3

El doctor de la familia Waybourne había solicitado realizar un examen en el cadáver. Cuando hubo terminado, se marchó en silencio, sacudiendo la cabeza y con cara ojerosa. Pitt no supo qué dijo el médico a Waybourne, pero la incompetencia del forense jamás volvió a ser sugerida, y no se ofreció ninguna otra explicación de los síntomas. De hecho, no fueron mencionados.

Pitt y Gillivray regresaron a las diez en punto de la mañana. Interrogaron a los mozos de cuadra y los lacayos, sin éxito alguno. Los gustos de Arthur habían sido más sofisticados que cualquier cosa que los establos o las caballerizas pudieran ofrecerle. Le agradaba dar paseos en carruaje y admiraba los atuendos elegantes utilizados para montar, pero jamás había mostrado deseo de tomar él mismo las riendas. Incluso los caballos de raza le despertaban apenas un aprecio superficial, como unas buenas botas o un abrigo bien planchado.

—Todo esto es una pérdida de tiempo —dijo Gillivray, metiéndose las manos en los bolsillos y entrando en el patio de la casa—. El muchacho probablemente se dejó llevar por la mala compañía de algún chico mayor, una experiencia aislada. ¡Después de todo, tenía dieciséis años!, Me atrevería a decir que contrajo la enfermedad de alguna prostituta o tras realizar alguna otra clase de actividad indecente. Quizá alguien le hizo beber demasiado. Ya sabe cómo pueden terminar esas cosas. Supongo que él no tenía ni idea del peligro que corría, el pobre desdichado. Y, desde luego, nosotros no haremos ningún bien tratando de averiguarlo. —Enarcó las cejas y lanzó una significativa mirada a Pitt—. Ninguno de esos hombres —dijo, volviendo bruscamente la cabeza hacia las caballerizas— osaría tocar al hijo de la casa. Yo no concibo que alguno quisiera hacerlo. Sin duda preferiría relacionarse con alguien de su propia clase: más divertido y menos peligroso. En caso de que este punto resultase relevante, las doncellas podrían sacarnos de dudas. Un mozo de cuadra tendría que estar loco para jugarse el sustento de esa manera. ¡Si lo pescasen jamás conseguiría otro trabajo con una familia decente! Ningún hombre en su sano juicio arriesgaría todo eso por un pequeño desliz.

Pitt no tenía nada que objetar; ya había pensado en esas mismas posibilidades. Además, por la información disponible hasta el momento, ni Arthur ni su hermano acostumbraban visitar las caballerizas. Los carruajes iban hasta la puerta principal de la casa, de modo que ellos no tenían ocasión de ir a las caballerizas, salvo por interés personal, algo que, al parecer, no había existido.

—Tiene razón —asintió Pitt lacónicamente, restregando los zapatos ante la puerta trasera—. Bien, será mejor que hablemos con el resto del personal.

—¡Es ridículo! —protestó Gillivray—. Los chicos como el señorito Arthur no pasan su tiempo libre ni despilfarran su afecto en las dependencias de los sirvientes.

—Límpiese las botas —ordenó Pitt—. De todas formas, era usted quien quería interrogar a los mozos de cuadra —le recordó maliciosamente—. Sólo tiene que preguntarles. El mayordomo o el ayuda de cámara quizá saben qué casas visitaban los chicos. Los padres suelen marcharse los fines de semana e incluso más tiempo. De vez en cuando suceden cosas extrañas en las casas de campo.

Gillivray restregó las botas, quitándose unas briznas de paja y, para su sorpresa, estiércol. Arrugó la nariz.

—Usted ha pasado muchos fines de semana en la campiña, ¿verdad, inspector? —preguntó el agente, permitiéndose en la voz un ligero tono sarcástico.

—Más de los que puedo recordar —respondió Pitt con una leve sonrisa—. Crecí en una casa de campo. Los sirvientes de los caballeros suelen relatar historias interesantes si se les agasaja con una copa del mejor oporto del mayordomo.

Gillivray se sentía atrapado entre la repugnancia y la curiosidad. La campiña era un mundo que desconocía, aunque sí lo había observado con curiosidad.

—No creo que el mayordomo consintiera en darme las llaves de la bodega para ese propósito —dijo el sargento con cierta envidia. Le molestaba que Pitt hubiese conocido tal sociedad desde dentro, aunque sólo fuera como hijo de un sirviente. El mero conocimiento de ese ambiente era algo que Gillivray no tenía.

»De nada nos servirá hurgar en el asunto y husmear por todas partes —insistió Gillivray.

El inspector no se molestó en seguir discutiendo. Gillivray estaba obligado a obedecer, y Pitt no creía que el sargento tuviera un motivo de peso para no hacerlo, a menos que la intención fuera satisfacer a Waybourne, y quizá Athelstan.

—Voy a ver al tutor. —Pitt abrió la puerta trasera y entró en la cocina. La doncella, una chica de unos catorce años que vestía ropas grises y un delantal de calicó, estaba fregando unas ollas. Levantó la mirada, con las manos goteando jabón y la cara llena de curiosidad.

—Sigue con tu trabajo, Rosie —ordenó la cocinera y frunció el entrecejo—. ¿Qué quieren ustedes? —preguntó a Pitt—. ¡No tengo tiempo de prepararles nada de comer, ni tampoco tazas de té! ¿Habrase visto? ¡Policías, ya lo creo! Quiero que sepan que estoy muy ocupada. He de preparar el almuerzo de los señores y pensar en la cena. ¡Y Rosie está demasiado ocupada para entretenerse con ustedes!

