4

A la mañana siguiente, Pitt y Gillivray salieron juntos. Apenas llegar a la calle, Pitt echó a andar con brío y paso ligero. Detestaba la actitud del sargento. El arresto por un crimen era el punto central de la tragedia, el momento en que saltaba a la luz pública y el dolor era despojado de su carácter privado. El inspector quería decir algo que desestabilizara la cómoda presunción de Gillivray y le infundiera dudas.

Pero no se le ocurrieron palabras capaces de reflejar plenamente la enormidad de aquella tragedia, de modo que siguió caminando en silencio. Pitt daba zancadas cada vez más rápidas, y Gillivray tuvo que acelerar el paso de forma poco elegante para no quedarse atrás. Al menos resultó una pequeña satisfacción para el inspector.

El lacayo los recibió con cierta sorpresa. Adoptó la postura de una persona que observase a alguien cometer una acción de pésimo gusto pero cuya buena educación la obligase a fingir no darse cuenta.

—¿Sí? —inquirió el sirviente.

Pitt había decidido informar a Waybourne antes de efectuar la detención; sería más sencillo y también un detalle de cortesía, un gesto que más tarde podía ser beneficioso, ya que el final del caso aún estaba lejos. Existían fundadas sospechas, justificaciones que exigían un arresto. Sólo había una solución razonable, pero aún quedaban arduas horas de investigación antes de contar con pruebas sólidas. Todavía debían averiguarse muchas cosas, como dónde se había cometido el asesinato y por qué en el momento que se produjo. ¿Qué había precipitado los acontecimientos hacia la tragedia?

—Necesitamos hablar con el señor Anstey —respondió Pitt, mirando al lacayo.

—¿De veras, señor? —El hombre no se inmutó—. Si es tan amable de entrar, informaré al señor Anstey de su presencia. Ahora está desayunando, pero quizá lo reciba una vez haya terminado. —Retrocedió y les permitió pasar, cerrando la puerta con silenciosa ceremonia.

La casa aún olía a duelo, como si en alguna parte hubiese cirios encendidos y restos de carne asada. La oscuridad reinaba en las habitaciones ya que las persianas todavía estaban medio bajadas. Pitt volvió a evocar el dolor de la muerte. Waybourne había perdido un hijo que apenas era un adolescente.

—Diga al señor Anstey que estamos preparados para efectuar un arresto esta mañana —indicó Pitt—. Preferiríamos ponerlo al corriente de la situación antes de actuar —añadió—, pero no disponemos de mucho tiempo.

El lacayo dio un respingo perdiendo la envarada serenidad que había mostrado. Pitt sintió satisfacción al ver cómo se quedaba boquiabierto.

—¿Un arresto, señor? ¿Relacionado con la lamentable muerte del señor Arthur?

—Sí. Por favor, avise al señor Anstey.

—Muy bien, señor. —Los dejó y se dirigió hacia la sala del desayuno. Llamó a la puerta y entró.

Waybourne apareció casi al instante, con migas en los pliegues del chaleco y una servilleta en la mano. La arrojó al suelo, y el lacayo la recogió con discreción.

Pitt abrió la puerta de la sala de estar y la sostuvo mientras Waybourne entraba. Cuando todos estuvieron dentro, Gillivray la cerró y Waybourne habló con apremio:

—¿Arrestará a Jerome? Bien. Todo esto es lamentable, pero cuanto antes termine mejor. Ordenaré que le avisen. —Cogió la campanilla y la hizo sonar—. Supongo que no me necesita aquí. Preferiría no estar presente. Es muy doloroso. Estoy seguro de que lo comprende. Por supuesto, le agradezco que antes me informara. Se lo llevará por la puerta trasera, ¿verdad? Quiero decir, él estará un poco… bien… no quiero montar una escena. Es bastante… —Se sonrojó y sus facciones reflejaron una aflicción poco definida, como si al fin hubiese asimilado la amargura del crimen y sentido una ráfaga de su terrible frialdad—. Bastante innecesario —concluyó sin demasiada convicción.

Pitt fue incapaz de expresar algo apropiado.

—Gracias —murmuró Waybourne torpemente—. Usted ha sido muy… considerado. Todas las cosas, se han tenido en cuenta, el…

Pitt lo interrumpió. No soportaba que Waybourne siguiera cómodamente instalado en la ignorancia.

—Me temo que el asunto todavía no ha terminado, señor. Habrá que encontrar más pruebas, y luego, por supuesto, deberá celebrarse el juicio.

Waybourne se volvió, quizá para disponer momentáneamente de cierta intimidad.

—Entiendo —respondió como si siempre lo hubiese sabido—. Sí, por supuesto. Pero al menos ese asesino estará fuera de mi casa. Es el principio de su fin.

Pitt guardó silencio. Quizá el caso se resolvería de un modo sencillo. Tal vez, como a esas alturas ya se sabían bastantes cosas, el resto devendría rápidamente, como una riada, no una conclusión obtenida tras una investigación minuciosa. Jerome podría incluso confesar. Era posible que la carga se hubiese hecho tan pesada que el tutor, cuando ya no existiesen esperanzas de salir bien librado, desease quitársela de encima contándolo todo, abandonando el secreto y su dolorosa soledad. Para muchos, ese peso resultaba la peor desdicha.

—Sí, señor —dijo Pitt—. Nos lo llevaremos detenido esta mañana.

—Bien, bien.

Llamaron a la puerta y, tras la autorización de Waybourne, Jerome entró. Gillivray se acercó discretamente a la puerta, por si el tutor intentaba huir.

—Buenos días. —Jerome enarcó las cejas. Si fingió, su interpretación fue perfecta. No mostró indecisión ni movió los ojos o los músculos, ninguna contracción nerviosa, ni siquiera palideció.

En cambio, Waybourne sí se alteró y empezó a sudar. Mientras habló, desvió la vista hacia los retratos que colgaban de la pared.

—La policía deseaba verlo, Jerome —dijo lacónicamente, y se volvió y se marchó.

Gillivray abrió la puerta y cuando Waybourne hubo salido la cerró.

—¿Sí? —inquirió Jerome fríamente—. No imagino qué desean ahora. No tengo nada más que añadir.

Pitt no sabía si sentarse o quedarse de pie. Dado el dramático carácter de la situación, parecía un poco irreverente ponerse cómodo en tales momentos.

—Lo siento, señor —dijo el inspector—, pero hemos reunido nuevas pruebas y tenemos que realizar un arresto. —¿Por qué seguía negándose a hablar claro? Tenía a Jerome como el pez que ha mordido el anzuelo, aunque él se creía a salvo, sin sentir aún el desgarro en la boca, ni darse cuenta del sedal y su largo e implacable arrastre.

—¿En serio? —El tutor no mostró demasiado interés—. Felicidades. ¿Quería contarme eso?

Cada vez que Pitt se encontraba con aquel individuo sentía aversión, y a pesar de todo seguía resistiéndose a detenerlo. Quizá esa reticencia se debía a que no veía en él ninguna señal de culpa o miedo, ni siquiera expectación.

—No, señor Jerome —contestó Pitt. Debía decirlo de una vez—. La orden va dirigida contra usted. —Aspiró y sacó la notificación del bolsillo—. Maurice Jerome, lo arresto por asalto y asesinato en la persona de Arthur William Waybourne la noche, o el atardecer, del once de septiembre de 1886. Le prevengo que cualquier cosa que diga será anotada y podrá utilizarse en el juicio como prueba contra usted.

Jerome no se inmutó. Gillivray atento, seguía sin bajar la guardia junto a la puerta, con el puño ligeramente apretado como preparado para un súbito conato de violencia.

Por breves instantes, Pitt se preguntó si debía repetir la orden de arresto. Entonces se dio cuenta de que si algo no había quedado claro no era las palabras; sólo sucedía que Jerome no había tenido tiempo de asimilar su significado. El impacto era demasiado fuerte, inconcebible para ser asimilado en un instante.

—¿Qué…? —balbuceó Jerome por fin, todavía demasiado asombrado para sentir verdadero miedo—. ¿Qué ha dicho?

—Que queda arrestado por el asesinato de Arthur Waybourne —repitió el inspector.

—¡Eso es ridículo! —exclamó de pronto Jerome—. ¡No es posible que usted crea que yo lo maté! ¿Por qué lo haría? No tiene sentido. —De repente, el rostro se le agrió—. Imaginaba que usted era un hombre más íntegro, inspector. Ya veo que estaba equivocado. Usted no es estúpido, al menos no tanto para cometer tamaño error. Por consiguiente, debo asumir que actúa por conveniencia. ¡Es un oportunista, o simplemente un cobarde!

