6

El proceso contra Maurice Jerome se inició el segundo lunes de noviembre. Charlotte jamás había estado en una sala de justicia. En el pasado había mostrado gran interés por los casos de Pitt y, de hecho, en varias ocasiones se había involucrado activamente, a menudo con cierto peligro, en las investigaciones. Pero su participación siempre había terminado en el momento del arresto; cuando ya no había misterio que resolver, ella consideraba que el asunto había concluido. Conocer la solución le bastaba y no quería ir más allá.

De todas formas, en aquella ocasión, Charlotte consideró necesario asistir al juicio como gesto de apoyo a Eugenie ante una vicisitud que sin duda constituía una de las experiencias más penosas para una mujer. Incluso en aquellos momentos, no estaba segura de qué veredicto esperaba. Por lo general confiaba plenamente en Pitt, pero en ese caso había notado en él una tristeza más profunda que la habitual aflicción que un crimen implica. Se sentía insatisfecho, como dando por terminado un trabajo inacabado. Necesitaba respuestas que aún no tenía.

Y sin embargo, si Jerome no era culpable, ¿quién lo era? Nadie más había aparecido ni siquiera implicado en el caso. Todas las pistas apuntaban hacia Jerome; ¿o acaso todo el mundo había mentido? No era lógico, pero aun así Pitt seguía dudando.

Charlotte se había formado una imagen de Jerome, un poco borrosa y confusa en los detalles. Tuvo que recordar que la había creado a partir de lo que Eugenie le había contado, y esa mujer hablaba con parcialidad, por no decir otra cosa. Y, desde luego, lo había perfilado basándose en la información obtenida de Pitt; ¿quizá también él se había dejado llevar por sus sentimientos? Eugenie había conmovido a Pitt desde el primer momento. Ella era muy vulnerable; y Pitt sintió lástima y deseos de protegerla de las verdades que él conocía. Charlotte lo había notado y se había enfadado con Eugenie por mostrarse tan infantil, inocente y femenina.

Pero en ese momento, tales consideraciones no eran importantes. ¿Qué aspecto tenía Maurice Jerome? Charlotte había colegido que era un hombre de pocas emociones, carente incluso de aquéllas que en público se contenían y afloraban sólo en los momentos de mayor intimidad. Jerome era una persona fría; sus apetitos resultaban más intelectuales que sensuales. Ansiaba incrementar sus conocimientos, y la posición y el poder que ello reportaba. Deseaba prodigarse en distinciones sociales como las buenas maneras, el habla y la etiqueta. Se enorgullecía de su diligencia y de poseer habilidades que otros no tenían. También se sentía orgulloso, de un modo oscuro, de dominar ampliamente ramas como la gramática latina y las matemáticas.

¿Representaba esa imagen sólo una espléndida máscara para ocultar un apetito físico abyecto e incontrolable? ¿O Jerome era precisamente aquello que parecía: un hombre insensible y, por naturaleza, demasiado absorto en sí para sentir cualquier clase de pasión?

Fuera cual fuese la verdad, Eugenie estaba condenada a sufrir. Lo menos que Charlotte podía hacer era estar allí, para que entre la multitud de rostros acusadores hubiese uno que no lo fuera. Eugenie contaría con una cara amiga cuya mirada podría buscar y así saber que no estaba sola.

Charlotte había preparado una camisa limpia y una corbata nueva para Pitt. Asimismo, le lavó y planchó el mejor abrigo. No le contó que también pensaba asistir al juicio. Se despidió de él a las ocho y cuarto de la mañana y le arregló el cuello de la gabardina una última vez. Luego, apenas la puerta se cerró, se dirigió corriendo a la cocina para dar instrucciones a Gracie sobre los quehaceres de la casa y el cuidado de los niños durante los días que durase la vista. Gracie dijo a Charlotte que se encargaría de todo y que no se preocupase.

Charlotte le dio las gracias. Después fue a su habitación, se puso un vestido negro y un bonito sombrero también negro que Emily le había regalado. Emily lo había llevado en el funeral de una duquesa, pero, al enterarse posteriormente de la excesiva tacañería de la mujer, se deshizo del sombrero y se compró otro, aún más caro y elegante.

El sombrero que Charlotte había recibido de su hermana era de alas anchas y ladeadas, con velos y plumas. Le sentaba muy bien y le acentuaba las facciones y la expresión de los ojos negros, proporcionándole cierto aire de misterio que resultaba encantador.

Ella no sabía si debía vestirse de negro para un juicio. ¡La gente decente no solía asistir a tales acontecimientos! Pero, al fin y al cabo, aquella vista era por un asesinato, algo relacionado necesariamente con la muerte y, por ende, con el negro. De todas formas, Charlotte no tenía nadie a quien preguntar, y en esos momentos ya era demasiado tarde. Además, probablemente le aconsejarían que no se presentase en el juzgado y le pondrían las cosas difíciles señalando las razones por las que ella no debería ir. O quizá le dirían que sólo las mujeres de conducta excéntrica, como las ancianas que durante la Revolución Francesa hacían calceta al pie de la guillotina, acudían a esa clase de espectáculos.

Había llegado la época del frío, y Charlotte se alegró de haber ahorrado suficiente del dinero destinado a gastos domésticos para pagarse, si era necesario, un carruaje tanto a la ida como a la vuelta, todos los días de la semana.

Charlotte llegó muy pronto; apenas había nadie en el edificio, sólo funcionarios de traje oscuro, y dos mujeres con escobas y recogedores. El lugar era más inhóspito de lo que Charlotte había imaginado. Se dirigió hacia la sala en cuestión, y al caminar sus pasos resonaron en los anchos pasillos. Se sentó en uno de los vacíos bancos de madera.

Echó un vistazo alrededor, tratando de imaginarse la estancia llena de gente. Las barandillas que rodeaban el banquillo de los acusados y el de los testigos estaban ennegrecidas, gastadas por las manos de generaciones de reos y personas que habían acudido allí a prestar declaración, nerviosas, intentando ocultar desagradables verdades personales, contando cosas de otros, eludiendo las preguntas con falsos testimonios y mentiras a medias. En aquel tribunal se habían expuesto todas las faltas e intimidades humanas; se habían destrozado vidas y pronunciado sentencias de muerte. Pero nadie había hecho las cosas simples y cotidianas de la vida: comer, dormir o reír con un amigo.

Poco a poco empezó a llegar gente, de caras envaradas y arrogantes. Tras escuchar algunos trozos de conversaciones, Charlotte detestó a aquellas personas.

Habían ido para curiosear sin pudor, cotillear y dar rienda suelta a las habladurías. Dictarían sus propios veredictos sin fijarse en las pruebas. Charlotte quería que Eugenie supiera que al menos había alguien que seguiría brindándole una amistad sincera, a pesar de todo.

Y ese deseo resultaba extraño ya que sus sentimientos hacia la esposa de Jerome aún eran muy confusos. La azucarada femineidad de Eugenie la irritaba ya que representaba una reafirmación de los aspectos más enojosos de la superioridad masculina sobre las mujeres. Charlotte había estado familiarizada con tales actitudes desde la ocasión en que su padre le quitó un periódico, diciendo que interesarse por esas cosas era inapropiado para una señorita y le aconsejó que volviera a pintar acuarelas y coser bordados. La superioridad con que los hombres observaban la fragilidad femenina la enervaba. Y Eugenie les seguía el juego al pretender ser exactamente aquello que ellos esperaban. ¿Quizá había aprendido a comportarse de ese modo como forma de autoprotección, para conseguir lo que quería? En tal caso, se trataba de una excusa, pero seguía siendo una solución cobarde.

