1

El inspector Pitt se estremeció y contempló la escena con aspecto triste mientras el sargento Froggatt levantaba la tapa de la cloaca, descubriendo la abertura que había debajo. Unos escalones de hierro conducían hacia un abismo de piedra donde resonaban la corriente y el goteo distante del agua. ¿Se imaginó Pitt el ruido de las garras de las ratas al moverse?

Una ráfaga de aire húmedo ascendió desde la profundidad, y Pitt percibió inmediatamente el acre olor que provenía del fondo. Pensó en el laberinto de túneles y escaleras, las miríadas de distintos niveles, y aún más túneles formados por ladrillos legamosos que se extendían bajo la ciudad de Londres y se llevaban los desechos y los desperdicios.

—Aquí abajo, señor —dijo Froggatt apenado—. Ahí encontraron el cuerpo. Todo esto resulta raro, muy raro.

—Cierto —asintió Pitt, ajustándose más la bufanda alrededor del cuello.

Aunque sólo era principios de septiembre, el inspector tenía frío. Las calles de Bluegate Fields rezumaban un aire malsano y olían a pobreza y miseria humana. El lugar había sido en otra época un barrio próspero, lleno de casas altas y elegantes, zona de residencia de mercaderes. En la actualidad era uno de los barrios portuarios más peligrosos de Inglaterra, y Pitt estaba a punto de descender a las alcantarillas para examinar un cadáver que había aparecido junto a las enormes compuertas que cortaban las mareas del Támesis.

—¡Muy bien!

Froggatt se apartó, determinado a no ser el primero en entrar al agujero abierto, camino de las cavernas húmedas y oscuras.

Pitt se acercó resignado al borde del orificio, se agarró a los escalones y empezó a bajar con cuidado. Mientras las tinieblas se cernían sobre él, el agua que corría por un nivel inferior se oyó más claramente. Pitt olfateó el líquido viciado, sepultado, añejo. Froggatt inició también el descenso, dejando un par de escalones de distancia entre los pies de él y las manos de Pitt.

Al llegar a las losas mojadas del fondo, Pitt se reacomodó el abrigo en los hombros y se volvió para buscar al encargado de la limpieza del alcantarillado que había comunicado el descubrimiento. Estaba allí, entre las sombras, y presentaba sus mismos colores y contornos borrosos. El individuo era bajo y de nariz puntiaguda. Vestía unos pantalones remendados con trozos de otras prendas y ceñidos a la cintura con una cuerda. Blandía un palo largo con un gancho en la punta y alrededor de las caderas llevaba una bolsa grande de arpillera. Estaba habituado a la oscuridad, los muros eternamente goteantes, el olor y las distantes correrías de las ratas. Quizá había visto tantas muestras de lo trágico, lo primitivo y lo obsceno de la vida humana que ya nada lo sorprendía. En aquellos momentos su rostro no reflejaba ninguna expresión aparte de un natural recelo hacia la policía y cierto sentido de su propia importancia, dado que las cloacas eran su dominio.

—Viene a recoger el cuerpo, ¿no? —Estiró el cuello para comprobar la estatura de Pitt—. Es muy extraño. No debe hacer mucho tiempo que el muerto está aquí; de lo contrario, las ratas hubiesen dado cuenta de él. No presenta mordeduras. Me pregunto quién habrá sido capaz de una cosa así.

Al parecer, se trataba de una pregunta retórica, ya que el hombre, en lugar de esperar una respuesta, se volvió y se alejó corriendo por el enorme túnel. A Pitt le recordó a un pequeño roedor corriendo por los adoquines mojados. Froggatt siguió a los dos, ajustándose el sombrero hongo hasta las orejas y chapoteando ruidosamente con los chanclos.

Al doblar una esquina, se encontraron frente a las grandes compuertas del río, cerradas contra la marea ascendente.

—¡Ahí! —anunció el individuo con autoridad, y señaló el cuerpo pálido que yacía de costado tan modestamente como era posible. El cadáver estaba desnudo por completo, tumbado sobre las piedras negras, al lado del canal.

Pitt se sobresaltó. Nadie lo había advertido de que el muerto careciese de la decencia que habitualmente proporciona la ropa ni fuese tan joven. La piel era lisa y suave, apenas un discreto bozo en las mejillas. El estómago plano, los hombros pequeños. Pitt se arrodilló, olvidándose de los ladrillos legamosos.

—El fanal, Froggatt —pidió el inspector—. ¡Tráigalo aquí, hombre! ¡Aguántelo firme!

