertad. ¡Al menos yo no! Si usted es capaz de consentir tal negligencia, entonces debería abandonar el cuerpo policial y buscarse otro trabajo.
—Señor Pitt, está siendo injusto. Yo no he dicho que tolere las negligencias. Creo que su afán le ciega. Sólo quería dar a entender eso. Pienso que usted se arriesga tanto por ser justo que corre peligro de tropezar y caerse de bruces. —Gillivray cuadró los hombros—. Eso está sucediéndole precisamente ahora. Bien, si quiere solicitarle al señor Athelstan una orden judicial para examinar a Godfrey Waybourne y averiguar si el chico tiene alguna enfermedad venérea, adelante. Pero no le acompañaré. No creo en esa posibilidad, y si el señor Athelstan me pregunta al respecto, diré lo mismo. Para mí, el caso está cerrado. —El sargento se levantó y se dirigió hacia la puerta; se volvió—. ¿Me necesitaba para algo más?
—No. —Pitt permaneció sentado—. Creo que será mejor que usted vaya a investigar ese supuesto incendio provocado. Seguro que se trató de algún estúpido con un fanal que perdía gas.
—Sí, señor. —Gillivray abrió la puerta y salió, cerrándola de golpe.
Pitt pasó un cuarto de hora meditando sobre la cuestión hasta que al final aceptó lo inevitable y subió al despacho de Athelstan. Llamó a la puerta y esperó.
—¡Adelante! —dijo el comisario de buen talante.
Pitt entró. Athelstan frunció el entrecejo apenas vio al inspector.
—¿Pitt? ¿Qué pasa ahora? ¿No es capaz de arreglar sus propios asuntos? Estoy muy ocupado. En una hora tengo que reunirme con un miembro del Parlamento para un tema muy importante.
—No, señor, no soy capaz. Necesitaré una autorización.
—¿Para qué? ¡Si quiere practicar un registro, vaya y hágalo! ¡A estas alturas debería conocer su trabajo! Dios sabe que ya lleva bastante tiempo en el cuerpo.
—No pretendo registrar nada, al menos no una casa —respondió Pitt y trató de mantener la calma. Sabía que Athelstan se enfurecería, molestado en un momento inoportuno, y lo culparía por ello. Y sería justo. Pitt era quien debería haber pensado en aquella cuestión a su tiempo. Aunque, por supuesto, tampoco entonces el comisario hubiese visto con buenos ojos su plan.
—Bien, ¿qué quiere? —exclamó Athelstan, frunciendo aún más el entrecejo—. ¡Por el amor de Dios, explíquese! ¡No se quede ahí pasmado sin saber qué hacer!
Pitt enrojeció. Tuvo la fugaz impresión de que la sala se empequeñecía y temió chocar contra algo.
—Deberíamos haber reconocido a Albert Frobisher para comprobar si tiene la sífilis —dijo por fin.
Athelstan alzó bruscamente la cabeza, con mirada recelosa.
—¡Qué dice! ¿A quién le importa si ese desgraciado tiene la sífilis? ¡Los pervertidos como ése merecen todo lo que les pase! No somos los guardianes de la moral pública, Pitt, ni de la salud pública. No son asuntos nuestros. La homosexualidad es un delito, como debe ser, pero no tenemos a nadie a quien procesar por ello. Si queremos presentar una acusación ante el tribunal, debemos sorprender in fraganti a los culpables. —El comisario resopló—. Si usted no tiene bastante trabajo, ya le encargaré algo más. El crimen es de lo que más abunda en Londres. Salga a la calle y siga su olfato: encontrará bribones y canallas por todas partes. —Athelstan volvió a inclinarse sobre sus papeles, despidiendo a Pitt con el gesto.
El inspector permaneció inmóvil.
—Y a Godfrey Waybourne y Titus Swynford también, señor.
Por unos instantes hubo un tenso silencio; luego, Athelstan levantó la mirada muy despacio. Su cara enrojeció, y en la nariz se le marcaron venas que Pitt jamás había observado.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, pronunciando cada palabra lentamente.
Pitt aspiró profundamente.
—Me gustaría asegurarme de que nadie más ha contraído la enfermedad —explicó con diplomacia—. No sólo Frobisher, sino también los otros chicos.
