Esto parece un sueño en plan pesadilla, más bien terror nocturno, aunque estoy despierto, o casi, quiero decir, estoy de pie y rodeado de gente que mira un reloj allá en lo alto, como si esa maquinaria fuera el gran Dios del Tiempo dándonos permiso para entrar en una nueva era, nada menos. Me balanceo siguiendo el imaginario péndulo de ese mecanismo que nos gobierna. Habito mi cuerpo sin formar parte de él, pero soy incapaz de extraer mística de ese trance tan peculiar. De pronto, adquiero consciencia: estoy muy colocado, tan colocado que no sé cómo empezó todo. Intento rebobinar. Ni siquiera recuerdo la última copa. Mi memoria se estrella con el impenetrable muro de lo que pasó hace dos segundos. Estoy en blanco. Pasan otros dos segundos. El muro avanza al mismo tiempo.
Abandono la idea de rememorar e intento anclarme en el presente; mi mano sujeta algo. Quiero mirarlo, pero tengo la cabeza suspendida hacia atrás, así que me concentro para doblar el cuello hacia delante. Tengo un vaso de plástico. Dentro hay unas pelotitas verdes o amarillas, casi traslúcidas, que parecen uvas.
Coño, es que son uvas.
Y ato cabos: Nochevieja. Estoy en la plaza del ayuntamiento del pueblo de mis padres, rodeado de gente, solo y borracho.
En eso sí me parezco a los que me rodean.
Suena el reloj. Nunca sé si esos doce segundos son los últimos del año que se va o los primeros del que viene, o si se reparten seis campanadas para cada uno. Meto uvas en la boca al compás que marca el reloj. Lo hago por mímesis con mi entorno, no por algún tipo de convencimiento supersticioso. Las mastico, pero mi cerebro no emite la orden de tragar. Se me forma una pasta de pellejos verdes, pepitas diminutas y zumo dulce que centrifugo sin dejar de añadir nuevas uvas que son aplastadas y machacadas para aumentar la masa. El mosto me resbala por las comisuras, así que cierro los ojos e imagino que soy un descomunal tótem sagrado prensando racimos con mis gigantescas mandíbulas. Mana el jugo que después fermentará para que toda la civilización de beodos me adore.
—¡Feliz año!
Los párpados me pesan como persianas metálicas. Antes de abrirlos sé que esa es la broma preferida de Lennon cada 1 de enero. La violenta palmada en la espalda también es una de sus marcas inconfundibles a la hora de saludar. Pero la voz no parece suya. Cuando al fin despejo las córneas y enfoco, veo que sí, que es Lennon. Nos miramos. Sus ojos vidriosos, su boca entreabierta y la ausencia de movimiento me confirma que está tan colocado como yo. Creo que los dos nos balanceamos al mismo tiempo y con idéntico ritmillo, lo cual, de alguna manera, anula la sensación de columpio respecto al otro. No sé cuánto rato nos tiramos de esa guisa. Quizá espera que lo salude. Lo haré:
—¡Lefnnlongh!
Intento dotar a la exclamación de cierto énfasis, pero la plasta de uvas rumiadas interfiere con los accidentes propios de la fonación. Además, al separar los labios, parte de la masa se me cae de la boca haciendo CHOF contra el suelo. Lennon empieza a reírse a carcajadas, lo cual deja a la vista la abundancia de pellejos que cubren sus dientes, y esa visión dispara mis risotadas que, contagiadas por las suyas, crecen hasta convertirse en un ataque de hilaridad que retroalimenta sus jolgorios. Apoyamos las manos en los hombros del otro sin dejar de reír, como luchadores a punto de combate, doblados de cachondeo, frente contra frente, llorando de alegría, empujados por el colocón, perdiendo la noción de cuál ha sido la broma detonante, sintiendo dolor en el diafragma y deseando que no se acabe nunca.
—Cabrones, podíais haberme pasado algo, aunque fuera un cuarto. —Era el Gerva, serio, taciturno y dolido, creyendo que no habíamos compartido con él alguna sustancia. Su careto nos dio más risa todavía.
Casi siete años atrás, al día siguiente de regresar de mi COU en Estados Unidos, Quique vino a buscarme a casa de mis padres para dar una vuelta. Al encontrarnos, me abrazó con un entusiasmo y una alegría que cambiarían para siempre mi relación con él. Nos llevábamos muy bien desde niños, pero aquel gesto de cariño tras un año de ausencia demostraba que realmente me había echado de menos. Descubrí de pronto un vínculo nuevo, distinto y especial. Quique era el hermano que nunca había tenido.
Justo al pensarlo pillé a mi hermano pequeño mirándome como si me hubiera leído la mente y me comunicara su irrevocable decisión: «Cuando crezca, te mataré por la espalda para quedarme con la herencia».
Aquel primer día después del regreso era un punto de inflexión. Me había ido a California con la panoli ilusión de cambiar de vida y aceptar lo que el camino me pusiera delante. Poco antes de abandonar Estados Unidos intenté obtener una beca para alargar mi estancia en aquel paraíso de asfalto caliente, palmeras inquietas y océanos gélidos, pero la cruda realidad me obligó a regresar con un parco botín: un aceptable nivel de inglés y un heterogéneo puñado de elepés. Despegué de San Francisco como un guiñapo, pero gracias a mi inquebrantable optimismo de supervivencia y a las cervezas consumidas fuera del espacio americano, aterricé en España hecho un pimpollo.
Quique no tuvo que animarme demasiado para que nos fuéramos a tomar algo al día siguiente de mi llegada, aunque a mi madre le habría gustado que siguiera desplegando las batallitas que había empezado a contarles la noche anterior. Le encantaba asistir a mi mezcla de arrebato contagioso, nostalgia inmediata y exageración desmedida. Seguro que mis referencias a la MTV, el Prom, los metodistas, las taquillas de la high school o el aula con volantes en los pupitres le sonaban raras y confusas, pero también notaba en sus ojos brillantes el orgullo de saber que su vástago había regresado sano y salvo tras recorrer miles de kilómetros para adaptarse a una cultura extraña. Su atención disparaba mi ansia narrativa.
