Love Will Tear Us Apart
SEPTIEMBRE, 1990

El tren tardaría unas ocho horas. Si todo iba bien y sin retrasos, llegaría a Barcelona a las siete de la mañana del mismo día de mi cita con Janine. Tenía habitación en un hostal que me había recomendado un primo de Lennon. Cuando llamé para hacer la reserva, consulté la posibilidad de entrar más temprano, pero el recepcionista me advirtió, con muy malos modos, que no podría ocuparla hasta el mediodía.

El parco equipaje en mi mochila incluía un sándwich de atún con tomate, un despertador, mi diminuto neceser, un polo, una camiseta, unos calzoncillos, un bañador —a saber por qué—, los apuntes de Fonología y mi ajado ejemplar de La Conjura de los Necios. Pensé que aquel viaje merecía una novela a la altura de su importancia.

A las doce menos cuarto de la noche, con sólo quince minutos de retraso, mi Talgo comenzó a deslizarse camino de la aventura. Nada más salir de la estación preparé el libro y los apuntes, pero enseguida comprendí que el reencuentro con mi mejor amiga californiana ocuparía toda mi atención.

Con ella y su marido, claro.

Me había pasado todo agosto pendiente del golfo Pérsico, temiendo que las sanciones económicas a Irak por la invasión de Kuwait acabaran en una intervención militar de los marines. En mi delirio imaginaba que Estados Unidos reclutaba por la fuerza al bueno de Mark, anulando así su europea luna de miel.

Menos mal que la diplomacia internacional se lo toma todo con mucha calma.

Calculo que me dormí a medio camino, a pesar de aquellas butacas meticulosamente diseñadas para impedir el descanso del cuerpo humano. Desperté tras lo que parecía una parada en mitad de la nada. La densa oscuridad de la noche convertía la ventanilla en un espejo. Todos los pasajeros del vagón dormían y yo parecía Stan Laurel con esa cara tan graciosa que ponía justo antes de romper a llorar. Comí el sándwich sin dejar de mirarme en el cristal, como un monete que jamás se hubiera enfrentado a su propia imagen.

Era más que feliz.

Asistir a un amanecer dentro de un vagón en movimiento tiene sus dosis de misticismo romántico, pero sólo si piensas en ello, no si vas en el tren. La gente empieza a desperezarse con el alba y cuando los rayazos del sol entran directos, todos parecen una panda de zombis ojerosos, despeinados, pálidos y descolocados. Llegamos a la estación de Sants con cuarenta minutos de retraso sobre el horario previsto.

Deambulé por el vestíbulo con la fascinación propia del turista accidental, encantado de sentir el gusanillo cateto que magnificaba cada minuto de aquel lance que había comenzado el día antes y que ahora se plasmaba al bajarme del convoy. Observé a los transeúntes buscando entre ellos una persona que transmitiera amabilidad para preguntarle por la calle Hospital, donde estaba mi pensión. Me decidí por una señora mayor que parecía esperar a alguien, pero sólo me dio tiempo a saludarla.

—¿Ha visto usted el pájaro gigante? —inquirió antes de que pudiera decirle nada.

—¿Cómo?

—¡El pájaro gigante que vuela de noche! ¿Que no sabe que lo han visto por Les Corts?

Había elegido a la trastornada de la estación. Menudo ojo. Me alejé discretamente mientras me gritaba:

—¡Tenga cuidado! ¡Es peligroso! ¡Sólo vuela por la noche!

Un guarda de seguridad vino al rescate. Me explicó que no me preocupara por la señora, que era una habitual de la estación, y me indicó, con todo lujo de detalles, que la línea verde de metro me llevaría a Liceo, la parada más cercana a la calle Hospital. Le escuché atentamente, asintiendo sin parar, pero no me enteré de nada. Siempre me pasa igual: si pregunto alguna dirección, cosa que hago muy a menudo dado mi nulo sentido de la orientación, soy incapaz de retener los datos en cuanto las indicaciones pasan de tres cambios de sentido, así que digo a todo que sí y retengo el primer paso porque sé que más adelante lo consultaré con otro peatón. Del mismo modo, cuando alguien me pregunta por una dirección en mi propia ciudad, me pongo tan nervioso que puedo llegar a decir «No soy de aquí» antes que admitir mi tara.

Agradecí su amabilidad. Creo que incluso le hice una reverencia japonesa al despedirme. Sólo tuve que preguntar a siete personas más antes de plantarme en el hostal a las nueve y media de la mañana.

Que, por cierto, se llamaba América.

Precisamente.

En la recepción no me encontré al malas pulgas que me había atendido por teléfono. En su lugar, una mujer seria y muy maquillada me indicó que hasta las once no podría disponer de mi habitación. Esa hora ganada al reloj me supo a gloria. Con la sonrisa idiota del peregrino ya ubicado, me senté en un banco de las Ramblas. Estaba molido, pero observar aquel fascinante paisaje humano era todavía mejor que hacer zapping en la Philips de mis padres.

A las once menos cinco entré de nuevo al América. La señora kabuki leía La Vanguardia y al verme dejó el periódico sobre el mostrador. En la portada se anunciaba una entrevista con Ana Obregón:

«Soy desgraciada porque me falta de todo»

Mientras la recepcionista buscaba la llave de la 206, segundo piso sin ascensor, intenté imaginar qué significarían para Ana Obregón las palabras «desgraciada» y «todo». Me quedé en blanco.

A primera vista, la habitación me pareció una mierda. Un análisis más detallado me lo confirmó sin lugar a dudas. La mezcla de calor y humedad hacía que la estancia pareciera flotar en vaho, pero, en un arranque de optimismo, decidí tumbarme un rato e incluso programé la alarma del despertador para las dos. El cansancio y el estrés acumulados funcionaron como un potente somnífero. No tardé en dormirme. Soñé que un gigantesco pterodáctilo sobrevolaba la pensión y se llevaba al recepcionista malo entre sus fauces. Desperté empapado en sudor por el agite de la pesadilla y porque, además del húmedo ardor, la funda de plástico del colchón hacía efecto plancha de cocina sobre mi espalda, pero concluí que la cabezada había sido reparadora. Me afeité cuidadosamente, como un cirujano operando a corazón abierto, me duché a conciencia y me vestí con mi mejor polo. Al instante sudaba copiosamente. Antes de salir de la habitación me miré en el espejo: la transpiración había convertido mi atuendo en el maillot del rey de la montaña del Tour.

La plaza de España era una de las paradas por las que había pasado en mi trayecto desde Sants, así que volví a la boca de Liceo. Gracias a la recién adquirida pericia no tuve que preguntar más que a tres personas para encontrar mi destino. Eran las tres y veinte de la tarde. Me alegré de llegar antes de la hora.

Pero al salir del metro se me cayó el alma a los pies.

Aquello, más que una plaza, era una espaciosa venganza, una pesadilla inabarcable o un helipuerto para meteoritos. Mi pueblo cabía tres o cuatro veces en aquella explanada.

¿Cómo coño iba a encontrar a Janine en ese mogollón?

Quise calmarme, pero la situación invitaba al pesimismo. No nos habíamos dado más indicaciones que vernos en una plaza gigantesca, que podría constituir un pequeño estado independiente dentro de Cataluña. Pensé en dar vueltas sin parar, pero si Janine y Mark tenían la misma idea, podríamos tirarnos meses girando sin encontrarnos, erosionando el suelo bajo nuestros pies, hundiéndonos poco a poco en el asfalto hasta desaparecer bajo la propia plaza en pleno desencuentro.

