Había asumido que jamás llegaría a ser bueno en nada de lo que me propusiera. Mis primeros intentos eran los que contaban. Empezaba cualquier cosa y en ese mismo instante tocaba techo porque carecía de motivación o voluntad para mejorar el resultado inicial, por flojo que éste hubiera sido. Reconocer esa avería, lejos de desalentarme, me quitaba presión a la hora de acometer futuras empresas.
Carecer de vocación era la mejor manera de inmunizarse contra el fracaso.
Menos en las pajas.
Masturbarse requiere un esfuerzo mínimo, pero ofrece una recompensa inmediata y una sensación de placer literalmente insuperable. No hay nada más placentero que una paja. NADA. El cine, cualquier deporte, los libros, el ajedrez, cocinar platos exóticos, un porro, el bricolaje o el aeromodelismo pueden aportar bienestar y felicidad, pero en la relación esfuerzo-placer no existe nada más satisfactorio que un orgasmo autoinfligido. Correrte es la cumbre en la pirámide del gustazo, cualquier otra cosa siempre quedará por debajo en la escala del deleite. La paja más triste, patética y solitaria del mundo siempre será más deliciosa que tu mejor y más elaborado logro, porque hay más placer concentrado en esos cuatro segundos de chorromoco que en la plenitud que culmina un éxito. Escalar el Everest, ganar Roland Garros, componer Walk On The Wild Side o resolver el cubo de Rubik te alegra la vida, pero no te corres de gusto.
Ojalá la universidad me motivara de la misma manera.
Mi único estímulo para seguir estudiando era económico. No me refiero a la idea de procurarme un sustento el día de mañana, sino al alivio de no tener que volver a pagar la matrícula. Al enterarme de mis dos aprobados justitos en febrero, recordé las treinta mil pesetas que no tendría que pagar en septiembre, lo cual fue motivo de alegría. También especulé con la cantidad de suficientes que llevaba en la carrera: tenía raspas para alimentar a las orcas del acuario de Miami, lo cual avivó mi incipiente resignación. Después caí en la cuenta de que me quedaban dos asignaturas para acabar la carrera, lo cual me provocó una enorme zozobra. Además, las pocas posibilidades que tenía para obtener mejores ingresos en mis curros habituales dependían de los dos idiotas que tenía por jefes, lo cual me causaba una desmedida indiferencia.
Mi vida era una sucesión de dicha, conformismo, inquietud y apatía.
Precisamente esos días, la revista me había encargado un reportaje sobre nuevos licenciados que se enfrentaban al mercado laboral. Como todo lo relacionado con la publicación, era una pantomima más; me habían pasado la lista de jóvenes que debía entrevistar, todos ellos hijos de prominentes hombres de negocios que los habían colocado en sus empresas familiares.
Mis visitas semanales a la radio me proporcionaban suficiente desánimo como para no soñar con hacer carrera en aquella caverna grisácea donde sólo contaba el parentesco político, en todos los sentidos. Los locutores me ignoraban porque no representaba amenaza o peligro para sus cargos vitalicios. La oferta de conciertos era saludable y mis intervenciones casi se hacían solas; en los últimos meses habían pasado por la ciudad Los DelTonos, 091, Los Enemigos, Sex Museum, Los Flechazos, Killer Barbies o Doctor Explosion, además de muchas bandas efímeras de la provincia y alrededores que nutrían la agenda de una información vital para los pocos que íbamos a esos bolos, pero inocua para la escasa audiencia de aquella emisora.
Un jueves me acerqué a la prueba de sonido de un entusiasta grupo psicodélico cuya maqueta había oído en Radio 3. Tocaban en una sala llamada Armonía que dedicaba la noche a bailes rancios con orquesta verbenera y cedía su primera sesión a cualquier banda de rock que pagara el alquiler. En la puerta me identifiqué como periodista de la emisora y para demostrarlo enseñé la cochambrosa grabadora que me prestaban para esos efectos, en realidad un paupérrimo reproductor de casete con micrófono incorporado al que habían adherido una pegatina que, al ser mayor que el frontal del propio aparato, se arrugaba en los bordes.
Me daba más vergüenza a mí que al malencarado portero al que se lo explicaba.
Un hombre mayor que pasaba por allí se giró al oír mi lastimosa presentación. Su amago de tupé teñido de negro azabache, la escandalosa combinación de traje claro con camisa verde abierta hasta debajo del esternón y sus maneras decididas en aquel territorio hostil a cualquier persona con dos dedos de cordura me hicieron presentir que era el dueño de la sala.
—Soy el dueño de todo esto —le dijo a mi intuición—. ¿Trabajas en esa emisora? —añadió con desdén. Había escuchado claramente que me identificaba como tal, pero ahora me lo preguntaba como si no se lo creyera. No sabía si la duda debía ofenderme o halagarme.
—Bueno, soy colaborador —aclaré curándome en salud.
—¡Pues menuda mierda de radio!
Puse cara de «Tiene usted razón», en parte porque estaba de acuerdo y en parte porque no quería exponerme a que me diera un tortazo con aquellas gigantescas manos curtidas, probablemente, a base de dar hostias.
—¿Tú haces la puta agenda de los conciertos? —volvió a preguntar, mutando el menosprecio en desprecio.
Asentí como el niño al que le va a caer una colleja en un colegio de curas. Aquel señor era una mezcla de coronel Kurtz, Stoichkov y Ash, el científico de Alien.
—¿Y cuándo sale la agenda esa de los cojones?
Si los tacos se dicen para intimidar, este hombre lo estaba bordando.
—Los viernes —respondí, carraspeando, a duras penas. Su cara denotaba que no era suficiente información—. Sobre las doce —añadí para salvar mi vida.
—¿Nada más? ¿Sólo sale un puto día? ¿Y por la mañana?
Sí a las tres preguntas.
—¿Para eso pagamos?
¿Pagamos? ¿Me estaba echando en cara las miserables cinco mil pelas de mi sueldo?
—Poco me parece por quince mil duros mensuales.
Esa manía viejuna de contar las pesetas por duros me traía muchos quebraderos de cabeza. Tardé un poco en calcular la cantidad de la que me hablaba. Cuando lo hice, dije el resultado en voz alta:
—¿Setenta y cinco mil pesetas?
—¡Que sí, joder! Eso es lo que paga la FESAFE al mes por esa publicidad —remató con un hastío que dejaba muy clara su disconformidad con el trato.
La FESAFE era una especie de asociación de hosteleros de salas de fiestas y discotecas. Llevaba meses oyendo la cuña que emitían antes y después de mi agenda de conciertos. Nunca se me había pasado por la cabeza que alguien pagara por aquella locución cutre.
Y entonces comprendí que la emisora municipal ganaba setenta mil pesetas a costa de los mil duros de mierda que me pagaban.