Pitt miró la mesa y vio los ingredientes para hacer un pastel de pichón, cinco clases de vegetales, unos pescados, un budín de frutas, bizcochos, sorbetes y un cazo lleno de huevos, quizá un pastel o un suflé.

La doncella de la planta baja estaba sacando brillo a los vasos. La luz se posaba sobre las formas talladas del cristal, enviando prismas de color al espejo que había detrás de ella.

—Gracias —dijo Pitt secamente—. El sargento Gillivray hablará con el mayordomo y yo me entrevistaré con el señor Jerome.

La cocinera resopló, quitándose la harina de las manos.

—Pero no lo hará en mi cocina —replicó bruscamente—. Si tiene que hacerlo, hablará con el señor Welsh en la despensa. Donde se reúna con el señor Jerome ya no es cosa mía. —La mujer volvió a sus pasteles, mostrando unas manos gruesas, suficientemente fuertes para retorcer el cuello de un pavo.

Pitt pasó junto a ella, cruzó el pasillo y, a través de la dependencia donde se guardaban los utensilios de limpieza, se dirigió al vestíbulo. El lacayo lo acompañó hasta la sala del desayuno, y cinco minutos más tarde apareció Jerome.

—Buenos días, inspector —dijo el tutor con una mueca ligeramente arrogante—. No tengo nada más que añadir a lo que le he contado. Pero si insiste, estoy dispuesto a repetirlo.

Pitt no conseguía que aquel individuo le cayese bien, aunque sí experimentaba cierta simpatía por su situación, ya que se imaginaba cómo se sentía Jerome: desgarrado emocionalmente cada vez que un pequeño hecho le recordaba su condición de inferioridad. Pero incluso viendo al tutor en persona, observando sus ojos brillantes y circunspectos, los labios, apretados, el ridículo cuello de la camisa y la corbata que vestía, y escuchando el deje inseguro de su voz, Pitt seguía teniéndole antipatía.

—Gracias —dijo el inspector, esforzándose por ser paciente. Quería que Jerome supiera que los dos estaban allí por la fuerza de las circunstancias. Pero eso representaría ceder terreno y le hubiese impedido lograr su objetivo. Se sentó para indicar que pretendía hablar serenamente.

Jerome lo imitó, arreglándose al sentarse los faldones de la chaqueta y la raya de los pantalones. Frente a Pitt, quien se repantigó cómodamente en la silla, el tutor se mostró envarado. Levantó las cejas con expectación.

—¿Cuánto tiempo lleva dando clases a Arthur y Godfrey Waybourne? —empezó Pitt.

—Tres años y diez meses.

—En aquella época Arthur tendría doce años y Godfrey nueve, ¿correcto?

—Correcto —confirmó el tutor con despectivo sarcasmo.

Pitt contuvo el impulso de atizarle.

—En tal caso, usted debe conocer bien a los dos chicos. Ha observado su crecimiento en los importantes años del tránsito de la infancia a la adolescencia —señaló.

—Naturalmente. —El rostro de Jerome seguía sin reflejar ningún interés, ni expectación por qué iba a suceder.

¿Le había contado Waybourne algo acerca de los detalles de la muerte de Arthur? Pitt lo escudriñó, esperando encontrar en aquellos ojos redondos sorpresa, repugnancia o alguna clase de temor.

—¿Sabe quiénes son los amigos de los chicos aunque no los conozca en persona?

—Hasta cierto punto. —Jerome se mostró cauteloso, poco dispuesto a hacer declaraciones cuyo alcance no podía prever.

No había manera de abordar el tema con delicadeza. Si Jerome había observado algún hábito personal extraño en sus pupilos, difícilmente estaría dispuesto a admitirlo, dadas las circunstancias. Un tutor inteligente que desea conservar su posición procura hacer la vista gorda a los atributos menos destacables de sus patrones o los amigos de éstos. Pitt comprendió la situación antes de seguir preguntando. Ir directamente al grano parecía el único camino. Pitt trató de mostrarse afable y ocultar su instintiva antipatía hacia aquel hombre.

—¿Le contó el señor Anstey la causa de la muerte del señor Arthur? —inquirió, inclinándose hacia él en un intento de realizar físicamente aquello de que emocionalmente era incapaz.

Jerome se reclinó en la silla, mirando a Pitt con ceño.

—Creo que el chico fue asaltado en la calle —respondió el tutor—. No sé nada más. —Arrugó la nariz—. ¿Los detalles son importantes, inspector?

—Sí, señor Jerome, de hecho muy importantes. Arthur Waybourne murió ahogado. —Pitt lo observó: ¿la sorpresa que mostró era fingida?

—¿Ahogado? —Jerome lo miró como si el inspector hubiese tratado de hacer un chiste de mal gusto. Luego apareció en su rostro un viso de comprensión. ¿Quiere decir… en el río?

—No, señor Jerome, en una bañera.

El tutor extendió las manos de pulcra manicura y su mirada reflejó desconcierto.

—Si esta clase de estupideces forma parte de su método de interrogación, inspector, la considero innecesaria y muy desagradable.

Aunque no le agradara, Pitt debía creer que Jerome no sabía nada. Un hombre tan áspero y agrio no podía ser tan buen actor, pues en ese caso habría mostrado cierto humor o elegancia para hacer llevadera aquella situación.

—No —respondió Pitt—. Hablo en serio. Arthur Waybourne murió ahogado en una bañera y su cuerpo desnudo fue arrojado en las cloacas a través de la alcantarilla.

Jerome lo miró con ojos como platos.