Desvariaba.

Además, el calor caía como sangre de Alien sobre Barcelona. Tenía la impresión de que el alquitrán burbujeaba, incluso buscaba ese efecto óptico de la calzada que parece mojada a lo lejos. Quería aparentar sosiego mientras oteaba en todas direcciones, buscando una pareja concreta de guiris en medio de aquel aluvión de extranjeros que ahora me miraban como yo había mirado a la señora de Sants que hablaba de un pájaro gigante, y ojalá pudiera subirme a ese pajarraco como Atreyu montando a Fujur para otear aquella enormidad desde el aire. O quizá debería trepar hasta el pebetero de Tomàs Llovet que corona el conjunto escultórico de la fuente en el centro de la plaza, como un King Kong pequeñito que gritara desesperado por su amor imposible.

Ya eran las cuatro y veinticinco de la tarde. No había dejado de caminar por esas inmensas aceras y en cada rostro veía una Janine. Sudaba como Ted Striker en un aterrizaje de emergencia.

Estaba a punto de llorar.

Y entonces la oí, alto y claro.

—¡Pepi!

Me encontraba al pie de una de las torres venecianas y ella estaba delante de la otra, saltando, brincando, alzando los brazos y pronunciando mal mi nombre a gritos. No me importó que toda la gente alrededor pensara que me llamaba Pepi. Eché a correr sin reparar en el taxi que se abalanzaba sobre el paso de cebra. Antes de oír su brusco frenazo vi el susto en el rostro de Janine, y ese gesto me pareció bellísimo.

Recuerdo el breve trayecto a cámara lenta. Sólo me faltaba música de Vangelis. La reconocía sin lugar a dudas, aunque los años transcurridos le habían sentado mucho mejor que a mí. Ahí seguían sus ojazos, la sonrisa y su melena, pero más alta y esbelta. Estaba guapísima y sexy, muy atractiva con una camiseta blanca que destacaba el moreno de su piel y unos ajustados vaqueros desgastados que le marcaban tipazo. Cuando llegué a su altura, se me abalanzó sin importarle mi desaseado aspecto y la abracé muy fuerte sujetándola en el aire contra mi pecho. Así permanecimos durante los tres mejores segundos de mis últimos seis años.

Por fin nos desenlazamos. Sus pies descendieron al suelo y entonces nos miramos riendo, felices, nerviosos y ajenos al universo, a Europa, a la plaza de España y a Mark, al que todavía no había visto, por cierto.

—¿Y Mark?

—Al final no ha podido venir, ya sabes, ¡negocios!

No me jodas. Tranquilo, Pepe, que no se note.

—Eh, no te alegres tanto, disimula un poco, ¡canalla! —exclamó Janine.

No teníamos ni idea de adónde ir, así que decidimos andar por Gran Vía hasta encontrar una terraza que nos gustara. Por el camino, nos pusimos al día. Se había casado en febrero y aquel viaje era una especie de luna de miel, aunque tenía mucho de trabajo porque Mark era ejecutivo de una empresa que se dedicaba al marketing deportivo en grandes eventos. También me contó, con el entusiasmo propio de alguien que disfruta la vida, que en enero habían estado en el Superdome de Nueva Orleans viendo la Super Bowl en la que los 49ers vapulearon a los Broncos, y que para Mark aquello había sido un viaje de trabajo porque estaban todos sus jefes, pero que ella se había puesto algo piripi con la barra libre del palco VIP. Me impresionó tanto su relación con el lujo que me sentía importante a su lado. Por fin entendía el concepto de «envidia sana».

Añadió que por eso era tan importante para su marido conocer la sede de los próximos Juegos Olímpicos. En su periplo europeo habían visitado, por ese orden, Londres, París, Berlín y Roma. Cada una de ellas le había gustado más que la anterior.

—Pero ahora estoy en Barcelona, contigo, ¡y eso es mejor que cualquier cosa!

Me hubiera derretido allí mismo, pero me cogió del brazo para preguntarme con todo interés:

—¿Y tú, qué? ¿Qué tal todo?

Como si me fuera a morir en ese momento, la película de mi vida se me pasó por la cabeza en forma de loquísimo «found footage» con imágenes arbitrarias sin orden ni concierto: mi trofeo del Tetris, Mike Tyson aturdido, la mirada reprobatoria de Sara, el falso batería de La Frontera guiñándome un ojo, los bailes de Urtubi, las chicas del Tutti Frutti abriéndose los sujetadores, un Colajet, mi padre bebiendo gintonic, la encorvada nariz de Elena en el Zetas…

—Hace un mes vi a los Rolling Stones en primera fila.

—¡GUAU! —Se detuvo en seco para subrayar su asombro—. ¿Estás de coña? —añadió, empujándome el pecho con las palmas de sus manos.

Puro Janine.

Llevábamos un rato andando, más concentrados en la charla del otro que en buscar un bar, pero, ya más relajado, sentí verdaderas ganas de una cerveza fría. No sólo por la lógica sed provocada por la combinación de calor y paseo, sino por la no menos legítima ambición de achispar aquel entusiasmo del reencuentro.

En Gran Vía con Villarroel dimos con una pequeña terraza a la sombra. Al sentarnos agradecí la ligera refrigeración y el notable descanso. Pedimos dos Estrellas, brindamos porque sí y empezamos a recordar la California de 1984. Desfilaron por nuestra conversación la señora Elliot, en cuya clase de psicología habíamos coincidido sin llegar a conocernos, el entrenador Dalton o la animadora Tracey Reeder, a la que Janine había convencido para que me acompañara al baile de fin de curso. Me contó, entre carcajadas, que a la pobre Tracey aún le duraba el susto que se había llevado cuando un guarda nos sacó del coche a punta de pistola.

—¿Otra cerveza?

—¡Venga!

También revivimos nuestro encuentro casual en el acuario Waterland, la buena pareja que hicimos en la graduación o las risas en la playa de Santa Cruz con aquel veterano de Vietnam. Recordábamos cada detalle de aquellos meses, frescos en la memoria a pesar del tiempo transcurrido, y eso nos hacía sentir la huella que cada uno había dejado en el otro.

Y al fin, nos callamos.

Pero el silencio no era incómodo.

Todo lo contrario.

Nuestras sillas estaban muy juntas. En ese intervalo sin palabras, Janine recostó su cabeza contra mi hombro y sujetó mi mano entre las suyas. Miré su rostro desde arriba, en diagonal, y aproveché que no me veía para deleitarme en su contemplación. Me fijé en sus pestañas, observé la nariz y me concentré en sus labios, acariciándola con la mirada, comiéndola con la vista, sin tensión, plácidamente, como si formara parte de nuestro ritual de felicidad.

—Fuiste muy importante en mi vida, Pepe.

No supe qué decir. Me había gustado tanto esa frase que no quería romperla ni mancillarla con cualquier respuesta. Deseé que se explicara un poco más, pero, quizá extrañada por mi silencio, se incorporó para mirarme. Sus ojos me disolvían como si tuvieran láser en las pupilas. No recordaba haber sentido jamás una conexión igual. En cualquier otra circunstancia parecida estaría nervioso, torpe o empalmado y, en cualquier caso, a punto de meter la pata, pero en ese momento, me sentía a gusto, relajado y feliz.

