Ver el festival de Eurovisión en TVE2 era mi segunda peor opción para aquella noche de sábado. La primera había sido estudiar las asignaturas a las que me presentaría en junio, pero tras media hora ordenando apuntes, libros y carcasas de Bic bajo el flexo, decidí darme un descanso delante del televisor. Compartí sofá con Jandro, que había tenido la misma idea que yo, justo cuando comenzaba la retransmisión del concurso. Vicky Larraz conducía la tertulia del jurado español en Madrid y Luis Cobos hacía los comentarios desde Zagreb.
Planazo.
La primera actuación era, precisamente, la de España, que había enviado a las Azúcar Moreno, las Batman y Robin de la rumba tecno, con una canción pesadilla titulada Bandido. Antes de que empezaran, mi compañero de piso sintetizó su opinión sobre el dúo:
—Nunca sé cuál es la guapa y cuál la que está más buena.
Entorné los ojos para darle vueltas a la frase.
—Vamos, que con ellas haría el trío perfecto —añadió para aclarármelo del todo.
Vale, ahora ya me imaginaba entre ellas dos.
—Hostia, ¿qué pasa? —exclamó Jandro, señalando la tele e interrumpiendo mi ida de olla.
En efecto, algo pasaba en Zagreb. Las hermanas Salazar habían empezado su coreografía, pero un primer plano nos mostró el mosqueo de Toñi antes de que ambas abandonaran el escenario: resulta que la actuación se había interrumpido porque la música pregrabada había entrado a destiempo. Los cuatro falsos músicos que simulaban tocar guitarra, teclados, batería o percusión aguantaron en su sitio, mirando a los lados y esperando órdenes como si fueran la orquesta del Titanic. Mi compañero se reía a carcajadas, yo sentía el calor de esa vergüenza ajena tan poderosa que casi mola y Luis Cobos insistía en que era la primera vez que ocurría algo así en Eurovisión. Enseguida cesó la melodía y todos —las Azúcar, sus músicos, el director de orquesta— recompusieron la pose para empezar de nuevo como si nada hubiera ocurrido. El guitarrista lució durante la segunda toma una sonrisa petrificada que no se sabía si era puro descaro o sentido del ridículo ante el teatrillo desvelado. Cada vez que aparecía en pantalla, estallábamos en carcajadas, sobre todo cuando amagó una penosa simulación del punteo flamencoide que sonaba en la canción.
Quedamos quintos.
Me ocurría a menudo cuando llegaba el momento de dormir. Nada más apagar la luz, imaginaba figuras geométricas hechas de cuadrados que caían hasta encajar unas con otras y formar un muro compacto.
No era delírium trémens. Era culpa del Tetris.
Si cerraba los ojos, veía el juego proyectado sobre la cara interior de mis párpados; si los abría, lo imaginaba en tres dimensiones, con las piezas subiendo desde mi cama hacia el techo, donde se iban acoplando. Siempre empezaba la ensoñación con la pieza amarilla en forma de L que yo tumbaba sobre su lado más largo. La seguía otra del mismo color, que giraba boca abajo para formar con la primera un rectángulo compacto. A partir de ahí aparecían, aleatoriamente, la T verde, el cuadrado azul, la Z naranja, la S cian o la L invertida magenta, todas ellas ensamblándose sin fisuras, pero dejando un hueco estrecho y largo para el ansiado palote rojo que completaba cuatro filas de muro que se desvanecían en el aire emitiendo aquellos pitidos sordos que sonaban como pisadas sobre gelatina.
En la misma calle de mi piso había un local a medio camino entre bar de pinchos cutres y semipub tempranero que se llamaba Chapa Disco. Su logo era el de la famosa discográfica, pero sin la S final; seguro que aquel burdo plagio se repetía por toda la geografía española. No era cliente habitual del garito porque me parecía el más triste de la ciudad, aunque mis prejuicios desaparecieron cuando instaló el Tetris. Podía pasarme mucho tiempo apalancado en la máquina, sobre todo por la tarde, cuando la propia indefinición del negocio lo vaciaba de clientes. El dueño abría por la mañana y cerraba por la noche, pero durante esas horas de poca faena que aprovechaba para descansar, dejaba el bar en manos de un sobrino que desconocía la vocación hostelera: carecía de las mínimas habilidades sociales que se le presuponen a un camarero y no se molestaba en disimular su desgana. Creo que me agradecía, por supuesto en silencio, que jamás le diera conversación y que sólo me dedicara a ensamblar geometrías en el arcade.
Quizá animado por la recaudación incrementada en sus horas de ausencia gracias a mi adicción, el dueño del Chapa se lanzó a organizar un concurso, del que me enteré gracias a una enorme cartulina escrita a mano y pegada con celo a la pared:
CAMPEONATO DE TESTRIS
Apúntate en la barra
¡Trofeo para la mejor puntuación!
Debajo de tan abstracta leyenda había una cuadrícula con tres nombres y sus respectivas puntuaciones. Al lado del cartel, una estantería mínima sostenía un trofeo que era todo un canto al mal gusto: sobre una base de falso mármol se alzaba una copa de cristal opaco abrazada en su parte inferior por una corona de laurel hecha con latón barato. El frontal del pedestal lucía una placa atornillada con esta leyenda:
I CAMPEONATO TESTRIS CHAPA DISCO
Primer torneo, es decir, esperaban hacer más, uno al mes, al año o quién sabe, puede que sólo cada cuatro cursos, como las Olimpiadas, hasta convertirlo en todo un evento a nivel mundial. Alekséi Pázhitnov, inventor del Tetris, acudiría para entregar el trofeo al vencedor. La banda municipal de música interpretaría las adictivas melodías del juego: la creciente Loginska, la animosa Bradinsky, la evocadora Kalinka o la hipnótica Troika. Y habría fans disfrazados del cosaco que aparece bailando cada tres pantallas, y el propio Brad Fuller, compositor y arreglista de esas canciones, entregaría un diploma al mejor imitador.