—¡Por el amor de Dios! Pero ¿qué…? ¿Por qué, quiero decir, quién? ¿Cómo alguien pudo…? ¡Por Dios, es abominable!

—Desde luego, señor Jerome, y muy desagradable —repuso Pitt con calma—. Y aún hay algo peor. El muchacho mantuvo relaciones homosexuales en algún momento antes de ser asesinado.

Esta vez Jerome no se inmutó, como si no comprendiera o no diera crédito a aquella monstruosidad.

Pitt esperó. ¿Respondía el silencio del tutor a una actitud prudente para decidir qué responder? El inspector intentó descubrir cualquier indicio revelador, pero no lo consiguió.

—El señor Anstey no me contó nada de eso… —dijo Jerome al fin—. Es horrible. Supongo que no se trata de un lamentable error, ¿verdad?

—No. —Pitt se permitió mostrar la sombra de una sonrisa—. ¿Cree que el señor Anstey admitiría los hechos si cupiese la menor posibilidad de que no fueran ciertos?

—No, claro que no. Pobre hombre. Como si la muerte de su hijo no fuese ya suficiente… —Levantó la mirada rápidamente, hostil de nuevo—. Confío en que usted sabrá llevar el asunto con discreción.

—Tanto como sea posible —dijo Pitt—. Preferiría obtener de la familia y los sirvientes todas las respuestas que pueda.

—Si sugiere que yo sé quién pudo tener tal relación… aberrante con el señor Arthur, se equivoca. —Jerome se irguió ofendido—. ¡Si hubiese tenido la menor sospecha sobre algo de esa índole habría hecho algo al respecto!

—¿En serio? —repuso Pitt—. ¿Con sospechas pero sin pruebas? ¿Qué hubiese hecho, señor Jerome?

Jerome advirtió la trampa en que había caído. Sonrió como burlándose de sí mismo y contestó.

—Tiene razón, señor Pitt. No hubiese hecho nada. De todos modos, no tenía ninguna sospecha. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, escapaba a mi conocimiento. Puedo enumerarle todos los jovencitos con quienes Arthur acostumbraba verse. Aunque no le envidio la tarea de descubrir quién de ellos fue, si es que lo hizo alguno de sus amigos y no un conocido. Usted probablemente se equivoca al suponer que esa posibilidad tiene que ver con la muerte del muchacho. ¿Por qué alguien que se entregaba a esa clase de… relaciones cometería asesinato? Si está pensando en alguna clase de lío amoroso, con pasión, celos y cosas parecidas, de por medio, le recuerdo que Arthur Waybourne apenas tenía dieciséis años.

Ese detalle había preocupado a Pitt. ¿Por qué alguien querría matar a un joven de tan corta edad? ¿Acaso Arthur había amenazado con cortar la relación? ¿Se mostró reacio a seguir viendo a la otra persona, y la tensión se había disparado? Ésa parecía la respuesta más probable. Si se trataba de alguien que lo conocía, el móvil del robo quedaba descartado. Cualquier cosa que él llevase encima —probablemente unas monedas, ni siquiera un reloj o un anillo—, resultaría insignificante para un joven de ese círculo social. Además, otro joven, aun circunstancialmente cegado por el pánico, ¿tendría suficiente fuerza física y sangre fría para matar y después deshacerse del cuerpo tan hábilmente? Porque realmente había sido un acto ingenioso: de no ser por la casualidad, el cadáver jamás hubiese sido identificado. Un hombre adulto constituía un sospechoso más factible: una persona fuerte y acostumbrada a conseguir lo que se proponía; quizá alguien que incluso había previsto la posibilidad de que aquello ocurriera algún día. Pero ¿alguien de esas características sería tan estúpido como para prendarse de un chico de dieciséis años? Era posible. ¿O se trataba de un sujeto que acababa de descubrir su debilidad, tal vez a raíz de la frecuente compañía de Arthur, una proximidad forzada por las circunstancias? Aun así, había tenido la astucia de esconder el cadáver en el laberinto de las cloacas, confiando en que cuando lo encontrasen habría pasado demasiado tiempo para ser relacionado con la desaparición de Arthur Waybourne.

Pitt levantó la mirada hacia Jerome. Aquella cara cautelosa podía ocultar cualquier cosa. El tutor había pasado su vida aprendiendo a encubrir sus sentimientos de modo que jamás resultasen ofensivos y sus opiniones nunca contrariaran las de sus superiores, incluso cuando estuviese mejor informado o simplemente viera las cosas con mayor perspicacia.

Jerome estaba esperando con actitud de condescendencia. Mostraba poco respeto por Pitt y saboreaba el lujo de permitirse demostrarlo.

—Sabe, inspector, creo que sería aconsejable que dejara correr este desagradable asunto. —Se reclinó en la silla y cruzó las piernas, entrelazando las manos—. Probablemente sólo fue un caso aislado, un acto repugnante, desde luego. —Esbozó una expresión de repulsión; ¿podía ser un actor tan sutil y refinado?—. Pero no volverá a repetirse. En cambio, si insiste en descubrir al culpable, aparte de que seguramente fracasará, causará mucho dolor, incluso a usted mismo.

Aquélla era una advertencia; Pitt ya sabía que la alta sociedad cerraba filas ante tales investigaciones. Para protegerse se defendían mutuamente y a cualquier precio. Al fin y al cabo, por un caso aislado de vicio juvenil no valía la pena exponer los desvaríos y las miserias de muchas familias. En sociedad, la gente recordaba las cosas durante mucho tiempo. Cualquier joven afectado por algo deshonroso quizá jamás lograría casarse con alguien de su misma categoría social, aunque nunca llegase a probarse nada.