Resultaba injusto enfadarse con Froggatt, pero la muerte, sobre todo cuando se trataba de un fallecimiento inútil y patético, siempre lo afectaba de ese modo.

Pitt giró el cuerpo con suavidad. El muchacho no tendría más de quince o dieciséis años. Los rasgos aún no se le habían formado por completo. El pelo, aunque estaba mojado y sucio, debía de ser rubio y ondulado, un poco más largo que el usual. A los veinte hubiese sido un chico guapo, cuando la cara hubiese tenido tiempo de madurar. En aquellos momentos, el chaval había palidecido, un poco hinchado de agua, y sus ojos claros estaban abiertos.

Pero la suciedad sólo era superficial; bajo las ropas, se notaba que había recibido buenos cuidados. No se apreciaba la mugre arraigada de aquéllos que no se lavan y se ponen las mismas prendas un mes seguido. El chico era delgado, pero se trataba únicamente de la naturaleza de la juventud, no el azote del hambre.

Pitt le cogió una mano y la examinó. La flojedad no era sólo debida a la flaccidez de la muerte. La piel no presentaba callos, ni ampollas, ni restos de mugre como la de un zapatero remendón, un trapero o un barrendero. Las uñas estaban limpias y bien cortadas.

Seguro que el muchacho no procedía de la pobreza irritante y opresora de Bluegate Fields. Pero ¿por qué iba desnudo?

Pitt miró al limpiador de las cloacas.

—¿Aquí abajo las corrientes son suficientemente fuertes para despojar a una persona de sus ropas? —preguntó—. ¿Acaso si estuviera debatiéndose, ahogándose?

—Lo dudo. —El hombre sacudió la cabeza—. Quizá en invierno, cuando llueve mucho. Pero no ahora. En cualquier caso, las botas no se saldrían. El cuerpo no debe hacer mucho que está aquí, de lo contrario las ratas se habrían encargado de él. Un par de años atrás, el hijo de otro limpiador resbaló y se ahogó; los roedores lo devoraron hasta dejarlo en los huesos.

—¿Cuánto cree usted?

El individuo meditó unos instantes, permitiendo a Pitt saborear su pericia antes de contestar.

—Unas horas —dijo al fin—. Depende de por dónde cayera. De todas formas, pocas horas. La corriente no se lleva unas botas. Las botas siguen puestas.

Pitt debería haber pensado en ese detalle.

—¿Encontró ropas? —preguntó, aunque no estaba seguro de si podía esperar una respuesta sincera.

Cada limpiador tenía su propio tramo de canal, celosamente vigilado. No resultaba un trabajo tan absorbente como la organización de un sufragio. La recompensa consistía en las cosas que se acumulaban bajo las rejas: monedas, a veces de oro, y alguna que otra joya. Incluso para la ropa se encontraba un buen mercado. Había fábricas donde se explotaba a mujeres que pasaban dieciséis o dieciocho horas al día sentadas, descosiendo y volviendo a coser prendas viejas.

Froggatt movió el fanal por encima del agua, pero no se vio nada excepto la superficie oscura y aceitosa.

—No —respondió el limpiador—. No he encontrado nada, si no ya lo hubiese dicho. Y registro el lugar con regularidad.

—¿Nadie trabaja con usted? —preguntó Pitt.

—No, todo esto es mío. Nadie más viene aquí, y yo no he encontrado nada.

Pitt lo miró, sin estar seguro de creerlo. En caso de que el hombre ocultase algo, ¿superaría su avaricia a su temor natural a la policía? Un cuerpo tan bien cuidado como aquél podía haber vestido ropas bastante caras.

—¡Lo juro por Dios! —protestó el limpiador, mezclando la santurronería con las primeras muestras de miedo.

—Tómele el nombre —ordenó Pitt a Froggatt—. Si descubrimos que ha mentido, lo acusaré de robo y obstrucción a la autoridad. ¿Comprende?

—¿Nombre? —repitió Froggatt con creciente mordacidad.

—Ebenezer Chubb.

—¿El apellido se escribe con dos «bes»? —Froggatt dejó el fanal sobre un saliente, sacó una libreta y escribió.

—Sí, así es. Pero juro que…

—Muy bien. —Pitt estaba satisfecho—. Ahora ayúdenos a sacar a este pobre muchacho y llevarlo hasta el carromato funerario. Supongo que se ahogaría. Desde luego lo parece. No aprecio señales que indiquen otra posibilidad, ni siquiera un morado. Pero mejor que nos aseguremos.

