Mis mejores amigos en aquellos días de verano se llamaban Mike Levey, Anthony Robbins y Tony Little. Eran los presentadores de las teletiendas que veía de madrugada en la parabólica de mis padres. Levey promocionaba los más absurdos electrodomésticos en Amazing Discoveries, Robbins era el gran embaucador de la autoayuda gracias al método Personal Power y Little se vendía como el gurú de los aparatos de gimnasia. Repetían con tanto entusiasmo el imperativo «Call now!» que la expresión se convirtió en mi personal, intransferible e incomprensible coletilla de aquellas semanas. Justificaba mi extraña adicción con la idea de que esos programas genuinamente americanos mantenían vivo mi cordón umbilical con California y los veía por nostalgia, un razonamiento que sonaba a excusa barata de solitario trastornado sin ocupación. Pasaba las noches tan fascinado por la meticulosa multidifusión de esos falsos magazines que llegué a aprenderme sus diálogos.
Al menos ejercitaba la memoria, aunque fuera con algo tan inútil.
Era el verano más desasosegante de mi vida. No sólo por la falta de actividades o la previsible rutina. Había algo más. En septiembre acabaría la carrera; si la profesora Arroyo se atrevía a suspenderme otra vez, no descartaba prender fuego a la facultad y cumplir la condena que me fuera impuesta. La salida laboral natural para Filología era buscar plaza como profesor, pero no localizaba la motivación que requería preparar el CAP durante un año, matricularme en primavera para las oposiciones, aprobar después el examen escrito y la prueba oral, y rezar para que el instituto que me adjudicaran al año siguiente no estuviera en el otro extremo de España.
Tras mi último aprobado sólo vislumbraba abismo.
La colaboración en la revista de la Cámara de Comercio parecía segura, aunque con ese único salario no podría seguir en el piso de Jandro. En la emisora de radio las cosas no iban viento en popa; planeaban recortar gastos superfluos, y nadie había más sobrante que yo mismo. Sabía, gracias al dueño de la sala Armonía, que mi agenda de conciertos le reportaba setenta mil pesetas a la emisora, así que había esperado a que llegara el verano para solicitar una reunión con el director y pedirle un comprensible aumento de sueldo. Tardó varios días en concederme audiencia y cuando por fin me recibió, usé verbo florido, tono lastimero e intención hiperbólica según tocara. Era todo un privilegio formar parte de la gran familia de la radio —ni me puse colorado al soltar tamaña patraña—, ensalcé mi aportación al mundo cultural de la ciudad, me inventé una positiva repercusión entre los promotores locales y señalé que, aunque corto en apariencia, mi trabajo suponía una dedicación que iba mucho más allá de los minutos emitidos. Me escuchó con gesto neutro y una impaciencia que sugería total ausencia de interés. Al finalizar mi exposición, me preguntó sin ironía:
—¿Y…?
O no había pillado la diáfana intención de mi discurso o era un redomado cabronazo. O ambas cosas a la vez.
—Bueno, quería pedir un aumento de sueldo —rematé con un inevitable tonillo de obviedad. Tuve que morderme la lengua para no decirle que sabía cuánto ganaba la emisora con mi curro.
Levantó las cejas en señal de sincero asombro: ni se le había pasado por la cabeza revisar mis parcos honorarios. La certeza de su indolencia disparó una súplica revestida de dignidad:
—Creo que es justo valorar el trabajo de la gente.
Entrelazó las manos sobre la mesa y sonrió:
—Pero, Pepe, ¿qué mayor valoración se le puede hacer a una persona que permitirle realizarse haciendo el trabajo que le gusta?
No podía creer el profundo menosprecio que encerraba su galimatías. Era demasiado tarugo para elaborar un sarcasmo, así que deduje que hablaba en serio, lo cual era más ofensivo aún. Me quedé de piedra. Me sentía tan rígido que un par de operarios podrían haberme transportado como a un mueble y dejarme fuera, al lado de los cubos de basura. Nadie me recogería porque no servía ni para chatarra. Me tiraría meses en la acera, reblandecido por la lluvia, criando hierbajos y pudriéndome sin perder el gesto de incredulidad ante el razonamiento de aquel imbécil.
Las sombrías perspectivas me animaron a buscar alternativas: por medio de un periodista que solía acudir a los conciertos, hablé con el redactor jefe de la sección de espectáculos en el diario local para plantearle la posibilidad de una colaboración. No me dijo que no, lo cual me pareció todo un logro, y me convocó para primeros de octubre, después de sus vacaciones, para hablar con más calma. Todo era demasiado vago e indeterminado, pero emocionante. Hice la misma jugada con la emisora local de una radio generalista, ofreciéndome a su director para conducir un programa cultural «enfocado a un target universitario», según lo definí en el ampuloso dossier que adjunté. Como experiencia alegué mi colaboración en la radio municipal; a pesar de tan minúsculo currículum creo que no le disgustó la idea, pero también me citó para después del verano.
Qué pena no haberle visto antes las orejas al lobo.
Durante ese curso había leído, por expresa recomendación de Urtubi, El Buda de los Suburbios de Hanif Kureishi, una novela sobre un joven londinense atrapado entre las culturas inglesa e hindú. Empecé a fantasear con la posibilidad de escribir yo mismo la historia de mi año en California. Podría funcionar. A veces pensaba narraciones y descripciones, incluso en voz alta. Tendría que cambiar personajes, inventar situaciones y exagerar anécdotas para convertir a mi personaje en un tremendo follador y deportista de éxito, muy popular en su high school. También sería espectador habitual de grandes conciertos tipo Madness o, ya puestos, los Police.
Eso sí, nunca hablaría de Janine, claro. Ni de Linda, aquella mujer horrible que me la había chupado en un coche.
En mi delirio imaginaba entrevistas en las que me preguntaban por mis influencias, cómo había surgido la idea del libro o cuánto tenía de autobiográfico. Me invitarían a fiestas, presentaciones, conferencias. Llevaría una vida de estrella. Empezarían las traducciones a otros idiomas. River Phoenix se interesaría por el papel protagonista en la adaptación al cine. Claro que sí, sólo tenía que empezar, me saldría sola.
No llegué a escribir ni la primera frase.
Hasta mi madre, fiel y cariñosa, había detectado la pesadumbre que arrastraba esos días. Una mañana, en la cocina, yo mojaba Campurrianas de manera mecánica en el café mientras ella preparaba los enseres de la comida. De repente, cesó la actividad y me observó sin que me diera cuenta:
—¿Qué pasa, Pepe?
La miré a los ojos. Esperó sin prisa a que me decidiera a hablar.
—¿Qué voy a hacer con mi vida en septiembre?
Respiró aliviada. La revelación de esa inquietud confirmaba que su hijo no era un ocioso despreocupado.
—Mira, de verdad pensábamos que nunca ibas a sacar el tema, ¿eh?
—¿Pensabais? ¿Te refieres a papá?
—No, me refiero a Leopoldo Calvo Sotelo.
Me miró burlona ante mi gesto de estupefacción. Estaba tan metido en mi dolor existencial que no había pillado su respuesta absurda a mi pregunta obvia. Sonreí. Con la boca y con el corazón. Aquella mujer, además de conocerme mejor que nadie, era la única persona que jamás me juzgaría negativamente: siempre apoyaría mis decisiones. Mi sentimiento de agradecimiento era tan puro que lamenté el gamberrismo acumulado a sus espaldas.
La emoción era más amago que un verdadero arrepentimiento, pero, aun así, corroboraba mi inquebrantable amor filial.