Del mismo modo, creo que mi padre ya agradecía que dejara de darles la turra.
Le dije a Quique que me diera cinco minutos para ducharme, cosa que hice en dos porque quería elegir cuidadosamente la mejor camiseta entre todas las que había traído de América. Me decanté por una con un leve tono rosáceo y un collage en negro que incluía el morro de un Cadillac, una camarera en patines, la cabeza de un chihuahua, una guitarra eléctrica llena de calaveras, la silueta del Empire State y el logo de los Bow Wow Wow. Nada tenía relación, no había sentido de la estética y mucho menos mensaje, a no ser que intentara transmitir una premeditada y retorcida oda al caos. Me gustaba pensar que aquel estampado era una manualidad hecha por Charles Manson en el taller de la cárcel.
Me ajusté mis vaqueros de la suerte y rematé el cuadro con unos mocasines castellanos, sólo porque en cada una de las dobles tiras que cruzaban los empeines uniendo los dos rollitos de cuero había insertado una moneda de diez céntimos de dólar, una chorrada que se había puesto de moda en mi instituto americano después de que lo hiciera Tom Cruise en la película All the Right Moves. El disfraz había sido muy meditado, por eso no me extrañó la exclamación de Quique cuando aparecí por la puerta:
—¡Esa Californiaaaaaa!
Salimos a la calle felices y pintureros, dispuestos a comernos la vida. Había recorrido medio planeta y traía buenas noticias: el nuevo mundo era habitable e incluso moldeable. Había pasado penurias de andar por casa y vergüenzas muy poco toreras, me habían llamado Pipi y había tropezado más veces de las necesarias, pero ahora era el Capitán América y merecía un respeto.
El primer bar que visitamos no tenía mucha clientela. No reparé en el grupete de chavales que ocupaba una mesa, pero ellos sí se fijaron en mí. Camiseta rosa, vaqueros pitillo y zapatitos con monedas.
Como para no verme.
Noté el descojone contenido. Más que nada porque se hizo el silencio y todos me miraron. Quique pidió dos cervezas, se fue al baño y me dejó a solas con mi ridículo. Descansé el codo en la barra, pero la postura me pareció absurda, muy forzada, rara. No sabía cómo ponerme. Me giré hacia el camarero, estiré los brazos y apoyé ambas manos contra el mostrador. Le pedí que cambiara una de las cervezas por un MG con limón. Al retirarse a por las bebidas me vi reflejado en el espejo que había detrás de las botellas. Todo me pareció fuera de lugar. Aquel tipo no era yo. ¿Qué hacía con aquellos mocasines? ¿Por qué había elegido esa camiseta que jamás me había puesto antes?
—Hostia, ¿un cubata? Vamos fuerte, ¿eh? Pues yo también, ¡qué coño!
Mi hermano Quique.
No tardamos en bebernos las copas ni en irnos de aquel ambiente cuya hostilidad sólo parecía notar yo. Al abandonar el bar, la mesa de los adolescentes estalló en carcajadas y me volví hacia ellos con la tensión agarrotándome de arriba abajo. Ni siquiera me miraban, se reían porque uno de ellos se había caído de la silla.
Me estaba rayando. Decidí, de manera consciente, relajarme.
Quizá demasiado.
En la plaza, dos críos jugaban con sus monopatines. Uno de ellos intentó un giro, pero tropezó y saltó del skate impulsándolo, sin querer, hacia atrás. El Sancheski rodó, suave y resuelto, en mi dirección. Venía como esos caballos del Grand National que pierden el jinete y siguen ligeros hasta el final. La casualidad encendió el fuego de mi inconsciencia: tenía que montar esa tabla desbocada, le debía a mi pueblo, a España, a toda Europa, una demostración palpable de que mi paso por California no había sido en vano. Recordé las horas muertas en el parking de Catworth intentando dominar el patín de mi amigo Troy, que se partía de risa con mis torpes amagos de maniobra, pero en ese momento no me acordé de sus carcajadas; en un nuevo ejercicio de asombrosa memoria selectiva olvidé que no tenía ni idea, pero el skate ya se acercaba y yo era Tony Alva, Steve Caballero y Tony Hawk, los tres en uno, dispuesto a dominar el salvaje arte del deslizamiento urbano, y tomé carrerilla hacia el monopatín que ya casi llegaba a mi posición y Quique gritó «¡Californian boy!», y fue una pena que lo hiciera porque toda la plaza se giró hacia nosotros para ver cómo aquel petimetre con mocasines saltaba sobre el Sancheski a la vez que pisaba con el pie posterior y alzaba el delantero, probablemente con la intención de girar, pero logrando que el armatoste saliera despedido mientras él mismo volaba hacia atrás. La tabla con ruedas trazó una curva imperceptible de larga trayectoria y el falsario patinador dibujó una trayectoria de ángulo recto con su cuerpo, tumbándose en el aire para caer a plomo y en paralelo al suelo. A cámara lenta, la divergencia direccional de skate y jinete podría ilustrar, de alguna manera, la tercera ley de Newton: con toda acción idiota ocurre siempre una reacción igual de idiota y en sentido opuesto.
Caí con mucho dolor, pero el milagroso reparto del impacto entre nalgas y manos amortiguó el golpe, reduciendo las secuelas a contusiones leves y rasponazos en ambas palmas. El monopatín se estrelló contra una papelera. Tuve tiempo de asombrarme ante la involuntaria destreza que suponía elevar y lanzar tan lejos aquel cacharro de madera gruesa y pesados ejes.
Estaba bien, no me dolía demasiado para lo que podía haber sido, pero la humillación era tan grande que no me levanté del suelo, me quedé allí tirado formando una X con brazos y piernas, como un asterisco pisoteado, deseando que la vergüenza me aplastara contra el pavimento hasta hacerme desaparecer, y si eso, que sólo asomara la nariz fuera del asfalto para poder respirar, igual que hacía en la bañera llena de agua. Quique se acercó muy serio, y en cuanto comprobó que no había sido nada, rompió a reír como si se fuera a desmembrar, sujetándose la barriga, llorando a carcajadas, disfrutando a saco de aquel genuino ataque de risa a mi costa.
