Lo que hoy es el Mediterráneo era un desierto. Hace mucho tiempo, claro. Los datos actuales indican que podría volver a secarse en un par de millones de años. Antes era un descampado lleno de piedras y polvo, pero ahora lleva tanto tiempo sumergido que sólo percibimos un húmedo vergel líquido lleno de vida, luz y rodaballos.
Qué suerte.
Aquella mañana envidiaba al Mediterráneo por culpa de la resaca. La noche anterior mi cerebro yacía bajo un mar de alcohol; tras unas horas de mal dormir, el océano se había evaporado dejando a la vista el secarral que lo sostenía.
No me atrevía a abrir los ojos porque notaba demasiada claridad al otro lado de los párpados. La mejor posibilidad era que no hubiera bajado la persiana, pero el clavo en mi cráneo era tan nítido y la memoria tan espesa que también podría estar tirado al raso, en plena calle o cerca de las vías del tren, por añadir un paisaje más destartalado. De lejos parecería un cadáver magullado. Puede que incluso hubiera agentes de policía a mi alrededor estudiando la escena del crimen. Ya estaba despierto, pero aún no había movido un solo músculo porque adivinaba dolor, náuseas y malestar en cada átomo de mi cuerpo. Necesitaba ordenar las secuencias hasta donde fuera posible.
¿Por qué no hay cajas negras de las borracheras?
Todo era niebla en mi pasado inmediato, así que entreabrí los ojos esperando lo peor y reconocí el techo de mi habitación. La referencia actuó como un Tetris de cuatro líneas que me ubicó al instante. Seguía vestido, tumbado en la cama y con los pies en el suelo. Eran las once y veinte de la mañana. Deduje que, al llegar, me había sentado sobre el colchón para descalzarme, pero había acabado recostado sobre mi espalda sin tiempo a más. ¿A qué hora había sucedido? Buscaba ese instante en las carpetas de mi biblioteca mental, pero lo único que encontraba eran clasificadores acartonados y vacíos, como si los malos hubieran llegado antes que la policía al lugar del delito.
Pensaba en clave criminal porque presentía que había hecho algo sucio y reprobable. Era esa especie de sexto sentido que el mal instala en las mentes confusas para atormentar a los impuros que no son dueños de sus actos por causa del desfase. Me estaba agobiando. Y todavía no sabía por qué. Menos mal que tosí. Mi garganta sonó como el escape de una vieja Derbi Variant y el desagradable carraspeo me trajo de vuelta al sordo grito de mi organismo.
Necesitaba agua.
No tenía que mirar alrededor para saber que no había una sola gota potable a mano. Sentí presión en la uretra e imaginé que bebía mi propia orina encestándola directamente en la boca. Sonreí al imaginar la chorrada, nunca mejor dicho. Si me quedaban resquicios para la broma es que no estaba tan mal.
Me incorporé a duras penas hasta quedar sentado al borde de la cama. La ropa olía a tabaco y, debajo de ella, a noche rancia y ajada. Me quité las zapatillas sin desatarlas, empujando cada una de ellas con el talón contrario, me despojé de los pantalones y los arrojé a la esquina más alejada. Fui al baño y me senté en el váter a mear, no por evitar salpicaduras, sino para beber al mismo tiempo del grifo del lavabo, acercándome tragos de agua en la cavidad de mi palma. Miles de años de evolución homínida habían descendido a mis antecesores de los árboles para erguirlos en el suelo. Ahora, yo desandaba ese camino orinando sentado mientras bebía charquitos de mi mano.
Todo un cuadro.
Me duché para extirparme los restos del naufragio, pillé una botella de agua y volví a la cama arrastrando los pies. No por el cansancio, que también, sino abatido al rebobinar el tráiler del largometraje de mi juerga.
La noche había empezado a plena luz del día. Salí de la facultad y camino de casa me encontré de sopetón con Leire, la amiga de Eva. En los bares era gótica, pero al sol y sin maquillaje parecía prerrománica. Nos reconocimos cuando no había escapatoria, a punto de cruzarnos, en ese momento en que haces contacto visual sin tiempo a disimular.
—Leire —dije con voz neutra para demostrar que recordaba su nombre.
—¡Caramba! —exclamó con un entusiasmo a la mínima potencia. Nos sentíamos incómodos porque la alargada sombra de su amiga marchitaba cualquier naturalidad.
No le dije que hacía cinco semanas y un día —dicho así sonaba a condena— que no sabía nada de Eva. Al día siguiente de que España obtuviera la cuarta plaza en Eurovisión, dejamos de lado nuestra fugaz relación. Aunque la gente pronto olvidaría a aquel cantante de Sabadell con pinta de italiano, siempre lo asociaría a mi ruptura sentimental. Pasarían semanas, meses y años, y ya nadie recordaría el nombre del solista o el título de su canción, pero yo sería incapaz de borrar de mi mente a Sergio Dalma. De una manera retorcida, mi dolor mantendría viva la memoria de su fugaz carrera. Fue ella la que cortó por lo sano, con precisión de neurocirujano, los frágiles vínculos emocionales que nos unían más allá del coito. El domingo 5 de mayo, por la tarde, sentados en el mismo sofá donde habíamos visto el festival la noche anterior, Eva hizo una diáfana e irrebatible ponencia que podía haber titulado «Inviabilidad de mi relación con Pepe: causas y efectos de una inmadurez no asumida». Apenas intervine; su discurso estaba tan bien hilado que no se me ocurrían argumentos sólidos para rebatir.
Y en el fondo, tampoco me apetecía.
Ese día fue muy civilizado, pero luego la tierra se la tragó. Desapareció del todo y entonces me di cuenta de hasta qué punto nuestras vidas anteriores habían transcurrido de forma paralela. La única zona común era el Muralla, por donde ella no había vuelto a aparecer, igual que yo tampoco tuve ganas de dejarme caer por el Ozzy. Y nuestros trayectos habituales por la ciudad, en mi caso del piso a la emisora o a la universidad, tampoco coincidían. Las dos primeras semanas fueron liberadoras —Urtubi celebró mi «regreso» como si hubiera vuelto del espacio exterior—, las dos siguientes extrañas y la última inquietante hasta sentir que la echaba de menos. Pero una mezcla de orgullo, pereza y confianza en que la casualidad nos uniría de nuevo hacía que retrasara la decisión de llamarla. Nuestra única amistad en común era Leire, que ahora mismo, en medio de la acera, me miraba con cierta curiosidad:
—Joder, Pepe, cuánto tiempo, ¿no?
—Ya te digo…
—¿Y qué tal, cómo andas?
—Bueno, vengo de la facultad, tengo exámenes…
—¿Has acabado?
—La semana que viene salen las notas.
—¡Ahí va! ¿Aprobarás todo?
—¿Qué sabes de Eva?
Me salió sin pensar, de golpe, como si tuviera la frase atrapada entre los dientes y se me escapara al toser. Me arrepentí nada más ver su reacción. Apartó los ojos, titubeó, bajó la mirada. Parecía mirarse los pies.
—¿Qué pasa, Leire? —musité con voz penosa mientras dibujaba mi mejor sonrisa de memo para amortiguar el impacto.
—Bueno, verás, Eva… Está en Madrid.
El tono de su voz y el apocamiento gestual completaban la información. No hacía falta que dijera más, pero la capacidad de sufrimiento del ser humano no conoce límites. En las situaciones desesperadas necesitamos que alguien verbalice la tragedia para tomar conciencia de ella. Probablemente muchos pasajeros del Titanic no pensaron en su propia muerte hasta que alguien gritó: «¡El barco se hunde!».
