¿De qué está compuesto el tiempo? ¿Es posible que tuviera un inicio? De ser así, ¿qué había antes del Big Bang? Y sobre todo, ¿qué vendrá después? ¿Se puede acabar el tiempo? Si hablamos de la magnitud física que mide la separación entre dos sucesos, ¿quién marca el final del primer evento y determina el inicio del segundo para saber exactamente cuánto tiempo ha transcurrido entre ambos? ¿Debo decir «cuánto tiempo» o «qué tiempo»? Todo eso pensaba desde que había sonado el despertador, ese cuarto de hora que llamamos «cinco minutos más». Nunca tenía claro cuándo empezaba a contar la prórroga: ¿desde el primer aviso del reloj? ¿En mi primer segundo de consciencia? ¿Nada más apagar el despertador? Del mismo modo: ¿cuál era la señal que marcaba el final de esa dimensión conocida como «perrear» en la cama?
Estaba impregnado del Historia del Tiempo, de Stephen W. Hawking, que me había leído en las horas muertas de agosto. Lo malo no es que su terminología científica me empapara vagamente —con resultados confusos en la etapa metafísica de las borracheras—, sino que lo publicitaran como un libro de divulgación dirigido al lector no especializado; el hecho de no entender muchos de sus conceptos hacía que me sintiera bastante torpe. Si me hubieran dado una galletita cada vez que intentaba comprender las leyes de la termodinámica, podría llenar un hangar de galletas, no sé si me explico. Que el texto fuera acompañado de sencillos dibujitos con flechas, conos y ondas «para entender mejor las teorías» magnificaba la dimensión de mi fracaso.
Mi hipótesis es que el inquebrantable optimismo del ser humano rige su relación con el tiempo, las obligaciones y el devenir de las cosas. Cuando alguien despierta antes del pitido del reloj, no habla de «fuerza de la costumbre» o «pavor a llegar tarde al curro»; en un arranque de fabulosa autoconfianza, la gente rebautiza esa anomalía como «despertador biológico». A mí también me ocurría alguna vez, pero estaba convencido de que, en realidad, soñaba que me despertaba y en mi ensoñación faltaban unos minutos para que silbara la alarma.
Tenía que levantarme, pero llevaba un buen rato haciéndome preguntas absurdas sobre el tiempo con la vaga, secreta e inconsciente esperanza de poder detenerlo. Igual que Superman había invertido la rotación de la Tierra volando alrededor del planeta en sentido contrario, yo sólo tendría que orbitar insistentemente sobre la idea de parar el tiempo para detener el universo.
A veces me concentro en ese tipo de ideas absurdas hasta que me duele el entrecejo de tanto fruncirlo.
En ese tipo de despertares pienso que vivir es dormir. La putada es que tenemos que levantarnos de vez en cuando para pillar el sueño otra vez; despertar es el peaje que pagamos para poder soñar. Tantas vueltas le di a la cama como hecho metafísico que acabé dormido como un bebé. Desperté de golpe, todavía con la mano sobre el despertador, sin saber si habían transcurrido seis segundos, doce minutos o tres horas. Enfoqué la vista a duras penas: nueve y veintitrés minutos de la mañana.
Llegaría tarde a mi entrevista de trabajo.
A principios de año, el ayuntamiento había inaugurado una emisora de radio municipal pensada para cantar las excelencias de la ciudad. La parrilla seguía la estructura de cualquier cadena generalista: despertador matinal de varias horas, magacín de media mañana, noticiario largo, programa de tarde, espacio para tertulia, información deportiva y programación musical durante toda la noche. Aquel dispendio no obedecía a una necesidad real, sólo era otra muestra de la megalomanía del alcalde, cuya mayoría absoluta le permitía hacer a su antojo.
Mi jefe en la revista de la Cámara de Comercio también rascaba de la radio municipal a través de un intercambio de publicidad que, en la práctica, suponía un desembolso de dinero público directo a su bolsillo. El chanchullo era un secreto a voces. En una de sus reuniones mafiosas, el director de la emisora le preguntó si conocía algún periodista joven experto en rock para encargarse de la agenda de conciertos en la ciudad. Por lo visto, les había dado mi nombre, pero algo en su manera de comunicármelo me hizo sospechar que no lo hacía porque confiara en mis aptitudes.
—Me pillaron desprevenido… ¿Un periodista que entendiera de música? ¡Qué cojones voy a saber! Tenía que dar un nombre rápido para que vieran que controlo… ¡Y no se me ocurrió nadie más que tú! No me dejes mal, ¿eh?
Por un lado, se lo agradecía y, por otro, me cagaba en su puta madre.
—Por cierto, les dije que habías estado un año en California, ya sabes, para engordar un poco tu currículum.
Mantuve la sonrisa sin que me viera apretar los puños.
El director de la emisora me había citado a las nueve y media de la mañana para explicarme en qué consistiría mi colaboración. Llegué a las diez menos cuarto, hiperventilado, con la frente perlada y una elaborada disculpa que incluía incidencias domésticas o la inesperada visita a una imaginaria tía, ya mayor la pobre. Si la combinación de ambas excusas no hacía mella en mi interlocutor, inventaría una disputa entre peatones que no había acabado a mamporros gracias a mi casi heroica intervención. Nada de eso hizo falta. Informé al conserje sobre el motivo de mi visita y me indicó desganadamente el camino a la mesa de la secretaria.
La mujer en cuestión, al contrario que su compañero, me escuchó con desmedida atención, como si le revelara la combinación secreta que abría el Arca de la Alianza, pero enseguida comprendí que tanto interés era fruto de su incapacidad:
—Así que una cita, ¿verdad?
—Sí…
—¿Con el director?
—Sí, con el director.
—¿Para hoy?
Empecé a asentir para no seguir diciendo «sí» como un papagayo. Las siguientes preguntas fueron: «¿Seguro?», «¿A las nueve y media?», «¿Viene usted de parte de la Cámara?» y «¿Le importa esperar un momento?». Ocupé el asiento que me indicó y desde allí pude observar cómo abría agendas, consultaba folios y rebuscaba en carpetas, aparentando faena, del todo nerviosa, sin llegar a conclusión alguna. Me dediqué a mi deporte favorito en las salas de espera: calcular cuántas cervezas necesitaría para follarme a la mujer que tuviera más cerca, en este caso la secretaria. No me dio tiempo a concretar un número de birras porque, tras un resoplido de resignación que inundó la estancia, descolgó el teléfono y marcó un número, sólo uno.
