2

No había tiempo para respetar el duelo. Los recuerdos de la gente se desvanecían rápidamente y los detalles se olvidaban. Pitt se vio obligado a regresar a la mañana siguiente al hogar de la familia Waybourne y empezar las investigaciones que no podían detenerse por el dolor o la falta de serenidad.

La casa estaba en silencio. Todas las persianas estaban medio bajadas, y de la puerta delantera colgaba un lazo de crespón negro. Sobre la calzada se había echado paja para reducir el sonido que producían los carruajes al pasar. Gillivray llevaba su traje más sobrio y se quedó, con cara seria, dos pasos por detrás de Pitt. De un modo que irritó al inspector, le recordó al ayudante de una funeraria, lleno de pesar profesional.

El mayordomo abrió la puerta y les hizo pasar enseguida. El vestíbulo estaba en sombras debido a la escasa luz que entraba a través de las persianas medio bajadas. En la sala del desayuno, los fanales de gas estaban encendidos y un pequeño fuego ardía en el hogar. Sobre la mesa baja y redonda del centro de la habitación había flores blancas colocadas de forma ceremoniosa: crisantemos y lirios tupidos y de suaves pétalos. Todo el ambiente olía ligeramente a cera, líquido de abrillantar y flores, aunque en el fondo resultaba un olor desagradable.

Anstey Waybourne apareció casi de inmediato. Tenía aspecto pálido y cansado, el rostro cariacontecido. Ya se había preparado y no se molestó en ser cortés.

—Buenos días —dijo fríamente y sin esperar respuesta, prosiguió—: Asumo que necesita formularme ciertas preguntas. Haré cuanto esté en mis manos, por supuesto, por ofrecerle la poca información que poseo. Naturalmente, he pensado bastante en el asunto. —Juntó las manos y miró los lirios que había sobre la mesa—. He llegado a la conclusión de que mi hijo fue atacado por unos desconocidos, quizá simplemente con el infame motivo de robarle. De todas formas, admito la remota posibilidad de que se tratase de un secuestro, aunque no hemos recibido ninguna indicación de que así fuera, ni petición de rescate. —Miró a Pitt y luego apartó la mirada—. Desde luego, quizá no hubo tiempo. Tal vez ocurrió un accidente absurdo y Arthur murió. En tal caso, está claro que los secuestradores fueron presa del pánico. —Respiró profundamente—. Y por desgracia, todos conocemos los resultados.

Pitt abrió la boca, pero Waybourne movió la mano para indicarle que guardara silencio.

—¡No, por favor! Permítame continuar. Poco puedo contarle, pero sin duda usted deseará conocer cosas sobre el último día de mi hijo, aunque no entiendo de qué le servirá. El desayuno se desarrolló con normalidad; todos estuvimos presentes. Arthur pasó la mañana, como de costumbre, con su hermano menor Godfrey, estudiando bajo la tutela del señor Jerome, a quien tengo contratado para ese propósito. Durante el almuerzo no ocurrió nada extraordinario. Arthur se comportó como siempre. Ni sus modales ni su conversación resultaron fuera de lo común. Tampoco mencionó a nadie que nosotros desconociéramos, o planes de llevar a cabo actividades insólitas. —Waybourne permanecía exactamente en el mismo sitio de la cara alfombra de Aubusson—. Por la tarde, Godfrey regresó a las clases con el señor Jerome. Arthur estuvo leyendo una o dos horas un poco de latín, clásicos, creo. Luego salió con el hijo de un amigo de la familia, un chico de excelente educación al que conocemos bien. He hablado con ese muchacho, y tampoco él notó nada raro en el comportamiento de Arthur. Según Titus, se separaron aproximadamente a las cinco de la tarde, pero mi hijo no dijo dónde iba, sólo que cenaría con un amigo… —Waybourne levantó al fin la mirada y observó a Pitt—. Me temo que no puedo contarle más.

Pitt se dio cuenta de que ya se había levantado un muro contra la investigación. Anstey Waybourne había decidido qué había ocurrido: un ataque fortuito que cualquiera podía haber sufrido, un misterio trágico pero insoluble. Resolver el enigma no devolvería la vida al muerto y sólo produciría un pesar adicional e innecesario a la familia.

Pitt compadecía a Waybourne. Había perdido un hijo en circunstancias muy penosas. Pero la posibilidad del asesinato no podía omitirse, por muy dolorosa que resultase.

—Bien, señor —dijo Pitt con calma—. Me gustaría hablar con el tutor, el señor Jerome, si es posible, y con su hijo Godfrey.

Waybourne enarcó las cejas.

—¿En serio? Puede ver a Jerome, por supuesto, si lo desea. Aunque no entiendo de qué le servirá. Ya le he contado todo lo que él sabe. Pero me temo que será imposible que hable con Godfrey. El chico está bastante afectado por la muerte de su hermano. No quiero que pase por un interrogatorio, sobre todo dado que es totalmente innecesario.

No era la ocasión de discutir. De momento, para Pitt, esos personajes sólo eran nombres, gente desprovista de cara y personalidad, sin conexiones excepto las obvias; todas las emociones implicadas en el caso ni siquiera eran intuidas.

—Bien, me gustaría hablar con el señor Jerome —repitió Pitt—. Quizá él recuerde algo que pudiese ser útil. Debemos explorar todas las posibilidades.

—No sé de qué le servirá. —Waybourne arrugó un poco la nariz, quizá de irritación o por la espesa fragancia de los lirios—. Si Arthur fue asaltado por unos ladrones, Jerome difícilmente conocerá algún detalle que pueda ayudar a la investigación.

—Probablemente no, señor. —Pitt vaciló—. Pero siempre existe la posibilidad de que la muerte de su hijo tuviese algo que ver con su… condición física. —Era un eufemismo obsceno. Sin embargo, Pitt lo utilizó, tristemente consciente de Waybourne y del trastorno que suponía para la familia y su entorno: generaciones de rígida autodisciplina, sentimientos contenidos.

Waybourne se quedó de una pieza.

—¡Ese supuesto todavía no ha sido aclarado, señor! El doctor de mi familia sin duda confirmará que el forense de la policía está completamente equivocado. Me atrevería a decir que suele tratar con una clase bastante distinta de personas y ha creído encontrar aquello a que está acostumbrado. Estoy seguro de que cuando ese forense se dé cuenta de quién era Arthur, reconsiderará sus conclusiones.

Pitt evitó discutir. Todavía no era necesario; quizá jamás lo sería si el doctor de la familia tenía tanta pericia como valentía. Sería mejor que él contase a Waybourne la verdad y explicase que el hecho podía mantenerse en privado hasta cierto punto pero no negarse.

Pitt cambió de tema.

—¿Cómo se llama el joven amigo de su hijo? ¿Titus, señor?

Waybourne exhaló lentamente, como si un dolor hubiese desaparecido.

—Titus Swynford —respondió—. Su padre, Mortimer Swynford, es una de nuestras amistades más antiguas. Una familia excelente. Pero ya he averiguado qué sabe Titus, y no tiene nada que añadir a mis declaraciones.

—Si no le importa, señor, nosotros hablaremos con él —insistió Pitt.