Sí, yo también podía pensar en duros si hacía falta.
Mi cara de idiota en ese momento tuvo que ser épica.
El sexo con Eva había sido impresionante, aunque, desde mi perspectiva, aquel polvo tenía pendientes más flecos que la cazadora de David Hasselhoff. Nada más correrse, Bella —aún me costaba llamarla por su nombre real— había llorado por esa mezcla de nostalgia y remordimiento tan propia de quien folla por despecho. Hablo de oídas, porque nunca lo he hecho de esa manera.
Yo soy más de follar con ganas que por rencor.
Apenas se había secado las lágrimas y ya estaba poniéndose las bragas mientras murmuraba un «Perdón, tengo que irme» que sonó más triste que egoísta. Intenté componer un gesto que uniera comprensión y bondad con un toque de fastidio y leve coacción, pero es muy difícil transmitir seriedad si estás enrabado como un perro. La misma erección que un minuto antes parecía la maza de Thor en medio de la tormenta de su pasión se había convertido de repente en el molesto mango de un paraguas en un autobús urbano lleno de pasajeros. Se vistió en un suspiro, me pidió por favor que no la acompañara y me abrazó fugazmente, lo justo para que sintiéramos mi erguido cipote entre ambos.
—Ya nos vemos, si eso —dijo sin mirarme a los ojos ni al estoque, cerrando la puerta de la habitación con mucho cuidado. Oí que hacía lo mismo con la de la entrada y entonces me tumbé en la cama. Casi podía sentir el viscoso fango blanco latiéndome dentro de la polla. Acerqué mis dedos a la nariz para aspirar su olor a coño y con la otra mano empecé a…
Me corrí inmediatamente.
A pesar de su poco interés en satisfacerme, las atenciones de aquella noche de febrero actuaron como un bálsamo que me permitió centrarme en las dos asignaturas de las que me examinaría seis días más tarde. Había sido el sexo más pleno desde la clase magistral de Janine, cinco meses atrás, y aunque este polvo había resultado incompleto y fugaz, no todos los días te folla tu amor platónico. Además, la secuencia en el Muralla, la manera en la que me entró, los besos en el Ozzy y su entrega en la cama me reconciliaron con la vida, el universo, la Tierra, los pájaros y los tomates. Eso sí, no tenía su teléfono, ni amigos comunes que pudieran ayudarme a encontrarla.
La paja que me hice cuando se fue había sido tan perfecta que llegué a usarla como recuerdo para hacerme otras.
No sé cómo, pero la responsabilidad con los exámenes me arrastró como la zanahoria que tira del asno. Tenía casi una semana por delante para estudiar y, de paso, darle a ella cierto oxígeno para que no se me notaran las ganas. También me serviría para retrasar nuestro reencuentro porque podría morirme allí mismo si Eva se hacía la loca al verme. Tan pronto soñaba que aporreaba la puerta gritando mi nombre, como la recordaba en bragas pidiéndome sexo con la sonrisa y la mirada. Tampoco me costaba mucho esfuerzo pensar lo peor. Me veía bebiendo cada noche en el Ozzy mientras Dio, secando vasos con un trozo de camiseta en la que se adivinaba el Eddie de Iron Maiden, decía:
—Olvídala, muchacho. No tienes nada que hacer. No la hemos vuelto a ver por aquí. Además, sólo te folló por despecho, cuanto antes lo admitas, mejor. ¡Y ni siquiera te corriste! ¡JAJAJAJAJAJA! ¿Habéis oído eso, chicos? —gritaba, volviéndose hacia unos heavies que bebían en el fondo del bar y que resultaban ser la formación de Rainbow que editó el Rising en 1976.
Todos reían. Menos Ritchie Blackmore.
Durante seis noches sólo salí de casa para comprar algo de comida y desconectar con el Tetris del Chapa. Me entregué a los apuntes como si el estudio fuera un túnel en cuyo final resplandecía, aún no sabía si para bien, la posibilidad de una Eva. Me gustaba tanto y, al mismo tiempo, tenía tanto miedo a que no quisiera nada conmigo tras el semipolvo que ni siquiera se lo conté a Urtubi cuando quedamos tras el segundo examen. Bebimos primero en la cafetería de la facultad, donde se nos unieron dos amigas suyas, y después en El Mundo, donde Bosco se mostraba invencible en la CANASTA 86.
Había especial bullicio aquella tarde y se notaba la optimista alteración tras las convocatorias de febrero. Ernesto nadaba en su salsa, Bosco andaba comunicativo, Urtubi inspirado y sus amigas risueñas, pero yo tenía mi cabeza centrada en lo que pasaría al entrar en el Muralla. La mezcla de nervios, curiosidad y ansiedad me volvía loco. Las cervezas no me colocaban ni acentuaban mi euforia porque sólo podía pensar en verla, aunque mis estados de ánimo oscilaban entre la convicción de que ni siquiera se pasaría por el bar hasta la seguridad de que estaría allí esperándome.
—¿Todo bien? —Era Bosco, pasándome el brazo por el hombro.
—Estoy enamorado —solté de golpe, quitándome un peso de encima.
No se inmutó, no se sorprendió, no preguntó quién era ella. Se limitó a sonreír un poco, subrayando el aura enigmática que siempre le acompañaba.
Iban pasando las horas.
No quise forzar ni adelantar la visita al Muralla para que Urtubi no intentara averiguar la naturaleza de mi interés. Sabía que alguien lo propondría y todos aceptaríamos con naturalidad. Fue Bosco el que lo dejó caer y para allá nos fuimos los tres, acompañados de dos colegas de la facultad. De camino al bar podría haber vomitado por los nervios que me atenazaban el estómago. Cuando puse un pie en el Muralla, me sentía hueco por dentro; mi cuerpo era una caja de resonancia en la que retumbaban latidos cardiacos. Apenas había gente en el local y no me llevó muchas miradas comprobar que Eva no estaba. El aplastante silencio que me habitaba fue dejando paso al bullicio y a la música que flotaba en el ambiente. Sólo entonces me di cuenta de que sonaba el Senses Working Overtime de los XTC.
Compensé la profunda decepción con el notable relax de no tener que enfrentarme a la posibilidad de ser rechazado. Nos apalancamos al fondo de la barra. Me apoyé en el lateral del Tetris; parecía un gesto casual, pero desde allí controlaba la puerta. Cayeron birras, algún chupito, el catálogo de tontunas de Urtubi y no pocos temazos. En otras circunstancias, aquella amalgama de alcohol, chorradas y canciones habrían supuesto una de esas juergas en condiciones que me colman de alegría y bienestar, pero esa noche esperaba otra cosa que no acababa de suceder.