—Soy Conchi… Ay, sí, claro —rio nerviosa—. ¿Quién va a ser si no? Mire, que está aquí un cámara comercial. —Levanté la mano, pero cerró los ojos mostrando la palma de la mano en señal de silencio—. Bueno, eso quiero decir, que viene de la Cámara Comercial y me dice que… Vale, muy bien, se lo digo, gracias.
Colgó el teléfono y, aliviada ante la resolución de su pequeño pico de trabajo, me dijo con una gran sonrisa:
—Puede usted pasar.
Alguien había colocado a esa secretaria en un puesto que le quedaba grande a pesar de comportar poca tarea y mínima responsabilidad, pero me bastó una mirada al director para saber que también estaba hecho de ese material pastoso y molesto con el que se fabrican los enchufes. No tengo nada contra los cargos obtenidos por amistad o parentesco, siempre que la incompetencia del privilegiado no interfiera con las tareas asignadas. Todos queremos un funcionario que nos atienda con amabilidad, aunque esa cualidad no se mida en las oposiciones.
Me encontré un orondo señor de edad indeterminada, más calvo que peludo, con una camisa abrochada hasta el último botón que le oprimía la papada de un modo insalubre. Su americana también quería abrazarlo del todo sin lograrlo y el nudo de su corbata naranja era ancho como un babero. Parecía que llevaba un cono de tráfico colgado del cuello. Un diario local enemistado con el alcalde había publicado recientemente que aquel animal cobraba casi quinientas mil pesetas mensuales por este cargo, al que había accedido por ser el hermano mayor del yerno del regidor.
Todo fenomenal.
Se estaba encendiendo un puro con gran aparato de llamaradas, aspiraciones y humo. Con la brasa a punto, me indicó que ocupara la silla delante de su enorme mesa y, apretando la barrigota contra ella, me tendió la mano.
—Bueno, bueno, muchacho, así que eres todo un experto en la música moderna, ¿verdad?
Asentí esperando cualquier cosa.
—¿Sabes qué dijo Frank Sinatra en los cincuenta?
Parecía una pregunta retórica y supuse que a renglón seguido me daría la respuesta, así que permanecí en silencio.
—¿Lo sabes o no? —inquirió impaciente.
—¡No, no lo sé! —respondí, asustado por su urgencia.
—Pues dijo que el rock and roll es la forma de expresión más fea, brutal y depravada que hubiera tenido la desgracia de escuchar… —Me miró esperando una reacción—. ¿Y sabes qué?
Señor, llévame pronto.
—¿Qué?
—¡Que estoy de acuerdo!
Al momento estalló en una carcajada estruendosa que fue mutando de risa exagerada a tos mugrienta. Todo un número. Una vez calmado y repuesto de su sonoro ataque de humor y carraspera, me explicó los términos de la colaboración. Tendría que acudir cada viernes al magacín matinal para contar en unos quince minutos la agenda de conciertos del fin de semana, aportando fragmentos de música de los grupos o cantantes, incluso con alguna declaración telefónica de los intérpretes. También debería acudir los lunes al programa de la tarde para ofrecer una breve crónica de cómo habían ido esos conciertos, pero vamos, sin entrar en muchos detalles, una visión genérica, una especie de resumen de las actividades rockeras de la ciudad. Insistió en que lo más importante era nombrar claramente esos locales que ofrecían música en directo.
El curro sonaba de la hostia.
—Nada, ya ves, media hora semanal, y te llevas cuatro mil quinientas pesetas limpias al mes, ¿qué te parece?
Mierda.
Protesté en formato de duda razonable para que no se me notara la mala hostia. Le expliqué que a esos dos cuartos de hora por semana habría que sumarle la preparación, escribir los textos y buscar las canciones, o localizar a los músicos, y que todo eso conllevaría varias llamadas de teléfono. Asintiendo mecánicamente para que pareciera que me prestaba atención, el director levantó varios papeles de la mesa hasta dar con su Portfolio, una agenda electrónica que Atari promocionaba como «el compatible de bolsillo» al nada despreciable precio de cincuenta mil pesetas. Era la primera vez que veía uno en la vida real. Lo conocía bien por el «calendario para los próximos sesenta años» que tanto destacaban en sus anuncios en prensa y que nos daba para todo tipo de bromas: «Dios mío, tengo dentista dentro de cincuenta y cuatro años, ¡menos mal que puedo apuntarlo en mi Portfolio!».
De vez en cuando levantaba la cabeza para mirarme y demostrar que me seguía el hilo, pero se notaba que aquella cháchara no le interesaba. Empezó a teclear muy serio en aquel absurdo miniordenador. Quiero pensar que no lo hizo por desestabilizarme, sino por puro aburrimiento, o quizá porque en aquella memoria de 128 kB estaba toda su vida, o puede que no tuviera ni un dato introducido y sólo trasteara con la máquina, pero me descolocó hasta dejarme sin argumentos.
Al sentir mi silencio, inició su previsible letanía de justificaciones: esta emisora es un proyecto nuevo, cargado de ilusión y con mucho futuro por delante, no es fácil abrirse camino entre tanta competencia, todos tenemos que arrimar el hombro y yo mismo debería valorar la proyección personal que esta oportunidad supondría para mi currículum.
¿Por decir esas tonterías se embolsaba medio kilo al mes?
No lo dije porque, fiel a mi optimismo de pez, sin memoria ni previsión de futuro, empecé a imaginar las posibles ventajas: hacer la agenda musical de una emisora de radio, aunque fuera tan mierda como aquella, me proporcionaría entradas para los conciertos y discos por la cara. Llamaría a las compañías para solicitar entrevistas, y ellas me pondrían en contacto con los mánager, y esos contactos irían creciendo con el tiempo. Me invitarían en los garitos. Entraría al local con la banda, formaría parte del séquito, los músicos me colmarían de atenciones para que los anunciara cada viernes y los glorificara los lunes.
Mientras el inepto aquel desgranaba sus excusas para pagarme una miseria, mi espiral de imaginación ya me había llevado al avión privado de los Stones, pásame el vodka, Keith. La última frase del director de la emisora me trajo de nuevo al mundo:
—Pero bueno, digamos cinco mil pesetas al mes, ¡de ahí no subo!
—¿Cuándo empiezo?
La vida en común con mis compañeros de piso seguía el mismo tranquilo devenir del curso anterior. El mutuo y natural respeto hacia las pocas y estrictas normas establecidas por Jandro nos transportaba a una armonía que muchos matrimonios tardaban años en alcanzar. Ya he comentado que su desidia catódica me permitía disfrutar del televisor a mi antojo, y aquel otoño iba a necesitar, más que nunca, vía libre con el mando. No porque la presencia de las cadenas privadas hubiera propiciado una oferta alucinante e inabarcable, sino porque todas ellas, mirándose de reojo, habían llevado el erotismo televisado a su máximo esplendor.
