Los veranos se han mitificado demasiado. Se han hecho películas, novelas y canciones dedicadas a sobrevalorar esa época del año en la que todo se ralentiza, el buen tiempo saca lo mejor de nosotros, desaparece el estrés y las personas se abren a nuevas experiencias. Es una manera bonita de decir que el calor pegajoso nos inmoviliza hasta el hastío más absoluto. El entusiasmo por la disipación estival tiene sentido en la infancia, cuando te libran de la obligación escolar, y puede que en la madurez, cuando ocurre lo mismo con el deber laboral, pero en ese maravilloso limbo llamado «carrera universitaria», ¿quién había decidido que julio y agosto eran mejores meses para viajar, divertirte y follar?
Ni yo mismo me creía esos argumentos, sólo intentaba consolarme ante mis penosas perspectivas. Mi verano consistía en tumbarme en el sofá para ver el Yo! MTV Raps con la esperanza de que emitieran una y otra vez el 911 Is a Joke, de Public Enemy. A ratos fantaseaba con estar así hasta septiembre, medio recostado con el mando en la mano, sin mover un músculo a excepción del pulgar derecho, la cabeza ladeada y el cuerpo desmadejado como un Stephen Hawking de andar por casa, silencioso pero comunicado con el mundo a través de la tecnología. Siete semanas viendo tele por parabólica y alimentándome por sonda. O al revés.
La localidad donde vivían mis padres era demasiado grande para ser considerada pueblo, pero bastante pequeña para llegar a ciudad, aunque casi podría pasar por capital de provincia. El banco en el que trabajaba mi padre lo destinó allí poco después de casarse, y ahí nacimos sus hijos en formato de dos varones. Aún conservaba algún amigo del colegio, lo que me daba cierto margen de maniobra juerguista en los tres pubs medio potables a mano. El verano en aquel asentamiento de interior consistía en pillar algunas borracheras —sobre todo en las fiestas patronales a mediados de julio—, acudir al único cine disponible para ver las dos películas —estrenadas hace meses— que cambiaban cada semana y visitar la piscina municipal en los días de calor abrasivo.
Poco más.
Y ese «poco más» se llamaba Elena.
Era la hermana mayor de uno de mis compañeros de colegio, un repetidor empedernido al que llamábamos Lennon desde la paranoia que le entró cuando mataron al Beatle. Se dejó el pelo largo, usaba gafas redondas que no necesitaba, hablaba de paz, drogas, Vietnam o mujeres asiáticas y si alguien le preguntaba su nombre, respondía: «I Am the Walrus». Nos reíamos de él hasta que comprendimos que con ese rollo follaba más que nosotros, lo cual, por otra parte, era una media fácilmente superable.
Tres veranos atrás había conocido a su hermana como nueva empleada en la panadería al lado de mi casa. Recuerdo que el primer día que entré a comprar me miró como el arqueólogo que reconoce un vestigio.
—Tú eres Pepe, ¿no? —dijo para liberarme de la escarcha que había empezado a formarse. Asentí con curiosidad.
—Soy Elena, la hermana de Rodrigo.
¿De quién? Pregunté en silencio, sin despegar los labios, componiendo gesto de idiotez pasajera.
—La hermana de Lennon —remató con cierto fastidio.
—Ah, vale, claro… ¡Ayer mismo estuve con él! —añadí a modo de gran dato informativo—. Perdona que no cayera por Rodrigo…
Cerró los ojos, negó levemente con la cabeza indicando que no tenía importancia y al momento retornó la escarcha. Aproveché ese incómodo silencio para fijarme en unos detalles que resumí rápidamente: Elena era una mujer alta y fea. Más fea que alta, y eso que alta era un rato. Tenía la nariz ganchuda, los ojos saltones, la boca pequeña y su pelo parecía el naufragio de una lejana permanente. La avariciosa irregularidad de su rostro anulaba cualquier otro análisis; aquella cara era un agujero negro que se tragaba la materia alrededor, incluyendo su propio cuerpo.
—Bueno, pues nada, ya nos vemos… —interrumpí con ganas de irme—. ¡Dale recuerdos a tu hermano!
—Sí, claro, se llevará una alegría. ¡No sabe nada de ti desde ayer! —añadió con una burla que me dolió por gratuita y certera.
Pero pocos días después, en aquel caluroso julio de 1987, me fui con Lennon y el Gerva, otro compañero del instituto, al Zetas, uno de los pubs medio presentables con los que contábamos en el pueblo. Nada más entrar, vimos de espaldas a una mujer alta, enfundada en unos vaqueros que marcaban un culo perfecto, redondo pero no voluminoso, elevado, apetecible, diseñado para magrear como si fuera un lascivo antiestrés. Justo cuando iba a soltar algún comentario grueso sobre la excelencia de esos glúteos, Lennon exclamó:
—Coño, mi hermana… ¡Elena!
El pibón se giró y, en efecto, era ella. Al quedar su trasero fuera de vista, la cara acaparó todo el campo visual sumiendo mi entusiasmo en zona sombría. Era como una versión del barón Ashler de Mazinger Z, sólo que sus dos mitades convivían en un corte longitudinal en lugar de transversal. Nos saludó desde el fondo del bar y se volteó de nuevo para seguir hablando con sus amigas. Retornaron a mis ojos aquellas nalgas perfectas que coronaban unas piernas estilizadas. Oí que mis amigos pedían cerveza y me uní a ellos.
Pasaron las horas y cayeron más birras mientras el camarero subía el volumen de la música para solapar el de los clientes, más numerosos y vocingleros según avanzaba la noche. El dueño del Zetas tenía una extraña fijación con la música comercial italiana y pinchaba Ricchi e Poveri, Matia Bazar, Al Bano y Romina Power, Massimo Ranieri, Umberto Tozzi, Eros Ramazzotti o Zucchero Fornaciari, aunque la palma, varias veces por noche, se la llevaba el Ma Quale Idea de Pino D’Angiò. De vez en cuando, camino del baño, me cruzaba con Elena; a veces con su cara y otras con su culo, y a ambos los saludaba en silencio pensando «Hola, don Pepito, hola, don José».
Lennon se fue tras ventilarse tres Cacaolat con Pippermint, su último descubrimiento lúdico-etílico. Para no quedar atrás, me tomé un Licor 43 con piña colada, pero seguí con cervezas. Me había enfrascado con el Gerva en una etílica discusión sobre cine, argumentando por qué me había gustado Cuando Harry Encontró a Sally mientras El Club de los Poetas Muertos me parecía «una mierda pinchada en un palo» —ése era el nivel del debate—, sin darnos cuenta de que el momento álgido de la noche ya había pasado: el Zetas cerraría en breve.
En una de mis excursiones al baño volví a encontrarme con el trasero de Elena. Le dediqué otra larga mirada, pero esta vez me pilló. Se había girado para dejar el vaso vacío sobre la barra y me cazó con los ojos fijos en su retaguardia. Sonreí bobalicón, envalentonado por el alcohol, y ella me devolvió una mueca que también parecía encharcada. Nos miramos. La luz tenue suavizaba sus rasgos, pero entrecerré los párpados para mitigarlos todavía más. La nariz no parecía tan encorvada y su leve sonrisa ampliaba las dimensiones de la boca. Una sombra de ojos y la evidente visita a la peluquería acababan por dotar al conjunto de un punto medio que, sin llegar al pibonismo, la alejaba del tren de la bruja. Sus dos amigas se iban, pero Elena seguía mirándome burlona. Cuando les indicó que ya las alcanzaría, mi luz roja de alarma, esa que los hombres llevamos en la punta de la polla, se encendió avisando PELIGRO.