Y cabía la posibilidad de que Arthur no hubiese sido tan inocente. Al fin y al cabo, había contraído sífilis. Tal vez en su educación se había incluido el trato con prostitutas, una iniciación en el lado oscuro de la sexualidad.

—Lo sé —repuso Pitt con calma—. Pero no puedo pasar por alto un asesinato.

—Entonces sería mejor que usted se concentrara en ese cometido y se olvidara de los otros aspectos —señaló Jerome, como si Pitt le hubiese pedido consejo.

El inspector sintió un escalofrío de rabia. Cambió de tema, volviendo a los hechos: la rutina diaria de Arthur, sus costumbres, amistades, estudios, preferencias y aversiones, cualquier indicio de su personalidad. Pero al final tuvo que sopesar las respuestas tanto por lo que revelaban de Jerome como de Arthur.

Al cabo de más de dos horas, Pitt se reunió con Waybourne en la biblioteca.

—Ha pasado mucho rato hablando con Jerome —dijo Waybourne con tono de reprobación—. No logro imaginarme qué podía decirle él de tanto interés.

—El señor Jerome compartió muchas horas con su hijo. Debía de conocerlo bien —repuso Pitt.

Waybourne apretó los labios y luego preguntó:

—¿Qué le contó? —Tragó saliva—. ¿Qué dijo?

—No le consta ninguna incorrección por parte del señorito Arthur —respondió Pitt, y al punto se preguntó por qué se había dejado vencer tan fácilmente. Fue una sensación momentánea, más instintiva que razonada: desde luego no sentía afecto por aquel hombre.

Waybourne se tranquilizó, pero a continuación la alarma destelló en su mirada.

—¡Por Dios! No me diga que sospecha que él…

—¿Tendría que sospechar?

Waybourne medio se levantó de la silla.

—¡Claro que no! ¿Cree usted que si yo…? —Volvió a sentarse y se cubrió la cara con las manos—. Supongo que podría haber cometido un error fatal. —Se quedó inmóvil durante unos segundos y luego, de repente, levantó la mirada hacia Pitt—. Cuando Jerome entró en esta casa traía unas referencias excelentes, ¿sabe?

—Y podría ser merecedor de ellas —señaló Pitt con cierta mordacidad—. ¿Tiene conocimiento de algo que pudiera desacreditarlo?

Waybourne siguió inmóvil, abstraído, y Pitt estuvo a punto de repetir la pregunta. Pero finalmente contestó:

—No, nada; al menos en este momento no recuerdo nada. Jamás se me había ocurrido tal idea. ¿Por qué debería haber pensado en algo así? ¿Qué hombre decente alimenta sospechas de esa clase? Pero sabiendo lo que sé ahora —aspiró profundamente y suspiró—, podría recordar cosas y comprenderlas de un modo distinto. Necesito un poco de tiempo. Todo este asunto ha supuesto un terrible trastorno…

Aquélla era la frase de despedida para Pitt; y de él se esperaba que tuviese suficiente tacto para no necesitar que se la expresaran con palabras.

Era razonable que Waybourne hubiese pedido tiempo para sopesar los recuerdos bajo la luz de las actuales circunstancias. La conmoción había nublado la lucidez, desdibujado los contornos, confundido la memoria. Waybourne era un hombre como los demás; necesitaba tiempo y sosiego, antes de emitir un juicio al respecto.

—Gracias —respondió Pitt con formalidad—. Si se acuerda de algo importante, estoy seguro de que nos lo comunicará. Buenos días, señor.

Waybourne, sumido en sombrías reflexiones, no se molestó en responder y siguió con el entrecejo fruncido, mirando a un punto de la alfombra cerca de los pies de Pitt.

Pitt regresó a casa al término de la jornada con la sensación de que empezaba a vislumbrar el final. No habría sorpresas, sólo descubrir los detalles desagradables que, una vez encajados, completarían el rompecabezas. Jerome, un hombre triste e insatisfecho, encorsetado en un trabajo que ahogaba su talento y reprimía su orgullo, se había enamorado de un chico que prometía ser todo aquello que él podría haber sido. Pero ese cultivo de envidia y anhelos había derivado en pasión física y luego en odio. ¿Por qué?, se preguntó Pitt. ¿Quizá un cambio repentino, algo que le provocó miedo, hizo que Arthur se volviera contra el tutor, amenazando con ventilar su relación? Aquello hubiese representado una humillación insoportable para Jerome: su debilidad secreta sacada a la luz, convertida en objeto de burla. Y luego la pérdida del empleo, sin esperanza de volver a encontrar otro. En suma, la ruina. Y sin duda también perdería a su esposa. ¿Qué representaba ella para él?

¿O acaso Arthur había sido aún más sofisticado? ¿Había llegado al extremo de hacerle chantaje, aunque sólo consistiera en un velado recordatorio de su conocimiento y poder? Sonrisas furtivas, las pequeñas advertencias…

A tenor de la información que Pitt había reunido sobre Arthur Waybourne, éste no era ni tan ingenuo ni tan amante de la integridad como para no haber sido capaz de urdir tal trama. Al contrario, al parecer había sido un joven decidido a vivir todas las emociones de la edad adulta apenas se presentase la oportunidad. Quizá no había nada extraño en eso. En la mayoría de adolescentes, la infancia se resistía a desaparecer como las ropas viejas, cuando las nuevas, atractivas y favorecedoras, estaban aguardando ser utilizadas.