La repentina impregnación voluptuosa de las parrillas me pilló con el ánimo adecuado, esto es, sin novia, para enfrentarme a la titánica tarea de verlo todo en beneficio de unas pajas más lustrosas. La cadena que con más fervor se entregó a la causa lúbrica fue Telecinco; además de su inclinación hacia los escotes y muslos porque sí gracias a las Mama Chicho, había estrenado Erotísimo, Playboy Magazine o el ¡Ay, Qué Calor!, adaptación de aquella especie de concurso que había visto en verano con varias jamelgas haciendo fugaces topless. La versión española acababa siendo tan blanda y decepcionante como la original, siempre quedándose lejos de la lasciva imaginación que nos disparaban aquellas potrancas. Como propenso que era a la dispersa ensoñación, ayudado también por la pesadez de los tiempos muertos entre ubres y mamas, me gustaba imaginar las vidas de esas mujeres espléndidas. Lo que me parecía gesto de timidez en alguna de ellas quizá se debía a una congénita falta de gracejo, pero achacaba esos mohínes a una insuperable vergüenza. La bella adquiría trágica consciencia del pequeñísimo paso que esa pantomima suponía en su carrera de actriz. En ese momento, yo era el héroe que la sacaba del sórdido mundo de los platós, pero justo entonces, llegaba el fin de la cortinilla, abrían los sujetadores y botaban los pechos pizpiretos, diciendo que sí, que todo está bien, que viva la vida. Y me quedaba en blanco y me reiniciaba como la fotocopiadora de la facultad, que había que apagarla y encenderla de nuevo para que funcionara, y decidía que la siguiente semana no vería el programa, y esa decisión era irrevocable hasta que llegaba otra emisión y mi despertador biológico de erecciones gritaba que en Telecinco se avecinaban tetas.
TVE se apuntó al festín con películas eróticas como Emmanuelle o Calígula, aunque jamás podría olvidar la noche, cuatro años atrás, en la que la cadena pública emitió El Imperio de los Sentidos. El evento me pilló por sorpresa y de visita en casa; mi madre se había acostado antes de tiempo y mi padre y yo empezamos a ver aquella película sin saber a qué nos enfrentábamos. Recuerdo el silencio sepulcral entre ambos. Como era habitual, yo estaba en un sillón algo más cerca del televisor y durante la película no fui capaz de mirar a mi padre, que no hizo ni uno de sus habituales comentarios jocosos. Nos pudo más la curiosidad que la vergüenza, y ahí aguantamos, inmutables y estoicos, reaccionando ante los polvazos nipones como duques británicos en un palco de Wimbledon.
Pero ahora, el Ente se apuntaba a la ola erótico-festiva con el magacín Un Día Es Un Día que presentaba Ángel Casas y que siempre terminaba con un striptease, o Hablemos de Sexo, presunto consultorio divulgativo conducido por la tristísima Elena Ochoa y dirigido por el siniestro Chicho Ibáñez Serrador. Que el creador del Un, Dos, Tres estuviera detrás de un programa de sexo, además de conceder cierta perversión a su rancio regusto por las azafatas con muslotes, era como si hubieran pillado a Miliki vendiendo farlopa en la puerta de un colegio.
A las dos cadenas privadas que empezaron a emitir ese mismo año, se les había unido Canal Plus, una televisión de pago que ofrecía parte de su programación de manera gratuita, una modalidad que ellos denominaban «en abierto» y que estaba compuesta por informativos, videoclips o alguna sitcom como Primos Lejanos, frente a la emisión «codificada» de las películas de estreno sin anuncios o las retransmisiones de eventos deportivos. Ese momento cruel en el que la imagen nítida se convertía en una tormenta de nieve aderezada por un sonido distorsionado de alfileres entrechocando me recordaba cuando en los aviones corren la cortina para separar la clase preferente de la turista.
Pero Canal Plus también emitía películas pornográficas. Nada de tetas furtivas y polvos simulados, largometrajes explícitos con primeros planos de las genitalias y sus correspondientes secreciones. Porno, puro y duro. Un amigo de Urtubi se había encontrado una madrugada con Azafatas Americanas, una peli en la que las chicas eran más americanas que azafatas. Poco después, un artículo en El País anunciaba la emisión semanal de una porno que empezaría ese mismo jueves con Educando a Jamie.
Codificado, claro.
Por pura curiosidad, encendí la tele esa noche. En efecto, llegó con puntualidad la película y toda la pantalla era un lío de rayas difusas, sombras imprecisas y contornos desdibujados con una música que sonaba a gatos en celo arañando una pizarra.
Pero de repente, ocurrió algo.
En la primera escena explícita de la película, observé que se entreveían las formas genitales y las coreografías aprendidas. Bastaba desenfocar levemente la vista para que mi memoria sensorial rellenara esas sombras y recolocara los contornos. Era como mirar a través de un visillo arrugado, pero se podía percibir, sin mayores obstáculos, si una polla era chupada, meneada o introducida en según qué orificios. Los gemidos metalizados también contribuían a mejorar el cuadro. Escuchado en frío sonaba como el polvo de dos robots oxidados, pero una vez metido en harina codificada, se podía distinguir si berreaba el macho, gruñía la hembra o jadeaban ambos.
Aquello me ponía. Mi cuerpo lo corroboró con una inesperada erección.
Me sentí pervertido y bajonero. Debía de ser el único español al que una porno codificada le daba para paja.
Siempre me ocurría lo mismo, desde hace años. Quizá fuera una melancolía estacional, la disminución de la luz diurna o una simple caída emocional tras la excitación del inicio del curso, pero en octubre o noviembre experimentaba un puntual descenso en mi habitual entusiasmo. Pensaba entonces que el optimismo que exhibía el resto del año era tan injustificable como este amago de desconsuelo otoñal, y esa incertidumbre me mantenía introvertido durante varios días. La certeza de que en poco tiempo se me pasaría no evitaba que anduviera enfurruñado, hostil y poco receptivo. Urtubi se mosqueó la primera vez que me vio así, pero al siguiente año no le dio importancia, simplemente lo dejó estar. Si Bosco llegó a darse cuenta de mi alteración puntual, no lo expresó de ninguna manera perceptible.