Todo era tan cutre e indefinido como el mismo bar. Una competición de Tetris en el Chapa. No tenían clientes y ni siquiera sabían escribir el nombre del juego, pero ahí estaba yo, releyendo el cartel una y otra vez para inquietud del sobrino introvertido, temeroso de que me dirigiera a él.
—¿Cómo va eso del campeonato? —pregunté por fin, picado por la curiosidad.
Me miró durante varios segundos antes de responder. A lo mejor sólo fue uno, pero se me hizo muy largo. Añado que no había nadie en el local y que, cuando pregunté, aquel chaval no hacía otra cosa que estar allí.
—Pues nada… —la pausa fue tan larga que pensé que esas dos palabras eran toda su respuesta—. La gente juega una partida y escribo su puntuación ahí —añadió con gran esfuerzo, señalando la cartulina.
Miré la cuadrícula. Ninguno de los concursantes inscritos pasaba de cincuenta mil puntos. Parecía demasiado fácil.
—Quiero apuntarme.
Se encogió de hombros como diciendo «vale», y ahí se quedó, mirándome como un misionero exhausto que acabara de exponer toda su teología a un nativo perplejo. Me parecía tan obvio que era él quien tenía que seguir hablando que no articulé palabra. Juraría haber estado un buen rato así. Debíamos parecer una recreación de las estancias de Pompeya tras el volcán.
Por fin habló, pero no mucho.
—Pues bueno, cuando acabes la partida ya me dices y te apunto en el cartel.
Asentí y me fui al Tetris. Noté que respiraba aliviado cuando lo dejé en paz. Como siempre, introduje una moneda de cien pesetas que me daba derecho a cuatro partidas y jugué la primera de ellas con suma concentración para apuntarme en aquel torneo absurdo con un buen arranque. Me pudo la presión de pacotilla y no pasé de la octava pantalla: apenas superé los treinta y cinco mil puntos. Tendría que esmerarme en la siguiente para que fuera la mejor de mi vida, pero entonces apareció el habitual aviso junto a la cuenta atrás de nueve segundos:
PRESS START TO CONTINUE
Es decir, la máquina me daba la opción de continuar la partida donde la había dejado, sumando los puntos que llevaba a los que obtuviera seguidamente. Me quedaban seis segundos para decidir. Observé de reojo que el camarero pasaba de todo. Cuando el dos de la cuenta pasó a uno presioné el botón de START. La segunda partida fue mucho mejor, y la suma de ambas ofrecía una puntuación notable que ya superaba a las inscritas.
Pero yo quería más.
Perdí el control, no dominé la ambición, se me fue la cabeza, no tenía límite. Quería esa maravillosa mierda de trofeo en mi casa, para gritarle al mundo que había ganado un campeonato de Tetris, aunque en el Chapa lo llamaran Testris. Necesitaba esa gloria mínima. Aquella copa con latón y falso mármol era más que un premio, era una forma de vida.
La gran ventaja sobre el resto de los participantes era que mi idiotez no conocía vergüenza.
Por supuesto, también sumé la tercera partida a los puntos obtenidos. Y ya puestos, la cuarta, qué carajo. Avisé al camarero cuando apareció el GAME OVER. La máquina permitía firmar el récord con tres iniciales y yo siempre escribía SEX. El indolente se sorprendió al ver la puntuación y la repitió en voz alta con un levísimo tono que no supe si interrogaba o exclamaba:
—Doscientos quince mil cuatrocientos puntos…
—Pues sí —repliqué temiendo que aquel cenutrio hubiera desarrollado capacidades deductivas para sospechar de mi hazaña postiza y adivinar la trampa.
Nos miramos de nuevo a los ojos. Su expresión era neutra y del todo inescrutable. En mi rostro, sin embargo, se leía DELITO como en letras de neón. Bastaba verme la cara para que un jurado popular me declarara culpable de fraude evidente, tosco disimulo y presunción de idiotez, pero, afortunadamente, mi único fiscal era el sobrino del dueño del Chapa.
Pilló el rotulador y me preguntó con qué nombre me apuntaba.
—Pepe Sex —respondí sin titubear.
Observé cómo escribía con sumo cuidado y desigual resultado el total de seis cifras. Terminó la tarea como el maestro egipcio que acabara de adornar la tumba del faraón. Al darse la vuelta y comprobar que yo seguía en el local, compuso un gesto de franca incomodidad.
—¿Y ahora qué? —pregunté intrigado por la mecánica del campeonato.
Inició la respuesta con sus dos palabras comodín:
—Pues nada… La puntuación más alta a final de mes se lleva la copa —remató, señalando aquel engendro en forma de trofeo.
—¿Si nadie me supera antes del día 1, me llevo la copa?
Mi insistencia le estaba poniendo de los nervios. Eché otro vistazo a la cartulina, comprobé la notable cantidad de puntos que le sacaba al segundo clasificado y me fui del bar pensando que aquel trofeo tenía que ser mío. Quedaban veintiún días de mes. El Chapa no tenía mucha clientela y su Tetris menos todavía. Era importante que nadie supiera sobre el torneo para evitar migraciones de grandes jugadores, como el camarero del Muralla, que disponía de entrenamiento gratuito en su local. Además, contaba con la ventaja de vivir enfrente; podía controlar las puntuaciones a diario y, en el caso de que algún campeón mundial superara la mía, tendría margen de maniobra para mejorarla. Podría reunir monedas de sobra y pasar las últimas horas del día 31 amorrado a la máquina para que nadie me arrebatara la victoria en el suspiro final.