Las injustas acusaciones de Jerome enervaron a Pitt. Arrestaba a Jerome porque las pruebas reunidas impedían dejarlo en libertad. Se trataba de una decisión necesaria y no tenía nada que ver con el egoísmo. Hubiese sido una negligencia imperdonable permitir que el tutor siguiera libre.

—Godfrey Waybourne ha declarado que usted lo manoseó en diversas ocasiones, de una forma que podría considerarse delictiva —señaló Pitt fríamente—. No podemos pasar por alto ésa acusación.

Jerome palideció y se derrumbó, mientras comenzaba a comprender el horror y aceptaba la realidad.

—¡Es absurdo! Es… es… —Levantó las manos para cubrirse la cara pero volvió a bajarlas con flojedad—. ¡Oh, Dios mío! —Miró alrededor.

Gillivray se colocó delante de la puerta.

Pitt sintió de nuevo las punzadas del desasosiego. ¿Acaso un actor tan sutil carecía de ingenio para adoptar una actitud más serena y elegante? Si en lugar del muro de afectada arrogancia que continuamente había levantado ante Pitt hubiese optado por un trato amistoso o afable, las cosas le habrían ido mejor.

—Lo siento, señor Jerome, pero deberá venir con nosotros —dijo Pitt—. Será mejor para todos que no oponga resistencia. Si lo hace, sólo logrará empeorar el asunto.

Jerome abrió los ojos sorprendido y enfadado.

—¿Me amenaza con recurrir a la violencia?

—¡Claro que no! —exclamó Pitt. Era una acusación ridícula e injusta—. Sólo intento evitarle una situación vergonzosa. ¿Prefiere que lo saquemos a rastras, debatiéndose y gritando, para que la fregona y el limpiabotas lo miren boquiabiertos?

Jerome se sulfuró pero no halló palabras para responder. De pronto se encontraba sumido en una pesadilla que avanzaba demasiado rápido para él. Se quedó sin saber qué decir para rebatir los cargos que le imputaban.

Pitt se acercó a él.

—¡No toqué al chico! —protestó Jerome—. ¡Jamás toqué a ninguno de ellos! Es una calumnia infame. Déjenme hablar con él y este malentendido se arreglará en un momento.

—No es posible… —respondió Pitt con firmeza.

—Pero yo… —Se interrumpió y levantó la cabeza con aire desafiante—. Me ocuparé de que lo sancionen por esto, inspector. ¡Usted no tiene pruebas para presentar esa acusación! ¡Si yo no fuese un asalariado, no se atrevería a hacerme esto! ¡Usted es un cobarde! ¡Un cobarde vil y despreciable!

¿Había algo de verdad en aquellas palabras? ¿El supuesto sentimiento de compasión que Pitt había sentido por Waybourne y su familia era en realidad alivio de haber encontrado una solución fácil?

Pitt y Gillivray se llevaron a Jerome por el vestíbulo, cruzaron la habitación de los utensilios de limpieza, el pasillo, la cocina y finalmente subieron por las escaleras traseras y montaron en el cabriolé que estaba esperándolos. Si alguien se dio cuenta de que los policías habían entrado por delante y salido por detrás, lo atribuyó al hecho de que habían preguntado por el señor Anstey. Y siempre se miraba más la forma en que la gente salía. La cocinera asintió con un gesto de aprobación. Ya era hora de que la policía actuara con autoridad. Y ella jamás había visto con buenos ojos a aquel tutor, con sus aires y críticas, comportándose como si fuera un caballero por el mero hecho de que sabía leer latín. ¡Como si eso sirviera de algo a una persona!

Los tres hombres guardaron silencio durante el trayecto hasta comisaría, donde el arresto se formalizó y Jerome fue conducido a las celdas.

—Avisaremos a alguien para que recoja sus ropas y efectos personales —dijo Pitt.

—¡Muy civilizado! ¡Si hasta parece razonable! —exclamó Jerome mordazmente—. ¿Dónde se supone que cometí ese asesinato? ¿En la bañera de qué casa ahogué al desdichado muchacho? Difícilmente en la de él. ¡Ni siquiera usted sería capaz de imaginarse eso! No me molestaré en preguntarle por qué, ya que usted habrá pensado en suficientes alternativas obscenas. Pero me gustaría saber dónde creen que llevé a cabo el crimen. ¡Me gustaría saberlo!

—A nosotros también, señor Jerome —respondió Pitt—. Las razones son obvias, como usted dice. Si fuese tan amable de hablar del tema, tal vez le ayudaría en algo.

—¡No tengo nada que decir!

—Algunas personas…

—¡Algunas personas son sin duda culpables! Todo este asunto es muy desagradable. Usted descubrirá muy pronto su error, y entonces exigiré una reparación. No soy culpable de la muerte de Arthur Waybourne ni de nada que le ocurriera. ¡Sugiero que si busca esa clase de perversiones eche un vistazo entre los miembros de su propia clase! ¿O eso es esperar demasiado valor por parte de usted?

—¡Ya lo he investigado! —replicó Pitt con enfado—. ¡Y de momento, lo único que he encontrado ha sido la acusación de Godfrey Waybourne de que usted lo manoseaba! Parece pues que usted presenta la debilidad que ofrecería el motivo, y la oportunidad. El medio fue simplemente el agua. Todo el mundo dispone de ella.

La mirada de Jerome delató un fugaz miedo que la conciencia ocultó rápidamente.

—¡Tonterías! Esa noche estuve en una velada musical.

—Pero nadie lo vio allí.

—Voy a veladas musicales a escuchar música, inspector, no a mantener conversaciones banales con personas que apenas conozco e interrumpirles el placer pidiéndoles que me respondan con idénticas sandeces. —Jerome contempló a Pitt con desprecio, como si nunca hubiese escuchado algo mejor que canciones de taberna.

—¿No hay intermedios en esas veladas a que asiste? —preguntó Pitt exactamente con idéntica frialdad. Dado que era más alto que Jerome, tuvo que bajar un poco la mirada para mirar al tutor—. Es raro, ¿no?

—¿Es aficionado a la música clásica, inspector? —El tono de Jerome sonó mordaz, lleno de sarcástica incredulidad. Quizá respondía a una forma de defensa: atacar a Pitt, su inteligencia, competencia y discernimiento. No era difícil adivinar los motivos de tal reacción. Una parte de Pitt, incluso la comprendía. Pero el aire de superioridad adoptado por el tutor le escocía en una parte más apremiante.

—Disfruto de un piano bien tocado —respondió el inspector con franqueza—. Y en algunas ocasiones me agrada el sonido del violín.

Por unos instantes se estableció cierta comunicación entre los dos hombres, pero Jerome se volvió.

—Entonces, ¿no habló con nadie? —Pitt regresó al trabajo, el ingrato presente.

—No —contestó Jerome.

—¿Ni siquiera para comentar algo sobre la interpretación? —En el fondo, Pitt lo comprendía. ¿Quién, tras escuchar una bella música, desearía tratar con un hombre como Jerome? Él estropearía la magia, el deleite. En su personalidad no cabía la dulzura o la risa, ni la pátina del romance. ¿Por qué le gustaba la música? ¿Se trataba puramente de un placer intelectual, el sonido y la simetría en armonía con la mente?

Pitt salió de la celda y la puerta se cerró con un rechinar herrumbroso; el carcelero echó el cerrojo y sacó la llave.

Un agente acudió a recoger las pertenencias del tutor. Pitt y Gillivray pasaron el resto del día buscando nuevas pruebas.

—Ya he hablado con la señora Jerome —dijo Gillivray con tan buen humor que Pitt sintió deseos de propinarle una patada en el trasero—. Ella no sabe a qué hora llegó su marido. Le dolía la cabeza y no le gusta demasiado la música clásica, especialmente la de cámara, estilo al que al parecer correspondía el recital en cuestión. Con antelación, se publicaron unos folletos con el programa a interpretar, y Jerome tenía uno. La mujer decidió quedarse en casa. Se durmió y no despertó hasta la mañana siguiente.

—El señor Athelstan ya me lo contó —señaló Pitt con mordacidad—. ¿Quizá la próxima vez que usted disponga de información de esa clase será tan amable de comunicármela también? —Pero se arrepintió de mostrar su enojo con tanta claridad. No debería haber permitido que Gillivray lo notase. Al menos podía haber conservado esa dignidad.