Apenas había gente esa tarde en El Mundo. Yo ocupaba una de las mesas leyendo en el periódico un reportaje sobre la Ulysses, una sonda espacial lanzada en octubre por el transbordador Discovery para estudiar la atmósfera solar. Los científicos calculaban que la misión se aproximaría a Júpiter en dieciséis meses y desde allí viajaría dos años más antes de sobrevolar los polos del Sol. Yo no podía ni adivinar dónde estaría dentro de tres semanas, pero la Ulysses sabía lo que haría cada día durante los próximos cuatro años: viajar sin descanso alejándose de la Tierra, camino del Sol. Su trayecto, además, tenía una meta, un fin, una aportación valiosa para la humanidad. Quise imaginarla en ese mismo instante, envuelta en el abrumador silencio del espacio, avanzando a gran velocidad hacia Júpiter.
Y me vislumbré sentado en un pequeño asteroide inmóvil en mitad de la nada.
De repente, se me acercaría esa deslumbrante pieza de tecnología de tres metros y trescientos sesenta y seis kilos de peso, según el periódico, aunque en los gráficos pareciera una simple bujía gordota. Distinguiría sus paneles, antenas e instrumentos mientras me pasaba silbando por encima, obligándome a agachar la cabeza por puro instinto. Después se perdería en la negrura del universo, en dirección al Sol. Cuando llegara a su destino, cuatro años más tarde, puede que yo siguiera allí, sentado en ese fragmento de roca que era la mesa de El Mundo que ahora ocupaba, sin otra tarea que vislumbrar naves que saben de dónde vienen y hacia dónde van, como un náufrago incapaz de salvarse porque ha asumido que nadie le echará una mano.
La Ulysses molaba mucho más que yo.
Y encima estaba cubierta de escudos de protección térmica compuestos por veinte capas de kapton revestidas con óxido de indio.
Lo bien que me habrían venido entonces, que ya refrescaba.
Miré a mi alrededor. Ernesto hablaba bajito y enfrascado con un cliente al fondo de la barra. Había una pareja al principio de la misma sin mucha conversación y un profesor de la facultad que miraba la taza del café que se acababa de tomar. Aquel decorado y sus habitantes jamás le inspirarían el Nighthawks a Hopper, pero, al mismo tiempo, había mucha verdad en su cálida cutrez, una falta de impostura que lo convertía en un inexcusable fragmento de realidad. El cuchicheo de Ernesto, la incomunicación de la pareja, la soledad del profesor y mi propia tristeza parecían estar unidos por hilos invisibles que nos sostenían en pie. También conocía esa sensación de previos bajones otoñales, una extrema sensibilidad que, como un renacuajo chapoteando en los restos de una charca africana, rozaba lo cursi en un puro intento de sobrevivir.
Empezaba a sentirme mejor.
Urtubi entró en el bar con su habitual ímpetu. Se sorprendió al verme sentado, solo y cerca de la puerta, pero evitó cualquier comentario irónico porque sabía que yo andaba algo torcido esa semana. Señaló la silla vacía:
—¿Puedo?
Urtubi pidiendo permiso, respetando mi injustificado agobio, sentándose en silencio sin decir una palabra de más, mirando al vacío, cediéndome cualquier iniciativa de conversación, dejando claro que no había prisa, presión o necesidad de hacerle caso. Urtubi demostrándome con su actitud una amistad verdadera, sin fisuras ni compromisos. Como debe ser.
—¡Ronda deportiva! ¡Minuto y resultado! —dije para romper ese hielo.
—¡Gol en Ipurua! —respondió con una franca sonrisa de bienvenida.
Quién sabe, a lo mejor, la sonda Ulysses, brillante y metálica, se estrellaba en ese momento contra una luna de Júpiter. Heroica y bella, pero sola e inútil, ya olvidada mientras su cubierta de kapton se desintegraba en millones de fragmentos inapreciables.
La universidad organizaba cada año una cena de bienvenida a los Erasmus que habían elegido nuestra ciudad. Se trataba de una celebración informal en el salón de un gran restaurante a las afueras, en el que se disponían largas mesas repletas de bandejas con un variado y anárquico picoteo consagrado a perpetuar en la mente guiri el tópico español: embutidos, quesos, calamares, mejillones, tortillas de patata, cazuelas de callos y raciones de paella, regados con tubos de cerveza, vinorro tirando a malo y jarras de sangría infecta. Se suponía que aquel dispendio era para los estudiantes extranjeros y varios profesores de nuestra universidad, pero un grupo de veteranos alumnos nativos estábamos atentos a cualquier indicio de juerga por la cara. Como era un evento informal cuya asistencia no era obligada para los becados, solían avisarlos poco antes, incluso el mismo día, para que estuvieran a una hora concreta delante de la facultad. Los descarriados más avezados habíamos desarrollado un sentido arácnido que detectaba el papeo gratis. Como en los dos años anteriores, me colé con Urtubi y dos colegas más en uno de los autobuses contratados por Extensión Universitaria para la ocasión. Bosco no apareció; la Wendy le había avisado esa misma tarde de que estaría sola en casa porque a su novio le había salido un viaje inesperado.
Lo bueno de la bacanal no sólo era cenar y beber a todo tren, también funcionaba para seleccionar a los Erasmus más divertidos, viciosos y cachondos que nos enviaba Europa. Claro que, para ser justos, muchos de esos estudiantes, tanto ellos como ellas, ya venían con predisposición a la juerga, el droguerío y la cópula. Lo malo es que las cogorzas eran tan monumentales que al día siguiente casi nadie recordaba caras, nombres o citas.
A veces me preguntaba por qué la universidad sufragaba aquella cena que solía acabar como el rosario de la aurora. Podía haber parecido una buena idea el primer año, antes de comprobar el ansia de beber que traía la promoción que estrenó el programa Erasmus, y aunque la borrachera de la nueva remesa de estudiantes al año siguiente había dejado en pañales a la primera, seguían organizando ese desenfreno, como si la propia institución quisiera empantanar el cerebro de los visitantes en alcohol para que hablaran maravillas de nuestro país al volver al suyo.
Recuerdo que en una de esas cenas, cuando el veneno de la sangría había empezado a alterar los ánimos de aquellos veinteañeros que jamás habían probado la combinación letal de vino con frutas y azúcar, me encontraba en la entrada del restaurante charlando con Arturo, cuando una estudiante irlandesa, visiblemente colocada, nos separó con ambas manos como si fuéramos las puertas de un saloon del Oeste para salir al exterior, pero en esa operación tropezó en el bordillo y cayó como un fardo golpeándose contra la acera. La ayudamos a levantarse y escupió medio diente sin dejar de reírse, aunque enseguida empezó a llorar. Y a reírse de nuevo. Y llorar otra vez.