—¿Está con Héctor? —Para rematar la humillación, la pregunta me salió con un pequeño gallo que recalcó el patetismo.
Me miró a los ojos y asintió en silencio. Cada uno de sus cabeceos martilleó mi débil corazón.
—Lo siento —añadió ante mi evidente zozobra.
El barco se hunde. Mi sonrisa era la orquesta que seguía tocando.
Me despedí de Leire, por si me entraban ganas de llorar, y me metí en un bar muy cutre que había allí mismo. Siempre pasaba por delante cuando iba a clase, pero nunca había entrado. El local estaba vacío y yo me sentía igual. Me fui directo a la barra. Era el tipo de situación en la que la Sue Ellen de Dallas se metería un whisky sin hielo entre pecho y espalda para serenarse. Al otro lado del mostrador, un camarero que parecía un cruce entre humano y jabalí esperaba mi orden.
—¡Un cortado!
Creo que lo dije gritando.
Se giró hacia la cafetera, preparó la carga y la encajó mientras colocaba debajo la taza con destreza. Todo lo hacía bruscamente, como si quisiera partir la máquina a hostias.
—¡Y un sol y sombra con hielo! —añadí eufórico como si se me acabara de ocurrir una gran idea.
La orden pareció descolocarlo, pero enseguida retomó la diligencia. Con el café goteando, metió un cubito de hielo en una gruesa copa balón, retiró la taza de la máquina y me la puso delante a la vez que le metía un plato con cucharilla y sobre de azúcar debajo. Casi aprovechando la inercia de los brazos como en un movimiento de Tai Chi, agarró las botellas de coñac y anís, una en cada mano, y las vertió en el vaso hasta obtener un mejunje de marrón rebajado.
Tomé el café de un trago y me quemé la lengua. Apagué el ardor con un generoso sorbo del tibio sol y sombra. El follón de temperaturas dentro de mi boca, garganta, esófago y estómago me distrajo por un momento del tornado emocional, pero retornó el ánimo doliente, esta vez teñido de remordimiento debido a mi absurda reacción.
Eva había vuelto con su exnovio.
Quizá nunca había dejado de serlo.
Animado por la ausencia de clientes intenté llorar un poco. No me salían lágrimas. Sólo sentía rabia y frustración, que no era poca cosa. Eva me había timado. Recordé a Héctor en el Muralla y me imaginé abofeteándole con un guante ante el estupor de los presentes.
—Esto es una deuda de honor. ¡Elige armas, rufián!
—¡Quiero navajas albaceteñas para abrirte el pescuezo!
—¿No prefieres un Tetris, canalla?
Me reí solo y busqué con los ojos al camarero para pedirle otro copazo. Lo encontré rápido porque me estaba observando sin que me diera cuenta. Había preocupación e inquietud en su mirada. No me pareció mal porque estaba seguro de que mi actitud transmitía perturbación de la buena; las manos sobre la barra, la mirada vidriosa, una sonrisa petrificada y la copa vacía.
—¿Todo bien, chico? —preguntó conciliador.
—Pues no.
Nada bien.
Pedí otro combinado de coñac y anís. Lo bebí más despacio. Todo me parecía inmundo; ese bar, la ciudad, la Tierra, el universo y, sobre todo, mi propia vida. Estuve a un paso de contarle al camarero mi drama para que cambiara aquella mirada de lástima por una de comprensión, pero incluso en mi estado fui consciente de lo patético que habría resultado. Pagué y me despedí con educación, sabiendo que jamás volvería a poner un pie en aquel local.
Nada más pisar la calle, un sonoro ¡PEPE!, hizo que me girara buscando al impetuoso dueño de esa voz. Era Christoph, mi compañero de piso. Empecé a recelar de aquella acera que reunía sobre sí tantas casualidades. Él también parecía sorprendido. Nunca habíamos pasado del apretón de manos, pero me abrazó como si uno de los dos hubiera surgido de un avión en llamas recién estrellado. Me pilló desprevenido. Intenté devolverle el gesto, pero su estrujón me había inmovilizado ambas extremidades y acabé braceando como un pequeño tiranosaurio.
A pesar de la incipiente nebulosa etílica que se avecinaba sobre mi entendimiento, enseguida supe que mi compañero de piso estaba borracho.
Eso también era novedad.
—Pepe, necesito tu ayuda —farfulló en su germánico español de andar por casa.
—Pasemos a mi despacho —respondí, señalando la puerta del Bar Cutre.
El camarero no se inmutó cuando volví a entrar con tan extraña compañía y me saludó como si nunca me hubiera visto. Su discreción demostraba que era todo un profesional de la hostelería y al momento sentí un sincero afecto hacia él. Mi amigo pidió un gintonic y yo, en un acto de pura supervivencia, opté por una cerveza.
No eran ni las ocho de la tarde.
La curiosidad por saber qué necesitaba Christoph de mí y por qué estaba borracho a esas horas hizo que me olvidara de los motivos que habían provocado mi propia cogorza. Observamos en silencio al diligente jabato mientras me acercaba una Cruzcampo y preparaba la copa. El alemán se quitó las gafitas redondas para frotarse los ojos y volvió a ponérselas. Me dio la impresión de que hacía acopio mental de vocabulario castellano para explicarme la sinopsis con claridad. Por fin, agarró el cubata, le dio un buen trago y, relamiéndose, se giró hacia mí:
—Mi exmujer Yvonne ha venido de visita y está empoñada en conocer a mi novia.
—Empeñada…
—Ach, ja! —asintió en alemán—. Em-pen-nia-da —completó con cierta dificultad.
La corrección me salió de forma automática, él mismo nos pedía que no nos cortáramos a la hora de señalar sus errores en español, y el favor se había vuelto hábito. Lo importante era la información desplegada: Christoph era capaz de beber alcohol, había estado casado con una mujer tozuda y ahora tenía novia en España.
No sabía ninguna de esas tres cosas.
Me explicó que había quedado esa noche con su novia, pero que esa misma mañana su ex, de vacaciones por España con una amiga, había llamado para decirle que llegarían hoy desde Madrid. El problema, por lo visto, era que aún no le había contado a su chica española que estaba divorciado y eso le preocupaba lo bastante como para llevar tres gintonics encima. La ayuda que demandaba era que los acompañara a la cita con su novia para que pareciera que acudía con un grupete de amigos en lugar de con su antigua esposa.
Eso fue lo que le entendí. Me pareció un plan lleno de lagunas motivado por una excusa absurda y con una posibilidad de resultado catastrófico. Pero me dejé llevar porque mi otro plan para esa tarde era suicidarme por desamor.
—¡Cuenta conmigo! —chillé, sin saber muy bien cuál era mi cometido en aquella función. Me abrazó de nuevo.
—¿Y tú qué tal? ¿Todo bien?
—Eva ha vuelto con su novio.
Hasta el camarero levantó una ceja y nos miró de reojo desde el otro extremo de la barra.
—¡Albrisias! —exclamó muy serio Christoph.
Lo dijo como si fuera una expresión muy al uso que transmitiera sorpresa y condolencia en lugar de júbilo. A saber de dónde la había sacado.
—Albricias —corregí mecánicamente.
—Eso, «albrizzzias» —repitió antes de acabarse la copa con otro trago largo—. Creo me pasaré a la beer, como tú.