Y lo peor era que funcionaba. ¡Incluso con Pitt! Se enterneció como un niño. Charlotte había contemplado la escena en el salón de su propia casa. Eugenie, a su manera afectada y lisonjera, era en su trato social casi tan inteligente como Emily. Si hubiera nacido en tan buena cuna y sido tan hermosa como Emily, tal vez se habría casado también con un aristócrata.

¿Y qué decir de Pitt? Al pensar en ello, Charlotte sintió un escalofrío. ¿Hubiese Pitt preferido a una mujer más dulce y más sutil? ¿Alguien que siempre le resultara, al menos en parte, un misterio y no le exigiera mostrar sus emociones sino paciencia? ¿Hubiese sido más feliz con una esposa que no lo agobiase en absoluto, que jamás lo afligiese porque nunca se inmiscuyese lo suficiente y en ninguna ocasión cuestionase sus valores o minara su autoestima al demostrar tener razón cuando él estuviese equivocado?

Sin duda, creer que Pitt habría deseado una mujer así supondría el mayor insulto concebible y asumir que él era un niño sentimental, incapaz de afrontar la realidad. Pero todos somos chiquillos a veces y necesitamos soñar, incluso estupideces.

Quizá resultaría más prudente que ella se mordiera la lengua más a menudo y dejara que la verdad, o lo que entendía por verdad, llegase a su debido momento. Debía tener en cuenta la bondad y la sinceridad de su marido.

Ahora, la sala ya estaba llena. De hecho, cuando Charlotte se volvió, observó que los alguaciles negaban la entrada a algunas personas. Rostros curiosos se agolpaban al umbral de la puerta, esperando ver al acusado, el hombre que había asesinado al hijo de un aristócrata y arrojado su cuerpo desnudo a las cloacas.

El proceso empezó. El escribano, vestido con sombrías y antiguas ropas negras y unos quevedos, solicitó la atención de los presentes para iniciar la causa de la Corona contra Maurice Jerome. El juez, que tenía cara de ciruela madura y llevaba una tupida peluca que recordaba a la crin de un caballo, resopló y suspiró. Parecía como si la noche anterior se hubiese excedido en la cena. Charlotte lo imaginó con una chaqueta de terciopelo, el chaleco lleno de migas, limpiándose los restos de Stilton y apurando la copa de oporto. El fuego ardería en el hogar y el mayordomo estaría cerca para encenderle el puro.

Antes de terminar la semana probablemente se colocaría el bonete negro de tres picos y condenaría a Maurice Jerome a morir en la horca.

Charlotte se estremeció y se volvió para mirar por primera vez al hombre sentado en el banquillo de los acusados. Se sobresaltó con desagrado. Se había formado una precisa imagen mental de él, no tanto de sus rasgos físicos pero sí de la sensación que tendría al verle. Y el retrato se desvaneció. Jerome era más corpulento de lo que Charlotte, movida por la compasión, había pensado, y su mirada era más inteligente. Si tenía miedo, lo ocultaba detrás del desprecio que mostraba por todas las personas que lo rodeaban. En ciertos aspectos, él era superior, sabía hablar latín y griego, había leído sobre el arte y la cultura de civilizaciones antiguas. Esa gente estaba allí para satisfacer una curiosidad insana; Jerome, por la fuerza de las circunstancias, afrontaría la situación porque no tenía otra opción. Pero no se rebajaría a formar parte de la comedia. Despreciaba la vulgaridad y, aunque en silencio, lo dejó bien claro a través de una serie de gestos: la nariz ligeramente arrugada, los labios apretados, y el pequeño movimiento de los hombros para evitar rozar a los policías que lo flanqueaban.

Charlotte se había formado una impresión favorable de Jerome, creyendo entender, al menos en parte, cómo había llegado a tal nivel de pasión y desesperación, en caso de que fuera culpable. Y si era inocente, merecería compasión y justicia.

Sin embargo, al verlo en persona, a pocos metros de distancia, Charlotte dejó de tenerle simpatía. El afecto desapareció y ella se inquietó. Debía recomponer sus sentimientos y adaptarlos a una persona completamente distinta de la que había imaginado.

El juicio ya había empezado. El primer testigo fue el limpiador de las cloacas, un individuo menudo y enclenque, que, desacostumbrado a la luz, no paraba de parpadear. El fiscal se llamaba Bartholomew Land. Formuló al testigo preguntas rápidas y directas sobre su trabajo, cómo descubrió el cadáver —el cuerpo que, sorprendentemente, no presentaba heridas ni mordeduras de rata— y la extraña circunstancia de que apareciera sin ropa alguna, ni siquiera las botas. Por supuesto, el limpiador de las cloacas había avisado inmediatamente a la policía y, desde luego, no había tocado nada. ¡No era un ladrón! La insinuación resultaba insultante.

El abogado defensor, Cameron Giles, no utilizó su turno de preguntas, y el testigo se retiró del estrado.

El siguiente testigo fue Pitt. Al pasar junto a Charlotte, ella se agachó un poco para ocultar la cara. La situación la divertía, pero sintió un ligero estremecimiento cuando, aun en un momento como aquél, él miró por unos instantes su elegante sombrero. ¡Aunque, por supuesto, Pitt no sabía que era Charlotte quien lo llevaba! ¿Solía fijarse en las demás mujeres con aquella mirada rápida y aguda? Charlotte se quitó la idea de la cabeza. Eugenie también lucía sombrero aquel día.

Pitt se sentó en el banquillo de los testigos y juró las generales de la ley. Aunque Charlotte le había planchado la chaqueta a primera hora de la mañana, la prenda ya estaba desaliñada, la corbata torcida y, como de costumbre, Pitt se había mesado el pelo, dejándolo de punta. Intentar que su esposo fuera pulcro y compuesto resultaba una pesadilla. ¡Sólo Dios sabía qué guardaba Pitt en los bolsillos para que colgaran de aquel modo! ¡Por lo menos piedras, a juzgar por el aspecto!

—¿Usted examinó el cuerpo? —preguntó Land.

—Sí, señor.

—Y no llevaba encima ninguna identificación. Bien, ¿cómo supo entonces quién era él?

Pitt explicó el proceso, la eliminación de una posibilidad tras otra. Presentó el asunto como una tarea rutinaria, una cuestión de sentido común que cualquiera hubiese sabido llevar a cabo.

—De acuerdo —asintió Land—. ¿Y el señor Anstey Waybourne identificó a su hijo?

—Sí, señor.

—¿Y qué hizo usted entonces, señor Pitt?

Pitt se quedó en blanco. Sólo Charlotte sabía que la aflicción era la causa de que su marido hubiese perdido su expresión normal, el apasionado interés que habitualmente mostraba. A ojos de un desconocido, Pitt simplemente parecía un hombre frío.

—Debido a la información facilitada por el médico forense de la policía —Pitt estaba demasiado acostumbrado a prestar declaración para echar mano de los rumores—, empecé a investigar las relaciones personales de Arthur Waybourne.

—¿Y qué descubrió?

El fiscal estaba sonsacándole las respuestas; Pitt no se ofrecía a hablar por voluntad propia.

—Fuera de su casa, Arthur Waybourne no tenía ningún amigo o conocido que encajara con la descripción del asesino. —Una contestación muy prudente, con palabras que no revelaban nada. Pitt ni siquiera había dado a entender que existieran en el caso elementos de sexualidad.

Land enarcó las cejas y exclamó con sorpresa.

—¡Ningún amigo o conocido, señor Pitt! ¿Está seguro?

Pitt apretó los labios.

—Creo que para obtener esa información tendrá que preguntar al sargento Gillivray —dijo el inspector, disimulando un tono mordaz.