—Y sabes que está la opción de Braulio…
Bueno, ya tardaba en salir el deprimente plan B que mis padres guardaban en la recámara y que yo intentaba ocultar bajo varias capas de olvido. Braulio era primo carnal de mi madre y dueño de la mayor empresa de mensajería en la zona. A finales del año pasado se había fusionado con otras dos compañías para iniciar una expansión con la que esperaban convertirse en una de las más importantes de España. El señor en cuestión apreciaba de corazón a mi madre —habían crecido juntos— y un buen día, en versión de mi progenitora, había llamado a casa para ofrecerme trabajo en cuanto acabara la carrera. Supuse desde el primer momento que mi madre se lo había pedido y deduje que me había omitido ese detalle para que no pareciera que dudaba de mi capacidad para ganarme la vida.
Lo malo es que no lo parecía. Lo peor es que hacía bien en dudar.
Además, como deferencia hacia mis padres, el señor Braulio les aseguró que no tendría que repartir mucho tiempo, sólo el necesario para familiarizarme con el negocio antes de pasar a las oficinas, donde mi nivel de inglés sería muy útil para los planes de expansión del nuevo consorcio. En el fondo, aquel hombre era buena gente, pero tenía fama de inflexible, disciplinado y estricto en cuestiones laborales, tres cualidades de las que yo no andaba sobrado. A la hora de exponer las bondades de mi posible empleo, mi madre añadía que, viviendo en casa, me ahorraría los gastos de alquiler y comida. Lo decía para motivarme, ajena al hundimiento anímico que me supondría dejar la ciudad, regresar al pueblo y volver a casa para currar en una oficina que me la pelaba.
Sólo de pensarlo se me hacía un nudo muy cabrón en el estómago. Me ponía literalmente malo.
A mediados de agosto estaba a punto de estallarme la cabeza por el tedio y la indecisión sobre mi futuro. Una tarde sonó el teléfono. Al otro lado me encontré al presentador de Tarde, Bien y Siempre, el programa de radio en el que colaboraba los lunes por la tarde. Me extrañó que se tomara la molestia de despedirme él mismo.
Así de maltrecho andaba mi estado de ánimo.
—¡Ese Pepe! ¡Hijo del rock and roll!
Tampoco parecían formas de dirigirse a alguien a quien vas a echar del curro, por miserable que éste sea.
—Me oyes bien, ¿no?
Hablaba a voces para imponerse a un bullicio de bar, pero también tenía el tono teñido de esa leve euforia etílica que sólo detecta alguien que ha pasado por ella en no pocas ocasiones.
—Oye, que estoy aquí con mi amigo Cueco, el dueño de la Moon, donde el embalse de Buenbayo, la conoces, ¿verdad?
La Moon era una discoteca al aire libre, muy cerca de donde había hecho el ridículo con Fonso en la zódiac, pero justo al otro lado del embalse, en la siguiente provincia. Abría de lunes a domingo, sólo durante julio y agosto, cambiaba de dueños casi cada año y solía llenarse gracias a los turistas de un enorme camping cercano. Había ido un par de veces. Ponían pop y rock comercial, sin grandes alardes.
Me puse nervioso, para bien.
—Vale, pues resulta que el pincha tiene que irse la semana que viene, le han adelantado una guardia porque es bombero, no sé si te lo había dicho…
Bombero DJ. Ése era el nivel de la Moon.
—La cosa es que pensando pensando, pues le he dicho a Cueco, coño, que se venga Pepe, que sabe un huevo de música, ¿no? ¡Hijo del rock and roll! ¡Jajajajajajaja! Y además vives cerca, ¿no? ¿Vives cerca o qué? Espera, que te paso a éste… ¡Cueco! ¡CUECO! Habla con él, hostia.
Su euforia etílica no tenía nada de leve. Aquel engolado me había caído mal hasta ese instante. Ahora lo adoraba y sabía que le estaría eternamente agradecido. Qué volátil es el odio cuando nos acarician.
Se puso por fin el dueño de la Moon, bastante más sereno que el otro, y me explicó las condiciones: pincharía las seis últimas noches de agosto de doce a siete de la mañana. Dormiría en un piso suyo donde vivían los empleados de la discoteca y del Remate, un pub que también tenía en el pueblo, la comida iba de mi cuenta y me pagaría en total treinta mil pesetas.
Era demasiado perfecto.
—Pero claro, los discos…
—No te preocupes por eso —me interrumpió—; aquí hay discos de sobra.
Ése era el nivel.
En casa no recibieron la noticia de mi empleo temporal con la misma alegría que yo. Mi madre quería que meditara sobre mi futuro tranquilamente y mi padre deseaba seguir taladrándome en silencio para presionarme. Hablé muy serio con ellos el día antes de mi partida, al acabar de comer, aprovechando que mi hermano se había ido ese domingo a la piscina con unos amigos. Les expliqué que me enfrentaba a una encrucijada vital, que este verano era el inicio de algo distinto e importante y que era consciente de la trascendencia de las decisiones que tomara a finales de septiembre. También les comenté, con todo detalle, las gestiones que había realizado en el periódico y en la radio, lanzándome a un aluvión de metáforas sobre los sueños, los anhelos y la felicidad. Terminé mi discurso asegurándoles que si para finales de octubre no se había clarificado de una manera diáfana y digna mi futuro laboral, aceptaría la oferta de Braulio.
Los ojos encharcados de mi madre me hicieron ver que la trola se me había ido de las manos. Sólo quería algo de tiempo para pensar con calma, pero en realidad mendigaba una prórroga en la agonía de mi juventud. Mamá me abrazó con todo el amor del mundo, como esperaba, pero ver a mi padre, mudo y boquiabierto al borde de la emoción, fue la prueba definitiva de que me había pasado. La alegría de la semana que tenía por delante le había dado alas a mi discurso. Miré dentro de mí y no encontré ni un átomo de ganas o determinación de aceptar el trabajo en la mensajería, ni en octubre ni en lo que me quedaba de vida.
Me sentía mal por estar tan alegre.
El lunes llegué a Buenbayo a eso de las dos de la tarde. Además de la ropa imprescindible —incluyendo mis seis mejores camisetas— y un neceser básico, llevaba una mochila cargada de ilusión, esto es, una caja de condones. Me bajé del autobús con el 1999 de Prince bajo el brazo. Había decidido que viajar con un elepé —doble en este caso— me confería un aura de discjockey que nunca sobraba, y encima había elegido, tras ardua meditación, que cerraría cada noche con el Lady Cab Driver. Las otras dos finalistas habían sido The End de los Doors y Where Is My Mind de los Pixies. La concentración e intensidad de este debate conmigo mismo no tenía nada que envidiar a las más profundas reflexiones metafísicas de los antiguos filósofos.
Siguiendo las indicaciones de varios peatones, llegué a la dirección que me había dado Cueco. El piso ocupaba la primera planta de un edificio anodino y aislado, casi en la salida del pueblo. Me encontré el portal abierto de par en par, subí las escaleras y llamé al timbre.
Volví a llamar.
Pegué la oreja a la puerta.
Llamé de nuevo.
Cuando repasaba mentalmente el trayecto desde la parada del bus por si había visto alguna cabina de teléfono, oí unos pies arrastrándose dentro del piso. Una voz medio afónica susurró al otro lado de la puerta:
—¿Quién es?
—¡Vengo de parte de Cueco!
—¿Pero quién eres?
Esto me pasa por no contestar a lo que se me pregunta.
—Soy Pepe, el nuevo discjockey de la Moon.
La frase sonaba tan bien que me entraron ganas de repetirla a gritos.
Se abrió la puerta y me encontré una preciosa morena con toda su melena alborotada. Calzaba zapatillas de peluche, vestía camiseta corta y lucía diminutas bragas blancas. Resultaba evidente que mis timbrazos la acababan de despertar e intentaba enfocarme con unos ojazos molestos por la luz. Musitó «Hola», pero se giró sin esperar respuesta, se encerró en la primera habitación a mano izquierda y me dejó en la entrada del piso, solo y enamorado.