—Preguntaré al padre si consiente que entrevisten a su hijo —dijo Waybourne fríamente—, aunque no les conducirá a alguna parte. Titus no escuchó ni vio nada importante. Arthur no le contó dónde pensaba ir, ni con quién. Pero aunque así hubiese sido, mi hijo fue obviamente atacado en la calle por unos rufianes, de modo que la información serviría de poco.

—Oh, podría ser útil, señor. —Mintió Pitt ligeramente—. Tal vez descubriríamos por qué zona se movió su hijo, y cada calle es frecuentada por distintos malvivientes. Incluso podríamos encontrar un testigo, si sabemos dónde buscar, claro.

La indecisión contrajo el rostro de Waybourne. Quería que el asunto se enterrase con la mayor rapidez y decencia posible, bajo flores y una buena cantidad de tierra. En el sepelio habría oportunos recordatorios adornados con crespón negro, un ataúd con asas metálicas y unas discretas palabras de elogio y pesar. Todo el mundo regresaría a casa hablando en voz baja para observar el duelo y luego volvería lentamente a sus quehaceres cotidianos.

Pero Waybourne no podía permitirse la inexplicable actitud de no colaborar en la búsqueda policial del supuesto asesino de su hijo. Realizó un esfuerzo mental pero no consiguió hallar las palabras que describieran cómo se sentía y confirieran honorabilidad a dichas emociones.

Pitt comprendió la situación. Casi podría haber pronunciado esas palabras, dado que ya había pasado por esa clase de vicisitudes; no era nada extraño o difícil entender el deseo de enterrar el dolor y mantener en privado la desgracia de la muerte y la vergüenza de la enfermedad.

—Supongo que será mejor que usted hable con Jerome —dijo Waybourne al final. Era un modo de ceder y prestar cierta colaboración—. Preguntaré al señor Swynford si le dará permiso para ver a Titus. —Se acercó a la campanilla utilizada para avisar al servicio y tiró de la cinta. El mayordomo apareció de inmediato, como si hubiese estado detrás de la puerta.

—¿Sí, señor? —inquirió.

—Diga al señor Jerome que venga a verme.

Luego, todos guardaron silencio hasta que se oyó a alguien llamar a la puerta. Tras la orden de Waybourne, la puerta se abrió y entró un hombre de cuarenta y pocos años, de facciones agradables y nariz ligeramente chata. Los labios eran gruesos, pero el individuo los mantenía apretados con cierta prudencia. La expresión de su rostro no transmitía espontaneidad, y no parecía aficionado a reír, excepto después de reflexionar, cuando creía que la risa era aconsejable y adecuada.

Pitt lo miró sólo por cortesía; no esperaba que el tutor resultase un personaje importante. «Quizá, —pensó—, si me hubiese dedicado a instruir a los hijos de hombres como Anstey Waybourne, impartiendo mis conocimientos pero sabiendo que los chicos al crecer, por derecho de nacimiento, simplemente heredarían propiedades fáciles de regentar y que no dan mucho trabajo, sería como Jerome».

Si Pitt hubiese vivido más como un sirviente que como un hombre dueño de su destino, dependiendo de adolescentes de trece y dieciséis años, tal vez tendría la cara igual de cautelosa e impasible.

—Acérquese, Jerome —señaló Waybourne—. Estos caballeros son policías. El inspector Pitt y el señor… Gilbert. Desean hacerle algunas preguntas sobre Arthur. A mi modo de ver no tiene sentido, pero será mejor que usted los convenza.

—Sí, señor. —Jerome se quedó inmóvil sin aparentar sorpresa. Miró a Pitt con la ligera dignidad de quien sabe que por fin se dirige a una persona que pertenece a un nivel social inferior.

»Ya he contado al señor Anstey todo lo que sé —explicó Jerome, enarcando un poco las cejas—. Naturalmente, si hubiese algo más, lo habría dicho.

—Por supuesto —asintió Pitt—. Pero quizá sabe algo sin ser consciente de su importancia. Me pregunto, señor —miró a Waybourne—, si sería tan amable de pedir permiso al señor Swynford para hablar con su hijo.

Waybourne vaciló, dividido entre el deseo de quedarse y asegurarse de que no se dijese nada desagradable o inconveniente y el temor a la ridiculez de exteriorizar su inquietud. Lanzó a Jerome una mirada fría, de advertencia, y luego se dirigió hacia la puerta.

Cuando Waybourne la cerró al salir, el inspector se volvió hacia el tutor. De hecho, había muy poco que preguntar, pero de todas maneras lo intentaría.

—Señor Jerome —empezó Pitt con voz seria—. El señor Anstey ya ha dicho que usted no observó nada extraño en el comportamiento de Arthur el día de su muerte.

—Correcto —respondió Jerome—. Aunque difícilmente podía saberse que la desgracia ocurriría, a menos que uno crea en la clarividencia —sonrió ligeramente, como si se dirigiera a un idiota—, y yo no creo. El pobre chico no tenía forma de adivinar la tragedia que se cernía sobre él.

Pitt sintió una antipatía instintiva hacia aquel fantoche arrogante, y se dio cuenta de que ellos dos no tenían creencias o sentimientos en común, ni siquiera la percepción de un mismo hecho.

—Pero el muchacho sí sabría con quién iba a cenar —señaló Pitt—. Presumo que se trataba de algún conocido. Deberíamos poder descubrir quién era esa persona.

Los ojos de Jerome eran oscuros, algo más redondos de lo normal.

—No logro entender de qué serviría ese dato —contestó el tutor—. El chico no consiguió acudir a la cita. Si hubiese sido así, entonces esa persona sin duda se habría presentado para expresar su pésame al menos.

—Sabríamos dónde estuvo el señor Arthur —indicó Pitt—. Reduciríamos la zona por la que se movió y podríamos encontrar testigos.

Jerome no confió en tal posibilidad.

—Supongo que usted conoce su trabajo, pero me temo que ignoro con quién pensaba cenar. Presumo, en vista de que esa persona no ha aparecido, que no se trataba de una cita acordada de antemano sino algo que surgió de improviso. Y los chicos de esa edad no confían sus compromisos sociales a sus tutores, inspector. —En su voz se apreció un ligero matiz de ironía, más amargo que sarcástico.

—¿Tal vez podría facilitarme una lista de los amigos del señor Arthur que usted conociese? —sugirió Pitt—. Podríamos ir descartando nombres con facilidad. En estos momentos, preferiría no molestar al señor Anstey.

—Por supuesto. —Jerome se volvió hacia el pequeño escritorio que había cerca de la pared y abrió un cajón.

Cogió un papel y comenzó a escribir, pero su rostro expresaba incredulidad. Pensaba que Pitt quería realizar el inútil esfuerzo de indagar las amistades del fallecido porque era incapaz de atinar en nada más, un policía que recurría a cualquier cosa para parecer eficiente. Jerome había escrito seis nombres cuando Waybourne regresó. Miró a Pitt y luego al tutor.

—¿Qué es eso? —preguntó Waybourne, tendiendo la mano hacia el papel.

El rostro de Jerome perdió toda expresión.

—Los nombres de varios amigos del señor Arthur, señor, con quienes él quizá tenía intención de cenar. El inspector lo ha solicitado.

Waybourne bufó por la nariz.