—¡No sea ridículo! —exclamó—. ¿Dónde diablos quiere que se contagien unos muchachos como ellos? Estamos hablando de familias decentes, Pitt, no de alguien salido de los miserables bajos fondos que usted suele frecuentar. ¡Su idea resulta insultante!
—Arthur Waybourne estaba infectado —señaló el inspector con calma.
—¡Claro que sí! —Athelstan se sulfuró—. ¡Ese pervertido de Jerome lo llevó a una maldita prostituta! ¡Se demostró en el juicio! ¡El caso ya está cerrado! Ahora vuelva a sus ocupaciones. ¡Váyase y déjeme trabajar!
—Señor —insistió Pitt—. Dado que Arthur tenía la enfermedad, ¿cómo podemos estar seguros de que no la transmitió a su hermano, o su amigo? Los chicos de esa edad son muy curiosos.
Athelstan lo miró fijamente.
—Es posible —admitió con frialdad—. ¡Pero sin duda los padres conocen las aberraciones de sus hijos mejor que nosotros, y desde luego es cosa de ellos! ¡De ninguna manera es un asunto de su incumbencia!
—Si mi hipótesis fuese cierta, tendríamos que contemplar este caso bajo un enfoque bastante distinto, señor.
—¡No quiero saber nada más! —replicó bruscamente Athelstan—. ¡El caso está cerrado!
—Pero si Arthur mantuvo relaciones con los otros dos chicos, tendríamos motivos para barajar estas posibilidades —presionó Pitt, dando un paso al frente para inclinarse sobre el escritorio.
Athelstan se reclinó en el sillón.
—Los hábitos privados de los hijos de familias decentes no son asunto nuestro. ¡Déjelos en paz! —espetó—. ¿Lo ha entendido? No me preocupa si todos se metieron en la cama con todos. Eso no cambia el hecho de que Maurice Jerome asesinó a Arthur Waybourne, y eso es lo único que nos importa. Hemos cumplido con nuestro deber, y lo que pase ahora es cosa de ellos. ¡Ni de usted ni mía!
—Pero ¿qué pasa si Arthur tuvo relaciones con los otros chiquillos? —Pitt apretó el puño—. Quizá Jerome no tuvo ninguna participación en todo lo ocurrido.
—¡Bobadas! ¡Tonterías sin fundamento! ¡Jerome es culpable! ¡Hay pruebas! Y no diga que habríamos podido demostrar dónde cometió su espantoso crimen. Pudo haber alquilado una habitación en cualquier parte. Jamás encontraremos ese lugar y nadie espera que lo hagamos. ¡Jerome es homosexual! Tenía muchas razones para matar al muchacho.
—Pero ¿quién asegura que Jerome sea homosexual? —repuso Pitt, alzando la voz tanto como Athelstan.
El comisario abrió los ojos como platos y gotas de sudor le perlaron la frente.
—Los dos chicos —respondió con voz entrecortada. Se aclaró la garganta—. Ellos… y Albie Frobisher. Eso hace un total de tres testigos. Por el amor de Dios, ¿cuántos más quiere usted? ¿Acaso se imagina que ese desgraciado iba por ahí contándole a todo el mundo acerca de su perversión?
—¿Los dos chicos? —repitió Pitt—. Pero si ellos estaban implicados en el caso, ésa sería precisamente la mentira que contarían. Y en cuanto a Albie Frobisher, ¿aceptaría usted en cualquier otra circunstancia la palabra de un muchacho prostituido de diecisiete años contra la de un respetable tutor académico?
—¡No! —Athelstan se levantó y se acercó a Pitt, con los puños apretados y brazos temblorosos—. ¡Sí! —se contradijo—. Sí, si las declaraciones concordasen con las pruebas. ¡Y en este caso, así es! Albie identificó a Jerome en las fotografías. Eso demuestra que se conocían.
—¿Está seguro? —No cejó Pitt—. ¿Podemos estar seguros de no haberle metido esa idea en la cabeza y ayudado a reconocer al tutor? Quizá le sugerimos la respuesta que deseábamos por la forma en que formulamos las preguntas.
—Claro que no. —Athelstan moderó un poco el tono; empezaba a recobrar la compostura—. Gillivray es un profesional. —Aspiró profundamente—. Pitt, está dejándose llevar por el resentimiento. Le conté que Gillivray estaba pisándole los talones, y ahora intenta desacreditarlo. Una jugada indigna de usted.