Grandes esfuerzos. Pequeñas metas. Minúsculos logros. Ambición de pez.
Durante los últimos días del mes comprobé que nadie superaba mi récord. No me costó mucho porque no se inscribió ni un solo jugador más. Lo fácil sería pensar que el campeonato había fracasado por falta de interés, pero esa idea empequeñecía todavía más mi raquítico triunfo. Decidí que al no poder superar mi récord, la gente ni se apuntaba en la cartulina. Quizá algún chaval se había dejado la vista y los ahorros jugando sin cesar, siempre a horas en las que yo no estaba cerca; puede que incluso empezara a delinquir para pagarse el vicio, obsesionado con ganar aquel trofeo limpiamente. Al principio habrían sido pequeños hurtos, después tirones de bolso, por fin, atracos a farmacias. A lo mejor, la desesperación le había llevado a los porros y de ahí al jaco, ya se sabe. Mi entrenamiento en la culpa y el remordimiento daba sus frutos en forma de razonamiento esquizoide. En los recreativos sería un timo, pero elucubrando de manera autolesiva era insuperable.
El 1 de junio, a primera hora de la tarde, entré en el Chapa. A estas alturas me avergonzaba tanto de aquella diminuta estafa que nadie en mi entorno la conocía. Había fantaseado con la idea de recibir el trofeo rodeado de amigotes que aclamaran mi gesta, pero entonces tendría que aclarar el fraude y explicarles por qué no les había comentado la existencia del campeonato.
Como era habitual, el bar estaba vacío. La ausencia de testigos me animó a consumar la fechoría. El camarero me recibió con la misma indiferencia inanimada de siempre. Se incorporó hacia el mostrador y me miró como si no supiera qué venía a buscar.
—¿Qué va a ser? —preguntó de forma neutra.
Hostia. Ni se acuerda.
—Vengo a por la copa —dije, señalando la cartulina.
La miró como si nunca la hubiera visto y después observó el calendario que había colgado en la pared. Cerciorarse de que ya estábamos en junio le llevó un rato largo. Por fin, se giró hacia la estantería, agarró el trofeo y lo depositó en la barra, delante de mí, sin decir palabra.
Observé la copa con una extraña mezcla de orgullo culpable y asco genuino. Se le había acumulado polvo en el borde del cristal y sobre los laureles de latón.
—¿Ya está? —pregunté, casi mosqueado ante tanta desidia.
No respondió, pero su mirada dejaba claro que era lo que había. Ni más ni, sobre todo, menos, porque menos no podía ser. Cogí el armatoste y lo tanteé en mis manos mientras leía la plaquita grabada en su pedestal. Era más pesado de lo que parecía a simple vista. Miré de nuevo al camarero y me invadió la imperiosa necesidad de hacer una tontería, así que lo levanté con ambas manos sobre la cabeza mientras imitaba con la boca el sonido de una masa vociferante. El cabrón aquel ni siquiera sonrió. Se la pelaba. Bajé los brazos, musité «gracias» —aún no sé por qué— y me fui con el trasto.
Había hecho trampa en un concurso sin participantes para llevarme un trofeo de mierda. Tres semanas pendiente de aquella farsa para obtener una copa grande, fea y pesada que no servía ni como adorno.
La historia de mi vida.
Aquellos exámenes finales serían los últimos para los compañeros que se habían aplicado durante los cinco años anteriores. Si todo iba bien, viviría dentro de un año esa sensación de salto al vacío que supone acabar la carrera. No podía ser peor que la incertidumbre que sentí al entrar en la universidad, que a su vez había sido peor que el día que aterricé en California para estudiar COU. A lo mejor la vida era eso: continuos saltos al vacío. Te acostumbras a una etapa de tu existencia y, cuando estás hecho a ella, descubres que sólo es un trampolín más desde el que debes saltar sin saber dónde caerás.
No estaba motivado para acabar la carrera. No tenía horizonte ni metas concretas fuera de la facultad. Lo que sí me estimulaba era contar con Bosco y Urtubi para el siguiente curso, me alegraba tener un año más de vida disipada y lo disfrutaba como una prórroga que retrasaba la inmersión en la definitiva vida adulta.
Peter Pan era un anciano a mi lado.
Pero ahora lo más inmediato era despedirse de los amigos que acababan sus estudios. Como no formábamos parte de sólidas pandillas, sabía que aquel mes era el inicio de un adiós paulatino, por mucho que pensáramos que el vínculo era indestructible. Lo había experimentado un año atrás, cuando se licenció la mayoría de mi promoción; diez meses después apenas mantenía relación con aquellos buenos amigos y grandes amigas con quienes había compartido aula durante cinco años. Las excusas oficiales eran la distancia geográfica, las oposiciones, los cambios de ritmo, la adquisición de nuevas responsabilidades o la repentina madurez, aunque todo guardaba relación con una genuina y legítima falta de interés. Con el tiempo, retomar contactos se parecía más a rebobinar que a una verdadera necesidad. Tenía sentido que a todos acabara dándonos pereza.
Arturo se había apuntado conmigo para ir a ver a los Rolling Stones en Madrid, lo cual suponía un inmejorable canto de cisne a nuestra amistad universitaria. La fecha del concierto le encajaba perfectamente en su calendario de exámenes, pues el que tenía dos días después era «un mero trámite». Me lo dijo con esas palabras y me entraron ganas de azotarlo por su bien.
La despedida de Sara era distinta.