Gillivray sonrió, y su disculpa resultó poco más que mero trámite de cortesía.

Los dos trabajaron durante seis horas pero no lograron nada, ni pruebas a favor ni en contra.

Pitt se fue tarde a casa, cansado y con frío. Empezaba a llover, y las ráfagas de viento arrastraban por la cuneta a un viejo periódico que no paraba de dar vueltas. Había sido un día que Pitt prefería olvidar, dejarlo al otro lado de la puerta y dedicar la velada a hablar de cualquier otra cosa. Rogó que Charlotte no mencionara el asunto.

Entró en el vestíbulo, se quitó el abrigo y lo colgó. Se dio cuenta de que la puerta del salón estaba entreabierta y las luces encendidas. No era posible que su cuñada Emily estuviera allí a esas horas de la noche. No le apetecía tener que mostrarse educado, y menos para satisfacer la infatigable curiosidad de Emily. Sintió la tentación de seguir andando hacia la cocina y vaciló, preguntándose si su esposa tomaría después represalias, cuando Charlotte abrió la puerta del todo. Era demasiado tarde.

—Oh, Thomas, ya estás en casa —dijo ella innecesariamente, quizá en beneficio de Emily o de quien fuese—. Tienes visita.

Pitt se sobresaltó.

—¿Visita?

—Sí. —Charlotte retrocedió un paso—. Te presento a la señora Jerome.

Pitt se estremeció. La intimidad de su hogar había sido invadida por una tragedia vana y predecible. Ya no había manera de evitarla. Cuanto antes hablase con ella, le explicase con el mayor tacto posible las pruebas reunidas en contra de su marido y le hiciese entender que él no podía hacer nada para ayudarla, antes zanjaría el tema y aprovecharía el tiempo en las cosas seguras y permanentes que le importaban: Charlotte, los detalles de la jornada, los niños.

Pitt entró en el salón.

La señora Jerome era una mujer pequeña, esbelta y vestía un traje marrón. Tenía pelo rubio y suave y ojos anchos, que palidecían aún más su cutis casi translúcido. Obviamente, había llorado.

Ésa era una de las peores víctimas de un crimen: aquéllas para quienes el horror no había más que empezado. Eugenie Jerome se vería obligada a volver a vivir en casa de sus padres, si tenía suerte. En caso contrario, debería coger cualquier trabajo que encontrase: costurera, obrera en una fábrica o trapera; podría incluso acabar en un asilo para desamparados o, presa de la desesperación, en las calles. Pero todavía no había imaginado todas esas cosas. Probablemente aún se esforzaba por desmentir las acusaciones que pesaban sobre su marido y permanecía aferrada a la creencia de que la vida seguía igual y todo era una equivocación, un error reversible.

—¿Señor Pitt? —Con voz temblorosa, Eugenie avanzó un paso. Pitt representaba a la policía, para ella, el poder supremo.

El inspector deseó que hubiesen palabras para suavizar la verdad. Sólo quería librarse de aquella mujer y olvidar el caso, al menos hasta que se viese obligado a volver a su despacho a la mañana siguiente.

—Señora Jerome. —Pitt empezó con el único comentario que se le ocurrió—: Tuvimos que arrestar a su esposo, pero él se encuentra perfectamente bien. Usted puede visitarlo, si lo desea.

—Él no mató a ese chico. —Los ojos se le humedecieron y parpadeó sin dejar de mirarlo—. Sé… sé que mi marido no siempre consigue… —inspiró profundamente, infundiéndose ánimo para cometer la traición— caer bien a la gente, pero no es un hombre malo. Jamás abusaría de la confianza de alguien. Tiene demasiado orgullo y amor propio.

Pitt admitió tal posibilidad. El individuo que él había creído ver bajo aquel exterior amanerado sentiría una perversa satisfacción en su superioridad moral al honrar la confianza de quienes despreciaba, personas que, por razones completamente distintas, lo despreciaban por igual, si es que alguna vez llegaban a tenerlo en consideración.

—Señora Jerome… —¿Cómo explicar las extrañas pasiones que podían surgir de repente y ofuscar el entendimiento, las normas de conducta cuidadosamente adquiridas? ¿Cómo describir los sentimientos que podían arrastrar a un hombre, por lo demás sano, a una autodestrucción compulsiva e inevitable? Ella se sentiría confusa y dolida, y seguramente ya estaba sufriendo bastante—. Señora Jerome —repitió Pitt—, se ha presentado una acusación contra su marido. Debemos retenerlo bajo arresto hasta que el caso sea investigado y resuelto. A veces la gente actúa de un modo irreflexivo, producto de una efusión momentánea e inconsciente, que difiere bastante de su personalidad habitual.

Eugenie se acercó a Pitt, que percibió una débil fragancia de lavanda. La esposa del tutor llevaba en el encaje del cuello un broche pasado de moda. Era una mujer joven y tierna. ¡Que Dios condenara a Jerome por su insensible aislamiento en sí mismo, su perversión y, en particular, por haberse casado con aquella mujer sólo para destrozarle la vida!

—Señora Jerome…

—Señor Pitt, mi marido no es una persona impulsiva. Llevo once años casada con él y jamás le he visto actuar sin reflexionar y sopesar si obtendría un resultado positivo o lamentable.

Pitt aceptó también eso. Jerome no era el típico personaje que reía a mandíbula batiente, bailaba sobre la calzada o entonaba canciones. Siempre mostraba una expresión cautelosa; la única espontaneidad que se permitía era la del pensamiento. Su sentido del humor era ciertamente agrio, pero jamás obraba por impulso. Ni siquiera hablaba sin prever qué efecto tendrían sus palabras, cómo lo beneficiarían o perjudicarían. ¿Qué oscuras pasiones debió despertar aquel muchacho para romper una presa construida a lo largo de toda una vida y provocar un torrente que desembocaría en asesinato?

En caso, claro, de que Jerome fuese culpable…

¿Cómo pudo un hombre tan prudente y cuidadoso arriesgarse, en un torpe gesto, a toquetear al joven Godfrey a cambio de unos breves instantes de gratificación? ¿Se trataba de una fachada que por entonces empezaba a derrumbarse, la primera grieta del muro que poco después estallaría en una debacle de perversión y muerte?

Pitt miró a la señora Jerome. Ella era casi de la misma edad que Charlotte, pero, por su esbelto cuerpo y delicado rostro, parecía más joven y vulnerable. Necesitaba que alguien la protegiera.

—¿Sus padres viven cerca de aquí? —preguntó el inspector de repente—. ¿Tiene alguien con quien pueda quedarse?

—¡Oh, no! —Eugenie frunció el entrecejo consternada y estrujó el pañuelo, que de pronto se escurrió y cayó al suelo. Charlotte se agachó y lo recogió—. Gracias, señora Pitt, es usted muy amable. —Lo estrujó de nuevo—. No, señor Pitt, no estoy dispuesta a ir a ninguna parte. Mi lugar está en casa, desde donde puedo ofrecer todo mi apoyo a Maurice. La gente debe ver que no me creo las terribles cosas que se han dicho de él. Son absolutamente falsas, y sólo pido que, en nombre de la justicia, usted haga todo lo posible para demostrarlo. Lo hará, ¿verdad?

—Yo…

—Por favor, señor Pitt. No permitirá que la verdad quede sepultada bajo esa sarta de mentiras injuriosas acerca de mi pobre Maurice… —Los ojos se le anegaron en lágrimas, y ella se volvió sollozando para buscar el consuelo de los brazos de Charlotte. Lloró como una niña, sumida en la desesperación.

Charlotte la consoló con suaves palmadas, mirando indecisa a Pitt. El inspector no supo discernir qué pensaba su esposa. Se la notaba enfadada, pero ¿era con él, con las circunstancias, con la señora Jerome por haberlos trastornado con su aflicción, o con la incapacidad de ellos para ayudarla?

—Haré cuanto esté en mi mano, señora Jerome —dijo Pitt—. Sólo puedo averiguar la verdad, no modificarla. —¡Qué cruel sonó aquel comentario!

—Gracias —balbuceó ella entre lloriqueos y boqueadas—. Estaba segura de que lo haría y le estoy muy agradecida. —Aferró las manos de Charlotte como una niña—. Muy agradecida.

Cuanto más pensaba Pitt en el asunto, menos factible estimaba, por la imagen que se había formado de la personalidad de Jerome, el hecho de que el tutor fuera tan impulsivo y estúpido como para acosar a Godfrey y mantener al mismo tiempo una relación con el hermano mayor. Si el tutor estaba tan dominado por el deseo que había perdido la razón y el juicio, seguro que otras personas lo habrían notado, ¿muchas otras?