Así todo.
Los pocos profesores presentes asistían a la procesión del desfase como si bendijeran tanta indecencia, y esa relajación ante las borracheras me parecía más española y genuina que cualquier otra manifestación de hospitalidad. Más de una vez los saludaba con demasiada efusividad; los abrazaba agradecido por el ejemplo que nos daban a las nuevas generaciones y, por qué no admitirlo, porque llevaba una cordial melopea que promovía la amistad, no sólo entre las naciones europeas, también entre catedráticos y discípulos, claro que sí.
Antes del banquete, el vicerrector excusó la presencia de la rectora de la universidad y la suya propia en el ágape posterior debido a una cena de trabajo. Ofreció un pequeño discurso de bienvenida en español e inglés, pidió disculpas por no hacerlo en los otros idiomas que se hablaran en la sala y nos concedió permiso para lanzarnos a por las viandas, cosa que los españoles hicimos con una celeridad próxima al ansia y una desinhibición cercana a la grosería. Los estudiantes extranjeros, poco familiarizados con las muestras de glotonería en público, procedieron a beber vino, cerveza y sangría, bien por separado o en ese orden, ajenos, o quizá no, al hecho irrefutable de que la ingesta de alcohol sin el debido forraje estomacal acelera la posterior merluza.
Poco a poco, de manera inconsciente, subió el volumen de las conversaciones. La nula acústica del salón, enturbiado además por un débil hilo musical en el que me pareció escuchar Soy un Truhán, Soy un Señor de Julio Iglesias, no contribuía al buen entendimiento, y la exaltación etílica hizo el resto hasta llegar a ese instante en que tú mismo te das cuenta de que estás hablando a voces, y al callarte, tomas consciencia de la espesa y molesta masa de ruido que llena el local, pero vuelves a hablar muy alto para superar esa pelota de murmullos. Había entablado animada conversación con un heterogéneo grupo de guiris compuesto por dos alemanas, dos holandesas, una danesa y dos irlandeses. Si pudiera elegir, me follaría a las holandesas sin dudarlo y a las alemanas sólo si ellas me lo pidieran. La danesa me daba igual, pero tras un arduo debate conmigo mismo decidí que sí, que me la tiraría sólo después de haberme follado a las otras cuatro. Cómo se nota que preveer polvos es gratis.
La nórdica, inmune al sentido del ridículo a la hora de hablar nuestro idioma —cosa que envidiaba en todos los guiris que nos visitaban—, tuvo los huevazos de contar un chiste en español.
—¿Qué dice Blancanieves a un Pinocho si ellos hacen el 69? ¿Sabéis?
Nos quedamos en silencio esperando el colofón de la broma. Se lo tomó con calma, nos miró uno a uno y remató:
—Mentírame, Pinocho, ¡mentírame!
Urtubi se rio aparatosamente, más por el lapsus gramatical que por el chiste en sí. Supe que a partir de entonces usaríamos esa expresión como guasa recurrente.
Al cabo de un rato, la holandesa más guapa me preguntó que dónde había aprendido a hablar inglés. Me lo tomé como un elogio, pero cuando le dije, algo ufano, que había estado un año en California, añadió, sorprendida, que mi acento parecía turco.
Me puse muy colorado para que se sintiera mal. No funcionó.
De repente, sin venir a cuento, Urtubi empezó a bailar salsa con una de las alemanas. Conocía bien esa treta y sabía, por él mismo, que le servía para arrimar cebolleta y romper hielos. La guiri se reía como una hiena en cada giro, dejándose llevar, aunque ni ella ni su bailarín tuvieran nociones básicas. Urtubi levantaba la mano de la chica por encima de su cabeza obligándola a girar para pegarse a su espalda al acabar la vuelta. Era más bien una llave de judo cachondo que un paso de baile salsero. Al cabo de dos giros tenía su lengua dentro de la boca de la extranjera y al momento ella le tomó ventaja en el morreo. Miré a los irlandeses como si estuviéramos jugando a las sillas y acabaran de quitar la música, pero la danesa también se dio cuenta y se abalanzó sobre uno de ellos, mientras el otro se arrimaba a una de las holandesas. Toda esa operación de reajuste duró apenas una centésima de segundo que percibí en cámara lenta, en parte ayudado por esa destreza para la anticipación que había desarrollado gracias al Tetris y en parte porque mi propia incapacidad me atenazaba a la hora de tomar ese tipo de iniciativas. La alemana que había quedado libre, con la que apenas había hablado en toda la noche, preguntó entonces que dónde estaba el baño. Al escuchar su pastosa pronunciación y enfocar su mirada ausente comprendí que apenas había articulado palabra debido a la monumental borrachera que habitaba su cuerpo. Ante la perspectiva de quedarme a solas con la holandesa más guapa y menos cordial, una fuerza desconocida tiró de mí.
—¡Yo te acompaño! ¡Sígueme!
¿Por qué seré tan inútil?
Me abrí paso a través de la multitud vociferante, con la guiri pisándome los talones. Cuando frené en seco para cederle el paso a un camarero que transportaba una bandeja cargada de vasos vacíos, la alemana chocó despacio contra mi espalda e, instintivamente, me abrazó desde atrás. Sentí sus tetas contra mí. Se sentía a gusto y allí permanecimos, no mucho, porque al momento me dio vergüenza estar en medio del salón, recto y erguido como si fuera un guardia del palacio de Buckingham abrazado por una turista achispada que pegaba su rostro a mi espalda en actitud de echarse una cabezadita.
Me deshice del nudo, pero no de su mano, que sujeté con firme delicadeza para tirar de ella y que con ella vinieran la muñeca, el codo, el torso, las piernas y toda la guiri en dirección a los baños. Franqueamos por fin la primera puerta genérica en la que se leía LAVABOS y nos detuvimos frente a las que, en un alarde de información precisa, indicaban HOMBRES y MUJERES. No hizo amago de entrar. Sólo me miró de manera extraña, como si acabara de reparar en mí y nunca hubiéramos atravesado juntos aquel mar de gente. El tránsito de personas entrando y saliendo del baño era continuo, pero nos convertimos en una fotografía inmóvil en medio del trasiego. En mi lugar, Urtubi habría iniciado la maniobra de morreo hace siglos, pero mi pánico al rechazo hacía que hasta el alcohol perdiera su efecto euforizante.
Ella me besó.
Menos mal. Si dependiera de mí, igual nos habríamos tirado allí hasta la siguiente glaciación.