Me acerqué a ella, ya casi tocándonos, pero no retrocedió ni mudó el gesto complaciente. Parecía jugar conmigo, retándome a que continuara con ese atrevimiento. En ese momento, el impetuoso Azzurro de Adriano Celentano surgió de los bafles del Zetas como empujándome a tomar alguna iniciativa. Sin dejar de sonreír hice que mi mano izquierda avanzara lentamente hacia su trasero. Mi zarpa parecía la Enterprise de Star Trek moviéndose por el espacio exterior, orbitando alrededor del planeta Culazo antes de entrar en su atmósfera para posarse limpiamente, tal como había calculado el capitán Pepe Kirk, sobre la zona conocida como Nalga Derecha. La mano nodriza desplegó entonces sus cinco dedos prensiles para asirse con firmeza. La superficie presentaba una poderosa turgencia, notable en los sensores táctiles a pesar de la gruesa tela vaquera que separaba mis yemas de su grupa. No ocurrió nada. Nada malo, quiero decir. Elena seguía mirándome con guasa, como diciendo «¿Esto es todo?», así que lancé la nave Lengua a la colonización del continente Boca. Su entusiasta respuesta elevó la intensidad del morreo y me animó a magrear la otra nalga con mi mano libre. Pronto me vi palpándole ambas cachas con caótica lujuria, sin sacar mi lengua de su boca y sin abrir los ojos para no ver sus facciones tan de cerca. Tenía miedo de que el peor ángulo de su rostro me devolviera a la cruda realidad. Por mi parte, apretar aquellas poderosas nalgas mientras la lengua de su dueña me lamía la boca era mucho más triunfo de lo previsto. Elena tenía un culo que prometía a simple vista, que no era poca cosa, y también buen tipo, como pude atestiguar con el fugaz manoseo de su cintura. Empecé a frotarme contra su entrepierna para que notara mi erección y se acopló al movimiento pélvico con tanta pericia como entrega. No sé cuánto duró aquella lujuriosa danza de morreos, manoseos y refregones, pero nos quedamos solos en el bar.
—Venga, parejita, ¡que vamos cerrando!
Que el dueño del Zetas nos aplicara el concepto «parejita» estuvo a punto de tirar por la borda todos mis ímpetus, pero aún tuvimos tiempo de retomar el combate en el callejón colindante. Mi polla iba más rápido que mi cabeza, que sólo intentaba pensar dónde podríamos follar: la imagen de Elena a cuatro patas, con aquel culo en pompa recibiendo desde atrás, tiraba de mí, pero como no acertaba a ubicar alguna posibilidad, me pareció bueno compartir la decisión.
—Vamos a follar —musité, aprovechando un resquicio en su boca.
Y entonces paró en seco.
Cesó el morreo, me apartó con ambas manos y se recompuso la ropa. En ese momento pensé que no le había metido mano a las tetas y tampoco había notado grandes volúmenes aplastados contra mi pecho. Pero lo primero era lo primero.
—¿No quieres follar?
Estaba claro que la asignatura Retórica de Don Juan me había quedado para septiembre.
Negó con la cabeza y sin mirarme a los ojos abandonó el callejón. Comprendí que habría sido inútil insistir, simplemente había propuesto fornicio demasiado deprisa, quizá teníamos que haber tomado algo más, no sé, sólo pude observar su celeridad al alejarse del Zetas. Apoyé la espalda en el muro sintiéndome triste, solo y empalmado. Parecía Kirk, perdido en un planeta extraño, buscando conexión con la antena de su transmisor herziano de bolsillo.
Volví a casa cabizbajo y derrotado, como un zahorí del sexo con la varilla enhiesta e infructuosa.
No le conté el lance a mis amigos ni, por supuesto, a Lennon. Había un poso de incomodidad, un resto como de contrición que no acertaba a ubicar. Tres días después mi madre me mandó a por el pan. Negarme en redondo habría resultado demasiado raro. Me acerqué a la tienda con miedo y curiosidad a partes iguales, aunque todo estalló por los aires nada más entrar en el local. La combinación de sobriedad y luz del día habían hecho que Elena recuperara la fealdad de antaño, si cabe con más avaricia. Me arrepentí inmediatamente de mi lúbrico arranque del sábado, pero lo peor era que ella se avergonzaba tanto o más que yo. No era la típica incomodidad del reencuentro, su vergüenza era sincera, una mezcla de ascopena y rechazo que no escondía el temor a que alguien descubriera su bajeza moral al liarse, aunque fuera epidérmicamente, con aquel mequetrefe salido, grosero y malcriado que ahora tenía delante.
Esa impresión me sugería su mirada.
El fuego de la humillación me recorrió el espinazo. Pedí dos barras con la cabeza hundida entre los hombros. Elena me atendió con frialdad, disimulando ante su compañera de trabajo como si jamás hubiéramos cruzado una palabra, como si ni siquiera conociera a su hermano. Podía percibir el desprecio que sentía por haberse rebajado a hociquear conmigo y dejar que le palpara las nalgas. En sus ojos había odio, desdén y menosprecio hacia mí, pero también culpa, remordimiento y aversión por ella misma.
Dos sábados después nos estábamos morreando en el callejón del Zetas. Otra vez borrachos como piojos.
Mi perspectiva para un nuevo verano en casa de mis padres no era muy boyante. Menos mal que el 2 de septiembre iba a ver a Janine. Ésa era la fecha que me había propuesto en su carta; me apresuré a confirmársela en la temblorosa respuesta que le envié al día siguiente por correo certificado y urgente. También le indicaba el número de teléfono de mis padres; mientras lo escribía, rogué al Señor Dios de los Recados Urgentes que cuando llamara me encontrara en casa o que, en su defecto, no hubiera nadie. Imaginar a mi padre o a mi hermano contestando el teléfono me provocaba sudores fríos.
La espera me compensaba las siete inciertas semanas que tenía por delante. También calibré la posibilidad de tirarme todo el verano pensando en la cita. Mi familia sólo vería a Pepe Hawking en el sofá con la mirada fijada en el imponente Philips, pero toda mi actividad cerebral estaría centrada en recrear mi reencuentro con Janine. Cada vez que la imaginaba le colocaba al lado un sujeto sin rostro que hacía las veces de marido; quería acostumbrarme a su presencia para que, una vez llegado el momento, no se notara cuánto me incomodaba ese cabrón.
Sin acritud.
El 17 de julio sería mi cumpleaños y entre padres, tíos o padrinos me caía del cielo una cantidad variable de dinero que me ayudaba a sobrellevar los rigores estivales. Se me avecinaba un crudo invierno; ya no tendría cobertura paterna para pagar las cuatro asignaturas que me restaban de carrera, contando con que aprobara la que había dejado para septiembre. Y estaba el inexcusable viaje a Barcelona, que me saldría por un pico aunque recortara los gastos.
Tenía que buscarme un curro veraniego.
En ésas estaba, cuando oí que mi padre entraba en casa. A veces llegaba arisco y otras de buen humor, aunque normalmente lo hacía en estado neutro. En eso era transparente: se le notaba a la legua. Se acercó al sofá y se plantó en jarras delante de mí.
—Te he encontrado un trabajo para agosto, ¿qué te parece?
Ni en sus mejores sueños habría imaginado una reacción tan positiva por mi parte. Me incorporé de un salto, lo abracé y exclamé:
—¡Genial! ¿Qué es?
Me valía cualquier cosa; mamporrero, deshollinador, proctólogo, bajista de La Década Prodigiosa, lo que fuera.
—Darle clases particulares de inglés al chiquillo de Ramón.
Mierda. Clases particulares a un mocoso. ¿Quién es Ramón?
