5

Pitt y Gillivray pasaron varios días buscando más pruebas, pero sin éxito. Interrogaron a algunos propietarios de hostales y pensiones aunque, como había muchos, las preguntas tuvieron que ser bastante superficiales. De todos modos, confiaron en que ofreciendo una pequeña recompensa alguien estaría dispuesto a proporcionar información. Tres personas respondieron a la llamada.

La primera fue el encargado de un prostíbulo de Whitechapel. Se presentó en comisaría frotándose las manos y esperando que en el futuro, como tributo por su colaboración, la autoridad tratase su negocio con mayor indulgencia. El júbilo de Gillivray fue breve al descubrir que el hombre era incapaz de describir a Jerome o Arthur Waybourne. Pitt ya se lo esperaba.

La segunda fue una mujer de carácter nervioso que alquilaba habitaciones en Seven Dials. Un establecimiento muy respetable, insistió ella, ya que sólo aceptaba caballeros de sólida moralidad. La señora temía que, debido a su buen talante e inocencia con respecto a los aspectos más infames de la naturaleza humana, la hubiesen engañado de la forma más artera. Cogió el manguito con la otra mano y suplicó a Pitt que creyera en su absoluta ignorancia del verdadero propósito para el que su casa se había utilizado, y añadió que en los tiempos que corrían la gente hacía cosas horribles.

Pitt asintió, aunque señaló que probablemente no eran peores de lo que siempre habían sido. Ella discrepó por completo: cuando su madre vivía no se producían tales desmanes, si no, aquella buena mujer, que en paz descansase, le habría advertido que no alquilase habitaciones a desconocidos.

De todas formas, al mostrarle una serie de fotografías, la patrona no sólo identificó a Jerome sino también a otros tres hombres, todos policías, que habían sido fotografiados para las pruebas de reconocimiento. Cuando llegó al retrato de Arthur, cedido por Waybourne, se sintió tan escandalizada que creyó que Londres se había convertido en la ciudad del pecado y sería arrasada como Sodoma y Gomorra.

—¿Por qué las personas hablan sin estar seguras de lo que dicen? —preguntó Gillivray furioso—. Nos hacen perder el tiempo. ¡Presentarse a declarar sin saber la verdad debería estar castigado!

—No sea ridículo —replicó Pitt—. Esa mujer está sola y asustada…

—¡Entonces que no alquile habitaciones a desconocidos! —repuso Gillivray con mordacidad.

—Ese negocio representa probablemente su única fuente de ingresos, —Pitt estaba enfadándose.

A Gillivray le iría bien salir a patrullar un rato, a algún lugar como Bluegate Fields, Seven Dials o Devil’s Acre. Que viera los mendigos tirados por el suelo a las puertas de las casas y oliera aquellos cuerpos pestilentes. Que saboreara la inmundicia del aire, la mugre de las chimeneas, la humedad permanente. Que oyera las ratas chillar mientras husmeaban en la basura y observara la mirada abatida de los niños que sabían que vivirían y morirían allí, probablemente antes de llegar a la edad de Gillivray.

Una mujer que poseyera un pequeño establecimiento tenía seguridad, un techo bajo el que guarecerse, y si alquilaba habitaciones, era rica para el nivel de vida de Seven Dials.

—Entonces debería estar acostumbrada a esa clase de problemas —contestó Gillivray, ajeno a las reflexiones de Pitt.

—Me atrevería a decir que lo está. —El inspector se dejó llevar por sus sentimientos, contento de tener una excusa para soltar la brida con que casi siempre los refrenaba—. ¡Pero eso no significa que no le duela! Probablemente está habituada al hambre, el frío y el temor constante. Y posiblemente se engaña en relación al uso dado a sus habitaciones, e imagina ser mejor de lo que es: más juiciosa, amable, hermosa e importante, como todo el mundo. Quizá sólo quería que le proporcionásemos algo de que hablar mientras toma el té o la ginebra, de modo que se obstinó en que Jerome había alquilado una de sus habitaciones. ¿Qué sugiere que hagamos, arrestarla por su ansia de protegernos? Además, eso no favorecería que otra gente se ofreciera a ayudarnos, ¿verdad?

Gillivray lo miró con ceño.

—Creo que está siendo poco razonable, inspector. A mi modo de ver, la situación es clara, y esa mujer nos ha hecho perder el tiempo.

Lo mismo sucedió con el tercer informador, quien aseguró haber alquilado habitaciones a Jerome. Era un hombre gordo de abultada papada y cabello canoso. Regentaba un bar hostal en Mile End Road y dijo que un caballero que encajaba con la descripción del asesino le había alquilado habitaciones en numerosas ocasiones, situadas justo encima del bar. El individuo parecía respetable, bien vestido y educado, y estando allí había sido visitado por un joven culto y de finos modales.

Pero el hostelero también fracasó a la hora de identificar a Jerome entre las fotografías que le mostraron, y cuando Pitt lo interrogó concienzudamente, sus respuestas fueron cada vez más imprecisas hasta que se retractó. Después de todo, tal vez se había confundido.