Entré casi a tientas. El pasillo tenía dos puertas a cada lado; tres de ellas, contando por la que había desaparecido la ninfa, estaban cerradas y la cuarta daba acceso a un gran salón comedor donde dejé la mochila y el disco de Prince. Al final del trayecto, la cocina hacía esquina con un recodo del pasillo en el que había dos cuartos de baño y la salida a una terraza nada desdeñable en la que cabían una mesa, cuatro sillas y dos tumbonas. Desde allí se divisaba el famoso camping de Buenbayo. En la penumbra de la casa había anidado el brumoso silencio que forman varias personas durmiendo al unísono. Me pareció prudente tumbarme fuera hasta que la cotidianidad se desperezara.
Me daba el sol.
Pensé en la morena, en sus bragas y en el contenido de las mismas. Me empalmé a gusto, con esa especie de minidolor placentero que provocan las erecciones puras, y me dejé caer en el sopor.
Un gramo más de felicidad en el cuerpo y hubiera estallado en pedazos.
No sé si llegué a dormirme del todo, pero al cabo de un rato espabilé con los ruidos que provenían de la cocina. Allí me encontré con una fornida chica en pantalón corto que rebuscaba en los armarios.
—Hola…
—¡JODER! —gritó sobresaltada—. ¡Menudo susto…! ¿Quién eres tú?
—Soy Pepe, el nuevo discjockey de la Moon.
Esta vez lo dije con un tono casi repelente.
Se llamaba Sonia, me preguntó si querría café del que iba a hacer y, con mucha amabilidad y paciencia, comenzó a explicarme dónde me había metido. Me cayó tan bien que me dio rabia que no me gustara nada, y eso que mientras hablaba, le apliqué el escáner de mínima follabilidad para buscar un punto de apoyo, una excusa, cualquier atisbo que justificara un magreo con ella. No encontré tetas, culo o facciones que movieran a la lujuria, así que me relajé para escucharla.
Contándome, éramos diez personas en el piso. Seis chicas en dos habitaciones y cuatro varones en un solo aposento. De esas diez personas, siete trabajábamos en la discoteca y las otras tres, incluyéndola a ella, en el Remate, aunque a veces reforzaban las barras de la Moon después de cerrar el bar. Había un bote común para los desayunos, que se pagaba cada lunes, y solían cenar en el bar de enfrente.
—Es barato, pero rico —añadió para convencerme.
Pensé que sonaba mejor al revés. Lo dejé estar.
Fue apareciendo gente por la cocina. Primero dos de las camareras, luego uno de los tíos, otras dos más tarde, un compañero después. Me iban diciendo sus nombres y los enredé todos, demasiada información de golpe. En general, ellas estaban buenas, ellos eran cordiales y todos andaban de resaca.
—Sólo tenemos Campurrianas —dijo Sonia, acercándome el café—, no sé si te gustan…
En otras palabras: el puto paraíso.
Me instalé en la habitación que me tocaba; había imaginado un barracón con dos literas y resultó ser un enorme cuarto con cuatro camas individuales. El espacio se intuía pero había que adivinarlo bajo el follón de toallas, ropa, zapatillas y ese desorden que proporciona la insistencia en el caos. Envidié que llevaran siete semanas respirando aquella anarquía de barullo y tías buenas.
Pasamos la tarde sin prisa entre anécdotas del verano, recuperaciones paulatinas de la noche anterior y trasiego en los baños. Sonia, una de las chicas y uno de mis compañeros de cuarto se fueron a las siete para el Remate. El resto cenamos en el bar de enfrente porque Cueco nos recogía a las once y media para llevarnos a la Moon en furgoneta. Pedí gazpacho delante, huevos con patatas y jamón detrás, un flan con nata para rematar y dos cervezas para acompañar.
Había empezado mi semanita en el infierno.
Aunque entraba en la categoría de discoteca, la Moon era más bien un enorme bar al aire libre. Consistía en una extensión de gravilla rodeada de prado con dos barras enfrentadas, una pista de baile con tejadillo entre ellas y una caseta apartada para los baños. Un parking casi igual de grande separaba la carretera de la propia discoteca. Todo tenía el aspecto de poder ser desmontado, levantado y transportado en una tarde.
Las barras eran dos toscos barracones metálicos, y en una de ellas, detrás de las camareras, estaba situada la cabina del pincha, que venía a ser una tarima mal apañada con dos platos, mesa de mezclas, etapas del equipo, pletina y un tablón sobre dos caballetes donde reposaban cuatro largas cubetas llenas de vinilos, como en los expositores de una tienda de música. Cueco me explicó someramente el sencillo funcionamiento de los mecanismos porque ese día tenía mucha faena en el pub y no podría venir más tarde. También me mostró los discos. Me extrañó que no hubiera ni un solo single; dos de las cubetas eran elepés, otra sólo contenía maxis y la cuarta, la más alejada de los platos, eran vinilos que, en palabras del dueño, «apenas se ponían». Me animó a recolocarlos a mi manera. Eché un vistazo a la primera carpeta de cada bandeja: el Te Huelen los Pies de Emilio Aragón y el Out Of Time de los REM en elepés, el Ritmo de la Noche de Mystic en maxis y el Eisbär de Grauzone en la zona de olvidados.
Dos subidones y dos bajonazos. Nadie había dicho que aquel trabajo fuera fácil.
Observé las cubetas con los brazos en jarra, como un general estudiando los mapas de la batalla que se avecinaba. En realidad, Cueco sólo necesitaba un operario que fuera pinchando aquellos discos con cierto orden, tampoco era una tarea como para flipar.
Pero me sentía el rey del mundo.
—He traído el 1999 de Prince —le dije como guiño melómano mientras sacaba el álbum de la muy molona bolsa de Needle Records, la tienda californiana donde lo había comprado años atrás.
Me miró con tal indiferencia que me puse colorado. Me habría gustado doblar el elepé varias veces hasta convertirlo en un cuadradito tamaño Sugus, metérmelo en la boca y tragarlo sin masticar.
El lunes era el día menos petado de la semana, aun así tendríamos bastante movimiento, según me informó una de las camareras. Apenas había gente en las dos primeras horas, y para ese intervalo Cueco tenía un par de cintas mezcladas. Me invitó a grabar una si me apetecía, aunque lo dijo con un tonillo que sonaba a «Sólo será esta semana, tampoco te mates». Según los pubs del pueblo iban cerrando, la gente se acercaba a la Moon en un goteo constante que alcanzaba su máximo esplendor entre las cuatro y las cinco de la mañana. A partir de ahí, la masa descendía en cantidad, pero no en intensidad lúdica debido a la ingesta de alcohol y sustancias. Dependiendo del mogollón, la música se apagaba entre seis y siete de la mañana.
La primera canción que pinché fue, con toda intención, el Message in a Bottle de Police; me parecía que tenía una carga metafórica muy apropiada. La siguiente fue el Unbelievable de EMF, más que por un significado retórico, porque la anterior me había pasado volando y este maxi fue el primero medio decente que encontré. Después llegaron Love Shack de B-52s, Escuela de Calor de Radio Futura, Enjoy The Silence de Depeche Mode, Adiós Papá de Los Ronaldos y el Back To Life de Soul II Soul. Estaba claro que no había muchas opciones que no fueran abiertamente comerciales, pero sí suficiente flexibilidad en el criterio para pinchar sin deprimirme del todo. No podía poner muchos de los discos porque ni siquiera los conocía. Había maxisingles de saldo que parecían comprados al peso y que llevaban varios veranos acumulando desgana en aquellas cubetas. La ausencia de público me permitió realizar la toma de contacto con toda la calma del mundo, sin prisa ni agobios. Pero con mucha cerveza.