—¡Genial! —repetí con una sonrisa petrificada.
—Tendrás que darle clase a diario durante tres semanas de agosto —añadió dando por seguro que me desmoronaría ante la ingrata tarea. A buena parte.
—¡De puta madre, papá!
—¡Habla bien, coño!
—¡Acepto el reto!
—¿Qué dices?
—¿Quién es Ramón?
Seguía tan contento con el curro que me había conseguido mi padre que el siguiente domingo decidí acompañarlo al bar donde veía el fútbol con sus amigos. Alemania y Argentina jugaban la final del Mundial de Italia, pero a todos nos daba un poco igual porque doce días antes España había sido eliminada por Yugoslavia. Vi aquel partido en El Mundo, justo antes de volver a casa de mis padres, y me sirvió como despedida estival de Urtubi, Bosco y un buen puñado de compañeros. El bar estaba a reventar. Ernesto, que no daba abasto entre servir bebidas y soltar aforismos, había desenchufado la CANASTA 86 para que sus sonidos electrónicos no interfirieran con la retransmisión del televisor colocado encima de la puerta. Urtubi, en su salsa, estaba feliz de poder colar sus propias frases hechas entre las que declamaba José Ángel de la Casa.
—Es una nueva cita con la historia para la selección española —dijo uno de los dos, no recuerdo cuál, antes del partido.
No puede haber nada más divertido que estar rodeado de gente apasionada y muy involucrada con un evento que te la pela. Eso pensaba observando hinchas que lucían la camiseta roja y que tenían la vista fija en la pantalla con la angustia dibujada en el rostro, como devotos de Lourdes esperando una aparición. Lamentaban las ocasiones perdidas llevándose las manos a la cabeza y aplaudían con sincero alivio los fallos yugoslavos. Me dejaba llevar y también me unía a los lamentos o celebraciones, pero no lo hacía porque me interesara el resultado o por reírme de ellos, era una especie de empatía inconsciente, una reacción mimética con el entorno igual que el Zelig de Woody Allen se transformaba en la persona que tenía al lado. Puede que un psiquiatra charlatán diagnosticara una profunda carencia afectiva que se manifestaba en aquella necesidad de pertenencia.
O a lo mejor sólo era que con varias cervezas en el cuerpo me apunto a un bombardeo.
—¡Mucho ojo con Dragan Stojković! —repetía Ernesto sin dejar de servir cañas y cubatas.
La cosa es que España tuvo varias oportunidades para marcar, y cada una de ellas era subrayada por toda la parroquia con un ¡OOHHHH!, sincronizado y lastimero, al estilo de los coros de las tragedias griegas. Cuando un cabezazo de Butrageño se estrelló contra el poste, gritaron los hombres, chilló alguna mujer, resopló Ernesto y se oyó, alto y claro, la sentencia de Urtubi:
—¡Los palos, aliados de los yugoslavos!
Bosco fumaba acodado en el fondo de la barra y miraba la tele en silencio. Lo observé varias veces por si atisbaba algún rastro de fanatismo futbolero, pero su rostro no delataba ningún tipo de emoción.
Y en esto, Stojković agarró un balón dentro del área, regateó con calma chicha a Roberto y se tomó todo el tiempo del mundo para poner el balón donde Zubizarreta no pudiera ni olerlo. Todo un golazo que llenó El Mundo de quejas, improperios y hasta blasfemias, incluso acusando de gafe al dueño del bar por haber adivinado cuál era el yugoslavo más peligroso. Ernesto ladeaba la cabeza, cerraba los ojos y encogía los hombros en señal de «Es lo que hay», como un profeta apocalíptico que asistiera al fin del mundo que él mismo había pronosticado. Cuando me acerqué a por otra birra, se inclinó hacia mí y me susurró en plan confidencia:
—A Stojković, cuando era niño, sus compañeros lo llamaban Pixie…
¿De dónde coño sacaba aquellas pijadas? Y sobre todo, ¿qué reacción esperaba por mi parte?
—Ya sabes —añadió, sorprendido por mi silencio—. Como el ratón de Pixie y Dixie…
Menos mal que había mucho trajín en el bar y tuvo que seguir atendiendo. Yo pedía rondas de cervezas con chupitos puntuales, todo un entramado de líquidos cuyos residuos había que expulsar ocasionalmente. Una de las veces que entré en el baño, nada más empezar a mear, el bar entero irrumpió en gritos de júbilo y aplausos. Gol de España. Casi salgo del váter por inercia, con la polla fuera, porque también quería celebrarlo, deseaba gritar con ellos, participar del subidón y, sobre todo, abrazar porque sí a una morena a la que se le adivinaban dos tetazas bajo su roja camiseta de la selección. Pero no pude separarme de la taza. La micción tenía proporciones bovinas en cuanto a duración e intensidad, y no me quedó otra que esperar a que el chorrazo languideciera al mismo ritmo que lo hacía la celebración del gol. Cuando salí, se podían cortar los nervios con un cuchillo. Miré a Bosco, que levantó las cejas en señal de incertidumbre, y me uní a los hinchas que casi se agolpaban bajo el televisor, ávidos de saltar al campo a dar su propia vida si hiciera falta.
Entonces finalizó el tiempo reglamentario, tomamos aire y, al poco de empezar la prórroga, Dragan Stojković, conocido como Pixie por sus amigos, metió otro golazo, esta vez de falta directa desde fuera del área. Volvieron los lamentos de la afición, más apagados y resignados, con un aroma a derrota inapelable sentenciada por el destino. Mientras los yugoslavos abrazaban a su delantero, Urtubi rasgó el murmullo con un grito de furia:
—¡Míchel apartó la cara!
No entendíamos qué quería decir, pero entonces TVE empezó a repetir distintas tomas del gol y en todas se veía claramente que el jugador del Real Madrid, situado en el extremo izquierdo de la barrera, giraba la cabeza hacia la portería nada más chutar Stojković, dejando el hueco justo para que el esférico iniciara su imparable parábola hacia la red.
Míchel había quitado la cara para evitar un balonazo en toda la jeta y la gente se lo recriminaba a voces.
No tenía sentido.
Yo habría hecho exactamente lo mismo que él.
Y ahora, casi dos semanas después, estaba en el bar favorito de mi padre, con todos sus colegas, viendo, con la misma desgana que ellos, la final entre Alemania y Argentina. En un rápido sondeo constaté que la mayoría de los presentes apoyaban a los argentinos por el simple hecho de que habían eliminado a Yugoslavia. Todos coincidían en que era un Mundial aburrido: pocos goles y demasiadas tandas de penaltis.
Como en ocasiones anteriores, reconfirmé la curiosa estructura de aquella cuadrilla de amigos. No solían sentarse juntos, cada uno pillaba mesa según entraba y los que llegaban después ocupaban las sillas libres de un modo aleatorio, sin preocuparse mucho por el «dueño» de la mesa. Todos hablaban a voces sin dejar de mirar la tele. Las frases no eran necesariamente preguntas o respuestas, parecían afirmaciones taxativas que formaban un diálogo compacto y asertivo.
—¡Éstos no dan pie con bola!
—¡Que salga Beckenbauer!
—¡Jugar, lo que se dice jugar, nadie como Di Stéfano!
—¡Lo que se le da bien a Maradona es protestar!
Como aquello no tenía sentido, me animé a aportar mi granito de arena:
—¡Gurruchaga y la Orquesta Mondragón!
Mi chiste sobre el mediocampista argentino fue recibido con un silencio sepulcral. Tensé las nalgas, para liberar la vergüenza, sin apartar la vista del televisor ni dejar de sonreír. Mi padre me observaba. Sabía que me buscaba la mirada para regañarme en silencio, por eso, antes que enfrentarme a él, me habría dejado cegar los ojos con un hierro candente a lo Strogoff.