El comisario volvió a sentarse. Se alisó la chaqueta y movió la cabeza para aflojar el cuello de la camisa.
—Jerome es culpable —sentenció Athelstan—. Así lo ha declarado el jurado, y será ahorcado. —Se aclaró la garganta de nuevo—. No me atosigue, Pitt. ¡Resulta una insolencia! La salud de Godfrey Waybourne es asunto de su padre; y de Titus Swynford digo lo mismo. En cuanto al muchacho prostituido, ha tenido suerte de que no lo arrestáramos por su infame oficio. De todas formas, probablemente acabará muriendo de alguna enfermedad. ¡Si aún no tiene ninguna, pronto la cogerá! Ahora escúcheme, Pitt, este caso está cerrado. Si insiste en seguir investigando, pondrá en peligro su propia carrera. ¿Me comprende? Esas personas ya han padecido bastantes desgracias. Usted se dedicará a realizar el trabajo por el que le pagan y las dejará en paz. ¿He hablado claro?
—Pero, señor…
—¡Se lo prohíbo! ¡No tiene permiso para seguir hostigando a los Waybourne! Caso cerrado. ¡Se acabó! Jerome es culpable, y punto final. No quiero que vuelva a hablar del tema, ni conmigo ni con nadie. Gillivray es un policía excelente y no cuestiono su conducta. ¡Estoy muy satisfecho de que él lograra determinar la verdad! Ahora vuelva a su trabajo, si quiere conservarlo. —Miró a Pitt con aire desafiante.
El enfrentamiento entre los dos hombres se había convertido en una lucha de voluntades, y Athelstan no podía permitirse que triunfara Pitt. El inspector era peligroso por sus reacciones impredecibles; no respetaba las personas y cosas que debía respetar, y cuando sus simpatías por alguien entraban en juego, su buen criterio, incluso su instinto de conservación, se evaporaban. Tenerle cerca resultaba muy incómodo; Athelstan decidió que, a la primera oportunidad, lo destinaría a otro departamento. A menos, por supuesto, que Pitt siguiera hurgando en el lamentable asunto de la familia Waybourne, porque en ese caso sería degradado y volvería a patrullar las calles.
Pitt permaneció inmóvil mientras pasaban los segundos. El silencio era tan tenso que él pensó que lograría oír el mecanismo del reloj de oro que colgaba de una cadena dorada que el comisario llevaba en el chaleco.
Para Athelstan, Pitt era una persona inquietante porque no lo entendía. El inspector se había casado con alguien superior a él en la escala social, un hecho ofensivo e incomprensible. ¿Qué esperaba una dama de buena cuna como Charlotte de un hombre desordenado, voluble y sorprendente como Pitt? ¡Una mujer con dignidad hubiese buscado un marido de su propia clase social!
Por otro lado, Gillivray era bastante diferente, un individuo fácil de comprender. Único varón, con tres hermanas, tenía ambición, pero aceptaba que los progresos debían realizarse paso a paso, de modo ordenado, ganándose cada avance. Mantener ese orden resultaba conveniente y beneficioso. De esa forma, todo el mundo estaba a salvo, y precisamente la función de la ley consistía en preservar la seguridad de la sociedad. Sí, Gillivray era una persona sensata, y de trato agradable. Llegaría lejos. De hecho, Athelstan había comentado en una ocasión que no le importaría que una de sus hijas se casase con un joven como el sargento. Gillivray ya había demostrado saber comportarse con diligencia y discreción. No perdía la compostura para enemistarse con la gente, ni se permitía mostrar sus sentimientos, como Pitt hacía tan a menudo. Era atractivo, vestía con elegancia y siempre iba bien arreglado, sin presumir. ¡No parecía un espantapájaros como Pitt!
Athelstan meditó sobre esas cosas mientras observaba al inspector, y se le notó en la mirada. Pitt conocía bien al comisario. Dirigía el departamento satisfactoriamente. Casi nunca perdía el tiempo en casos inútiles; sus agentes acudían a declarar en los juicios con conocimiento de causa, sin que jamás dieran una penosa impresión. Durante más de diez años, ningún oficial de su división había sido acusado de corrupción.