—Tú también, Janine —acerté a musitar—. No me he olvidado de ti estos años.

Sonrió de una manera especial. Me pareció que la confesión le llegaba muy adentro.

—¿Recuerdas a Dave, mi novio de entonces?

Imposible olvidar al culpable de que nunca hubiéramos llegado a nada. Con Janine no hacían falta filtros, no tenía por qué disimular, así que lo dije en voz alta.

—¿Cómo olvidar al culpable de que nunca llegáramos a nada?

Sonrió de nuevo, confirmando mis palabras.

—¿Sabes qué? Dave pensaba que había algo entre nosotros. Y se convenció durante nuestra graduación en el instituto.

—¡Pero si ni siquiera hablamos en toda la ceremonia! —protesté, asombrado ante la lozanía del recuerdo.

—Por eso mismo —sentenció Janine—; dijo que no era normal que, habiendo ido juntos, no nos miráramos ni habláramos en toda la graduación. Y que eso no habría pasado si sólo fuéramos amigos.

Tenía sentido. Maldito detective Dave.

—De hecho, pensó que disimulábamos porque él estaba en la grada de enfrente —añadió antes de mirarme con un gesto como diciendo «Y era verdad». Puse voz a su mirada.

—Y era verdad.

Sonrió por tercera vez y bajó la vista. Volvieron sus ojos a los míos, en silencio, pero con una tensión nueva en sus pupilas, aunque puede que sólo viera reflejada en ellas mi impaciencia. Todo se detuvo; los guiris, el tráfico, los pájaros, la espuma de la cerveza y las partículas, hasta el calor se mantuvo en suspenso cuando nuestros labios se acercaron intrépidos.

Y entonces sentí toda la Tierra rodar.

Chocaron nuestras lenguas mientras mis labios resbalaban en los suyos, comiéndonos con todo el cariño acumulado. Janine me agarraba la cara con ambas manos y yo la estrechaba por la cintura, los dos sentados de medio lado al borde de las sillas, los torsos retorcidos de mala manera, siameses de boca, del todo incómodos si no fuera porque nos besábamos, y aquel beso descomprimía seis años de amor y deseo, por eso teníamos tanto que desbesar antes de separarnos, temerosos de que cualquier gesto inadecuado interrumpiera aquella unión y nos sintiéramos incompletos, como cuando alguien te impide terminar un bostezo y te quedas a medias, pero bostezar otra vez es fácil y aquel beso, precisamente aquél, se había hecho esperar seis años.

Nos separamos exhaustos, felices, sonrojados por el esfuerzo, pero también por la timidez, salivados los labios, encendidos los ojos, silenciadas las palabras.

Quería a aquella mujer. La amaba.

Pero ahora sí que estaba empalmado como un perro.

Siguieron risas nerviosas y besos ansiosos, o al revés, qué sé yo. Cayeron más cervezas y el sol comenzó su danza de retirada. No había pensado qué iba a pasar, cuál sería el siguiente paso después de aquel calentón que nos habíamos fabricado. En sus besos había algo más real y urgente que simple cariño y nostalgia, pero la tarde, el tiempo, la vida entera nos apuraba, y en esas consciencias, Janine siempre había sido más pragmática que yo.

—¿Vamos a mi hotel?

Se me congeló la sonrisa y juraría que la polla se me endureció un poco más.

—¿Sí o no? —volvió a preguntar.

Vaya, por lo visto me había quedado petrificado. Le dije que sí, que no deseaba otra cosa en la vida, y entonces apareció la Janine racional que también formaba parte de la misma mujer perfecta. Me explicó con toda claridad que lo que iba a pasar jamás se repetiría, que se trataba de una vieja cuenta pendiente cuya resolución no cambiaría de ninguna manera la relación que hasta entonces habíamos tenido. Insistió en dejarme claro que no volveríamos a acostarnos y que era muy probable que tampoco nos viéramos nunca más. Mark era el hombre de su vida, y no tenía dudas al respecto. Lo nuestro, y lo que iba a pasar esa noche, era una preciosa deuda del pasado. Su marido sabía que nos íbamos a ver y él confiaba en Janine más allá de lo que pudiera suceder en su ausencia.

Me parecía entender que Mark no ponía objeciones a que su mujer follase con otro en plena luna de miel. Ante mi gesto de extrañeza, terció en mi confusión mental:

—No hace falta que lo entiendas todo, Pepe. Mark está por encima de muchas convenciones.

Al principio yo asentía sin pestañear. Ahora me daba un poco de miedo.

Añadió que desde que supo que vendría a España había pensado en la posibilidad de acostarse conmigo, pero que no había querido decirme nada ni adelantarse porque necesitaba verme, mirarme a los ojos y saber si aquel deseo de años atrás seguía ahí.

—¿Aquel deseo? —balbuceé nervioso.

—Sí, Pepe. Deseo. En California llegué a desearte con locura, sobre todo después de aquel día en la playa, cuando nos dormimos abrazados sobre la toalla, te acuerdas, ¿verdad? Lo mencionaste en una carta… —De pronto acercó su boca a mi oído y bajando la voz me susurró—: Aquella noche tuve que tocarme porque no podía más. Me corrí pensando en ti más de una vez.

—¿Y por qué no…?

No se me ocurría otro final de frase que no fuera «me follaste». Dejé que ella interpretara los puntos suspensivos.

—Porque no podía engañar a Dave, ¡no podía! Llámame tradicional o llámame idiota, pero entonces me parecía la mayor traición posible, y estaba enamorada… Bueno, eso creía.

Siguió explicando los vericuetos de aquel tormento, como ella misma lo definió. La noche del Prom, por ejemplo, había llorado de rabia al imaginarme bailando con Tracey Reeder, por mucho que supiera que yo no tenía química con la voluntariosa animadora.

No podía dar crédito a lo que escuchaba. Maldije al apocado Pipi que no supo leer entre líneas ni tuvo valor para lanzarse. Le confesé que también la había deseado con locura, aunque me pareció oportuno omitir el número de pajotes que le había dedicado a esa ensoñación porque temía que, lejos de parecerle un halago, se lo tomara como una patología peligrosa. Una vez asegurado y confirmado el fuego que nos consumía, Janine me indicó, en la misma frase, que estábamos a un cuarto de hora de su hotel y que Mark pasaría la noche en Tarragona aprovechando que tenía una cena con amigos de la empresa.

Entonces lo entendí todo.

Janine había planeado nuestro encuentro al milímetro. Se había cubierto las espaldas al no desvelarme antes la ausencia de su marido. No dudaba de sus sinceras ganas de verme, pero si no hubiera surgido el deseo, le habría sido fácil deshacerse de mí sin lastimar mi orgullo. Seguro que la elección de la plaza de España y la aparente casualidad de buscar un bar por Gran Vía, camino de su hotel, también formaban parte del plan para follar.

Si el sexo fuera delito, aquel polvo sería su crimen perfecto.

Me sentí halagado, pero también muy pequeñito al lado de su inteligencia. Que me explicara las condiciones con tanta sinceridad y naturalidad también hizo que me sintiera poca cosa, un pardillo inmaduro, un imberbe palurdo. Estaba en sus manos.