Aunque llevaba velo, Charlotte cerró los ojos por unos instantes. Pitt había decidido delegar a Gillivray la misión de hablar de Albie Frobisher y la prostituta enferma de sífilis. Gillivray disfrutaría explicándolo todo. Se convertiría en una celebridad. El sargento presentaría una declaración más florida, llena de detalles y certeza. En cambio, Pitt no deseaba formar parte de ello y ésa era su manera de eludir la farsa y evitar al menos pronunciar las palabras, como si eso supusiera alguna diferencia. En boca de Gillivray, las pruebas resultarían irrecusables.

Charlotte elevó la mirada. Pitt estaba terriblemente solo en aquel banquillo rodeado de barandillas de madera y ella no podía hacer nada para ayudarlo. Pitt ni siquiera sabía que Charlotte estaba en la sala, comprendiendo el desasosiego que él sentía al no estar seguro de la culpabilidad de Jerome.

¿Cómo había sido realmente Arthur Waybourne en vida? Era joven, de buena familia y había sido víctima de un asesinato. En esos momentos, nadie se atrevería a hablar mal de él, desenterrar sus vilezas y mezquindades. Maurice Jerome, con su cínica expresión, probablemente también lo sabía.

Charlotte miró a Pitt.

Él siguió testificando, aunque Land apenas consiguió sonsacarle más información.

Giles no tuvo nada que preguntar. Era demasiado experto para tratar de desconcertar a Pitt y prefirió no darle la oportunidad de reforzar las declaraciones que ya había prestado.

Luego llegó el turno del forense de la policía. Se mostró sereno, bastante seguro e imperturbable ante el poder y la solemnidad del tribunal. Ni la amenazadora figura del juez ni la voz atronadora de Land le causaron impresión alguna. Tras la pomposidad de aquella sala sólo había cuerpos humanos. Y él había visto cientos de cuerpos desnudos, y había practicado la autopsia a docenas de cadáveres. Conocía demasiado bien la fragilidad y las miserias humanas.

Charlotte trató de imaginarse a los miembros del tribunal enfundados en guardapolvos blancos, desprovistos de la formal dignidad que sus togas les ofrecían, y la imagen le resultó ridícula. Se preguntó si el juez tendría calor bajo aquella enorme peluca.

En ese momento el médico estaba hablando con expresión afable y firme. Reveló la verdad objetivamente, sin exteriorizar emociones u opiniones al respecto: Arthur Waybourne había mantenido relaciones homosexuales. Un murmullo de repugnancia se extendió por la sala. Sin duda, todo el mundo lo sabía ya, pero expresar el sentimiento y revolcarse en él era gratificante, una especie de catarsis. Al fin y al cabo, la gente había acudido allí para eso.

Arthur Waybourne había contraído sífilis poco antes de morir. Se produjo otro murmullo de repulsión, acompañado también de un estremecimiento de sorpresa y miedo. Se estaba hablando de una enfermedad contagiosa. Se sabían algunas cosas de ella, y al parecer la gente decente no corría peligro. Pero la enfermedad siempre guardaba cierto misterio, y los presentes en la sala la tenían demasiado cerca. Sintieron aprensión, el tacto frío del peligro real. Se trataba de una dolencia sin curación.

Entonces sobrevino la sorpresa. Giles se puso en pie.

—¿Dice usted, doctor Cutler, que Arthur Waybourne había contraído sífilis recientemente?

—Así es.

—¿Sin ningún género de dudas?

—Eso es.

—¿No cabe la posibilidad de que usted haya cometido un error? ¿No podría tratarse de otra enfermedad con síntomas similares?

—No; imposible.

—¿De quién contrajo el muchacho la enfermedad?

—No lo sé. Por supuesto, debió ser alguien que la tenía.

—Exactamente. ¡Esa afirmación no revela quién fue, pero sí quién no fue!

—Desde luego.

La gente se removió en sus asientos. El juez se inclinó y dijo:

—Incluso el mayor imbécil consideraría evidente su observación, señor Giles. Si pretende demostrar algo, por favor vaya al grano.

—Sí, señoría. Doctor Cutler, ¿ha examinado al acusado con el propósito de determinar si tiene o ha tenido alguna vez sífilis?

—Sí.

—¿Y la tiene?

—No. Y tampoco padece ninguna enfermedad contagiosa. Disfruta de buena salud, tan buena como las circunstancias le permiten.

Se produjo un silencio. El juez arrugó la cara y miró al doctor con aversión.

—¿He de entender, doctor, que el acusado no transmitió esa enfermedad a la víctima, Arthur Waybourne? —preguntó el magistrado fríamente.

—Correcto, señoría. Hubiese sido imposible.

—Entonces, ¿quién lo hizo? ¿Cómo la contrajo? ¿Por vía hereditaria?

—No, señoría, el muchacho sólo sufría las primeras fases de la enfermedad, como sucede cuando se ha transmitido por contacto sexual. La sífilis congénita presenta síntomas completamente distintos.

El juez suspiró y se reclinó en su asiento, con aire pensativo.

—Entiendo. Por supuesto, usted no sabría decir de quién la contrajo —bufó—. Muy bien, señor Giles, parece que ha conseguido su objetivo. Prosiga.

—Eso es todo, señoría. Gracias, doctor Cutler.

Antes de que el cirujano abandonara el banquillo, Land se levantó.

—¡Un momento, doctor! ¿Le pidió posteriormente la policía que verificara el diagnóstico de otra persona, alguien que padeciera sífilis?

Cutler sonrió con sequedad.

—De varias.

—¿Alguna que mantuviera una relación particular con este caso? —inquirió Land.

—No se me informó de ese detalle. Si dijese algo sólo serían rumores. —El médico parecía sentir cierta satisfacción en entorpecer el interrogatorio del fiscal.

—¿Abigail Winters entre ellos? —preguntó Land. Su actuación había sido impecable, pero la anterior respuesta del doctor lo presentaba ante el tribunal como un incompetente, cosa que le sentó mal.

—Sí, examiné a Abigail Winters, y ella sí tiene sífilis —reconoció Cutler.

—¿Contagiosa?

—Desde luego.

—¿Y cuál es la profesión, o negocio, si usted lo prefiere, de Abigail Winters?

—No lo sé.

—Vamos, doctor Cutler, sabe tan bien como yo cuál es el oficio de esa mujer.

Cutler esbozó una leve sonrisa.

—Me temo que no lo recuerdo, señor.

En la sala se oyó un murmullo de nerviosismo, y Land se sonrojó. Charlotte vio que los colores le subían incluso en el cuello. Se alegró de que el velo le ocultara la cara. Aquél no era lugar ni momento para reírse.

Land abrió la boca, pero volvió a cerrarla.

—Puede retirarse —dijo al final, furioso—. Llamo al sargento Harcourt Gillivray.

Gillivray se sentó en el banquillo y prestó juramento. Seguía dándose aires de haber conseguido solucionar el caso fácilmente. Confirmó el testimonio de Pitt. Land pasó a preguntar detalles sobre Albie Frobisher pero sin llegar, por supuesto, a airear las declaraciones de Albie ya que Gillivray tendría que haberse valido de rumores. Albie sería llamado en su momento a ofrecer su propia declaración.

Charlotte escuchaba con atención; la exposición del sargento era muy convincente y los distintos elementos del caso encajaban perfectamente. Gracias a Dios que Eugenie estaba fuera de la sala; como testigo, no se le permitía entrar hasta después de haber declarado.

Gillivray contó cómo llevó a cabo sus investigaciones. No mencionó la participación de Pitt en las pesquisas ni que hubiera seguido sus órdenes y su intuición sobre dónde investigar. No se anduvo con rodeos. Explicó cómo encontró a Abigail Winters y comprobó que la mujer padecía de sífilis.