Pitt suspiró y al final claudicó. Probablemente Athelstan tenía razón. Seguramente Jerome era culpable. Charlotte deformaba los hechos por compasión, pero la posibilidad de que los dos chicos estuvieran implicados en el caso, aunque concebible, era muy remota; y sinceramente Pitt no creía que ellos hubiesen mentido. Apreció en sus declaraciones un sentido innato de sinceridad, del mismo modo que sabía reconocer a un mentiroso. Charlotte estaba permitiendo que sus emociones la dominaran. No solía pasarle, pero ésa era una característica femenina, y ella era una mujer. Sentir lástima no era nada reprobable, pero no debería llevarse al extremo de desfigurar la verdad.
A Pitt le sentó mal que Athelstan recurriera a su autoridad para prohibirle volver a casa de los Waybourne, pero probablemente sus principios eran correctos. De nada serviría hostigar de nuevo a esa familia, excepto para prolongar el dolor. Eugenie Jerome estaba destinada a sufrir; ya era hora de que Pitt aceptara la realidad y dejara de intentar arreglarlo, como el niño que espera un final feliz en todas las historias. Las falsas esperanzas eran una crueldad. Pitt tendría que hablar largo y tendido con Charlotte para hacerla comprender el daño que estaba causando al sostener una teoría tan absurda. Jerome era un hombre trágico y peligroso. Lástima por él, pero no había de propiciar que otras personas pagaran aún más por los desmanes del tutor.
—Sí, señor —dijo Pitt—. Sin duda el señor Anstey se encargará de que el doctor de su familia realice esas convenientes comprobaciones, sin que nosotros intervengamos.
Athelstan parpadeó. Ésa no era la respuesta que él esperaba.
—Desde luego —asintió el comisario, perplejo—. Aunque no creo que… bien… en fin, fuese como fuera, no es asunto nuestro. Son problemas familiares. La caballerosidad consiste, entre otras cosas, en respetar la intimidad de los demás. ¡Me alegro de que lo comprenda! —La última frase fue más bien una pregunta, y la mirada del comisario siguió reflejando un ligero matiz de incertidumbre.
—Sí, señor —repitió Pitt—. Y, como usted dijo, no tiene sentido examinar a alguien como Albie Frobisher. Si hoy no presenta ninguna enfermedad, quizá mañana la tenga.
Athelstan arrugó la cara.
—Cierto. Seguro que ahora tiene otras cosas que hacer, inspector. Sería mejor que se pusiera a trabajar y me dejara preparar mi reunión. Tengo mucha faena. Alguien ha entrado a robar en casa de lord Ernest Beaufort y me gustaría resolver el caso lo antes posible. Prometí que me encargaría yo mismo. ¿Le importa si aviso a Gillivray? Él es la persona idónea para solucionar un caso como ése.
—No, señor. De ningún modo —mintió Pitt. En el caso improbable de que los ladrones fuesen arrestados, los bienes sustraídos ya estarían muy lejos en esos momentos, dispersos en un laberinto de plateros y chatarreros. Gillivray era demasiado joven para conocer a esa clase de individuos, e iba demasiado bien arreglado para pasar inadvertido en los bajos fondos. Con su cara sonrosada y su ropa impecable, Gillivray levantaría sospechas sin siquiera darse cuenta, tan sonadas como si llevase una campana colgada del cuello.
Salió del despacho de Athelstan y regresó al suyo. En el pasillo se cruzó con Gillivray y lo envió a ver al comisario. El sargento irradiaba expectación.
Pitt entró en su despacho y se sentó. Estuvo media hora repasando informes y después los dejó todos en un cesto de alambre señalado con la etiqueta «casos pendientes», cogió el abrigo del perchero, se caló el sombrero y se marchó.
Tomó el primer carruaje que pasó y vociferó al cochero:
—¡A Newgate!
—¿Newgate, señor? —repuso el cochero un poco sorprendido.
—¡Sí! Vamos. A la cárcel de Newgate —replicó Pitt—. ¡Deprisa!
—En ese lugar no hay prisas —señaló el cochero con sequedad—. Nadie tiene donde ir. ¡A menos, por supuesto, que vaya a ser ahorcado! Y de momento nadie lo será. No durante casi tres semanas. Siempre sé cuándo se celebra un ajusticiamiento. Supongo que para el próximo habrá muchos mirones. En los últimos años ha crecido el número de curiosos.
—¡Vámonos ya! —ordenó Pitt.