Al año siguiente de acabar la carrera, Sara se iba a casar con Alberto, su novio de toda la vida. Era algo que tenía clarísimo y que nos había explicado más veces de las que nos gustaría haberlo oído. Según ella, Alberto era culto, atento y adorable. Era cinco años mayor, había estudiado empresariales y dirigía un próspero negocio familiar. No teníamos nada que hacer contra ese superhéroe al que, por cierto, jamás llegamos a conocer. A Sara le gustaba señalar que era prueba de cuánto confiaba en ella, aunque yo pensaba que probablemente no tenía el más mínimo interés en tratar con niñatos proclives al desfase. Él se lo perdía.
Aquella tarde había decidido estudiar en la biblioteca de Filología, con la intención de que se me pegara algo del ambiente de seria trascendencia que impregnaba ese tipo de estancias en febrero, junio y septiembre. En la plaza de la facultad me encontré con Sara, que se iba a casa tras lo que supuse una verdadera y fructífera jornada de estudio en la misma biblioteca a la que yo iba a pasar el rato. Me recibió con esa sonrisa que le iluminaba el rostro.
—¡Pepe! ¿Qué tal?
Siempre saludaba como si hiciera mucho tiempo que no te veía. Quería engañarme a mí mismo pensando que realmente le hacía muy feliz haberme encontrado, pero, sin negar nuestra amistad, era cierto que mostraba ese afectuoso entusiasmo con todo el mundo.
—¿Y Amelia? —pregunté extrañado ante la ausencia del doberman.
—Está mala, ¡me ha dejado solita! —bromeó, encogiendo los hombros y abriendo mucho los ojos antes de iluminar de nuevo el universo con su sonrisa. Hasta los diminutivos le quedaban bien.
Le dije que me dirigía a la biblioteca y noté que mi actitud responsable le causaba buena impresión. Me gustaba responder a sus altas expectativas, pero como tantas veces, necesité exagerar mis buenas intenciones y me lancé a mentir sobre mi concienzuda planificación para aquellos exámenes, a lo que ella respondió con una lógica aplastante que en cualquier otra persona habría sonado a sarcasmo cortante:
—Jo, qué pena que sólo te examines de tres…
En realidad eran dos, porque había decidido dejar una para septiembre, pero, en vez de confesarlo, callé como un perro y asentí con resignación. De pronto, algo se activó en su mecanismo cerebral y me hizo la más inesperada propuesta que podría haber imaginado:
—Venga, va, ¿te tomas un café en El Mundo antes de irte a la biblio?
¿Sara me proponía tomar algo FUERA de la facultad?
—¿En El Mundo? —balbuceé a duras penas.
—¡Sí! —exclamó con el ímpetu propio de quien se emociona por todo, aunque enseguida marcó límites—. Tengo cinco minutitos, antes de que empieces a estudiar…
Acepté con un entusiasmo que a ella le pareció normal, pero que cualquier psiquiatra habría tratado con ansiolíticos. Quería a Sara sólo para mí, aunque fuera en el fugaz trance de un cafelito, así que supliqué mentalmente: «Señor, haz que no aparezca ninguno de nuestros amigotes». Siempre que suplicaba en silencio, lo que mucha gente llama «rezar», pensaba en ese «Señor» que la educación católica me había inoculado de pequeño; me gustaría poder rogarle a cualquier otra deidad —Buda, Stefan Edberg, Obi-Wan Kenobi, Taco Bell—, pero la fuerza de la costumbre es más poderosa que la de la razón.
Era una hora tranquila en El Mundo, tanto que hasta las mesas estaban disponibles. Sara ocupó una silla al lado del ventanal; el sol clareaba ligeramente su melena y me pareció que ese efecto subrayaba el aura angelical que siempre la acompañaba. Además, nadie jugaba en la CANASTA 86, lo cual nos habría obligado a gritar para entendernos. Sara pidió un descafeinado y yo la imité, aunque por dentro me moría por una caja de cervezas bien frías para celebrar aquella fabulosa alineación de planetas. Ernesto acercó enseguida las tazas a la barra y me levanté a por ellas; mientras pagaba las ciento diez pesetas, guiñó un ojo y me susurró:
—No dejes para mañana comida, hembra o vino.
Le respondí con un bufido, molesto porque me tratara como siempre solía hacerlo en vez de como al galán enamorado y delicado que hoy quería ser. Me senté junto a Sara y bendije que el minúsculo mobiliario de El Mundo no permitiera grandes distancias entre los clientes.
Era el hombre más afortunado de la Tierra. Ella hablaba, gesticulaba, escuchaba con atención, preguntaba con interés y reía mis ocurrencias, por nimias que fueran. Era muy fácil sentirte bien a su lado, tenía el don para hacerlo y la generosidad para compartir su felicidad. Pronto salió el tema del final que se acercaba; ella acababa los exámenes y la carrera en dos semanas, y a finales de junio dejaría la residencia de estudiantes para siempre, se iría a casa de sus padres a pasar el verano y en septiembre se instalaría en el piso de Alberto. La miraba embelesado, no sólo por su belleza y carisma, también por esa determinación, claridad y seguridad a la hora de definir su futuro. Si lo comparaba con mis perspectivas, igual me desmoronaba.
Era uno de esos días en los que carpe diem me sonaba a «mierda» escrito al revés.
Sara se puso seria poco a poco, sin perder el tono cariñoso. Cuando dijo que de verdad agradecía mi amistad, me sentí un desgraciado. Mi respeto tenía más que ver con la inseguridad ante su belleza y aplomo que con un sincero acatamiento de su elección de vida. Reconocía que la frecuencia en el trato había minado mi apocamiento del primer año, pero habría empujado a Alberto de un tren en marcha sólo para rozarme con su novia. Además, si Sara supiera las retorcidas fantasías sexuales que le había dedicado en mis pajas, probablemente llamaría a la policía.