Charlotte salió a su encuentro apenas él entró por la puerta.

—Hoy me han contado una cosa de Emily que no te la creerás… Oh. ¿Qué pasa?

Pitt sonrió con pesadumbre.

—¿Tan serio parezco?

—¡No te hagas el irónico conmigo, Thomas! —repuso ella con mordacidad—. Sí, lo pareces. ¿Qué ha sucedido? ¿Tiene que ver con ese chico que murió ahogado? Es eso, ¿verdad?

Pitt se quitó el abrigo. Charlotte lo dejó en la percha y se quedó en medio del pasillo, esperando una explicación.

—De momento parece que el culpable fue el tutor —respondió él—. Es un asunto lamentable y repulsivo. En cierto modo, soy incapaz de seguir disfrutando del trabajo cuando el culpable deja de ser un sujeto anónimo y tiene un rostro y una vida. Ojalá me resultase algo incomprensible. ¡Todo sería más sencillo!

Charlotte sabía que su marido se refería a las emociones, no al crimen. No hacía falta que él lo explicase. La mujer se volvió en silencio, ofreciéndole la mano, y se dirigieron hacia la acogedora cocina: el ennegrecido horno abierto, con ascuas vivas debajo de la parrilla, la limpia mesa de madera, potes relucientes, porcelana de trazos azules colocada en la estantería, ropa planchada puesta sobre la barandilla a la espera de ser llevada al piso de arriba. En cierta manera, ese lugar era para Pitt el corazón de la casa, el núcleo vivo que jamás estaba vacío, a diferencia de los salones o dormitorios. Se trataba de algo más que el fuego; era una sensación que tenía que ver con el olor de la sala, el amor y el trabajo, el eco de las voces que hablaban y reían allí.

¿Había tenido Jerome alguna vez una cocina como aquélla, donde poder estar sentado tranquilamente y poner las cosas en su sitio?

Pitt se instaló cómodamente en una silla de madera y Charlotte colocó la tetera sobre la repisa de la chimenea.

—Conque el tutor —dijo ella—. Una solución muy aguda. —Sacó un par de tazas y la tetera de porcelana con dibujos de flores—. Y práctica.

Pitt sintió remordimientos de conciencia. ¿Imaginaba Charlotte que él estaba arreglando el caso a conveniencia de su comodidad o su carrera?

—Dije que al parecer fue él —puntualizó Pitt con severidad—, pero no hay nada demostrado. Tú misma señalaste que era improbable que hubiese sido un desconocido. ¿Quién tendría más posibilidades que un hombre solitario e inhibido, forzado por las circunstancias a ser más que un sirviente y menos que un igual de sus patrones, sin pertenecer ni a un mundo ni al otro? Veía al chico cada día y le enseñaba. Era tratado con aire protector, en ocasiones alabado por sus conocimientos y habilidades, y en otras desairado por su posición social, apartado y olvidado apenas terminaban las clases.

—De la forma que lo expones suena horrible. —Charlotte se acercó al armario que había junto a la puerta trasera, vertió leche en una jarra y la llevó a la mesa—. Sarah, Emily y yo tuvimos una institutriz y nadie la trató de esa manera. Creo que ella siempre fue feliz.

—¿Habrías cambiado tu posición por la de ella? —preguntó Pitt.

Charlotte reflexionó unos instantes y el rostro se le ensombreció ligeramente.

—No. Pero una institutriz nunca se casa. Un tutor puede contraer matrimonio porque no tiene que cuidar de sus propios hijos. ¿No dijiste que ese tutor estaba casado?

—Sí, pero no tiene hijos.

—Entonces, ¿por qué crees que se siente solo o insatisfecho? Quizá le gusta enseñar. Mucha gente disfruta con ese trabajo. Es mejor que ser oficinista o dependiente.

Pitt lo pensó. ¿Por qué había supuesto que Jerome se sentía solo o insatisfecho? Se trataba de una mera impresión; sin embargo, era profunda. Pitt había percibido en el tutor un resentimiento, un anhelo de tener más, de ser más.

—No lo sé —respondió—. Noto algo en ese hombre, pero de momento no es más que una corazonada.

Charlotte sirvió el té, que desprendió una aromática nube de vapor.

—Ya sabes, la mayoría de crímenes no resulta muy misteriosa —prosiguió Pitt, todavía un poco a la defensiva—. La persona más evidente es normalmente la culpable.

—Lo sé. —Ella no lo miró—. Lo sé, Thomas.

Dos días después, cualquier duda que Pitt tuviera fue disipada cuando un agente le comunicó que el lacayo del señor Anstey Waybourne había solicitado que Pitt se presentara en la casa porque se había producido un giro muy serio de los acontecimientos; habían surgido pruebas inquietantes.

Pitt no tenía otro remedio que acudir de inmediato. Llovía, y él se abrochó el abrigo, se enrolló la bufanda y se caló el sombrero. Al cabo de pocos instantes logró encontrar un carruaje que, repicando sobre los adoquines húmedos, lo llevó a la mansión de los Waybourne.

Una doncella de expresión serena lo hizo pasar. Ocurriera lo que ocurriese, ella parecía desconocer el asunto. La doncella lo acompañó a la biblioteca, donde Waybourne estaba de pie delante de la chimenea, frotándose las manos. Miró a Pitt y habló antes de que la doncella cerrara la puerta.

—¡Bien! —dijo rápidamente—. Ahora quizá podremos resolver esta terrible historia y enterrar la tragedia donde debe estar. ¡Dios mío, es horroroso!