Y mucho más que lo iba a estar.

No quería dejarme pagar las cervezas, pero en el absurdo terreno de invitar a una ronda, yo tenía más experiencia. Además, pude abonar el importe sin mostrar abatimiento por el abrasivo sablazo que el camarero me endiñó sin parpadear. Llorando por dentro, pero sonriendo por fuera, le dejé una peseta de propina para que percibiera mi malestar. Su ladina mirada oblicua me confirmó que la pulla había calado. A veces, la venganza es un plato inservible.

Caminamos por Gran Vía en dirección a Paseo de Gracia cogidos de la mano, sonriendo, abrazándonos de vez en cuando, besándonos cada poco sin disimular la lujuria que nos invadía. Me dejaba llevar porque sabía que Janine guiaba nuestros pasos sin vacilar, gracias a un plan trazado meses atrás en Cleveland, Ohio.

—Mira, ¡el hotel Ritz! —señalé con el sincero asombro del que ha viajado lo justo.

—Es a donde vamos —respondió Janine con cara de «¿No te lo había dicho?».

Agradecí que el destino me hubiera puesto una mujer tan previsora y millonaria en el camino. Aquella aventura no habría resultado tan redonda en el hostal América.

Donde, por cierto, tenía mi caja de condones.

Sí, había metido condones en la mochila, más por superstición que, desde luego, por convicción. No contaba con follar porque en todo momento estaba convencido de que nos acompañaría Mark, pero no meter preservativos en el equipaje habría sido entregarse a la derrota. El manual del optimista dice que la oportunidad de follar puede saltar en cualquier esquina, en el mismo tren, al llegar al hostal tras dejar a Janine con su marido, en la calle, quién sabe. Las leyendas hablan de gente que sale a comprar pan y acaba mojando.

En mi caso, era más fácil perder la esperanza que usar los condones.

—¡Necesitamos una farmacia! —exclamó la lectora de mentes, guiñándome un ojo.

Ella misma entró en la primera botica que pillamos de paso.

A mí se me daba mejor pagar cervezas.

Atravesamos el vestíbulo enfrascados en una falsa charla, risueña ella, pero muy serio yo debido a los nervios que me habían atenazado según nos acercábamos al edificio. Era la misma injustificada sensación de inseguridad al cruzarme con un policía por la calle o al salir de una tienda si el vigilante me observaba. Sabía que no había cometido delito alguno, pero mi inconsciente empeño en no parecer culpable acababa provocando lo que los aduaneros llaman «un comportamiento extraño». Debía parecer un manojo de cables eléctricos cruzando el vestíbulo en diagonal, mirando de reojo a los lados e intentando centrarme en la conversación de Janine aunque sólo podía escuchar mi acelerado ritmo cardiovascular. Verla tan tranquila me ponía aún más nervioso. Tenía la sensación de que en cualquier momento Billy Griffin, el detective de la serie Hotel, se me acercaría sigilosamente por detrás para retorcerme el brazo empujándome de cara a la pared:

—Vamos, muchacho, ¡se acabaron las tonterías! Así que tonteando con la esposa de mi amigo Mark, ¿verdad? ¿Sabías que fuimos compañeros en la 11ª Brigada Ligera de Infantería y que me salvó la vida en Vietnam? Me vas a acompañar al cuarto de invitados…

—¡No he hecho nada! ¡Conozco mis derechos, quiero un abogado!

—Yo te daré abogado, ¡toma!

Entré en el ascensor imaginando que un ficticio encargado de seguridad me daba puñetazos en la cara. Mi ensoñación duró lo que tardaron las puertas en cerrarse porque, a salvo de miradas indiscretas, Janine retomó los besos arrebatados añadiendo en esta ocasión lametones en el cuello, introducción de lengua en mis oídos y palpamiento de erección por encima de los vaqueros.

Si es verdad que el deseo mueve al mundo, estábamos zarandeando el planeta.

En la habitación volvimos a comernos la boca y enseguida se me fueron las manos a sus pechos, hasta que sus jadeos, contenidos y profundos, me dispararon las ganas de arrancarle la camiseta. Se la quitó ella misma, desabrochó el sujetador, lo dejó caer y se miró las pezones erectos que me apuntaban como los misiles de Afrodita.

Joder, eran unas tetas magníficas.

Las agarré con ambas manos, uniéndolas para optimizar lametones mientras nos librábamos del calzado. En algún momento, juraría que a la vez, le bajé los pantalones y me quitó el polo. La alcé por la cintura, se pegó a mí como en el abrazo de la plaza de España, la llevé en volandas hacia el dormitorio y la arrojé sobre el colchón. Reptó de espaldas hasta recostarse contra los almohadones, se quitó el tanga y separó los muslos para acariciarse el coño. Me desnudé del todo a patadas. Gateé como un lince hasta ella y volvimos a besarnos mientras mi polla dura se recostaba sobre su sexo, resbalando en una mojadura que también era mía. Me empujó con suavidad para que me tumbara boca arriba y empezó a lamerbesarme el cuello, los hombros y el pecho, en un viaje descendente que le hizo pasar de puntillas por mi vientre hasta llegar a la erección. Atrapó el glande con sus labios y comenzó una succión perfecta, lamiendo de vez en cuando, metiéndosela en la boca, aprovechando el viaje para arrastrar los labios a lo largo de aquel trozo de carne endurecida y hacerle el vacío al capullo con los carrillos. Si cerraba los ojos, el placer era más intenso y genuino que el que jamás había sentido, pero también quería verla por puro morbo visual, necesitaba ver a Janine a gatas, mi pierna derecha entre las suyas aprovechando la postura para restregarse el coño contra mi canilla y sus tetas aplastándome el muslo cuando ocasionalmente arrastraba la lengua por todo el miembro hasta lamerme los huevos como si los libara. Aquella imagen me abstraía de la intensidad de la mamada porque era como ver una película porno, pero me bastaba cerrar los ojos para apreciar el gozo milimétrico de sus labios en mi sexo chupándomela con esa entrega perfecta. Repitió la secuencia en distintas combinaciones de intensidad o velocidad, repasando a conciencia capullo, tronco y pelotas. Sentía mi orgasmo cabalgando a lo lejos.

Y entonces me agarró la polla.

Fue cuando reparé que todo el placer que Janine me había dado hasta ese momento había sido sólo con la boca. Sus dedos, largos y estrechos, abrazaron mi erección, al principio apretándola sin más mientras lamía el glande como si fuera la cima de un Twister Choc.

En ese momento, sin soltar lo que había agarrado ni dejar de chupar, alzó la vista buscándome los ojos y sonrió antes de empezar a menearla con invariable ritmo, velocidad y constancia. A veces, sin cesar en la agitación, bajaba la boca por debajo de la mano que mecía la polla y me lamía el escroto con la precisión de un colibrí, o se metía uno o ambos huevos en la boca con toda delicadeza. En una de esas excursiones, pegó la barbilla al colchón para lamerme el culo, forcejeando con su poderosa lengua entre mis nalgas hasta hacerme temblar de puro gustazo.