—¿De veras? —Lanzó a Pitt una mirada gélida—. Confío en que procurará ser discreto, inspector. No quiero que mis amigos se sientan incomodados. ¿He hablado claro?

Pitt se esforzó por recordar las circunstancias del caso para dominar su irritación.

Pero Gillivray se adelantó antes de que él pudiese responder.

—Por supuesto, señor Anstey —dijo el sargento afablemente—. Nos damos cuenta de que estamos ante un asunto delicado. Lo único que preguntaremos es si el señor en cuestión esperaba aquella noche al joven Arthur para cenar o cualquier otra cosa. Estoy seguro de que los interrogados comprenderán nuestros esfuerzos para descubrir las circunstancias del doloroso suceso. Lo más probable es que ocurriese como usted dice: un ataque fortuito que podría haber sufrido cualquier joven bien vestido con aspecto de llevar encima objetos de valor. Pero debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para confirmar que fue así.

Waybourne distendió la cara, expresando algo que parecía aprecio.

—Gracias. No creo que sirva de nada, pero, por supuesto, ha de hacerse. Aunque no descubrirán ahí al responsable de ese… acto. De todos modos, comprendo su obligación de intentarlo. —Se volvió hacia el tutor—. Gracias, Jerome. Eso es todo.

Jerome se despidió y se marchó, cerrando la puerta al salir.

Waybourne dejó de mirar a Gillivray y se centró de nuevo en Pitt, cambiando de expresión. Era incapaz de comprender por un lado la esencia del refinamiento social de Gillivray y, por el otro, la lacónica e intensa compasión de Pitt, elementos que los diferenciaban nítidamente; para Waybourne, los dos hombres representaban la diferencia entre discreción y vulgaridad.

—Creo que eso es todo lo que puedo hacer para ayudarlo, inspector —dijo Waybourne fríamente—. He hablado con el señor Swynford, y si usted aún lo considera necesario puede conversar con Titus. —Se mesó el cabello con un gesto de cansancio.

—¿Cuándo será posible ver a la señora Waybourne, señor? —preguntó Pitt.

—No será posible. Ella no podrá contarle nada que le sea de utilidad. Naturalmente, se lo he preguntado, y no sabe dónde pensaba Arthur pasar la noche. No tengo intención de someterla al sufrimiento de ser interrogada por la policía. —Estiró el cuello y mostró una expresión dura y concluyente.

Pitt suspiró. Notó que, detrás de él, Gillivray se envaraba y casi percibió el azoramiento del sargento, la repugnancia por lo que iba a decir Pitt. De hecho, temió sentir una mano agarrándole del brazo para refrenarlo.

—Lo siento, señor Anstey, pero también está el asunto de la enfermedad de su hijo y sus relaciones —comentó Pitt—. No podemos ignorar la posibilidad de que ese hecho estuviese relacionado con su muerte. Y esa clase de relaciones constituyen en sí un delito.

—¡Soy consciente de ello, señor! —Waybourne miró a Pitt como si el inspector fuese el culpable de todo—. La señora Waybourne no hablará con usted. Ella es una mujer decente, ni siquiera sabría de qué le habla usted. Las mujeres de buena cuna jamás han oído hablar de tales… obscenidades.

Pitt sabía que esa afirmación era cierta.

—Claro que no. Sólo pretendía preguntarle por los amigos de su hijo, aquéllos que lo conocían bien.

—Ya le he contado todo lo que puede serle útil, inspector Pitt —dijo Waybourne—. No tengo intención de denunciar a nadie —tragó saliva—, sea quien sea el que abusó de mi hijo. Se acabó. Arthur está muerto. De nada servirá hurgar en… —respiró profundamente y recobró la firmeza, apoyándose con la mano en el respaldo tallado de una silla— las depravaciones personales de un… desconocido. Dejemos que los muertos descansen en paz. Y los que tenemos que seguir viviendo apesadumbrados debemos conservar un recuerdo decente de nuestro hijo. Ahora, por favor, váyase con sus asuntos a otra parte. Buenos días. —Se volvió y se levantó, con expresión rígida y cuadrándose de hombros, mirando la chimenea y el cuadro que había sobre la repisa.

Pitt y Gillivray no podían hacer otra cosa que marcharse. Recogieron los sombreros que les entregó el sirviente que los esperaba en el vestíbulo y salieron por la puerta delantera, encontrándose con el frío viento de septiembre y el bullicio de la calle.

Gillivray sostuvo la lista de amigos redactada por Jerome y la enseñó a Pitt.

—¿Realmente quiere conservar esto, señor? —preguntó el sargento—. A estas personas prácticamente sólo podemos preguntarles si vieron al chico esa noche. Y si alguien supiera de algo… —hizo una ligera mueca de aversión, reflexionando sobre la expresión que el propio Waybourne podría haber utilizado— indecente, no lo admitiría. Difícilmente podemos presionarlos. Y, con franqueza, el señor Anstey tiene razón: el muchacho fue atacado por vagabundos o delincuentes. Un asunto muy desagradable, sobre todo cuando ocurre a una buena familia. Pero lo mejor es dejarlo correr por un tiempo y luego, discretamente, archivarlo como insoluble.

Pitt se volvió hacia Gillivray, sabiendo que por fin podía soltar la rabia contenida.

—¿Desagradable? —exclamó el inspector—. ¿Ha dicho usted «desagradable», señor Gillivray? ¡El chico sufrió abusos, estaba enfermo y después fue asesinado! ¿Qué más tiene que suceder para que usted lo considere una infamia? ¡Me gustaría saberlo!

—Eso es una impertinencia, señor Pitt —dijo Gillivray, reflejando en la cara repugnancia más que ofensa—. ¡Hablar de una tragedia sólo sirve para que la situación empeore y la gente la sobrelleve más penosamente, y no forma parte de nuestro cometido aumentar su aflicción! Sabe Dios que ya debe ser suficientemente duro.

—Nuestro deber, sargento Gillivray, es descubrir quién asesinó a ese muchacho y luego abandonó el cuerpo desnudo en las cloacas para que fuera devorado por las ratas y reducido a un montón de huesos irreconocibles. Sin embargo, el criminal no tuvo suerte, y el agua arrastró el cadáver hacia las compuertas, donde un trabajador del alcantarillado con vista de lince lo encontró a tiempo.

Gillivray palideció.

—Bien, yo… yo… no creo que sea necesario exponer los hechos tan crudamente.

—¿Cómo, pues? —preguntó Pitt, volviéndose hacia el sargento—. ¿Un poco de diversión entre caballeros, un desafortunado accidente? ¿Cuanto más moderada sea la expresión, mejor? —Los dos cruzaron la calle, y un carruaje que pasaba los salpicó de barro.

—No, claro que no. —Gillivray recobró el color—. Estamos ante una tragedia y un crimen de la peor calaña. Pero, sinceramente, no creo que tengamos posibilidad de atrapar al culpable, de modo que es mejor que nos esforcemos por no herir los sentimientos de la familia. Sólo quería decir eso. Como el señor Anstey manifestó, él no piensa denunciar a nadie. Bien, ésa es otra cuestión, un tema en el que no tenemos voz ni voto. —Se inclinó e, irritado, se limpió el barro de los pantalones.