Gillivray abandonó el banquillo con las mejillas henchidas de orgullo. Los doscientos presentes en la sala le contemplaron la espalda erguida y su andar altivo mientras regresaba a su asiento.

Charlotte reprobó la actitud del sargento; para él, aquello era un éxito, no una tragedia, cuando debería haberse mostrado abrumado por la aflicción y el dolor.

Se acercaba la hora de comer, y el juez levantó la sesión. Charlotte salió entre la multitud, esperando que Pitt no la viera, y se preguntó si la vanidad que la había llevado a ponerse el sombrero negro sería su perdición.

En realidad, el encuentro no se produjo hasta que ella regresó por la tarde a la audiencia, un poco pronto, para volver a asegurarse el mismo asiento.

Ella vio a Pitt apenas entró en el vestíbulo y se detuvo. Entonces, cayendo en la cuenta de que si se paraba llamaría aún más la atención, levantó la barbilla y se dirigió altivamente hacia la puerta de la sala. Pero resultaba inevitable que Pitt la viera: iba vestida completamente de negro y el sombrero era bastante llamativo. Pensó en ladear la cabeza, pero decidió no hacerlo. Parecería un gesto poco natural que levantaría sospechas.

Aun así, Pitt la reconoció enseguida.

La cogió del brazo y Charlotte se vio obligada a detenerse.

—¡Charlotte! —Pitt estaba boquiabierto de asombro—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Quiero estar presente —musitó ella—. No hagas una escena o todo el mundo nos mirará.

—¡Me da igual que la gente nos mire! Vuelve a casa. Éste no es lugar para ti.

—Eugenie está aquí. Creo que ése es un buen motivo para que me quede. Ella necesitará consuelo antes de que esta historia termine.

Pitt vaciló. Charlotte le apartó discretamente la mano del brazo.

—¿No te parece bien que la ayude?

Pitt se había quedado sin respuesta, y ella lo sabía. Le dedicó una sonrisa radiante y entró en la sala.

El primer testigo de la tarde fue Anstey Waybourne. Los presentes fueron conscientes de su tragedia y no se oyó nada, excepto un discreto murmullo de condolencia. Waybourne tenía poco más que añadir: sólo la identificación del cuerpo de su hijo y un informe sobre la corta vida del chico y los detalles cotidianos, las clases de Jerome. Giles le preguntó por qué había decidido contratar a Jerome. El testigo mencionó las excelentes referencias del tutor y el hecho de que nadie anteriormente tuviese queja alguna contra él. Por, lo demás, sus aptitudes académicas eran muy buenas, y aplicaba una disciplina severa sin llegar a extremos brutales. Ni Arthur ni Godfrey le habían profesado una simpatía especial, pero tampoco habían manifestado ninguna clase de resentimiento, sólo el natural que los jóvenes sienten por quien ejerce una autoridad sobre ellos.

Cuando se le preguntó qué opinaba del tutor, Waybourne no aportó nada nuevo. Se sentía profundamente trastornado y nunca había sospechado nada. Así pues, la declaración del padre de la víctima sirvió de poca ayuda. El juez, en voz baja, permitió que se retirara.

A continuación fue llamado al estrado Godfrey Waybourne. Se produjo un murmullo de ira contra Jerome, el responsable de que un niño sufriera aquella penosa experiencia.

Jerome permaneció inmóvil en su asiento, sin mirar a Godfrey, como si el chiquillo fuera un desconocido que no le interesara. Tampoco miró al fiscal Land mientras éste preguntó.

La declaración fue breve. Godfrey repitió las cosas que había contado a Pitt, utilizando palabras de buen tono, casi ambiguas, excepto para aquéllos que sabían a qué se estaba refiriendo el chico.

Incluso Giles fue benévolo con él y no le pidió que volviera a explicar los detalles dolorosos.

La sesión concluyó sorprendentemente pronto. Charlotte no sabía que los tribunales cerraban a una hora que en la jornada de Pitt apenas era media tarde. Tomó un coche y regresó a casa. Cuando Pitt llegó, ella ya llevaba allí más de dos horas y se había cambiado de vestido. Estaba junto al horno preparando la cena. Esperó una inmediata reprimenda, pero no se produjo.

—¿De dónde sacaste ese sombrero? —preguntó él, sentándose en la silla de la cocina.

Charlotte sonrió aliviada. El cuerpo se le había puesto tenso, aguardando la cólera de su marido. Le hubiese dolido más de lo que era capaz de soportar. Removió el cocido y cogió un poco de caldo con la cuchara para probarlo. Normalmente se quedaba corta de sal. Quería que aquel guisado saliera especialmente bien.

—Me lo regaló Emily —respondió—. ¿Por qué lo preguntas?

—Parece caro.

—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —Charlotte se volvió hacia Pitt, que al fin sonrió.

Él la contempló sin parpadear, adivinándole el pensamiento.

—Y bonito —añadió él sonriendo—. ¡Bastante bonito! ¿Por qué te lo regaló?

—Compró uno que le gustaba más —explicó Charlotte—. Aunque, por supuesto, me dijo que lo había comprado para llevarlo en un funeral de una mujer que no le caía bien.

—¿De modo que te regaló el sombrero?

—Ya conoces a Emily. —Charlotte probó el caldo y añadió suficiente sal para satisfacer el áspero paladar de Pitt—. ¿Cuándo prestará declaración Eugenie?

—Cuando empiece la defensa. Probablemente, pasado mañana. No hace falta que vayas.

—Supongo que no, pero quiero ir. No deseo tener una opinión a medias.

—Querida, ¿cuándo has tenido una opinión a medias? ¡Fuera cual fuese el caso!

—¡Por eso, si pretendo formarme una opinión sobre este caso —replicó ella—, mejor que sea con conocimiento de causa!

Pitt no tenía fuerzas ni ánimo de discutir. Si Charlotte deseaba asistir al juicio, allá ella. De algún modo, compartir la carga de conocer los hechos reportaba cierto consuelo. Pitt ya no se encontró tan solo. No podía cambiar nada, pero al menos sí mirar a su esposa y, sin palabras ni explicaciones, ella comprendería exactamente cómo se sentía.

Al día siguiente, el primer testigo fue Mortimer Swynford. Su único propósito consistió en abonar el terreno para Titus, testificando que había contratado a Jerome para que impartiera clases a su hijo y su hija, poco después de que el tutor empezara a trabajar para Anstey Waybourne, de quien Swynford era pariente por parte de su esposa; de hecho, Waybourne le había recomendado a Jerome. Swynford creía que el profesor era una persona de moral intachable, y sus referencias eran excelentes.

Titus estuvo en la sala sólo unos minutos. Serio, pero más curioso que asustado, permaneció erguido en el banquillo. Charlotte sintió simpatía por aquel chico que hablaba de algo que todavía le resultaba difícil de comprender.

Por la tarde, el ambiente cambió por completo. La condolencia y el silencio respetuoso desaparecieron, sustituidos por los murmullos y un removerse en los asientos con regocijo de superioridad salaz. A fin de cuentas, el público tenía oportunidad de chismorrear sin la indignidad de ocultarse tras una ventana o mirar por el agujero de una cerradura.

Albert Frobisher fue llamado al estrado. Su pequeño cuerpo era una extraña mezcla del abatimiento de la edad senil y la vulnerabilidad de un niño. No sorprendió a Charlotte, que ya se lo había imaginado de una manera que se ajustaba a la realidad. Sin embargo, al verlo en persona dio un leve respingo. Albie parecía un chico despierto e inteligente pero en su voz había algo inquietante. Charlotte lo consideró una persona de sentimientos incomprensibles, que decía cosas en que ella jamás había pensado.