—Me pregunto quién sería ese chico —señaló Froggatt. El sargento siempre hacía la ronda en Bluegate Fields y estaba acostumbrado a la muerte. Cada semana encontraba niños fallecidos de inanición en los callejones o a las puertas de las casas. Y también ancianos consumidos por la enfermedad, el frío o el abuso del alcohol—. Supongo que jamás lo sabremos. —Hizo una mueca—. ¡Pero que me aspen si entiendo cómo se las arregló para llegar aquí abajo desnudo como un recién nacido! —Miró al limpiador con cara de pocos amigos—. De todas formas, he anotado cómo se llama usted, amigo mío, y sabré dónde encontrarlo, llegado el caso.

Cuando Pitt regresó aquella noche a su dulce hogar, donde las jardineras de las ventanas despedían pulcritud y las escaleras habían sido fregadas, no mencionó el suceso. Había conocido a su esposa Charlotte cinco años atrás, en 1881, cuando visitó la casa confortable y respetable de los padres de ella para investigar los crímenes de Cater Street. Se había enamorado de ella en el acto, sin esperar que la hija de una casa de tanta categoría lo considerase algo más que un personaje tristemente ligado a la tragedia, alguien a quien debía tratarse con cortesía pero a distancia.

Increíblemente, Charlotte también aprendió a amarlo. Y aunque los padres no vieron la relación con buenos ojos, no pudieron negarse a una boda deseada por una hija tan voluntariosa y escandalosamente franca como Charlotte. La alternativa al matrimonio era permanecer indefinidamente en casa, compartiendo una señorial vida de ocio con la madre, o dedicarse a obras de caridad.

Desde entonces, Charlotte se había interesado por varios casos de su marido, asumiendo a menudo considerables riesgos. Incluso mientras estaba embarazada de Jemima, no había vacilado a la hora de unirse a su hermana Emily para investigar en el asunto de Callander Square. En aquellos momentos, el segundo hijo de la pareja, Daniel, sólo tenía unos meses, y aunque ella contaba con la ayuda de la criada, Gracie, siempre estaba ocupada en muchas cosas. No tenía sentido angustiar a Charlotte con la historia del joven cadáver encontrado en las cloacas de Bluegate Fields.

Cuando Pitt entró, Charlotte se encontraba en la cocina, planchando ropa. Él volvió a pensar en lo hermosa que era su esposa: la firmeza del rostro, los pómulos altos y el abundante y vistoso cabello.

Ella le sonrió, y la mirada transmitió el calor del amor. Pitt percibió el afecto de Charlotte, como si de alguna forma secreta su mujer supiese qué sentía él, o comprendiese cualquier cosa que dijese, tanto con palabras agradables o inoportunas. Era la sensación de volver a estar en casa.

Pitt se olvidó del chico, las compuertas y el olor de las cloacas, inundado de la tranquila seguridad del hogar. Besó a Charlotte y luego echó un vistazo a los objetos familiares: la mesa libre de polvo, cubierta por un mantel blanco, el jarrón de las margaritas, el parque de Jemima en una esquina, la ropa limpia esperando ser zurcida y una pequeña pila de cubos coloreados que él había pintado a modo de juguete, el favorito de Jemima.

Charlotte y Pitt cenarían y después se sentarían junto a la vieja estufa, a hablar de toda clase de cosas: recuerdos buenos y malos, nuevas ideas que luchaban por coger forma y pequeños incidentes de la jornada.

Pero hacia el mediodía del día siguiente, repentina y desagradablemente, Pitt volvió a tener noticias sobre el cuerpo hallado en Bluegate Fields. Estaba sentado en su desordenado despacho, mirando unos papeles que había encima del escritorio y tratando de descifrar sus propias anotaciones, cuando un agente llamó a la puerta y, sin esperar respuesta, entró directamente.

—El cirujano de la brigada ha venido a verlo, señor. Dice que es importante. —Y, sin más, abrió más la puerta e hizo pasar a un hombre fornido y acicalado de elegante barba gris y canoso cabello rizado.

—Me llamo Cutler —se presentó—. ¿Usted es Pitt? He estado examinando ese cadáver de las cloacas de Bluegate Fields. Un asunto feo.

Pitt dejó las anotaciones y lo miró.