Pitt no le hizo caso.

Hacia el final de la jornada, los dos, por separado, habían terminado de revisar los pocos nombres de la lista confeccionada por Jerome. Nadie admitió haber esperado o visto a Arthur Waybourne aquella noche, o tener idea acerca de los planes del chico. Al regresar a comisaría poco después de las cinco de la tarde, Pitt encontró un mensaje que anunciaba que Athelstan deseaba verlo.

—¿Me necesitaba, señor? —inquirió el inspector, cerrando al entrar la pesada y pulida puerta.

Athelstan estaba sentado tras el escritorio.

—Quiero hablarle del caso Waybourne. —Athelstan levantó la mirada con un viso de enfado—. Bien. Siéntese. No se quede ahí pasmado como un espantapájaros. —Examinó a Pitt con ceño—. ¿No puede hacer nada por arreglar ese abrigo? Supongo que no puede permitirse llevarlo a un sastre pero, por el amor de Dios, pida a su mujer que se lo planche. Usted está casado, ¿verdad?

El comisario sabía perfectamente que Pitt estaba casado. De hecho, era consciente de que la esposa del inspector pertenecía a una familia de bastante más categoría que la de él, pero prefería soslayar ese detalle.

—Sí, señor —contestó Pitt pacientemente. Ni siquiera el sastre del príncipe de Gales hubiese logrado que Pitt tuviera un aspecto pulcro. Se desenvolvía sin la languidez de un caballero y actuaba con demasiado entusiasmo.

—¡Bien, siéntese! —ordenó Athelstan bruscamente. No le gustaba tener que alzar la mirada, sobre todo si era para contemplar a alguien más alto que él—. ¿Ha descubierto algo?

Pitt se sentó con lentitud.

—No, señor, todavía no.

Athelstan lo observó con desaprobación.

—Me lo imaginaba. Este asunto es muy desagradable, pero un signo de los tiempos. La ciudad se convierte en un sitio inseguro cuando los hijos de los caballeros no pueden pasear por la noche sin ser atacados por ladrones.

—No fueron ladrones, señor —señaló Pitt con énfasis—. Los ladrones acometen por la espalda, con la cara cubierta por un pañuelo. Ese chico fue…

—¡Tonterías! —exclamó Athelstan—. ¡No estoy refiriéndome a la naturaleza de los asaltantes! Hablo de la decadencia moral de la ciudad y el hecho de que hemos sido incapaces de remediar la situación. Me siento muy mal. El trabajo de la policía consiste en proteger a gente como los Waybourne, y a todo el mundo, por supuesto. —Golpeó con la mano el tapete de cuero que cubría la superficie del escritorio—. Pero si ni siquiera logramos determinar la zona donde se cometió el crimen, no sé qué podemos hacer, excepto ahorrar a la familia una excesiva atención pública que sólo acrecentaría su aflicción.

Pitt supo inmediatamente que Gillivray ya había informado a Athelstan. Sintió que el cuerpo se le envaraba de rabia y los músculos de la espalda se entumecían.

—La sífilis puede contraerse en una noche, señor —dijo Pitt—, pero los síntomas no aparecen al instante. Arthur Waybourne tuvo relaciones sexuales con alguien mucho antes de ser asesinado.

La cara de Athelstan estaba perlada de sudor; el bigote ocultaba el labio superior pero la frente relucía a la luz del fanal de gas. El comisario guardó silencio mientras se debatía con sus pensamientos.

—Cierto —declaró Athelstan al fin—. Hay muchas cosas desagradables. Pero aquello que los caballeros y los hijos de los caballeros hagan en sus dormitorios está, afortunadamente, más allá del alcance de la policía, a menos, claro, que alguien requiera nuestra intervención. El señor Anstey no la ha solicitado. Lo lamento tanto como usted. —Parpadeó, observó a Pitt con expresión sincera y luego volvió a apartar la mirada—. Un hecho abominable, repugnante a ojos de cualquier ser humano decente. —Cogió el cortapapeles y jugueteó con él, contemplando el resplandor de la hoja—. Pero sólo tenemos que ocuparnos de la muerte del muchacho, y éste parece un caso sin solución. De todas formas, reconozco que debemos dar la impresión de intentarlo. Es obvio que el chico no estaba donde estaba por casualidad. —Apretó el puño hasta que los nudillos palidecieron. Levantó la mirada bruscamente—. ¡Pero, por el amor de Dios, Pitt, sea un poco discreto! Usted ya se ha movido en sociedad en otros casos. ¡Debería saber comportarse! Sea sensible al dolor y la terrible conmoción de esas personas al conocer esos… hechos. ¡No entiendo por qué consideró necesario contárselos! ¿No podrían esos sórdidos detalles haber acompañado decentemente al muchacho a la tumba? —Sacudió la cabeza—. No, supongo que no. Usted tenía que explicárselo al padre, pobre de él. Tenía derecho a saberlo, quizá hubiese deseado denunciar a alguien. Tal vez ya sabía algo, o lo suponía. Ahora usted no averiguará nada. El cuerpo pudo haber sido arrastrado hasta Bluegate Fields desde cualquier lugar de esa parte de la ciudad. De todos modos, debemos dar la impresión de haber hecho todo lo que estaba en nuestras manos… Desde luego es un asunto horrible, el crimen más desagradable que jamás he tenido que afrontar. Muy bien, ponga manos a la obra y haga lo que pueda.

Athelstan agitó la mano para indicar a Pitt que podía marcharse.

—Manténgame informado. Buenas tardes.

Pitt se levantó. No quedaba nada por decir, ninguna discusión en que valiera la pena enzarzarse.

—Buenas tardes, señor. —Salió del despacho y cerró la puerta.

Cuando Pitt llegó a casa se encontraba cansado y tenía frío. La indecisión era una sombra que desconcertaba su certeza y minaba su voluntad. Su trabajo consistía en resolver casos, atrapar a los culpables y entregarlos a la justicia para ser juzgados. Pero era consciente del daño que reportaba desvelar secretos; todo el mundo debería tener derecho a cierto grado de intimidad y a olvidar o superar las desgracias. Quien cometiera un delito debía pagar por ello, pero no era necesario que todos los pecados o errores saltasen a la luz pública y fuesen revelados para que la gente los examinara y recordara. Y a veces, las víctimas recibían un castigo doble, primero por la ofensa y después una pena aún más duradera, cuando los demás se enteraban, se cebaban en la noticia e imaginaban todos los detalles del suceso.

¿Quizá era ése el caso de Arthur Waybourne? ¿Tenía algún sentido en aquellos momentos exponer sus debilidades o su tragedia personal?

Y si las respuestas contundentes resultaban peligrosas, las respuestas a medias eran todavía peores. La otra mitad se creaba a partir de la imaginación; incluso los inocentes terminaban por ser involucrados y jamás podían refutar algo que no era cierto. Seguro que esa actitud representaba un agravio mayor que el delito original, dado que no se adoptaba dejándose llevar por la pasión o el instinto sino deliberadamente, sin peligro para la persona en cuestión. Había en ella casi un matiz de voyeurismo que repugnaba a Pitt.