La puerta se cerró con un leve ruido seco, y los dos quedaron a solas. Se oyeron los pasos de la doncella alejarse por el parquet del pasillo.

—¿Cuál es la nueva prueba, señor? —preguntó Pitt con cautela. Aún se sentía afectado por la implicación que Charlotte había hecho en relación a la comodidad de inculpar al tutor, y la prueba tendría que ser sólida para que él la considerase creíble.

Waybourne no se sentó ni ofreció asiento a Pitt.

—He descubierto algo vergonzoso. —El rostro se le arrugó de aflicción, y Pitt volvió a sentir un repentino sentimiento de compasión que lo sorprendió—. ¡Espantoso! —Waybourne miró la alfombra turca de vivos rojos y azules.

Pitt había recuperado una como ésa en un caso de robo y por eso conocía su valor.

—Entiendo —dijo el inspector con calma—. ¿Quizá querría contármelo?

Waybourne tuvo dificultades para hallar las palabras adecuadas.

—Mi hijo pequeño, Godfrey, me ha hecho una confesión muy penosa. —Apretó los puños—. No puedo culpar al chico por no haberlo dicho antes. Él se sentía… confundido. Sólo tiene trece años y, como es natural, no comprendió el significado, la implicación… —Levantó la mirada, por un instante. Pareció desear que Pitt adivinara qué quería decir, o al menos lo comprendiera.

Pitt asintió pero no dijo nada. Quería escucharlo de boca de Waybourne, sin tener que ayudarlo a hablar.

Waybourne prosiguió lentamente.

—Godfrey me contó que Jerome se ha mostrado, en más de una ocasión, abiertamente… familiar con él. —Tragó saliva—. Él ha abusado de la confianza del chico, una confianza bastante natural por otra parte, y… lo acariciaba de un modo perverso. —Cerró los ojos y la cara se le demudó de emoción—. ¡Dios! ¡Es repugnante! Ese hombre… —Respiró agitadamente—. Lo siento, creo que este asunto es… sumamente desagradable. Por supuesto, Godfrey no comprendió la naturaleza que se escondía detrás de esos actos. Le molestaban, pero hasta que no le pregunté al respecto, él no se dio cuenta de que debía contármelo. No le expliqué lo que le había sucedido a su hermano, sólo le dije que no debía tener miedo de decir la verdad y que yo no me enfadaría con él. ¡Godfrey no ha cometido ningún pecado, pobre niño!

Pitt esperó pero, al parecer, Waybourne ya había expresado todo lo que quería decir. Levantó la mirada hacia el inspector, con ojos desafiantes, aguardando su respuesta.

—¿Podría hablar con el chico? —preguntó Pitt.

El rostro de Waybourne se ensombreció.

—¿Es absolutamente necesario? Ahora que conoce las inclinaciones de Jerome podrá obtener el resto de la información sin tener que interrogar al muchacho. Es muy desagradable, y cuanto menos oiga él de este asunto, antes podrá olvidarlo y empezar a recuperarse de la tragedia de la muerte de su hermano.

—Lo siento, señor, pero la vida de un hombre podría depender de ello. —No había ninguna salida fácil—. Debo ver a Godfrey. Seré lo más considerado posible, pero no puedo aceptar un informe de segunda mano, ni siquiera proviniendo de usted.

Waybourne miró al suelo, sopesando los elementos en juego: el sufrimiento de Godfrey contra la posibilidad de que el caso se prolongara indefinidamente, más allá de las investigaciones policiales. Luego alzó la cabeza con brusquedad para mirar a Pitt, intentando juzgar si podría persuadirlo, por la fuerza de su reputación si era necesario. Pero sabía que no lo conseguiría.

—Muy bien —dijo al final con enfado. Cogió la campanilla y la hizo sonar con fuerza—. ¡Pero no permitiré que hostigue al chico!

Pitt no se molestó en contestar. En ese momento las palabras no servían de nada, pues Waybourne no estaba con ánimos de creerlo. Los dos esperaron en silencio hasta que llegó el lacayo. Waybourne le indicó que fuera en busca del señorito Godfrey. Al cabo de unos instantes, la puerta se abrió y apareció en el umbral un muchacho esbelto de pelo rubio. Se parecía a su hermano, pero sus facciones eran más delicadas. «Cuando la tersura de la infancia desaparezca, —estimó Pitt—, adquirirán mayor carácter». La nariz era diferente. Pitt deseó conocer a la señora Waybourne, sólo por curiosidad, para completar la familia, pero le habían informado de que ella aún seguía indispuesta.

—Cierra la puerta, Godfrey —ordenó Waybourne—. Este señor es el inspector Pitt, de la policía. Lo siento, pero insiste en que le repitas las cosas que ya me has contado sobre el señor Jerome.

El chico asintió pero observó a Pitt con recelo. Entró en la sala y se situó delante del padre. Waybourne apoyó una mano en el brazo de su hijo.

—Di al señor Pitt lo que me contaste ayer por la noche, Godfrey, acerca de que el señor Jerome te tocaba. No temas. No has hecho nada malo o vergonzoso.

—Sí, señor —respondió Godfrey, pero vaciló y pareció no saber cómo empezar. Aparentó pensar en varias palabras y luego descartarlas.

—¿El señor Jerome te molestó en alguna ocasión? —preguntó Pitt, que se compadeció del chaval. Se le pedía que contase a un desconocido una experiencia personal, desconcertante y probablemente repugnante. Debería habérsele permitido que la historia permaneciera dentro de la familia, un secreto a revelar o no, según él prefiriera más adelante. Pitt detestó tener que obtener la información de aquella manera.