Pitt pasó una noche amarga y se negó a hablar con Charlotte del asunto. Al día siguiente, encomendó a Gillivray lo que consideraba una misión inútil: buscar una habitación alquilada por Jerome o Arthur Waybourne. Mientras tanto, él regresó a la mansión de los Waybourne para entrevistar de nuevo a Godfrey.

Al llegar, le dispensaron un trato muy poco hospitalario.

—Ya hemos repasado suficientemente este asunto tan doloroso —dijo Waybourne—. Me niego a seguir hablando del tema. ¿Acaso no ha habido ya bastante obscenidad?

—Una verdadera obscenidad sería, señor Anstey, que un hombre fuese ahorcado por un crimen que nosotros nos empeñamos en creer que ha cometido por temor a enfrentarnos a otras posibilidades más espantosas —replicó Pitt—. Es una responsabilidad que no estoy dispuesto a asumir. ¿Y usted?

—¡Usted es un maldito impertinente, señor! —estalló Waybourne—. Mi trabajo no consiste en velar por que la justicia se cumpla. ¡Para eso se paga a las personas como usted! Atienda su deber y recuerde que está en mi casa.

—Muy bien, señor —respondió Pitt—. ¿Puedo ver al señorito Godfrey, por favor?

Waybourne vaciló con la mirada encendida, observando a Pitt de arriba a abajo. Por unos instantes los dos hombres se contemplaron con acritud.

—Si es imprescindible… —cedió Waybourne al final—. Pero le advierto que estaré presente.

—De acuerdo.

Mientras el lacayo fue a buscar a Godfrey, ellos aguardaron en incómodo silencio, evitando mirarse. Pitt estaba enfadado por la confusión en que se veía inmerso por el creciente temor de que jamás conseguiría demostrar la inocencia de Jerome y, de ese modo, borrar el recuerdo del rostro de Eugenie, una cara que reflejaba la convicción de la mujer sobre la verdad de su mundo y el hombre con quien compartía ese mundo.

La hostilidad de Waybourne tenía una interpretación más sencilla. Su familia había sido víctima de una tragedia, y en aquellos momentos estaba defendiéndola de cualquier sufrimiento innecesario. Si se hubiese tratado de la familia de Pitt, éste habría actuado de la misma manera.

Godfrey entró en la sala y al ver a Pitt se sonrojó.

Pitt sintió remordimientos.

—¿Me necesitaba, señor? —Godfrey se colocó de espaldas a su padre, cerca, como si él fuera un techo donde cobijarse.

Pitt prescindió del hecho de no haber sido invitado y se sentó en el sillón forrado de cuero. Por la postura que adoptó, si quería observar al chico debía elevar ligeramente la mirada.

—Godfrey, has de saber que no conocemos demasiado bien al señor Jerome —comenzó el inspector con tono afable—. Pero necesitamos saber todo lo posible sobre él. Jerome fue tu tutor durante cuatro años. Debes conocerlo bien.

—Sí, señor, pero yo nunca supe que él hiciera algo malo. —La mirada diáfana del muchacho se mostró desafiante. Encogió un poco sus estrechos hombros y Pitt imaginó los suaves músculos bajo la chaqueta de franela.

—Claro que no —terció Waybourne rápidamente, apoyando la mano en el brazo del chico—. Nadie piensa que tú lo supieses, hijo.

Pitt se contuvo. Debía obtener, a partir de pequeñas impresiones, un retrato convincente de un hombre que había perdido años de sereno dominio de sí mismo en un repentino y alocado arrebato. Alocado porque jamás hubiese conseguido nada aparte de un efímero placer, al precio de destruir todas las cosas que valoraba.

Lentamente, Pitt formuló preguntas sobre cómo se desarrollaban las clases, los métodos educativos de Jerome, las materias que impartía bien y aquéllas que parecían aburrirlo. Se interesó por si el tutor aplicaba una estricta disciplina, su temperamento y aficiones. Waybourne parecía cada vez más impaciente, casi menospreciando a Pitt, como si éste estuviese comportándose de forma estúpida, eludiendo la verdadera cuestión en una plétora de banalidades. Pero Godfrey empezó a mostrarse más confiado en las respuestas.

Al final se perfiló un retrato tan parecido al hombre que Pitt había imaginado que éste se sintió decepcionado. No había nada nuevo que descubrir, ningún enfoque distinto desde donde recomponer los fragmentos que él ya poseía. Jerome era un buen profesor, severo y de escaso humor. Y el poco que tenía resultaba demasiado áspero y cínico tras años de autodominio para ser comprendido por un chico de trece años nacido y educado entre privilegios. Cualquier ambición inalcanzable para Jerome era una parte natural de la vida adulta para la que Godfrey estaba siendo preparado, quien, por lo demás, ignoraba existiese injusticia alguna en la relación con su tutor. Los dos pertenecían a diferentes clases sociales, y siempre sería así. El muchacho nunca había pensado que Jerome pudiera estar resentido con él. Jerome era profesor, pero tal condición no suponía necesariamente poseer las cualidades del liderazgo, el coraje de la decisión, el conocimiento innato y la aceptación del deber, o el peso y la soledad de la responsabilidad.

La ironía consistía en que quizá la amargura de Jerome se originaba en parte a partir de la asunción del abismo que existía entre él y sus patrones, no sólo por nacimiento sino porque era demasiado corto de miras, obcecado en su mundo interior y consciente de su posición, para imponer autoridad y dominar la situación. Un caballero lo era porque vivía sin sentirse cohibido, bien asentado y seguro de sus finanzas.

Pitt meditó sobre ello mientras observaba el rostro solemne, y bastante pagado de sí, del chico. En ese momento Godfrey estaba tranquilo. Pitt había dejado de representar una amenaza y ya no le temía. Era hora de ir al grano.

—¿El señor Jerome mostró en alguna ocasión un favoritismo marcado hacia tu hermano? —preguntó el inspector en voz baja.

—No, señor… —respondió Godfrey, pero pareció vacilar al recordar algo a medias: trazos de un hecho vergonzoso que la imaginación apenas osaba evocar pero que aun así no podía olvidar del todo—. En realidad sí, aunque en aquel momento no supe interpretar el comportamiento del señor Jerome. Él era bastante… bueno, también pasaba mucho tiempo con Titus Swynford cuando asistía a las clases con nosotros. La verdad es que venía bastante a menudo. Su tutor no era demasiado bueno enseñando latín, y el señor Jerome sí lo era. También sabía griego. Y el señor Hollins, el tutor de Titus, siempre estaba acatarrado. Lo llamábamos «gangoso». —Godfrey realizó una imitación elocuente.

Waybourne hizo una mueca de desaprobación ante la incorrección de mencionar tales detalles de malicia infantil a una persona de inferior nivel social como Pitt.

—¿Y también trataba a Titus de un modo demasiado familiar? —inquirió Pitt, sin hacer caso a Waybourne.

Godfrey parpadeó.

—Sí, señor. Titus dijo que sí.

—¡Oh! ¿Cuándo lo dijo?

Godfrey miró fijamente al inspector.

—Ayer por la noche, señor. Le conté que la policía había arrestado al señor Jerome porque había hecho algo terrible a Arthur. Le expliqué lo que ya le había dicho a usted acerca de lo que me hizo el señor Jerome. Y Titus me dijo que a él también le había hecho lo mismo.

Pitt no se sorprendió, sólo experimentó una sombría sensación de inevitabilidad. A fin de cuentas, Jerome había dado muestras físicas de su debilidad. No había sido aquel asunto secreto, surgiendo sin previo aviso, que Pitt había considerado probable. Quizá la rendición al instinto sí había sido repentina, pero cuando Jerome hubo reconocido el deseo y se permitió satisfacerlo, la inclinación se convirtió en algo incontrolable. Sólo habría sido cuestión de tiempo el que algún adulto hubiese reparado en tal conducta y comprendido sus motivos.

De todas formas, resultó un trágico infortunio que la violencia y el asesinato afloraran tan deprisa. Si al menos uno de los chicos hubiese hablado con su padre, la desgracia mayor podría haberse evitado, tanto para Arthur como para el propio Jerome y Eugenie.