Una cada cuatro canciones, más o menos.
Me fui creciendo mientras reordenaba los vinilos, apartando los que nunca querría poner, adelantando los que serían más probables, haciendo preescuchas de otros que no recordaba y debatiendo conmigo mismo si sería más práctico colocarlos alfabéticamente o por géneros.
De repente, eran las tres menos veinte de la madrugada. Varias personas bailaban con poco ímpetu en la pista y mi mesa era un follón de carpetas vacías, vinilos sin funda y tercios vacíos. Tenía que poner un poco de orden y tomé una decisión que le comuniqué a la primera camarera que pasó por delante:
—Amelia, ¿me pones un MG con limón, por favor?
—Claro que te lo pongo, cariño, pero me llamo Noelia.
Me guiñó un ojo con un gesto sensual, coqueto y bellísimo. Al darse la vuelta le hice un repaso de arriba abajo, desde la melena rizada a los tacones, pasando por su espalda al descubierto y el culazo que se adivinaba bajo unos vaqueros ajustados. Estaba como un tren. Y yo era una de esas estaciones sin parada.
A las cuatro había mucha gente en la pista, aunque en la gravilla, los pocos clientes presentes permanecían sentados en unas toscas sillas de plástico que me parecieron fuera de lugar. Se me agotaban las canciones a medida que aumentaba la borrachera y el agobio por tener que beber, pensar, buscar y preparar la siguiente canción. Apenas miraba a la pista, no buscaba ni esperaba reacciones, sólo quería mantener la máquina en marcha, pendiente de que no hubiera espacios en blanco entre los temas, que las mezclas fueran graduales, que todo fluyera con una naturalidad que sólo yo percibía en mi cabeza anegada de alcohol. Era como un Groucho dramático musitando «¡Más madera!» sin ninguna euforia.
No estaba disfrutando.
Y entonces sucedió lo último que hubiera deseado.
Me pareció buena idea pinchar el Kinky Afro de los Happy Mondays. Pensé que encajaba con lo que había ido poniendo, me gustaba la sección rítmica del tema y creía que ese toque de psicodelia mainstream transmitía buen rollo y ganas de danzar.
Pero algo falló estrepitosamente.
La gente dejó de bailar nada más empezar la canción.
Sin más. Fue un movimiento tan sincronizado que incluso levanté la cabeza de los platos pensando que alguien se había caído o desmayado. Pero no, todos se pararon y se giraron hacia la cabina formando un único, sigiloso y agresivo gesto de intimidación. No supe reaccionar. La borrachera se me disipó como el polvillo que levanta el Correcaminos cuando echa a correr. En su lugar apareció sudoración y taquicardia. Quizá me estaba muriendo de un ataque masivo, pero más que un paro cardiaco era un infarto en mi corazoncito, ese músculo que todo melómano tiene en el centro de su orgullo. Imaginé el titular al día siguiente en la página de sucesos:
SONIDO MANCHESTER MATA A PINCHADISCOS
NOVATO EN DISCOTECA DE PUEBLO
Entré en una especie de trance chungo. Miraba los discos desordenados y era como si las fotografías de las carpetas se derritieran delante de mis ojos mientras los títulos se mezclaban entre sí. Seguían sonando los Happy Mondays, pero su alegre melodía me parecía cada vez más fúnebre y mustia. Creo que sonó algún silbido desde la pista. La canción avanzaba y el otro plato giraba vacío, sin un vinilo que llevarse a la aguja. En ese momento, Noelia se plantó frente a la tarima:
—Pepe, ¡pon a REM!
Para peticiones estaba yo ahora.
—Escúchame —insistió—: ¡El Losing My Religion de REM!
Comprendí que no era un capricho. Noelia venía a rescatarme. De no haber estado al borde del infarto, la determinación en sus ojos también me habría parecido preciosa y muy sexy. Me dejé llevar. Saqué el elepé de la cubeta, extraje el vinilo de la funda y pinché la segunda canción de la cara A justo a tiempo. El vigoroso arranque del nuevo tema obró un efecto mágico sobre el ánimo de los presentes. Incluso se escuchó una especie de rugido de aprobación, una sorda ovación de consentimiento ante la irrupción de la melodía. Busqué a Noelia con la mirada y volvió a guiñarme un ojo para enamorarme del todo. Levanté el pulgar en señal de «ok», como el astronauta que asoma la cabeza por la escotilla del módulo recién aterrizado. Pensé que su hermosa y cálida sonrisa debería ser expuesta en una vitrina que los desesperados pudieran visitar en plan peregrinación.
Aproveché el pulgar estirado para llevármelo a la boca y pedirle otra copa.
Jamás habría pensado que REM pudiera ser un llenapistas en la Moon. Un minuto antes creía que no levantaría la noche ni aunque Elvis Presley descendiera del cielo en helicóptero.
A partir de ahí, aseguré la jugada con el Insurrección de El Último de la Fila, apuntalé con el Vogue de Madonna, me aventuré con el King Kong Five de Mano Negra y puse el piloto automático con el viejo Never Can Say Goodbye de los Communards. La noche progresaba. El público respondía acorde a su borrachera. Yo disfrutaba en consonancia con la mía.
La euforia general no duró mucho. A las seis menos veinte, el encargado me indicó que pusiera la última canción. Estaba tan cansado mental y físicamente por el esfuerzo y la concentración de la noche que se me olvidó que había llevado un disco concreto para ese momento. Cerré con la versión que Sinnead O’Connor hacía del Nothing Compares 2 U de Prince. Varias personas acompañaron el estribillo encendiendo sus mecheros en alto.
Los recuerdos del resto de los días se me agolpan y solapan como una especie de maratón del desfase, un experimento letal que incluía resistencia al sueño, persistencia en el colocón y falta de salubridad en cualquier decisión cotidiana. La única cita ineludible era con Cueco a las once y media de la noche. Era como si el sol saliera y se pusiera a esa hora marcando el punto de inflexión sobre el que giraba nuestra cotidianidad. No entendía cómo mis compañeros habían sobrevivido a dos meses seguidos de lúdica autodestrucción. Bea, la morena que me había abierto la puerta el primer día, resultó ser la más modosita y menos cordial; su actitud ante la juerga y la simpatía marcaba el mínimo del grupo, pero a partir de ella todo iba en aumento. También observé que la fiesta continuada había disminuido el nivel de lujuria entre ellos, que por lo visto no había sido bajo en las primeras semanas. Chester, uno de los camareros de la Moon, me contó que había follado con tres de nuestras compañeras de piso, incluyendo a la fornida Sonia. Tras siete semanas de convivencia, estaban curados de espanto y lascivia. El roce hacía el cariño pero les había deshecho el polvo.
Me sentía como el jugador de reserva que salta al campo en plena prórroga; fresco, rápido y listo para el ataque.
La noche del martes se lio bien gorda. Salimos de la discoteca cerca de las siete de la mañana y nos fuimos en varios coches al Tranze, un after cutre a quince kilómetros de la Moon del que sólo recuerdo poca luz y una música electrónica cuyo volumen impedía cualquier conversación. Me pareció que el pomo de la puerta del baño vibraba al compás de los beats y estuve un rato agarrado a él, como aquella esfera del placer que manejaba Woody Allen disfrazado de robot en El Dormilón. El discjockey, dueño del antro, tenía cierta edad, pelo canoso y unas gafas de sol que no apeaba en ningún momento. No había cabina que protegiera su minúscula mesa de mezclas, colocada sin más en un extremo de la barra, y si algún despistado se acercaba demasiado, le chillaba de muy mala hostia. Justo encima, colgaba una pequeña lámpara con una bombilla azul. De vez en cuando, agarraba la tulipa y la orientaba hacia la pista. Otras veces le pegaba un manotazo para que girara en círculos. Ésos eran los grandes efectos luminotécnicos del Tranze.