El chico se mostró sorprendido y ensanchó los ojos azules.

—¿Molestarme? —repitió con incredulidad—. No, señor.

Al parecer, Pitt había escogido un término incorrecto, aunque se le antojaba particularmente oportuno.

—¿Te hizo algo de lo que te sintieras incómodo por ser demasiado íntimo…? —preguntó Pitt.

El muchacho encogió los hombros.

—Sí —musitó y dirigió la mirada hacia su padre, pero tan brevemente que no hubo comunicación entre ellos.

—Es importante que no me ocultes nada. —Pitt decidió tratarlo como un adulto. Quizá la franqueza sería menos penosa que intentar dar vueltas al asunto, cosa que parecería admitir la existencia de algún elemento deshonroso o delictivo, confundiendo al chico.

—Lo sé —contestó Godfrey—. Papá lo dijo.

—¿Qué sucedió?

—¿Cuando el señor Jerome me tocó?

—Sí.

—Me rodeó con el brazo pero yo me escabullí. Caí al suelo y él me ayudó a levantarme.

Pitt apretó los labios. A pesar de la confusión, el muchacho debió de sentirse azorado, quizá experimentó un rechazo natural y se retrajo.

—¿Pero el gesto del señor Jerome fue extraño? —inquirió Pitt para animarlo a hablar.

—No lo entendí. —Godfrey frunció el entrecejo—. No sabía que fuese algo malo, hasta que papá me lo explicó.

—Por supuesto —asintió Pitt, observando que Waybourne apretaba con la mano el hombro de su hijo—. ¿En qué se diferenció su actitud de otras ocasiones?

—Debes contárselo —dijo Waybourne haciendo un esfuerzo—. Explícale que el señor Jerome te puso la mano en una parte muy íntima del cuerpo. —Se sonrojó levemente.

Pitt aguardó.

—Él me tocó —dijo Godfrey—. Lo sentí.

—Entiendo. ¿Sólo sucedió una vez?

—No, de hecho no. Pero…

—¡Ya es suficiente! —exclamó Waybourne ásperamente—. Lo ha dicho bien claro: Jerome lo manoseó más de una vez. No puedo permitir que siga interrogándolo. Ya tiene lo que necesita. Ahora haga su trabajo. ¡Por el amor de Dios, arreste a ese hombre y sáquelo de mi casa!

—Por supuesto, señor, debe despedirlo si lo considera oportuno —respondió Pitt. Una triste certeza iba cerniéndose en un círculo sin salida—. Pero aún no tengo suficientes pruebas para acusarlo de asesinato.

El rostro de Waybourne se crispó y tensó los músculos. Godfrey se estremeció bajo la mano paterna.

—¡Por Dios, inspector! ¿Qué más quiere? ¿Un testigo ocular?

Pitt mantuvo la calma. A fin de cuentas, aquel hombre ignoraba las necesidades de la policía. Uno de sus hijos había sido asesinado y el otro había recibido atenciones deshonestas, y el culpable seguía bajo su techo. ¿Por qué debería mostrarse razonable? Tenía las emociones a flor de piel. Su familia había sido, de una forma u otra, violada y traicionada.

—Lo siento, señor. —Pitt pareció disculparse por el horrible crimen y sus circunstancias: su trágica obscenidad, el hecho de que él hubiera tenido que entrometerse, y el dolor que aún estaba por llegar—. Actuaré con tanta rapidez y discreción como me sea posible. Gracias, Godfrey. Buenos días, señor Anstey. —Se volvió y salió al pasillo, donde la doncella esperaba, sin saber qué estaba sucediendo, con el sombrero de Pitt en la mano.

Pitt se sentía insatisfecho. Aún no había suficientes fundamentos para arrestar a Jerome, pero sí demasiados elementos para seguir manteniendo a Athelstan al margen. Jerome había declarado haber pasado aquella noche en un recital de música y no saber dónde había estado Arthur Waybourne. Quizá si se comprobaba con detenimiento, la coartada de Jerome se derrumbaría. O se confirmaría. Era posible que algún conocido lo hubiese visto, y si había regresado a casa con alguien, tal vez su esposa, sería imposible demostrar que había asesinado a Arthur Waybourne en… ¿dónde? Ése era un punto débil del caso. Nadie sabía dónde se había producido el crimen. Había mucho que hacer antes de disponer de bases sólidas para ordenar un arresto.

Pitt apretó el paso. Podía presentar un informe a Athelstan; se apreciaba cierto progreso aunque aún estaban lejos de la certeza.

Athelstan estaba fumando un puro, y el olor del tabaco enrarecía el ambiente de la sala. Los muebles resplandecían un poco bajo la luz del fanal de gas, y el pomo de latón brillaba, sin marca de dedos alguna.

—Siéntese —invitó Athelstan—. Me alegro de que estemos solucionando este asunto tan desagradable y doloroso. Bien, ¿qué tenía que contarle el señor Anstey? «Un factor decisivo», dijo él. ¿De qué se trataba?

Pitt se sorprendió. No sabía que Athelstan estuviera al tanto de la llamada de Waybourne.

—No —respondió el inspector rápidamente—. ¡Nada de eso! Significativo, desde luego, pero insuficiente para un arresto.

—Bueno, ¿qué era? —inquirió Athelstan impaciente, inclinándose sobre el escritorio—. No se quede simplemente ahí sentado, Pitt.

Pitt se sintió poco dispuesto a repetir la triste y delicada historia. No era nada y todo a la vez, algo indefinido y al mismo tiempo innegable.