La reacción de mi amigo tuvo un efecto relajante en mi maltrecho ánimo. Albricias. Ésa era la actitud. ¿Que Eva había vuelto con su novio? Pues albricias. Apenas habíamos estado tres meses juntos. No era para tanto. Albricias. A lo mejor era el alcohol, pero la palabra adquirió características mágicas, como un conjuro evocador, indestructible y poderoso.
—¿Nos pones dos albricias? —le grité al camarero, señalando mi botellín.
Christoph había quedado a las nueve de la noche en el bar que había justo enfrente de la iglesia de Santa María. Había citado allí a su exmujer porque era un lugar céntrico, turístico y pintoresco. Además, no estaba muy lejos del hotel donde se hospedaban. Le pregunté por la amiga en cuestión, pensando en mi posibilidad de pillar cacho.
—¿Ilka? No la conozco, sólo sé que es la novia de Yvonne.
—¡Albricias!
Christoph me miró sin comprender la reacción, mientras yo imaginaba dos valkirias rubias, fogosas y ternescas restregándose entre sí.
Todavía tomamos dos cervezas más antes de acercarnos a la plaza de la iglesia. La cafetería en cuestión era sobria, funcional y silenciosa; lo único más alto que las voces eran los precios. Nos acomodamos en la barra. Mi amigo volvió al gintonic y yo, al ver el logo colgado en la pared, opté por una Guinness, que resultó ser de lata. Para amenizar la espera, Christoph abundó en la bonanza de la relación que mantenía con Yvonne, trasladándome la zozobra que le producía que ella hubiera descubierto el lesbianismo tras divorciarse. También expuso que presentarle a Julia, su novia actual, le provocaba una inquietud tan excitante como imprevisible.
Las turistas no tardaron en aparecer. Nada más verlas, supe que Odín jamás las habría aceptado en su corte de valkirias. Yvonne, algo gruesa, llevaba el pelo corto teñido muy negro, parecía bastante mayor que Christoph y daba la impresión de haber sido muy guapa años atrás. Por su parte, Ilka tenía unos kilos de más, una alborotada melena pelirroja y un rostro anodino en el que destacaba su boca carnosa, aunque todo el conjunto quedaba eclipsado por un par de tetas descomunales, bien retenidas en un sostén cuyos tirantes se le hundían en los hombros. El canalillo que formaban ambas ubres asomaba por el generoso escote de una camiseta con la efigie del cantante Heino. Cuando la saludé con dos besos me imaginé, pequeño y diminuto, resbalando feliz entre sus pechos. Decidí que si me dieran a elegir entre metérsela o lamerle las tetas, escogería lo segundo.
Qué de ocio tiene la mente del que no folla.
Dos rondas de cervezas después, parecía que los cuatro nos conocíamos de toda la vida. Las alemanas también venían cargaditas tras una vuelta por bares de la zona y pronto se sumaron a nuestro etílico entusiasmo. Hablaban en inglés como deferencia hacia mí, aunque Ilka no dejaba de intentar una suerte de spanglish que me hacía llorar de risa:
—¡La gusta es mía! —repetía a modo de brindis.
Entre Yvonne y Christoph se percibía un cariño especial, aunque no se adivinaban rescoldos de pasión. Eran más bien hermanos, pero no porque su relación se hubiera vuelto fraternal; daba la impresión de que siempre habían sido de esos hermanos que se llevan tan bien que dan un poco de grima. Me costaba imaginármelos follando. Todo lo contrario de lo que me ocurría con Ilka.
Yvonne no tardó en sacar el tema de la nueva novia de Christoph. Cuando insistió en conocerla, notamos que mi amigo se incomodaba, así que su ex, animada por la cerveza y la excitación, trazó lo que, en su demencia, parecía un plan infalible.
—Pepe, te harás pasar por mi novio, así no habrá problemas de celos.
Dabuten. No lo dije porque la moña me obligaba a economizar palabras. Levanté el pulgar en señal de ok.
—¿Y yo qué? —preguntó Ilka sin apear la sonrisa.
—¡También serás mi novia! —exclamé para delatar mi interés.
—Tú serás mi amiga de Alemania, y Pepe mi novio, ¡sí! —zanjó Yvonne con una exaltación a la que costaba negarse. Miré a Christoph esperando ver en su expresión un gesto de «Está loca, qué le vamos a hacer», pero me lo encontré sonriendo de manera aprobatoria.
Tomamos unas tapas, escasas e insulsas, por hacer tiempo y cumplir con el protocolo turístico, pues las ganas de comer dormían enterradas bajo el alcohol ingerido. Me fui enterando a trompicones de la historia del alemán con Julia. Ella era muy joven, estudiaba primero de derecho y vivía a casi una hora de la ciudad. Salía de vez en cuando, cuando le dejaban sus padres, pero siempre dormía en casa de unos tíos suyos. La chica tenía esa noche una boda familiar y Christoph había quedado con ella a las dos de la madrugada en la Kokomo, una discoteca muy hortera a las afueras.
Antes de medianoche teníamos una borrachera cuyo escándalo aumentaba en cada nuevo bar. Se me ocurrió que éramos los Cuatro Fantásticos. Yvonne era la invisible Sue, lo cual convertía a Christoph en su incendiario hermano Johnny, yo me adjudiqué el papel del elástico Reed y dejé que Ilka fuera La Cosa. Todo encajaba. Entre birras nos turnábamos para charlar con uno de los otros tres, hablando por parejas. A veces coincidía con mi compañero de piso, de repente mantenía una animada conversación con Yvonne y la mayoría de las veces le contaba mi vida a Ilka. Cuando le expliqué que mi chica había vuelto con su antiguo novio, compuse una sincera cara de pena lastimosa y ella respondió con un abrazo de consuelo que me hundió en sus blandísimas tetazas. Justo cuando mi polla iniciaba el tránsito de la flacidez al palotismo, Ilka dio el abrazo por finalizado. Creo que ni se enteró de la alteración.
Ya cerca de la discoteca, a eso de la una, entramos en un pub con música salsa y focos de colores. Parejas maduras con aspecto de swingers bebían cócteles adornados con sombrillitas de papel. Los pocos presentes recibieron con agrado la desenfadada algarabía de las dos guiris cuando empezaron a danzar y besarse en la vacía pista de baile situada al fondo del local. Christoph y yo pedimos dos cervezas desde el otro extremo, cerca de la puerta y lejos de la curiosidad de los parroquianos. Brindé con él. Lo vi serio y pálido. Tenía la frente perlada y sujetaba la birra con la mano derecha pegada al pecho. De repente, le vino una arcada en forma de pequeño espasmo. Pude ver con toda claridad cómo un chorrito de vómito saltaba de su boca a la botella. Seguía mirándome, creo que convencido de que no había pasado nada, pero notó que yo observaba su cerveza y al bajar la mirada vio su propia náusea resbalando por el cristal. Menos mal que estábamos al lado del baño.
Al fondo del bar, las valkirias eran todo baile y diversión.
Christoph reapareció mejorado gracias a la evacuación gástrica y al agua con la que se había refrescado el rostro, pero los nervios seguían dibujados en su mirada inquieta. Me pareció casi entrañable que un hombretón normalmente hierático estuviera tan turbado por el amor. De alguna manera accedió a mi pensamiento.
—Es la mujer de mi vida, Pepe. Tiene que salir bien.
Un ruido en la pista llamó nuestra atención. Yvonne e Ilka habían caído al suelo. No hicieron ni amago de levantarse: no podían con la risa.