¿Tenían razón Gillivray y Athelstan? ¿No había posibilidades de encontrar a la persona que había asesinado a Arthur? Si la muerte no tenía nada que ver con las debilidades personales del chico, sus pecados o enfermedad, entonces la investigación sólo daría publicidad al dolor de muchos hombres y mujeres que probablemente no tenían más culpa que la mayoría de gente, bien por un desliz o cualquier otra cosa intrascendente.

Al principio, Pitt se lo mencionó a Charlotte. De hecho, hizo muy pocos comentarios mientras cenaba casi en silencio en el salón, un momento dulce a la luz del fanal de gas. No fue consciente de su reserva hasta que Charlotte decidió sacar a relucir el asunto.

—¿Cuál es la decisión? —preguntó mientras dejaba el cuchillo y el tenedor y doblaba la servilleta.

Pitt levantó la mirada, sorprendido.

Charlotte apretó los labios y esbozó una pequeña sonrisa.

—Sobre la cuestión que, sea cual sea, ha estado atormentándote toda la noche. Te he visto preocupado desde que llegaste.

Pitt soltó un ligero suspiro.

—Lo siento. Sí, supongo que lo he estado. Pero es un caso muy desagradable. Preferiría no hablarte de ello.

Ella se puso de pie, recogió los platos y los apiló sobre el aparador.

Pitt se sentó junto al fuego y se acomodó con alivio en el sofá ancho y acolchado.

—No seas ridículo —dijo Charlotte, sentándose delante de él—. Ya me he visto envuelta en toda clase de crímenes. Mi estómago es tan fuerte como el tuyo.

Pitt no se molestó en discutir. Su esposa no imaginaba las cosas terribles que él había visto en los bajos fondos: un grado de corrupción y miseria que escapaba a la imaginación de cualquier persona en su sano juicio.

—¿Y bien? —insistió Charlotte, mirándolo con expectación.

Pitt vaciló. Deseaba conocer la opinión de ella, pero no podía contarle el dilema sin los detalles. Si omitía la enfermedad o la homosexualidad no habría ningún problema. Al final, cedió ante la necesidad de desahogarse y reveló la historia.

—Es terrible —exclamó Charlotte cuando él terminó.

Pitt se inclinó y le cogió la mano.

—¿Charlotte?

Ella levantó la mirada con expresión compungida, pero se trataba del dolor de la compasión, no de confusión o de espanto. Pitt experimentó una oleada de alivio, un deseo de abrazarla y sentir su calidez. Incluso deseó acariciarle el pelo, estirar sus arreglados y suaves tirabuzones, pero en aquellos instantes parecía inapropiado. Charlotte estaba pensando en un chico muerto, apenas más que un niño, y las trágicas circunstancias que habían llevado a alguien a abusar de él y luego matarlo.

—¿Charlotte?

Al mirarlo, ella mostró un rostro surcado por la duda.

—¿Por qué esos canallas lo tirarían a las cloacas? —inquirió—. Y en un lugar como Bluegate Fields. Allí no importaría que el cuerpo fuese descubierto. ¿Acaso no suelen encontrarse cadáveres en esa zona? Además los rufianes deberían haberle golpeado la cabeza o haberlo apuñalado. Si se tratase de secuestradores quizá lo hubiesen ahogado. Pero no tiene sentido secuestrar a alguien si se desconoce su identidad porque entonces, ¿a quién pedir el rescate?

Pitt la miró. Sabía cuál sería la conclusión de Charlotte antes de que ella la pronunciara.

—Tuvo que ser alguien que conocía al muchacho, Thomas. No es lógico que los responsables del acto fueran unos desconocidos. En tal caso le habrían robado y lo habrían abandonado en algún callejón. Tal vez… —Frunció el entrecejo—. Tal vez la muerte no tuvo nada que ver con la persona que abusó de él, pero tú piensas que sí, ¿verdad? La gente no deja repentinamente de tener esa clase de relaciones. Al menos no donde hay amor.

Pitt se reclinó de nuevo en el sofá con fatiga. Había estado engañándose porque resultaría más sencillo y se evitaría disgustos y dolor.

—Eso espero —admitió él—. Sí, supongo que así será. Tienes razón —suspiró.

Charlotte no podía sacarse de la cabeza el fallecimiento del muchacho. Esa velada no volvió a hablar del asunto a Pitt; él ya conocía todos los detalles y deseaba dejar de pensar en ello, disponer de algunas horas para descansar sus emociones y recobrar el ánimo.

Pero durante la noche, Charlotte despertó en varias ocasiones. Tumbada de cara al techo, con Pitt al lado durmiendo a pierna suelta, meditó una y otra vez sobre qué clase de tragedia podía tener un desenlace tan horrible.

Por supuesto, Charlotte no conocía a los Waybourne, esa familia no pertenecía a su círculo social, pero su hermana Emily tal vez sí. Emily se había casado con un aristócrata y desde entonces se relacionaba con la alta sociedad. Pero Emily estaba en el campo, en Leicestershire, visitando a un primo de George. La pareja pasaría unos días cazando y en competiciones hípicas. Se imaginó a su hermana vestida con un inmaculado traje de montar mientras, a horcajadas sobre el caballo, con el alma en vilo, se preguntaba si sería capaz de saltar las vallas sin caerse y hacer el ridículo, aunque de todos modos estaba determinada a no admitir una derrota. Habría un fastuoso desayuno de cacería: cien comensales o más, el maestro de ceremonias acicalado con magníficas ropas, los perros corriendo alrededor de las patas de los caballos, charla, órdenes a viva voz, el olor de la hierba. No es que Charlotte hubiese participado alguna vez en una cacería, pero sabía cómo eran por amistades que sí habían estado.

Y tampoco podía acudir a la tía abuela Vespasia. La anciana había ido a pasar un mes en París. Ella hubiese sido la persona ideal; conocía absolutamente a todo el mundo importante de los últimos cincuenta años.

Sin embargo, según Pitt, Waybourne sólo era baronet, un título de muy poca categoría que incluso podía haber sido adquirido con dinero. El padre de Charlotte era banquero y hombre de negocios; su madre quizá conocía a la señora Waybourne. Al menos valía la pena intentarlo. Si su madre se encontraba con los Waybourne en alguna reunión social, cuando ellos no estuvieran resguardándose de la vulgaridad y la intrusión de la policía, tal vez descubriría algo que ayudara a Pitt.

Naturalmente, en aquellos momentos la familia estaría de duelo, pero siempre había hermanas, primos o incluso amigos íntimos, gente que sin duda conocería bastante sobre la familia y sobre relaciones de las que jamás se hablaría con personas de inferior categoría, como los policías.

Por tanto, sin mencionárselo a Pitt, al día siguiente Charlotte visitó a su madre en su casa de Rutland Place.

—¡Charlotte, cariño! —Caroline se mostró encantada de ver a su hija; parecía haberla perdonado completamente por aquel lamentable asunto con el francés. Su rostro reflejaba una expresión acogedora—. Quédate a comer. La abuela bajará en media hora, y entonces almorzaremos. Dominic llegará en cualquier momento. —Vaciló, buscando en la mirada de Charlotte algún viso del sentimiento que la había llevado a enamorarse perdidamente del marido de su hermana mayor, Sarah, cuando ella todavía vivía. Pero no encontró nada; de hecho, hacía tiempo que los sentimientos de Charlotte hacia Dominic habían derivado en simple afecto. Eso la tranquilizó—. Será una celebración fantástica. ¿Cómo están?, cariño ¿Cómo se encuentran Jemima y Daniel?