Llegamos de vuelta al pueblo a eso de las once de la mañana. De repente, éramos un grupo numeroso ocupando varias mesas en la terraza de una cafetería. Nadie conocía a nadie, pero actuábamos como amigos de largo recorrido. Habíamos pasado de las copas a las cervezas, de ahí al vermut, luego al vino para comer, orujos y cervezas de nuevo. Recuerdo rayas. Y un ataque de risa cuando todos comimos cacahuetes y acabamos con un pastoso bolo alimenticio en la boca. Alguien vomitó atragantado por las carcajadas. Una chica lloraba cada poco porque echaba de menos a su hámster. Otro pavo, empeñado en llevarnos a una pista de baloncesto, lanzaba imaginarios tiros libres doblando la muñeca con mucho estilo. Una tía empezó a hablarme de religión y moda, o algo así. No le entendía nada. Creo que nos besamos, pero a los pocos minutos se durmió apoyada en mi hombro. Todos charlábamos sin parar, casi siempre sin sentido, aunque la sensación de fraternidad inquebrantable era poderosa y gratificante. A media tarde llegué al piso con Chester, y todavía nos sentamos en la cocina a beber zumo de tetra brik con chorritos de ginebra, mientras las chicas se preparaban para irse al pub.
Eran casi las ocho de la tarde cuando me acosté. Menos mal que Noelia nos despertó a las once.
Al llegar a la Moon puse una de las cintas de Cueco y me tumbé en el suelo de la cabina. A pesar de la música, dormí durante una hora que me supo a gloria. Comí un bocadillo que me había agenciado en el bar de enfrente de casa y me dispuse a otra noche rara, eterna e imprevisible que sólo recordaría a brochazos.
—Menuda juerga os pegasteis ayer, ¿no? —Era Noelia, mi sonriente ángel de la guarda, a pie de cabina.
Asentí masticando a dos carrillos el último coletazo del bocata, pero sólo pensaba en lo guapísima que era. Sus ojos eran diáfanos, la nariz simétrica, sus labios perfectos, la sonrisa hipnótica.
—No te he dado las gracias por salvarme la vida anteayer con lo de REM —respondí con la mirada de un gato recién descendido del árbol por un bombero.
—¡Sí que lo hiciste! ¡Un montón de veces! ¡Jajajajajaja! —Su risa también me desarmaba—. ¿De verdad no te acuerdas?
Repasé mi archivo mental. Un borroso recuerdo se abrió paso en la nublada memoria del día anterior. De pronto, me vino la secuencia completa. Yo, en la cabina con el micro en la mano, fuera de mí, a eso de las cuatro de la mañana, gritando frases sueltas para toda la discoteca:
—¡Un fuerte aplauso para Noelia, la diosa de la Moon!
—¡Noelia, cásate con todos nosotros!
—¡Los REM deberían cantar Losing My Noelia!
En todas esas chorradas recordaba sus carcajadas sinceras y su coquetería diciéndome «Déjalo ya» mientras los clientes jaleaban que el pincha centrara la atención de la barra en aquella mujer absoluta. Puse cara de «Ya me acuerdo», un poco abrumado porque ese olvido revelaba mi euforia desatada, pero Noelia tenía el don de reconfortar al decaído.
—¡Fue precioso! Y muy divertido, ¡por favor, qué risa!
Me levanté impulsado por el resorte del flirteo y pinché el Let’s Dance de Bowie porque a los dos nos encantaba. Se volvió desde el otro extremo de la barra para lanzarme un beso en agradecimiento por la canción. Los tíos que atendía en ese momento me miraron con odio contenido. Hice como que ignoraba su envidia, pero aquel masculino y atávico rencor era gasolina para el motor de mi ego.
Acabé de nuevo con Chester y otros bandarras en el Tranze. Había empezado tan tarde a beber que ni siquiera estaba achispado. Y además echaba de menos a Noelia. No quiso venirse porque, en sus propias palabras, llevaba «demasiado verano encima». Añadió entonces que, si no me liaba mucho, podríamos ir por la tarde a la piscina. Y como el ilusionado ve indicios hasta en la más densa oscuridad, me tomé la propuesta como una cita. Me despedí contento como un chiquillo y me uní a mis compañeros para tomarme una birra de tranqui.
Llegué a casa a las tres de la tarde con el pelo sucio, la mirada desquiciada, la camiseta de los Clash teñida de verde prado y un roto en el vaquero, a la altura de la rodilla. En el portal me encontré con Noelia, que salía camino de la piscina.
—Pepe, menuda pinta —dijo sin acritud, sin reproche, con una sonrisa—. Anda, acuéstate, a ver si duermes, me voy a la piscina…
—¡Meapuntorgh! —grité con un entusiasmo que mudé en vergüenza al escuchar mi propia lengua de trapo.
Noelia sostuvo la puerta del portal indicándome que entrara. Por un momento creí que se volvía conmigo para arriba.
Pero no.
Mis nueve compañeros de piso habían quedado en salir de marcha el jueves, después de cerrar la Moon. El sábado sería la última noche de la discoteca hasta el siguiente verano, pero sabían que ese día habría demasiada gente y lío para celebrar nada. Todos se desperdigarían de vuelta a sus ciudades, algunos se reencontrarían en julio y otros nunca más, aunque nadie barajaba esa posibilidad ni de lejos. Aquel jueves era su despedida de un intenso verano irrepetible. Me incluyeron en el plan por educación y porque no me llevaba mal con nadie. Me sentía unido de por vida a esa pandilla de fiesteros.
Empezamos la juerga a eso de las siete de la mañana en otro after llamado Trauma. Entrar acompañado por el cuerpo de empleadas de la Moon y el Remate era lo más cerca que había estado en mi vida de sentirme una estrella de rock. Todos los desfasados las saludaban como fans enamorados, en parte por lo buenas que estaban, pero también por la confianza generada tras haberlas visto durante el verano detrás de las barras. Aquellas camareras eran para los juerguistas lo que los presentadores del Telediario para mi abuela: de casa de toda la vida. No pagábamos nada, todo el mundo quería invitarlas, y ellas, gregarias y corporativistas, nos incluían a los cuatro maromos en las rondas, aunque también observé que mis compañeros contaban con su pequeño reducto de solícitas fanáticas.
Todos tenían groupies menos yo. Me sentía el aguador de los 49ers.
No quería colocarme mucho para retener cada uno de aquellos minutos y disfrutarlos en la memoria durante el crudo invierno. Todos bailábamos, saltábamos y reíamos como almas inseparables, siempre a tope, venga chupitos. En el Trauma alternaban dance y rock; me las arreglé para abrirme paso hasta el discjockey y me presenté como pincha de la Moon, en plan «Soy compañero, estamos juntos en esto», como si fuéramos agentes del FBI y le solicitara cobertura en una misión secreta. Atendió mi charla con curiosidad, le pedí el Losing My Religion y la puso al instante.
Busqué a Noelia. Nos abrazamos, ella a lo bestia y yo con ternura. O al revés, no me acuerdo. Sus pechos reposaban contra el mío, pero, por una vez, eso no era lo más importante. Estaba enamorado, feliz y pleno como nunca. Hasta Michael Stipe se habría echado a llorar al ver lo que había provocado su canción. Me separé un poco de ella para besarla, pero Chester, Sonia, Bea y los demás, en un alarde de coordinada coreografía beoda, nos abrazaron saltando como si hubiéramos marcado el gol de la victoria en la prórroga. Pura exaltación de la amistad. Me uní al jolgorio. Estaba tan convencido del vínculo especial que había surgido en aquel abrazo con Noelia que no me importaba esperar otra oportunidad para declararme.