Su ataque fue tan atropellado que en el primer impulso entrechocaron nuestros dientes, pero no le di tiempo a quejarse, porque esa señal había sido como un pistoletazo de salida, nunca mejor dicho. La luz verde de su beso puso en marcha el bólido que ahora repasaba sus labios y lengua, apretándome contra ella mientras me sujetaba la cabeza y me devolvía los morreos con una pericia nada desdeñable, y le empujaba con todo, y cuando digo todo también me refiero a la entrepierna, que me frotaba contra la suya. Nos besábamos en el pasillo de los baños de un restaurante de las afueras, rodeados de extranjeros borrachos que pasaban a nuestro lado sin importarles la intensidad de nuestro magreo. Qué bonita sería una foto en blanco y negro de aquel arrumaco, con los peatones difuminados y nuestra imagen reflejada en las huellas mojadas que dejaban los guiris sobre las baldosas blancas de los lavabos casi inundados.
Puede que nuestros descendientes pelearan en los tribunales por los derechos de esa instantánea si, con los años, se hiciera famosa en el mundo entero.
Pero ahora mismo, la alemana me apartó de golpe y volvió a mirarme con un gesto nuevo, más profundo y serio. Con una determinación que achaqué a la tópica marcialidad teutónica, clavó sus pupilas en las mías como si sus ojos encendidos gritaran en silencio. La telepatía debía de ser en alemán porque no me estaba enterando, así que me agarró de la mano para guiarme al baño de HOMBRES. Abrió la puerta sin contemplaciones, pasó por delante de los urinarios sin que ninguno de los tíos que los usaban repararan en ella y tanteó los váteres individuales hasta dar con uno libre. Me introdujo casi a empellones, cerró la puerta y me desabrochó el cinturón sin quitar sus ojos de los míos. La seriedad del gesto, la urgencia del sexo y la destreza de sus manos me pusieron a cien por hora. En menos tiempo del que hubiera imaginado, me desabotonó la bragueta, sacó la polla por encima de los calzoncillos y empezó a chupármela como si quisiera erosionarla. Me apretó el palo con la mano derecha mientras lamía el capullo, proporcionándome un calor suave regado de saliva. Con la intención de inclinar toda mi cadera contra su cara, apoyé la mano izquierda en la pared de enfrente, pero observé que una cucaracha rubia trepaba tranquilamente por el tabique en dirección a mi brazo. El sobresalto me duró poco porque podía más el calentón que el asco, así que retiré la mano, cerré los ojos y agarré su cabeza para tirar de la alemana hacia mí. Respondió apartándose lo justo y aflojé la presión pensando que seguiría haciendo fuerza hacia atrás, así que volví a follarle la boca.
Pero no calculé bien.
Me apartó violentamente mientras la primera arcada de vómito salía, espesa y amarillenta. Por puro instinto giró la cara lo suficiente para que la regurgitación surgiera, diáfana y concentrada, hacia la taza y no hacia mis muslos. Lo malo es que no me había dado tiempo a retirar del todo la polla antes de que brotara el pastoso chorro de bebida y comida a medio digerir. Me bañó el capullo en vómito. Mi erección parecía uno de esos faros desafiantes en medio de la tormenta, soportando las gigantescas olas de pota que rompían contra su estructura. Era como acercar la punta del nabo al surtidor de una fuente de bilis, amargor y tropezones.
La segunda arcada la dirigió íntegra al interior del váter, cosa que también hizo con la tercera náusea. El olor era repugnante e intenso, igual que toda la situación. Celebré la presencia de papel higiénico en medio de aquel marrón como el moribundo que intuye vida más allá de la agonía. Tiré del rollo, le di un puñado a ella, limpié los restos de papilla que aún coronaban mi ya evidente flacidez y me abroché los pantalones a toda velocidad.
Es curioso cómo toreamos el asco y la aprensión en momentos de máxima supervivencia.
Salimos de puntillas, no por no hacer ruido sino por esquivar el contenido de su estómago, tan fuera de lugar en el suelo, y nos acercamos al lavabo. Nadie parecía haberse dado cuenta del drama que acababa de suceder en tan reducido espacio. Supuse que el volumen alcanzado por las voces, el ruido del movimiento continuo y el murmullo subido de tono habían apagado las arcadas de mi compañera. Comprobé aliviado que, quitando algunas salpicaduras en mis zapatillas, no se apreciaba resto alguno de vómito sobre mi ropa. Tampoco ella tenía a simple vista ninguna mancha delatora, aunque la súbita palidez de su rostro realzaba unas ojeras nada favorecedoras. Se enjuagó la boca y salió disparada hacia el baño de MUJERES buscando un entorno más amable donde reponerse, sin mirar atrás ni despedirse de mí.
Dudé si esperarla o no, pero decidí reintegrarme en la multitud del restaurante y pillar uno de los autobuses que ya volvían al centro de la ciudad.
Seguro que al salir del baño daría gracias al cielo si no me veía.
Danke schön.
Me tomé en serio mi pequeño trabajo en la emisora de radio, porque, como había intuido, empecé a sacarle unos rendimientos que iban más allá del misérrimo sueldo que me pagaban cada mes, por cierto en metálico y sin recibo alguno. Aquella emisora no la escuchaba ni dios, pero eso no tenían por qué saberlo los grupos que venían a tocar a la ciudad. Aunque los promotores locales sí estaban al tanto, agradecían cualquier difusión y me facilitaban datos, discos y, lo más importante, entradas. Los garitos donde se celebraban los bolos también me veían como un altavoz para esos conciertos, y como la pasta gansa la sacaban de las copas, empezaron a invitarme de vez en cuando a alguna birra. Ni unos ni otros me escuchaban, ni siquiera conocían la frecuencia de la emisora, todos jugábamos a que yo tenía un papel con frase en la farsa del rock local. Urtubi disfrutaba con nuestra condición de miniestrellas, aunque nunca le llegaba el momento de oír mi colaboración, una indolencia que explicaba con toda franqueza:
—¡Mierda, siempre se me pasa!
Cuando se lo conté a Bosco, susurró un «enhorabuena» que me supo a gloria porque parecía sincero, a pesar de lo que añadió a renglón seguido:
—Lástima que nunca oiga la radio.
Eran mis amigos.
Pero el más gratificante beneficio de mi integración en las ondas me llegó por teléfono y de donde menos lo esperaba:
—¡Pero hijo! ¿Que vas a trabajar de locutor? Bueno, ¡qué alegría más grande! ¡Ya verás cuando se lo cuente a tu padre!
Joder, nunca cinco mil pesetas habían dado tanto de sí.