—Cierto. —Se esforzó por ser amable—. Una verdadera desgracia. Supongo que el chico se ahogó. No vi en el cuerpo señales de ninguna clase de violencia. ¿O acaso murió de causas naturales? —Pitt no creía en esa posibilidad. En primer lugar, ¿dónde estaban las ropas? ¿Y qué demonios hacía el muchacho allí abajo?—. Imagino que no tiene idea de quién era él. ¿Nadie reclamó su desaparición?

Cutler gesticuló una mueca.

—Difícilmente. No acostumbramos exhibir los cadáveres en público.

—Pero ¿se ahogó? —insistió Pitt—. ¿No fue estrangulado, envenenado o asfixiado?

—Pues no. —Cutler cogió una silla y se sentó como si se preparase para una larga estancia—. Se ahogó.

—Gracias. —Pitt pronunció la palabra a modo de despedida. Seguramente no había más que decir. Quizá se descubriría quién era el chico, tal vez no. Dependía de si sus padres o tutores denunciaban la desaparición y se nombraba una comisión de investigación antes de que fuese demasiado tarde para identificar el cadáver—. Ha hecho bien en visitarme tan pronto —añadió en una especie de ocurrencia tardía.

Cutler permaneció sentado en la silla.

—Debo decir que no se ahogó en las cloacas —anunció él.

—¿Qué? —Pitt se irguió, sorprendido.

—No se ahogó en las cloacas —repitió Cutler—. El agua de los pulmones está tan limpia como la de la bañera de mi casa. De hecho, así podría haber sido. ¡Incluso contenía un poco de jabón!

—¿Qué diablos quiere decir?

Cutler hizo una mueca de tristeza.

—Justo lo que he dicho, inspector. El chico se ahogó en una bañera. Cómo llegó hasta las cloacas, no tengo ni idea. Afortunadamente, descubrirlo no es tarea mía. Pero me sorprendería que ese chaval hubiese estado alguna vez en Bluegate Fields.

Pitt asimiló la información despacio. ¡En una bañera! Alguien que no pertenecía a los barrios bajos. Él ya había medio llegado a esa conclusión tras ver el cuerpo limpio y firme. La confirmación de sus sospechas no debería haberlo sorprendido.

—¿Un accidente? —Sólo se trataba de una pregunta formal. El cadáver no presentaba señales de violencia, ni morados en la garganta, los hombros o los brazos.

—No lo creo —respondió Cutler.

—¿Por el lugar donde fue encontrado? —Pitt sacudió la cabeza, descartando la idea—. Eso no demuestra que fuese un asesinato, sólo la manipulación del cuerpo. Una ofensa, por supuesto, pero no algo tan grave como un crimen.

—Los morados. —Cutler enarcó las cejas.

Pitt frunció el entrecejo.

—No vi ninguno.

—En los talones, y bastante marcados. Si se atacase a un hombre que estuviese en la bañera, sería más sencillo ahogarlo cogiéndolo de los talones y levantándolo, de manera que la cabeza quedase sumergida, que tratando de empujarlo por los hombros hacia abajo, dejándole los brazos libres para defenderse.

Pitt imaginó la escena a desgana. Cutler tenía razón. Sería un movimiento fácil y rápido: sujetar los talones con fuerza unos instantes y todo habría terminado.

—¿Cree que fue asesinado? —preguntó Pitt.

—Era un joven de constitución fuerte, y al parecer gozaba de excelente salud. —Cutler vaciló, y una sombra de aflicción se cernió sobre su rostro—. Menos en un aspecto, del que le hablaré. En el cuerpo no había señales de heridas excepto las de los talones, y desde luego el chico no sufrió ninguna conmoción cerebral producida por una caída. ¿Por qué se ahogaría entonces?

—Usted dijo que la salud del muchacho estaba mermada por algo. ¿De qué se trataba? ¿Quizá se desmayó?

—No a causa de la enfermedad. Estaba empezando a desarrollar las primerísimas fases de sífilis. Sólo presentaba algunas lesiones.

Pitt lo miró.

—¿Sífilis? Pero usted señaló que el mozalbete provenía de buena cuna. ¡Y no tenía más de dieciséis años! —protestó el inspector.

—Lo sé. Y aún más.

—¿Más?

El rostro de Cutler pareció envejecer de repente. Se pasó la mano por la cabeza, como si le doliera.

—Había mantenido relaciones homosexuales —respondió.

—¿Está seguro? —Pitt se resistió a creerlo. Su inteligencia sabía que era cierto, pero las emociones se rebelaban.

La mirada de Cutler se encendió de irritación.

—Por supuesto que estoy seguro. ¿Acaso piensa que ésa es la clase de hecho sobre la que me atrevería a especular?