Lo prioritario esa noche era la pandilla, el grupo, la manada, los lazos.
Llegamos a casa todos juntos, después de pasar por el Tranze y desayunar en una cafetería próxima al piso. Eran casi las once de la mañana. Estábamos colocados, radiantes, contentos y muy cansados, por eso nadie hizo amago de seguir la tertulia en la cocina, como otras veces. Aún quedaban un viernes y sábado de mucho curro. Nos dábamos las buenas noches con intensidad, abrazándonos como si la mitad de nosotros se fuera a la guerra en vez de a la cama, sin ser conscientes de que en realidad despedíamos el mejor verano posible. Cuando me tocó abrazar a Noelia lo hice delicadamente, no quería meter la pata ni precipitarme, me dio varios besos de abuela en el moflete y un piquito antes de separarse.
—Tú y yo tenemos mucho de qué hablar, Pepito.
Aquella enigmática frase me pareció una declaración de futuro en toda regla. Me fui a la cama con una fantástica sonrisa de pazguato.
Pero media hora después seguía sin pegar ojo. Mis compañeros de habitación eran los tres tenores del ronquido acompasado. Me entretuve en admirar la sincronía de sus broncos jadeos. Llegué a la conclusión de que no despertaban porque ajustaban sus gruñidos y apneas como bailarinas de Esther Williams. A mí todo me daba vueltas, a pesar del viejísimo truco de plantar el pie en el suelo a modo de ancla. Achacaba tanto mal a una raya muy sospechosa que me había pasado Chester en los baños del Tranze. Verlo ahora tan dormido azuzaba mi perturbada vigilia. Decidí levantarme y el impulso para hacerlo me confirmó que seguía muy colocado, pero necesitaba huir un rato de la sinfonía de estrépitos que me rodeaba. Me fui a la cocina en calzoncillos porque no esperaba encontrar a nadie, pero la puerta de la nevera estaba abierta. El enorme culo de Sonia, cubierto por una bata corta, sobresalía de ella.
Me asomé y comprobé que había doblado el espinazo para comer ensaladilla rusa de una bandeja situada en la parte inferior del frigorífico. Sin inmutarse, me miró de soslayo y, atrapada en la gula de su borrachera, siguió zampando en tan improbable postura.
Y entonces no sé qué coño me pasó por la cabeza.
Arrimé la cebolleta a su trasero sin llegar a presionar, imitando la postura de follarla desde atrás. Era una broma tonta, sólo esperaba que se riera y negara con la cabeza para que fuera una gracieta más, pero no me apartó de un manotazo, sino que empujó con todo hacia mi bragueta. Mi paquete quedó alojado entre sus posaderas y entonces empezó a restregarse, arriba y abajo, con un imperceptible pero eficaz movimiento. Sin cesar el bamboleo, giró la cabeza para mirarme a la cara y sonrió con la boca llena de ensaladilla. Un hilillo de mayonesa y baba le resbaló por la comisura de los labios. Aquello era grotesco, absurdo e irreal.
Pero todo se puede empeorar.
Le subí el faldón de la bata. No llevaba bragas y sus nalgas quedaron al descubierto como dos balones de playa deshinchados. No se inmutó, es más, respondió a mi farol metiéndose otra cucharada de ensalada en la boca. Su postura, piernas rectas y separadas con el culo en pompa, favorecía la apertura de orificios. Me pareció percibir un efluvio áspero y acre que se elevaba desde abajo como el eructo de un alce, pero siguió meciéndose, y mi masculinidad pasó a modo morcillón. Perdí dominio sobre mis actos. Una fuerza anómala tomó las riendas de mi voluntad. Sólo era testigo, horrorizado e impotente, de las arbitrarias decisiones que tomaba aquella polla de Orlac que ya no era mía. Me bajé un poco los calzoncillos y cayeron mansamente hasta los tobillos como una de esas cortinas que descubren placas conmemorativas, posé mis manos sobre sus desabridas cachas y acomodé mi amago de erección entre ellas. Yo no quería meterla en esa covacha greñuda y ella, riendo y masticando al mismo tiempo, tampoco porfiaba en una penetración que habría sido del todo imposible debido a mi ausencia de rigidez y su falta de lubricación. Sus nalgas eran dos orcas asesinas jugando a pasarse el cuerpo sin vida de una cría de foca.
Y entonces sentí un leve susurro a mi izquierda.
Noelia, boquiabierta y cariacontecida, observaba la escena desde la puerta de la cocina.
Durante las dos primeras semanas de septiembre repasé las novelas del temario de Literatura Norteamericana, la asignatura que me faltaba para licenciarme. Sólo me movía la rabia hacia la profesora Arroyo, que me había obligado a pasar por la inútil prórroga de una nueva convocatoria. Quería darle en la jeta con el mejor examen que hubiera corregido en su vida para que llorara de vergüenza por haberme suspendido en junio. Un día pensé que quizá todo era una treta de pedagoga para reactivar mi motivación y esa posibilidad me enfureció más todavía. Steinbeck, Miller, Fitzgerald, Salinger o Hemingway se convirtieron en mi única y obsesiva compañía de esos días. En mi cabeza bullía la gran novela americana del siglo XX que podría hacer con todos ellos: Las Uvas del Viajante Gatsby entre el Centeno del Viejo y el Mar.
Había vuelto a la ciudad, al piso, a la emisora, a la revista y a la facultad, pero no a la rutina de antaño. Estaba intranquilo e indeciso. Todo parecía frágil, efímero y transitorio, como si aquel decorado en el que habían transcurrido mis últimos años fuera a esfumarse por el desagüe del futuro inmediato. Resbalaba por un embudo gigante que acababa en la empresa de don Braulio; no quería, pero me escurría, no encontraba salientes donde asirme.
Durante el examen me dediqué a odiar silenciosamente a la profesora Arroyo, aunque creo que no fue consciente de mi rencor. Que fuéramos tan pocos alumnos redobló mi animadversión. Volcaba contra ella la furia contenida por unos acontecimientos que se precipitaban sobre mí como un granizo exterminador. La cólera me hizo escribir de forma vigorosa, apasionada y hasta eufórica. Llené folios con premura porque la cabeza iba más rápido que la mano, creando como un intelectual loco, poseído por verdades absolutas. Cuando la profesora avisó de que faltaban cinco minutos, repasé lo escrito y todo me pareció bueno, fluido, convincente e innegable. Entregué el examen con un toque chulesco y despectivo, pero también me sentía exhausto y pletórico. Me apetecía decirle que se lo metiera donde le cupiera. Me limité a dejar las hojas sobre su mesa con gesto airado, sin mirarla a la cara.
Seguro que pensaba que iba puesto hasta arriba de anfetas.
Salí de la facultad con el subidón a flor de piel y me dirigí a El Mundo, por primera vez en aquel curso, quién sabía si por última vez en mi vida. Ernesto agitó los brazos desde el fondo de la barra a modo de saludo y quise pensar que hasta la CANASTA 86 se alegraba de mi llegada con el repique de partidas extra que en ese momento obtenía un habilidoso jugador.
—¿Cómo se presenta la cosa? —preguntó Ernesto, tan solícito y parco como siempre.
Buscaba en el fondo de mi cráneo una respuesta adecuada, pero se me hizo un nudo en la garganta del tamaño del balón que manejaba ese tal Jordan que lucía un diez en el frontal del pinball. Me encogí de hombros. Pedí una cerveza.
Ni siquiera la acabé antes de irme a casa.
No recuerdo qué día llamó Urtubi, pero nunca olvidaré cuánto me alegré de oír su voz.
—¿Dónde coño te metes? —preguntó sin rodeos.
—En casa —respondí sin ironía.
—¿En casa en plan E.T.?