A lo mejor no era tan hermano del alma, el cabrón.
Nunca volví a ponerme aquella camiseta.
Casi siete años después de mi aventura californiana seguía recordando detalles, anécdotas, momentos y caras, pero, sobre todo, echaba de menos a Janine. Muchísimo. Me había acostumbrado a esas punzadas emocionales que sufría cada vez que la recordaba y aprendí a diferenciarlas del deseo sexual, intacto, nítido e irrenunciable, que desde el pasado 2 de septiembre sentía hacia ella. Casi cuatro meses después de vernos en Barcelona me llegó su habitual felicitación navideña. Era la primera comunicación desde nuestra tardía y efímera luna de miel. Abrí el sobre con una taquicardia impropia de mi edad y con el mismo cuidado que pondría un artificiero a la hora de inspeccionar un posible paquete bomba. La postal era un dibujo de Gary Larson que mostraba un avión comercial recién aterrizado con Santa Claus y sus renos aplastados como mosquitos contra el morro.
Querido Pepe:
¡Te deseo una feliz Navidad y que este año sea el mejor 1991 de tu vida!
¡Viva Barcelona!
Cuídate…
Releí ese «¡Viva Barcelona!» hasta gastarlo con la vista. Quise imaginar guiños ocultos, deseos acumulados, nostalgias crecientes o anhelos venideros, pero al mismo tiempo recordaba, dolorosamente, la claridad con la que Janine había expresado la imposibilidad de volver a vernos. En el fondo, respetaba su decisión con la esperanza de que ella misma rompiera la promesa. Sólo era cuestión de tiempo, repetía yo solo para hacerlo más llevadero, aunque a renglón seguido me veía en el lecho de muerte, viejo y consumido, soltando una bola de nieve al expirar mientras musitaba «Janine». A veces imaginaba que en la bola se leía «Recuerdo de Santa Cruz», pero ante la imposibilidad de que una soleada localidad costera californiana tuviera souvenirs relacionados con la nieve, mi ensoñación incluía una esfera de cristal que reproducía el tejado del hotel Ritz cubierto de falsos copos.
Me llevó casi toda la tarde decidir el texto de mi postal de vuelta. Algo neutro y cariñoso que sugiriera cordial amistad en lugar de amor desesperado y buenos deseos en vez de apetitos desatados. Que no sonara tierno y lascivo, pero que dejara un resquicio a la imaginación sin disparar sospechas.
Si le dedicara la misma atención e interés a la filología, ya sería catedrático.
El 16 de enero, Estados Unidos desplegó la Operación Tormenta del Desierto para iniciar la guerra del Golfo. Quién sabe, con un poco de suerte, la cosa se pondría fea y Mark tendría que alistarse en los marines.
Lo cual me llevaba a pensar en lo buenísima que estaría Janine en el funeral de su marido, vestida de negro con falda de tubo y taconazos.
No salía mucho de noche durante esas semanas debido a la proximidad de una nueva convocatoria de febrero que debía aprobar si quería seguir flotando económicamente. Había decidido presentarme a dos asignaturas y una de ellas era otra gramática dedicada en esta ocasión a Lexicografía, Morfología Derivativa y Reglas de Interpretación Semántica. Sólo leer el enunciado me hundía en un sopor desesperante; empleaba más tiempo en odiar aquel temario que en estudiarlo. A veces, de manera inconsciente, quería llorar, incluso amagaba el gesto delante de los apuntes hasta que aceptaba que, por mucho que arrugara la cara, no derramaría ni una lágrima. La pereza y desidia para memorizar aquel mamotreto eternizaba mi tiempo delante de los libros. En su mayoría, aquellas horas nacían muertas.
Por eso, las pocas veces que salía, siempre por liadas inesperadas, era como un toro desbocado.
Entraba a todos los trapos.
Procuraba asistir a las clases de las asignaturas pendientes por impregnarme de aquellos contenidos que se me hacían tan cuesta arriba, pero el monocorde tonillo de los profesores era un leve vaporizador que no funcionaba como el chaparrón de conocimiento que esperaba. Buscaba calarme hasta los huesos y las clases apenas perlaban mi corteza cerebral.
Esa tarde salí de la facultad especialmente alicaído. Acabar la carrera, ahora que estaba tan cerca, me parecía una tarea inabarcable porque el tramo que restaba era muy antipático, demasiado árido, del todo fastidioso. Quizá merecía unas cervezas reparadoras. La argumentación que me había llevado del absoluto abatimiento a justificar una birra había sido tan lineal y perfecta que podría formar parte de un plan intuitivo e inconsciente; mi cerebro había prevenido el agobio para allanar el camino al subidón.
¿Quién era yo para llevarle la contraria a mi instinto?
En El Mundo no había nadie conocido a la vista. Pedí una cerveza y decidí hacer tiempo en la CANASTA 86. Que nadie mirara me quitaba presión; empecé a obtener partidas extras. La euforia que traía de casa, la que me provocaba el alcohol y los juegos gratis que le estaba sacando al pinball me lanzaron como un hombre bala. Me cansé de jugar. Cuando un tipo que acababa de entrar en el bar pidió turno, le cedí la máquina en plan sobrado:
—¡Toda tuya! Paso…
—Hay ocho partidas —respondió perplejo.
Hostia.
No me había dado cuenta de que eran tantas, pero no podía dar marcha atrás en mi teatrillo. Me encogí de hombros y señalé los petacos con desgana. Quise impresionarle, pero quizá sólo pensó que era idiota.
Y algo de eso había.
En la barra intenté entablar conversación con Ernesto, que no andaba muy comunicativo. No sabía nada de Bosco o Urtubi, no habían aparecido en todo el día y tampoco ayer, que él recordara. Seguí trasegando botellines; al estar solo bebía más deprisa por pura inercia, por hacer algo con las manos. Al notar que ya farfullaba, decidí forrar el estómago antes de que fuera demasiado tarde. No me daba miedo estar borracho, sino ser consciente de estarlo.
Ésos son los peores colocones.