A todo esto, volaban cervezas, vinos, whiskys y copazos que daba gusto. Creía que Ernesto hacía negocio en El Mundo, pero en aquel bar se consumía alcohol como si esa misma noche fueran a promulgar la Ley Seca. Con los botellines de cerveza que mi padre se tomó durante la primera parte del partido se podría alicatar el Taj Mahal. Sus colegas no se quedaban atrás. Mis amigotes y yo éramos aficionados al lado de aquel grupete de viejos que bebían cinco veces más que nosotros sin perder la compostura. Sólo se notaba cierta agitación en el volumen de las voces que daban al televisor, pero un vistazo neutro a la concurrencia no mostraba peligrosos tambaleos, vocalizaciones dudosas, ojos entrecerrados, amagos de vómito, exaltaciones amistosas o bocetos agresivos. Nada. Todos en su sitio, una mano en la copa y la otra en el cigarrillo, farias o puro, metiéndose alcoholes a saco, encharcándose sin temor, empantanando sus cuerpos como si tuvieran en casa una caja llena de órganos vitales de repuesto.
Mi padre me preguntaba si quería otro botellín cada vez que él pedía uno y no tardé en sentirme algo más que «achispado». En el descanso anunció que le vendría bien un «zumo escocés» —ése era el nivel chistoso de las metáforas— «para bajarse el gas de la cebada». Me apetecía gritarle «¡Eres un puto ídolo!», pero no lo habría entendido como elogio, así que opté por rendirme a la evidencia: mi padre me tumbaba por goleada.
—Yo, otra cerveza —murmuré despacito para que no se me notara mucho la pastosidad en la boca.
Después de su whisky de transición, aquella bestia que me había traído al mundo se tomó el primero de una serie de gintonics. A esas alturas mi estómago era la cisterna de un camión de cerveza, con el líquido moviéndose de lado a lado como un océano embravecido en un pequeño reducto. Lo malo es que aquel Alemania-Argentina era un coñazo: si tuviera goles, me habrían entretenido en vez de centrarme en el creciente malestar físico. Unas patatas, aceitunas o cualquier detalle sólido acompañando las birras habrían acolchado el impacto, pero aquél era un bar de hombres, los aperitivitos no se contemplaban en una final del Mundial, por muy alejada que estuviera de los intereses españoles.
Me levanté para ir al baño y me trastabillé con las patas de la silla, armando gran escándalo y, lo que era peor, atrayendo todas las miradas. Recompuse la figura y, siguiendo una línea recta que sólo existía en mi mente, caminé hacia los servicios.
Quizá demasiado despacio.
—¡Cuidao, que ahí va Ben Johnson! —gritó el mejor amigo de mi padre, sin ánimo de ofender, el muy imbécil.
Todos rieron, pero no me giré. Bastante tenía con llegar al váter.
Al cerrar la puerta del baño comprobé que no se oía nada del alboroto del bar, lo cual aseguraba que ellos tampoco escucharían lo que ocurriera allí dentro. La certeza me alivió porque enseguida supe que iba a vomitar.
Levanté la tapa de la taza y el mecanismo de regurgitar funcionó de manera impecable. La primera arcada me arrancó del estómago una copiosa masa tupida de bolo alimenticio, la segunda eliminó restos y la tercera salió escasa, aguada y amarga, intachable en su cometido: librarme del sobrante y desintoxicarme del exceso. La perfecta expulsión, ni una gotita fuera de sitio, había entrado en el váter limpiamente, como un triple de Craig Hodges. Escupí un par de veces, me limpié con papel higiénico y salí al lavabo a enjuagarme la boca. Me encontré mejor al instante, pero el espejo me devolvía un rostro blanquecino y ojeroso.
—¡Coño, el conde Drácula! —gritó el mismo idiota de antes cuando salí del baño.
Mi padre reaccionó al momento. Se giró hacia su amigo y le hizo ver que ni una broma más. El otro compuso un gesto de disculpa y no ahondó en la herida. Joder, además de gladiadores del alcohol, aquellos tipos eran exquisitos caballeros. El murmullo de comentarios sobre el partido retornó al ambiente como si no hubiera pasado nada, mientras ocupaba de nuevo mi silla.
Mi padre me pasó un brazo por el hombro y preguntó en voz baja:
—¿Estás bien?
Su tono era cálido y su preocupación sincera. Asentí con timidez. En ese momento, el entusiasmo del locutor ante un balón que Klinsmann había atrapado cerca del área rival hizo que mi padre volviera la mirada al televisor, olvidándose de retirar el brazo de mis hombros. Me sentía desvalido como la cría de un jilguero recién caída del nido. Volvía a ser aquel niño pequeño que se mareaba en el asiento de atrás cuando nos íbamos de vacaciones, los muslos pegados al escay con el sudor haciendo las veces de velcro y la tapa del maletero a punto de salir disparada después del Tetris que había hecho mamá con nuestros enseres, los cinco allí metidos, contando a mi primo Quique, claro, que no se perdía una el cabrón, camino de la playa porque no había nada mejor que aquellos diez días de agosto a orillas del Mediterráneo. Recordé que, por aquella época, cuando mi padre veía la tele en el sofá, me sentaba en el suelo entre sus piernas y jugábamos a que me apretaba la cabeza con ambas rodillas a la vez, y yo me partía de risa mientras él gritaba la famosa frase del Goliath de Capitán Trueno:
—¡Me llaman el Cascanueces!
Y ahora, veinte años después, volvía a sentirme protegido e inmune al mundo, aunque en vez de marearme por el traqueteo de un utilitario, había vomitado por querer beber al ritmo de aquel superhéroe indestructible que respondía al nombre de papá. No sé cuántos años hacía que no le veía un gesto de cariño tan evidente y público hacia mí; en circunstancias normales me habría incomodado tanto como a él, pero en ese momento me encontraba a gusto bajo su ala protectora.
De repente, como si le hubiera llegado el tono cursi de mis pensamientos, me miró de nuevo. Sorprendido al ver que su brazo aún reposaba sobre mí en actitud paternalmente cariñosa, lo apartó como si mis hombros fueran una plancha incandescente. Su gesto me devolvió de bruces a la tradicional parquedad sentimental de los hombres de mi familia. Reaccioné con su misma hosquedad, los dos incómodos por haberle dejado resquicio a la sensiblería.
En el fondo, éramos igual de tontos.
Y en éstas, penalti contra Argentina.
Por dios, que lo meta el Brehme ese. Lo que sea con tal de no tener que aguantar media hora más de prórroga.
El verano transcurría sin grandes sobresaltos. Los días de mucho solazo me iba a la piscina municipal con Lennon y los otros, pero siempre acabábamos agobiados por la masificación, la ausencia de tranquilidad y la incomodidad generalizada. Sumergirse en aquel recipiente de agua caliente y espesa donde flotaban tiritas exigía una falta de escrúpulos más próxima a la insalubridad que al ocio veraniego. Pasábamos más tiempo sobre el maltrecho césped que en el agua y el mayor dilema que teníamos en esos días de calor pegajoso era elegir entre un Drácula —diez pesetas más barato que el Frigopie— o aquel Capitán Cola de tres colores que había pasado a ser Colajet.