—¡Maldita sea! —exclamó Gillivray apenas el hombre se marchó—. ¡Éste sí nos ha hecho perder el tiempo! ¡Sólo buscaba un poco de publicidad barata para su asqueroso hostal! De todos modos, ¿qué clase de gente querría ir a beber a un lugar donde se ha cometido un asesinato?

—La mayoría —señaló Pitt—. Si ese sujeto da voces, probablemente doblará su clientela.

—¡Entonces deberíamos arrestarlo!

—¿Para qué? Lo peor que podemos hacer es perder aún más tiempo, no sólo el nuestro sino también el del tribunal. El hostelero saldría bien librado y se convertiría en un héroe popular. ¡Lo pasearían en hombros por Mile End Road y el bar se le llenaría hasta los topes!

Gillivray golpeó la mesa con la libreta y guardó silencio porque no deseaba ser vulgar pronunciando las imprecaciones que le venían a la mente.

Pitt sonrió.

La investigación prosiguió. Había llegado octubre y el sol otoñal iluminaba las calles. El viento frío calaba los abrigos y las primeras heladas dejaban el pavimento resbaladizo. Pitt y Gillivray habían indagado en las referencias de Jerome a través de sus anteriores patrones, quienes lo consideraban una persona de excelente talento académico. Si bien reconocieron no profesarle mucha simpatía, todos estaban satisfechos de su trabajo. Nadie tenía conocimiento de que la vida personal del profesor fuera sino un ejemplo de formalidad y constancia. Desde luego, Jerome era un hombre de escasa imaginación y carente de humor, faceta que sus patrones no lograban comprender. Sí, el tutor no era un personaje simpático, pero sí muy decoroso, hasta el punto de resultar afectado y de trato social soporífero.

El 5 de octubre, Gillivray entró en el despacho de Pitt sin llamar a la puerta, con las mejillas enrojecidas bien por la excitación o el frío viento que soplaba en la calle.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pitt con aspereza. Gillivray podía ser ambicioso y considerarse un policía superior a la media, como de hecho lo era, pero eso no le daba derecho a entrar sin la gentileza de preguntar antes.

—¡La he encontrado! —exclamó Gillivray con aire triunfal y rostro radiante—. ¡Por fin lo he conseguido!

Pitt notó, a su pesar, que el pulso se le aceleraba.

—¿La habitación? —preguntó el inspector y tragó saliva—. ¿Ha encontrado la habitación donde Arthur Waybourne fue ahogado? ¿Está seguro? ¿Lograría demostrarlo ante un tribunal?

—¡No, no! —Gillivray agitó los brazos—. No se trata de la habitación, sino de algo mucho mejor. ¡He encontrado una prostituta que jura haber mantenido relaciones con Jerome! ¡Tengo datos de la hora, el lugar, la fecha, todo… y la identificación completa del individuo!

Pitt suspiró. Aquella información no servía de nada y representaba una sórdida circunstancia cuyos detalles él no quería conocer. Se acordó de la señora Jerome y deseó que Gillivray no hubiese sido tan celoso en su trabajo.

—Fantástico —dijo Pitt con sarcasmo—. Y totalmente inútil. ¡Estamos tratando de demostrar que Jerome acosaba a chicos jóvenes, no que contratara los servicios de putas callejeras!

—¡Pero usted no lo comprende! —Gillivray se inclinó sobre el escritorio, acercando la cara, a escasos centímetros de la de Pitt—. ¡He hablado en términos femeninos, pero en realidad la prostituta no es una mujer sino un chico! Se llama Albie Frobisher y tiene diecisiete años, sólo uno más que Arthur Waybourne. ¡Asegura conocer a Jerome desde hace cuatro años y haber mantenido relaciones con él durante todo este tiempo! ¡Es la prueba que necesitamos! El muchacho dice incluso que Arthur Waybourne lo reemplazó. La lujuria de Jerome era insaciable. Por eso jamás se había sospechado del tutor: ¡nunca había molestado a nadie más! Pagaba por las relaciones que mantenía hasta que se prendó de Arthur. Entonces, cuando lo sedujo, dejó de ver a Albie Frobisher. Eso lo explica todo, ¿lo entiende? ¡Las piezas encajan!

—¿Y qué me dice de Godfrey? ¿Y Titus Swynford? —«¿Por qué discuto?», se preguntó Pitt. Como Gillivray había señalado, las piezas encajaban, incluso había respuesta a la pregunta de por qué nadie había sospechado de Jerome y él había conseguido mostrar una apariencia intachable, hasta los escarceos con Godfrey—. ¿Y bien? —repitió Pitt—. ¿Qué me dice de Godfrey?

—No lo sé. —Gillivray se sentía confuso pero de pronto pareció comprender, y el inspector supo exactamente en qué estaba pensando el sargento. Gillivray creía que Pitt le tenía envidia porque había sido él quien había descubierto el eslabón fundamental—. Quizá Jerome se arrepintió de pagar por los servicios de un joven prostituido —sugirió—. O tal vez Albie había subido sus tarifas. Y el tutor iba escaso de dinero. Aunque lo más probable es que haya cogido afición a jóvenes de clase más refinada. Quizá prefería seducir a chicos vírgenes en lugar de las artes un tanto deslustradas de un joven prostituido.