Lo único que me salvaba era sentir que en los últimos meses, quizás agobiado por la inminencia de su partida, había empezado a valorarla en su justa medida, más allá de la atracción física y del hipnótico influjo que su personalidad ejercía sobre mí. Sara era una buena persona, y ahora, en esta despedida anticipada en la que se había convertido el cafelito de marras, me asaltó la certeza de que jamás tendría una mujer como ella en mi vida.
—Te quiero, Sara —murmuré bajito.
Sonrió maternalmente. Se lo tomaba como una expresión de sincera amistad y respondió que también me quería. Añadió que tenía que irse. Me levanté con el ánimo de un condenado a muerte que, por falta de presupuesto para contratar a un verdugo, tuviera que colocarse él mismo la soga al cuello. Antes de salir, dirigí la vista hacia Ernesto, situado al fondo del bar. En un fabuloso arranque de inoportunismo, no tuvo mejor ocurrencia que despedirse levantando el pulgar.
En la calle, Sara me dedicó una mirada agradecida. Nos separábamos porque se suponía que tenía que irme a la biblioteca, malditas las ganas. Entonces me acarició un brazo muy fuerte, igual que hacía mi abuela, dejando claro que todo era afecto y nada más.
—Bueno, Pepe… Ya nos vemos, ¿vale?
Ya nos vemos.
Quería a esa mujer. La quería para mí. Aquella despedida era para siempre, no podía dejarla ir sin más.
La abracé.
Y ella respondió de igual manera.
Nos apretamos fuerte, muy pegados porque éramos almas gemelas, nuestra amistad estaba por encima de todo, nada ni nadie podría romper ese vínculo.
De repente, se apartó con gesto serio y distante.
Había notado mi erección.
Pasé las dos primeras semanas de junio encerrado en casa, estudiando mientras grababa chuletas en los Bic, si es que ambas tareas no eran la misma cosa, que nunca lo tuve claro. Sólo salí para hacer los dos exámenes pendientes: uno me salió regular y el otro casi regular.
Podía pasar cualquier cosa.
El último test fue justo el día antes del concierto de los Rolling Stones, lo cual me dejaba la mente despejada para disfrutar con un concierto que llevaba esperando desde que tenía uso de razón musical. Esa tarde me fui de la facultad a casa de Arturo para compartir nervios y repasar los discos que teníamos del grupo: cuatro elepés y tres cintas.
Un día antes, mi previsor amigo había comprado el periódico para leer la crónica de los dos bolos que habían ofrecido esa misma semana en Barcelona. La reseña mencionaba el inmenso escenario, el incansable Mick Jagger o el estilo sucio de Richards y aparecían títulos como Honky Tonk Women, Brown Sugar o Satisfaction, que nos hicieron hervir de emoción. También nos entretuvimos en discusiones triviales que sólo magnificaban nuestra excitación ante la aventura que viviríamos al día siguiente. Arturo, por ejemplo, se ponía malo cada vez que los llamaban «sus satánicas majestades». Y yo me negaba a decir «los Rolling» porque sonaba mejor «los Stones», que era como los llamaban los ingleses. Otros temas de acalorada discusión incluían dilucidar si Jagger era más importante que Richards, elegir entre Mick Taylor y Ron Wood, precisar los tres mejores elepés de la banda, discernir si el gesto de Charlie Watts era coña o apatía y magnificar la relación de amor odio que teníamos con Bill Wyman.
Nos diferenciábamos de las colegialas en que no llevábamos faldas.
Por fin, aquel sábado 16 de junio de 1990, dos autobuses cargados con una extraña fauna compuesta por rockeros de la vieja guardia, veinteañeros sin tribu, maduros despistados y algún que otro pibón partieron rumbo a Madrid. El plan era salir al mediodía desde la plaza del ayuntamiento, comer sobre las dos en un área de servicio cercana a Madrid y bajarnos en el Vicente Calderón antes de las cuatro porque las puertas del estadio abrirían a las seis de la tarde.
Cumplimos las etapas sin grandes retrasos en un autocar muy alejado del concepto «autopullman de lujo» que rezaban las fotocopias colgadas en los bares de la zona. El organizador, viejo zorro que lo mismo montaba viajes a Lourdes que excursiones a Benidorm, sabía que, llegado el momento, habríamos aceptado ir en zancos si fuera necesario. La decepción inicial dio paso a un amago de protesta que se diluyó en cuanto empezó a sonar el Let’s Spend the Night Together en el estéreo del desvencijado autobús, convertido por obra y gracia de los Stones en la carroza de ensueño.
En una vieja bolsa de deporte, Arturo y yo transportábamos cuatro bocatas, una botella de ginebra y dos litros de limonada, además de tres litronas de cerveza fría que pillamos en un súper justo antes de subir al bus. No podríamos meter nada de eso en el campo; la idea era comernos y bebernos el contenido de la bolsa y después abandonarla a su suerte. No éramos los únicos que habíamos planeado el colocón; el trajín de whisky, ron, vodka, costo, maría, farlopa, speed y pastillas habría dejado a Tony Montana en mero aficionado.
La carroza tenía droga y alcohol como para colocar a dos países pequeñitos.
Antes de la parada técnica para comernos los bocatas, ya tuvimos un par de bajas entre el ejército del rock; uno de ellos, con rala melena heavy y un chaleco con la lengua de los Stones cosida en la espalda, ya borracho antes de salir, se durmió nada más arrancar y despertó para vomitar en la escalera central del bus. Al otro le sentó mal mezclar whisky con un potentísimo porro de marihuana que hacía las delicias incluso de los que no fumábamos, y también potó mientras sonaba el Fool to Cry, que no es canción para vomitar, por favor.