Recuerdo aquel martes de julio como una jornada sin historia, uno de esos días de nada que puedes borrar totalmente de tu pasado sin que tu futuro se resienta ni un poco. Me levanté tardé, vi la MTV hasta la hora de comer, después me quedé sopa sobre la cama hojeando unos tebeos, merendé un sándwich delante de los apuntes de Fonología Generativa —el coñazo del que me iba a examinar en septiembre— y volví a abandonarme frente al televisor. A las diez de la noche Telecinco emitía Enredos de Familia y TVE2 reponía Cheers; me decanté por Michael J. Fox por aquello de la nostalgia californiana, y también porque mi padre quería ver en esa misma cadena el capítulo de Starsky y Hutch. Gracias, Señor, por darnos la pequeña pantalla, no sé qué habríamos hecho sin ella.
Pero después del informativo que presentaba Luis Mariñas, nadie cambió de cadena; mi padre contaba alguna incidencia del trabajo, mi madre le daba uso a la tabla de planchar al lado del sofá, mi hermano escuchaba música con el walkman mientras leía, con suma atención, las instrucciones del vídeo, y yo estaba en las mismas musarañas, mirando la pantalla sin verla ni escucharla. Entonces comenzó la cabecera de un nuevo programa que no conocíamos: unas cuantas mujeres saludaban a cámara cantando una cancioncilla que hablaba de mambo, fiesta y viento en popa. Después, esas mismas muchachas aparecían tumbadas boca abajo, mostrando sus espaldas y nalgas sin dejar de tararear la absurda melodía.
Se hizo el silencio en la familia. Los cuatro mirábamos la tele como si el electrodoméstico se hubiera convertido en el mismísimo E.T.
—Hay que ver… —terció mi madre para indicar reprobación.
—Desde luego, no saben qué inventar —replicó mi padre con un tono muy poco convincente.
Era una especie de concurso cutre, muy colorista y mal doblado al español porque se oía el idioma original por debajo de las voces en off. Cada una de las chicas representaba una fruta y su único cometido era lanzar besitos y bailar de espaldas a la cámara para que se apreciaran las generosas porciones de glúteos que sus tangas dejaban al aire. Justo al final de esas cortinillas musicales que repetían Cin Cin en el estribillo, ellas se abrían la parte de arriba del bikini para que viéramos uno de los pezones cubiertos de lentejuelas.
Pechos porque sí. Ubres al viento. Mamas libres. Tetas gratuitas.
En sus pocos meses de vida, Telecinco había asociado su imagen a la de mujeres vestidas como vedettes de segunda que irrumpían en los programas bailando de manera «picantona», en el sentido que esa palabra tenía en las películas de Paco Martínez Soria. Toda España conocía a las Mama Chicho y las Cacao Maravillao, que eran lo mismo pero en mulato. Aunque no enseñaban nada que no fuera cacha o escote, su popularidad era abrumadora por culpa del monopolio estatal televisivo que nos había privado de frivolidad. Aquel programa lleno de mujeres sonrientes que mostraban lo que tenían era un extraño paso adelante en la historia audiovisual, pero todos los pervertidos lo hicimos nuestro.
Mi hermano, agobiado por la vergüenza que le daba ver mujeres casi desnudas delante de mis padres, se retiró a su habitación discretamente, quizá a cascársela. A mí no me sacaban de allí ni los Geos. Quería aparentar naturalidad para que no se me notase la tensión, aunque todos mis movimientos tenían por objeto disfrutar de esa dosis de lascivia por la cara. De manera consciente apoyé la sien en el puño del brazo que tenía acodado en el sofá, pero sólo para que la mano tapara mis ojos y mis padres no pudieran comprobar, aunque fuera de reojo, las chiribitas en mis ansiosas pupilas. En realidad, estaba grabando todas aquellas nalgas y bustos en mi memoria para futuras ensoñaciones.
—Anda, cambia de canal… —propuso mi madre, sin darle mucha importancia para que no se notara demasiado el imperativo.
—Espera un poco, a ver qué es esto… —replicó mi padre, como quien no quería la cosa.
Conocía el protocolo interno de mis padres y sabía que se avecinaba un cambio de cadena, así que seguí absorto en lo mío. En efecto, cuando los primeros minutos corroboraron que la mecánica del show giraba en torno a esas tetas fugaces, mi padre exclamó:
—Bueno, ¡menuda pijada de programa!
Dicho lo cual, hizo uso del mando dejando claro que le apetecía, no porque le concediera a mi madre la parcela de mando que en verdad tenía.
En aquel mismo instante empecé a rogar, en silencio y muy fuerte, que la noche de los martes pudiera disponer de la tele sólo para mí.
Las fiestas patronales en la segunda semana de julio suponían una más que saludable alteración de la cansina rutina del ocio estival. Esa celebración popular, genérica y desfasada, eran las vacaciones de nuestras vacaciones; de manera inconsciente nos marcaba los biorritmos dentro del verano, igual que la Navidad o la Semana Santa nos servían de asideros durante el año. Las fiestas celebraban la canonización en el siglo XVIII de un misionero franciscano que había nacido en la comarca, pero la excusa religiosa, frágilmente representada en una misa con rancio boato que marcaba cada 13 de julio el epicentro de las fiestas, había quedado diluida entre actividades infantiles de día, interminables verbenas nocturnas, alcohol a todas horas, pantagruélicas comilonas y un par de actuaciones de relumbrón, una dedicada al público viejuno y otra orientada a la juvenalia. Aquel año, la sociedad de festejos había decidido gastarse su generoso presupuesto en contratar a Dyango y La Frontera como platos fuertes de cinco días de juerga que se completaban con orquestas que alternaban pasodobles y boleros con rock y pop de toda la vida. Los conciertos eran gratis, los bares sacaban barras a la acera, desaparecía el concepto «hora de cerrar» y las borracheras monumentales se percibían como simpáticas melopeas; quien más se acercara al coma etílico, sin caer en él, más fervor religioso demostraba.
Yo llegaba con tanto ímpetu a las fiestas que el primer día lo daba todo, me vaciaba, me entregaba a la juerga con ansiedad, bebía sin medida y mezclaba sin control hasta que los ojos se me salían de las órbitas, venga frenesí, risotadas, bailes absurdos y moña sorda, sudando, saltando, partiéndome la camisa sin querer, sin que me importara.
La suerte es que no estaba solo: todos actuábamos igual.
Lo normal es que al despertar el segundo día, ya entrada la tarde, no recordáramos la dimensión del ridículo que habíamos hecho la noche anterior, aunque siempre quedaban flashes de memoria que poníamos en común para recomponer el incoherente rompecabezas de lo que había sido nuestra diversión. Esa noche nos la tomábamos con más tranquilidad y en la tercera crecía la intensidad pero no del todo, porque era en la cuarta cuando volvíamos a desmadrarnos antes de recoger nuestras propias migajas en la quinta madrugada. El proceso era tan previsible que el ayuntamiento había dispuesto que el concierto «para los jóvenes» —así lo definía el alcalde— se celebrara en la cuarta noche, dejando la actuación más lírica para la última jornada.
Lennon, el Gerva y yo llegamos al bolo de La Frontera con un considerable amago de colocón. No éramos los únicos. Cualquier conocido a la vista había bebido toda la tarde, tal y como mandaba el protocolo del desfase, que otros llamaban «tradición». A esas horas ya nos daba igual qué grupo tocaba, aunque habíamos pasado un buen rato debatiendo a quién nos habría gustado ver aquella noche. La cosa quedó, después de arduas deliberaciones, entre Ilegales, Los Enemigos y Radio Futura.
Los conciertos y verbenas de las fiestas se celebraban en los terrenos donde el resto del año tenía lugar el mercado de ganado, una notable explanada que la organización delimitaba en sus laterales con dos largas barras para que no nos faltaran productos de primera necesidad como litrazos de kalimotxo, cañones de cerveza o maxicubatas: la imaginación a la hora de nombrar la priva no conocía límites, nuestra asiduidad a pedirla, tampoco. Estábamos tan borrachos que ya nos daba igual que tocara La Frontera, Tennessee o Modestia Aparte. En la segunda canción nos fuimos al extremo de la barra más alejado del escenario, sólo porque era más fácil pedir, y no nos movimos de allí.