Centrada de nuevo en la corona de la polla, mantuvo los ojos en los míos y la boca abierta, logrando, de manera muy precisa, que el glande golpeara su lengua mientras me batía la erección con endiablada rapidez. Poco a poco, la sangre de las piernas se me espesó con un placentero calor disparado en todas direcciones. Me tensé un instante y al relajarme, el orgasmo subió de repente. Janine paró en seco y apretó la polla justo cuando salía el primer lefazo, pero reanudó el meneo hasta que apareció el segundo y sólo cesó la marcha después del tercer espasmo. Me fui derritiendo mientras ella apretaba la polla de abajo arriba como si ordeñara las últimas gotas de semen, que iban asomándose como diminutos y relucientes huevos de abeja reina.

Había sido demasiado perfecto. Esa mujer tenía que haber hecho aquello miles de veces para alcanzar una excelencia que yo mismo había tardado meses en lograr con mi propia polla.

Se tumbó a mi lado, muy pegada, y me besó el cuello con un gesto de cariño. Intenté incorporarme, pero no me dejó:

—La idea es follar, no haber follado.

Me concedía tiempo, sin prisa, pero bastó que me mirara con el fuego intacto en sus ojos para que volvieran a inundarse mis cuerpos cavernosos. Bueno, también me ayudó que ella misma se frotara el coño con los dedos. Al momento empujó mi cabeza hacia sus tetas y más abajo, mientras se tumbaba boca arriba abriendo las piernas.

Si jugáramos a las películas, aquella se titulaba Cómeme el Coño.

Planté mi cara entre sus muslos con la certeza de que no iba a estar a la altura. Aparte de que no era mi especialidad, me sentía terriblemente inseguro después de la lección magistral de sexo oral que acababa de recibir. Intenté centrarme en la tarea. Janine tenía el vello púbico coquetamente recortado, lo cual me otorgaba una visión casi quirúrgica de su sexo. Todo estaba mojado y resbaladizo, así que empecé a chupar un poco a lo loco, aquí y allá, a lengüetazos. Sus jadeos me guiaban y yo improvisaba, pero algo me decía que no estaba dando en la diana. Me paré en seco, nunca peor dicho, y le dije:

—Guíame…

Sonrió con una generosidad que luego valoré más aún y de nuevo tomó las riendas para impartir una masterclass de cunnilingus. Separó los labios de su coño y me mostró el clítoris en todo su esplendor, indicándome cómo y cuándo lamer, chupar y hasta besar, pidiéndome en ocasiones que le aplastara el sexo con la lengua o señalando cuando prefería un movimiento rápido que apenas la rozara. Me agarró la cabeza en varias ocasiones para obligarme a asentir o negar según tocara, o sujetándomela inmóvil para ser ella misma la que moviera las caderas frotándose el clítoris contra mi boca, tocándose de vez en cuando y ordenando insistencia en algún movimiento concreto, hasta que empezó a jadear muy fuerte y sólo pudo gritar «¡No pares!» mientras notaba mi boca chapoteando en su coño y su pequeña erección abultada en la punta de mi lengua. Se corrió jadeando fuerte, tirándome del pelo, retorciéndose y apretando mi cabeza entre sus muslos antes de escaparse cama arriba para que dejara de tocarla. El débil hilo de flujobaba que unía mi boca con sus labios se estiró como un rayo de luz antes de romperse y desaparecer.

Me quedé extasiado, contemplando con curiosidad casi científica aquel coño mojado e hinchado que parecía respirar autónomamente. Me pareció paradójico que la palabra cunnilingus proviniera de una lengua muerta. Tampoco me parecía justo que ese gigante del placer llamado «clítoris» tuviera un nombre tan cómico. Era como si Mike Tyson se llamara Crispín.

Era la primera vez que corría a una mujer con la boca. Y me había gustado.

Nos abrazamos al fin y permanecimos un rato en esa postura, sin hablar, sintiendo la piel. Tenía sueño, pero no quería dormirme. Poco a poco espabilamos. No dejábamos de reír, besarnos y hablar sin sentido, exprimiendo cada segundo como si nunca fuéramos a vernos otra vez.

Mierda.

La idea me nubló la mente y Janine, a la que no se le escapaba ni una, empezó a besarme desesperadamente, rubricando en silencio que, en efecto, aquello no volvería a pasar. La convicción de lo efímero redobló mis ganas, y el efecto de sus besos actuó de nuevo sobre mi deseo, que acudió a llenarme la polla de acción. Janine la miró complacida e hizo el gesto de pillar la caja de condones que había dejado en la mesita de noche, pero yo sólo podía pensar en comerle el coño otra vez, con mi deseo renovado y la lección aprendida. No opuso resistencia cuando vio que me predisponía a ello. Esta vez no necesité instrucciones, separé sus labios con la lengua buscando el centro de su placer, alterné lametones con libaciones, chupé a veces y comí siempre, recorrí su sexo con la lengua de arriba abajo, hasta llegar al culo, y se dejó hacer hasta que supe intuir que se corría de nuevo justo antes de que empezara a gritar, más fuerte que la primera vez, más intenso, más largo, mojadísima, del todo encendida.

Era la primera vez que corría dos veces a una mujer con la boca. Y me había encantado.

Janine jadeaba de vuelta a la respiración normal. No había movido mi cabeza de sus muslos, así que empecé a lamerla de nuevo, más como punto final que como inicio de algo, y al momento noté que se ponía otra vez, y su mirada de gozosa sorpresa me confirmó que estaba por la labor de correrse de nuevo, cosa que sucedió en poco tiempo, después de mojarse tanto que podría ahogarme allí mismo, y moriría feliz porque el forense encontraría mis pulmones encharcados con flujo de Janine, que parecía no saber cómo parar aquel placer.

La recuperación fue más rápida que la anterior. Sin solución de continuidad tiró de mí, me colocó boca arriba y me chupó un poco la polla para obtener la dureza justa para enfundarle un condón. Se colocó a horcajadas sobre ella y se la introdujo poco a poco en el coño hasta meterla entera. Yo ponía la rigidez y ella la lubricación para que la penetración resultara tan fácil como placentera. Una vez metida, agarré sus nalgas, aplastó sus tetas contra mi pecho y empecé a follarla en plan martillo hidráulico. Gritaba como si la acuchillaran, tanto que le tapé la boca con una mano, no fuera a subir el detective del Ritz a preguntar si todo iba bien, señorita. Porfié en el modo taladro hasta que me faltó el aire y ella me relevó en la iniciativa, pidiéndome que me quedara quieto pero sin dejar de empujar mientras me follaba erguida sobre mí, de rodillas sobre el colchón, buscando la mejor postura y velocidad para sentir su coño lleno de polla sin dejar de frotarse el clítoris contra mi pubis, y yo magreaba sus tetas con todos los dedos, acariciándole los pezones con mis pulgares, hasta que de pronto, me agarró ambas muñecas y dirigió mi mano izquierda a su cuello y la otra a su nalga, y con sus dedos apretujó mi mano alrededor de su cuello, y con la otra me guio para que la azotara, y entendí el juego, y le apreté el cuello mientras le azotaba a mano abierta, y pronto se pusieron coloradas la cara y la nalga, y me asusté un poco, pero a la vez me sentí salido y vicioso de la forma más lujuriosa, lasciva, guarra y plena que jamás hubiera conocido, y tuve miedo de seguir azotando o apretando aunque ella me pedía más con la mirada. Iba a correrme otra vez, podía sentir cómo Janine me exprimía con su coño, me di cuenta de que su vagina me apretaba la polla al follarme, y cerré los ojos para abandonarme al orgasmo que no tardaría…

Pero lo que me llegó fue un tortazo en la cara.