Me fui a un bar especializado en bocadillos cutres y baratos. Tenían bebidas, claro, pero su función primordial era vender cualquier tentempié que cupiera entre dos panes. Era un sitio diminuto, sin servicios, mesas o taburetes y con una barra al fondo tan ancha como el local. En el mostrador estaba el dueño, detrás de él una plancha encendida y sobre ella, un enorme cartel a modo de carta especificaba los diecinueve bocatas posibles, una serie de variaciones con repetición de queso, embutidos y carne en distintos formatos. Como el dueño se apellidaba Morales y los bocatas eran mayormente grasientos, algún genio del mote había rebautizado la bocadillería como Grasita Morales. Era muy importante no mentar dicho apodo delante de él.
Entré dando grandes zancadas, esa manera de caminar que indica alcohol en sangre y hambre incipiente a partes iguales. Pedí una birra y un beicon con queso. Que ese bocadillo apareciera anunciado en la carta como «especialidad de la casa» indicaba la minúscula ambición restauradora de Morales.
No me dio tiempo ni a salivar. La destreza del sandwichero y la ausencia de clientes propició que apenas pudiera bostezar desde que había dado la orden y ya tenía delante de mí un humeante pedazo de papeo compuesto por pan permeable, tocino chamuscado y queso plasticoso. Pagué de memoria, agarré mi botín y me dirigí a una esquina del local, como un chimpancé que acabara de apresar una banana en el zoo. En el córner que formaba la barra con una estrecha estantería que recorría la pared a modo de mesa, apoyé la cerveza y apreté el bocadillo antes de hincarle el diente. La miga del pan se impregnó con el zumo de panceta y el calor de las hojas de tocino enterneció aquel queso que en frío parecía un trozo de chubasquero. Sólo le faltaba el chorrazo de mostaza color amarillo hepatitis con la que Morales rellenaba unos dosificadores trasparentes que jalonaban la barra. Todo era insalubre, pero daba gusto verme comer. Qué entrega, qué concentración, qué deleite en la masticación.
En ese instante, no podía pedirle más a la vida.
En mi mecánico paseo hasta el Muralla el bolo alimenticio se aferró a las paredes del estómago. Era como recubrir los tabiques de un sótano con material aislante para que soportara cualquier tipo de inundación, explosión o accidente en su interior. En otras palabras: estaba listo para redoblar la ingesta de alcohol. Entré al bar justo cuando arrancaba el estribillo del Candy de Iggy Pop y fue como arrojar una cerilla a un tanque de gasolina. Salté y bailé fuera de mí, feliz en plena exaltación etílica de la vida, imaginando que la mismísima Kate Pierson, bella y radiante, danzaba a mi lado. Claro que, cuando llegó el final de la canción y cesé mi absorto bailoteo, la escasa parroquia del bar me miraba como se mira a los locos. En el fondo me dio igual.
Muy al fondo, eso sí.
Al camarero le hizo tanta gracia lo que denominó «entrada triunfal» que me invitó al primer MG con limón, lo cual reavivó mis mejores sensaciones respecto a que la noche iba a resultar inmejorable, aunque en esas horas de juerga sorda, sólo había conseguido varias partidas extra de CANASTA 86, muchos botellines, un bocata grasiento, un temazo y un cubata, pero ni un amigo con el que farfullar.
La verdad, iba un poco fuera de horario. Había empezado muy temprano, con muchas ganas, y me había ido adelantando al biorritmo habitual de la fiesta. Saludaba a los conocidos que encontraba, por tangencial que fuera nuestra relación, y todos huían del ciclón que se adivinaba tras mis ojos vidriosos y la lengua trapera. Claro que cuando sonó el Hard to Handle de los Black Crowes ignoré el poco decoro que me quedaba y volví a bailar como al principio.
Durante una de las canciones que me daban igual, creo que de INXS o Midnight Oil, empecé a charlar con el camarero, por eso no reparé en la entrada de Bosco. Su débil pero firme «¡Hey!» a modo de saludo me hizo dar un brinco de alegría antes de abrazarlo como si regresara de la guerra del Golfo. También le pregunté, con tono lastimero, que dónde se habían metido toda la noche.
—Pues no sé, tío, por ahí. Los García, el Costa Azul, ya sabes… ¡Habías dicho que no saldrías hasta que pasara el examen!
Era verdad. Les había prohibido llamarme a casa para evitar tentaciones. La borrachera dominaba mis emociones. Mi bochorno no duró mucho porque enseguida apareció Urtubi dando saltos. Me abrazó fuerte con ambos brazos, apoyó su maxilar en mi hombro y continuó brincando mientras gritaba: «¡Mentírame, Pinocho, mentírame!». Lo acompañé en aquella extraña danza masái porque sí, disfrutándola como si tuviera algún sentido que no fuera la pura alegría beoda de encontrarnos en mitad de una juerga. Bosco nos miraba con media sonrisa y le pregunté por la naturaleza del colocón de nuestro amigo:
—¿Farlopa?
Negó con la cabeza.
—¿Speed? —indagué con renovada curiosidad.
Bosco asintió con resignación, como un catedrático de toxicología enseñando a su peor alumno.
—¡Yo también quiero! —grité casi asfixiado por el abrazo saltarín de Urtubi.
Bosco compuso un mohín de regaño con un rastro de satisfacción; nada le podía gustar más que drogar a sus discípulos. Asintió con un toque místico, pero no pude seguir interpretando sus gestos porque en ese instante arrancó el Been Caught Stealing de Jane’s Addiction: Urtubi y yo teníamos que hacer el númerito de imitar a los perros que suenan al inicio de la canción.
Luego cabalgamos.