Varias horas después aterrizamos en el Zetas y pedimos birras en el mostrador que habían habilitado fuera. El camarero nos comentó que el batería de La Frontera estaba dentro del bar. Lo dijo orgulloso porque le parecía todo un acontecimiento y se nos quedó mirando con cara de «¿Cómo os quedáis?». Tras un silencio incómodo, el Gerva vomitó de repente sobre la acera. Fue una pota inesperada y sorpresiva, incluso para mi amigo, pero el camarero se lo tomó como una muestra de rechazo a la entusiasta información que nos acababa de proporcionar.
Mientras Lennon sentaba al oscilante Gerva en un banco próximo, estiré el cuello buscando al batería por curiosidad, pero me encogí veloz como una tortuga asustada al advertir que Elena estaba dentro. No habíamos coincidido desde el verano anterior y no me apetecía pasar una vez más por la incomodidad de su desprecio.
—¿Lo has visto? —preguntó el camarero, reapareciendo con un cubo lleno de agua. Me pilló tan concentrado en el espionaje que su interrupción me sobresaltó a modo de susto.
Negué con la cabeza.
—Sí, hombre, ahí, el que está hablando con la hermana del Lennon, ¿no lo ves?
Para no herir su vanidad, eché un vistazo, pero con recelo, asegurándome de que Elena no miraba en mi dirección. En efecto, allí estaba con los mismos ojos, nariz y boca de siempre. Cuando pensé que los accidentes geográficos de su rostro no parecían tan desagradables como en otras ocasiones, caí en la cuenta.
Estaba borracho.
Para rechazar la posibilidad de que me entraran ganas de meterle mano a Elena, me centré en recrear uno de aquellos magreos de antaño, pero el tiro me salió por la culata: en lugar de un rechazo frontal, percibía cierto deleite.
Estaba muy borracho.
—¿Qué? ¿Lo ves o no? —inquirió de nuevo el camarero, insaciable en la turra.
Presionado por su urgencia, me fijé en el tipo que charlaba con Elena. Llevaba un sombrero de cowboy con chapas en la banda y una especie de abrigo de cuero fino que resultaba bastante llamativo en pleno julio. Reparé en su cara angulosa, en los ojos entrecerrados que esquivaban el humo del cigarrillo que colgaba de sus labios y en esa pose de rockstar.
Aquel pavo no era el batería de La Frontera.
—¿Cómo sabes que es él? —pregunté inmediatamente al camarero, que aún esperaba una reacción entusiasta por mi parte.
—¡Coño, me lo dijo él mismo! —exclamó decepcionado ante mi escepticismo.
Me dejó por fin en paz al ver que no compartía su exaltación y pude entregarme a la observación psicópata de aquel impostor. Vale, no había seguido el concierto con atención, ni mucho menos me había fijado en el batería, pero aquel pavo no se correspondía con ninguna de las fotos recientes que había visto del grupo, incluida la que había salido ayer mismo en el periódico. La mezcla de imaginación desatada, alcohol en sangre y curiosidad insana empezó a hacer mella en mi curiosidad, por eso, cuando Elena se fue al baño, no dudé en acercarme.
—¡Eh, La Frontera! —exclamé en un alarde de sutileza.
Me miró con cara de pocos amigos. Más que pocos, ninguno. Me atravesó con unos ojos de cernícalo que no anticipaban nada bueno.
—¿Qué cojones pasa? —respondió entre dientes.
—Nada —reculé con presteza—, que eres el bateria de La Frontera, ¿no?
Lo dije con toda sinceridad. Nada más escuchar su tosca y agresiva respuesta, me había arrepentido de haber dudado de aquel hombre sin tener pruebas. Mi petulancia me había llevado tan lejos como para estar ahora mismo a un metro de aquella mirada pendenciera. Había sido injusto con él y ahora recibía todo su desprecio. Quizá el batería que salía en las fotos había dejado la banda justo antes del verano. Tras una pequeña vacilación, pasó su brazo alrededor de mi cuello y acercó su cara a la mía.
Quizás aquel tipo había degollado al percusionista de La Frontera para ocupar su puesto. Deduje que haría lo mismo conmigo para deshacerse de testigos incómodos.
Puestos a pensar lo peor, no hay quien me gane.
—Bueno, tío —remató por fin, casi cuchicheándome al oído—, no soy el puto batera, pero déjalo estar, ¿vale?
Había amenaza en sus palabras y canguelo en mis entrañas. Mi lenguaje corporal denotaba sumisión, y el tipo se relajó lo justo para desvelar su patraña.
—Soy pipa del grupo, voy con ellos en la gira. Y a veces me hago pasar por el bateria después de los bolos, ¿vale? —Esperó a que asintiera, cosa que hice deseando que siguiera explicándose—. No le hago mal a nadie; yo me hincho a follar y las chavalas se llevan la ilusión de tirarse a un famoso.
En ese mismo instante cesó mi pánico y apareció una profunda lástima por aquel pobre diablo. Supuse que tenía tanto miedo a ser descubierto que mi tono le había parecido acusatorio. La confirmación de mi sospecha magnificó entonces la penuria de su disfraz de rockero fronterizo. De cerca, el sombrero parecía un saldo de carnaval, el abrigo no daba ni para mantel de mesa camilla y su rostro anguloso señalaba desnutrición en lugar de vida al límite. Que hubiera añadido «me hincho a follar» sólo subrayaba el patetismo del cuadro: buscaba mi complicidad para que no delatara su teatrillo. Volvió Elena del baño y, para variar, fingió no conocerme. Al sentirla cerca, el falso músico recompuso su pose, me dio una palmada en la espalda y cambió su tono a uno más jovial:
—Bueno, chaval, pues si eso, te firmo luego un autógrafo, ¿vale?
Me fascinó que le echara tanta jeta. Lo miré con un asombro próximo a la admiración. Sus ojos suplicaban que le siguiera el juego. Sentí que, en nombre de todos los falsarios que usábamos la impostura para ligar, debía mostrarme solidario.
—De puta madre el concierto, tío —dije, tendiéndole la mano. Sonrió como si le acabara de anunciar que el tumor era benigno. Volví a la barra de fuera. El camarero había seguido la jugada desde lejos:
—¿Qué te dije, eh? ¿Qué te dije? ¡Joder, si es que no os fiais ni de vuestra sombra!
Al cabo de un rato, el hombre del ridículo sombrero salía del bar abrazado a Elena sin dejar de palparle el culo.
En el límite del mal.
El día de mi cumpleaños era el otro gran punto de inflexión veraniego gracias a que los regalos de mi familia siempre eran dinero en metálico y esa liquidez solucionaba parte de mis agobios inmediatos. La noche anterior había pensado que cumplir veinticuatro años equivalía, más o menos, a cubrir el primer tercio de mi vida. La metafísica de «todo a cien» se me evaporó en cuanto añadí mentalmente que «un tercio», además de a mucho tiempo, también sonaba a cerveza, así que me puse a calcular cuántas birras podría comprarme con la pasta que me caería del cielo.
Ese esfuerzo matemático equivalía a contar ovejas. Me dormí enseguida.
A la mañana siguiente me sentía renovado. Era Gordon Gekko esperando la apertura de Wall Street tras haber dado un pelotazo en plena madrugada; en un par de horas recontaría las ganancias. Ni siquiera Mi Abuela de Wilfred y La Ganga que sonaba en el transistor de la cocina me borró la sonrisa de la cara.