Cuando asumí que nunca más estaría con Eva, pensé que me conformaría con verla, aunque fuera de lejos, incluso con otro. No quería morirme sin retenerla en mi retina unos segundos más.
Igual sí que estaba un poco borracho.
Y entonces pasó algo curioso. Entró Eva.
Iba con la misma amiga que el otro día y me hizo dudar si la imagen era un residuo de mi memoria o un suceso real. Cuando reparé en que mi amor había cambiado la camiseta negra por un vestido rojo, supe que aquello estaba ocurriendo.
Al verla, por puro acto reflejo, me encogí tras la espalda de Urtubi sin dejar de mirarla, pero pensé que si me viera actuar de esa manera creería que sufría algún tipo de trastorno mental. Me incorporé del todo y con el corazón en un puño busqué su mirada. Al descubrirme, sonrió, abrió los ojazos y se dirigió hacia mí.
¡Me buscaba!
Nos abrazamos, fuerte, con cariño. Balbuceé. Rio. Me puse colorado. Meneó la cabeza sin perder la sonrisa. Nos volvimos a abrazar. Si una raza extraterrestre estuviera pendiente de ese reencuentro para saber si los humanos éramos seres inteligentes que merecían ser exterminados, la Tierra no corría peligro.
Urtubi y Bosco asistían a nuestra danza del hola con una curiosidad que rayaba lo empírico. Parecían dos científicos descubriendo la electricidad, el átomo, la penicilina y el origen del universo, todo a la vez. Desde luego, no disimulaban el interés que les causaba aquella escena y nos observaban con una atención casi molesta. Sólo les faltaban unas batas blancas. Se la presenté, ella hizo lo propio con su pálida amiga —ahí me enteré de que se llamaba Leire—, y todos pedimos un chupito para celebrar aquello, fuera lo que fuera.
Eva y yo tardamos poco en aislarnos de lo que nos rodeaba. Mientras uno hablaba, el otro le devoraba con los ojos, todo nos parecía divertido, interesante y trascendental. Esta vez fui el primero en besar. Ella recibió mis labios con cariño y redobló el roce con el mismo ímpetu que recordaba del Ozzy.
Aquello ya no era despecho.
Saqué el bisturí de la emoción y me abrí en canal para que me viera por dentro. Le confesé que llevaba seis días pensando en ella y que aquellos besos me sabían a gloria, y no sólo porque el último me lo hubiera dado sin haberse tragado del todo el chupito de bourbon al que nos habían invitado. Se disculpó por haberse ido tan precipitadamente de mi casa, y cuando comenzó a explicarme que en aquel momento se había acordado de su novio, la besé de nuevo para que no siguiera por ahí.
Sonó el Mr. Cab Driver de Lenny Kravitz y Urtubi agarró a Leire por la muñeca para darle vueltas en plan salsa. Más tarde, Bosco se fue del Muralla y se giró para guiñarme un ojo. Tuvo cuidado de que sólo yo viera ese gesto, que me tomé como un elogio hacia la chica de la que me había enamorado, tal y como le había confesado unas horas antes. Podía haber sido simple cortesía de amigo, pero me gustaba tomarlo como aprobación, como si necesitara su bendición para confirmar que me estaba colgando de la mujer adecuada.
Avanzó la noche. No supimos en qué momento desaparecieron Urtubi y la pequeña gótica, si es que se habían ido juntos. Nuestra charla era desbocada e incesante, sin silencios ni recodos, y a ella le pareció bien contarme alguna de sus más recientes anécdotas nocturnas. Una noche, por ejemplo, se había morreado con una tía que le entró en los baños de no sé qué discoteca y en otra juerga conoció a un tío que insistía en proponerle un trío con su mejor amigo. Todo lo que contaba me parecía sexy, cool, divertido y guay. Estábamos en ese momento en el que las aventuras sexuales del otro nos parecen asumibles y puntuales, sin sospechar todavía que esos lances puedan atormentarnos en el futuro. Y como mi historial reciente no podía calificarse con ningún adjetivo positivo, callé como una rata, más por vergüenza que por prudencia. Cuando salimos del bar, Eva propuso que nos fuéramos directamente a casa.
Y tuve que explicarle la movida con Jandro.
El dueño del piso no se había tomado muy bien la inesperada visita que contravenía las normas impuestas de manera tácita. Le dije a Eva que Jandro era un gran compañero de piso, pero que había que aceptar sus reglas y una de ellas era, precisamente, que no se podían llevar mujeres a casa. Me pareció que a Eva le agradaba dicha restricción. Por supuesto, omití que en los últimos meses me había saltado la norma un par de veces, por cierto, con dos experiencias tan catastróficas que casi le daban la razón a Jandro en sus prevenciones. Estaba a gusto en la ficción, o mejor dicho, en la exageración, porque nada estimula más a un pequeño timador que comprobar en tiempo real los beneficios de sus mentirijillas.
En efecto, Jandro me sermoneó seriamente sobre el tema de las visitas, aunque en esta ocasión había percibido algo más complejo y profundo que una simple amonestación. Creo que, como parte de sus rarezas antisociales, le incomodaba la gente en general y las chicas en particular. Recordé las minuciosas molestias que se tomaba antes de aceptar a los inquilinos y la pesada entrevista, período de prueba incluido, que tuve que superar antes de obtener su beneplácito. Sólo le dije que la chica que había llevado a casa era muy especial, pero cuando le conté esto a Eva, empecé a recargar los adjetivos hasta convertir mi simple charla con Jandro en un florido canto a la excepcionalidad, belleza y pasión de mi amada. Cuando añadí que merecía la pena perder la casa por un minuto con ella, creo que comprendió la hiperbólica naturaleza de esos halagos y calló mi boca con sus besos.
Esa noche cerramos el Ozzy y la acompañé a casa de sus padres. El calentón que nos agarramos dentro del portal adquirió proporciones épicas: nos besamos con ansias renovadas, nos magreamos como si nos esculpiéramos y nos metimos mano como si buscáramos comprimir el cuerpo del otro. Sus tetas tenían mis huellas dactilares y sus dedos olían a mí.
Le prometí que negociaría con Jandro un armisticio follatorio, aunque omití que no lo había hecho antes porque no estaba seguro de que ella fuera a querer algo más conmigo. Por fin, entró en el ascensor y antes de que se cerrara la puerta me dedicó una mirada de deseo que daba para paja. Imaginé su tanga empapado. Me fui con una sonrisa en los labios, una alegría en el alma y una erección bajo la bragueta.
Camino de casa me di cuenta de que no le había pedido el teléfono.
Al día siguiente hablé con Jandro. De lejos, sin que se oyera el prosaico contenido de nuestra conversación, podríamos pasar por los asistentes de Churchill y Roosevelt preparando la conferencia de Yalta. En realidad, negociábamos la posibilidad y condiciones de follar en su casa.