Pitt miró al recatado y zalamero Gillivray y lo detestó. Las cosas que el sargento había dicho podían ser ciertas, pero la satisfacción que exteriorizó al expresarlas resultaba repugnante. Hablaba de obscenidad y degradación personal sin mayor apuro que si de platos de un menú se tratase.

—Veo que ha considerado todas las posibilidades del caso —señaló Pitt apretando los labios, y de pronto los propósitos de Gillivray y Jerome se le antojaron idénticos por la forma de pensar, que no de actuar—. Si yo hubiese meditado más sobre ello tal vez también se me habrían ocurrido, pero a mí este caso me repugna.

Gillivray esbozó un rictus y fue incapaz de ofrecer una respuesta que no confirmara la velada acusación de Pitt.

—Bien, ¿supongo que tiene la dirección de ese chico? —prosiguió Pitt—. ¿Se lo ha contado ya al señor Athelstan?

El rostro de Gillivray se iluminó.

—Sí, señor, fue inevitable. Lo encontré al entrar, y él preguntó por los progresos realizados. —Se permitió sonreír—. El comisario estuvo encantado.

Pitt imaginó la escena sin necesidad de observar la complacida mirada de Gillivray.

—Sí —dijo él—. Seguro que sí. ¿Dónde está ese Albie Frobisher?

Gillivray le entregó un trozo de papel. Pitt lo leyó. Se trataba de una pensión de conocida reputación, en Bluegate Fields. Un lugar muy apropiado.

Al día siguiente, a última hora de la tarde, Pitt encontró por fin a Albie Frobisher en casa. Era un edificio sórdido situado en un callejón que daba a una calle principal. La fachada de ladrillos estaba mugrienta, y las puertas y ventanas desconchadas y podridas por la humedad del río.

En el interior había una estera de cáñamo de casi tres metros de largo, para recoger el barro de las botas, y luego una raída alfombra de color rojo brillante que proporcionaba al vestíbulo un aire acogedor, la ilusión de haber entrado en un mundo más pulcro y exquisito.

Pitt subió por las escaleras rápidamente, con la esperanza de encontrar respuesta a los interrogantes que lo acuciaban. A pesar de haber estado muchas veces en burdeles, destilerías de ginebra y asilos de pobres, se sintió incómodo al visitar un establecimiento de prostitución masculina, sobre todo uno donde se comerciaba con niños. Aquél resultaba el abuso más degradante que podía infligirse a un ser humano, y el hecho de que alguien, incluso algún cliente, llegara a imaginarse que él había acudido al lugar con ese propósito lo puso de mal humor.

Subió los últimos peldaños de dos en dos y llamó bruscamente a la puerta de la habitación 14. Tensó los músculos y encaró el hombro hacia la puerta, preparándose para forzarla en caso de que nadie la abriera. La idea de estar allí en el rellano, esperando ser recibido, le angustió.

Pero la fuerza no fue necesaria. La puerta se entreabrió y se oyó una voz fina y suave.

—¿Quién es?

—Inspector Pitt, policía. Ayer hablaste con el sargento Gillivray.

La puerta se abrió del todo y Pitt entró. Miró alrededor instintivamente, para asegurarse de que los dos estaban a solas. No esperaba el ataque de algún protector, o el propio alcahuete, pero siempre existía esa posibilidad.

La habitación era muy vistosa, llena de tapetes orlados, cojines carmesí y púrpura y fanales de gas con pendientes tallados de cristal. La cama era enorme, y en la mesita rematada de mármol había una estatuilla de bronce de un desnudo masculino. Las cortinas de felpa estaban corridas, y la atmósfera era rancia y dulzona, como si se hubiese utilizado perfume para camuflar los efluvios de los cuerpos en el fragor de la pasión.

Pitt sintió un conato de náuseas y a continuación una compasión agobiante.

Albie no era tan corpulento como Arthur Waybourne aunque quizá de la misma estatura. Tenía las facciones tan frágiles como las de una chica, la piel blanca y el rostro imberbe. Probablemente creció alimentándose con la escasa comida que se procuraba, hasta tener suficiente edad para ser vendido o recogido por un alcahuete. Para entonces, la desnutrición crónica ya había obrado sus efectos. El chico siempre sería más pequeño de lo normal. Quizá las carnes se le ablandarían con la senectud, si bien sus posibilidades de llegar a viejo eran remotas; en todo caso nunca tendría un cuerpo rechoncho o rollizo. Y dada su profesión, probablemente le convenía conservar aquel aspecto delicado, casi infantil. Había en él un halo de virginidad. Sin embargo, cuando Pitt le observó el rostro descubrió que reflejaba tanto hastío y perversidad como el de cualquier mujer que hubiese pasado toda la vida ganándose el pan en las calles. Para Albie, el mundo no guardaba sorpresas ni esperanzas, sólo era un lugar donde sobrevivir.

—Siéntate —dijo Pitt, y se acomodó en una elegante silla roja como si fuera el anfitrión. Albie lo ponía nervioso.

El muchacho obedeció sin apartar la mirada de Pitt.

—¿Qué quiere? —preguntó.

Su voz sonaba curiosamente agradable, más suave y refinada de lo que sugería el ambiente en que vivía.