Albie prestó juramento.

—¿En qué trabaja, señor Frobisher? —preguntó Land. Necesitaba a Albie (de hecho, Albie era vital para el desarrollo del caso), pero era incapaz de eliminar de la voz un matiz despectivo con que recordaba a todo el mundo que entre ellos dos existía un abismo insalvable. No deseaba que nadie, ni siquiera en una distracción momentánea, imaginase que ellos habían tenido otra relación que la impuesta por el deber.

Charlotte entendía la postura del fiscal. Tampoco a ella le hubiese gustado ser relacionada con aquel chico. Pero aun así estaba enfadada por el trato otorgado al testigo.

—Me dedico a la prostitución —contestó Albie con frío aire burlón. También él había advertido la actitud de Land, pero no estaba dispuesto a refugiarse en la hipocresía de fingir no haberse enterado.

—¿La prostitución? —Land alzó la voz con fingida incredulidad—. Pero usted es varón, ¿no?

—Tengo diecisiete años —respondió Albie—. Tuve mi primer cliente a los trece.

—¡No le pregunté por su edad! —repuso Land—. ¿Ofrece sus servicios a mujeres depravadas con apetitos tan desmedidos que una relación normal no logra satisfacer?

Albie estaba harto de aquella comedia. Su clientela representaba una larga lista de personas que pretendían ser respetables.

—Se equivoca —contestó Albie—. Jamás he tocado a una mujer. Vendo mi cuerpo a hombres, principalmente señores ricos, lechuguinos, que prefieren los chicos a las mujeres pero no tienen acceso a ellos si no es pagando. Por eso recurren a gente como yo. Creía que usted ya lo sabía, si no, ¿para qué me ha hecho venir aquí? ¿De qué le serviría si yo no ejerciera la prostitución, eh?

Land enrojeció y se volvió hacia el juez.

—¡Señoría! ¡Le ruego que ordene al testigo contestar únicamente las preguntas y abstenerse de observaciones impertinentes que podrían difamar a hombres decentes y honorables y sólo lograrán entorpecer al tribunal! ¡Hay damas en la sala!

Charlotte pensó que aquel comentario era ridículo y le hubiese encantado decirlo en voz alta. Todas las personas que habían asistido al juicio —excepto los testigos— lo habían hecho precisamente porque querían escuchar algo escandaloso. ¿Por qué otra razón se seguiría una vista por asesinato en que se sabía de antemano que la víctima había sido objeto de abusos sexuales y se le había contagiado una enfermedad venérea? La hipocresía era repulsiva; Charlotte se crispó de rabia.

El juez secundó al fiscal.

—¡Las respuestas del testigo se ceñirán exclusivamente a las preguntas que se le formulen! —ordenó con tono colérico—. La policía no ha presentado cargos contra usted, así que compórtese de una manera que le permita seguir libre de imputaciones. ¿Lo ha comprendido? No estamos aquí para que usted haga publicidad de su infame oficio o calumnie a personas de bien.

Charlotte pensó amargamente en los hombres que utilizaban a Albie; lejos de ser sus superiores, eran bastante inferiores. No recurrían a los servicios del muchacho por ignorancia o necesidad de sobrevivir. Albie no era inocente, pero en su defensa podían alegarse ciertos atenuantes. Aquellos individuos no tenían más impulso que el de sus deseos.

—No mencionaré a nadie que sea superior a mí, señoría —dijo Albie—. Lo juro.

El juez le lanzó una mirada de recelo, pero había conseguido la promesa que había exigido y de momento no se le ocurrió ninguna otra queja.

Charlotte sonrió con regocijo. Le hubiese gustado poder expresarse exactamente de esa manera.

—¿De modo que sus clientes son varones? —prosiguió Land—. ¡Conteste simplemente sí o no!

—Sí. —Albie omitió la coletilla de «señor».

—¿Ve a alguien en esta sala que haya sido cliente suyo en algún momento?

Albie esbozó una sonrisa y empezó a atisbar lentamente alrededor de la sala, deteniendo la mirada en cada caballero que encontraba.

Land percibió el peligro y se envaró, alarmado.

—¿El acusado ha tenido alguna vez tratos con usted? —inquirió el fiscal alzando la voz—. ¡Mire al acusado!

Albie simuló sorpresa y desvió la mirada de la galería hacia el banquillo de los acusados.

—Sí.

—¿Maurice Jerome contrató sus servicios de prostitución masculina? —preguntó Land con aire despectivo.

—Sí.

—¿En una sola ocasión o en varias?

—Sí.

—¡No sea estúpido! —Land se permitió estallar—. ¡Si se dedica a entorpecer el proceso, le acusaré de desacato al tribunal y usted irá a parar a la cárcel!

—En varias. —Albie no se inmutó. Disfrutaba de cierto poder y estaba dispuesto a sacarle partido. Probablemente jamás volvería a estar en aquella posición. Su vida no sería muy larga, y él lo sabía. En Bluegate Fields, pocas personas vivían muchos años, y menos si se dedicaban a su profesión. Aquél era un día para disfrutar. Land era quien tenía una reputación y posesiones que perder; Albie no tenía nada y podía permitirse correr ciertos riesgos. Miró al fiscal sin pestañear.

—¿Maurice Jerome visitó sus aposentos en varias ocasiones? —Land esperó para asegurarse de que el jurado había entendido la pregunta.

—Sí —repitió Albie.

—¿Y tuvo él contactos físicos con usted, pagando por ello?

—Sí. —El muchacho apretó los labios en un gesto de desprecio y dirigió la mirada hacia la galería—. ¡Por el amor de Dios, no trabajo gratis! No pensará que me gusta, ¿verdad?

—No me interesan sus apetencias, señor Frobisher —repuso Land fríamente, y esbozó una cínica sonrisa—. ¡Superan los límites de mi imaginación!

La luz del fanal palideció la cara de Albie, que se inclinó sobre la barandilla.

—Son muy sencillas, y creo que han de ser parecidas a las suyas, señor fiscal. Me agrada comer al menos una vez al día, ponerme ropas que me abriguen y no huelan mal, disponer de un techo para cobijarme y no tener que compartirlo con diez o veinte personas. Ésos son mis gustos… señor.

—¡Silencio! —vociferó el juez—. Usted es un impertinente. No nos interesan su vida o sus aspiraciones. Señor Land, si no es capaz de controlar al testigo será mejor que lo despida. Seguramente ya habrá obtenido la información que requería. Señor Giles, ¿quiere preguntar algo?

—No, señoría. Gracias. —El defensor ya había intentado desacreditar la identificación de Albie y no lo había conseguido. No le convenía mostrar su fracaso al jurado.

Instado a abandonar el banquillo, Albie cruzó el pasillo central de la sala, pasando a pocos centímetros de Charlotte. Su ocasión de lucimiento ya había concluido, y volvió a parecer triste y sombrío.

El último testigo convocado por el fiscal fue Abigail Winters, una chica de aspecto corriente y, aunque un poco rolliza, de piel fina y clara que muchas mujeres habrían envidiado. Tenía el pelo ensortijado y los dientes demasiado grandes, algo descoloridos, pero era bastante hermosa. Charlotte había conocido hijas de condesas menos favorecidas.

Su declaración fue breve y concisa. Abigail no se mostró rencorosa ni sarcástica como Albie. No se avergonzaba de su trabajo. Sabía que caballeros y jueces, incluso obispos, habían utilizado sus servicios y los de otras chicas como ella. Un magistrado sin toga y peluca tenía el mismo aspecto que un notario sin traje. Si Abigail se hacía pocas ilusiones con respecto a la gente, con las normas de la sociedad no albergaba ninguna. Sólo las observaban quienes deseaban sobrevivir.