La idea de una multitud de personas apiñadas para ver a un hombre ahorcado le resultaba repulsiva. Él sabía que eso sucedía; en ciertos círculos se contemplaba incluso como una especie de deporte. Cuando se producían ejecuciones sonadas, las habitaciones con vistas al patio frontal de Newgate llegaban a alquilarse por veinticinco guineas. La gente llevaba champán y manjares y se quedaba a merendar.
Pitt se preguntó por qué la muerte resultaba tan fascinante y la agonía ajena era aceptada como un entretenimiento público. ¿Quizá esa actitud representaba una especie de catarsis de los miedos propios, un conjuro contra la violencia que habitualmente se cierne incluso sobre las personas que corren menos peligro? Pero la idea de regocijarse en un acto de esas características le repugnó.
Llovía suavemente cuando el cochero dejó a Pitt junto al enorme portalón de la cárcel de Newgate, de aspecto rústico.
El inspector se identificó al vigilante de la entrada, quien lo dejó pasar.
—¿A quién dijo que quería ver?
—A Maurice Jerome —repitió Pitt.
—Ese hombre va a ser ahorcado —señaló el guardián innecesariamente.
—Sí. —Pitt lo siguió hacia el oscuro interior del edificio; los pasos de los dos hombres reverberaban en los muros de piedra—. Lo sé.
—El tipo sabe algo, ¿verdad? —prosiguió el guardia, mientras conducía a Pitt a las oficinas donde debería obtener el permiso para ver al tutor. Jerome era un condenado a muerte; no se le permitía recibir cualquier visita.
—Tal vez.
—En general, cuando esos pobres diablos llegan aquí, prefiero que ustedes los sabuesos los dejen en paz —señaló el guardia, y escupió—. Sin embargo, no soporto a un hombre que mata niños. Eso es imperdonable. Liquidar a un hombre es una cosa, como muchas mujeres estarían de acuerdo. Pero un niño… es diferente, un acto antinatural.
—Arthur Waybourne tenía dieciséis años —replicó Pitt—. No era exactamente un niño. A veces han colgado a chicos menores de dieciséis.
—¡Oh, por supuesto! —dijo el vigilante—. Cuando lo han merecido. Y en ocasiones se les lleva a correccionales por ser un estorbo para la sociedad. Y a más de uno por hurtar en los mercados. Esos diablillos causan muchos problemas a mucha gente. Al final, van a parar a la Acerería, allí en Coldbath Fields.
El guardia se refería a una de las peores cárceles de Londres, donde la salud y el espíritu de los hombres se arruinaban en pocos meses. Entre otros trabajos forzados, los reclusos hacían girar ruedas y manivelas, taladraban o se pasaban en cadena balas de cañón sin parar, hasta que los brazos les quedaban extenuados, las espaldas torcidas y los músculos lisiados. En comparación, recoger estopa hasta que los dedos sangrasen resultaba sencillo. Pitt no contestó. Cualquier comentario sobraba. La vida en la prisión había sido de esa manera durante años aunque últimamente había mejorado; al menos, los cepos y las picotas habían desaparecido.
Pitt comunicó al jefe de la guardia que quería ver a Jerome oficialmente, porque aún debía formularle algunas preguntas importantes.
El jefe conocía suficientemente el caso para no necesitar más explicaciones. Estaba familiarizado con las enfermedades y había conocido toda clase de perversiones, incluso entre hombres y animales.
—Muy bien —asintió el hombre—. Aunque tendrá suerte si consigue sonsacarle algo. En tres semanas será ahorcado, de modo que no tiene nada que ganar o perder.
—Tiene esposa —respondió Pitt, aunque no sabía si ese hecho importaba a Jerome. De cualquier forma, había contestado para salvar las apariencias. Había ido a ver a Jerome movido por la necesidad de intentar convencerse de la culpabilidad del tutor.
Al salir de la oficina, otro guardia acompañó a Pitt a través de los oscuros pasillos abovedados hasta las celdas de la muerte. La fetidez del lugar lo envolvió. Una polvareda que el ácido carbólico jamás lograba disipar enrarecía el aire. Pitt tuvo la sensación de que allí todo el mundo estaba siempre cansado, pero al mismo tiempo era incapaz de descansar. ¿Acaso aquellos hombres, conscientes de que les aguardaba una muerte segura, permanecían despiertos para que el sueño no robase ni un instante de la poca vida que les quedaba? ¿Revivían el pasado, las cosas buenas que habían disfrutado? ¿O, arrepentidos de sus culpas, se acordaban repentinamente de Dios e imploraban misericordia? ¿Lloraban, o blasfemaban?