Al llegar al Calderón nos impregnamos de esa electricidad que crean y transmiten las multitudes de fans de lo que sea. La borrachera también ayudaba, pero Arturo y yo teníamos un plan que iba más allá del colocazo. Nosotros íbamos A VER a los Rolling Stones, no queríamos seguir el concierto por las enormes pantallas, queríamos posar nuestros ojos en las arrugas de Keith, la bocaza de Mick, el peinado de Ron, la seriedad de Bill y la despreocupación de Charlie. Nuestro empeño pasaba por meternos en la multitud que se agolparía en las primeras filas. Iba a ser un infierno y nuestra única arma sería la determinación de no desfallecer ni en las peores circunstancias.
—Estamos en una misión de Dios —repetíamos cada poco, parafraseando al Elwood de los Blues Brothers.
Una vez dentro, liberados de la carga, paseamos por el recinto empapándonos del ambiente y gastando las penúltimas reservas de pasta en las cervezas que vendían en las barras del estadio. Nuestro psicópata plan para aguantar en primera fila incluía disminuir la ingesta de alcohol y mear a conciencia para no tener que salir de la melé. De pronto, nos cruzamos con unos cuantos pasajeros del autobús y nos fundimos en un abrazo como hermanos que se reencuentran tras una guerra civil. Uno de ellos me pasó un artículo que había salido ese mismo día en El País: como solía ocurrir con la información sobre cualquier macroconcierto, hablaba de vatios, generadores, toneladas, trabajadores, seguridad y tráilers, pero también incluía declaraciones del jefe de producción de la gira explicando que el billar instalado en los camerinos era muy importante porque el grupo llegaba a las cuatro de la tarde para probar sonido y esa mesa era «la única manera» que tenían «para no morir de aburrimiento». Se lo leí en voz alta a Arturo, que reaccionó con la indignación que esperaba:
—¿Qué mierda dice este tío? ¿Un Rolling Stone jugando al puto billar para no morirse de aburrimiento? ¿Y qué hacen para pasárselo bien? ¿Punto de cruz?
Lo habíamos hablado el día anterior. ¿Cómo sería estar en la cabeza de Keith Richards? Si, de repente, un mago loco me metiera en su mente, ¿podría soportarlo o me estallaría el cerebro a lo Scanners? ¿En qué pensaba Mick Jagger a solas, por ejemplo, en el váter? ¿Era Ron Wood consciente de la importancia de ser Ron Wood? A veces, dependiendo de la cantidad de cervezas que me hubiera tomado, imaginaba que los miembros de los Rolling Stones, por el simple hecho de pertenecer al grupo, estaban provistos de un aura que les inmunizaba contra sensaciones mundanas como el miedo, la inseguridad, la tristeza y, por supuesto, el aburrimiento: si un Stone jugaba al billar era porque le daba la gana, ¡no porque tuviera que combatir el tedio!
A eso de las ocho iniciamos nuestra misión de Dios. Tras una última visita a los baños para descargar cualquier rastro de orín, avanzamos hacia el escenario. A medio camino entre la mesa de sonido y el foso, la tarea se tornó ingrata; precisaba mucha paciencia, mano izquierda y constancia. A las nueve tocaban los Gun como teloneros y habíamos previsto que el aglutinamiento que provocaría su salida sería buen momento para avanzar varios metros. Así ocurrió. Cuando los escoceses iniciaron su bolo, aprovechamos la confusión para adentrarnos más aún en la marea. La masificación era agobiante por momentos, pero la cercanía del escenario compensaba el esfuerzo. Nuestro plan de jóvenes castores también había previsto la compra de un litro de agua cuyo transporte nos íbamos turnando bajo la premisa de beber pequeños sorbos.
Ni Lawrence de Arabia atravesando el Sáhara habría estado tan concienciado.
Se fueron los Gun y creció el nerviosismo a nuestro alrededor. Las primeras filas se convirtieron en una sola masa, un continente que se movía hacia el frontal del escenario. Hacía rato que no hablábamos; habíamos agotado los temas, pero también administrábamos fuerzas para las dos horas largas de concierto que nos quedaban por delante. El cielo era más oscuro que claro cuando se apagaron las luces exteriores mientras sonaba una grabación, voluminosa e ininteligible, de instrumentos superpuestos. Miré a Arturo e imaginé que yo tendría la misma cara de perturbado: la adrenalina nos convertía en pasajeros de una montaña rusa elevándose poco a poco al punto más alto para iniciar un viaje cuya velocidad nos anudaría el estómago. Nos apretamos más todavía, literalmente rodeados de gente, pegados a otras personas, luchando por permanecer en el sitio ganado a pulso, haciendo fuerza contra el suelo y los demás, empujando a la vez que éramos empujados, manteniendo la posición con todo lo necesario a la vista, centrados y equidistantes de las pantallas laterales.
La música cesó de golpe.
Varias llamas de fuego se elevaron verticales desde el frontal del escenario.
Y empezó el juicio final.