Probablemente tenía clientes de clase alta y había adquirido sus modismos. Resultaba un pensamiento detestable, pero lógico. Los hombres de Bluegate Fields no tenían dinero para tales desenfrenos. ¿Acaso Jerome, sin proponérselo, había educado también a aquel chico? Y si no Jerome, entonces otros como él: individuos cuyos gustos sólo se satisfacían en la intimidad de habitaciones como aquélla, con personas por quienes no tenían otros sentimientos ni compartían ningún otro aspecto de sus vidas.

—¿Qué quiere? —repitió Albie con mirada cansina.

Pitt comprendió qué estaba pensando el muchacho y se estremeció de asco. Se irguió en la silla y al punto se reclinó como si estuviera a gusto, aunque se encontraba sumamente incómodo. Sabía que estaba sonrojado, pero quizá la luz del fanal era demasiado tenue para que Albie lo notara.

—Preguntarte por uno de tus clientes —respondió Pitt—. Ayer se lo contaste al sargento Gillivray. Quiero que me lo repitas. La vida de un hombre podría depender de tus declaraciones. Tenemos que asegurarnos de a quién debemos acusar.

Albie se envaró y adoptó una postura rígida.

—¿Qué quiere saber de él?

—¿Conoces al hombre a que me refiero?

—Sí. Jerome, el tutor.

—Bien. Descríbelo. —Pitt tendría que ser comprensivo. Los clientes de lugares como ése a menudo no deseaban ser vistos de cerca. Preferían las luces débiles y se presentaban cubiertos de ropa, incluso en verano. Siempre refrescaba bastante en aquellas lóbregas calles ribereñas. Ir cubierto hasta las orejas no llamaba la atención—. Estoy aguardando.

—Es bastante alto —dijo Albie sin vacilar—. Delgado, de pelo negro corto y limpio, con bigote. Semblante pálido, nariz aguileña, labios apretados, ojos castaños. No puedo describir el cuerpo porque siempre me hacía apagar la luz antes de desnudarnos, pero parecía fuerte y un poco huesudo…

El inspector evocó aquellas imágenes gráficas y el estómago se le revolvió. ¡Aquel chico sólo tenía trece años cuando se había dedicado a…!

—Muy bien —dijo Pitt. El retrato coincidía exactamente con Jerome. Sacó del bolsillo media docena de fotografías, incluida la del tutor, y las mostró a Albie una a una—. ¿Es alguno de éstos?

Albie fue mirándolas hasta llegar a la correcta. Vaciló sólo un instante.

—Es éste —dijo—. Es él. A los otros no los conozco.

Pitt guardó las fotografías. La de Jerome se había tomado en los calabozos de comisaría y mostraba a un Jerome con aire de suficiencia y reacio, pero claramente reconocible.

—¿Vino con alguien más las veces que te visitó?

—No. —Albie sonrió levemente—. La gente no suele acudir acompañada a lugares como éste. Con mujeres quizá, aunque no conozco a muchas. Pero aquí vienen solos, sobre todo los hombres de bien, que son quienes pueden permitirse pagar por estos servicios. Otros con esta clase de preferencias se relacionan con cualquiera que encuentren que sienta la misma inclinación. Normalmente, cuanto más elevada es su posición social más discretos son, y llevan el sombrero más calado y el cuello de la chaqueta más subido. Más de uno luce bigote postizo hasta que entra aquí, y siempre quieren la luz tan tenue que tropiezan con los muebles. —Albie esbozó una mueca desdeñosa. En su opinión, un hombre debía tener al menos la valentía de asumir sus pecados—. Cuanto más los complazco más me odian por ello —añadió ásperamente, sintiendo odio hacia sus clientes. A veces, cuando había tenido una buena semana y no necesitaba dinero, rechazaba a alguien por el puro placer de humillarlo. La próxima vez, quizá incluso por unos meses, ese cliente se acordaría de decir «por favor» y «gracias» y no dejaría las guineas sobre la mesa con tanta descortesía.

No hizo falta que Albie expresara sus pensamientos. El inspector ya lo había imaginado. Dos cuerpos enlazados en una apasionada unión íntima pero contrapuestos en la necesidad que les llevaba a ello: la física del cliente y la de sobrevivir de Albie, despreciándose y odiándose mutuamente. Albie porque era utilizado como un aseo público donde uno se aliviaba y luego dejaba sitio al siguiente usuario; el otro, fuera quien fuera, porque Albie conocía su dependencia, su alma al desnudo, y no lo perdonaba. Cada uno era amo y esclavo a la vez y lo sabía.

Pitt sintió compasión y enfado. Compasión por los hombres que eran prisioneros de sus desnaturalizados deseos, y enfado por Albie, que había violentado su naturaleza a causa del dinero. Lo habían iniciado de niño en aquel modo de vida y probablemente moriría por ello al cabo de pocos años.

¿Por qué Jerome no se había quedado con Albie o alguien como él? ¿Qué había sentido el tutor por Arthur Waybourne que Albie no supo satisfacer? Posiblemente Pitt jamás obtendría las respuestas.

—¿Eso es todo? —inquirió Albie.

—Sí, gracias. —Pitt se levantó—. No te marches de la ciudad o nos veremos obligados a buscarte y encerrarte hasta que testifiques en el juicio.

Albie carraspeó.