El guardia se detuvo.
—Ya hemos llegado —dijo resoplando—. Avíseme cuando haya terminado.
—Gracias. —Al responder, Pitt tuvo la impresión de que su voz era la de otra persona. Casi maquinalmente entró en la oscura celda. La puerta se cerró con un rechinar.
Jerome estaba sentado sobre un colchón de paja que había en una esquina. No levantó la mirada inmediatamente. El guardia giró la llave, y Pitt quedó encerrado en la celda. Al final, Jerome pareció entender que aquella visita no era rutinaria. Alzó la cabeza y vio a Pitt; se mostró sorprendido, pero sin exteriorizar ninguna emoción. Aunque pareciera mentira, seguía siendo el mismo: aún exhibía un carácter engreído y actitud fría y distante, como si las últimas semanas fuesen algo que simplemente había leído en un libro.
Pitt, temiendo que Jerome hubiese empeorado, se había preparado para cualquier sorpresa. Sin embargo, en ese momento, viendo que esa transformación no se había producido, se sintió desconcertado. Resultaba imposible que el tutor cayera bien a alguien, pero, en cierto modo, Pitt lo admiró por el dominio que tenía de sí.
Qué extraño que el deseo y el pánico hubiesen arrastrado a la destrucción a un hombre como Jerome, a quien no parecían afectar aquellas horribles circunstancias: la privación física, la vergüenza pública y la certeza de la muerte al cabo de tres semanas. Tan extraño que Pitt, inconscientemente, estuvo a punto de disculparse por aquella roñosa celda y la humillación que conllevaba, como si él fuese responsable de ello y no el propio Jerome.
¡Qué reacción más ridícula! La actitud del tutor era precisamente la prueba de su culpabilidad. Al no sentir nada ni mostrar emoción alguna, Jerome confirmaba que era un pervertido en cuerpo y mente. No debía esperarse de él que se comportara como una persona normal, porque no lo era. «Acuérdate de Arthur Waybourne en las cloacas de Bluegate Fields, de su cuerpo joven y mancillado, y haz aquello que has venido a hacer», se dijo Pitt.
—Jerome —dijo el inspector, dando un paso al frente. ¿Qué preguntaría ahora que ya estaba allí? El encuentro con Jerome era su única oportunidad para desechar la desagradable hipótesis de Charlotte. No tenía permiso para interrogar a Waybourne o los dos chicos; todo debía surgir de aquella entrevista en aquella celda, bajo la luz mortecina que se filtraba por el ventanuco que había en lo alto de la pared.
—¿Sí? —inquirió Jerome fríamente—. ¿Qué más quiere de mí, señor Pitt? Si pretende limpiarse la conciencia, no seré yo quien le ayude a conseguirlo. No maté a Arthur Waybourne, ni jamás lo toqué de manera obscena. Si por las noches logra dormir o las pasa desvelado, no puedo hacer nada por ayudarlo, ¡y no lo haría si pudiera!
Pitt respondió sin reflexionar.
—¿Me culpa de su situación?
Jerome esbozó una expresión de resignación y repugnancia a la vez.
—Supongo que usted realiza su trabajo dentro de sus limitaciones. Está tan acostumbrado a tratar con la escoria que la ve por todas partes. Ése es quizá el gran defecto de la sociedad: la existencia de la policía.
—Descubrí el cadáver de Arthur Waybourne —respondió Pitt, sin enfadarse por la acusación. Jerome necesitaba ofender a alguien—. Eso fue lo único que testifiqué en el juicio. Interrogué a la familia Waybourne e investigué a esas dos personas que ejercían la prostitución, el muchacho y la chica. Pero no las encontré yo, y desde luego no les atribuí falsas declaraciones.
Jerome miró a Pitt, como si los dos guardasen un secreto.
—Usted no averiguó la verdad —dijo el tutor al final—. Quizá eso era pedir demasiado. Tal vez usted es una víctima como yo. Sólo que es libre de marcharse y volver a cometer los mismos errores. Yo soy quien pagará las consecuencias.
—¿Usted no mató a Arthur?
—No.
—Entonces, ¿quién lo hizo? ¿Y por qué?
Jerome se miró los pies. Pitt se acercó al colchón de paja y se sentó junto a él.