La noche avanzó magnífica, brillante, espléndida y plena. Creo. Cada minuto en el Muralla, analizado fríamente, no eran más que sesenta segundos sonriendo, bailando tímida o furiosamente según la canción, mirando a todos lados, hablando a voces, asintiendo y bebiendo intermitentemente. Visto en conjunto, por ejemplo desde el día siguiente, habrían sido unas cuantas horas anodinas, repetitivas y previsibles, pero en el mismo presente, cada imagen, sonido y trago formaba un mosaico único, fascinante e irrepetible. Encontrar a mis amigos, además, me había proporcionado un subidón natural de endorfinas que ninguna droga podría proporcionarme, sobre todo, tras aquellas horas emborrachándome solo. Poco a poco, esa euforia extra se había calmado, y ahora entraba en la zona valle de la noche. Sabía que era algo transitorio, uno de esos tramos llanos entre picos que hay en las etapas ciclistas.
Entonces apareció ella.
Y fue como si el universo se congelara.
Se trataba de Bella, la chica que a veces andaba en el Muralla con su novio Bestia. Me di cuenta de que hacía tiempo que no la veía, por lo menos desde verano, y me sorprendió que no la acompañara su novio. Iba con una amiga que nunca había visto antes, una chica bajita y regordeta, cuya risa chillona contradecía su uniforme básico de siniestra: negro riguroso hasta en las uñas, piel pálida, abundante sombra de ojos y cruces plateadas en diversos formatos colgando del cuello y el cinturón.
Me quedé un poco alelado. Reconozco que verla sin Bestia al lado se me hizo raro, aunque me permitió fijarme mejor en el conjunto. Mantenía su aire ausente, por encima del mundo, pero transmitía cierta fragilidad en su mirada, que, por cierto, seguía sin reparar en la mía. Me había hecho a la idea de que Bella y Bestia eran inseparables, así que mi cabeza bullía buscando motivos para explicar su escapada nocturna con… Campanaza. Fue el primer apodo que se me ocurrió para su amiga, por oposición al tamaño del hada de Peter Pan.
Nunca he podido dominar esa tendencia a ponerle motes a la gente. Cuanto peor me siento con los apelativos elegidos, con más fuerza me vienen a la cabeza. Aquella amiga de Bella —al fin y al cabo otro apodo— no me había hecho nada malo, y además tenía a favor ser amiga de una mujer que me embelesaba, pero, nada más verla, pensé en llamarla Campanaza. Y ahí estaba yo, luchando contra mi maldad impulsiva, y mi inconsciente venga a gritar CAMPANAZA, CAMPANAZA, CAMPANAZA. No solía comentar esos sobrenombres humillantes, pero ser consciente de ello anulaba la presunta bondad del gesto; no me callaba esas ocurrencias por ser buena persona, sino para sentirme mejor. En fin, un puto lío.
Sonaba el Never Enough de los Cure.
Pronto llegamos a esa parte de la noche en la que el tiempo no se mide en minutos u horas, sino en chupitos y temazos. Urtubi proponía que nos fuéramos porque en el Muralla «estaba todo el pescado vendido», que en su universo quería decir: «Lo he intentado con todas las tías de este bar». Y era verdad. Recuerdo cómo se me encogió el alma cuando se acercó a Bella y Campanaza; observé cómo gesticulaba con su cháchara habitual durante un par de minutos, pero las víctimas respondieron con hielo. Reconozco que no me gustó el gesto de ascazo que le dedicó Bella; Urtubi no se merecía tanto desprecio porque sus entradas nunca eran tan groseras como para taladrarlo con esos ojazos.
¿Había pensado «ojazos» para referirme a sus ojos?
No quería irme de allí, no mientras aquel ángel caído del cielo permaneciera en el bar, hablando con su amiga y trajinando ron con cola a buen ritmo. Por supuesto, ella no había reparado en mí, pero pensé que tampoco los peces se fijan en los humanos que los contemplan. Bueno, los tiburones, sí. Empezaba a flotar en el delirio.
Urtubi y Bosco insistían en cambiar de bar. Les propuse encontrarnos en el Galaxy más tarde. No era normal que me descolgara sin motivo aparente, y mi azorada observación de Bella había sido tan pudorosa que ni el halcón de Urtubi la había detectado. En realidad, lo disimulaba porque temía sus burlas y chistes gruesos más que el desprecio de mi amada secreta.
—Pues vale —sentenció Bosco con la exquisita educación del que respeta—. Pero vamos al baño primero…
Por fin solo. Me acerqué a pedir a la barra con la efervescencia del speed en la nariz. En el extremo opuesto, Bella y Campanaza pagaban otra ronda. Eso me daba unos cuantos minutos más para estar en el mismo bar que ella.
Dios, qué poco le pido a la vida.
Ahora que me había quedado otra vez solo —la compañía de Bella no contaba más que en mi imaginación—, la música adquiría todavía más importancia: le prestaba tanta atención a cada cambio de disco que parecía un ornitólogo obsesivo reconociendo cantos de aves exóticas. ¿Cuántos nanosegundos había necesitado para identificar This Charming Man? Me pareció que «sonar el primer acorde» y «saber qué canción es» habían sucedido simultáneamente. ¿O incluso lo había adivinado antes? Sopesé con absoluta seriedad la posibilidad de que en ese minúsculo intervalo que transcurre entre que el discjockey arranca el plato y el sonido llega a los bafles, pudiera intuir la canción, como si la aguja del Technics me transmitiera las vibraciones de la guitarra de Johnny Marr antes que a nadie.
Estaba muy cerca de ser el típico borracho loco sin amigos.
El colocón me impedía disimular o atemperar las sensaciones que me causaba cada canción. Cuando sonó el All Together Now de los Farm, miré con mala cara al pincha porque odiaba ese tema con todo mi ser y que lo pusiera durante MI cogorza era una afrenta personal, tanto que me tomé como desagravio el Spanish Bombs que vino después.
Pero cuando arrancó la inconfundible batería con bongos del Fools Gold de los Stone Roses supe que era JUSTO la canción que necesitaba. En la aparición del bajo y la guitarra ya estaba bailando y cerré los ojos cuando Ian Brown susurró: «The gold road’s sure a long road». Conocía bien la canción y sabía que en el Muralla la respetarían entera. Tenía más de nueve minutos de paranoia por delante.
Y en aquellas condiciones, un minuto mío equivalía a un año en la vida de un ser humano.