—Ya declaré ante el sargento Gillivray. Él lo anotó todo.

—Lo sé. Pero aun así te necesitaremos. No empeores las cosas. Lo único que debes hacer es no desaparecer.

Albie suspiró.

—De acuerdo. Además, ¿adónde iría? Aquí tengo una clientela que perdería si empezara de nuevo en otro lugar.

—Sí —dijo Pitt—. Si temiera que huyeses te arrestaría ahora mismo. —Se acercó a la puerta y la abrió.

—Le sugiero que no lo intente. —Albie sonrió con amargura—. Tengo muchos clientes a quienes no gustaría que me detuviese la policía. Quién sabe qué llegaría a revelar yo si me interrogasen a fondo. Usted tampoco es libre, señor Pitt. Me utilizan personas de muy diversa índole, gente mucho más importante que usted.

Pitt no envidió la circunstancial y efímera posición de poder que Albie detentaba.

—Lo sé —dijo el inspector—. Pero si aprecias tu vida será mejor que no se lo recuerdes. —Salió y cerró la puerta, dejando a Albie sentado en la cama, de brazos cruzados y mirando los prismas del fanal de gas.

Cuando Pitt regresó a su despacho, Cutler, el médico forense de la policía, estaba esperándolo. Tras quitarse el sombrero y lanzarlo al perchero, Pitt cerró la puerta. El sombrero no llegó a su destino y cayó al suelo. Se quitó la bufanda y también la tiró, quedando colgada del gancho como una serpiente muerta.

—¿Qué sucede? —preguntó el inspector, desabrochándose el abrigo.

—Ese hombre —respondió Cutler rascándose la mejilla— que se supone asesinó al chico que apareció en las cloacas de Bluegate Fields.

—¿Qué pasa con él?

—¿Él contagió la sífilis al muchacho?

—Pues… sí. ¿Por qué?

—¡Pues porque no lo hizo! Ese individuo no está enfermo, sino sano como un roble. Le he practicado todas las pruebas conocidas, dos veces cada una. La sífilis es una enfermedad difícil, lo sé. Puede estar en estado latente durante años. Pero quien fuera que la transmitió a ese chico la había adquirido en los últimos meses, incluso semanas. ¡Y ese Jerome tiene tan buena salud como yo! Lo declararía bajo juramento en el juicio, y deberé hacerlo. La defensa me preguntaría al respecto y, en caso contrario, ya me encargaré yo de contarlo.

Pitt se sentó y se quitó el abrigo, doblándolo sobre el respaldo de la silla.

—¿Está seguro?

—Acabo de decírselo. Repetí el proceso dos veces, y mi ayudante comprobó los resultados. Ese hombre no tiene sífilis ni ninguna clase de enfermedad venérea. Le he realizado todas las pruebas que existen.

Pitt lo miró con expresión imperturbable, pero los labios y la mirada reflejaban cierto humor. Pitt deseó tener tiempo de conocer mejor al doctor.

—¿Se lo ha contado a Athelstan?

—No. —Cutler sonrió—. Si usted quiere hablaré con el comisario, pero pensé que prefería encargarse usted mismo.

Pitt se levantó y tendió la mano para coger el informe. El abrigo resbaló y cayó al suelo, pero él no se dio cuenta.

—Sí —dijo Pitt, sin saber por qué—. Sí, lo prefiero. Gracias.

El doctor se marchó de regreso a su trabajo.

En su elegante despacho del piso de arriba, Athelstan estaba reclinado en la silla, contemplando el techo, cuando Pitt llamó a la puerta y entró.

—¿Y bien? —preguntó el comisario—. El joven Gillivray hizo un buen trabajo encontrando a ese chico prostituido, ¿eh? Fíjese en él, llegará lejos. No me sorprendería que tuviese que ascenderlo muy pronto. ¡Gillivray está pisándole los talones, Pitt!

—Tal vez —replicó Pitt—. El forense acaba de pasarme este informe sobre Jerome.

—¿El forense? —Athelstan frunció el entrecejo—. ¿Para qué? ¿El tipo está enfermo?

—No, señor, goza de excelente salud, aparte de un poco de dispepsia. —Pitt contuvo una sonrisa y miró a Athelstan—. Una salud perfecta.

—¡Maldita sea, Pitt! —Athelstan se irguió bruscamente—. ¡Qué más da si ese individuo tiene indigestión o no! ¡Él pervirtió, contagió y luego asesinó a un chico decente, un buen muchacho! ¡Me importa muy poco si se retuerce de dolor!

—No, señor, su salud es magnífica —reiteró Pitt—. El doctor lo sometió a todas las pruebas conocidas y luego, pasa asegurarse, volvió a realizarlas.

—¡Pitt, está haciéndome perder el tiempo! Mientras Jerome siga vivo y en condiciones de comparecer ante el tribunal para después ser colgado, su salud no me interesa en absoluto. ¡Dedíquese a su trabajo!

Pitt se inclinó un poco, esforzándose por contener la sonrisa.

—Señor —dijo casi en un susurro—. Jerome no tiene sífilis. No se le ha detectado ningún síntoma.

Athelstan lo miró por unos segundos antes de que asimilara aquellas palabras.