Las dos dedicaron un rato a hablar de cuestiones familiares. Charlotte no podía aventurarse inmediatamente a preguntar cosas que su madre seguro desaprobaría. Caroline siempre había considerado que la intromisión de Charlotte en los asuntos de Pitt era un tema preocupante y del peor gusto.

Llamaron a la puerta. La doncella la abrió y la abuela entró en la sala, vestida del negro más severo, con el pelo arreglado en un peinado que había estado de moda treinta años atrás, cuando la sociedad británica, como la anciana opinaba, había alcanzado su cenit, estando desde entonces en decadencia. El rostro reflejaba una penetrante expresión de irritación. Examinó a Charlotte de arriba abajo en silencio, luego palpó la silla más cercana con el bastón para asegurarse de que estaba donde tenía que estar y se sentó con pesadez.

—No sabía que vendrías, niña —observó la abuela—. ¿No tienes medios de informar a la gente? Supongo que tampoco dispondrás de una tarjeta de visita, ¿eh? Cuando yo era joven, una señora no aparecía en casa ajena sin avisar antes, como si fuese un envío por correo no solicitado. Hoy en día se han perdido las formas. Y seguro que pronto te instalarás uno de esos artilugios con alambres, timbres y Dios sabe qué más. ¡Teléfonos! ¡Hablar con la gente a través de cables eléctricos, vaya! —Sorbió por la nariz—. Desde que nuestro querido príncipe Alberto murió, la sensibilidad moral ha decaído. La culpa es del actual príncipe de Gales. ¡Los escándalos que se producen son para desmayarse! ¿Qué tal la señora Langtry? ¡No mejor de lo que debería estar, caramba! —Miró de soslayo a Charlotte con ojos brillantes y expresión de enfado.

Charlotte no hizo caso del comentario sobre el príncipe de Gales y volvió a la cuestión del teléfono.

—No, abuela, esos aparatos son muy caros, y para mí bastante innecesarios.

—¡Bastante innecesarios para cualquiera! —bufó la anciana—. ¡Menudo montón de tonterías! ¿Qué hay de malo en una buena carta? —Se ladeó un poco para mirar a Charlotte—. ¡Aunque siempre tuviste una caligrafía espantosa! Emily era la única de vosotras capaz de manejar una pluma como una señora. ¡No sé en qué estabas pensando, Caroline! Eduqué a mi hija para que conociera todas las artes que una damisela debe practicar, las actividades adecuadas: bordado, pintura, canto y tocar el piano, la clase de ocupaciones apropiadas para una señorita. Nada de mezclarse en los asuntos de los demás, política y cuestiones por el estilo. ¡Jamás escuché tales sandeces! Eso es cosa de hombres, y no es bueno para la salud ni el bienestar de las mujeres. Ya lo he dicho otras veces, Caroline.

La abuela paterna de Charlotte jamás se cansaba de decir a su nuera que la gente debería obrar de acuerdo con las normas que reinaban en la época de su juventud, cuando las cosas se hacían adecuadamente.

Por fortuna, la llegada de Dominic ahorró a las mujeres continuar ahondando en el tema. Él seguía tan elegante como siempre, pero ahora la gracia de sus movimientos y la forma en que un mechón negro le caía sobre la frente no causaban ningún sufrimiento a Charlotte, que sólo sentía la alegría de ver a un amigo.

Dominic las saludó con simpatía, incluso a la abuela, y, como de costumbre, la anciana fingió. Lo examinó esperando encontrar algo que criticar. No estaba segura de si se sentía complacida o decepcionada. No era deseable que los hombres jóvenes, por muy atractivos que fueran, estuvieran demasiado pagados de sí mismos. No les hacía ningún bien. La mujer volvió a examinarlo con mayor atención.

—¿Tu barbero está enfermo? —preguntó al final.

Dominic enarcó sus oscuras cejas.

—¿Piensa que llevo el pelo mal cortado, abuela? —Aunque había distanciado bastante la relación con la familia desde la muerte de Sarah y el traslado de Cater Street a su propia casa, seguía ofreciendo a la anciana el título de cortesía.

—¡Ni siquiera me había percatado de que te lo hubieras cortado! —respondió ella arrugando la frente—. ¡Al menos no recientemente! ¿Has considerado la posibilidad de inscribirte en el ejército?

—No, nunca —respondió Dominic, simulando sorpresa—. ¿Son buenos los barberos castrenses?

La abuela bufó con desprecio y se volvió hacia Caroline.

—Estoy lista para comer. ¿Cuánto debo esperar? ¿Aguardamos otro invitado y nadie me lo ha dicho?

Caroline se dispuso a replicar, pero se resignó ante la inutilidad del empeño.

—Enseguida, suegra —dijo, levantándose y cogiendo la campanilla—. Ordenaré que sirvan ya.

Charlotte no encontró la oportunidad de sacar a relucir el nombre Waybourne hasta que terminaron la sopa, los platos fueron retirados y el pescado fue servido.

—¿Waybourne? —La abuela cogió con el tenedor un trozo de pescado—. ¿Waybourne? —El pescado rebosó del tenedor y cayó al plato, sobre la salsa. Ella lo recogió rápidamente y se lo llevó a la boca, al tiempo que se le abultaban las mejillas.

—Creo que no los conozco. —Caroline sacudió la cabeza—. ¿Quién era la señora Waybourne antes de casarse, lo sabes?

Charlotte admitió que no tenía ni idea.

La abuela engulló de golpe el bocado y tosió bruscamente.

—¡Ése es el problema de hoy en día! —exclamó la anciana cuando recobró el aliento—. ¡Nadie sabe ya quién es quién! ¡La sociedad se ha convertido en una institución reservada a los perros! —Tomó otro bocado de pescado y miró a los demás sucesivamente.

—¿Por qué lo preguntas? —inquirió Caroline—. ¿Estás considerando la posibilidad de entablar una nueva amistad?

Dominic parecía absorto en sus pensamientos.

—¿Esa familia es gente que has conocido? —insistió Caroline.

La abuela tragó el bocado y dijo con mordacidad:

—No lo creo. Si son personas que podemos conocer desde luego no se moverán en el círculo de Charlotte. ¡Ya se lo dije cuando insistió en marcharse y casarse con esa peculiar criatura de los ordenanzas de Bow Street, o como los llamen en la actualidad! ¡No sé en qué estabas pensando, Caroline, para permitir tal cosa! ¡Si alguna de mis hijas hubiese concebido una idea de esa índole, la habría encerrado en la habitación hasta que se la quitase de la cabeza! —sentenció casi sin resuello.

Dominic se llevó la servilleta a la cara para ocultar la sonrisa, pero se le reflejó en la mirada cuando la dirigió hacia Charlotte.

—En su época se hacían muchas cosas que en el presente son poco prácticas —declaró Caroline malhumorada—. Los tiempos cambian, suegra.

La abuela golpeó el plato vacío con el tenedor y enarcó las cejas grotescamente.