Respondió las preguntas seria y directamente, sin añadir nada. Sí, ella conocía al acusado. Jerome había estado en su burdel, aunque no por interés propio sino de un joven caballero de dieciséis o diecisiete años que lo acompañaba. Sí, el tutor había pedido a Abigail que iniciara al joven caballero en las artes de las relaciones sexuales mientras él, el acusado, permanecía sentado y miraba.

Un murmullo de repugnancia recorrió la sala, un prolongado rumor de pavor santurrón. Luego se produjo un silencio absoluto. Los asistentes no querían perderse la siguiente revelación. Charlotte sintió asco por todos ellos. Aquella tragedia jamás debería haber ocurrido, y esas personas no deberían estar allí, ansiosas de escuchar las declaraciones de los testigos. ¿Cómo diablos afrontaría Eugenie la situación cuando lo supiese? Algún entrometido se lo contaría bien pronto.

Land preguntó a Abigail si podía describir al joven caballero en cuestión.

Sí, ella lo hizo: un muchacho esbelto, de cabello rubio y ojos azules. Era muy elegante y hablaba con acento refinado. Se trataba sin duda de una persona con educación y dinero. Vestía ropas excelentes.

El fiscal le mostró una fotografía de Arthur Waybourne. ¿Era él?

Sí, lo era, sin duda.

¿Sabía ella su nombre?

Sólo el de pila, Arthur. El acusado lo había llamado de ese modo en varias ocasiones.

Giles no tuvo nada que hacer. Abigail era inquebrantable y, tras un breve intento, el defensor comprendió que no llegaría a ninguna parte y desistió del empeño.

Aquella noche, de común acuerdo, Charlotte y Pitt no mencionaron a Jerome ni ningún hecho relacionado con el juicio. Necesitaban un poco de sosiego. Comieron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, aunque de vez en cuando se sonrieran.

Tras la cena hablaron de otras cosas, entre ellas una carta que Charlotte había recibido de Emily, que ya había regresado de Leicestershire. En la misiva se detallaban los últimos ecos de sociedad: el escandaloso flirteo de cierta persona, una fiesta desastrosa, el horrible vestido de una rival… en fin, las agradables trivialidades de la vida cotidiana. Emily había asistido a un concierto, se había publicado una entretenida novela de misterio, y la abuela no había empeorado. En realidad nunca lo había hecho desde que Charlotte era capaz de recordar. La anciana gozaba de poca salud pero estaba dispuesta a disfrutarla hasta el final.

Al tercer día, la defensa empezó a presentar sus alegaciones. Había poco que decir. Jerome no podía demostrar su inocencia, de lo contrario no se le habría acusado. Lo único que podía hacer era negar los cargos y esperar que suficientes testigos alabaran su comportamiento, hasta entonces impecable, para que el jurado tuviera dudas razonables sobre su culpabilidad.

Sentada en su habitual asiento cerca del pasillo central, Charlotte sintió pena y desesperación cuando Eugenie Jerome pasó junto a ella para subir al banquillo de los testigos. Por un momento, Eugenie levantó la barbilla y sonrió a su marido. Entonces, rápidamente, antes de ver si Jerome le devolvía la sonrisa, desvió la mirada para coger la Biblia y prestar juramento.

Charlotte se levantó el velo para que Eugenie la distinguiera y supiese que tenía una amiga entre aquella multitud anónima y ávida de habladurías.

El tribunal la escuchó en absoluto silencio. Los presentes vacilaban entre el desprecio que le profesaban en calidad de cómplice —la esposa de un monstruo— y la compasión por ser la víctima más inocente y maltratada. Quizá fue a causa de los hombros estrechos de Eugenie, del discreto vestido que llevaba, de su pálido semblante, de la voz suave o la forma en que mantuvo la mirada un poco baja y luego se armó de valor para mirar de frente a su interrogador, pudo haber sido por cualquiera de esas cosas —o simplemente un antojo del público—, pero, de repente, Charlotte sintió que el ánimo de los asistentes había cambiado y apoyaban a Eugenie. La compadecían y deseaban que se le hiciera justicia. Ella también era una víctima.

Pero Eugenie no podía aclarar nada. Aquella noche fatídica había estado durmiendo y no sabía cuándo había regresado su marido. Sí, había proyectado acompañarlo al concierto, pero por la tarde había sentido una fuerte jaqueca y se había quedado en casa. Sí, las entradas se habían comprado de antemano y ella estaba dispuesta a ir. De todas maneras, tuvo que admitir que no era muy aficionada a la música clásica; prefería las baladas, algo con melodía y letra.

¿Le había contado su marido qué clase de música se interpretó aquella noche? Desde luego, y también que la ejecución fue excelente. ¿Recordaba de qué se trataba? Sí, lo recordaba. Pero el programa se había publicado y cualquiera podía conocer su contenido simplemente con leerlo, sin tener que asistir al concierto.

Eugenie desconocía la música que se interpretó aquella noche; no solía leer los programas.

Land le confirmó que se interpretó lo que rezaba el programa.

Eugenie llevaba once años casada con Maurice Jerome, y siempre había sido un buen marido y la había tratado con corrección. Jerome era una persona seria, trabajadora y jamás le había dado motivo de queja. Desde luego, nunca la había maltratado verbal ni físicamente; no le había prohibido amistad alguna ni que saliera de vez en cuando. En ninguna ocasión la había avergonzado flirteando con otras mujeres o exhibiendo cualquier clase de conducta indecorosa; tampoco se había mostrado grosero o demasiado severo en la intimidad. Y por supuesto, jamás le había exigido ningún deber conyugal que resultara ofensivo o no fuera otro que el esperado de cualquier esposa.

Sin embargo, como Land señaló casi con perplejidad, había muchas cosas que ella no sabía. Y, siendo una señora decente y bondadosa, nunca se le hubiera ocurrido tener celos de un chico en edad escolar. De hecho, probablemente ni siquiera conocía la existencia de tales prácticas depravadas.

No, admitió Eugenie, más pálida que un muerto, no las conocía. Y no creía que su marido las hubiese realizado. Quizá otros sí, si el señor Land lo decía, pero no su marido. Él era un hombre decente, de elevada moral. Incluso el lenguaje grosero lo ofendía, y jamás bebía alcohol. Ella nunca le había visto caer en la menor vulgaridad.

Le permitieron retirarse del estrado, y Charlotte deseó que se marchara de la sala. La situación era desesperante. Nada podía salvar a Jerome. La idea de confiar en un buen final resultaba impensable.

Otro testigo menos esencial, un antiguo patrón, fue llamado a declarar. Le incomodaba estar allí y, obviamente, se había presentado a regañadientes. Si bien no quiso decir nada que lo relacionara con Jerome, fue incapaz de admitir haberle observado defecto alguno. Lo había recomendado a otros caballeros sin reservas; y estaba obligado a defender esas buenas referencias so pena de quedar como un estúpido. Y dado que era un banquero inversor, no podía permitirse dar una mala imagen.

Como cabía esperar, juró que mientras vivió en su casa e instruyó a sus hijos, Jerome había resultado una persona ejemplar y, desde luego, jamás se había comportado incorrectamente con ninguno de los chicos.

¿Y el testigo lo hubiese sabido si el acusado hubiese cometido alguna indecencia?, inquirió Land.

El hombre vaciló mientras sopesaba las consecuencias de la respuesta, fuera cual fuese.