—Gracias. —Pitt suspiró y miró a Waybourne—. Le agradecería, señor, que me facilitase la dirección del señor Swynford para visitarlo y corroborar las declaraciones de su hijo con las de Titus. Comprenderá que un testimonio de oídas, tanto da de quién provenga, no es suficiente.

Waybourne aspiró profundamente, como si se dispusiera a discutir, pero se abstuvo.

—Si insiste —dijo de mala gana.

Titus Swynford era un chico alegre, un poco mayor que Godfrey, más jovial, de cara pecosa y menos agraciada, pero se desenvolvía con naturalidad. El inspector no obtuvo permiso para ver a Fanny, la hermana menor de Titus. Y como no disponía de argumentos que justificasen insistir en hablar con la niña, sólo entrevistó al muchacho, en presencia de su padre.

Mortimer Swynford se mostró sereno. Si Pitt hubiese conocido mejor las normas de conducta en sociedad, habría interpretado la amabilidad del señor Swynford como un gesto de amistad.

El hombre se apoyó contra el respaldo de un antimacasar tapizado. Vestía ropas inmaculadas. La chaqueta que llevaba se había confeccionado con tanta destreza que disimulaba un cuerpo grueso, una prominente barriga y unos muslos robustos. Se trataba de una vanidad que Pitt comprendía, incluso admiraba.

No tenía defectos físicos que ocultar, pero le hubiese encantado poseer siquiera un ápice de la finura y la naturalidad de Swynford.

—Estoy seguro de que no forzará el asunto más de lo absolutamente necesario —dijo—. En fin, antes de presentar el caso al juez debe obtener suficientes pruebas. Bien. Es comprensible. Titus —llamó a su hijo—. Titus, contesta las preguntas del inspector Pitt. No pases nada por alto. Olvídate de falsas modestias o sentidos erróneos de la lealtad. Los soplones no suelen caer bien, pero los crímenes no deben quedar impunes. En tales situaciones se está obligado a decir la verdad, sin miedo ni favoritismos. ¿Cierto, señor Pitt?

—Desde luego —asintió el inspector con menos entusiasmo del que cabía esperar. ¿Quizá fue el aplomo de Swynford, su absoluto dominio de la situación, lo que restó naturalidad a sus palabras? No parecía la clase de hombre que temiese o favoreciese a nadie. De hecho, la riqueza y el patrimonio que poseía lo habían colocado en una posición que le ahorraba el tener que complacer a los demás. Para vivir cómoda y sobradamente le bastaba con observar las normas de su clase social.

Titus aguardaba.

—¿Asististe alguna vez a las clases del señor Jerome? —preguntó Pitt.

—Sí, señor —respondió el joven—. Mi hermana Fanny también venía conmigo. Es bastante buena en latín, pero no sé de qué le servirá.

—¿Y a ti? —inquirió Pitt.

Titus esbozó una amplia sonrisa.

—Vaya, usted es un poco raro, ¿eh? ¡De nada, por supuesto! Pero no se nos permite decirlo. Se supone que el estudio de esa lengua nos infunde disciplina. Al menos eso decía el señor Jerome. Creo que soportaba a Fanny sólo porque ella era mejor que nosotros. Es para reírse, ¿no? Quiero decir, que las chicas tengan más aptitudes, sobre todo en algo como el latín. El señor Jerome opina que el latín es una materia basada en la lógica, y se supone que las chicas desconocen la lógica.

—Desde luego —asintió Pitt, conteniendo una sonrisa—. Así pues, al señor Jerome no le hacía mucha gracia enseñar a Fanny, ¿correcto?

—No demasiada. Prefería a los chicos. —De repente se sonrojó—. Por esa razón está usted aquí, ¿verdad? Para descubrir qué le sucedió a Arthur y por qué que el señor Jerome nos tocara.

No tenía sentido negar la verdad; Swynford ya había sido muy claro.

—Exacto. ¿El señor Jerome te tocó?

Titus hizo una mueca.

—Sí. —Encogió los hombros—. Pero nunca pensé en ello hasta que Godfrey me explicó su significado. Si hubiese sabido, señor, que el asunto terminaría con la muerte del pobre Arthur, habría hablado antes —se lamentó con sentimiento de culpa.

Pitt se compadeció del muchacho. Titus era bastante inteligente para saber que su silencio quizá había costado una vida.

—Por supuesto. —Pitt tendió la mano impulsivamente y estrechó el brazo del chico—. Claro que sí, pero no tenías modo de saberlo. Nadie piensa tan mal de alguien, a menos que no haya dudas. Para realizar una acusación no basta con sospechar. Si hubieses estado equivocado, habrías infligido al señor Jerome una injusticia irreparable.

—De todos modos, Arthur ha muerto. —Titus no se consolaba tan fácilmente—. Si yo hubiese hablado, él se habría salvado.

Pitt decidió actuar con mayor audacia.

—¿Sabías que el señor Jerome estaba haciendo algo malo? —preguntó, soltando el brazo del muchacho y reclinándose en el asiento.

—¡No, señor! —Titus se sonrojó—. Para ser sincero, señor, sigo sin saber exactamente de qué se trataba. Y no estoy seguro de querer saberlo. Parece algo bastante indecente.

—Lo es. —Aquel niño probablemente jamás llegaría a conocer las miserias y desdichas que Pitt tenía que ver—. Lo es —repitió—. Mejor que no ahondes en la cuestión.

—Sí, señor. Pero ¿cree que de haberlo sabido habría salvado a Arthur?

Pitt vaciló.

—Quizá, aunque no lo creo. De todas maneras, tal vez nadie te hubiese creído. ¡No olvides que el propio Arthur habría hablado si hubiese querido!

Titus pareció desconcertado.

—¿Por qué no lo hizo, señor? ¿Acaso no comprendía lo que estaba sucediendo? ¡No es lógico!

—No, no lo es —asintió Pitt—. Me gustaría conocer la respuesta.

—El chico estaría sin duda asustado —intervino Swynford—. El pobre debió de sentirse demasiado culpable y avergonzado para contárselo a su padre. Me atrevería a decir que ese individuo despreciable lo amenazó. ¿No cree, inspector? Gracias a Dios, todo ha terminado. Ese hombre ya no causará más daño.

Aquel comentario estaba lejos de la verdad. Pitt no discutió. En esos momentos no hacía falta afligir a aquellas personas, contarles las cosas lamentables y desagradables que seguramente saldrían a la luz. Titus, al menos, no necesitaba saberlas.

—Gracias. —Pitt se levantó y comprobó que se había sentado encima del abrigo. Carraspeó y repitió—: Gracias, Titus. Gracias, señor Swynford. No creo que volvamos a molestarlos hasta el juicio.

Swynford suspiró e inclinó la cabeza en señal de reconocimiento. Luego hizo sonar la campanilla para que el sirviente acompañara a Pitt a la salida.

En ese momento se abrió la puerta y entró corriendo una chica de unos catorce años. Vio a Pitt y se detuvo, turbada aunque enseguida se tranquilizó. Lo observó con expresión juiciosa y fría, como si él hubiera quedado en evidencia, no ella.

—Perdona, papá —dijo la niña encogiendo ligeramente los hombros bajo el delantal ribeteado de encajes—. No sabía que tenías visita. —Ya se había formado una imagen de Pitt y sabía que él no era una «compañía». Los amigos de su padre, miembros de la misma clase social, no llevaban bufanda sino pañuelo de seda y lo entregaban al sirviente, junto con el sombrero y el bastón.

—Hola, Fanny —contestó Swynford con una sonrisa—. ¿Has venido a inspeccionar al señor policía?

—¡Claro que no! —Levantó el mentón con desaire y volvió a escrutar a Pitt de pies a cabeza—. Quería decir que tío Esmond me ha prometido que cuando cumpla diecisiete años, como seré bastante mayor para salir sola, me regalará un collar de perlas para lucirlo el día que sea presentada en la corte. ¿Crees que será ante la reina en persona o sólo la princesa de Gales? ¿Crees que para entonces la reina aún vivirá? Ya es muy anciana.

—No tengo ni idea —respondió Swynford, enarcando las cejas y mirando a Pitt con regocijo—. Quizá deberías empezar con la princesa de Gales y progresar a partir de ahí.

—¡Estás burlándote de mí! —replicó Fanny—. ¡Tío Esmond cenó la semana pasada con el príncipe de Gales, me lo ha dicho!

—Entonces seguro que es verdad.