—Lo siento —dijo Pitt. La situación era estúpida. De todos modos, el chico ya estaba muerto. Quizá por eso la información de Cutler trastornó tanto a Pitt—. ¿Cuánto hacía?

—No mucho. Por lo que pude ver al examinar el cuerpo, unas ocho o diez horas.

—En algún momento de la noche, antes de que lo encontrásemos —remarcó Pitt—. Supongo que tal conclusión es obvia. ¿Imagino que no tiene idea de quién era el chico?

—Alguien de clase media alta —dijo Cutler, como si pensara en voz alta—. Probablemente recibía clases particulares. Había un poco de tinta en un dedo. Bien alimentado. No creo que jamás hubiese pasado hambre o realizado trabajos pesados. Practicaría deportes de vez en cuando, posiblemente cricket o algo parecido. La última comida fue cara: faisán, vino y bizcocho de jerez. No, decididamente no era un habitante de Bluegate Fields.

—Maldita sea —murmuró Pitt—. Alguien debería notar su ausencia. Tendremos que descubrir quién era antes de enterrarlo. Y usted deberá esforzarse por dejar el cadáver en condiciones de ser reconocido.

El inspector ya había pasado anteriormente por esa clase de situaciones: la comparecencia de los padres, pálidos y con el estómago encogido, asolados por la esperanza y el miedo, para comprobar la identidad del muerto; luego el sudor, antes de tener el valor de mirar, seguido de las náuseas, el alivio o la desesperación; el final de la esperanza o vuelta de nuevo a un estado de incertidumbre, a la espera de la próxima ocasión.

—Gracias —dijo Pitt—. Le avisaré tan pronto sepamos algo.

Cutler se levantó y se marchó en silencio, consciente también de todo el trabajo que se avecinaba.

La faena será ardua y lenta, pensó Pitt, y alguien deberá ayudar al doctor. Si se trataba de un asesinato, y Pitt no podía ignorar esa posibilidad, entonces él debería afrontar el caso como tal, acudir al inspector jefe Dudley Athelstan y solicitar el nombramiento de una comisión policial para que descubriera la identidad del chico mientras aún fuese reconocible.

—Supongo que todo esto es necesario. —Athelstan se reclinó en la silla acolchada y miró a Pitt con escepticismo. Pitt no le caía bien. ¡El hombre se daba aires de superioridad sólo porque la hermana de su esposa se había casado con alguien con título! Y aquél asunto de un cadáver en las cloacas era muy desagradable, no la clase de incidente que Athelstan desease conocer. Estaba considerablemente por debajo del nivel de dignidad que él había alcanzado y aún más de al que intentaba llegar con el tiempo y un comportamiento sensato.

—Sí, señor —respondió Pitt con aspereza—. No podemos permitirnos desatender este caso. El chico podría haber sido víctima de secuestro y asesinato. El cirujano de la brigada asegura que era de buena familia, probablemente culto, y su última comida consistió en faisán y bizcocho de jerez. Difícilmente el almuerzo de un obrero.

—De acuerdo —replicó Athelstan con brusquedad—. Entonces será mejor que coja todos los hombres que necesite y descubra quién era ese muchacho. ¡Y por Dios, trate de ser discreto! No ofenda a nadie. Llévese a Gillivray, al menos él sabe cómo comportarse ante gente de alcurnia.

¡Gente de alcurnia! Sí, Gillivray sería la elección de Athelstan para asegurarse de calmar la sensibilidad violentada de la «alcurnia», forzada a afrontar la desagradable visita de la policía.

En primer lugar había que realizar la labor de comprobar en todas las comisarías de la ciudad las denuncias de jóvenes desaparecidos del hogar o instituciones académicas. Resultó una tarea tan aburrida como desalentadora. En repetidas ocasiones, el resultado sólo fue encontrar gente asustada y escuchar historias de tragedias sin resolver.

El sargento Harcourt Gillivray no era un compañero que Pitt hubiese escogido: joven, de pelo rubio, un rostro afable y sonrisa fácil, de hecho, demasiado fácil. Vestía ropas elegantes; chaqueta con botones hasta arriba y cuello de la camisa almidonado, y un poco torcido, como el de Pitt. Y siempre parecía capaz de pisar tierra firme, mientras Pitt se encontraba constantemente sobre arenas movedizas.