Mi trabajo consistía en lo que me había explicado meridianamente el mendrugo del director. Los viernes tenía que estar en la emisora a la una de la tarde para intervenir en el magacín matinal cuando a su presentadora le pareciera bien. La individua en cuestión era sobrina del alcalde, parentesco que no dudaba en recordar en directo refiriéndose al regidor como «mi tío». Fuera de micro, aseguraba que los oyentes agradecían esos toques de sinceridad. Es decir, pensaba que aquel programa tenía algún tipo de audiencia, lo cual ya indicaba su avería mental. Que se hubiera empeñado en llamarlo Su Ciudad corroboraba cierta incapacidad para detectar o realizar juegos de palabras. Pronto me avisaron de que no se me ocurriera hacer ninguna bromita con la palabra «suciedad».
El primer día estaba algo nervioso, a pesar de ser consciente de la nula trascendencia de cualquier cosa que hiciera o dijera frente a aquel micrófono. Que la locutora no me diera paso hasta las dos menos cuarto porque alargó sin motivo aparente una entrevista a una alfarera no ayudó a tranquilizarme. Que cuando por fin llegó mi turno me presentara como Pedro tampoco me relajó. Y que no dejara de pintarse las uñas durante mi intervención no me hizo las cosas más fáciles. Como bautismo de fuego estuve peor que mal, balbuceando y liándome con los papeles —en un arranque de inexperta previsión había escrito mucho más texto del necesario—. Apenas tuve tiempo de que sonaran dos canciones cuando había aparecido con tres singles, un CD y dos elepés. Lo bueno fue que aquel mismo día entendí que podría aplicar mi implacable ley del mínimo esfuerzo a esta tarea; bastaría con leer claramente la agenda de conciertos —quién, dónde, a qué hora, precio de la entrada—, dar algún dato a vuelapluma e intercalar dos canciones, tres a lo sumo.
Radio goo goo. Radio ga ga.
Mi labor en la tarde de los lunes iba a ser igual de sencilla y desesperante, aunque por motivos distintos. El programa se llamaba Tarde, Bien y Siempre y lo presentaba el hijo de una concejala; además de una explosión de creatividad, aquella emisora era un canto al nepotismo. El tipo era viejoven o joveniejo, no quedaba claro si era su traje el que le avejentaba la cara o al revés. Mi labor sería resumir lo que había sido el fin de semana en cuanto a conciertos; el director había insistido en que no entrara en detalles, que valía con repasar la sucesión de bolos y, sobre todo, los locales donde se habían celebrado. Lo bueno es que el guión del viernes me valía tal cual para el lunes.
Lo malo era el presentador.
Si la de la mañana mostraba una insultante desidia hacia mi labor, el locutor de la tarde se empeñaba en intervenir, interrumpiéndome a saco y metiendo baza, pero siempre para quedar por encima, como si sufriera un insoportable síndrome de inferioridad que le obligaba a matizar, ampliar y mejorar cada uno de mis datos. Lo más sorprendente es que lo hacía sin tener ni puñetera idea, hablando de oídas, aventurándose sin sonrojo desde la ignorancia más absoluta, con esa prepotencia del negado que sabe que está mintiendo o fantaseando, pero que es incapaz de callarse. En mi segunda intervención mencioné el concierto de un grupo que hacía versiones de los Beatles y me interrumpió en seco:
—¡Ah, los cuatro de Liverpool! —Como buen idiota presuntuoso que era, le gustaba rellenar sus frases con expresiones tópicas y gastadas por el uso—. Te diré una cosa: creo que perdieron frescura con su último batería.
Me quedé pálido. Llegué a dudar si los Beatles habían probado algún otro percusionista. No supe qué decir.
—No me mires así, hombre, ¡que sólo es una opinión! Venga, ¿qué otros conciertos has visto este fin de semana?
Entonces todavía no conocía la ilimitada burricie de aquel elemento. Con el tiempo comprendí que le sonaría algo sobre el batería que los Beatles tuvieron antes que Ringo y eso le bastaba para inventarse que uno le gustaba más que el otro. Como no tenía ni idea de sus nombres, había dicho «el último». Así de simple. Quién sabe, puede que esa combinación de incultura y descaro fuera en realidad un superpoder que, además de hacerle inmune a la vergüenza, le otorgaba una felicidad inalcanzable para el resto de los humanos.
La mera puesta en marcha de la emisora la había colocado en los listados de envíos promocionales de varias discográficas. Cada semana llegaban por correo unos cuantos álbumes y singles, algunos en vinilo, la mayoría en formato CD, que el propio bedel, a falta de una tarea más relevante, se dedicaba a etiquetar y archivar con su correspondiente ficha. En ocasiones se le acumulaba el trabajo, y yo, con la excusa de buscar alguna posible canción para mis dos secciones, revolvía en los pendientes de registro. Desde el primer día decidí que compensaría mi parco sueldo llevándome discos sin decírselo a nadie más que a mi conciencia. Me parecía justo y necesario, todo un acto de solidaridad con el más pobre de la emisora, que sin duda era yo. Pero la música que llegaba a aquel reducto provinciano era tan ratonera que me costaba sudor y lágrimas encontrar discos apetitosos. Tuve que obligarme a robar canciones detestables para compensar el agravio.
En el pecado llevaba la penitencia.
Con la práctica llegué a dominar los tiempos en el micrófono, me soltaba en directo, ignoraba a la loca de los viernes y toreaba al bobo de los lunes. Y eso que ambos ponían a prueba mi paciencia usándome de comodín a su conveniencia. Si no les apetecía cortar una de sus plúmbeas entrevistas, me tenían esperando el tiempo que consideraran oportuno, y si andaban escasos de temas, alargaban mi sección sin previo aviso. Un viernes le fallaron dos entrevistas a la sobrina del alcalde y decidió rellenar el programa conmigo. Aquel fin de semana tocaba un grupo de Vigo que reconocía influencias de los Clash y, por pura casualidad, me había llevado el CD del London Calling. Cuando empecé a hablar de Joe Strummer y Mick Jones, la presentadora de Su Ciudad se levantó de la silla muy despacio para no hacer ruido, me hizo el gesto universal de girar el índice para indicar que siguiera hablando y, literalmente, se fue del estudio. Podía verla al otro lado de la pecera, detrás del técnico, hablando por teléfono. Estuve casi media hora pinchando canciones de los Clash, contando de memoria su historia y hasta rememorando el concierto al que había acudido seis años atrás en San Francisco. De repente, la tipa entró con otra señora, me cortó en directo por lo sano y presentó en antena a aquella invitada como profesora de ganchillo.