Llegamos por fin al Kokomo. Las chicas no pagaban y Christoph se encargó de mi entrada porque, según explicó, era su deber moral al haberme metido en este lío. Me habría gustado explicarle que, además de estar pasándomelo de puta madre, aquel follón me había salvado la vida porque antes de encontrarnos yo estaba en la mierda, pero se me agolparon las frases y no dije nada: el portero nos miraba con ojo clínico. Sentí que calibraba la calidad de nuestra borrachera por si atisbaba algún tipo de bronca, pero por fin nos abrió la puerta con una mirada amenazante que sólo yo capté.
Cumpliendo el plan beodo que ella misma había diseñado, Yvonne me cogió de la mano y le dio el brazo a Ilka. Los tres caminábamos detrás de Christoph hacia la última barra de la discoteca. Éramos, sin lugar a dudas, el grupo más extraño, chocante y exótico de la sala. Sonaba el Gypsy Woman de los Crystal Waters, y eso era lo único que nos impedía parecer un grupo de refugiados atravesando un campo de minas. El local me pareció enorme, quizá porque esperaba un espacio más modesto, y había bastante gente bailando. Todos se apartaban para dejarnos pasar, como si tuviéramos una misión, como si viniéramos a darle una paliza a alguien o a salvar a la humanidad o a tirar un tabique o a suicidarnos en plan Mishima.
Ilka saludaba con la mano a lo reina madre, Yvonne caminaba orgullosa y yo tuve tiempo de pensar que ojalá Christoph supiera adónde íbamos porque a lo mejor llegaba hasta la pared del fondo, tendríamos que pararnos de golpe y sería una pena deshacer aquella formación tan molona. Pero lo entendí todo cuando vi que desde la última barra, una diosa bellísima lo miraba embelesada. Se fundieron en un abrazo antes de comerse la boca como si acabaran de inventar el morreo. Julia era, literalmente, escultural y preciosa, con una perfecta melena oscura que enmarcaba su rostro angelical. Recordé que venía de una boda al reparar en su espectacular maqueo; llevaba un vestido azul corto atado en la nuca con la espalda al descubierto y unos tacones de vértigo a juego. Las piernas parecían de anuncio y bajo la ropa se adivinaban unos pechos de ensueño. Además de poseer un chasis inapelable, transmitía una entrega y decisión en el morreo que delataban pasión y conocimiento.
Nos estaba poniendo a todos.
¿Cómo podía estar semejante pibón con Christoph? Me sentí mal nada más hacerme esa pregunta, y lo achaqué a la envidia más que al recelo, pero no tuve tiempo de darle muchas vueltas. Yvonne me agarró por los hombros y me giró hacia ella para refrescarme la memoria:
—¡Recuerda que somos novios!
Acto seguido plantó sus labios en los míos. Me pilló por sorpresa porque ignoraba que nuestra simulación de pareja llegaría tan lejos. Quizá se vio obligada a improvisar ante la desatada muestra de pasión de su ex, a quien no quitaba ojo, por cierto, sin despegar su boca de la mía, y de esa guisa tiró de mí para acercarnos a ellos. Fue una extraña danza de pasitos laterales al ritmo del Ella es un Volcán de La Unión, como esos concursos en los que una pareja tiene que transportar una manzana sin usar las manos, sujetándola sólo entre sus caras. Cuando casi estábamos rozándonos con Julia y su alemán, decidí centrarme en un morreo a la altura de los contrincantes y metí mi lengua a saco: quería parecer el novio más salido de la discoteca.
Bueno, eso y que a lo mejor no cataba otra boca en toda la noche.
Yvonne recibió el ímpetu con curiosidad y cobró interés ante mi baboseo. Me sujetó la cara con ambas manos, me susurró al oído «Soy lesbiana» para que no me confundiera ante lo que iba a hacer y entonces se esmeró en lamerme la boca por dentro, por fuera y por los bordes, como nunca me lo habían hecho. No parecía que ella sintiera una especial pulsión sexual, era más bien una limpieza en toda regla, un repaso meticuloso a base de lengua, como si su saliva fuera barniz, su lengua una brocha y mis labios una puerta vieja. Mi naturaleza se vino arriba con todo el equipo, la apreté contra mí, le magreé las nalgas y se dejó hacer. No sé cuánto tiempo estuvimos así, pero al separarnos, Christoph y su novia habían dejado de husmearse y nos observaban con curiosa atención.
—¡Hola! —exclamó Yvonne en español, limpiándose la cara con el dorso de la mano—. ¡Tú debes de ser Julia! —añadió en inglés.
—¡Tú eres la exmujer de Christoph! —respondió en la misma lengua haciéndonos saber que su novio ya la había puesto al tanto de la extraña pandilla que le acompañaba—. Y tú eres Pepe, ¿no? —me dijo en español.
Asentí como un niño tontaco, feliz del todo porque aquella criatura hermosísima, además de saber quién era yo, había dicho mi nombre en voz alta. No tuve tiempo ni de amagar dos besos a modo de saludo porque Yvonne la abrazó, le cuchicheó algo y se fueron entrelazadas hacia la barra, ignorándome del todo.
—Pepe, eres un amigo de verdad, ¡gracias! ¡Gracias!
Era Christoph, abrazándome emocionado. Quise decirle que no tenía importancia, que me había encantado aquel morreazo, que lo repetiría las veces que hiciera falta, pero mi amigo estaba exultante, había soltado la absurda adrenalina acumulada y ahora la borrachera le estallaba en plena euforia. Tanto recalcó los méritos de mi actuación que llegué a pensar que consideraba a Yvonne un verdadero callo indigno de tales embistes, lo cual me dejaba en una situación ligeramente incómoda. Me pasó un brazo por el hombro y contemplamos a esas dos mujeres que charlaban en la barra. Me fijé particularmente en aquella escultural hembra embutida en azul y me sinceré con Christoph:
—Tío, es la mujer más bella que he visto en mi vida.
Me miró pletórico y preguntó sin asomo de coña:
—Y Julia, ¿qué te parece?
Sonaba el Chiquilla de Seguridad Social.
Lo siguiente fueron unos chupitos de vodka con lima. Y risotadas. Y más cerveza. Y asentir con la cabeza, a pesar de que, entre el volumen y los idiomas extraños, apenas oía o entendía. A veces me aislaba de la conversación que tocara para pensar en Eva, y el alcohol no era capaz de mitigar el dolor, pero sí me ayudaba a razonar que tampoco lo suyo había sido una traición, que yo habría hecho lo mismo, es más, ahora mismo me follaría a Ilka por despecho. Y por ganas también. Si se dejara, claro. Y lo siguiente era bailar frenéticamente una música que me la pelaba, canciones de Roxette, Cómplices o Enigma, que hacían que el patatero Grease Megamix, que pinchaban de vez en cuando, me supiera a gloria bendita. Brincaba por la pista detrás de Ilka, desatada como una cabritilla para celebrar, con igual algarabía, a Kaoma, los Dire Straits, Katrina & The Waves o Simply Red. Sus pechos botaban bajo el rostro imperturbable del Heino impreso en su camiseta; de tanto fijarme acabé imaginando que el propio cantante me hablaba en medio de la pista:
—Tócame la cara. Debajo, hay tetas.