Al cabo de tres días, los dos visitaron la georgiana casa de piedra gris del señor Anstey y la señora Waybourne. A esas alturas, Gillivray se había acostumbrado a la negativa de Pitt a utilizar la puerta de servicio. La decisión satisfacía su sentido de la posición social, y el sargento estaba dispuesto a aceptar el razonamiento de Pitt de que en una misión tan delicada como aquélla sería una indiscreción permitir que los sirvientes se enterasen de sus propósitos.

El mayordomo los autorizó a que entrasen con una mirada de resignación. Mejor tener a los policías en la sala del desayuno, donde nadie podía verlos, que en la escalinata delantera, para que toda la calle lo supiera.

—El señor Anstey lo recibirá dentro de media hora, señor… eh… señor Pitt. Si es tan amable de esperar aquí. —Se volvió, abrió la puerta y se marchó.

—Se trata de un asunto un poco urgente —dijo Pitt con voz afilada. Vio que Gillivray hacía una mueca. Los mayordomos debían ser tratados con la misma dignidad que los patrones a quienes representaban, y la mayoría era perfectamente consciente de ello—. No es algo que pueda esperar —prosiguió Pitt—. Cuanto antes y más discretamente se solucione, menos penoso resultará.

El mayordomo vaciló, sopesando las palabras de Pitt. El término «discretamente» inclinó la balanza.

—Sí, señor. Informaré al señor Anstey de que usted está aquí.

De todas formas, Anstey Waybourne tardó veinte minutos en aparecer. Al entrar, cerró la puerta, de la sala. Levantó las cejas con expresión interrogativa, mostrando una ligera aversión. Tenía semblante pálido y patillas pobladas y claras. Apenas Pitt lo vio, supo la identidad del chico muerto.

—Señor Anstey —dijo Pitt—, creo que usted denunció la desaparición de su hijo Arthur, ¿no es así?

Waybourne hizo un pequeño gesto de desaprobación.

—Fue mi esposa, señor… —Pero desestimó la necesidad de recordar el nombre de un simple policía. Pitt y Gillivray eran personajes anónimos, igual que los criados—. Estoy seguro de que no hace falta que usted se preocupe. Arthur tiene dieciséis años y sin duda estará haciendo alguna de las suyas. Mi esposa es demasiado protectora. Las mujeres suelen serlo, ya sabe, forma parte de la naturaleza femenina. No saben dejar crecer a los hijos, quieren que siempre sigan siendo niños.

Pitt se compadeció de aquel hombre. La confianza y la tranquilidad eran estados muy frágiles. Y él estaba a punto de destruir su seguridad, el mundo en que, según creía, se encontraba a salvo de las sórdidas realidades que Pitt representaba.

—Lo siento, señor —replicó el inspector con serenidad—. Pero hemos encontrado el cadáver de un chico que pensamos podría ser su hijo. —No tenía sentido dar vueltas al asunto, tratar de entrar despacio en materia. No resultaba un método más suave, sólo más largo.

—¿Muerto…? ¿Qué quiere decir? —Waybourne intentaba desechar la idea.

—Ahogado, señor —concretó Pitt, al tiempo que percibía la desaprobación de Gillivray. El sargento hubiese preferido no ser tan directo, abordar la cuestión desde distintos ángulos, un método que a Pitt se le antojaba torturante—. Se trata de un chico de pelo rubio, alrededor de dieciséis años y un metro setenta y cinco de estatura. De buena familia, a juzgar por su aspecto. Desafortunadamente, no llevaba encima ninguna identificación. Es necesario que alguien venga y reconozca al cuerpo. Si prefiere no asistir usted en persona, por si al final no fuera su hijo, podremos aceptar la palabra…

—¡No sea ridículo! —exclamó Waybourne—. Estoy seguro de que no es Arthur. Pero iré y lo ratificaré yo mismo. No se envía a un criado para tal cometido. ¿Dónde está?

—En el depósito de cadáveres de Bishop’s Lane, en Bluegate Fields.

El rostro de Waybourne se demudó. Aquello le resultaba inconcebible.

—¡Bluegate Fields!

—Sí, señor. Me temo que allí es donde fue encontrado.

—Entonces es imposible que sea mi hijo.

—Espero que así sea, señor. Pero parece tratarse de un chico de buena familia.

Waybourne enarcó las cejas.

—¿En Bluegate Fields? —preguntó con sarcasmo.

Pitt decidió no discutir más.

—¿Prefiere venir con nosotros, señor, o en su propio carruaje?

—En mi carruaje, gracias. No me gustan los vehículos del servicio público. Me reuniré allí con ustedes dentro de treinta minutos.