—¡Felicidades! —gritó mi madre antes de abrazarme hasta dejarme sin aire.
En su estricto protocolo, los regalos tenían que entregarse después de la tarta sorpresa con la que aparecería en la mesa a la hora del postre. Era ya muy tarde para intentar cambiar esas reglas no escritas, así que disimulé mi impaciencia dejándome querer, que tampoco estaba mal.
Pasé el resto de la mañana estudiando: la inminencia de dinero fresco me animaba a preparar con más ahínco la asignatura pendiente para no tener que pagarla en el siguiente curso. Comimos los cuatro y, antes del postre, se demoró mi madre en la cocina encendiendo las velas. Apareció con la tarta entonando el Cumpleaños Feliz, al que se unió el desganado desafine de mi padre y el incómodo silencio introspectivo de mi hermano. La lentitud del cántico y la trémula luz de las velas —mi madre bajaba un poco las persianas— confería al conjunto un aire luctuoso como de Santa Compaña, así que me uní al fúnebre coro a voz en grito y con un desenfadado tono burlón que intentaba disimular mi vergüenza. Soplé velas, aplaudimos, comimos pastel y por fin, mi madre dijo la frase obligada:
—Bueno, ya es hora de los regalos…
Sonreí con gesto abrumado y tamborileando nervioso como si entrenara los dedos para contar billetes, pero mi madre plantó una caja enorme encima de la mesa.
¿Cómo?
Me pareció que la sacaba de la nada, como un truco de magia. Podría haber estado rodeado de miles de cajas y no me habría fijado en ninguna porque yo esperaba un sobre.
¿Una puta caja? ¿Qué significaba aquello?
—Venga, ¡ábrelo! —apremió impaciente.
En efecto, la caja estaba envuelta en un papel de regalo estampado con la repetición de un jockey montando un caballo de carreras. Cientos de diminutas réplicas del mismo jinete pisoteando mis sueños.
Rasgué el papel como el payaso triste y psicópata que despedaza el alma de un niño. Mantenía la misma sonrisa que cuando mi madre llegó con la tarta, pero de cerca seguro que se me notaba la perturbación. Apareció por fin bajo el papel una caja en la que se leía con grandes letras: COMPACTO MUSICAL TENSON Mod. 3273. Más abajo, junto a la foto del aparato, se especificaban sus prestaciones: giradiscos semiautomático, doble pletina de casete, Tuner AM/FM estéreo, ecualizador, compact disc y mando a distancia por infrarrojos.
Amplié la sonrisa petrificada antes de mirar a mi madre. Debía parecer el Joker de Batman. La ilusión en sus ojos se desvanecía ante mi reacción.
—¿No te gusta? —preguntó con un hilo de voz.
No es eso.
—¡Claro que me gusta! —exclamé casi chillando. Deseé que la sonrisa rasgara mis mejillas avanzando bajo las orejas hasta que las dos comisuras de los labios se encontraran en la nuca y el maxilar entero se me desprendiera para demostrar que no podía haber sonrisa más plena y absoluta.
—¡Cómo no le va a gustar! —terció mi padre, ajeno al drama que se cocía.
—¿No era éste el equipo que querías? —insistió ella ante la mirada atónita de su marido, incapaz de entender a qué venía la desconfianza.
Claro que lo quería. Ella lo sabía bien porque se lo había comentado meses atrás, cuando lo descubrí en un catálogo de Continente. Lo malo es que, por esos azares de la memoria, aún recordaba que marcaba treinta y nueve mil setecientas cincuenta pesetas y ahora me sentía idiota porque en Navidad habría matado por aquel aparato y ahora sólo podía pensar que había perdido casi cuarenta talegos. También me sentía mezquino por darle un disgusto tan absurdo a mi madre; ella me conocía mejor que nadie, no podía engañarla con mi desproporcionada sonrisa y mis exagerados agradecimientos. Mi hermano detectaba algo extraño y me observaba muy atento con la esperanza de averiguarlo, lo cual me ponía aún más nervioso. Mi padre, el único que no se enteraba de nada, hablaba sobre algo que había visto en la tele, pero yo no le quitaba ojo a la caja con tal de no mirar a mi madre.
—Pepe, no era el que querías, ¿verdad? —sentenció, dejando a su marido a mitad de frase.
—Sí que lo es, mamá —dije, levantándome hacia ella para abrazarla—. ¡Me encanta, de verdad!
Cada palabra me hacía sentir peor. Quería con todas mis fuerzas transmitirle que me gustaba y que lo iba a disfrutar muchísimo. Entonces recordé que el estuche de colonias que le había regalado en el Día de la Madre me había costado mil cuatrocientas noventa y cinco pesetas en Galerías Preciados. No supe vislumbrar qué relación tenían esos dos precios, pero maldije el impulso matemático que me gobernaba en ese instante. Ella había tenido presente mi emoción al ver ese equipo en el catálogo, quién sabe, igual lo había comprado hacía meses, y casi seguro que lo pagaba a plazos, como todo en aquella casa, y adquirir esa consciencia me convertía en el peor hijo del mundo, y entonces se me encharcaron los ojos, sin llegar a llorar, con las pupilas bien aguadas, y mi madre me agarró la cara con ambas manos, y toda la piedad del mundo aparecía en su mirada para decirme sin palabras que me creía, que no me preocupara, que se alegraba de haber acertado en el regalo, que se sentía feliz, que todo iba bien.
El remordimiento me había provocado un sincero amago de lágrima que mi madre interpretaba como signo de emoción.
Si Victor Hugo me hubiera conocido, habría titulado su obra El Miserable.
Menos mal que mi hermano soltó un bufido cuando no pudo aguantar más la risa. Su burla me devolvió a la realidad para lanzarle un trozo de pan con la fuerza de cien pitchers. El muy cabrón lo esquivó con la destreza de una anguila.
—Estáis como putas cabras. Todos locos.
Era mi padre tirando la toalla, abandonando cualquier esperanza de comprender los entresijos emocionales de su familia.
Era una de esas tardes de máximo calor en la que todo organismo vivo parece detenerse para ahorrar energía. Estaba solo en casa, un suceso que solía despertar mi lascivia, pero hasta ella me había abandonado debido al solazo. Me entregué a la pereza aplastándome contra el sofá, mimetizándome con los cojines, moviendo el pulgar para cambiar de Cristal en TVE, al documental sobre buitres leonados en TVE2, a Rita Irasema en Antena 3, a Nils Holgersson en Telecinco, al Remote Control de MTV, a los informativos mexicanos ECO o al Open de Austria en Eurosport.
Y en éstas, sonó el teléfono.
Maldije primero a quien osara llamar a esas horas, ignorando el calor asfixiante, y maldije después mi poca previsión al haberme tumbado en sentido opuesto al receptor, que ahora veía al otro lado del sofá. Sopesé la posibilidad de acercarme el auricular con los pies, pero el molesto timbre acuchillaba mis irritables neuronas, así que me incorporé lastimosamente, descolgué y dije un «¿sí?» desganado que transmitiera fastidio para que el interlocutor se sintiera mal por haberme molestado.
—Hello? Pepe?
No puede ser.
—¿Hola? —respondí casi temblando.
—Yes, Pepe? This is…
—¡Janine! —interrumpí alborotado, sentándome de un brinco al borde del sofá, el cuerpo hacia delante, apretando el teléfono hasta que los dedos se me quedaron blancos, pegándolo fuerte contra la oreja para no perder ni una sílaba. Me respondió con su inconfundible risa y gritos de alegría.
¿Me llama Janine? ¿Me he perdido? ¿Ya es 2 de septiembre? ¿Por qué no hay un puto calendario en el salón?