En un momento dado, el discjockey anunció por el micrófono el cumpleaños de alguien antes de pinchar el (Everything I Do) I Do It For You de Bryan Adams. Puede que no hubiera una canción que odiara más en la Tierra, pero me lancé a bailarla bien agarrado a Ilka, que me recibió sonriente entre sus brazos y sobre sus tetas. Noté su respiración pesada, debido al alcohol y el esfuerzo danzarín, y ella debió de sentir lo mismo en mí, pues la cantidad de bebida y la intensidad de mi brío no habían sido menores. Mi primer intento de morreo acabó en una cobra perfecta. El segundo también. Que no dejara de reír ni un solo momento, incluso a carcajada limpia, me animó a porfiar, pero fallé de nuevo. Si seguíamos de esa guisa acabaríamos inventando un nuevo baile, así que opté por cesar los amagos, a lo que ella respondió plantándome un sonoro besazo en los labios. Quise devolver el gesto y me esquivó de nuevo. Estaba jugando conmigo.
A buena parte. Yo tenía toda la vida por delante.
Tanteé otra vez y de nuevo acabaron mis belfos en el aire cuando ella cabeceó hábilmente en dirección opuesta. Parecíamos dos púgiles extenuados en el último asalto, juntos pero esquivándonos las testas, como si yo buscara agarrarme para no caer y ella se deslizara por el ring, ágil como Cassius Clay. Cualquier juez le concedería la victoria a los puntos. Y antes de que eso ocurriera, decidí tirar la toalla al mismo tiempo que empezaba a sonar el Freedom de George Michael. Ilka me vio tan abatido en la derrota, que me pasó el brazo por encima del hombro mientras nos dirigíamos a la barra a tomar algo.
Pero nos quedamos petrificados ante lo que vimos.
Yvonne y Julia se besaban. Bueno, decir «besar» supondría mucha benevolencia; se comían la boca con ansia, se morreaban con ganas, atacándose, igual que esos hipopótamos que luchan en el río queriendo atrapar la boca del rival con sus fauces abiertas. Christoph, muy cerca, observaba la escena con ojos encendidos, bailando de forma casi imperceptible pero bastante torpe. Se giró hacia nosotros y nos dedicó una sonrisa de sátiro que habría helado al mismísimo Marqués de Sade. Ilka estaba embelesada. De pronto, me soltó el hombro, se dirigió hacia la pareja, abrazó a Yvonne por la espalda y apoyó la barbilla sobre el hombro de su novia. Julia, lejos de molestarse, cambió la boca de la morena por la de la pelirroja y siguió besando con el mismo frenesí lascivo.
Pensé que si abrazaba a Ilka por detrás, igual me caía un morreo de Julia, pero preferí no arriesgarme a una triple cobra y me situé al lado de Christoph, que seguía sonriente, eufórico, imparable.
El trenecito aquel no duró mucho. El roce de Yvonne y Julia era una especie de pacto de buen rollo, una forma que la ex tenía de bendecir a su sustituta en el corazón de mi amigo. Ilka pasaba por allí y se apuntó a la bienvenida por la cara. Algo así me explicó luego Yvonne, cuando Christoph y Julia retomaron sus besuqueos enamoradizos.
No sé cuándo se fueron todos. Lo último que recordaba de la noche era saltar por la pista, ya vacía y con las luces encendidas, mientras sonaba el Shiny Happy People de REM y Kate Pierson. Que esa canción cerrara el Kokomo me reconcilió con el mundo. Con esa canasta providencial sobre el bocinazo final, el discjockey había ganado el partido. Creo que me acerqué a la cabina e intenté abrazarlo.
No me acordaba de nada más.
Ni siquiera de cómo había llegado a casa.
—Suspenso —dijo la profesora Arroyo.
—Ya, pero… ¿por qué? —respondí en un alarde de sutil intimidación.
Aquella mujer no tenía muchos años más que yo, pero la anciana que había anidado en su interior podría ser mi bisabuela. Transmitía hastío y desinterés hacia su trabajo; a lo mejor se arrepentía de haber dedicado los mejores años de su juventud a la obtención de un expediente académico brillante, y ahora que era profesora, intuía que la vida que le esperaba hasta su jubilación no iba a ser arrebatadora. Bueno, así explicaba Urtubi aquel eterno gesto de amargura.
—Tu examen es, no sé, pura dispersión…
—No lo entiendo —dije con total sinceridad.
Me miró con más impaciencia que comprensión, como si dijera en silencio «Déjame en paz, estoy cansada, no me interesa nada, odio mi existencia», pero ella ignoraba que mi determinación era inmune a cualquier indirecta. No podía creer que me hubiera suspendido Literatura Norteamericana del Siglo XX, la asignatura de quinto curso que, por puro gusto, había decidido dejar para mi final de carrera. El día anterior había aprobado la última de las gramáticas y hoy esperaba confirmar, gracias a este aprobado, que era un licenciado más. El INSUFICIENTE al lado de mi nombre en el tablón de notas me dejó petrificado.
No entraba en mis planes dejar un cabo suelto durante el verano. Examinarme en septiembre para acabar esa carrera que no me llevaría a ninguna parte era una prórroga absurda. Necesitaba aprobarlo todo para dedicar julio y agosto a reflexionar sobre mi próximo paso en la vida. Aquel suspenso lo suspendía todo.
—¿Qué quieres que te diga, Pepe? —preguntó de manera retórica.
—Es la última asignatura que me queda —expuse como incontestable argumento.
—Pues tendrás que prepararla en serio para septiembre.
Un hombre taciturno irrumpió en el despacho. Lanzó una cuerda por encima de la viga que atravesaba la estancia, hizo una soga en el extremo y ahorcó a la profesora delante de mis ojos. La ensoñación era de Mastroianni en 8 ½, pero también me valía.
Volvió el silencio al despacho. Puede que ella también se imaginara que alguien me colgaba del cuello.
Desde la invención de la escuela, los alumnos aprobamos y los profesores nos suspenden; esa manera inconsciente de enfrentar los méritos propios a la maldad del examinador está en los genes del ser humano. Nada de lo que yo dijera mejoraría mi nota. En aquel suspenso latían injusticia e incordio, pero también traición a una hermosa historia.
Me explico.
Siete años atrás, en un soleado día de primavera, paseaba por la bulliciosa Pacific Avenue de Santa Cruz, California, con mi amigo Kurt. Justo en la esquina con Cooper Street pasamos por la pintoresca Cooper House, una coqueta construcción que había albergado los juzgados de la ciudad y que con el tiempo se había reconvertido en un pequeño centro comercial impregnado del espíritu bohemio de la ciudad. En la terraza del bar que ocupaba el lateral del edificio actuaba un grupo que, en aquel momento, interpretaba una versión del Feel Like Makin’ Love de Roberta Flack. Me hipnotizó la voz grave del cantante y el carisma del pianista, un señor con gafas, gorra de tela, barba blanca y melena canosa que podría ilustrar la entrada «hippy» del diccionario de la RAE. Kurt, impermeable a los hechizos del soul, insistía en acercarse a una famosa tienda de surf en esa misma calle; enseguida convinimos que me quedaría viendo a los músicos y nos reuniríamos más tarde.
Una pequeña verja separaba la terraza de la acera, pero aquella banda bien merecía un refresco de pago. No había mucho público, así que ocupé una de las mesas disponibles en primera fila y me relajé del todo. Estaba sentado en una soleada terraza de California escuchando música en directo. Me sentía encantador, interesante y culto, demasiado hip incluso para mí, aunque echara de menos, más que nunca, una cerveza bien fría. La pizarra a la entrada del local anunciaba el nombre de la banda: Warmth.
Era fan desde ya mismo.
Al acabar la canción mis palmas sonaron más alto y rápidas que el resto de los aplausos, denotando mi cateta condición entre tanta gente guay. No parecía un espectador de jazz, sino un pasajero inexperto que celebraba el correcto aterrizaje del avión.