—No, en plan perturbado…
—Wendy, I’m home! —añadió, imitando al Jack Nicholson de El Resplandor.
Reí en voz alta. Tenía el don de sacar petróleo de risa en las situaciones más desfavorables, pero enseguida me dejó helado.
—Estoy jodido, tío. ¿A qué hora quedamos?
En la primera cerveza nos pusimos al día de nuestras miserias. Los padres de Urtubi se habían cansado de la vida disipada de su único hijo. Conscientes de que aquella carrera no le llevaría a ninguna parte, ni siquiera a la licenciatura, le habían puesto sobre la mesa la obligación de entrar en el negocio familiar en Murcia, una opción que suponía cumplir un horario y cargar con unas responsabilidades a cambio de un sueldo digno. Era eso o la cuneta, sin medias tintas. Urtubi había obtenido, tras arduas negociaciones, una prórroga de su dolce vita hasta Navidad. En enero se incorporaba a la empresa. A no ser que yo tuviera un plan secreto, claro.
Le conté mi tesitura, tan parecida a la suya, con el trabajo que mi madre me había buscado en el pueblo. Aún no sabía qué iba a hacer y las posibilidades de escaqueo disminuían a pasos agigantados.
Nunca habíamos estado tan callados durante una segunda cerveza.
Seguimos por los bares habituales, pero de una manera extraña, rara, cambiante, como si aquella borrachera sorda anticipara el final de algo. De vez en cuando, nos asaltaban beodos optimismos que no sabíamos ni podíamos estirar porque jamás nos habíamos enfrentado a la tozudez de esa vida adulta que ahora quería mordernos. Necesitábamos encontrar a Bosco para que, de alguna manera, nos calmara con el aplomo de su tranquilidad, tan reconfortante como infundada.
Decidimos tomar algo en Los García, sólo por la posibilidad de que nuestro amigo apareciera para jugar al futbolín. Antes de irse al baño, Urtubi pidió dos garrotazos, la tumbadora especialidad de la casa. En la MTV del televisor empezaba el vídeo de una canción que no conocía, aunque la nítida distorsión de sus acordes me enganchó inmediatamente. El grupo era un trío formado por un guitarrista rubio y menudo, un bajista muy alto y un batería melenudo que tocaba como el Animal de Los Teleñecos. Todo sucedía en el destartalado polideportivo de una siniestra high school, había mucho humo, animadoras vestidas de negro con una A roja en el pecho y alumnos haciendo pogo bestial en la cancha. Esperé a que el nombre del grupo apareciera en el rótulo sobre los planos finales. Se llamaban Nirvana. La canción era Smells Like Teen Spirit.
Y ya tenía ganas de escucharla otra vez.
Bosco no apareció allí, ni en el Muralla y tampoco en el Galaxy, donde uno de los camareros nos comentó que en un callejón cercano acababan de abrir un bar rockero que cerraba algo más tarde que los demás. Cuando entramos sonaba el Polly On The Shore de Fairport Convention; supe inmediatamente que sería asiduo de aquel garito. El local, más largo que ancho, tenía la barra a la izquierda, una especie de pista al fondo y estaba de bote en bote. Yo iba delante, abriéndome paso a duras penas, feliz de descubrir un nuevo antro que llevarnos a la boca. La alegría se multiplicó al divisar a Bosco. También caminaba separando gente, pero en dirección contraria a la nuestra. Levanté el brazo como un moribundo en mitad del oleaje para llamar la atención del buque salvador. Compuso un gesto de sorpresa al vernos.
Y no le dio tiempo a más.
Aquel bestia surgió de la nada. Se abalanzó contra Bosco igual que una locomotora embistiendo un autobús parado en mitad de las vías. Su ataque era una mezcla de empujón y puñetazo, pero la combinación de ira y borrachera hizo que no concretara ni uno ni otro. Además, tampoco contaba con la fibrosa agilidad de Bosco, que en dos movimientos rápidos lo esquivó y lo agarró por detrás. Cuando el agresor intentó zafarse violentamente, otro tío los empujó a ambos por la espalda. El atacante cayó de bruces contra la barra justo cuando el riff de los Fairport Convention convertía su balada folk en un trallazo eléctrico. Aun así, pude escuchar claramente el catacrock que hizo la nariz del pavo contra el mostrador. Juraría haber visto gotitas de sangre que salían disparadas a cámara lenta.
Bosco, que también había caído al suelo, se incorporó de un salto. Al ver que dos amigos del herido, borrachos y airados, también iban a por él, nos dedicó una mirada brevísima e inició la huida aprovechando el hueco de gente abierto en el bar al comenzar la gresca. Nos había evitado para que nadie, ni sus propios agresores, pudiera involucrarnos en aquella pelea.
Cesó la música y los camareros, nerviosos, comenzaron a desalojar a los clientes antes de que llegara la policía o algo peor. El agresor, consciente y sentado en el suelo, sujetaba la hemorragia con un pañuelo. A juzgar por la mirada de odio concentrado, no sufría daños mayores tras el golpe. El consuelo de sus amigotes consistía en avivar el fuego de su rencor.
—Ya pillaremos a ese hijo de puta, no te preocupes, tío. Se le van a quitar las ganas de seguir enredando con la Wendy, ¡como hay dios!
Urtubi y yo nos miramos en silencio. Ya sabíamos quién era aquel tipo. Nunca habíamos hablado de la posibilidad de que el novio de la Wendy se enterara del secreto a voces que su chica compartía con Bosco, pero las malas noticias, aunque sean esperadas, no resultan menos dolorosas. Tomamos otra birra en un garito de mala muerte. Apenas hablamos. El panorama era incierto. Aquel septiembre iba para negro.
Me fui a casa paseando con aparente tranquilidad, aunque la procesión de dudas, miedo e inseguridades iba por dentro como un paso de Semana Santa que recorría cada una de mis células impregnándolas de pánico. Antes de abrir el portal, alguien me chistó desde la oscuridad.
Un sobresalto era justo lo que necesitaba a esas horas.
Intenté entrar rápido en el vestíbulo del edificio para escapar de aquel anónimo, pero el manojo de nervios me impedía atinar con el de las llaves.
—Pepe, ¡soy yo! —susurró la sombra usando la voz de Bosco.
Es que era él. En la triste y trémula figura que le acompañaba cogida a su mano reconocí a Wendy. Que cada uno de ellos llevara una pequeña mochila colgada del hombro me dio más información que cualquiera de las frases que pudieran decirme.
—Rápido, subamos a casa —dije con una determinación con la que pretendía sepultar mi cobardía. Volvieron a temblar las llaves en mi mano al recordar, muy a mi pesar, la embestida que mi amigo había esquivado unas horas antes.
Estábamos solos en el piso. Les ofrecí algo de comer. La chica aceptó un sándwich y mi amigo pidió cerveza. Yo también abrí una. Nos acomodamos en el sofá, callados mientras ella comía. Bosco miraba a la nada, como siempre. Fumaba algo más deprisa de lo habitual, aunque nada en su actitud delataba qué le pasaba por la cabeza. El silencio era su estado natural en cualquier situación, pero no el mío. Lo malo es que no sabía qué decir.
Poco después, ella se durmió acurrucada y él me pidió una manta. Le acerqué una de mi habitación y la arropó con mucho cuidado. Estoy seguro de que era el gesto más tierno que jamás habían contemplado aquellas paredes. La verdad, Wendy era guapísima.
—Está agotada —remató mi amigo en voz baja como disculpándola.