Esa misma tarde me acerqué a El Mundo y Ernesto me saludó a voz en grito con un extrañísimo «¡Viva la locución!». Resulta que esa mañana, buscando otra emisora en el dial, había sintonizado la emisora municipal justo en el momento en el que decían mi nombre.
—¡Menudo pico tienes, ladrón! ¡Tú anuncias por la radio una invasión alienígena y se lo cree hasta Orson Welles!
Llevaba varias semanas hablando por la radio, pero era la primera vez que alguien reconocía haberme escuchado. La emoción me hinchó el pecho hasta que Ernesto preguntó:
—Por cierto, ¿quiénes son los Krass esos?
A veces piensas que todo está bien, bajo control, pero de repente los pilares de tu conocimiento se desvanecen en un instante y tu percepción se convierte en otra cosa, que no es peor o mejor, sólo distinta, una especie de nuevo orden que te obliga a reformular tus propias certezas.
Los Milli Vanilli no cantaban. Ni siquiera sabían hacerlo.
Unos músicos anónimos habían grabado sus canciones. Rob y Fab sólo aparecían en las portadas y en los videoclips.
Era una historia de playback.
Pensé que la noticia era falsa y malintencionada para hacer daño al grupo, o quizás una arriesgada estrategia de marketing promovida por ellos mismos, pero no había conspiración: el propio Frank Farian, productor del dúo, se encargó de destapar el montaje. Rob y Fab no habían cantado una sola nota ni en el Girl You Know It’s True, su elepé en Estados Unidos, ni en el anterior All or Nothing editado en Europa. Y en sus conciertos hacían playback. La prensa recordó problemas de sincronización en alguna actuación o las declaraciones de un tal Charles Shaw afirmando que era su voz la que sonaba en los discos. En febrero les habían concedido el Grammy al mejor artista revelación y poco después, en una entrevista con la revista Time, Pilatus situaba el talento de Milli Vanilli a la altura de Elvis Presley, Bob Dylan, Paul McCartney o Mick Jagger.
Con dos cojones.
Y algo de farlopa, claro.
En pleno desmadre de egos, los falsos artistas exigieron a su «descubridor» que usara sus propias voces, hasta que el productor, harto del monstruo que él mismo había creado, decidió romper la baraja anunciando el engaño al mundo. El doctor Farianstein les arrebataba la vida que él mismo les había dado.
Y todo saltó por los aires.
La historia me impactó muchísimo. Empujados por la fama desbordante, Pilatus y Morvan se habían creído los halagos que iban dirigidos a otros. Los reyes del playback no supieron mantener la boca cerrada, qué paradoja. Pensaba en Farian, genio y villano, creador primero y exterminador después, ambicioso al principio pero impaciente e incapaz de domesticar la sed de gloria de sus pupilos. ¿Qué clase de maldad, hartazgo y rencor habitaba su alma para destapar su propio timo, inmolándose a la vez que destruía a las dos cenicientas?
También le daba vueltas a los verdaderos y anónimos intérpretes de aquellas canciones que habían vendido millones de copias. Les ponía la cara del Salieri de F. Murray Abraham en Amadeus. Imaginaba su creciente resentimiento hacia el mundo en general y hacia el destino en particular, al primero por ignorar su talento y al segundo por haberles dotado de una imagen tan poco agraciada. Los dos bellos fantoches contratados por Farian habían logrado, sin componer, tocar o cantar, que aquellas melodías fueran aceptadas y celebradas en todo el mundo, pero los verdaderos músicos en la sombra debían sentirse como si Sloth, el jorobado de Notre Dame, el Hombre Elefante y Fernando Sánchez Dragó hubieran formado una banda que sólo podía tocar en los sótanos de Arista Records, mientras Pili y Mili recorrían el mundo luciendo chaquetas chillonas con hombreras, mallas de ciclista, extensiones rastas y energéticos bailecitos. Mi delirio también alcanzaba a las barbaridades que podrían haber escuchado las madres de esos artistas silenciados:
—Su hijo tiene un talento natural para la música y su voz cautivará a las masas. Pero es feo de cojones. No lo enseñe a la gente; es más, quítemelo de la vista. Cúbralo con un trapo, por favor.
Y, por supuesto, pensaba en Pilatus y Morvan. Catapultados en menos de dos años del más absoluto anonimato a la fama planetaria y despojados de todo lo bueno en un instante, literalmente de la noche a la mañana. Antes de la revelación de Farian eran admirados, contemplados y envidiados, pero un minuto después habían sido despreciados, repudiados e ignorados. Unos días más tarde les quitaron el Grammy. La gente rompía públicamente sus vinilos. La compañía discográfica lidiaba con acusaciones de estafa. La furibunda reacción respondía a más motivaciones que a una simple decepción; la incompetencia de la prensa musical había quedado en evidencia y la comunidad artística vio la oportunidad de machacar a unos competidores que se comían el mercado. El éxito de Milli Vanilli confirmaba el triunfo de la imagen sobre el talento, y esa usurpación era el traje del emperador de la industria discográfica. Además, las sospechas y acusaciones sobre el uso de música pregrabada en las giras de grandes artistas no motivaban un rechazo tan visceral o proporcional al que habían causado los playbacks de Rob y Fab.
¿Se arrepentiría Farian de no haber lanzado al feo con los dos guapos como llamativos bailarines? ¿Se lamentaba Charles Shaw de haber aceptado su papel en la sombra? Y sobre todo, ¿qué pasaba por la cabeza de Morvan y Pilatus? Me los imaginaba, juntos y solos, en la suite de un hotel, discutiendo con amargura, echándose la culpa mutuamente de haberle hinchado las pelotas a Farian, llorando sin venir a cuento, abrazándose como hermanos, empezando de nuevo la pelea, riéndose de repente en plan histérico, metiéndose rayas, bebiendo vodka a morro o insultando a Neneh Cherry o Tone-Loc por querer quitarles el premio al artista revelación. De vez en cuando, uno de ellos caería de rodillas sobre la carísima moqueta y, abriendo los brazos en cruz frente a la maltrecha réplica del Grammy, gritaría:
—¡Maniáticos, lo habéis destruido! ¡Yo os maldigo a todos!
Desde el primer minuto sentí una profunda empatía con Rob y Fab porque sabía lo que era sentirse un fraude. Yo actuaba como estudiante de Filología, noctámbulo empedernido, curtido melómano, experimentado consumidor de sustancias, amante consumado y hasta locutor de radio, pero en todas esas actividades hacía playback, sólo ponía cara de póquer para dominar el océano de inseguridad que me habitaba.
En el fondo era igual que los Milli Vanilli: si me quitaban lo bailao me quedaba en nada.