El pianista me miró divertido. Justo entonces, el bajista lo llamó por su nombre, Don, para pasarle una partitura. También observé, sobre un atril situado a la derecha, que el grupo vendía un elepé titulado Up Jumped Kolbe; el cartel, además de señalar un precio de ocho dólares, indicaba que dicho álbum era autoeditado. Tocaron otro tema, un estándar de jazz que no supe identificar, y sobre los aplausos finales, con los míos ya acompasados a los del resto de público, Don anunció que harían un pequeño descanso antes del siguiente pase. Me faltó tiempo para levantarme, saludarlo con la confianza propia de un consagrado trompetista de bebop y tenderle un billete de diez dólares.
Yo era el Perseguidor. Había cruzado el Atlántico para comprarme aquel disco.
—Muchas gracias, amigo —replicó con una elegancia que, de manera involuntaria, me hacía sentir muy gañán.
—Gracias a ti, Don.
Cogí el elepé y le indiqué que se quedará el par de dólares sobrantes. Inclinó la cabeza en señal de agradecimiento. Salí de aquella terraza con una genuina sensación de plenitud, como si la larva adolescente que había sido hasta entonces hubiera eclosionado en un adulto, todavía sin hacer, pero con las ideas claras. El sol brillaba incandescente sobre Santa Cruz, el cielo lucía un azul avaricioso en toda California y yo caminaba altanero por Pacific Avenue con mi vinilo bajo el brazo. Aquel bello edificio en el que tocaba Warmth era el centro del universo, una roca poderosa, una señal indeleble en la historia de la humanidad. Otro pétreo e invencible Rosebud en mi lecho de muerte.
Cooper House sería derribada en 1989 tras el terremoto de Loma Prieta.
Y ahora mismo, el suspenso en Literatura Norteamericana hacía que me sintiera tan demolido como esa casa.
Desde mi regreso de Estados Unidos había oído muchas veces aquel disco de jazz que incluía versiones de la sintonía de MASH, el clásico Lazy Afternoon o el C Jam Blues de Duke Ellington. Y una de las lecturas en el temario de Literatura Norteamericana del Siglo XX era En el Camino de Jack Kerouac, novela que empecé a leer por obligación académica y que se convirtió en devoción vital, porque todos los filólogos juerguistas queríamos ser Dean Moriarty. Cuando llegué al pasaje del concierto en el que Slim Gaillard toca el C Jam Blues, descubrí, como en una revelación mística, que Kerouac usaba el ritmo de la canción para describir dicha escena, y el hallazgo me pareció asombroso. Cuando expuse un trabajo en clase sobre el libro, aparecí con el radiocasete y una versión del tema sobre la que leí el fragmento en cuestión para demostrar que las comas del texto coincidían con las pausas de la partitura. Todas las teorías de inspiración jazzística, improvisación literaria y prosa espontánea que los críticos atribuían al autor se resumían y mostraban en aquel ejemplo irrebatible. Al acabar mi ponencia, busqué la mirada de la profesora Arroyo para corroborar su emoción, pero sólo encontré el habitual gesto estreñido. No hizo ninguna mención o comentario; miró sus papeles y se limitó a decir el nombre de la siguiente alumna que debía exponer su trabajo.
Esa vez imaginé que un operario entraba en clase y le estampaba una tarta de merengue en la cara.
El destino había querido que yo adquiriera un elepé en California y que lo escuchara durante años hasta reconocer el chasis de una canción descrita por Kerouac varias décadas antes. Esa misma fuerza desconocida me había colocado en el camino a una joven profesora henchida de desidia. Aquella mujer amargada no me doblaría el espíritu, yo era libre e indestructible como Sal Paradise porque mi karma era luz cegadora, el beat habitaba mi cuerpo y sabía dónde encontrar la verdad.
Pero todavía tenía que llamar a mi madre para decirle que no había acabado la carrera.
Como en todos los finales de curso, empecé muchas despedidas y no acabé ninguna del todo. Bosco llevaba unas semanas de especial intensidad con la Wendy y andaba más Guadiana que nunca. Había quedado con Urtubi para pegarnos una buena juerga, pero la liamos justo la noche anterior sin tener sensación de que sería la última; al día siguiente anulamos la cita por culpa de la tremenda resaca. A Christoph apenas lo había visto desde nuestra mastodóntica juerga con su exmujer. El alemán, que dejaría el piso después del verano, le había pedido permiso a Jandro para quedarse hasta finales de septiembre, cosa que al dueño del piso incluso le relajó para poder buscar sustituto con la calma que precisaba. Mis colaboraciones en la radio y en la revista se interrumpían en julio y agosto por vacaciones forzadas, es decir, sin sueldo. Me fui al pueblo con la sensación de que me quedaban cosas por hacer.
El mismo día que llegué a casa de mis padres, se murió Michael Landon.
El Little Joe de Bonanza, el Charles Ingalls de La Casa de la Pradera y el Jonathan Smith de Autopista hacia el Cielo fallecieron de golpe el mismo día que yo iniciaba las que podían ser mis últimas vacaciones como estudiante. Aquello tenía que ser una fecha iniciática en mi vida que marcara el paso definitivo a la edad adulta. Es curioso comprobar que las muertes de los famosos nos impactan más que las de la gente anónima de nuestro entorno. Durante días me empeñé en situar el deceso de Michael Landon como un hecho significativo.
Vale, quizá no fueron días, a lo mejor fueron cinco minutos.
El verano se presentaba como una sucesión de días previsibles llenos de calor, aburrimiento genérico y juergas esporádicas. Estaba pelado de pasta, peor que nunca, y todavía quedaban dos semanas para mi cumpleaños.
Pero uno de esos días apareció mi primo Fonso.
La mayor parte del año navegaba en algún carguero que lo mantenía varios meses lejos de la tierra y del vicio. De vez en cuando se pasaba unas semanas en firme y entonces se le desataban los demonios. Creo que se tomaba los embarques como curas de desintoxicación. Quique me avisó de la inesperada llegada de su hermano esa misma tarde y me animó a tomar algo con ellos. No me costó vislumbrar en un fogonazo, como en una sucesión de diapositivas, la secuencia del probable caos; intuí mesas llenas de botellines, canciones cantadas a voces, vasos rotos de cubatas, algún amago de bronca, gente riéndose, antros para pillar, afters sudorosos, el parking de un puticlub, vómitos, el sol mañanero de frente.
—Claro que sí, ¡me apunto!
El abrazo de Fonso me habría fracturado varios huesos de haber sido yo algo más enclenque. Como era habitual, lucía una camisa caqui con dos grandes bolsillos en el pecho, pantalones de loneta y botas de monte, aunque estuviéramos en pleno julio. La tarde y la noche siguieron el guión previsto, aunque con alguna variación en el orden de los factores y no pocas novedades improvisadas gracias a la ilimitada capacidad del marinero para exprimir juergas como si cada una de ellas fuera la última fiesta, no sólo suya, sino de la humanidad entera. En un bar de las afueras, mientras Quique y yo manteníamos un borrachuzo debate alrededor de Oliver Stone y su película sobre los Doors, Fonso hizo migas con un tipo de aspecto nada recomendable, quizá debido a los huecos que se adivinaban en su dentadura, incluida la ausencia de un incisivo central, la ineludible vistosidad de colores en su viejo chándal y la llamativa cicatriz que le atravesaba el pómulo. Nos lo presentó como viejo amigo, pero el colega nos miró con una desconfianza que rozaba la amenaza. Sentí un canguelo genuino, sincero y muy real, un estremecimiento cercano al pánico cuya adrenalina funcionó como si empezara la moña de cero.