—La puerta del dormitorio aún tiene cerrojo, ¿verdad? —preguntó.

—Vanderley —dijo Dominic de repente.

La anciana se volvió hacia él.

—¿Qué has dicho?

—Vanderley —repitió—. Benita Waybourne se apellidaba Vanderley antes de casarse. Lo recuerdo porque conozco a Esmond Vanderley.

Charlotte se olvidó inmediatamente de la abuela y sus exabruptos y lo miró con interés.

—¿En serio? ¿Podrías hallar el modo de presentarme? Discretamente, claro.

Dominic pareció reacio.

—Si lo deseas, pero ¿para qué? No creo que te gustase. Es un hombre elegante y bastante entretenido, sin embargo, pienso que lo encontrarías muy frívolo.

—¡Todos los jóvenes son advenedizos y libertinos hoy en día! —dijo la abuela, hosca—. Nadie sabe ya cuál es su deber.

Charlotte no prestó atención a las palabras de la anciana. Ya había planeado qué excusa dar. Era una mentira sin cortapisas, pero a veces las situaciones requerían un poco de astucia y osadía.

—Es por una amiga —explicó ella, sin mirar a nadie en particular—. Cierta persona joven que conozco. Se trata de un asunto del corazón. Preferiría no divulgar los detalles. Son… —vaciló exquisitamente— muy personales.

—¡Vaya! —La abuela frunció el entrecejo—. Espero que no sea nada sórdido.

—En absoluto. —Charlotte la miró, descubriendo de repente que mentir a la anciana le reportaba satisfacción—. Es una chica de buena familia pero pocos recursos que desea mejorar su posición. Estoy segura de que comprenderás la situación, abuela.

La mujer observó a su nieta con recelo, pero no discutió. En cambio, centró la atención en Caroline.

—¡Ya hemos terminado! ¿Por qué no avisas con la campanilla para que traigan el siguiente plato? Supongo que hay otro plato, ¿verdad? No deseo pasar toda la tarde aquí sentada. Quizá tengamos visitas. ¿Quieres que nos encuentren todavía comiendo?

Con resignación, Caroline tendió la mano e hizo sonar la campanilla.

Cuando llegó la hora de marchar, Charlotte se despidió de su madre y abuela. Dominic la acompañó a la salida y se ofreció a llevarla a casa en carruaje. Conocía las circunstancias de la cuñada: si no iban juntos, ella debería tomar un ómnibus. Charlotte aceptó de buen grado, tanto por la comodidad como porque quería seguir hablando de un posible encuentro con Esmond Vanderley, quien debía ser, si Dominic tenía razón, el tío del chico muerto.

Dentro del carruaje, él la miró con escepticismo.

—Es extraño que interfieras en los romances de otras personas, Charlotte. ¿Quién es ella, para que su mejoría te haya despertado el deseo de ayudarla?

Charlotte pensó rápidamente si era aconsejable prolongar la mentira o contar a Dominic la verdad. En general, la verdad era mejor, al menos más consistente.

—No se trata de un amorío —confesó—, sino de un crimen.

—¡Charlotte!

—¡Un crimen terrible! —dijo impulsivamente—. Si descubro algo de las circunstancias en que se produjo, quizá podría evitarse que volviera a ocurrir. En serio, Dominic, se trata de algo que Thomas jamás lograría averiguar del modo que nosotros sí podríamos.

Él la miró de soslayo.

—¿Nosotros? —preguntó con cautela.

—Sí, nosotros. Estamos en posición de tener un trato social con esa familia —explicó Charlotte, intentando aparentar inocencia.

—Pero no puedo llevarte por las buenas al alojamiento de Vanderley y presentarte —replicó Dominic razonablemente.

—No, claro que no —sonrió—. Pero estoy segura de que te las ingeniarás para encontrar el momento.

Él pareció dudar.

—Todavía soy tu cuñada —presionó Charlotte—. La situación sería bastante correcta.

—¿Thomas está al corriente de todo esto?

—Aún no —mintió—. No podía contárselo sin saber antes si tú aceptarías ayudar. —No mencionó que tampoco tenía intención de hablar posteriormente a Thomas del tema.

La habilidad de Charlotte para engañar era un rasgo completamente nuevo en su carácter y Dominic tomó sus palabras al pie de la letra.

—Entonces supongo que no puedo negarme. Concertaré una cita lo antes posible.

Charlotte le estrechó la mano afectuosamente, ofreciéndole una radiante sonrisa.

—Gracias, Dominic. ¡Eres muy generoso! ¡Ten la seguridad de que este asunto es muy importante y tu colaboración muy valiosa!

—Mmm. —Dominic no estaba preparado para comprometerse más; no era demasiado prudente confiar en Charlotte cuando ella se embarcaba en alguna investigación.

Tres días más tarde, Pitt volvió a la casa de los Waybourne tras haber intentado en vano encontrar testigos: alguien que se hubiese enterado de un atraco, un secuestro o cualquier hecho en Bluegate Fields que pudiese tener relación con la muerte de Arthur Waybourne.

Empezaba a creer que en realidad no había nada que saber. Aquel asesinato tenía una naturaleza doméstica, no callejera.

Pitt y Gillivray fueron recibidos, para sorpresa de ambos, en el salón. No sólo estaba presente Anstey Waybourne, sino también otros dos hombres. Uno era delgado, de poco más de cuarenta años, pelo rubio y rizado y facciones agradables. Llevaba un traje de corte excelente, pero la distinción de la ropa provenía de la elegancia con que él se desenvolvía. El otro individuo era algo mayor y más corpulento. Las pobladas patillas presentaban alguna cana, y la nariz era carnosa y prominente.

Waybourne no sabía muy bien cómo presentarlos. No acostumbraba tratar a los policías como a sus pares sociales, pero obviamente debía informar a Pitt de quiénes eran los otros; al parecer, los dos esperaban al inspector. Waybourne resolvió el problema moviendo la cabeza en dirección al hombre mayor con un breve gesto.

—Buenas tardes, inspector. El señor Swynford ha sido tan amable de dar permiso para que usted, si todavía lo considera necesario, hable con su hijo. —Movió ligeramente el brazo para incluir en la conversación al más joven—. Mi cuñado, el señor Esmond Vanderley, ha venido a consolar a mi esposa en estos momentos tan difíciles. —Waybourne pretendió que aquellas palabras pasaran por una presentación, pero probablemente eran un aviso de la unión de la familia contra cualquier intrusión injustificada o exceso de celo que rayase en la mera curiosidad.

—Buenas tardes —contestó Pitt, y luego presentó a Gillivray.

Waybourne se sintió un poco sorprendido; aquélla no era la respuesta que esperaba, pero la aceptó.

—¿Ha descubierto algo más en relación a la muerte de mi hijo? —preguntó, y luego, mientras Pitt miraba a los demás, sonrió con una mueca—. Puede hablar sin reparos en presencia de estos caballeros. ¿De qué se trata?

—Lo siento, señor, pero no hemos averiguado nada.

—No esperaba lo contrario —repuso Waybourne—. Pero entiendo que su deber era intentarlo. Agradezco su diligencia en comunicármelo.

La frase era una despedida, pero Pitt no podía dejarse vencer tan fácilmente.