—Sí —dijo al final—. Claro que sí. Como es natural, me preocupo por el bienestar de mi familia.

El fiscal dejó de insistir. Asintió y se sentó, ya que sabía reconocer cuándo un camino no llevaba a ninguna parte.

El siguiente testigo de la defensa fue Esmond Vanderley. Él había recomendado la contratación de Jerome a Waybourne. Igual que el anterior deponente, Vanderley estaba atrapado entre dos extremos: tener que declarar a favor de Jerome y haber sido quien había precipitado la tragedia que se ventilaba en ese juicio. Al fin y al cabo, él había introducido a Maurice Jerome en la casa de Waybourne y, de ese modo, en la vida de Arthur, y en su muerte.

—¿La señora Waybourne es hermana suya, señor Vanderley? —preguntó Giles.

—Sí.

—¿Y Arthur Waybourne era su sobrino?

—Naturalmente.

—Entonces, ¿usted no recomendaría un tutor para el chico a la ligera o al azar, sabiendo la importancia que una buena elección tendría en su vida personal y académica?

Sólo había una respuesta digna.

—Por supuesto —dijo Vanderley sonriendo ligeramente. Se inclinó con elegancia sobre la barandilla—. Si me dedicara a hacer recomendaciones al tuntún me convertiría en un personaje impopular. Suelen dar mal resultado, ¿sabe?

—¿Mal resultado? —Por unos instantes, Giles pareció confuso.

—Las recomendaciones, señor Giles. Las personas apenas se acuerdan de los buenos consejos que se les dan y siempre se arrogan los méritos. Pero si reciben un mal consejo recordarán inmediatamente que la idea no fue de ellos sino de otro. Y no sólo eso, también se encargarán de que los demás lo sepan.

—Digamos entonces que usted no recomendó a Maurice Jerome sin antes hacer averiguaciones sobre sus aptitudes y su personalidad, ¿correcto?

—Así es. Jerome tenía gran talento académico. No resultaba una persona especialmente agradable, pero yo tampoco pretendía entablar amistad con él. Por las cosas que oí decir de Jerome, su moralidad era intachable. Esos detalles no suelen mencionarse al hablar de tutores. Para contratar una criada sí hay que investigar un poco, o más bien se encarga al ama de llaves que se ocupe de ello. Pero de un tutor se espera un resultado satisfactorio, a menos que las referencias indiquen lo contrario. En tal caso, por supuesto, la solución es no emplearlo. Jerome era tal vez un poco remilgado y pedante. Oh, y abstemio. La clase de persona que encajaría perfectamente en ese perfil.

Vanderley sonrió con los labios apretados.

—Casado con una mujer encantadora —prosiguió él—. De reputación intachable, como comprobé.

—¿Sin hijos? —terció Land, tratando de desconcertar al testigo. Formuló la pregunta con tono severo, como si fuese importante.

—No lo creo. ¿Por qué lo pregunta? —Vanderley enarcó las cejas con aire inocente.

—Posiblemente sea un dato indicativo. —Land no estaba preparado para declararse a favor de algo que, por ser perjudicial, quizá arruinaría las acusaciones presentadas por él. Y por supuesto, tal vez también ofendería a muchos individuos peligrosos—. ¡Estamos hablando de un hombre de gustos muy peculiares!

—No hay nada peculiar en la señora Jerome —respondió Vanderley—. Al menos no que yo sepa. Me resultó una mujer muy normal: tranquila, seria, de buenos modos y bastante hermosa.

—¡Pero sin hijos!

—¡Por el amor de Dios, sólo la vi dos veces! —Vanderley parecía sorprendido y un poco irritado—. ¡No soy su médico! Miles de personas no tienen hijos. ¿Espera que yo sea capaz de contar las vidas privadas de los sirvientes de todo el mundo? Lo único que hice fue investigar las capacidades académicas y la personalidad de Jerome. Ambas cosas parecían excelentes. ¿Qué más quiere que diga?

—Nada, señor Vanderley. Gracias. Puede retirarse. —Land se sentó, aceptando la derrota.

Giles no tenía nada más que repasar y, Vanderley, suspirando levemente, se dirigió hacia la galería para buscar un asiento.

Maurice Jerome fue el último testigo, llamado a declarar en su propia defensa. Mientras se encaminaba al estrado, Charlotte se dio cuenta, sorprendida, de que aún no le había oído hablar. De él se había dicho todo, pero se trataba de las opiniones y recuerdos de otras personas. Por primera vez, Jerome sería real, un ser con movimiento y sentimientos, no el retrato esquemático de un hombre.

Igual que los demás, empezó por prestar juramento. Giles se esforzó por presentarlo bajo un prisma de comprensión. Ése era su único recurso: la oportunidad de transmitir de alguna manera al jurado la sensación de que aquel hombre era muy distinto de la persona que el ministerio fiscal había perfilado: un sujeto normal, decente, y, como cualquiera de los presentes, incapaz de cometer los obscenos delitos que se le imputaban.

Jerome observó al abogado defensor con expresión fría y rígida.

Sí, respondió él, había trabajado aproximadamente cuatro años como tutor de Arthur y Godfrey Waybourne. Sí, les impartió todas las asignaturas académicas, y de vez en cuando también les hizo practicar algo de deporte. No, no tenía favoritismos por ninguno de los dos chicos; con el tono de voz dejó patente su desprecio hacia una actitud tan poco profesional.

A esas alturas a Charlotte le costaba ver a Jerome con buenos ojos. Tuvo la impresión de que ella no le habría caído bien, pues no hubiese reunido las condiciones del modelo de Jerome de cómo debía comportarse una señora. Para empezar, Charlotte tenía sus propios puntos de vista, y Jerome no parecía un hombre que aceptara una opinión que no fuera la suya.

Quizá esas consideraciones resultaban injustas. Charlotte estaba llegando a conclusiones dejándose llevar por la clase de prejuicios que condenaba en los demás. Aquel hombre era acusado de un crimen no sólo violento sino también muy desagradable, y si al final lo declaraban culpable perdería la vida. Tenía derecho a comportarse como quisiera. De hecho, debía ser una persona bastante valiente ya que en ningún momento gritó ni se mostró histérico. Tal vez aquella calma gélida era su manera de controlar el miedo que sentía. ¿Y quién era capaz de pretender afrontar mejor una situación como aquélla, con mayor dignidad?

No tenía sentido andarse con rodeos.

—¿Tuvo usted en alguna ocasión una relación física indecente con alguno de sus pupilos?

Jerome arrugó la nariz ligeramente. La idea resultaba desagradable.

—No, señor.

—¿Se figura por qué Godfrey Waybourne querría mentir sobre tal extremo?

—No. El chico tiene una imaginación retorcida, aunque no sé el cómo ni el porqué.

La observación adicional no ayudó a su defensa. Por supuesto, ante tal pregunta, cualquier hombre la habría negado. Sin embargo, los labios apretados y la sugerencia de que, de alguna manera, otra persona era culpable generaron en el jurado menos benevolencia de la que habría provocado una simple negación.

Giles volvió a intentarlo.

—¿Y Titus Swynford? ¿Quizá él malinterpretó algún gesto o comentario suyo?

—Es posible, aunque no sabría decir cuáles. Yo enseño materias académicas, temas relacionados con la cultura y el intelecto. El ambiente moral de la casa no es de mi incumbencia. Las cosas que los chicos hubieran aprendido en otros campos no eran responsabilidad mía. A esa edad, los señoritos de la alta sociedad disponen de dinero y oportunidades para descubrir por ellos mismos cómo funciona el mundo. Diría que esas historias son el fruto de la imaginación bastante febril de un adolescente, alguien que solía fisgonear a través de las cerraduras. De vez en cuando, la gente mantiene conversaciones impúdicas sin darse cuenta de cuántos jóvenes están escuchando, y comprendiendo. No sé dar mejor explicación. Si no es así, la actitud de ese chico se me antoja incomprensible y repugnante.