Me concentré en el ritmo, sin importarme la gente o el espacio, aislado de todo lo que no era música; la batería me mantenía en pie en medio del crescendo, las guitarras eran mis brazos ondulantes y la voz guiaba mis pasos.
Down down down down da down down down.
Down down down down da down down down.
Cada pasaje entre versos era pillar una ola con tubo, romper nieve con el snowboard o deslizarse cuesta abajo sobre un skate, era cualquiera de las metáforas resbalosas que pudiera imaginar, y que en ese momento me parecían muy reales aunque jamás las hubiera experimentado. Los Stone Roses deberían contratarme para que hiciera lo mismo que Bez en los Happy Mondays.
I’m standing alone.
No quería abrir los ojos porque toda la ensoñación perdería gracia. Balanceaba mi cabeza como uno de esos perritos que adornaban la bandeja trasera de los coches macarras, movía los brazos como un pulpo sinuoso y meneaba los hombros como si recibiera pequeñas descargas eléctricas. Desde fuera, seguro que parecía corto y falto de hervores, pero dentro de mi cabeza, había sido puesto en la Tierra para enseñar el ritmo a los humanos.
Yo era la Música, la Verdad y la Vida.
Brown repetía el título de la canción estirando las oes de «fool», como una piedra plana rebotando sobre la superficie de un estanque. Y cuando el tema entraba en su largo final instrumental recordé que aún sostenía el cubata porque se me derramó parte de él sobre la mano, y no se me ocurrió otra cosa que cambiar el vaso a la otra para lamerme los dedos sin dejar de bailar. Todo era batería en mi percepción, sin matices, sólo bombo y caja latiendo a la vez.
Y de repente, ese final en seco.
Abrí los ojos casi aturdido mientras arrancaba otra canción que no supe identificar y pronto noté que había sido centro de atención durante mi errática danza. Otro día quizá me habría girado hacia la barra hasta que pasara el chaparrón, pero el colocazo suplía mi vergüenza hasta anularla del todo. Recordé que el motivo de estar solo en el Muralla se debía a la presencia de Bella en el local, así que miré en dirección a la zona del bar donde la había dejado antes del Fools Gold.
La encontré rápido porque me estaba mirando.
Fijamente.
Mi primer reflejo fue apartar la mirada pensando que me había pillado in fraganti, pero no tardé en volver los ojos y allí seguían los suyos. Clavados en mí. Nunca me había mirado y mucho menos de esa manera, pero no pude seguir con el juego porque una pava se me plantó delante con mucha decisión.
—¿Cómo te llamas? —preguntó con cierta pastosidad en la dicción.
—¿Eh? ¿Qué? —mascullé confuso. En otro momento me habría encantado una entrada tan directa, pero no con Bella mirándome a lo lejos.
—Da igual —respondió con sinceridad antes de agarrarme la cara con ambas manos y plantarme un morreo en toda la boca. Me pilló tan de sorpresa que no dejé de mirarla con los ojos muy abiertos mientras su lengua, impetuosa, se abría paso entre mis labios. No sabía realmente si me gustaba o no y a esa distancia no había manera de sacar conclusiones. Podría haber mostrado cierta resistencia, o incluso haberla apartado, pero me dejé besar por pura inercia. Superada la estupefacción, sin cesar en el morreo, busqué a Bella convencido de que habría superado la fugaz confusión que le había llevado a mirarme antes.
Pero sus ojos seguían en los míos.
Y mejor aún: con una leve sonrisa dibujada en sus labios.
La situación era así de rara. Una inesperada visitante me comía la boca mientras yo miraba a otra mujer que parecía deleitarse en la contemplación de la escena. La extraña mantenía los ojos cerrados y hocicaba ajena a mi distracción. Estaba confuso, necesitaba tiempo para decidirme, así que procedí a mover mi lengua dentro de su boca en señal de recepción positiva, no fuera a cansarse de aquel impulso, dejara de besarme y ello llevara a la bella observadora a desviar la mirada. Pero claro, tampoco soy marmóreo, ni siquiera de piedra, así que los entrechocares de lenguas provocaron la típica reacción biológica que se espera de un macho sano. Como la cosa coincidió con una dejación de funciones por parte de la espectadora, cerré los ojos para concentrarme mejor en aquella oportunidad de magreo que, según quise creer, me habían concedido los Stones Roses en persona.
En un receso del roce para coger aire y tragar saliva, abrí de nuevo los ojos justo a tiempo de ver que Bella se nos acercaba con su cazadora de cuero colgando del brazo y sin abandonar esa leve sonrisa con la que antes nos había observado. La inesperada besadora notó mi extraña reacción y buscó a sus espaldas qué llamaba tanto mi atención.
Se paró justo delante con su mirada fija en mí. Su piel era tan blanca como prometía la distancia y su flequillo igual de perfecto. Sus ojos mejoraban con la proximidad.
—¿Te vienes?
Me ha parecido entender que si me voy. Con ella. ¿Qué me habrá dicho? Mejor se lo pregunto:
—¿Qué?
—¿Que si te vienes conmigo a otro bar o qué? —repitió con un tonillo de «No lo diré otra vez» que me heló la sangre para bien.
Mi sonrisa de gilipollas era para verla. El careto de la dueña de la lengua vivaracha, también.
—Sí —respondí sin dudar.
—Será hija de puta —añadió mi ya exmorreadora.
Bella reemprendió la marcha sin mirar atrás. Dejé la copa sobre la barra y aproveché ese movimiento para coger la cazadora. Musité un absurdo «bueno» como disculpa incompleta y me largué con el tiempo justo de escuchar el grito alto y claro de la mujer despechada:
—¡Vete a la mierda, maricón!
Ya en la calle, Bella me cogió de la mano mientras caminaba con aplomo. No sabía adónde nos dirigíamos, pero me daba igual, por mí podríamos andar durante días y noches de aquella guisa. No se me ocurría mejor plan para el resto de mi vida.
—Te he fastidiado el rollo, ¿eh? —dijo sin detenerse.
Hice un gesto de «¡Qué va, mujer, no te preocupes!» que incluso a mí me pareció exagerado. Sonrió con una luminosidad que jamás le había visto, o puede que la intensidad de aquel momento, con su mano apretando la mía y caminando hacia quién sabía dónde, magnificara sus gestos.