Si es verdad que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, está claro que todas las mentiras son piadosas si se cuelan en beneficio propio. Para recalcar la imperiosa necesidad que me asaltaba, exageré los términos de mi relación con Eva —incluso a mí me pareció desproporcionado definir de esa manera mi escarceo y medio con ella— y apelé a su conocimiento del mundo de la pareja gracias a esa novia que trabajaba en Astorga y que él visitaba un fin de semana al mes. Le hablaba al casero, pero también al hombre y, sobre todo, al amigo. Y el bueno de Jandro escuchó mi perorata con más interés y paciencia del que podía exigirle, para llegar a un pacto entre caballeros en el cual habría que guardar abstinencia los días laborables como respeto al silencio y tranquilidad exigida en una casa de estudio.
Por lo visto, Eva y yo habíamos montado un escándalo del copón aquella primera noche.
El siguiente viernes divisé a Campanaza nada más entrar al Muralla. La sonrisa de fucker se me petrificó en modo tarugo cuando me explicó que Bella se había ido ese finde a Madrid. Una hiedra negra y viscosa me serpenteó por las costillas hacia el corazón para estrujarlo con sus delgadas ramas. Intentaba razonar en silencio, pero mi boca se abrió sola dejando caer una débil pregunta-lamento:
—¿A ver a Héctor?
Dios, qué manera de delatarme.
—¡No, hombre, no! ¿Pero estás loco? —exclamó antes de romper a reír. La imité con una carcajada forzada que revelaba lo exagerado de mi reacción. La espontaneidad de Leire me relajaba, pero enseguida deduje que tranquilizarme con esa mínima información era tan absurdo como los celos previos. ¿Acaso era una locura impensable que visitara al que había sido su novio durante seis años?
—Esto… ¿Y cuándo vuelve? —dejé caer con aparente desidia.
—El domingo, en tren.
Quise preguntarle a qué hora, pero ya me imaginaba en la estación con un ramo de flores, viendo a Eva y su novio bajando abrazados del tren. Y yo, disimulando, les daba el ramo diciéndoles que a ver para cuándo la boda porque me gustaría ser el padrino. Pensé todo eso y dije otra cosa:
—No tendrás su teléfono, ¿verdad?
—¿No te lo ha dado ella? —respondió la astuta gótica, devolviéndome el envite, la muy cabrona.
—¿Un chupito? —zanjé para cambiar de tercio.
—¡Sin hielo, que quita líquido!
Moñarme con su amiga era lo más cerca que iba a estar de Eva en lo que me quedaba de vida.
La resaca de aquel viernes aún me duraba el domingo. Por la noche, después de una tarde de tele, Tetris, siestas y varias meriendas, me senté de nuevo frente a la pequeña pantalla. TVE emitía una película de espías con Matt Dillon y Gene Hackman, Antena 3 se decantaba por una de terror titulada Juego Infernal y Telecinco ofrecía el VIP Noche de Emilio Aragón. Cuando cambié a TVE2, Estudio Estadio se hacía eco de la victoria del Sporting en San Mamés.
Justo entonces sonó el teléfono.
Accioné el MUTE del televisor y descolgué.
—Hola, ¿Pepe?
—¿Eva?
—¡Sí!
La pequeña pantalla mostraba a Luis Enrique celebrando uno de sus dos goles. Corría por el campo con los brazos abiertos y la euforia escrita en su rostro, pero en riguroso silencio.
Me sentía exactamente igual.
Por lo visto, esa misma tarde, nada más llegar de Madrid, su amiga le había contado la borrachera que había pillado conmigo el viernes a base de chupitos. La gótica había añadido que era muy gracioso, sobre todo cuando pinchaban canciones que me gustaban.
—¡No sé si sentirme un poco celosa! —bromeó entre risitas.
Nota mental sobre Leire: NUNCA volver a llamarla Campanaza.
Quiso explicarme a qué había ido a Madrid. La interrumpí para dejar claro que no tenía por qué decírmelo —y también porque temía que se tratara de algo relacionado con su exnovio—, pero insistió en contarme que tenía una cena con las compañeras de la tienda en la que había trabajado durante un par de meses. Cuando Leire le dijo que andaba detrás de su teléfono, le pidió que consiguiera mi número a través de Urtubi. Bendije la proverbial y masculina indiscreción de mi amigo.
No sé cuánto tiempo hablamos porque perdí la noción, pero aproveché la ocasión para dejarle caer que el sábado siguiente Jandro no estaría en casa.
—Entonces habrá que follar —respondió con fabuloso descaro. La frase provocó un acto reflejo entre mis muslos.
Cuando colgamos, el lugar de Estudio Estadio lo ocupaba un programa dedicado a Margot Fonteyn, que, por lo visto, era una bailarina.
Ah, pues muy bien.
Llegó por fin el día, y quisieron alinearse los planetas a mi favor: Christoph también se había ido a pasar el fin de semana fuera. Disponía de todo el piso para el sábado y parte del domingo.
Sólo me faltaba un batín para sentirme Hugh Hefner.
Cenamos en un bar cerca de la zona y nos fuimos al Muralla. Era la tercera vez que nos veíamos y ya íbamos a dormir juntos, era como hacer un viaje. ¿Un viaje a mi habitación? Opté por abandonar la ensoñación, no se me fuera a escapar en voz alta. Apenas tomamos una cerveza más, queríamos otra cosa y no tardamos en irnos. Nos besamos en el portal con la misma urgencia de nuestros dos encuentros anteriores y entramos en el piso desordenadamente, reconociendo con las manos el terreno que ya habíamos colonizado en el otro, todo un lío de lenguas, caricias, brazos y roces, ansiosos por las ganas, pero despreocupados gracias a la confianza que nos otorgaba sabernos a solas.
Nos desnudamos con tensa calma, rodamos sobre la cama y nos entregamos al preámbulo con minuciosidad. Dibujé varias veces con la lengua el triángulo que formaban su boca y sus pezones, mientras ella me agarraba la polla con un delicado gesto sensual, más cercano a la caricia que al meneo. Bajé por su piel hasta aposentar mi cara entre sus muslos y me esmeré en los preceptos amatorios que me había enseñado Janine. Dejé que los jadeos y las apneas de Eva, su manera de sujetarme la cabeza o los leves movimientos de cadera guiaran mi intuición. Lamí en círculos, chupé en vertical y besé con profusión. Cambié el orden de los verbos, porfiando en el empeño y tirando de mi propio deseo para seguir en aquella tarea, y cuando parecía que mi lengua se quejaba del esfuerzo porque su orgasmo tardaba demasiado, empezó a gemir cada vez más fuerte, veloz y entrecortada, y esa aceleración fue el impulso que me faltaba para seguir lamiendo hasta sentir cómo se corría gritando y arqueándose, los brazos en cruz, retorciendo las sábanas con sus manos, las piernas tensas, los dedos de los pies separados, apartándome la cara del sexo, juntando los muslos y temblando cada vez menos hasta quedarse quieta, muy quieta, los ojos cerrados y un débil ronroneo en la garganta.