—Arthur era un chico insufrible —manifestó Jerome al cabo de unos instantes—. Desde luego, me he preguntado quién lo mató, pero no tengo ni idea. De lo contrario se lo hubiese dicho a usted.
—Mi esposa tiene una teoría —señaló Pitt.
—¿En serio? —repuso Jerome con tono desdeñoso.
—¡No se comporte con tanta superioridad! —replicó Pitt bruscamente. De repente, la rabia que sentía por aquella estúpida tragedia se convirtió en ofensa por el desaire a Charlotte—. ¡El planteamiento de mi esposa es más de lo que usted tiene, maldita sea!
Jerome observó a Pitt y alzó las cejas.
—¿Quiere decir que ella no cree que yo sea culpable? —preguntó con rasgos rígidos y la mirada sin reflejar emoción alguna excepto sorpresa.
—Ella piensa que Arthur era el pervertido —señaló Pitt—. Y que él indujo a sus prácticas a los dos chicos. Al principio le obedecieron, pero más tarde, cuando cada uno de ellos supo que el otro también estaba implicado, se aliaron y lo mataron.
—Una idea agradable —dijo Jerome agriamente—. Pero me cuesta imaginar que Godfrey y Titus tuvieran la sangre fría de arrastrar el cuerpo hasta las alcantarillas y deshacerse de él con tanta eficacia. De no haber sido por ese limpiador, Arthur jamás hubiese sido identificado.
—Sí, lo sé —contestó Pitt—. Pero tal vez uno de los padres los ayudó.
Jerome abrió los ojos y por su mirada cruzó un destello de esperanza. Luego volvió a ensombrecerse.
—Arthur murió ahogado. ¿Por qué no decir simplemente que fue un accidente? Sería más sencillo y más respetable. No tiene sentido que abandonaran el cuerpo en una cloaca. Su esposa es muy imaginativa, señor Pitt, pero no demasiado realista. Tiene una imagen fantasiosa de los Anstey Waybourne de este mundo. Si hubiese conocido unos cuantos, se daría cuenta de que esa clase de individuos no se amedrenta ni se comporta de forma tan irracional.
Pitt se ofendió, pero Jerome había respondido con el resentimiento de las ambiciosas clases medias y los valores que él despreciaba.
—Ella conoce bien a esas personas —repuso el inspector agriamente—. Su familia es de bastante categoría. Su hermana es lady Ashworth. Quizá Charlotte sabe mejor que usted y yo qué cosas horrorizan a la alta sociedad; por ejemplo, descubrir que un hijo es homosexual y portador de una enfermedad venérea. Quizá usted no está al corriente de la ley del año pasado, pero actualmente la homosexualidad es un delito punible con la cárcel.
Jerome se volvió de lado para que Pitt no le leyera la expresión.
—De hecho —prosiguió el inspector con cierta desconsideración—, quizá Waybourne descubrió los hábitos de Arthur y lo mató él mismo. ¿El hijo heredero convertido en un pervertido sifilítico? ¡Mejor muerto! Usted sabe que es así, señor Jerome.
—Oh, lo creo. —Jerome suspiró—. Lo creo, señor Pitt. ¡Pero ni usted, ni su esposa ni un ángel celestial lo demostrarán! ¡Y el sistema judicial ni siquiera lo intentará! Yo soy un sospechoso mucho mejor. Nadie me echará de menos, a nadie le importará mi muerte. La solución adoptada satisface a todas las personas afectadas por el caso. Usted tiene menos probabilidades de convencerlas que de llegar a primer ministro. —Jerome torció la boca en una cruel mueca de burla—. Aunque, por supuesto, no esperaba seriamente que usted lo intentase. No entiendo a qué ha venido. ¡Ahora sólo logrará tener más pesadillas, y le durarán más!
Pitt se puso en pie.
—Es posible —dijo—. Pero por su culpa, no mía. Yo no lo juzgué, ni alteré u oculté pruebas. Si… —Pitt vaciló—. Si se ha producido un error judicial, ha sido contra mi voluntad, no gracias a mí. Y me importa muy poco si me cree o no. —Golpeó la puerta con el puño—. ¡Carcelero!
La puerta se abrió, y Pitt se marchó por el húmedo y oscuro pasillo sin mirar atrás. Estaba enfadado, confuso y sin medios para proseguir la investigación.