—¿Adónde…?
—¡Aquí! —me interrumpió justo delante del Ozzy.
Era un bar heavy de manual. No era uno de nuestros habituales porque, según Urtubi, todas las tías «estaban pilladas» y porque el equipo de música no cumplía los mínimos de excelencia que se esperaban de un local apasionado por la música: las canciones sonaban como si Freddy Krueger se frotara las manos con papel de lija, sin matices de graves o agudos. Las reducidas dimensiones, la falta de ventilación, el humo denso y las cervezas tibias le conferían categoría de antro mayúsculo. Llegamos a la barra y el camarero, que tenía un aire a Ronnie James Dio, saludó a mi nueva amiga:
—¡Eva! ¡Cuánto tiempo, chica!
Bella se llamaba Eva.
—Hola, Fermín…
Dio se llamaba Fermín.
—Ya me he enterado —prosiguió el camarero, pero se calló al reparar en mi presencia.
—No te preocupes, no pasa nada. Danos dos cervezas, anda.
¿De qué se había enterado Dio? ¿Por qué no debía preocuparse? ¿Cómo que no pasaba «nada»?
—Ni siquiera sé tu nombre. —Era Bella Eva, dirigiéndose a mí cuando se fue Fermín.
Empezamos a hablar. Todo fluía. Las birras también. Y los chupitos de whisky, cortesía de la casa. Era mucho más risueña de lo que siempre me había parecido en el Muralla. Le conté que hacía tiempo que me había fijado en ella. Me confesó que lo sabía porque disimulaba fatal, y que esa vergüenza le parecía muy tierna. Mencioné a su novio intentando transmitir naturalidad y zanjó el tema con un cortante «Ya no estamos juntos». La frase salió seca de su boca, pero llegó a mis oídos convertida en un vergel tropical de calor agradable, lluvia amazónica y tucanes vigorosos.
—Lo siento, no sabía nada.
—Yo tampoco —bromeó con media sonrisa.
—¿Cómo?
—Por lo visto, dejó de quererme —añadió con una mezcla de rencor y resignación que indicaba que la ruptura no había sido decisión suya. Sin muchos detalles, me contó que se habían ido a vivir juntos a Madrid en septiembre, pero la convivencia deterioró en pocos meses su relación de seis años. Él parecía más interesado en salir todos los días que en hacer vida en común y ella tuvo que volver a casa de sus padres. La relación con su familia era buena, pero le costaba deshacerse de la sensación de fracaso. Escuché toda esa información con gesto contenido, pero no dejaba de imaginar que si tuviera un sombrero en la cabeza y confeti en los bolsillos lanzaría ambos al aire en señal de júbilo. Me puse tan nervioso que hice uno de mis chistes fuera de lugar.
—A mí nunca me ha defraudado una mujer porque no he conocido a ninguna suficiente tiempo.
La mirada gélida de Eva fue el equivalente a un redoble seco de batería y platillo.
Antes de darme cuenta me vi halagando, con toda sinceridad, sus ojos, su estilazo, incluso su flequillo, y todo lo recibía ella con una coquetería que jamás habría imaginado en aquella mujer fría que veía a lo lejos en el Muralla. Nos reíamos mucho, incluso sin motivo, y no nos quitábamos la vista de encima. Flirteábamos y esa sensación era poderosa y gratificante. Me sentía en el cielo, flotando pero seguro, y me acerqué a ella hasta que su cara fue todo mi horizonte, y parecía que podría caerme en su sonrisa. Y eso era lo que quería hacer, quedarme atrapado allí para siempre. Creo que fui yo quien la agarró por la cintura, también es posible que ella me besara primero, o quizá los dos tomamos impulso a la vez, al mismo tiempo, uniendo nuestros labios en un beso perfecto en sincronía, ejecución, intensidad y duración.
Nos separamos para mirarnos de nuevo y comprobar que éramos los mismos que habíamos iniciado el roce. Pensé que si pudiera escoger una imagen para recordar justo antes de morir, sería el rostro de Eva en aquel preciso instante. Mis labios todavía sabían a ella y ya intentaba imaginar el flashback de ese instante en mi lecho de muerte.
Joder, qué colocón llevaba.
Y qué alegría, aunque, fiel a las trazas de pesimismo que siempre veteaban mi optimismo a prueba de bombas, también había un inconveniente que me nublaba la cabeza cada vez que Eva saludaba a alguno de los parroquianos que se incorporaban al Ozzy. Varios de ellos, igual que había hecho Fermín Dio, le dieron el «pésame» por su separación de Bestia —a base de repetir su nombre llegué a saber que se llamaba Héctor—, sin cortarse a la hora de dedicarme una mirada de extrañeza. ¿Por qué habíamos ido al bar que tanto frecuentaba con su ex? La pregunta era retórica y antes me habría autodegollado con un boli Bic que sacar el tema. Resultaba raro que Eva me hubiera besado con tanta ansia delante de la comunidad heavy que la había visto durante años con Héctor Bestia.
En fin. Larga vida al Metal.
Al salir del Ozzy le di vueltas a la posibilidad de un after, pero volvió a besarme con un ímpetu diferente. Algo en su mirada decía que quería follarme. Bueno, que me palpara la polla por encima de los pantalones también ayudó. Y que me lamiera la oreja antes de susurrarme al oído «¿Podemos ir a tu casa?» también me hizo sospechar que estaba por la labor.
Sonreí como diciendo «por supuesto» sin dejar de pensar en qué le diría a mi casero.
Me explico. Jandro mostraba cierta inflexibilidad con el tema de las visitas, tanto si eran amigotes para tomar algo como mujeres dispuestas al fornicio. Desventajas de convivir con el dueño del piso. En general, no quería extraños en casa, por muy avalados que vinieran; que en mi primer año, Urtubi vomitara en el baño tras una intensa tarde de birras y porros en mi habitación, o que un ligue del inquilino anterior al alemán nos hubiera mangado un sobre con pasta común que habíamos dejado en la cocina habían alimentado los temores de Jandro. Respetar esa rareza era parte del acuerdo tácito que Christoph y yo cumplíamos sin mayores problemas; el alemán porque no tenía amigos y yo porque follaba menos que el abuelo de Heidi.