—¿Que no tiene sífilis? —repitió el comisario, parpadeando.

—Eso mismo. Jerome está tan saludable como un roble. No la tiene ahora ni la ha tenido nunca.

—¿De qué está hablando? ¡Debe tenerla! ¡La transmitió a Arthur Waybourne!

—No, señor, no fue así. El tutor no está enfermo —insistió Pitt.

—¡Eso es absurdo! —protestó Athelstan—. Si él no contagió a Arthur, entonces ¿quién lo hizo?

—No lo sé, señor. Esa pregunta es muy interesante.

Athelstan profirió una serie de improperios y luego enrojeció de rabia consigo mismo porque Pitt lo había visto perder los papeles.

—¡Bien, váyase y haga algo! —exclamó el comisario—. ¡No lo deje todo para el joven Gillivray! ¡Descubra quién infectó a ese desdichado muchacho! Alguien tuvo que hacerlo. ¡Encuéntrelo! ¡No se quede ahí como un pasmarote!

Pitt sonrió, sintiendo que la satisfacción se desvanecía ante la perspectiva del trabajo que se avecinaba.

—Sí, señor. Haré cuanto esté en mi mano.

—Bien. ¡Pues empiece ya! Y cierre la puerta. ¡En el pasillo hace mucho frío!

Al final de la jornada, Pitt vivió la peor experiencia del día. Llegó tarde a casa y volvió a encontrar a Eugenie Jerome en el salón, sentada en el extremo del sofá junto a Charlotte, pálida y, por una vez, sin saber qué hacer o decir. Charlotte se levantó apenas oyó entrar a Pitt y se fue a su encuentro para saludarlo, o quizá para advertirle.

Cuando Pitt entró en la sala, Eugenie se puso en pie, estirando el cuerpo y esforzándose por mostrarse serena.

—¡Oh, señor inspector, es muy amable de recibirme!

Pero Pitt no tenía alternativa. En su mente no veía otra imagen que la de Albie Frobisher —un nombre ciertamente ridículo para un chico que ejercía la prostitución— sentado en su malsana habitación bajo la luz del fanal de gas. Sintió una extraña culpa por la vida que llevaba ese muchacho, quizá debido a que no había hecho nada para intentar solucionarlo.

—Buenas noches, señora Jerome —saludó con voz suave—. ¿Qué puedo hacer por usted?

Eugenie rompió a sollozar y tuvo que esforzarse para sobreponerse antes de lograr hablar con claridad.

—Señor Pitt, no puedo demostrar que mi marido pasó conmigo en casa toda la noche en que ese pobre joven fue asesinado, porque estaba dormida y por tanto no era consciente de ello. Sólo alego que jamás he observado que Maurice mintiera en nada, y le creo. —La mujer se encogió, como reconociendo su propia ingenuidad—. Pero la gente creerá que miento…

—Se equivoca, señora Jerome —interrumpió Charlotte—. Si usted creyera que él es culpable tal vez se sentiría traicionada y desearía que su marido fuese castigado. Muchas mujeres se sentirían de ese modo.

Eugenie se volvió, horrorizada.

—¡Qué idea más horrible! ¡Oh, terrible! Ni siquiera por un instante creería que es cierta. Desde luego, Maurice no es un hombre fácil de tratar, y algunos le tienen inquina, lo sé. Sus opiniones son firmes y no todo el mundo las comparte. Pero no es malo. No tiene… inclinaciones infames como las que le imputan. Estoy segura de ello. Mi marido no es de esa clase de persona.

Pitt apretó los labios. Eugenie era demasiado inocente para ser una mujer casada desde hacía once años. ¿Acaso imaginaba que Jerome le hubiese permitido conocer sus reprobables aficiones, si es que las tenía? Por lo demás, el inspector estaba asombrado. Jerome parecía demasiado ambicioso y calculador para encajar en la imagen romántica que su mujer daba de él. ¿Y qué demostraba eso? Sólo que la gente era más compleja y sorprendente de lo que se suponía.

No tenía sentido discutir y causar más dolor a Eugenie. Si ella prefería creer en la inocencia de su marido y proteger las cosas buenas de su vida, ¿por qué insistir en destruir ese mundo?

—Me limito a reunir pruebas, señora Jerome —musitó Pitt—. No está en mis manos interpretarlas u ocultarlas.

—¡Pero debe existir algún hecho que demuestre que es inocente! —replicó Eugenie—. ¡Sé que lo es! ¡Debe haber una manera de probarlo! Después de todo, alguien mató a ese chico, ¿no?

—Oh, sí, el muchacho fue asesinado.

—¡Entonces encuentre al verdadero culpable! ¡Por favor, señor Pitt! Si no en nombre de mi marido, en el de su propia conciencia. Hágalo por la justicia. Sé que el asesino no fue Maurice, de modo que debe ser otra persona. —La mujer se interrumpió por unos instantes y se le ocurrió un argumento más contundente—: Si el asesino queda en libertad tal vez inflija los mismos abusos a otros niños, ¿verdad?

—Sí, supongo. Pero ¿qué debo buscar, señora Jerome? ¿Qué otras pruebas cree usted que hay?