Nos sentamos en la cocina y me desgranó los hechos de la noche en plan atestado. Hacía ya unas semanas que ella buscaba un buen momento para hablar con su novio y romper la relación. Pero aquella tarde, Wendy le soltó toda la información de la peor manera: en mitad de una discusión. El tío salió disparado a la calle a buscar a Bosco para romperle la cara. Mi amigo llevaba toda la noche esquivándolo, pero necesitaba pasta y tenía que deshacerse del material que llevaba encima. Nada más salir de la pelea se fue corriendo a por Wendy. El incidente había precipitado la fuga, pero el plan estaba perfilado hacía semanas. Se iban a Alicante porque tenía unos primos que le podían dejar una habitación mientras llegara algo más estable. Buscaría un curro, claro. En una hora pillarían el bus a Madrid, pero hasta que saliera no querían andar por la estación, por si el otro los buscaba allí cuando viera que su novia no estaba en casa. Para hacer tiempo sólo se le había ocurrido venir a mi casa. Se alegraba de haber llegado antes que yo al portal.
Lo dijo todo seguido, sin pausas, como si lo hubiera ensayado cientos de veces. Parecía que hablaba solo, no conmigo. Nunca le había escuchado un párrafo tan largo. Y jamás se había expresado con tanta franqueza sobre sus trapicheos, su amor por Wendy o su determinación vital. Me emocioné.
—¿Vas a llorar, mariquita? —interrumpió con su habitual sonrisa de ganador.
Negué con la cabeza, aunque de buena gana lo habría hecho. Podía ser la última vez que lo veía en mi vida y fue como si adivinara mi reflexión.
—A ver si más adelante nos haces una visita. Te mandaré la dirección, claro.
Sonó a despedida irreversible.
—¿Sabes una cosa, Pepe? —Se calló un momento, como si se arrepintiera de haber hecho esa pregunta retórica—. Me habría gustado ser como tú.
Creo que no dije nada. Mi atónita mirada era pura interrogación.
—No sé, cómo hablas de tus padres, de tu casa, incluso de tu hermano. Cómo te involucras con las cosas, ese entusiasmo, tu manera de sentirlo todo… Eres un puto venao de la vida, lo sé, pero me habría gustado ser así en lugar de…
No terminó la frase. Sólo bajó la mirada y la fijó en la nada. No podía creerlo. Bosco, la persona más carismática que jamás había conocido, quería ser como yo, pero yo, que no era nadie, habría dado ambas piernas por ser la mitad que él. Se lo dije y noté que no le sorprendía, sólo añadió:
—Ser yo no compensa.
Intenté comprender por qué mi vida era mejor que la suya. No veía ninguna ventaja. Permanecí en silencio. Quizá esa admiración mutua era el vínculo definitivo. Reparé en que apenas conocía datos sobre su familia; el padre había muerto, la relación con su madre era nefasta, tenía una hermana en alguna parte.
A pesar de esas lagunas, nuestra amistad era mucho más profunda de lo que jamás había imaginado.
Señaló el reloj Saiko en la pared de mi cocina. Era hora de despertar a Wendy. Quería acompañarlos a la estación, pero insistió en que no lo hiciera. Despertó a su chica con suma delicadeza. Ella se incorporó un poco autómata, casi dormida, y sonrió al verlo tan cerca y pendiente. Sin él parecía frágil, juntos eran indestructibles. Se ajustaron las cazadoras. Los acompañé a la puerta. Le di dos besos a Wendy. Abracé a Bosco y respondió con la misma intensidad. Lo hice desesperadamente. No todos los días tu mejor amigo desaparece para siempre. Los ojos se me encharcaban de nuevo. Nos separamos y apoyó una mano en mi hombro.
—Cuídate mucho, Pepe. Y dale un abrazo a Urtubi, ya sabes, explícale que no he podido despedirme y eso…
—Claro —farfullé con un hilo de voz ahogado por la emoción. Cogió a su chica de la mano y caminaron hacia el rellano. De pronto, como si acabara de recordar algo muy importante, se giró hacia mí:
—¿Recuerdas el bus directo a Londres? Lo han cancelado, tío. ¡Al final no era rentable! ¿Qué te parece?
Rio con ganas. Se esfumaron por el hueco de la escalera. Cerré la puerta, apoyé la espalda contra ella y me dejé resbalar hasta quedar sentado en el suelo.
Por fin podía llorar como el bebé abandonado que me sentía.
Faltaban apenas tres días para que octubre fuera una realidad. La melancolía acechaba más que nunca, pero esta vez tenía razón de ser. Me enfrentaba a la semana decisiva que marcaría mi futuro más inmediato, quizá el devenir del resto de mi existencia. La profesora Arroyo había sufrido una inesperada baja por enfermedad —que achaqué a su mal karma— y se había retrasado en las notas de septiembre; el lunes, sin falta, las colgaría en su temido tablón. El martes me reuniría con los directores de una emisora y un periódico, el miércoles tenía otra entrevista de trabajo para una posible incorporación como profesor en una academia de inglés y el jueves, a petición expresa de mi madre, vería a su primo Braulio para tratar la posibilidad de incorporarme a su empresa.
Me sentía como el típico tahúr de poca monta que, agobiado por las deudas, arroja todas sus fichas en la mesa de la ruleta esperando un golpe de suerte.
Poco más podía hacer ese sábado. Estaba harto de darle vueltas a las distintas combinaciones posibles. Aunque había quedado con Urtubi esa noche, me acerqué a la tienda de discos donde había encargado el Nevermind de Nirvana. Les había llegado esa misma tarde. Me dio tal subidón que pillé unas cervezas en el súper y me fui directo a casa para escucharlo.
Me costó mucho dejar de poner Smells Like Teen Spirit, la primera canción del CD. Era demasiado perfecta. Algo tiraba de mí en la voz rota del cantante, en sus acordes cristalinos, en la batería galopante y en el bajo omnipresente. Necesitaba oírla una y otra vez. In Bloom, el segundo trallazo, estaba hecho de la misma estructura, estribillo arrollador y verso templado, pero TENÍA que volver al Smells. De pronto, me había bebido tres birras. Pensaba en Eva y en cuánto habríamos disfrutado juntos con este elepé. Come As You Are empezaba tranquila, casi pop, y se iba enmierdando en un maravilloso crescendo de distorsión. Breed era pura rabia vertiginosa. También se me ocurrió que un día podía llamar a Cueco, el dueño de la Moon, para que me pasara el teléfono de Noelia, quedaría con ella para tomar algo, seguro que ya habría olvidado el ascazo aquel. Qué guapa es, por dios, qué guapa. Con Territorial Pissings me entraron ganas de abrirle la cabeza a don Braulio con un bate. Imaginé a Janine bailando Lithium con aquella camiseta de béisbol con la que me despidió en el Ritz. Polly era tranquila y hablaba de galletitas. Drain You tenía otra melodía lapa aunque a mitad de tema se les iba la olla. La mezcla de cerveza fría y música sugerente anegó mi percepción de la realidad. Puede que mis opciones de futuro no fueran tan malas, quizá había sido un poco duro con esas perspectivas en las últimas semanas. No había una canción chunga en aquel disco, todas me entraban bien, igual que las birras, cada vez más adentro, en mis venas y en mi cerebro, como si los acordes recorrieran mi sistema nervioso surfeando olas de cerveza mientras pensaba que era muy probable que me concedieran esa colaboración en el periódico y que, con el curro de la revista y el de la academia, podría vivir dignamente, seguir de momento en el piso de Jandro, labrarme un futuro poco a poco para que mis padres estuvieran orgullosos de que su hijo fluyera como Nirvana, a tope, imparable, siempre bien, con la misma inspiración de esos tres greñudos lejanos que me hablaban mientras tocaba una guitarra imaginaria que sonaba optimista, vital e imparable.
Mis opciones no eran malas, no señor. Comenzaba una nueva etapa que no era peor o mejor, sólo distinta. Y al igual que Kurt Cobain, tenía toda la vida por delante.