Caí exhausto. Apoyé la cabeza sobre su vientre. Entonces, me miró burlona y, agarrándome ambas orejas, exclamó:
—¡Menudo cabronazo estás hecho!
A continuación, me obsequió con la madre de todas las mamadas.
El teléfono rasgó el silencio del piso como la cremallera pectoral de la loba del anuncio de Jacq’s. Estaba muy dormido y me costaba subir a la superficie de la consciencia, pero antes de llegar a abrir los ojos, sentí el calor de Eva a mi lado. Mientras el puto timbre taladraba cualquier sensibilidad alrededor, me acerqué y, sin abrir los ojos, la noté de lado, dándome la espalda. La abracé desde atrás en una cucharita perfecta. La presión de mi sexo contra sus nalgas y el que siguiera durmiendo añadió más excitación al hecho de despertar junto a la mujer que deseas.
Pero el ring no cesaba.
Entreabrí los párpados para enfocar la vista en dirección al reloj de la mesita: las nueve menos veinte de la mañana. ¿Quién coño podía llamar un domingo a esas horas? De pronto reparé en que estaba solo en casa; nadie iba a contestar si no lo hacía yo y esa insistencia quizá era el anticipo de una mala noticia. Me levanté agobiado pensando que no llegaría a tiempo.
—¿Pepe?
—¿Urtubi?
—¡Tío! Menos mal que te pillo…
Urtubi, todavía de juerga, desde una cabina, dándolo todo, jodiéndome el día.
—¿Qué coño…? —farfullé, mascullando una creciente indignación.
—¡Escucha! —interrumpió—. Es importante: el jueves que viene tocan los Ramones en Oviedo. ¡Los Ramones! Estoy aquí con Bosco y dos colegas suyos que tienen coche, necesitamos uno más para la intendencia del carburante y todo eso, ¿te apuntas o qué? ¡Tienes que decírmelo ya!
¿Los Ramones en directo? ¿Joey, Johnny, Dee Dee y Marky? Empecé a espabilar con una sonrisa en la cara.
—¡EH! ¡OIGA! ¿Hay alguien ahí? —clamó la impaciencia de Urtubi al otro lado del teléfono.
—Que sí, que sí, joder, ¡claro que me apunto!
—De puta madre, pues nada, venga, te dejo, mañana nos vemos en El Mundo y concretamos, ¿vale?
No pude responder. Me colgó justo después de gritar:
—¡One, two, three, four!
Volví a la cama. Eva seguía en la misma posición. Al meterme de nuevo, se giró poco a poco, ronroneando muy bajito, se pegó a mi costado, su cabeza en mi hombro, su pierna derecha por encima de las mías, su mano en mi pecho, y continuó durmiendo. Todos esos gestos contribuyeron a mi erección, pero al ver que ella respiraba profundamente, me relajé y pronto caí en un sueño reparador, feliz y despreocupado.
Fuimos despertando por etapas, masticando aire en los duermevelas, mirándonos dormir, robándole al domingo todo el sueño que nos pedía el cuerpo, recuperando cada vatio de energía gastado la noche anterior en corrernos, volviendo al reino de los vivos, cada uno por su cuenta, pero a expensas del otro. En uno de esos trechos de soñera, abrí los ojos de repente, como si volviera de un susto, y me encontré su mirada franca en la mía, todo pupilas brillantes, venga sonrisas.
—Agua —pidió con un hilo de voz sin que la falta de complementos deteriorara su petición.
Me levanté de un salto y volví de la cocina con dos vasos llenos del zumo de tetra brik que había comprado el día antes.
—¿Sabes qué? —dije con el falso jugo de naranja invadiéndome el estómago—. ¡El jueves me voy a Oviedo con Urtubi y Bosco a ver a los Ramones!
Mientras pronunciaba esa frase me pareció percibir que un nubarrón del tamaño de Arizona cubría su rostro.
—¿Qué?
¿Cómo podían tres letras y una entonación transmitir tan mal rollo?
—¿Qué de qué? —pregunté como el montañero que observa un poco de nieve resbalando por la ladera y no quiere pensar que detrás viene un alud.
—¿El jueves te vas de juerga con tus amigotes a un concierto?
Exacto. Ni yo mismo lo habría explicado mejor, pero sólo me salió un titubeo.
—Eva, los Ramones…
—Me parece muy bien.
—Pues no lo parece —bromeé.
A buenas horas. Yo no entendía cuál era el problema de que fuera a ese concierto. Ella no comprendía que «la dejara tirada». Se me ocurrió mencionar que se había ido a Madrid el fin de semana anterior. Me dijo que todos los tíos éramos iguales. Le respondí peor. Me insultó. Todo fue a más de una manera absurda, irracional e imparable. Creo que ella estaba discutiendo en realidad con el recuerdo de su exnovio, yo fui incapaz de razonar y los dos entramos en una espiral de rebote, mal rollo y bronca.
Al mismo tiempo que Eva se iba de mi casa dando un portazo, varios policías de Los Ángeles molían a hostias a un taxista llamado Rodney King.
La llamé al día siguiente consumido por un remordimiento extraño porque no tenía sensación de haber hecho nada malo. Al mismo tiempo me sentía culpable de una discusión que, técnicamente, no había empezado yo, a no ser que mi inmediata aceptación del plan que me había propuesto Urtubi me colocara en la situación de malo de la película, por no contar antes con la aprobación de Eva, un trámite que no me parecía necesario si de verdad entendía mi…
Y así todo el rato.
La cosa es que los dos nos derretimos nada más oírnos por teléfono. Y ella que la perdonara, y yo que no, que era yo quien pedía perdón, y ella venga a insistir en que me fuera al concierto con mis amigos, claro que sí, y yo que no, que no, que no, que no la dejaba tirada y ella decía que se enfadaría conmigo si no iba y yo que así no podría ir, y entonces prometí que la compensaría. Y eso pareció calmarlo todo, pero a los dos nos dejó un regusto amargo, o quizá sólo a mí, porque me sonó raro, extraño, innecesario.
Compensar. A lo mejor en eso consistía tener novia.