—No lo sé. Pero usted es más inteligente que yo para esa clase de cosas. Es su trabajo. La señora Pitt me ha hablado de algunos de los ingeniosos casos que usted ha resuelto, cuando parecía no haber esperanzas de solucionarlos. Estoy segura de que si en Londres hay alguien capaz de descubrir la verdad, ése es usted.

Pitt no supo qué decir.

Cuando Eugenie se hubo marchado, él se volvió hacia Charlotte.

—En el nombre de Dios, ¿qué le has contado? —preguntó Pitt—. ¡Sabes que no puedo hacer nada! ¡Ese hombre es culpable! No tienes derecho a animarla a creer lo contrario. Es una gran irresponsabilidad, y una crueldad. ¿Sabes a quién he visto hoy? —No había planeado hablar del asunto con su esposa, pero en esos momentos le escocía como una herida en carne viva y no quería sufrir el dolor a solas—. He conocido a un chico que se prostituye desde los trece años. Probablemente fue iniciado en algún burdel de homosexuales. Estaba sentado en la cama de una habitación que era una imitación barata de un prostíbulo del West End: todo recubierto de felpa roja, sillas con respaldos dorados y fanales de gas encendidos tenuemente en pleno día. Ahora él tiene diecisiete años, pero sus ojos parecían más viejos que el mundo. Posiblemente morirá antes de llegar a los treinta.

Charlotte guardó silencio y Pitt empezó a arrepentirse de haber hablado. Ella no sabía qué había sucedido y sentía lástima por Eugenie Jerome, y él no podía culparla por eso. De hecho, Pitt también se compadecía de la esposa del tutor.

—Lo siento. No debí contártelo.

—¿Por qué? —repuso ella con brusquedad—. ¿Acaso no es verdad? —Abrió mucho los ojos, palideciendo.

—Sí, claro que es verdad, pero aun así no debí contártelo.

Entonces, Charlotte se enfadó con Pitt.

—¿Por qué no debiste contármelo? ¿Crees que necesito protección y ser compasivamente engañada como un niño? ¡Antes no ibas con tantos miramientos! Recuerdo que cuando vivía en Cater Street me obligaste a conocer el mundo de los bajos fondos…

—¡Eso era distinto! Se trataba de gente que moría de hambre y tú no sabías nada de la pobreza. Ahora hablamos de perversión.

—¿Puedo conocer las miserias de los que mueren de inanición en las calles pero no las de niños que son comprados para satisfacer los deseos de pervertidos y enfermos? ¿Estás diciendo eso?

—Charlotte. No puedes hacer nada para solucionarlo.

—¡Al menos lo intentaré!

—¡No conseguirás cambiar las cosas! —se exasperó Pitt. El día había sido largo y malo, y no estaba de humor para retóricas altisonantes sobre moralidad. Había cientos de chiquillos atrapados en esas redes, quizá miles; una sola persona era incapaz de hacer nada al respecto. Charlotte se permitía recurrir a sus principios para tranquilizar su conciencia, pero nada más—. ¡No tienes ni idea de las dimensiones de este asunto! —Pitt agitó las manos.

—¡No te atrevas a hablarme con tono de superioridad! —Charlotte cogió un cojín del sofá y se lo lanzó tan fuerte como pudo, pero falló. El cojín pasó junto a Pitt y derribó un florero del aparador. El jarrón cayó al suelo y derramó agua sobre la alfombra pero afortunadamente no se rompió—. ¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Eres un torpe! ¡Al menos podrías haberlo cogido! ¡Mira ahora qué has hecho! ¡Tendré que limpiar todo esto!

El enfado de Charlotte era injusto, pero Pitt consideró que no valía la pena discutir. Ella se recogió la falda y se fue a la cocina. Regresó con la escoba, el recogedor, un trapo y un jarro de agua. En silencio, arregló el desorden, colocó de nuevo las flores en el florero, volvió a llenarlo de agua y lo puso otra vez en el aparador.

—Thomas…

—¿Sí? —Pitt estaba dispuesto a aceptar una disculpa con magnanimidad.

—Podrías estar equivocado. Ese hombre tal vez no es culpable.

Pitt quedó anonadado.

—¿Qué?

—Pienso que Jerome no es culpable de la muerte de Arthur Waybourne —repitió ella—. Oh, sé que Eugenie parece incapaz de contar hasta diez sin la ayuda de un hombre, y se emociona ante una voz masculina, pero todo es fingido, mera fachada. Bajo esa imagen ingenua ella es tan avispada como yo. Sabe que Jerome no tiene sentido del humor, es muy resentido y casi nadie lo ve con buenos ojos. Ni siquiera estoy segura de si ella le tiene mucha simpatía. ¡Pero sin duda lo conoce! Jerome carece de pasión, es frío como un témpano y no sentía ninguna predilección especial por Arthur Waybourne. Pero era consciente de que trabajar en casa de los Waybourne le ofrecía una buena posición. De hecho, su preferido era Godfrey. Dijo que Arthur era un chico repelente, malicioso y engreído.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Pitt.