Athelstan, irritado, tamborileó con los dedos sobre la cubierta de cuero.

—El hermano menor, Godfrey —contestó Pitt—, dice que el tutor Jerome lo trataba con demasiada familiaridad y lo tocaba de un modo que podría interpretarse como… homosexual. —Aspiró y soltó el aire lentamente—. En más de una ocasión. Por supuesto, no lo mencionó en aquellos momentos porque…

—Claro, claro. —Athelstan agitó su gruesa mano para indicar a Pitt que no siguiera hablando—. El chico probablemente no comprendería qué significaba todo aquello, sólo tuvo sentido a la luz de la muerte de su hermano. Horrible, pobre muchacho. Cuesta recuperarse de un trastorno de esa clase. ¡Bien! —Extendió una mano sobre el escritorio, como si tapase algo, mientras con la otra aún sostenía el puro—. Al menos hemos resuelto el caso. Vaya a arrestar a ese Jerome. ¡El muy degenerado! —Su rostro traslució repugnancia y suspiró con un pequeño bufido.

—No tenemos suficientes pruebas para un arresto —replicó Pitt—. Él podría tener una coartada para la noche entera.

—Tonterías —lo interrumpió Athelstan bruscamente—. Dijo que asistió a una velada musical o algo así. Fue solo, no vio a nadie, y regresó solo después de que su mujer se hubiese ido a la cama. Y no la despertó. ¡Eso no es ninguna coartada! Pudo haber estado en cualquier parte.

Pitt se irguió.

—¿Cómo lo sabe? —Él no conocía esos detalles ni había contado nada a Athelstan.

Una lenta sonrisa se dibujó en los labios de Athelstan.

—Gracias al sargento Gillivray —contestó el comisario—. Es un buen hombre. Llegará muy lejos. Tiene buenos modales, conduce las investigaciones con cortesía y se concreta en las cosas importantes, lo esencial de un caso.

—Gillivray —repitió Pitt mientras asentía con la cabeza—. ¿Quiere decir que Gillivray comprobó la declaración de Jerome sobre dónde dijo estar aquella noche?

—¿No se lo ha contado? —repuso Athelstan con tranquilidad—. Debería haberlo hecho. Es un poco reservado, pero no puedo culparlo. Se compadecía del padre. Desde luego es un asunto muy desagradable. —Frunció el entrecejo—. De todos modos, me alegro de que ya haya terminado. Ya puede ir a arrestar al tutor, Pitt. Lleve a Gillivray con usted. ¡Se merece participar en la cacería!

Pitt sintió frustración y rabia. Jerome probablemente era culpable, pero no bastaba con eso. Aún había muchas posibilidades que no habían sido investigadas.

—No tenemos suficientes datos —dijo el inspector con mordacidad—. No sabemos dónde se produjo el crimen y no hay pruebas circunstanciales, nada que sitúe a Jerome en otro lugar que no sea donde dice que estuvo. ¿Dónde tuvo lugar esa relación, en casa de Jerome? ¿Dónde estaba su esposa? ¿Y por qué, sobre todas las cosas, debería Arthur Waybourne estar tomando un baño en casa de Jerome?

—¡Por el amor de Dios, Pitt! —interrumpió Athelstan enfadado, apretando el puro entre los dedos hasta doblarlo—. ¡Sólo son detalles! Pueden averiguarse. Quizá el tutor alquiló una habitación en algún lugar…

—¿Con una bañera dentro? —preguntó Pitt con sarcasmo—. ¡No muchos prostíbulos u hostales baratos tienen en sus habitaciones bañeras privadas donde poder asesinar cómodamente a alguien!

—Entonces no será difícil hallar ese lugar, ¿verdad? —señaló Athelstan—. Su trabajo consiste en descubrir esa clase de cosas. ¡Pero primero arrestará a Jerome y lo pondrá donde no pueda escapar y hacer más daño! ¡Si no, antes de que nos demos cuenta se habrá montado en el vapor del canal y no volveremos a verlo! Ahora cumpla con su deber, Pitt. ¿O debo enviar a Gillivray para que lo haga por usted?

No tenía sentido discutir. O lo hacía Pitt u otra persona. Y, aunque todavía faltaba mucho para demostrar algo, el razonamiento de Athelstan era correcto. Otras respuestas eran posibles, aunque en el fondo Pitt sabía que improbables. Jerome reunía todos los elementos que lo inculpaban: su vida y sus circunstancias eran sensibles al vacío, la soledad, el trastorno de la personalidad. Sólo hacía falta que surgiera el deseo físico y nadie sería capaz de explicar dónde se originaba ni quién podía sucumbir ante él. Y si Jerome había llegado a cometer asesinato en una ocasión, podía, al notar que la policía se le acercaba, caer presa del pánico, escapar o, mucho peor, volver a matar.

Pitt se levantó. No tenía argumentos para rebatir a Athelstan, aunque quizá en el fondo no había nada que argüir.

—Bien, señor —accedió con calma—. Me llevaré a Gillivray e iré mañana por la mañana, tan pronto como sea posible para no armar un revuelo. —Miró a Athelstan con malicia, pero el comisario no advirtió el matiz irónico de la frase de Pitt.

—Bien —dijo Athelstan, reclinándose en la silla—. Sea discreto. La familia lo ha pasado muy mal y es hora de terminar con este caso. Avise al agente que esta noche haga la ronda que no deje de echar un vistazo a la casa de Jerome, aunque no creo que huya.

—Sí, señor —dijo Pitt, dirigiéndose hacia la puerta—. Muy bien, señor.