Cuando conocí los detalles del planazo que Urtubi me había adelantado —en efecto, desde una cabina frente a un after—, me entraron muchas dudas razonables que ignoré por las ganas de ver a los Ramones. Para empezar, Bosco había conocido a aquellos elementos unas horas antes en el baño del Galaxy, gracias a una de sus transacciones drogueras. Eran dos hermanos que se llamaban Tomás y Jeremías, pero ellos mismos se presentaban, encantados de la vida, como Tom y Jerry. Bosco había hecho un comentario favorable sobre la camiseta de los Ramones que llevaba uno de ellos y le comentaron con entusiasmo lo del concierto en Asturias. Aseguraron que tenían coche y que necesitaban tres compañeros más de viaje para repartir gastos. Bosco aceptó, Urtubi se apuntó al instante y yo en cuanto me llamaron.
Su idea era salir a media tarde hacia Oviedo, ir directamente a la sala del concierto y regresar nada más acabar, un apurado plan de viaje que venía dado por la limitada disponibilidad del coche en cuestión. El lunes tuvimos que entregarles las dos mil quinientas pesetas que costaba cada entrada para que las enviaran por giro postal a un amigo que las compraría al día siguiente.
—¿Son de fiar? —le pregunté a Urtubi cuando me explicó lo de adelantar la pasta.
—¿Qué otra solución tenemos? —contestó, incrementando mis dudas al respecto.
El mismo jueves del bolo quedamos a las cinco de la tarde en un bar muy cerca del ayuntamiento. Llegué a menos cuarto, nervioso y alterado, con ganas de estar en el concierto, y pedí una cerveza. Urtubi apareció con una chupa de cuero que le quedaba grande, le sobraba por todos lados. Mis aparatosas risas no ayudaron: sabía que su disfraz cantaba desde lejos. Bosco se presentó a las cinco en punto. Los tres nos abrazamos con la felicidad escrita en la cara: íbamos a ver a los Ramones.
Enseguida llegarían Tom y Jerry.
A las cinco y cuarto seguíamos esperando.
Nos mosqueamos de verdad sobre las cinco y media, al darnos cuenta de que no teníamos ni un dato de nuestros dos compañeros, ni siquiera un teléfono. El tenso silencio de los primeros veinte minutos fue dando paso a una profunda sensación de idiotez.
—¿Nos han timado dos mil quinientas pelas? —dijo Urtubi de repente, no sé si preguntando o hablando solo. Para rematar la frase puso los brazos en jarras y para ello tuvo que remangarse primero.
Joder, lo que me habría reído de ese gesto en circunstancias normales. Hasta me dio rabia que la penosa situación limitara mis coñas.
Seguíamos allí parados, sin saber qué hacer. Urtubi y yo maldecíamos y elucubrábamos venganzas terribles, pero Bosco miraba a la nada como si, a la vez que pensaba «No puede ser», intentara mover los edificios con la mente.
Aparecieron a las seis menos cinco. Tom conducía y tocaba la bocina, mientras Jerry sacaba medio cuerpo por la ventanilla con el puño en alto gritando ¡HEY, HO, LET’S GO! Me parecieron bastante más jóvenes que nosotros, y me extrañó reparar en eso. Mi segunda impresión fue que aquel coche no transmitía confianza; era un Skoda Favorit de color verde oscuro, menos la puerta del conductor, que iba en una especie de gris metalizado, como si la acabaran de cambiar y aún no la hubieran pintado a juego con el resto, esa asimetría estética que avejenta los coches y les resta fiabilidad porque sí. Imaginé los cables del puente asomando bajo el volante.
Tom frenó delante del bar sin darnos tiempo a protestar:
—Chicos, ¡siento el retraso!
—¡Causas ajenas a nuestra voluntad! —gritó Jerry desde el otro lado.
—¡No teníamos forma de avisaros! —añadió el conductor.
Eso era verdad.
—¡Cerveza! —chilló el copiloto, mostrando una bolsa llena de latas.
A la mierda las explicaciones. La alegría de no haber sido timados sirvió de preámbulo para recuperar la pretérita excitación por el grupo neoyorquino, así que nos apretamos en el asiento trasero. Jerry, el más menudo de los cinco, cedió su asiento delantero a Bosco, sólo porque imponía más respeto que Urtubi y yo.
—No habréis traído una cinta de los Ramones, ¿verdad? —preguntó Tom con entonación de súplica. Negamos con la cabeza—. ¡Mierda! Con las prisas, nosotros tampoco…
—¡Pero tenemos una de Mocedades! —chilló Jerry antes de reírse como una radial.
¿Por qué siempre hablaba a voces?
Terminamos las siete birras justo antes de llegar a la gasolinera que nuestro previsor chófer había programado como punto para repostar; allí compramos más latas, echamos gasolina y seguimos viaje. Entre medias, el bueno de Tom nos puso al día de la biografía de los Ramones: Dee Dee ya no estaba en la banda y su lugar había sido ocupado por un bajista llamado C.J. Lamenté la ausencia de Dee Dee, que era mi favorito, y me di cuenta de que no estábamos tan puestos en el tema. Como la opción musical dentro del coche era impracticable debido a la falta de previsión, decidimos cantar canciones de los Ramones, pero apenas sabíamos las letras, así que tarareamos fuerte y gritamos consignas. Hey, Ho. Let’s Go. Gabba Gabba Hey. One, Two, Three, Four. Bosco liaba porros sin prisa, sin pausa. Todos movíamos las cabezas, arriba y abajo. Incluso el conductor.
Llegamos a Oviedo poco después de las ocho de la tarde y preguntamos por la discoteca La Real en la calle Cervantes. Nos recomendaron dejar el coche detrás de la estación de tren, porque en esa calle sería imposible aparcar. Había mucho movimiento cerca del bolo. Me pareció milagroso que Tom y Jerry encontraran a su amigo, pero allí estaba, en la cafetería acordada, bastante ciego, pero con las entradas en el bolsillo. Cuando nos las entregó, lo abracé como un náufrago al capitán del barco que lo rescata. Me miró sorprendido y le entró la risa. En aquel mismo bar, repleto de gente con camiseta, chupa de cuero y melenas a lo Joey, empezamos a beber cervezas como si no hubiera mañana.
Quizá demasiadas.
Entramos en La Real hacia las nueve y media de la noche. No cabía un alfiler. En ese momento tocaban unos teloneros —me pareció entender que eran de Tarragona— y el público se agolpaba en la pista frente al escenario, extrañamente colocado cerca de la entrada en vez de al fondo de la sala. Cuando terminó el grupo invitado, la excitación en masa era espesa y contagiosa. Había tensión, buen rollo, ansia y nerviosismo, ganas de pasarlo bien. Allá donde miraras veías gente, en todas las esquinas, pasillos o escaleras y apelmazados en la pista, los puños en alto coreando:
—¡Hey, Ho, Let’s Go!