Un cuarto de hora después ya estábamos los cuatro en el Seat 124 blanco que Fonso usaba esos días en el pueblo. Por lo visto, otro amigo le prestaba el coche como parte del pago de una deuda; lo llamó «buen amigo» de una forma tan perversa que no quise saber más. Ése era el nivel. Nos dirigíamos «a casa de unos troncos», según la imprecisa información proporcionada por el pavo del chándal, que en ese trayecto ejercía de copiloto. Tampoco quise saber más. El cabrón de Quique, a mi lado en el asiento de atrás, no tardó en dormirse, a pesar del volumen con el que sonaba el Vuela, Vuela de Magneto en la radio del buga.
Por fin llegamos a unos destartalados adosados que habían quedado a medio construir años atrás. El abandono formaba parte de ellos. Todas las paredes, a excepción de la entrada principal de cada chalé, tenían pegados, a su vez, pequeños tabiques de chapa, uralita y madera a modo de extensiones de las propias casas que, al mismo tiempo, servían de cobijo a más personas. Dentro de algunas de esas chabolas, como frágiles setas al pie de un árbol sólido, se veía la trémula luz de una vela o un farol de gas. Había chatarra acumulada en los espacios que habían sido concebidos como césped o jardín. Sin verlos nosotros, sabíamos que muchos ojos nos miraban. Ladraban perros.
Decidí que era el último lugar de la Tierra donde querría estar a esas horas.
—¡Aquí es! —dijo por fin el del chándal.
Fonso frenó delante de una de las casas más siniestras y oscuras de la zona. Sólo le faltaba una nube gris lloviendo sobre ella. Antes de bajarse del coche, se giró hacia el asiento de atrás:
—¡No me jodas que está dormido! —exclamó, señalando a Quique. Le parecía divertido. Su tranquilo optimismo en una situación tan hostil y peligrosa era el clavo ardiendo al que me agarraba para no echarme a llorar. Tenía el don de desenvolverse con naturalidad entre los peores. Quise decirle que nos fuéramos de allí, que la cosa no tenía gracia y que no nos dejara solos, pero no encontré fuerza para sacar voz.
—No os bajéis. Vuelvo enseguida, ¿vale? —zanjó muy serio mientras señalaba la llave de contacto que dejaba puesta. Cerró la puerta y en un par de zancadas se unió al señor Pocos Dientes. Rodearon la casa y desaparecieron de mi vista. La brasa de una calada se encendió en la oscuridad iluminando las malas pulgas en el rostro de un fumador que nos vigilaba de lejos. No bajé los pestillos de las puertas porque temía que se lo tomara como una señal de poco respeto. No podía compartir mi terror con Quique, que roncaba en su desmayo. Descubrí que entre los dos asientos delanteros, tumbado en el suelo, reposaba un bastón con un refuerzo de metal en la punta. Me imaginé blandiendo el garrote contra cualquier amenaza y me di mucha pena.
Fonso no tardó en reaparecer, pero yo tenía la sensación de haber envejecido varios años en la espera. Se subió al coche y arrancó con cierta premura, lo cual me hizo imaginar que pronto nos veríamos perseguidos por un ejército de desdentados en chándal portando antorchas y rastrillos. Para dar marcha atrás, mi primo apoyó la mano derecha en el reposacabezas del asiento del copiloto y miró por el parabrisas trasero fiándose más de su memoria que de las pocas luces indirectas que ofrecía aquel conjunto de semicasas. Mientras manejaba el auto en tan improbable salida, aún tuvo tiempo y ganas de guiñarme un ojo.
Y me sentí mejor.
Cuando llegamos a la carretera, Fonso me pasó un pequeño objeto cilíndrico y transparente. Pensé que era un mechero, pero además de una pequeña llave en un lateral, contenía polvo blanco.
—Es un dosificador de farlopa —añadió ante mi gesto de ausencia transitoria—. ¡Dale caña!
Le di caña. Por no hacerle un feo a mi primo.
—¿Cazar patos? —pregunté atónito ante su propuesta.
—¡Eso es! ¡Patos! ¡Jajajajajaja! —las carcajadas de Fonso sonaron huecas y forzadas, como si sólo quisiera reforzar el atractivo de la idea que se le acababa de ocurrir. Desayunábamos cervezas en una cafetería que abría muy temprano, cerca de la casa de mis tíos, donde habíamos dejado lo que quedaba de Quique. A Fonso le gustaba la caza desde niño y se había labrado fama de buena puntería en concursos locales de tiro al plato, pero desarrollaba esa afición de manera discontinua, impulsiva y caótica, como todo en su vida. Ahora mismo proponía que nos metiéramos con una zódiac en el embalse de Buenbayo, unos cincuenta kilómetros al norte del pueblo, para «bajarnos» unos patos con la escopeta de su padre, a la sazón, mi tío.
Lo malo es que lo decía en serio.
El plan tenía lagunas del tamaño del embalse del que me hablaba, y empecé a planteárselas con la seguridad, nada reconfortante, de que tendría respuestas para todas. El arma sería la Beretta de mi tío, la zódiac la pillaríamos de camino al embalse en casa de un colega que había hecho la mili con él y otro amigote que curraba en un taller nos dejaría el motor. Para comer compraríamos un pollo asado. Mientras explicaba los detalles le metió un par de viajes al dosificador.
—Pero si nos pillan… —balbuceé a modo de evidencia incuestionable. No pude continuar la frase debido a sus risotadas.
—Sí, hombre, va a estar la Guardia Civil pendiente de los embalses, ¡en pleno verano!
Es decir, se trataba de una ilegalidad tan flagrante y descarada que nadie pensaría que habría perturbados capaces de cometerla.
—No tengo ropa para eso —repliqué, dándome cuenta de la pequeñez de mi excusa ante alguien que siempre iba vestido como si tuviera que salir de caza en cualquier momento.
—¿Qué necesitas? ¿Botas, un jersey, pantalones? ¡No problem! Algo habrá en casa de mis viejos, ¿vale? —La excitación y el colocón hacían que le brillaran los ojos y eso significaba que no había elección—. Venga, no me dejes tirado —añadió para darle un toque de chantaje emocional.
La caza me la pelaba, pero él necesitaba un porteador y Quique no contaba. Dudé unos instantes y ésa fue mi ruina. Ni siquiera esperó a que asintiera; mi titubeo le valió como confirmación.
—No te muevas, ahora bajo con todo el tema.
Se levantó impetuoso y me dejó en la barra. De lejos yo parecía alguien en una cafetería, pero mi soledad era mayúscula, enorme, planetaria. Estaba solo en mitad de la Tierra. El camarero había oído toda la conversación. Lo miré implorando auxilio y se hizo el loco de forma evidente, como esos guardias que en las películas malas simulan no escuchar al soldado bueno que se acerca por detrás.
Un cuarto de hora más tarde, Fonso me gritó desde fuera del bar. Venía cargando con los enseres propios de una demencia. La escopeta en su funda marrón de piel, una caja de cartuchos, un jersey de lana colgado del brazo y lo que parecían dos botas de esquí.
—¿Qué es esto?
—No había otras botas, tío. Lo que no encontré fueron pantalones. Los de mi padre no te valen y Quique no sé dónde coño los esconde.
Agarré el calzado para comprobar que no flipaba. En efecto, eran unas rígidas botas rojas de esquí, con enganches y todo. Tenía que ser broma.
—Estás de broma, ¿no?