Pitt y Gillivray se marcharon y cogieron un carruaje para dirigirse al depósito ya que, obviamente, Waybourne no deseaba que lo acompañaran.

El trayecto no fue largo. Salieron rápidamente de los barrios elegantes y se introdujeron en las calles estrechas y mugrientas de la zona portuaria, rodeados por el olor del río y la espesa niebla. Bishop’s Lane era un lugar sombrío. Hombres anónimos iban y venían, atareados en sus asuntos.

El depósito estaba sucio, pues se dedicaban menos esfuerzos a la limpieza que en un hospital. En la sala sólo estaba el celador, un hombrecillo de cara morena, ojos un poco rasgados y cabello rubio. Parecía un individuo dócil y templado, una personalidad adecuada para el trabajo que desempeñaba.

—Sí, señor —dijo a Gillivray—. Sé a qué chico se refiere. El caballero que ha de comprobar el cuerpo aún no ha llegado.

No había nada que hacer, excepto esperar a Waybourne. Al final tardó no media sino casi una hora. Si era consciente de la demora, no dio señales de ello. Seguía irritado, su expresión lo reflejaba claramente, como si hubiese sido llamado para realizar un deber innecesario, requerido sólo porque alguien había cometido un estúpido error.

—¿Y bien? —Waybourne entró sin prestar atención al celador del depósito y Gillivray. Miró a Pitt con las cejas enarcadas y se ajustó el abrigo. Hacía frío en el recinto—. ¿Qué quiere que vea?

Gillivray se sintió incómodo y cambió de posición. No había visto el cadáver ni sabía dónde había sido encontrado. Curiosamente, tampoco lo había preguntado. Consideraba aquel trabajo un mero trámite que satisfacía la manera de ser de su superior: una tarea a realizar y olvidar lo antes posible. Prefería la investigación de algún robo, sobre todo si lo había sufrido un miembro de las clases acomodadas. La relación discreta y reposada con esas personas en acto de servicio resultaba una forma agradable de promover su carrera.

Pitt sabía qué iba a suceder: el dolor ineludible, la lucha por encontrar las razones del horror, el rechazo a admitir la realidad hasta el último e inevitable momento.

—Por aquí, señor. Le advierto… —De repente, Pitt contempló a Waybourne como a un igual, un hombre de su misma posición, quizá incluso con superioridad, pues él conocía la muerte y había sentido aflicción y rabia ante lo inevitable. Pero al menos la costumbre del trabajo le permitía controlar el estómago—. Me temo que no resultará una experiencia grata.

—Vamos allá de una vez —señaló Waybourne bruscamente—. No tengo todo el día para dedicar a este asunto. Y presumo que cuando lo haya convencido de que no es mi hijo, usted tendrá más gente a quien visitar.

Pitt guio el camino hacia la sala blanca y sin mobiliario donde el cadáver yacía sobre una mesa y apartó con cuidado la sábana que cubría el rostro. No tenía sentido mostrar el resto del cuerpo, ya que la autopsia había dejado grandes heridas.

Pitt sabía que no había error posible: los rasgos eran demasiado parecidos; el pelo rubio ondulado, la nariz larga y tersa, los labios gruesos.

Waybourne profirió un leve gemido y palideció por completo. Se tambaleó un poco, como si la habitación se hubiera movido bajo sus pies.

Por unos instantes, Gillivray se sintió demasiado sobrecogido para reaccionar, pero el celador había presenciado la misma escena más veces de las que podía recordar. Esa clase de situaciones representaba la peor parte de su trabajo. Tenía una silla preparada y, apenas las rodillas de Waybourne flaquearon, lo ayudó a sentarse como si aquello no fuese un colapso sino un simple tomar asiento.

Pitt volvió a cubrir la cara del cadáver.

—Lo siento, señor —musitó el inspector—. ¿Identifica este cuerpo como el de su hijo Arthur Waybourne?

Waybourne intentó hablar pero no le salía la voz. El celador le ofreció un vaso de agua, y él tomó un trago.

—Sí… —dijo Waybourne al final—. Sí, es mi hijo Arthur. —Cogió el vaso y bebió un poco más, lentamente—. ¿Sería tan amable de decirme dónde fue encontrado y cómo murió?

—Por supuesto. Se ahogó.

—¿Ahogado? —Waybourne estaba asustado. Probablemente nunca había visto el rostro de un ahogado y no sabía interpretar la carne hinchada y la piel blanca como el mármol.