—¡Porque Eugenie lo dijo! —contestó Charlotte—. Ella sería capaz de manejarte a su antojo, pero conmigo no conseguiría nada. Es demasiado lista para intentarlo. ¡Y no me mires de esa manera! —Observó a Pitt—. ¡El hecho de que no me deshaga en lágrimas frente a ti diciendo que eres el único hombre de Londres capaz de resolver un caso no significa que no me importe! Al contrario, me importa mucho. Y pienso que resulta sospechoso que la culpabilidad de Jerome sea la solución más cómoda para todo el mundo. Una solución muy adecuada, ¿no crees? Ahora ya puedes dejar en paz a la gente importante para que continúe con su vida sin tener que contestar un montón de preguntas personales y embarazosas, sabiendo que la policía no volverá a presentarse en sus hogares y los vecinos ya no fisgonearán ni murmurarán.

—¡Charlotte! —Pitt se indignó.

Su mujer estaba siendo gratuitamente injusta. Jerome era culpable; todo lo indicaba, y ninguna prueba apuntaba en otra dirección. Charlotte se compadecía de Eugenie y estaba preocupada por el chico que se prostituía; y la culpa era de Pitt por haberle hablado de Albie. Cometió una estúpida falta de moderación. Y en todo momento había sabido que era una estupidez, incluso mientras contaba la historia.

Charlotte permaneció a la expectativa y mirándolo.

Pitt respiró profundamente.

—Charlotte, no conoces todas las pruebas, pero créeme que existen suficientes motivos para condenar a Maurice Jerome. No hay nada, ¿me oyes?, nada que indique que alguien más fuera coautor o cómplice en cualquier aspecto del crimen. No puedo ayudar a la señora Jerome, ni alterar u ocultar los hechos ni coaccionar a los testigos para que no hablen. No puedo cerrar los ojos a las pruebas reunidas. ¡Bien, se acabó! No deseo seguir discutiendo este tema. ¿Y la cena, por favor? Estoy cansado y tengo frío. Hoy ha sido un día largo y sumamente desagradable. Quiero cenar en paz.

Imperturbable, Charlotte lo miró mientras digería las cosas que Pitt había dicho. Él le devolvió la mirada, y ella aspiró profundamente. Luego soltó el aire.

—Claro, Thomas —respondió—. La comida está en la cocina. —Se recogió la falda bruscamente, se volvió, salió de la sala y cruzó el pasillo.

Pitt la miró con una leve sonrisa. ¡Una insignificante Eugenie Jerome no le estropearía la cena!

Al cabo de una semana, Gillivray efectuó su segunda jugada brillante. Al parecer había realizado el descubrimiento siguiendo una idea que Pitt le había dado e insistido en que llevara a cabo. De todas formas, se las ingenió para informar a Athelstan antes que a Pitt. Lo logró gracias a la sencilla estratagema de retrasar el regreso a comisaría hasta que el inspector hubiese salido en otra misión.

Cuando Pitt volvió llovía y llegó calado hasta los huesos. El agua que goteaba por el borde del sombrero le había empapado el cuello de la gabardina y la bufanda. Se quitó el sombrero y la bufanda con los dedos entumecidos y lanzó las prendas al perchero.

—¿Y bien? —preguntó mientras Gillivray se levantaba de la silla—. ¿Qué ha encontrado? —Sabía, por la expresión presuntuosa del sargento, que había descubierto algo, pero estaba demasiado cansado para andarse con rodeos.

—El origen de la enfermedad —respondió Gillivray. No le gustaba pronunciar aquella palabra y lo evitaba siempre que podía.

—¿El origen de la sífilis? —inquirió Pitt deliberadamente.

Gillivray arrugó la nariz con repugnancia.

—Sí. Es una prostituta llamada Abigail Winters.

—Nuestro joven Arthur no era tan inocente, después de todo —observó Pitt—. ¿Y por qué cree usted que esa señorita fue el foco de la infección?

—Le enseñé una fotografía de Arthur, que nos facilitó su padre. Ella lo reconoció y confesó que conocía al muchacho.

—¿En serio? ¿Y por qué dice usted «confesó»? ¿Sedujo al chico, lo engañó de alguna manera?

—No, señor. Estamos hablando de una puta, alguien que jamás se hubiese movido entre los círculos de Arthur.

—¿De modo que él se introdujo en los de ella?

—No. Fue por mediación de Jerome. Lo he comprobado.

—¿Jerome presentó esa prostituta a Arthur? —Pitt se asombró—. ¿Para qué? Seguro que lo último que el tutor desearía sería que el muchacho empezara a ir con mujeres.

—Bien, tanto si tiene sentido como si no, él lo hizo —replicó Gillivray—. Al parecer, también era voyeur. Le gustaba sentarse y mirar. ¡Ojalá pudiera colgar yo mismo a ese degenerado! Normalmente no asisto a las ejecuciones, pero ésta no me la perderé.

Pitt no respondió. Por supuesto, debería verificar aquella información e interrogar a la prostituta; seguro que las conclusiones de Gillivray eran demostrables, pero en esos momentos había demasiadas cosas que rebatir.

El inspector apuntó el nombre y la dirección que Gillivray le proporcionó. Esos datos representaban la última pieza necesaria antes del juicio.

—Si a usted le divierte —dijo Pitt con aspereza—, ha de saber que yo jamás he disfrutado viendo a un hombre colgado. Sea quien sea. ¡Pero haga lo que considere oportuno!