—Por supuesto que es verdad. —Esmond Vanderley apareció en el umbral, por detrás de la niña—. Jamás me atrevería a mentir a alguien como Fanny. Mi querida sobrina —apoyó la mano sobre el hombro de la chiquilla—, debes aprender a ser menos directa o fracasarás en las relaciones sociales. ¡Nunca permitas que los demás sepan que tú sabes que han mentido! Ésa es una norma fundamental. La gente bien educada nunca miente, sólo sufre ocasionales lapsus de memoria, y únicamente los groseros suelen hacer algún comentario descortés. ¿No es cierto, Mortimer?

—Querido amigo, tú eres el experto en sociedad. ¿Cómo rebatir tus palabras? Si deseas tener éxito, Fanny, escucha al primo de tu madre.

Quizá aquella forma de expresarse resultaba un poco áspera, pero Pitt no apreció más que buena voluntad. También consideró con cierto interés la relación que unía a todos esos personajes: Swynford, Vanderley y los Waybourne eran primos.

Vanderley miró a Pitt.

—Inspector —dijo, volviendo al rigor de las circunstancias—. ¿Aún trabaja en ese desdichado caso del joven Arthur?

—Sí, señor, me temo que todavía hace falta saber muchas cosas.

—¿De veras? —Vanderley se mostró ligeramente sorprendido—. ¿Por ejemplo?

—Titus, Fanny, podéis marcharos ya, gracias —dijo Swynford—. Si el latín no te va demasiado bien mejor que te pongas a estudiar, Titus.

—Sí, señor. —Titus se despidió de Vanderley y luego miró a Pitt, consciente de que el inspector era una persona que no pertenecía a su clase social. ¿Debía comportarse como si Pitt fuera un hombre de negocios y marcharse sin más como haría un caballero? Eligió esa opción y, cogiendo a su hermana de la mano, cosa que la molestó mucho porque se moría de curiosidad, se fue con ella.

Cuando los niños se hubieron ido, Vanderley repitió la pregunta.

—Bien, desconocemos dónde se produjo el crimen —contestó Pitt, esperando que los dos hombres, por su relación con la familia, supieran algo—. ¿Poseen los Waybourne alguna otra propiedad? ¿Una casa de campo? ¿Tal vez el señor Anstey y la señora Waybourne viajaban y dejaban los chicos al cuidado de Jerome?

—Creo recordar que fueron al campo por primavera… Tienen una casa, por supuesto. Anstey y Benita regresaron a la ciudad unos días y dejaron a los niños allí. Jerome debía de estar con ellos. Siempre los acompaña, naturalmente. No hay que descuidar la educación de los chicos. El pobre Arthur era un estudiante brillante. Incluso consideró la posibilidad de matricularse en Oxford, aunque no sé para qué, ya que no le hacía falta trabajar. Le gustaban mucho los clásicos. Creo que también tenía la intención de estudiar griego. Jerome es un buen especialista en esos temas. Lástima que resultara homosexual. —Suspiró y miró con tristeza hacia un punto indefinido. No pareció indignado con Jerome, como el inspector hubiese esperado.

—Es más que lamentable. —Swynford sacudió la cabeza, apretando los labios, como si la amargura de lo que iba a decir fuese insoportable—. Anstey dijo que Jerome estaba enfermo y había contagiado a Arthur. ¡Pobre diablo!

—¿Enfermo? —Vanderley palideció—. ¡Oh, Dios! Es horrible. Supongo que estás seguro, ¿verdad?

—Sífilis —aclaró Swynford.

Vanderley retrocedió y se sentó en una silla, cubriéndose la cara con las manos como si quisiera ocultar tanto su aflicción como la imagen que le acudía al pensamiento.

—¡Qué terrible desgracia! —Tras permanecer en silencio unos instantes, Vanderley se volvió bruscamente hacia Pitt—. ¿Qué medidas está tomando en este asunto…? —Vaciló, buscando las palabras adecuadas—. Por el amor de Dios, si todo esto es cierto, cualquiera podría haber sufrido las consecuencias.

—Estamos intentando averiguar todo lo posible sobre esa persona —contestó Pitt, consciente de que su respuesta era insuficiente—. Sabemos que Jerome se permitió excesivas confianzas con otros chicos, pero aún no hemos descubierto dónde mantuvo esa relación íntima con Arthur, ni el lugar donde éste fue asesinado.

—¿Y qué diablos importa eso? —exclamó Vanderley. Se levantó, sofocado y los músculos en tensión—. Usted sabe que él lo hizo, ¿verdad? ¡Por Dios, si ese hombre estaba tan obsesionado pudo haber alquilado una habitación en cualquier parte! ¡Un policía como usted no puede ignorarlo!

—Lo sé, señor. —Pitt trató de no alzar la voz ni mostrar la creciente impotencia que sentía—. Pero llevaríamos mejor el caso si diésemos con alguien que hubiere visto allí a Jerome. Lamentablemente, de momento el único hecho demostrable es que Jerome se propasó con Godfrey Waybourne y Titus.

—¿Qué esperaba? —replicó Swynford—. ¡Ese tipo difícilmente hubiera seducido al chico en presencia de testigos! ¡Es un pervertido, un criminal, y está propagando esa inmunda enfermedad por Dios sabe dónde! Pero no es estúpido. ¡Jamás ha descuidado las normas de urbanidad más elementales, como ir bien aseado y arreglado!

Vanderley se mesó el cabello y recuperó la compostura.

—El inspector tiene razón, Mortimer. Necesita averiguar más cosas para inculpar plenamente a Jerome. En Londres hay miles de habitaciones. Nunca localizará el lugar, a menos que tenga suerte. Pero quizá encontrará a alguien que conociese a Jerome. No creo que el pobre Arthur fuera el único. —Bajó la mirada con expresión grave, y añadió casi musitando—: Me refiero a que ese hombre es esclavo de su debilidad.

—Sí, por supuesto —señaló Swynford—. Pero ése es el trabajo de la policía, gracias a Dios, no el nuestro. No debemos preocuparnos de las investigaciones que el inspector tenga que llevar a cabo, ni del motivo de las mismas. —Se volvió hacia Pitt—. Usted ha hablado con mi hijo. Creía que eso sería suficiente, pero si no lo es, entonces debe seguir buscando, en las calles o donde sea. No sé qué más espera de nosotros.

—Debe de haber algo más. —Pitt se sintió confundido, casi ridículo. Sabía mucho y muy poco: declaraciones que coincidían, una desesperación que iba en aumento, soledad, la sensación de haber sido engañado… ¿Sería suficiente para condenar a Maurice Jerome a morir en la horca por el asesinato de Arthur Waybourne?—. Tiene razón, señor —dijo con voz recia—. Sí, saldremos a la calle y buscaremos por todas partes.

—Bien —asintió Swynford—. De acuerdo, ponga manos a la obra. Buenos días, inspector.

—Buenos días, señor. —Pitt se dirigió hacia la puerta y la abrió en silencio. Salió al vestíbulo, donde el lacayo le entregó el sombrero y el abrigo.

Charlotte había enviado una carta urgente a Dominic solicitándole que concertara un encuentro con Esmond Vanderley. No sabía con certeza qué esperaba descubrir, pero aquel asunto era muy importante.

Al cabo de unos días, Charlotte recibió al fin una respuesta: aquella tarde se celebraría una fiesta a la que, si ella lo deseaba, Dominic la acompañaría, aunque dudaba que se divirtiera. Por cierto, ¿tenía ella en su vestuario algo que estuviera de moda y fuera un poco atrevido? En caso de que decidiera asistir, Dominic la recogería con su carruaje a las cuatro en punto.

A Charlotte la asaltaron dudas. ¡Claro que quería ir! Pero ¿qué vestido se pondría que no resultase un deshonor para Dominic? ¿Algo de moda y atrevido? Emily aún estaba fuera de la ciudad, de modo que Charlotte no podía pedirle nada prestado. Subió al primer piso y abrió el armario. Al principio se desesperó. Las ropas de Charlotte eran, con suerte, modelos del año anterior, o el otro. Y todas beatamente discretas. Pero nadie quería ser discreto en ese círculo social.

Charlotte encontró el vestido que la tía abuela Vespasia le había regalado para asistir a un funeral. Con un chal negro y un sombrero había resultado una combinación adecuada para el luto. Lo sacó y lo miró. Sin duda era magnífico, pero muy formal, ideal para una duquesa entrada en años. Sin embargo, si cortaba las mangas y el cuello alto, dejando un escote pronunciado, el conjunto parecería más moderno. De hecho, a la última moda.