Un hostión a mano abierta, de esos que duelen y te dejan picor en la mejilla. Abrí los ojos aturdido a la vez que cubría el rastro de la torta con mi mano. La piel me latía bajo la palma. Miré a Janine con cara de por qué. No dijo nada, sólo sonrió con gesto de ser mi ama, dueña y señora. Seguía sin entender el tortazo interruptus, pero me gustó esa sensación de intriga, de pertenencia, de aceptar lo que viniera, fuera lo que fuera. Ella se limitó a descabalgarme, agarró un pequeño bote del cajón de la mesilla y se puso a gatas de espaldas a mí, mostrándome las nalgas en pompa mientras abría el bote, hundía los dedos en el recipiente y se los llevaba al culo. Se metió primero el índice, después le acompañó el corazón y finalmente, ayudada por la crema, unió el anular.

No llevaba anillo de casada.

Durante un rato metió y sacó sus dedos, añadiendo crema para lubricar y dilatar el orificio por el que ahora quería ser follada.

De ahí la hostia de antes, para que ahora me corriera dándole por atrás.

La madre que la parió.

Me incorporé con una ilusión que rayaba el ansia, con un deseo que apuntaba obsesión y con un ímpetu cercano a la enajenación. Me coloqué de rodillas para ver cómo ella misma separaba sus nalgas en señal de máxima predisposición anal. Agarré la polla sintiendo el condón aún mojado de flujo y se la emboqué en el esfínter empujando despacio, notando opresión en mi glande. Gimió de dolor y me detuve, pero ella misma empujó hacia atrás para que la polla avanzara recto adentro, y una vez metido el capullo, superada la estrechez inicial, sentí la punta de mi polla en el espacio abierto de su interior, y el resto entró sin prisa, dilatando el agujero en su camino hacia el fondo, hasta que mis huevos tocaron su sexo y pudimos acoplarnos del todo para empezar a follar, cada vez más rápido, toda mi polla oprimida dentro y fuera, entrando y saliendo como la seda, sujetando a Janine por la cintura para clavársela bien, los dos gimiendo, jadeando, resoplando, y entonces ella vuelve la cara hacia la mía, y puedo ver un deseo desatado en su mirada, y observo que se está mordiendo el labio inferior para no gritar, y no sé quién está follando a quién, porque empujo dentro y en cada sacudida hacia delante cargo con más fuerza, pero sus nalgas chocan contra mis muslos en una violencia que parece surgir de sus ganas, o a lo mejor en esto consiste follarse mutuamente, en no saber quién está tomando la iniciativa porque los dos queremos darle un punto más de morbo y placer al otro, pero entonces, sin dejar de mirarme, veo que Janine lleva su mano al coño para tocarse, no veo su mano, claro, pero si veo cómo mueve el codo pegado a su cadera, y la velocidad del codo es señal de que se está frotando a fondo, y los dos gemimos un poco más, y me falta muy poco para correrme, y ese poco llega cuando Janine grita «¡Me corro!», y todos sus músculos se relajan mientras vacío el chorromoco dentro del condón, como si mi polla salvaje quisiera destrozar la cúpula del trueno lanzando furiosos lefazos que llenan la goma y calman la excitación, mientras Janine, temblando con esa fragilidad que conceden los espasmos finales del placer, se desprende de mi polla, aún dura pero a punto del desmorone, y se deja caer de lado en la cama, y me libero de la goma antes de imitarla para pegar mi pecho a su espalda, los dos empapados, bufando como animales agotados, felices y satisfechos al recuperar el resuello, mi nariz en su nuca, su pelo revuelto, los dos oliendo a sexo, sudor y fluidos, toda ella entre mis brazos.

La mecánica de la erección, el funcionamiento del clítoris y el placer del orgasmo no son simples frutos de la evolución.

El sexo es Dios.

Esta vez nos dormimos. Fue un breve sueño reparador del que nos despertó un espasmo muscular, no sé si suyo o mío. Se giró y me abrazó de frente para enfocarnos, aún somnolientos, tomando conciencia de las emociones que habíamos vivido, como si aquellos meses lejanos en 1984, los posteriores años epistolares y la cita en Barcelona formaran parte de un plan superior, como si hubiéramos estado predestinados a que todo ocurriera de aquel modo porque, de haber sucedido de otra manera, no habría sido tan perfecto. Fuera de la habitación asomaba el alba, que era como decir que el universo a nuestro alrededor iniciaba su particular Big Crunch de aniquilación.

Comenzaba la cuenta atrás.

Recordé la playa de Santa Cruz, cuando despertamos abrazados sobre las toallas, aturdidos, confusos y tristes porque la bocina del autobús de nuestra high school chillaba como el Conejo Blanco de Alicia metiéndonos prisa por volver a San José. Nos abrazamos como entonces, muy fuerte, corazón con corazón, pegados, muy juntos y con la cabeza encajada sobre el hombro del otro. No sé quién sollozó primero, pero al instante lloramos los dos, y me habría gustado que sólo fuera de alegría. La tristeza de la despedida galopaba hacia nosotros como un jinete apocalíptico.

Aparté un poco la cara para mirarla porque también quería guardar recuerdo de esas lágrimas que le habían dejado rastro en las mejillas. Y entonces me pareció un bello gesto lamer ese reguero acuoso.

Ahí descubrí que las lágrimas saben a rayos.

No supe evitar una sincera mueca de desagrado. Como acto romántico había resultado un desastre, pero la sincera risotada de Janine nos valió para apartar la tristeza de un manotazo.

Aproximó su cara a la mía para mirarme de cerca a los ojos. Su energía me atravesaba las pupilas, recorría mi sistema nervioso, flotaba en las venas y llegaba al centro del corazón para estallar en un castillo de fuegos artificiales. Me decía en silencio que me amaba, no podía ser otra cosa. Sus labios se despegaron poco a poco y supe que me iba a declarar su amor incondicional:

—Es tarde, Pepe, ¿quieres ducharte?

Vaya.

Salí del baño secándome la cabeza. Janine se había puesto una camiseta azul con un gran 15 debajo del nombre ALOMAR, escrito en letras rojas ribeteadas con un borde blanco. Le quedaba grande y supuse que sería de Mark, lo cual fue una bofetada más de realidad. Me vestí rápido, en silencio, aunque mi cabeza parecía la sala de máquinas del Titanic.

Justo antes de naufragar.

Me dio la caja de condones con un gesto divertido, como diciendo que no sería apropiado dejarlos allí, a la vista, y me los guardé en el bolsillo como reliquias sagradas del polvazo de mi vida. Recorrimos el breve trayecto hacia la puerta abrazados, igual que dos enamorados paseando por la alameda. Yo iba fresco gracias a los diminutos champús cortesía del Ritz y ella aún olía a sexo. El contraste era estimulante, pero aquel efímero pasillo enmoquetado me parecía el corredor de la muerte. Fuera de esa habitación no habría más que abismo, como en aquella escena de Bitelchús en la que Alec y Geena comprobaban que no podían salir de casa porque tras la puerta todo era fuego y nada.