—¿Ustad está toro bien? —dijo por fin con marcado acento guiri, recordando sus clases de español en Catworth.
Me reí y le respondí en inglés:
—Jaus wei yon wuach?
Estaba claro que andaba algo oxidado con el idioma. Y los nervios por escuchar a Janine seis años después de nuestra despedida en California tampoco ayudaban. Me calmé, respiré hondo y empecé de nuevo. Ella me tranquilizó hablándome despacio, con la misma paciencia de entonces, y todo empezó a fluir. Me explicó que llamaba desde Nueva York y que le salía gratis porque estaba en una oficina de la empresa en la que trabajaba su marido. Que en diez días volarían a Londres, primera parada de su tour europeo —un vistazo a la portada del periódico en la mesa delante del sofá me había confirmado que estábamos a 1 de agosto— y que sólo quería combrobar que nuestra cita en Barcelona seguía en pie.
Acepté entusiasmado, le confesé que tenía muchas ganas de verla, reconoció que ella también, me explicó algo sobre el curro de Mark —ahí no entendí casi nada—, bromeó con mi inglés, se rio como siempre lo hacía, y no parecían seis años sin hablar, sino seis días, qué digo días, seis horas, incluso seis minutos, que era, más o menos, el tiempo que llevábamos hablando. Empezaba a delirar, pero no era producto de la locura o la dispersión, sino de un auténtico frenesí, un sincero arrebato, una imparable sensación de alegría que me desbocaba el corazón. Nos despedimos con besos y abrazos hasta el 2 de septiembre, a las cuatro de la tarde, en la plaza de España de Barcelona.
Bendije las multinacionales que permiten llamadas gratuitas de las esposas de sus empleados.
Janine.
Seis años después.
Esa misma noche, el ejército de Irak invadió Kuwait.
Las clases particulares resultaron más previsibles y cómodas de lo que esperaba. El hijo de Ramón, compañero de mi padre en el banco, había suspendido el inglés de 3º de BUP y necesitaba un expediente limpio para irse a estudiar COU a Estados Unidos, precisamente. Lucía, la esposa de Ramón, me había citado en su casa para cerrar el trato económico; vivían a las afueras, pero acepté de buen grado al suponer que quería comprobar en directo si yo tenía aspecto de holgazán, yonqui o ambas cosas.
Al ver el chalé con piscina que habitaban, pensé que a mi padre le tomaban el pelo en el curro. Más tarde me enteraría de que gran parte de la fortuna la aportaba la mujer de Ramón, que pasaba parte del año viajando por el mundo como galerista y marchante. Me abrió la puerta una empleada con uniforme, que ya estaba al tanto de quién era y a qué venía. Me condujo a un enorme salón al lado del recibidor, me indicó en qué sofá sentarme y me preguntó si quería tomar algo.
—Pues un MG con Kas de limón, largo de ginebra y sin hielos, ¡que quitan líquido!
—¿Perdón? —contestó, dejando claro que no había pillado mi chiste.
—Nada, nada. Era broma —repuse sonriendo mientras notaba cierto calor en mis mejillas.
No se retiró, parecía no haber entendido a qué me refería, así que decidí zanjar aquella situación que nos incomodaba a los dos.
—No tomaré nada, gracias. Esperaré aquí a la señora.
Dije «señora» sólo porque ella se había referido de esa manera a su jefa. Me pareció una forma de reconciliarme con la sirvienta para que viera que ambos estábamos al mismo nivel, es decir, por debajo de la dueña de la casa. Ni por ésas. Se fue sin alterar un ápice la neutralidad del gesto con el que me había abierto la puerta.
Cuando por fin apareció Lucía, me levanté de la silla, por educación, por ímpetu y como un resorte, ya que la señora resultó ser un pibón de tomo y lomo. Sus luminosos ojos azules y aquella rubia melena ondulada le bastaban para llamar la atención. El resto del conjunto no desmerecía: el vestido corto permitía adivinar las curvas justas y mostraba unas largas piernas morenas, rematadas con unas sandalias de tacón por las que asomaban las uñas pintadas en rojo cereza.
Según se acercaba, el ruido de sus pasos marcaba los latidos de mi corazón, fuera de sí al tener tanta sangre que bombear.
Me tendió la mano con ese tipo de desidia que no se aprende en ninguna escuela, me invitó a sentarme de nuevo y ella hizo lo propio en un sofá demasiado alejado del mío. Me hizo varias preguntas rápidas sobre mi preparación para enseñar inglés, aunque me relajé del todo cuando detalló que la tarea consistiría en repasar el libro de texto que su hijo había utilizado ese año.
—Hasta que se lo aprenda de memoria —añadió con un tono casi amenazante. Parecía la mala de un culebrón. La típica mala guapa y cañón, claro.
También me confesó que le gustaba que yo hubiera estudiado COU en California, para que el chaval se familiarizara con la experiencia que le esperaba a través de la mía. Empecé a exagerar mi preparación académica, las virtudes de mi expediente y la valía de mi estancia en la costa oeste americana.
Quería alargar la conversación todo lo que fuera necesario, porque podrían pasar años antes de que otra sansona de ese calibre me prestara algo de atención. Nunca sabes cuándo es la última vez que una hembra perfecta te mira a los ojos.
Llevaba un ensayado discurso para justificar las mil cien pesetas que pensaba pedirle por cada hora de clase, pero no me dejó sacar el tema; abrió una agenda en la página del calendario y se lanzó a resolverlo con el aplomo de quien está acostumbrado a cerrar tratos.
—Le darás una hora diaria de clase, de lunes a viernes. Quiero que tenga el hábito de estudiar cada día. Será del 6 al 31 de agosto, lo que hacen un total de veinte clases. El 15 es fiesta, lo suyo sería que el día antes hagáis dos horas. He pensado pagarte treinta mil pesetas y sé que es un precio más que razonable.
Menuda jefaza.
—Y otra cosa; no estaré en casa esos días…
Mierda.
—Es decir, me tengo que fiar de ti y de que harás tu trabajo de forma responsable. Mi hijo tiene que aprobar inglés sí o sí…
Se esfumaban mis ilusiones de saludar a aquella diosa todos los días durante cuatro semanas. Adiós a la fantasía de verla en bikini saliendo de la piscina para calibrar las peras que se le adivinaban bajo el vestido.
—Pepe… ¿Me estás escuchando?
—¡Sí, sí, claro que sí! —insistí hasta delatarme.
Se incorporó e hizo ademán de que la siguiera al recibidor. Allí llamó a su hijo, que bajó del piso de arriba. En contra del característico adolescente huraño e introvertido, tipo mi hermano, me encontré con un chaval sano y cordial que me saludó con despreocupada alegría. Volvió a su cuarto y me quedé a solas con su madre.
—La chica te pagará todo el dinero el mismo día 31, si te parece bien. Y escúchame una cosa: si mi hijo aprueba, te daré otras cinco mil pesetas —añadió, antes de abrir la puerta de la calle.
Me dijo entonces que si algún día, después de la clase, quería darme un chapuzón en la piscina, no había ningún problema. Eso hizo que volviera a imaginarla en bikini y con esa imagen en la cabeza estreché su mano deseando que tomara la iniciativa de darme dos besos, pero ni siquiera los amagó.
Asumí que esa depredadora de los negocios siempre me vería como el imberbe lector de su hijo. Nunca sería El Graduado a sus ojos, así que apliqué mi consuelo de perro ladrador: la señora Robinson estaba buenísima, pero en ocho años no valdría ni para caldo. Nueve como mucho. Yo era la zorra y ella, las inalcanzables uvas.
Ojalá hubiera sido al revés.