Bien. Emily estaría orgullosa de ella. Charlotte cogió las tijeras de la cómoda y empezó a trabajar en el vestido antes de que cambiara de opinión. Si se detenía a pensar lo que estaba haciendo, se arrepentiría.

Consiguió terminar a tiempo. Se recogió el cabello en una coleta alta (¡si al menos Gracie fuera una doncella!), se pintó los labios, se maquilló las mejillas y se roció un poco de agua de lavanda. Cuando Dominic llegó, Charlotte apareció majestuosamente, con el mentón erguido, los labios apretados y la vista al frente, sin mirar a su cuñado. No quería descubrir qué pensaba él de ella.

En el carruaje, Dominic intentó iniciar una conversación, pero, ante el silencio de Charlotte, sonrió y desistió del empeño.

Charlotte rezó para no hacer el ridículo.

La fiesta no se asemejaba a nada que ella hubiese visto antes. Los asistentes no estaban reunidos en una sola sala sino en varias, todas lujosamente decoradas en estilos que ella consideró levemente picarescos: una presentaba reminiscencias de las últimas cortes francesas, otra de los sultanes del imperio turco; una tercera parecía oriental, con lacados rojos y cortinajes bordados de seda. El ambiente era bastante abrumador y de cierto mal gusto, y Charlotte empezó a tener dudas sobre la conveniencia de haber asistido a aquella fiesta.

Por lo menos, sus preocupaciones por el atuendo eran infundadas; los modelos que lucían algunos invitados eran tan escandalosos que, en comparación, ella se consideró una monja de clausura. De hecho, el vestido era escotado y abierto por los hombros, pero no amenazaba con bajarse y producir una catástrofe. Y eso era más de lo que podía decirse de las vestimentas de muchos invitados. ¡Si la abuela hubiese visto las ropas de aquellas señoras habría sufrido una apoplejía! Charlotte las miró, cogida del brazo de Dominic por miedo a quedarse sola, y observó que se comportaban con un descaro inaceptable en los círculos que ella frecuentaba antes de casarse.

Pero Emily siempre había dicho que la alta sociedad creaba sus propias normas.

—¿Quieres marcharte? —susurró Dominic.

—¡Claro que no! —respondió ella impulsivamente—. Quiero conocer a Esmond Vanderley.

—¿Por qué?

—Ya te lo he dicho. Se ha cometido un crimen y él puede ayudar a resolverlo.

—Ya —replicó él con mordacidad—. Han arrestado a ese tutor. ¿Qué demonios esperas conseguir hablando con Vanderley? —Se trataba de una pregunta muy razonable.

—Thomas no está convencido de que ese hombre sea el culpable —musitó Charlotte—. Aún hay muchos cabos sueltos.

—Entonces, ¿por qué lo arrestó?

—Porque se lo ordenaron.

—Charlotte…

En ese momento, decidiendo que el valor era mejor que la discreción, Charlotte se soltó del brazo de Dominic y se integró a la fiesta.

Descubrió que las conversaciones eran ingeniosas y efímeras, cargadas de agudezas, sonrisas radiantes y miradas cómplices. En otro momento quizá se hubiese sentido ajena a aquel mundo, pero en esa ocasión estaba allí para observar. Trató sin demasiado interés a las pocas personas que le hablaron, ya que quería concentrarse en no perderse detalle.

Las mujeres vestían ropas caras y parecían muy seguras de sí. Cambiaban fácilmente de un grupo a otro y flirteaban con una habilidad que Charlotte envidió y deploró al mismo tiempo. Ella jamás alcanzaría esos niveles de desenvoltura. Incluso las damas menos atractivas parecían tener un talento especial para esa materia, desenvolviéndose con gracia y picardía.

Los hombres iban igual de elegantes: chaquetas de exquisita confección, corbatas vistosas y pelo exageradamente largo, con ondulaciones que hubiesen enorgullecido a muchas mujeres. Por una vez, Dominic parecía no destacar. Las atractivas facciones del cuñado de Charlotte resultaban discretas y las ropas, sobrias.

Un joven delgado de manos delicadas, ojos oscuros y rostro sensible estaba solo en una mesa, contemplando al pianista que interpretaba un Nocturno de Chopin. Charlotte se preguntó si aquel joven se sentiría allí tan desplazado como ella. En su expresión se apreciaba cierta infelicidad, la sombra de un dolor subyacente que él intentaba apartar. ¿Sería Esmond Vanderley?

Charlotte se volvió hacia Dominic.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó.

—Lord Frederick Turner —respondió Dominic, reaccionando de un modo que a ella le sorprendió: con una mezcla de antipatía y algo indefinible—. Aún no he visto a Vanderley. —Cogió a Charlotte por el codo y la empujó—. Pasemos a la otra sala, quizá esté allí. —Incapaz de desasirse, ella no tuvo otra opción que dirigirse hacia donde su cuñado quería.

Algunas personas saludaron y hablaron con Dominic, y él presentó a Charlotte como la señorita Ellison, su cuñada. La conversación era banal pero animada. Sin embargo, ella no prestaba demasiada atención a la charla. Una mujer de cabello negro azabache se les acercó y, con habilidad, se llevó a Dominic cogiéndolo del brazo con naturalidad. De repente, Charlotte se encontró sola.

Un violinista interpretaba una melodía que parecía no tener principio ni fin. Al cabo de unos instantes, Charlotte fue abordada por un hombre apuesto de ojos saltones que recordaba a lord Byron y prometía tener un humor excelente.

—La música es indescriptiblemente aburrida, ¿verdad? —comentó él con tono afable—. ¡No sé por qué algunas personas se molestan en componerla!

—¿Quizá para ofrecer a quienes lo deseen un tema ligero para iniciar una conversación? —sugirió Charlotte fríamente. No habían sido presentados, y él estaba tomándose ciertas libertades.

Aquello pareció divertir bastante al entrometido, quien observó a Charlotte sin disimulo, admirando los hombros y el cuello. Ella se enfureció al notar que empezaba a acalorarse. ¡Aquello era lo último que deseaba!

—Usted nunca había estado aquí —señaló él.

—Y usted debe venir bastante a menudo para saberlo. —Charlotte se permitió un tono avinagrado—. Me sorprende que encuentre la música tan poco interesante.

—Es lo único que me hastía. —Sacudió la cabeza—. Por lo demás soy bastante optimista. Siempre tengo la esperanza de disfrutar de alguna aventura emocionante. ¿Quién me hubiese dicho que la conocería aquí?

—Usted no me ha conocido. —Charlotte intentó cortarle las alas con una mirada gélida, pero el hombre era inmune a esas tretas; de hecho, la actitud de ella parecía divertirle mucho—. Sólo ha forzado un encuentro que no pretendo prolongar —añadió.

Él rio con regocijo.

—¡Vaya, es usted una dama muy peculiar! Creo que pasaremos una noche espléndida, y usted comprobará que no soy ni tacaño ni demasiado exigente.

De repente, Charlotte lo comprendió todo: ¡aquélla era una casa de citas! Muchas de las mujeres allí presentes eran cortesanas, y ese individuo detestable la había confundido con una de ellas. Se sintió confundida por su torpeza y enfadada consigo porque a la vez estaba halagada. ¡Era humillante!

—¡No me importa en absoluto saber qué es usted! —exclamó Charlotte, y añadió, impulsivamente—: Y mi cuñado me oirá por haberme traído a este lugar. Tiene un sentido del humor del peor gusto posible. —Con un movimiento brusco, se volvió y se marchó furiosa, dejando al hombre sorprendido pero deleitado, con una historia sorprendente para contar a sus amigos.

—¡Lo tienes bien merecido! —dijo Dominic con cierta satisfacción cuando ella lo encontró. Se ladeó y tendió la mano hacia un hombre de elegancia natural, vestido muy a la moda. Sus facciones eran agradables, y el cabello, rubio y ondulado, no demasiado largo—. Permítanme presentarles, el señor Esmond Vanderley, mi cuñada, la señorita Ellison.

En ese momento, Charlotte no estaba preparada, pues aún no se había recobrado del desagradable episodio con aquel hombre.

—¿Cómo está, señor Vanderley? —saludó ella con menos serenidad de la que hubiese deseado—. Dominic me ha hablado de usted. Encantada de conocerlo.

—Él ha sido menos amable conmigo —contestó Vanderley con una sonrisa cálida—. Se ha ocupado de mantenerla en total secreto, cosa que quizá considero prudente, pero muy egoísta.