—Sí. Lo siento.

—¿Ahogado? ¿Cómo? ¿En el río?

—No, señor, en una bañera.

—¿Quiere decir que… se cayó? ¿Se golpeó la cabeza o algo así? ¡Vaya ridiculez! ¡Es la clase de accidentes que sufren los ancianos! —El proceso de negarse a aceptar la realidad ya había empezado, como si lo absurdo del hecho impidiera de algún modo que fuese cierto.

Pitt inspiró y expiró lentamente. La evasión no era posible.

—No, señor. Al parecer, su hijo fue asesinado. El cuerpo no fue hallado en una bañera, ni siquiera en una casa, sino en las cloacas de la zona de Bluegate Fields, empotrado contra las compuertas del Támesis. De no haber sido por un limpiador diligente, tal vez jamás lo hubiésemos descubierto.

—Se equivoca, inspector —protestó Gillivray—. ¡Claro que lo hubiésemos encontrado! —El sargento quería contradecir a Pitt, demostrar que estaba equivocado en algo, como si de alguna manera el error pudiese desmentir todas las afirmaciones hechas hasta entonces—. El cuerpo no hubiese desaparecido. Eso es una tontería. Incluso en el río… —Gillivray vaciló, y decidió que el tema era demasiado desagradable.

—Las ratas —dijo Pitt sencillamente—. Si el cadáver hubiese pasado veinticuatro horas más en las cloacas, no habría aparecido en un estado reconocible. Una semana, y sólo hubiese quedado el esqueleto. Lo siento, señor. Anstey, pero su hijo fue asesinado.

Waybourne se mostró visiblemente contrariado, y los ojos brillaron en su pálido semblante.

—¡Eso es absurdo! —La voz sonó con fuerza, incluso estridente—. ¿Quién diablos querría matar a mi hijo? ¡Tenía dieciséis años! Era bastante inocente en todos los aspectos. Nosotros llevamos una vida perfectamente correcta y ordenada. —Tragó saliva convulsivamente y recobró cierta compostura—. Usted se ha mezclado demasiado con los criminales y la gente de las clases bajas, inspector. Pero puedo asegurarle que nadie deseaba a Arthur ningún mal. No había ninguna razón.

Pitt sintió un nudo en el estómago. Había llegado la parte más dolorosa del asunto: los hechos que Waybourne consideraría intolerables, de imposible aceptación.

—Lo siento. —Pitt tuvo la impresión de que empezaba cada frase con una disculpa—, pero su hijo sufría las primeras fases de una enfermedad venérea y había mantenido relaciones homosexuales.

Waybourne lo miró mientras su rostro enrojecía.

—¡Eso es una obscenidad! —exclamó. Se removió en la silla, como si fuera a levantarse, pero las piernas le flaquearon—. ¿Cómo se atreve a decir algo así? ¡Haré que lo despidan! ¿Quién es su superior?

—Yo no determiné el diagnóstico sino el cirujano forense.

—¡Entonces ese hombre es un necio incompetente! ¡Me encargaré de que jamás vuelva a ejercer! ¡Menuda infamia! Está claro que Arthur fue secuestrado, pobre chico, y asesinado por sus raptores. Si… —tragó saliva—, si abusaron de él antes de matarlo, entonces también debe acusar a los criminales de ese delito. ¡Y lograr que sean colgados! En cuanto a la otra cuestión… —Hizo un rápido movimiento cortante con la mano—. En fin, es imposible. ¡Exijo que el doctor de nuestra familia examine el cuerpo y refute esta calumnia!

—Muy bien, señor —asintió Pitt—. Pero él encontrará las mismas evidencias, y todas conducen a un único corolario: el ofrecido por el forense.

Waybourne tragó saliva y respiró con dificultad. La voz, cuando salió, sonó estridente.

—¡Mentira! No soy un cualquiera, señor Pitt. Tengo influencias y me ocuparé de que no se inflija ese monstruoso agravio a mi pobre hijo o el resto de mi familia. Que tengan un buen día. —Se levantó tambaleándose, abandonó la habitación, subió por las escaleras y salió a la luz del día.

Pitt se mesó el cabello.

—Pobre hombre —musitó más para sí que para Gillivray—. Con esa actitud sólo conseguirá que las cosas le vayan peor.

—¿Está seguro de que realmente se trata de…? —preguntó Gillivray con inquietud.

—¡No sea estúpido! —Pitt se cogió la cabeza entre las manos—. ¡Claro que estoy seguro!