Estaba tan cerca del escenario que sentí en el rostro el calor de aquellas llamaradas disparadas hacia el cielo de Madrid. Fue como si Godzilla me lamiera la cara. Tuve tiempo en ese fugaz instante de reconocer los dos primeros acordes de Start Me Up, pero la presión del público por ambos laterales se concentró en una fuerza desatada que buscó su salida natural en sentido contrario al escenario. Salimos despedidos hacia atrás, como tragados por una ola furiosa; en un par de segundos perdimos los metros ganados con el sudor de la frente. En ese latigazo extravié a Arturo, al que ya no encontraría hasta después del concierto. Pude ver fugazmente a Mick Jagger mientras la multitud me alejaba de él irremediablemente, pero no tuve tiempo de lamentarme: la fuerza de una ola en retirada se transforma en otra que avanza imperiosa hacia la orilla, y eso fue lo que ocurrió. No éramos gente, éramos guijarros a merced de la corriente. Un nuevo impulso masivo me lanzó hacia delante, recuperando los metros perdidos e incluso avanzando más que al principio, aunque todavía incapaz de clavarme en tierra firme. Hubo una fracción de segundo en la que mis pies no tocaron suelo, no por levitar con la música, sino por puro empuje multidireccional. No era dueño de mi posición, las leyes físicas de la multitud nos manejaban a su antojo como un trapo en la boca de un rottweiler frenético. El logotipo del perro rabioso que presidía la gira europea cobraba pleno sentido. En otro efímero vistazo divisé a Keith, pero no me estaba enterando de aquella primera canción, que además era una de mis favoritas. El caos seguía instalado en el infierno: a los empujones de supervivencia se unían desmayos y lipotimias de gente que, después de haberse tirado toda la tarde al sol, apenas podía respirar. Los sacábamos entre todos, en volandas, formando una impecable cadena de solidaridad en la que nuestras manos funcionaban como una cinta de transporte.
Menos mal que sólo se desmayaban personas menudas.
Llegué a pensar que si todo el bolo de los Stones consistía en aquel juego de codazos cordiales, vigilancia obsesiva para no caer al suelo y angustiosa constancia en la posición, iban a ser las dos horas más largas y penosas de mi vida, pero la educadísima batalla campal amainó poco a poco tras el Start Me Up. Le siguió una canción que me sonaba de su último elepé; el hecho de que no fuera muy conocida funcionó como bálsamo para la muchedumbre, que parecía tomar aire como un rinoceronte hiperventilado después de haber trotado más de la cuenta. Entre teclistas, vientos y coros conté diez músicos adicionales al quinteto original. Ellos sí tenían sitio de sobra.
Y entonces fueron sonando Tumbling Dice o Miss You, y todo se calmó con Almost Hear You Sigh, una balada que propició el cese total de hostilidades entre las primeras filas. Ahí reparé en la chica que tenía delante, una rubia menuda a la que no tenía más remedio que estar muy pegado porque las distancias de seguridad ni se contemplaban. Notaba sus nalgas contra la parte alta de mis muslos y mi paquete alojado en sus riñones. Sabía que la erección sería inevitable si seguía concentrándome en esas percepciones, así que de pronto, en mitad del concierto que llevaba meses esperando, me sumergí en pensamientos neutros que alejaran la tentación de mis genitales.
Menos mal que llegaron Ruby Tuesday, Honky Tonk Women, durante la que desplegaron dos gigantescas mujeres hinchables, o el You Can’t Always Get What You Want, que yo asociaba al inicio de la película Reencuentro. Por el medio había otras canciones de las que no podría decir el título ni bajo tortura: no porque no los recordara, sino porque nunca los había sabido. Unas no me decían gran cosa y otras, directamente, no me gustaban.
La cortés mitomanía no quita la valiente incoherencia.
La gente se volvía loca cuando Jagger se descolgaba con alguna frase en español, aunque sonara a gag de doña Croqueta:
—Perrrfecto Madrid, ¿qué tal va todo? Estamos muy contentos de esta vuelta aquí…
De vez en cuando, en el arranque de algún tema mítico, se dejaba sentir una tímida ola de empuje, réplica del terremoto inicial, pero los asentados ya éramos como el fondo de coral en Pipeline. Yo había acabado más bien a la derecha del escenario, en la zona de Wyman, que también era un poco la de Keith, que se acercaba de vez en cuando a Ron, mientras Mick no paraba de caminar de lado a lado. No sé cuántos kilómetros se hacía en cada bolo, pero tenía mejor forma física a sus cuarenta y siete años que todo el público, empezando por mí mismo.
Vete a la mierda, Mick. Haz algo mal, cabrón.
Así de fina es la línea que separa la admiración de la envidia.
Entonces, como escuchando mi involuntaria plegaria de odio, el cantante desapareció de escena y el protagonismo absoluto pasó a manos de Keith, que no tardó en gritar «One, two, three!» para cantar su Can’t Be Seen.
Y entonces me ocurrió algo extraño.
Supongo que llevaba un buen rato estabilizado en mi sitio después de la dura batalla del principio y había comenzado a disfrutar de los detalles, o puede que esa canción en concreto, también del último disco, era la que más veces había escuchado en las semanas previas al concierto, no lo sé, pero de repente tomé conciencia de estar viendo a los Rolling Stones. Keith cantaba los versos «I just got obscene with you / I don’t stand a chance with you» con esos acordes que me sabía de memoria, los coros completaban la voz rota de Richards alargando el «I just can’t be seen», y yo empecé a sentir una emoción intensa, casi tangible. Sin saber por qué, se me encharcaron los ojos de pura felicidad, sabiendo además que aquel tema era el menos indicado para que me invadiera tanto sentimiento, y sonreí porque era feliz, y me froté los ojos, no porque creyera estar soñando, sino porque si no lo hacía empezaría a llorar de verdad, sin barreras, y miré de reojo las pantallas que retransmitían el concierto porque temía que me enfocaran por casualidad y todo el Vicente Calderón, al verme llorar con el Can’t Be Seen, pensara que era un histérico fan sin criterio, y a lo mejor el propio Keith flipaba al descubrirme tan sensible con una canción que celebra un alegre adulterio obsceno, y mis lágrimas podrían bajarle el cuadro, y acabaría señalándome para gritar por el micro:
—A ver, seguridad, ¡sacadme a esta nenaza del estadio!