Pero aquella mágica noche, la mujer de mis sueños quería acostarse conmigo. Jandro tendría que entenderlo.
—¿Sí o no? —inquirió Eva con inquietud ante mi embobamiento.
Esta vez respondí en voz alta y le dije que sí, que claro, que faltaría más y que me moría de ganas. Sólo añadí que no podríamos hacer mucho ruido para no despertar a mis compañeros. Entonces se pegó a mí, me abrazó fuerte para morderme el cuello y me susurró al oído:
—¿Es que no me vas a hacer gritar como una perra?
Que les den por el culo a mis compañeros.
Entramos en casa sin encender luces, intentando ahogar las risitas propias de los que han bebido y se disponen a pecar como dios manda. Yo caminaba delante y de lado, como los egipcios en los murales de las pirámides. Me guiaba la costumbre del trayecto mientras tiraba de Eva, que avanzaba con la incertidumbre que concede la oscuridad. Cerré la puerta de la habitación con sigilo antes de encarar la tulipa del flexo hacia la pared. Cuando me dijo que tenía que ir al baño, celebré tenerlo al lado de la habitación, como si el destino hubiera dispuesto que el arquitecto del edificio diseñara aquellos cuartos contiguos para que un día, décadas después de su construcción, el inesperado ligue de un panoli no tuviera que recorrer mucha distancia antes de follárselo. Desde mi cuarto agucé el oído y pude escuchar su chorrito contra la taza, el discurrir de la cisterna y el caracoleo del agua en el lavabo. Cuando volvió a la habitación le dije que yo también, que volvía enseguida. Meé un espeso chorrazo teñido de amarillo birra y me lavé la polla en el lavabo porque nunca se sabe. No tardé mucho en miccionar y enjuagar, pero cuando regresé a la habitación, Eva ya se había despojado de toda la ropa, menos las bragas y, tras apartar las sábanas, se había recostado sobre la almohada doblada, con las tetas perfectas, los ojos radiantes, la melena en su sitio, los muslos separados y la sonrisa resplandeciente, en parte por la euforia del alcohol, en parte porque no podía mirarla con mejores ojos, tan Eva como siempre, más Bella que nunca, desnuda para mí.
Ni Clark Kent en una cabina se habría desnudado más rápido que yo.
En cuanto me tumbé a su lado abalanzó su boca sobre la mía con un impulso casi frenético y se me tumbó encima aplastando mi pecho con los suyos, lamiéndome el cuello con una pulsión más próxima al arrebato que a la sensualidad. Intenté tocar, acariciar o chupar, incluso amagué con meter mi cara entre sus muslos, pero Bella era una bestia desatada e inmune al preámbulo. De pronto, me empujó sobre la cama, dejándome boca arriba. Se quitó las bragas, agarró mi polla dura y me ordenó que me pusiera un condón. No sonó a ruego, sugerencia o posibilidad; fue un mandamiento rotundo.
Ni me la soltó mientras abrí el cajón de la mesita.
Nada más colocarme la goma, gateó hacia mi erección y se la embocó en el coño para sentarse poco a poco antes de metérsela entera. Una vez dentro empezó a follarme muy rápido, con furia y sin contemplaciones. Intenté acoplarme a su cópula de cigüeñal. Si se salía la polla le faltaba tiempo para volver a meterla, lo que me tomé como buena señal. Opté por empujar fuerte hacia arriba y que ella me follara a su gusto, cada vez más rápido, acelerando hasta la urgencia y ansiosa en la fricción. Cuando sus gemidos pasaron a pequeños gritos le tapé la boca, porque verla bufar entre mis dedos me ponía más aún, pero le quedaba fuelle para aumentar la velocidad, y fue como si accionara un sistema turbo de tracción, y pensé que no había condón que resistiera aquella erosión, que el roce fundiría el látex hasta plastificarme la polla de por vida, y entonces redobló sus gritos, y presioné su boca, pero mi dedo índice resbaló entre sus labios y al instante sentí los dientes.
Mordiendo.
A fondo.
Apretando.
Y el dolor fue intenso, seco, directo. Los dos gritamos al mismo tiempo, ella por el orgasmo que le llegó en ese instante y yo por el sufrimiento que me desempalmó mientras ella chapoteaba en su propio placer. Se relajaba entera, desaparecía la tensión de su sexo, sus nalgas, sus muslos y sus brazos al desplomarse sobre mí, agotada, jadeando, tapándome la cara con su melena mientras algunos mechones se apelmazaban en el sudor de mi frente como una fregona deshilachada sobre el suelo encharcado de la cocina. Apreté el índice mordido entre el pulgar y el corazón, y con la mano libre acaricié su espalda, gesto que mi polla agradeció recuperando su espléndida dureza. Temblaba ligeramente, como si riera en silencio, y eso me hizo sentir bien. Pero el temblor se convirtió en estremecimiento, apareció un sollozo y le siguieron varios gemidos antes de romper a llorar. Como una niña. Ajena a mí. Inconsolable.
Y entonces lo entendí.
Los mohínes de resentimiento cada vez que alguien mencionaba a su exnovio, la cercanía de la ruptura, la antipatía que destilaban sus escasos comentarios sobre Bestia, la amargura por el fracaso de su emancipación, el descaro a la hora de entrarme en el Muralla o la desinhibición mostrada en el Ozzy hicieron que lo viera claro.
Me había follado por pura animadversión hacia el tío que acababa de dejarla.
Sentí lástima. Me dio pena que una mujer tan preciosa, divertida, interesante y sexy llorara por aquel animal. Le aparté el pelo de la cara, le sujeté el rostro con delicadeza y le di un beso con todo el cariño que fui capaz de reunir.
Sonrió con tristeza.
Y como orgulloso miembro de honor de la Santa Cofradía de los Hombres Usados como Kleenex, bendije secretamente el despecho de las mujeres bellas.