Enseguida perdimos a Tom y Jerry, pero cuando las luces se apagaron y empezó a sonar la banda sonora de El Bueno, el Feo y el Malo, Bosco sacó tres papelinas que llevaba en el bolsillo de la chupa, le dio una a Urtubi, otra a mí y nos hizo el gesto universal de «Tómalo, tómalo, tuyo es, mío no».
Al minuto de grabación, los Ramones salieron al escenario y se colocaron como esperábamos. Joey en el centro con su pie de micro inclinado, flanqueado por Johnny y el nuevo, que parecía un Ramone de toda la vida. Marky se dispuso a aporrear la batería.
—One, two, three, four!
Todos sentimos que Joey nos lo decía a cada uno de nosotros.
Y empezó el Apocalipsis.
El pogo se extendió por la sala como un reguero de pólvora. El sonido era compacto, uniforme y pastoso, el volumen aplastante, los detalles inapreciables, la velocidad inalcanzable. Caían las canciones una detrás de otra, apenas reconocibles, pero del todo hipnóticas, como un implacable serrucho de puro punk que te abría la cabeza en dos, pero sin dolor, todo a favor.
Y una de las primeras fue Psycho Therapy y al poco sonó Blitzkrieg Bop, pero apenas nos dio tiempo a volvernos locos porque le siguió Do You Remember Rock‘n’Roll Radio?, y la locura era un estado mental, una invitada más al concierto que encadenaba Rock‘n’Roll High School, I Wanna Be Sedated, Sheena Is A Punk Rocker, Rockaway Beach o Pet Sematary, entre docenas, cientos, puede que miles de canciones gigantescas a pesar de su minúscula duración, y casi todas me sonaban de algo, o puede que todas fueran la misma, pero de pronto reconocía el 53rd & 3rd, aunque no estuviera Dee Dee, o el Judy Is A Punk de su primer álbum y aquella tralla parecía tan eterna, indeformable, vital y necesaria como la propia imagen de los Ramones, porque ningún grupo sonaría igual con otras pintas, con otros pelos, con otra actitud que no fuera reinventar el rock destrozándolo.
El concierto duró hora y cuarto. Alguien dijo más tarde que habían tocado treinta y cuatro temas. Eso era poco más de dos minutos por canción.
Me lo creo.
Había que salir de La Real y todavía teníamos que encontrar a Tom y Jerry; esa misma tarde nos habían dejado claro que partiríamos en cuanto acabara el concierto porque el coche tenía que estar de vuelta antes del amanecer.
—¿Esto es un Skoda o la puta carroza de Cenicienta? —exclamó Urtubi entre carcajadas. El frío silencio de los hermanos cortó la broma de raíz. Luego, más sueltos por las cervezas, nos explicarían que su padre, dueño del coche, no sabía nada de aquella excursión.
Mientras nos dirigíamos en masa hacia la calle, apretados como esas cabezas de ganado que vadean ríos en las películas del Oeste, busqué los baños con urgente necesidad. Mi última meada había ocurrido justo antes de entrar en la discoteca, y esa certeza bastó para sentir un grado más de presión en la uretra. Le dije a Bosco que me esperaran a la izquierda de la salida y crucé en diagonal aquel río de cabezas en dirección al servicio. Tardé menos de lo que esperaba, pero en la puerta me encontré una cola de gente saltarina, no por excitación posramoniana, que también, sino por genuinas ganas de mear.
Bajo mi bragueta se mascaba la tragedia.
Un poco más allá de los urinarios había un pequeño pasillo, casi oculto porque el color negro de sus paredes se confundía con el del resto de la sala, moqueta incluida. Me asomé al recoveco y vi que era una salida de emergencia coronada por una débil lámpara. Algo me dijo que al otro lado habría un baño. Empujé la barra horizontal con decisión y la puerta cedió sin problemas. Ahora me encontraba en un trozo de pasillo que rodeaba los baños que acababa de evitar. Me pareció arriesgado mear allí mismo, en ese pasaje, porque no sabía quién podía doblar cualquiera de las dos esquinas. Por mi izquierda llegaba el rumor de la gente que salía de La Real, así que caminé hacia la derecha hasta que los murmullos se convirtieron en lejanos susurros. Al doblar la esquina me encontré otro pequeño pasillo que daba acceso a una enorme estancia: ¡estaba justo detrás del escenario! Asomé la cabeza mirando a la derecha y, en efecto, divisé las rampas que bajaban por la parte de atrás de la tarima. Varios pipas empujaban cajas metálicas con ruedas. Las siluetas de los técnicos se recortaban contra los poderosos focos que iluminaban el frontal, como Richard Dreyfuss caminando hacia la nave de Encuentros en la Tercera Fase. Me pareció una bella estampa de las entrañas del rock.
Pero, de pronto, noté que alguien me observaba desde la izquierda. Giré la cabeza lentamente esperando encontrar al típico guarda jurado.
Pero no.
Era Joey.
Joey Ramone.
El cantante de los Ramones.
Apoyado contra la pared. A dos metros de mí.
La Tierra dejó de girar.
Parecía que me miraba, quiero decir, mantenía la cara en mi dirección, pero las gafas negras no me dejaban ver sus ojos. Tenía el flequillo sudado, revuelto contra la frente, y la boca entreabierta. Iba vestido igual que en el escenario, cazadora incluida, y sostenía una botella de agua en la mano. De cerca parecía enclenque y solemne, frágil pero poderoso. El pelo por la cara y la impenetrabilidad de sus gafas impedían adivinar una sola de sus emociones. Sólo parecía cansado. Quise creer que también le intrigaba mi absurda aparición.
Deduje que la puerta que se abría a su izquierda era la del camerino. El calor era agobiante. La sensación de humedad provocada por los cientos de humanos que habían sudado en la discoteca se podía palpar. Supuse que Joey había salido un momento a tomar aire en aquel infecto pasillo.
Seguíamos mirándonos. Quizá él esperaba una reacción, pero yo estaba petrificado, no sabía qué decir. Lamenté que en el colegio no nos hubieran impartido una asignatura llamada Ciencias Sociales con Estrellas del Rock. Una furgoneta avanzó muy despacio y se detuvo unos metros más allá del camerino. Un mánager con aspecto de gorila —o al revés— se acercó a Joey y al reparar en mi presencia me miró con cara de no haber conocido la amistad; si la desconfianza desintegrase la materia, me habría quedado sin cabeza. El cantante de los Ramones indicó que todo estaba bien, pero antes de irse con el guardaespaldas, me dirigió una última mirada, encogió los hombros y levantó un poco la barbilla, como diciendo «¿Qué?». Mantuve la sonrisa un instante, pero de repente, como si alguien me diera una hostia en la espalda, grité:
—¡¡¡Ramones!!!