Me miró sin atisbo de coña.
—¡Pero si apenas hay que andar! Y para estar en la lancha te sirven de sobra —respondió, pasándome taimadamente el dosificador antes de meter la escopeta y los cartuchos en el maletero.
Todavía no sé por qué no me planté en ese momento.
Casi una hora después, cerca del embalse, llegamos a una gasolinera mugrienta pegada a un taller acorde con la inmundicia anexa y un restaurante al que dicha calificación le quedaba grande. En el garaje, un tipo fornido saludó con desgana a mi primo y le indicó dónde estaba el motor, que cargamos después de llenar dos depósitos con gasolina y comprar dos pollos pequeños que tenían el aspecto de haber sido asados a principios del Pleistoceno. Esa broma de ir a cazar patos sin dormir ya era la más fatigosa tarea que jamás había acometido en toda mi existencia, y eso que todavía teníamos que recoger la zódiac en un caserón desvencijado al lado de la carretera, en medio de la nada. Nos bajamos y delante de la puerta, mirando hacia el piso de arriba, mi primo gritó «¡Jimi!».
—Se llama Jaime, pero todos le llaman Jimi —advirtió muy serio, como si me revelara el tercer secreto de Fátima. Volvió a gritar el nombre de su amigo. Esta vez no esperó respuesta y me indicó que le siguiera. Rodeamos la casa. Detrás había una especie de corral vallado lleno de trastos. Fonso quitó el candado abierto que colgaba de la puerta; en su pericia y familiaridad se notaba que había hecho esa operación muchas veces.
Entre cajas de distintos tamaños, palés desiguales, herramientas herrumbrosas, una moto hecha polvo y bultos de todo tipo, se adivinaba la forma de una lancha bajo una lona plástica que mi cómplice retiró ansioso. Sonrió al descubrir la zódiac, aunque tenía un aspecto lamentable. Me refiero a la lancha, no a mi primo. Bueno, mi primo también. Hasta un ojo tan poco avizor como el mío podía asegurar que aquella embarcación llevaba más tiempo en seco que el sarcófago de Ramsés. Siguiendo sus órdenes, me situé al otro lado para levantarla entre los dos y acercarla al coche. Fue entonces cuando, arrastrando los pies, bufando por el peso, maldiciendo la vida, recordé que el 124 no tenía vaca. Me preguntaba cómo la sujetaríamos.
Poco después, íbamos con la lancha sobre el Seat y con las ventanillas bajadas para agarrar a pelo aquel pesado bote de caucho. Yo iba de lado en el asiento con ambos brazos por fuera sujetando mi parte de zódiac. Fonso se aferraba al bote con la mano izquierda y conducía con la derecha. Para cambiar de marcha, soltaba el volante.
Parecíamos el Vaquilla y el Torete huyendo del más paupérrimo golpe en la historia quinqui.
Yo no le quitaba ojo al parabrisas. Si la proa gris sobre nuestras cabezas se balanceaba más de la cuenta, mi primo aminoraba la marcha. Ya no hablábamos ni bromeábamos como al inicio del viaje. Lo miré de reojo. Estaba más allá del colocazo. Puede que en su origen, esta aventura hubiera parecido una divertida ocurrencia en plena juerga, pero ahora mismo, Fonso era Fitzcarraldo, ofuscado en el absurdo transporte de un barco inútil, creciéndose en la adversidad, las ideas revueltas y la meta obtusa.
Intenté contagiarme con su misma obsesión para hacer más llevadero el trance. No hubo manera.
Llegamos, por fin. Me dolían los brazos. El acceso al embalse era un camino de piedras y tierra que descendía desde la cuneta hasta una orilla de uniformes guijarros. Unos trescientos metros de inclemencias que asemejaban el corredor de la muerte para alguien en mi estado. El calor apretaba, pero en esa zona a la sombra corría una brisa de las que acaban refrescando demasiado. Puede que la mezcla de sueño, resaca y rastros de farlopa me nublara el entendimiento, pero decidí ponerme las botas de esquí y el jersey cedido por mi compañero de cacería. El suéter me quedaba tan pequeño que no podía pegar los brazos al cuerpo. Entre el aparatoso calzado rígido y la minúscula prenda caminaba como Herman Monster, pero sin pizca de gracia. Los aldeanos de Frankenstein me habrían linchado sin pestañear.
Ni un solo momento le pareció a mi compañero que dichos complementos no fueran los adecuados para la práctica cinegética.
Bajamos primero la zódiac. Nos costó más esfuerzo del calculado a priori debido a la inestabilidad del terreno, el ansia de Fonso, nuestro fuerte desánimo y lo inapropiado de mi atuendo. Después, cargó él con el motor y yo con ambos depósitos. Me derrumbé exhausto cerca de la orilla mientras lo veía completar un último trayecto para acarrear la escopeta, los cartuchos y la bolsa con las viandas. Decidimos que no era mal momento para reponer fuerzas antes del envite final, así que sacamos uno de los pollos y dos latas de cerveza. El ave estaba reseca, esto es, dos veces seca. Estoy seguro de que un cuervo a la brasa no tendría peor sabor que aquella zanca fibrosa. Sentados al borde del agua estancada, rumiando en silencio la parca chicha del pajarraco como tabaco de mascar, componíamos una triste estampa campestre, nada quijotesca, más bien como dos Sanchos abatidos. La birra caliente fue la guinda que convirtió aquel boceto de tentempié en un matagigantes.
No hubo reposo tras la fugaz deglución. Observé a Fonso mientras colocaba el motor y cargaba los bártulos. Tenía la frente sudada y respiraba con la boca cerrada, abriendo mucho las aletas de la nariz, totalmente concentrado en las tareas preparatorias del típico depredador en pleno bajón farlopero. Por fin me pidió ayuda para colocar la lancha sobre el agua —no nos costó deslizarla sobre los cantos rodados—, me indicó que subiera a bordo e hizo él lo propio aprovechando su último pie en tierra para impulsarnos lo justo.
Y la nave fue.
Flotábamos, que no parecía poca cosa en tan cochambroso bote. Me acomodé, si es que dicho verbo no resulta excesivo para las estrechas holguras de una zódiac, de espaldas a la proa, mientras mi primo se erguía para arrancar el motor. Confieso que en ese instante me atravesó una punzada de orgullo; habíamos llevado a cabo una tarea precisamente titánica, a pesar de lo pequeña que era nuestra chalupa, y ahora estábamos a punto de surcar el embalse, rumbo a lo incierto. Sopesé la extraña imagen que tendría de nosotros la Guardia Civil si en ese momento nos sobrevolaran en helicóptero. Dos tipos alterados, uno de ellos con botas de esquiar en pleno julio, navegando por la presa en una vetusta chalana con una Beretta repetidora, dos depósitos de gasolina y un pequeño pollo asado.
Apocalypse Now.
Tras echarme una mirada furtiva para confirmar que todo estaba en orden, Fonso se giró de nuevo, tensó los dedos alrededor de la cuerda de arranque y tiró de ella, pero lo hizo con tanta fuerza, que la cinta se desprendió del motor sin que éste hiciera ni un ruidito que indicara vida mecánica en su interior.
Mi primo se quedó de piedra, estático, mirando el cordel que ahora se balanceaba en su mano. La inercia del primer impulso nos había llevado muy despacio hasta el recoveco del embalse, donde se acumulaba una espesa y quieta capa de palos torcidos, botes de plástico, hojarasca húmeda y bolsas vacías.
Zumbaban las abejas y el pegajoso olor a basura llenaba el aire.