Charlotte había logrado por fin conocer a Vanderley. Sin embargo, ¿cómo sacaría a relucir el tema de Arthur Waybourne o cualquier cosa que tuviera que ver con Jerome? La idea de encontrarse con Vanderley en aquel lugar había sido ridícula. Emily hubiese llevado la situación con mayor aplomo. ¡Qué desconsideración estar ausente cuando más la necesitaba! Ella debería haber estado allí en Londres, para perseguir asesinos, no galopando sobre el fango de Leicestershire tras algún zorro desdichado.

Charlotte bajó la mirada y luego la levantó con una sonrisa franca y un poco tímida.

—Tal vez Dominic pensó que, dadas las recientes desgracias que usted ha sufrido, no le apetecería conocer nuevas personas. En nuestra familia también hemos vivido una experiencia similar, y sé que las reacciones suelen ser imprevisibles.

Charlotte confió en que la sonrisa y la comprensión se reflejaran en su mirada, y él la interpretara como tal. ¡Cielos, no soportaría que alguien volviera a equivocarse con ella!

—Un día sólo quieres que te dejen en paz —prosiguió—, y al siguiente sólo deseas estar rodeado del mayor número de personas, sin que ninguna de ellas tenga la menor idea de tus asuntos. —Se sintió orgullosa de aquella metáfora digna de Emily en sus mejores momentos.

Vanderley pareció sorprendido.

—¡Dios mío! ¡Qué perspicaz es usted, señorita Ellison! No sabía que estuviera al corriente de los hechos. Por lo visto, Dominic no. ¿Lo ha leído en los periódicos?

—¡Oh, no! —mintió Charlotte. Aún no había olvidado que una señora de la alta sociedad no haría tal cosa. Leer la prensa calentaba la sangre y excitar el pensamiento se consideraba perjudicial para la salud, por no mencionar la moral. Tal vez las páginas de sociedad podían leerse, pero desde luego no las de sucesos. Charlotte pensó una respuesta más apropiada—. Un amigo mío también ha tenido relaciones con el señor Jerome.

—¡Oh, Dios! —exclamó Vanderley hastiado—. ¡Lo siento por él!

Charlotte estaba confundida. ¿Se refería a Jerome? Seguramente, si Vanderley se condolía era sólo por Arthur Waybourne.

—Una tragedia —asintió ella, bajando la voz—. Era muy joven. La pérdida de la inocencia siempre es terrible. —La frase sonó sentenciosa, pero Charlotte estaba interesada en sonsacar a Vanderley y descubrir algo, no causarle buena impresión.

Vanderley torció sus gruesos labios ligeramente.

—¿Me consideraría descortés si discrepase de usted, señorita Ellison? Pienso que la inocencia es un auténtico aburrimiento, e inevitablemente se pierde en un momento u otro, a menos que uno renuncie a la vida y se retire a un convento. Me atrevería a decir que incluso en esos lugares de meditación se dan cita las envidias y los rencores de siempre. Lo ideal es que la inocencia fuese reemplazada por el humor y un poco de estilo. Afortunadamente Arthur poseía ambos elementos. —Frunció el entrecejo y agregó—: Jerome, en cambio, carece de ellos. Y por supuesto, Arthur era un chico encantador, mientras que Jerome es un verdadero cretino, un despreciable homosexual. No tiene tacto, ni siquiera el sentido más elemental para mantener una posición social.

Dominic lo miró pero no supo encontrar palabras adecuadas para responder a tan inesperada franqueza.

—Oh. —Vanderley dedicó a Charlotte una sonrisa encantadora—. Le pido disculpas. Mi lenguaje es imperdonable. Recientemente he sabido que ese horrible individuo también dedicó sus atenciones a mi sobrino menor y al hijo de un primo. Haber acosado a Arthur ya fue suficientemente abyecto, pero considero atroz que además molestara a Godfrey y Titus… El asunto me ha hecho perder la compostura, desde luego.

—Por supuesto —dijo Charlotte, no por cortesía sino porque lo sentía de verdad—. Jerome debe de ser un hombre totalmente depravado, y descubrir que durante años ha estado impartiendo clases a los chicos de la familia es suficiente para horrorizar a cualquiera hasta el punto de descuidar las formas. Ha sido una torpeza por mi parte haber mencionado esta triste historia. —Esperó que Vanderley no se tomara sus palabras al pie de la letra y, por tanto, cambiara de tema. ¿Estaba siendo demasiado discreta?—. Confiemos en que el caso se resuelva satisfactoriamente y ese hombre sea colgado —añadió mirando a Vanderley.

Charlotte bajó los párpados en un gesto que parecía reflejar dolor y la necesidad de cierta intimidad. Quizá no debería haber mencionado la horca. Era lo último que deseaba, para Jerome o cualquier otra persona.

—Quiero decir —agregó sin dilación— que el juicio debería ser conciso y convencer a todo el mundo de la culpabilidad de Jerome.

Vanderley la miró con una expresión diáfana y franca que resultaba fuera de lugar en aquella sala de juegos y mascaradas.

—¿Un juicio conciso, señorita Ellison? Sí, yo también lo espero. Es mejor enterrar los detalles escabrosos. ¿Quién necesita hurgar en el dolor hasta desnudarlo? Se aduce la excusa de alcanzar la verdad para investigar una serie de cosas que no son de nuestra incumbencia. Arthur está muerto y nada lo revivirá. Dejemos que ese miserable tutor reciba su castigo, sin que sus pecados menores sean expuestos en público.

De repente, Charlotte se sintió culpable e hipócrita. Su intención era precisamente conseguir aquello que Vanderley condenaba, y ella, callando, otorgaba. ¿Creía de verdad que Jerome era inocente o sólo se limitaba a cotillear, como los demás? Cerró los ojos. Aquella pregunta no venía al caso. Thomas no creía en la culpabilidad del tutor, al menos tenía serias dudas. ¡Lascivo o no, Jerome merecía un juicio honesto!

—En caso de que sea culpable, ¿no? —señaló Charlotte con calma.

—¿Piensa usted que no lo es? —Vanderley la miró con amarga expresión. Quizá temía que su familia sufriera otra experiencia sórdida y penosa.

Charlotte había quedado atrapada en su propia telaraña; era el momento de abandonar la franqueza.

—¡Oh, no lo sé! —Agrandó los ojos—. Espero que la policía no cometa errores a menudo.

Dominic ya estaba harto.

—Lo considero sumamente improbable —dijo con cierta aspereza—. De cualquier modo, es un asunto muy desagradable, Charlotte. Estoy seguro de que te encantará saber que Alicia Fitzroy-Hammond se casó por fin con aquel singular americano… ¿cómo se llamaba? ¿Virgil Smith? Y está embarazada. Ya se ha retirado un poco de la vida pública. Los recuerdas, ¿verdad?

Charlotte estaba maravillada. Alicia lo había pasado muy mal cuando su primer marido murió, justo antes de los asesinatos de Resurrection Row.

—Oh, me alegro mucho —dijo ella sinceramente—. ¿Crees que ella se acordará de mí si le escribo?

Dominic gesticuló una mueca.

—Es imposible que Alicia se haya olvidado de ti —dijo con tono burlón—. Las circunstancias en que os conocisteis no fueron nada corrientes. ¡Uno no aparece cubierto de cadáveres todas las semanas!

Una mujer vestida con un insinuante atuendo se acercó a Vanderley y se lo llevó. Él, mientras la acompañaba de mala gana, se volvió y miró a Dominic y Charlotte por encima del hombro, pero sus buenos modales vencieron al deseo de librarse de aquella mujer, y se alejó con garbo.

—Espero que estés satisfecha —dijo Dominic mordazmente—. Porque si no es así te quedarás con las ganas. Me niego a seguir más tiempo en este lugar.

Charlotte pensó en replicar, como si se tratara de una cuestión de principios. Pero en el fondo también ella quería marcharse.

—Sí, gracias, Dominic —dijo con cierto recato y coquetería—. Has tenido mucha paciencia.

Dominic la miró receloso, pero decidió no cuestionar lo que parecía un cumplido. Los dos salieron a la calle. Aspiraron el aire de la noche otoñal y se sintieron aliviados, cada uno por razones distintas. Subieron al carruaje y volvieron a casa. Charlotte se moría de ganas de quitarse aquel peculiar vestido antes de tener que dar explicaciones a Pitt.

Y Dominic tampoco deseaba una confrontación, ya que con el tiempo había adquirido gran respeto hacia Pitt. Empezaba a sospechar que Pitt no hubiese aprobado de ningún modo el encuentro de Charlotte con Vanderley.