Joey hizo un gesto de resignación, hartazgo, empacho o cualquiera de las posibles decepciones motivadas por una reacción simiesca que llevaba viviendo más de quince años y se metió en la furgo a la que ya se habían subido los otros miembros del grupo. El vehículo reinició su lenta marcha. En el último asiento distinguí a Johnny, serio y ausente, con la barbilla apoyada en el puño mientras miraba por la ventanilla hacia la nada. El vehículo tenía que pasar justo por delante de mi posición; cuando los ojos del guitarrista se cruzaron con los míos, sólo se me ocurrió poner cuernos y gritar su nombre:
—¡Johnnyyyyyyy!
Mirándome fijamente, separó la barbilla del puño, estiró el dedo corazón y me dedicó una peineta que me supo a gloria.
«Ramones» y «Johnny». Ésas eran las dos palabras que había intercambiado con los inventores del punk. Me sentía afortunado.
Y bastante monguer.
Tener novia no estaba siendo el camino de rosas que habría asociado a ese estado afectivo. Quizá Eva estaba acostumbrada a vivir en pareja y yo demasiado asilvestrado para tenerla de golpe. O puede que ella aplicara a nuestra relación las costumbres que había desarrollado con su ex, aunque a mí no me encajaran. Lo malo, como Eva se empeñaba en señalar para cargarse de razón, es que yo tampoco contaba con un modelo previo para comparar, lo cual siempre era motivo de disputa.
Una vez superadas sus primeras reticencias, viendo que la cosa iba en serio y la chica era fiable, Jandro nos había concedido más pases de pernocta. Lo malo es que pronto me vi exagerándole a Eva las normas para evitar que se quedara a dormir. A ver, me explico; me encantaban los polvazos antes y después del sueño, pero el relax nocturno lo llevaba peor. Me refiero a estar en reposo, a ese descanso profundo en el que alcanzas la suspensión de los sentidos y de todo movimiento voluntario, ese momento durante el que sueñas, respiras pausado y despiertas poco a poco, por tu propia inercia, cuando el cuerpo dice basta. En esas semanas descubrí que un cuerpo agazapado en lo oscuro no es la mejor forma de conciliar el sueño. Se trata de un organismo que desprende calor, ruiditos o espasmos, y que incluso recrimina en voz alta tus movimientos de madrugada o tu exceso de sueño cuando avanza la mañana. En mi afán de no molestar, me descubrí tenso en mi lado de la cama, girando muy despacio cuando cambiaba de postura, lo cual me generaba más nerviosismo aún. También supe que cuando me dormía de verdad, Eva ponía sumo cuidado en no hacer nada brusco que pudiera despertarme.
Entendí que las camas separadas de mis padres no eran una falta de amor, sino una señal de salubridad física y mental.
Y fuera del lecho, discutíamos con relativa frecuencia, casi siempre por temas relacionados con las salidas nocturnas y sus variables: cuándo, cómo, dónde y con quién salir. Claro que el sexo de las reconciliaciones era espectacular y los polvos contaban como borrones para empezar una nueva cuenta. Así íbamos tirando, gracias a esa gran mentira mundial que asegura que lo «normal» es que las parejas discutan de vez en cuando.
La primera noche que fuimos al Ozzy, Eva me había contado que no le gustaban los tíos muy guapos. Que me tomara aquello como un elogio decía bastante sobre mi autoestima. Al cabo de unas semanas, volvió a decírmelo en la cama, pero esa vez me sonó a rayos. ¿Qué mierda de elogio era eso? ¿Podía estar con el tío más guapo del mundo pero se había rebajado a estar conmigo como buena acción misericorde? ¿Trabajaba en una ONG dedicada a reconfortar a los feos?
Me estaba rayando.
Otro día me confesó que la primera noche que nos acostamos no esperaba correrse y que haberlo hecho le había cambiado la perspectiva. Me confirmaba así, sin darse cuenta, lo poco que me deseaba aquella noche y que el despecho hacia su exnovio había sido su única motivación para follarme. Me eligió sólo porque estaba allí, bailando a los Stone Roses, pero podría haber sido cualquier otro.
También insistía en lo bien que follábamos, y ahí era yo quien no confesaba que todo lo bueno que sabía hacer en la cama lo había aprendido con Janine. Claro que la insistente práctica de estos meses había perfeccionado mi técnica, pero no dejaba de pensar que la entrega de Eva no se parecía a la generosidad que Janine me había demostrado en una sola noche. Lo resumí en un axioma incontestable: a mi amiga californiana le ponía correrme y a mi novia le gustaba correrse.
Pasábamos las semanas follando, discutiendo y compensando. Pero en nuestro caso, el roce, en lugar de cariño, fue generando apatía.
Un día ocurrió algo tan molesto como previsible. Mi lengua chapoteaba en su coño y cuando estaba a punto de derramarse en mi boca, Eva susurró el nombre de su ex. Noté que abría mucho los ojos y me miraba. Hice como que no lo había oído. Fingí máxima concentración en seguir lamiendo y chupando hasta que se corrió entre gemidos que ya me sonaron distintos.
Nunca saqué el tema, pero después de aquello sentí que tenía carta blanca para pensar en Janine mientras follábamos.
Un sábado de mayo, solos en mi piso, vimos el festival de Eurovisión. No había sido nuestro plan inicial, pero la falta de acuerdo entre ir al concierto de Lagartija Nick con Urtubi o al cumpleaños de Dio, el camarero del Ozzy, inició una discusión, incoherente y creciente, que ni siquiera se arregló con la posibilidad de salir por separado y quedar después. Nos pasamos un buen rato debatiendo sin llegar a nada, cada vez más enfadados, sin avanzar. Exhaustos, permanecimos callados frente al televisor, justo cuando empezaba la retransmisión desde los estudios Cinecittà de Roma.
Estábamos sentados en el mismo sofá, pero separados por millones de kilómetros de indiferencia, los dos endemoniados, rumiando ese tormentoso silencio espeso que se instala en el rellano de una discusión que aún no ha terminado, como buscando una tregua para reponer fuerzas. Pasaron cantantes horteras y canciones insulsas, de esas que eres incapaz de tararear en cuanto se terminan, pero no despegamos los labios. Gorjeaban Sophia Vossou por Grecia, Sarah Bray por Luxemburgo, Anders Frandsen por Dinamarca o Atlantis 2000 por Alemania, y seguíamos con la mirada enfurecida, rebozados en aquella taciturna furia tan inservible.
Salió por fin Sergio Dalma por España para interpretar Bailar Pegados, una empalagosa letanía que describía todo lo contrario de lo que éramos en aquel instante.
Al acabar la canción, Eva giró la cabeza hacia mí en silencio. Tras unos segundos vacilantes, le devolví la mirada.
—Tenemos que hablar, Pepe.
—¿De qué?
—De dejarlo.
¡Sí, por dios, sí!