Estábamos en el mismo sitio en el que habíamos iniciado, horas atrás, nuestra danza de lujuria. Al abrazarme, se le subió la camiseta y sus nalgas aparecieron de nuevo. Desde arriba, con mi cabeza asomada al precipicio de su espalda, se veían contorneadas, redondas y muy tentadoras. Las rocé como quien acaricia un tigre por primera vez y noté que, dentro del calzoncillo, mi polla se alzaba como el cuello del brontosaurio que levanta la cabeza del pasto para otear el horizonte.

Puestos a comparar, mejor hacerlo a lo grande.

Janine sonrió, hizo de nuevo ese gesto tan suyo de sujetarme ambas mejillas y me indicó en silencio que debía irme. Abrí la puerta de la habitación muy despacio, sin dejar de mirarla, y di un paso lateral hacia fuera. Ni Armstrong en la luna se lo había pensado más.

No quería irme. Perderla de vista era perderla para siempre. No quería ninguna de las opciones que ella me había explicado con claridad antes de entrar en el hotel y que incluían no volver a vernos. También quería expresarle todas mis emociones, pero sabía que no era el momento adecuado porque nada iba a cambiar ni retrasar el devenir de la despedida. Un ruido de ascensor nos sobresaltó, apurando el adiós. Rocé sus labios como en el fugaz y único beso que le había dado en California cuando aquel veterano de Vietnam, pensando que éramos pareja, me había gritado en el boardwalk de Santa Cruz:

—¡Cuida mucho a tu chica!

Repetí la frase en voz alta y nos reímos de nuevo, igual que lo hacíamos siempre que recordábamos aquel timorato arrumaco.

—Te quiero —dijo Janine en perfecto español.

Yo también.

No sé por qué no lo dije en voz alta. Creo que temía abrir la boca y que saliera un llanto desconsolado en vez de una frase articulada, por simple que fuera. Estaba seguro de que ella lo sabía. Me fui andando hacia atrás, aunque no mucho rato porque es imposible mantener la dignidad caminando de esa manera.

Entré en el aparatoso ascensor del Ritz, más montacargas que nunca teniendo en cuenta el aplastante peso de la tristeza sobre mis hombros. A esa distancia, Janine parecía una muñeca con aquella camiseta, descalza en la moqueta, la melena revuelta y los ojos titilando como estrellas lejanas. Las puertas de la cabina se juntaron como si aplastaran su imagen hasta volatizarla. Sólo me dio tiempo a mostrarle la palma de mi mano mientras ella me lanzaba un beso.

El elevador me hundía, qué paradoja. Aquel viaje vertical hacia el vestíbulo era caer al vacío.

De buena gana habría gritado.

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No quise volver al piso de Jandro hasta el día antes del examen de septiembre. Las ganas de juerga habrían sido demasiado tentadoras y realmente necesitaba aprobar Fonología Generativa para no pagar las quince mil pesetas que me costaría repetir esa matrícula. Bastante tenía con hacerme cargo de las cuatro asignaturas que me faltarían para acabar la carrera. Además, supe por mi padre que el hijo de su compañero de trabajo había suspendido la recuperación de Inglés, lo cual me dejaba sin las cinco mil pelas extras que me había prometido su madre.

—Ramón no tiene queja de ti —añadió al malinterpretar mi gesto de bajón como una tremenda decepción personal—; él mismo me ha dicho que su hijo es un zoquete.

Me jodía más no volver a ver a la madre del chaval que haber perdido la propina.

No me costó mucho esfuerzo quedarme esos diez días estudiando en casa. Además del alivio económico, la devastadora ausencia de Janine me empujó a refugiarme en los apuntes. Me había pasado el viaje de vuelta de Barcelona noqueado por una especie de angustia que sólo podía identificar como amor, pero pronto dudé: ¿me había enamorado de ella o del sexo con ella? Yo creo que en California me había enamorado de Janine poco a poco, pero ese sexo que había quedado pendiente ya era una experiencia real y plena que ocupaba toda mi memoria respecto a ella. Si pensaba en Janine, no la situaba en la graduación, en la playa de Santa Cruz o en el Buick de Betty, cuando nos despedimos llorando en mi último día en América, ahora la recordaba lamiéndome de arriba abajo, corriéndome ansiosa, abriéndose para mí o sólo vestida con una camiseta de béisbol. En Barcelona me sentí inexperto e inseguro a su lado, pero sus polvos me habían transformado en algo mejor. Entré en el Ritz siendo Robin, pero salí hecho un Batman.

Aquel vago dolor por la ausencia de Janine al irme de San José no se parecía al suplicio que ahora sentía lejos de ella. ¿Había sido más puro aquel sentimiento antes del sexo? Quería creer que lo nuestro era algo más, pero me bastaba rechazar la idea de estar encoñado para recordar cómo se había tocado al tumbarse en la cama del hotel. Llegué a enfadarme con la ingobernabilidad de mi erección, siempre dispuesta a estirar el cuello cuando intentaba reflexionar sobre mis sentimientos.

Resolví la agonía con ilusión e inmadurez. Decidí creer a pies juntillas que un buen día, dentro de un mes, dos años o tres lustros, Janine me llamaría para concretar una nueva cita y anunciarme su fulminante divorcio de Mark porque no podía vivir sin mí. A veces me tiraba un rato imaginándonos juntos de vacaciones, en alguna playa, bebiendo cervezas heladas, cubatas de colores o cócteles exóticos y follando bajo los cocoteros. Entonces volvía de golpe a la realidad, notaba su ausencia y rememoraba sus firmes promesas de no volver a vernos.

Alguna vez acabé esas ensoñaciones llorando. Aunque la mayoría acababan en paja.

Mi enclaustramiento por desamor dedicado al estudio tuvo dos efectos beneficiosos: por un lado, mis padres recuperaron la confianza en que su hijo mayor no estaba del todo perdido para la sociedad, y por otra parte, un cinco más raspado que la botella de anís de mi abuela.

Lo celebré como si hubiera ganado el Mundial de Aprobados por los Pelos 1990.

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Retomé mi vida estudiantil con las mismas y renovadas ganas de los últimos otoños. Era bueno descansar de la facultad, venía bien perder de vista durante unas semanas los rostros de siempre y los bares habituales para emborronar las asperezas del roce. En septiembre todos abríamos una cuenta nueva en la que acumular anécdotas, desfases y risas.

Me encontré a Urtubi en la barra de El Mundo, botellín en mano. Abrió los brazos y exclamó:

—Y salta al terreno de juego Gerhard Rodax, ¡ovación en las gradas!

Nos fundimos en un abrazo que palió de golpe la total falta de noticias durante dos meses. Aun así, le pedí un resumen rápido en forma de pregunta:

—¿Qué tal el verano?

—¡Una puta mierda!

—¡Es todo lo que necesito saber!

—Ernesto, ¡dos cervezas!

Ya está. Puestos al día en dos frases cortas. Esa agradable sensación que proporciona la sincera falta de interés sólo se puede dar en las verdaderas amistades. Es una forma optimista de verlo, lo sé, pero no estábamos en la Tierra como el que habita un valle de lágrimas. Sólo nos faltaba Bosco.