—Me temo que unos desconocidos no hubiesen tratado de ocultar el cuerpo de su hijo como lo hicieron —observó—. No tendría sentido. Hubiese sido más sencillo dejarlo donde fue atacado. De ese modo se hubiesen levantado menos comentarios, un hecho que sólo favorecería a los criminales. Además, los rateros callejeros no ahogan a la gente. Utilizan un cuchillo o una porra.

El rostro de Waybourne se ensombreció.

—¿Adónde quiere llegar, inspector? Usted fue quien dijo que mi hijo se había ahogado. ¿Duda ahora que el chico muriera de esa forma?

—No, señor, pero sí que se tratara de un asalto fortuito.

—No sé a qué se refiere. Si fue un acto premeditado, entonces, obviamente, alguien intentó secuestrarlo para pedir un rescate, y luego ocurrió alguna clase de accidente…

—Es posible. —Pitt no creía en la teoría del secuestro. Y aunque había ensayado mentalmente cómo diría a Waybourne que se trataba de un asesinato premeditado, no un accidente ni algo tan sencillo como un secuestro por dinero, en aquellos momentos, en presencia de Vanderley, Swynford y también Waybourne, los tres mirándolo y escuchándolo, olvidó las palabras y reflexionó en voz alta—: Sin embargo, si fue una operación tan calculada —continuó Pitt—, entonces descubriríamos muchas cosas si investigásemos. Casi seguro que los criminales conocían personalmente al señor Arthur o alguien cercano a él.

—Está dejándose llevar por la imaginación, inspector —dijo Waybourne fríamente—. Los miembros de mi familia no se relacionan de un modo tan azaroso como usted parece figurarse. —Miró a Gillivray, como si esperase que el sargento tuviera mejor conocimiento de los círculos sociales refinados, donde la gente no entablaba amistades fortuitas. Era necesario saber quiénes eran las personas que se conocían, de hecho, quiénes eran sus padres.

—Oh. —La expresión de Vanderley cambió ligeramente—. Arthur quizá sí. Los jóvenes pueden ser muy indulgentes, ya saben. Yo mismo he conocido gente extraña alguna que otra vez. —Esbozó una sonrisa un poco agria—. Incluso las mejores familias tienen problemas. Hasta pudo tratarse de una travesura de jóvenes que acabó trágicamente.

—¿Una travesura? —Waybourne se envaró de indignación—. La inocencia de mi hijo fue ultrajada y violada… —Las mejillas se le tensaron, incapaz de encontrar las palabras.

Vanderley se sonrojó levemente.

—Simplemente sugería la intención, Anstey, no el resultado. ¿Hay que entender por tu comentario que crees que las dos cosas están relacionadas?

Waybourne sintió incomodidad, incluso enfado consigo.

—No… yo…

Por primera vez Swynford habló; tenía una voz sonora que inspiraba confianza. Estaba acostumbrado a ser escuchado sin necesidad de llamar la atención.

—Me temo, Anstey, que al parecer alguien que el pobre Arthur conocía estaba pervertido del modo más espantoso. No te culpes. Ningún hombre decente se imaginaría algo tan abominable. Es inconcebible. Pero ahora debemos afrontar los hechos. Como dicen los oficiales, no hay otra explicación racional.

—¿Qué sugieres que haga? —preguntó Waybourne con tono sarcástico—. ¿Permitir a la policía que interrogue y moleste a mis amigos para averiguar si alguno de ellos sedujo y asesinó a mi hijo?

—Dudo que encuentres al criminal entre tus amistades, Anstey —repuso Swynford con paciencia. Estaba tratando con un hombre trastornado por la aflicción. Arranques de cólera que en otras circunstancias serían reprobables, en esos momentos eran excusados con bastante naturalidad—. Yo empezaría por mirar un poco más de cerca, a alguno de tus empleados.

El rostro de Waybourne se demudó.

—¿Sugieres que Arthur se relacionaba con el mayordomo o el lacayo?

Vanderley levantó la mirada.

—Recuerdo que, a la edad de Arthur, yo era muy buen amigo de un mozo de cuadra. Él hacía cualquier cosa con los corceles, montaba como un centauro. ¡Jesús, me moría por emularlo! El talento de ese sirviente me impresionaba más que cualquiera de las aburridas prácticas políticas de mi padre. —Hizo una mueca—. A los dieciséis años eso suele suceder.

La mirada de Waybourne se encendió ligeramente y miró a Pitt.

—Nunca pensé en tal posibilidad. Supongo que sería mejor que tuviera en cuenta al mozo de cuadra, aunque no tengo ni idea de si él monta. Es un cochero competente, pero no sabía que Arthur se interesara por…

Swynford se apoyó contra el respaldo de una silla.

—Por supuesto, también está el tutor, sea cuál sea su nombre. Un buen tutor puede ejercer una gran influencia en un chico.

Waybourne frunció el entrecejo.

—¿Jerome? Tenía referencias excelentes. Un hombre no demasiado simpático, pero sumamente capacitado, con un historial académico brillante. Impone mucha disciplina en las clases. Tiene esposa. Una mujer de reputación intachable. ¡Voy con cuidado al contratar a alguien, Mortimer!

—Claro que sí. ¡Todos lo hacemos! —dijo Swynford razonablemente, con tono apaciguador—. De todas formas, esa clase de vicio difícilmente sería de dominio público. Y el hecho de que el despreciable individuo esté casado no prueba nada.

—¡Dios santo!

Pitt recordó el rostro inteligente y hermético de Jerome, donde se reflejaba un doloroso conocimiento de su posición. No había nada que objetar a su talento o diligencia; el único problema era su cuna. El lento desarrollo de la aspereza quizá le había agriado también el carácter, probablemente de un modo irreversible después de tantos años.

Era el momento de abandonar esas reflexiones. Pero antes de que Pitt hablara, Gillivray se entrometió.

—Nosotros lo haremos, señor. Creo que hay posibilidades de descubrir algo. Tal vez usted haya encontrado ya la solución a este lamentable caso.

Waybourne suspiró despacio y relajó los músculos de la cara.

—Sí, supongo que será mejor que lo hagan. Una tarea desagradable, pero inevitable…

—Seremos discretos, señor —prometió Gillivray.

Pitt sintió irritación.

—Lo investigaremos todo —dijo el inspector con cierta mordacidad—. Hasta que hayamos averiguado la verdad o agotado todas las posibilidades.

Waybourne lo observó con aire de desaprobación, la mirada penetrante bajo las gruesas pestañas rubias.

—De acuerdo. Pueden regresar mañana y empezar con el mozo de cuadra y el señor Jerome. Bien, creo que ya he dicho todo lo que tenía que contarles. Daré instrucciones a los sirvientes para que mañana les faciliten el trabajo. Buenas tardes.

—Buenas tardes, caballeros —respondió Pitt, esta vez aceptando la despedida.

Tenía que considerar muchas cosas antes de entrevistarse con el mozo de cuadra, el tutor Jerome o cualquier otra persona. En el asunto había ya un halo de repugnancia que iba más allá de la propia tragedia. Los tentáculos que condujeron a la muerte del chico empezaban a salir a la superficie y asaltar la conciencia de Pitt.