Land respiró profundamente.

—Así pues, ¿los dos muchachos mienten o están confundidos?

—Dado que no dicen la verdad, ésa es la conclusión lógica —respondió Jerome.

Charlotte le compadeció. El fiscal lo había tratado como si fuera un estúpido, y aunque quedaba lejos de redundar en su interés, era comprensible que desease desquitarse. Ella se habría enfadado si le hubiesen hablado con aquella superioridad. Si al menos Jerome suavizara un poco la agria mirada o se comportara como si buscara clemencia…

—¿Ha conocido alguna vez a un chico dedicado a la prostitución llamado Albie Frobisher?

Jerome levantó la barbilla.

—Nunca he conocido a nadie relacionado con el mundo de la prostitución.

—¿Ha estado alguna vez en Bluegate Fields?

—No. Nunca he ido a esa parte de la ciudad y, afortunadamente, no tengo negocios que me exijan hacerlo.

—Albie Frobisher jura que usted era cliente suyo. ¿Sabe de alguna razón por la cual, si no es verdad, debería mentir?

—He recibido una educación clásica, señor. Desconozco qué piensan o cuáles son los motivos de las personas que ejercen la prostitución, ya sean hombres o mujeres.

En la sala se produjo una discreta oleada de risas sarcásticas, pero se desvaneció enseguida.

—¿Y Abigail Winters? —Giles seguía intentándolo—. Esa mujer dice que usted llevó a Arthur Waybourne al burdel donde ella trabaja.

—Posiblemente alguien lo hizo —asintió Jerome, introduciendo un ligero tono mordaz, aunque no buscó con la mirada a Waybourne entre la multitud—. Pero no fui yo.

—¿Por qué tendría alguien que hacerlo?

Jerome frunció las cejas.

—¿Esa pregunta va dirigida a mí, señor? También podría plantearse la cuestión de por qué tendría yo que haber llevado al chico a ese lugar. Cualquier propósito que usted imagine factible en mi caso, sin duda sería igualmente aplicable a otra persona. De hecho, Arthur Waybourne pudo haber tenido varias razones para acudir a un prostíbulo, algunas quizá debidas únicamente a su educación. ¡Un joven caballero —Jerome imprimió a la palabra un acento curioso— debe aprender qué cosas le gustan en alguna parte, y lo más seguro es que no sea entre los miembros de su propia clase! Aparte, aunque mis apetencias o mi ética me permitieran visitar esos lugares, con un sueldo de tutor y una esposa que mantener, mi bolsillo no.

Aquél era un argumento convincente y, para su sorpresa, Charlotte se sintió radiante. ¡A ver qué contestaban a esa alegación! ¿De dónde habría sacado Jerome el dinero para pagar los servicios de una prostituta?

Sin embargo, Land contraatacó con vivacidad.

—¿Tenía Arthur Waybourne una paga, señor Jerome? —inquirió sin alterarse.

Jerome esbozó una pequeña mueca pero no perdió el hilo de la pregunta.

—Sí, señor, eso dijo el muchacho.

—¿Tiene usted razones para dudarlo?

—No, él parecía disponer de dinero para gastar.

—Entonces pudo haber pagado a la prostituta con su propio dinero, ¿verdad?

Jerome apretó los labios.

—No lo sé, señor. Tendrá que preguntar al señor Anstey a cuánto ascendía la paga y luego averiguar, si no lo sabe ya, cuál es la tarifa de una prostituta.

Charlotte vio sonrosarse la nuca de Land.

La actitud de Jerome era suicida. Quizá el tribunal no profesaba demasiado afecto hacia Land, pero el tutor se había ganado a pulso la antipatía de los presentes. Seguía comportándose con arrogancia y sin lograr demostrar su inocencia ante la acusación de un crimen contra alguien que tal vez había disfrutado de demasiados privilegios y resultaba intratable, pero todavía era, al menos en el recuerdo, un niño. Para los miembros del jurado, Arthur Waybourne había sido una joven víctima.

El resumen del fiscal les recordó esas circunstancias. Arthur fue presentado como un chico honrado e intachable, en la antesala de una vida larga y provechosa, hasta que Jerome la truncó. Había sido pervertido, traicionado y finalmente asesinado. La sociedad debía hacerle justicia, destruir al perverso ser que había perpetrado aquellos crímenes espantosos. Resultaba casi un acto de penitencia colectiva.

Sólo había un veredicto posible. Al fin y al cabo, si Maurice Jerome no había matado a Arthur Waybourne, ¿quién lo había hecho? Por más que se plantease la pregunta, la respuesta era una y evidente: nadie más que él. Ni siquiera el propio Jerome había sido capaz de sugerir otra alternativa.

Todo encajaba. No había cabos sueltos, nada que desconcertara o quedara por explicar.

¿Se preguntaron los presentes por qué Jerome había seducido, utilizado y luego asesinado al chico? ¿Por qué no siguió simplemente realizando aquella práctica infame sin llegar al crimen capital?

Había dos respuestas posibles.

Una. Tal vez Jerome se había cansado del muchacho, igual que le había pasado con Albie Frobisher. Su insaciable apetito exigía renovar sus relaciones. Sin embargo, Jerome quizá comprobó que, de tan corrompido que estaba, no resultaba sencillo deshacerse de Arthur. No lo había comprado, como a Albie, y no podía abandonarlo sin más. ¿Era tal vez ésa la razón por la que el tutor había llevado a Arthur al burdel de Abigail Winters? ¿Para tratar de hacerlo sentir deseos más normales? Pero había realizado su anterior trabajo demasiado bien: el chico estaba degradado irreversiblemente y no quería saber nada de mujeres.

Dos. Arthur se había convertido en un estorbo. El tutor estaba harto de esa relación. Deseaba carne más joven e inocente, como Godfrey o Titus Swynford. Los asistentes ya habían escuchado las declaraciones de los dos niños. Y Arthur era cada vez más pesado, su insistencia resultaba engorrosa. ¡Quizá en su angustia, desesperado al darse cuenta de su propia perversión y perdición se había convertido en una amenaza! ¿Por eso tuvo que ser eliminado y su cuerpo desnudo abandonado en un lugar donde, de no haber sido por un golpe de suerte y un excelente trabajo policial, jamás habría sido identificado?

En todo caso, sólo podría emitirse un veredicto: culpable. Y sólo podía dictarse una sentencia.

El jurado se reunió fuera de la sala durante menos de media hora. Luego, los miembros volvieron a entrar con cara de circunstancias. Jerome permaneció en pie, pálido y rígido.

El juez preguntó al portavoz del jurado, y la respuesta fue aquélla que la voz silenciosa del tribunal ya había decidido desde hacía mucho tiempo:

—Culpable, señoría.

El juez cogió el bonete negro y se lo colocó en la cabeza. Con voz grave y profunda, pronunció la sentencia:

—Maurice Jerome, el jurado lo ha declarado culpable del asesinato de Arthur William Waybourne. La sentencia de este tribunal es que usted regresará a la celda que ha ocupado hasta la celebración del juicio y en el lapso de tres semanas será conducido a un patíbulo, donde morirá ahorcado. Que Dios se apiade de su alma.

Charlotte salió a la calle, y los fríos vientos de noviembre la atravesaron como si fueran cuchillos. Pero ella tenía el cuerpo insensible. Estaba conmocionada y sufría por la desgracia que aún no había terminado.