—¡Bosco! —gritó Urtubi como el sonoro eco de mi pensamiento. En efecto, entraba por la puerta. Nos medio abrazamos los tres a la vez, sin perder las formas viriles. A mí me daba un poco de vergüenza que nos quedara demasiado nenaza, pero la cordial displicencia de Bosco, capaz de estirar el meñique al beber té sin dejar de molar, anulaba el atisbo de impropiedad.

—Ya estamos aquí —dijo a modo de presentación, borrando cualquier iniciativa de compartir información sobre nuestros veranos—. ¿Qué? ¿Iremos este año a Londres en bus?

—¡Claro que sí! —respondí como un chiquillo al que le prometen una recompensa si se porta bien.

Sonrió como si esperara esa respuesta. Sacó una moneda de veinte duros, la lanzó al aire y la atrapó con la mano derecha contra el dorso de la izquierda.

—Si sale cara, me hago un pinball.

Levantó la mano. Miramos los tres. Cruz.

—Bueno, no se puede ganar siempre —remató dirigiéndose a la CANASTA 86.

Si fuéramos El Príncipe de Bel Air, a Bosco le tocaría ser Will, Urtubi haría de Jazz y yo sería Carlton.

Qué remedio.

La tarde pasó entre cervezas, petacos, saludos a viejos conocidos de la facultad y notables ausencias como las de Sara o Arturo, ya licenciados. Ese mismo día también conocimos a varios individuos que, quién sabe, podrían evolucionar a sólidas amistades o desaparecer para siempre.

El círculo de la vida.

Qué poco nos cuesta reintegrarnos a las rutinas que nos agradan. Creo que esta vez había tardado aproximadamente cinco segundos, desde que abrí la puerta de El Mundo hasta que abracé a Urtubi, en sentirme a pleno rendimiento en la mecánica estudiantil. Aquellos días de verano, largos y pesados por el calor y la falta de alicientes, se habían esfumado de golpe, como si no hubiesen ocurrido o fueran el vestigio de una época muy lejana. Esa flexibilidad en la percepción del tiempo me parecía uno de los más asombrosos signos de evolución del ser humano. Un minuto de agosto tirado en el sofá de la casa de mis padres me había parecido más largo que las cinco horas que llevaba de birras con mis amigotes.

Puro mecanismo de defensa.

Bosco propuso que nos acercáramos a Los García, un bar que a Urtubi y a mí no nos interesaba porque su único atractivo parecía residir en el futbolín y el Creador tampoco nos había otorgado esa destreza que Bosco disfrutaba con merecido reconocimiento. El bar nos daba igual, pero en aquella tarde de encuentros, no podíamos negarnos nada. Por supuesto, había una partida en marcha y nuestro amigo colocó una moneda para pillar turno. Como había dos monedas antes que la suya, me fui hasta la mugrienta barra con Urtubi mientras Bosco se apostaba en la cabecera del futbolín para observar muy atento el juego. Era tan profesional que estudiaba a los rivales antes de machacarlos.

Se nos acercó uno de los hermanos García para ver qué tomábamos. Urtubi no me preguntó y se lanzó a pedir:

—¡Tres garrotazos!

Lo miré extrañado porque no sabía qué era eso. Cuando vi que el camarero sacaba una botella de Martini y otra de Larios con la intención de mezclar sus contenidos, no quise saber más.

No era día para negarse a nada.

Aunque el bar era cochambroso, sus hábiles dueños sintonizaban la MTV en su parabólica para solaz de la muchachada que consumía a esas horas. Salió el U Can’t Touch This y Urtubi se puso a imitar el paso lateral de baile de MC Hammer. Me hizo llorar de risa, el muy cabrón. Tras la ceremoniosa preparación de los mejunjes, nos acercamos al futbolín, brindamos con Bosco, que ni movió una ceja ante la extraña petición de Urtubi, y bebimos sin reparar en sed. Las partidas pendientes fueron rápidas porque la pareja de jugadores al mando resultaban imbatibles. Los encuentros se saldaron con dos 7-0 que no dejaban lugar a dudas.

Así que cuando llegó el momento de Bosco, pude ver en su mirada la determinación de ganar a toda costa.

Su compañero era el Sebas, un habitual del local y no menos experto jugador, con el que mi amigo hacía una de las mejores parejas de la ciudad. Aquella partida era de las de altura, máxima tensión, y enseguida me contagié de la emoción, aunque la bola apenas era una mancha borrosa que atravesaba la cancha y estallaba contra los fondos como si quisiera atravesarlos. Los contrarios eran duros de pelar y se pusieron 2-0 a favor sin pestañear.

Bosco, que manejaba portero y defensa, respiró profundamente y caracoleó los dedos alrededor de los mandos, como siempre hacía en las partidas que exigían concentración; en dos rápidos movimientos marcó otros tantos goles impecables que fueron refrendados por el tercero que metió su compañero. Habían remontado, pero nada más sacar de centro, el delantero enemigo marcó con un disparo invisible al ojo humano. 3-3 y una bola más, la última, por jugar. Había corrillo alrededor de la mesa. Sebas se agachó para coger la pelota y miró a Bosco buscando complicidad.

No pudo ni lanzarla. Su mujer irrumpió en el bar dando voces y puñetazos, por ese orden. Por lo visto, llevaba un buen rato esperándolo en casa para no sé qué movida de su madre, es decir, la madre de ella, o sea, la suegra del pobre Sebas, que se fue del local a empujones, humillado y casi huyendo de aquel ciclón de mujer que no dejaba de chillar e intentar tortazos muy locos.

Todos miramos a Bosco, que sostenía en la mano la bola que el Sebas había dejado caer al suelo. La partida seguía en el aire, no podía suspenderse así. De pronto, mi amigo me señaló:

—Venga —dijo mientras ocupaba los mandos delanteros.

No me jodas, Bosco. Negué con la cabeza, abriendo los ojos en señal de súplica.

—Vamos, Pepe —remató sin piedad.

Urtubi se había ido al baño. Bosco sabía mejor que nadie que yo era un inútil del futbolín, pero no tenía donde elegir. Me dedicó la habitual expresión neutra. Sus ojos irradiaban confianza e inspiración. Sólo le faltaba decir:

—Confío en ti, chico.

Mierda. Aquello parecía una de esas putas películas americanas de béisbol con moralina final sobre el afán de superación. No podía dejar a mi amigo en la estacada. Teníamos que ganar. Me quité la cazadora para colocarme como portero y defensa. Casi me extrañó que el público no rugiera ni aplaudiera mi decisión, pero me centré en la tarea. Era nuestro honor el que estaba en juego y aquellos tipos no eran mejores que nosotros. Agarré los mandos y los giré para tantear. Observé alternativamente su portero y el mío, como un jugador de golf calculando el putt; en realidad no sabía por qué coño hacía esas cosas, pero me parecían actos bastante intimidatorios. Bosco esperaba mi señal. Le miré a los ojos para que sintiera determinación, lucha y entrega. Estaba preparado. Éramos invencibles.

Asentí.

Bosco soltó y disparó veloz, pero el portero contrario desvió el cañonazo. El esférico llegó a mis dominios y pude pararlo en los talones de uno de mis defensas. Sentí que moldeaba el universo con mis manos. Giré la muñeca hacia atrás para hacerme un autopase y que mi portero golpeara la bola con la furia de mil titanes.

La pelota atravesó la maraña de jugadores y chocó contra el fondo. El rebote entró limpiamente en mi propia portería.