En el tramo final sonaron Sympathy for the Devil, Street Fighting Man, Gimme Shelter, It’s Only Rock and Roll y Brown Sugar, así, del tirón, sin pararse un poquito, y volvieron los empujones y el amago de locura, pero todos llevábamos demasiadas horas encima. Me habría gustado decir que viví todas esas canciones en un trance de entrega mística, levitando ligeramente y conectando con cada acorde como si las cuerdas de sus guitarras fueran mis huesos, y la música mi sangre y las luces mi sistema nervioso, y todo el concierto se hubiera convertido en mi cuerpo, todos para uno y Pepe para los Stones.
Pero no fue así exactamente.
De vez en cuando, tras el alegre impacto inicial de algún famoso riff, se me iba la olla en medio de la canción de marras. Mi mente, fiel a su habitual dispersión, vagaba libre pensando en la birra que me tomaría en cuanto acabara aquello o en el cansancio que notaba tras tantas horas de pie en medio del gentío. Y entonces, me obligaba a devolver mis sentidos al evento histórico que estaba viviendo y me ponía de puntillas para vislumbrar el careto de Charlie Watts, intentaba memorizar los imprevisibles movimientos de Richards o me fijaba en la cara de coña de Ronnie. Al que más tiempo veía era a Bill Wyman, siempre impertérrito, todo el rato con cara de palo, el mástil del bajo por encima de una imaginaria línea paralela al suelo, sin mover un músculo de la cara, sonriendo un poco cuando Mick lo presentó en español como «el grande, el magnífico» y sin abandonar en ningún momento la actitud de «esto sólo es un trabajo».
A ratos me daba por pensar que su rostro pétreo era lo más auténtico de aquella noche.
En realidad, sólo luchaba con mis demonios interiores. El rock era cerveza, y ver a los Stones sin una caña de vez en cuando era casi una tortura. El diablo rojo sentado en mi hombro izquierdo quería que admitiera que el espectáculo se me estaba haciendo largo. Lo malo es que el ángel blanco en mi otro hombro decía que, para una vez que el malo tenía razón, no iba a contradecirlo.
Se fue la banda tras un orgiástico Jumpin’ Jack Flash y enseguida aparecieron para el bis con un acorde de despiste, pero que era Satisfaction, claro, y el estadio entero se volvió loco hasta que acabó la música. Me faltaban muchas canciones. No habían tocado Out of Time, Under My Thumb, Sweet Virginia, Beast of Burden, She’s So Cold, Little T&A o Waiting on a Friend, cómo podían hacerme esto a mí, que había venido de tan lejos. No cabía decepción alguna porque todos aplaudimos, silbamos y gritamos, exhaustos y felices, mientras los quince músicos en escena, entrelazados, saludaban burlones, satisfechos, bromistas. Y de pronto, en una impecable coreografía de retirada, los diez magníficos empleados contratados desaparecieron al mismo tiempo para que los cinco que contaban, sólo ellos, permanecieran bajo el foco recibiendo una redoblada, histérica y rendida ovación, aunque un tipo muy borracho a mi lado empezara a gritar «¡Brian Jones!», quién sabe por qué. Estaba viendo a los cinco Stones con mis propios ojos y no por las pantallas, podía dar fe de que no eran un holograma, que eran reales, que aquellos músicos fundamentales en la historia del rock and roll estaban en ese momento en Madrid, complacidos, extenuados, sonriendo y dejándose querer en perfecta comunión con los anhelos de varias generaciones. Tenía que grabar esa imagen a fuego en mi memoria.
Al fin y al cabo, era la última gira de los Rolling Stones.
Bueno, casi seguro.
El mes acabó con la mejor noticia: dos aprobados justitos en los exámenes a los que me había presentado. Se comentaba que, en uno de ellos, la profesora, una mujer apática y tosca, concedía aprobado general debido a su inminente boda con un catedrático australiano, que la llevaría a vivir lejos de España. No me importaba la razón, bendita fuera la sagrada institución del matrimonio si esa había sido la causa. Aquellos cincos raspados suponían dos asignaturas menos en mi carrera hacia… la nada.
Bueno, mejor no pensar en eso ahora.
El curso terminó sin grandes celebraciones. Bosco, Urtubi y yo perdimos otro buen puñado de conocidos que habían cumplido con su cometido de acabar la carrera en un tiempo razonable. Planeamos una fiesta de despedida entre todos, pero no hubo acuerdo en la fecha y la dejamos para más adelante, que en nuestra jerga tácita quería decir «nunca». Arturo, Amelia y Sara ya eran licenciados; el primero se fue a pasar el verano a la casa de sus abuelos y en septiembre se iba a Berlín con una beca. De Amelia no supe nada ni me interesaba. Y luego estaba Sara.
Sara.
Ni siquiera la había vuelto a ver desde aquel cafelito en El Mundo. Quería reiterarle mis disculpas por aquella erección fuera de contexto. En su momento balbuceé un «perdón», me puse colorado y no supe reaccionar cuando ella se fue bufando, ofendida por la traición de los cuerpos cavernosos de su presunto amigo. En aquel momento, cuando Sara deshizo nuestro abrazo con un mohín de despecho, me habría gustado sacar un machete de algún bolsillo misterioso para cortarme la polla de un preciso tajo ninja, arrodillarme ante ella y ofrecérsela como sacrificio mientras el muñón, coleando furioso como una manguera descontrolada, chorreaba su pastosa crema de sangre, orina y semen.
Y tomando la bella Sara el miembro amputado de Pepe, alzolo por encima de su cabeza, ofrecióselo a los dioses y procedió a desgarrarlo a mordiscos, escupiendo trozos al suelo para pisotearlos sin piedad, fuera de sí, roja de ira y loca de furia.
Jandro, que había tenido malas experiencias con estudiantes en el pasado, estaba encantado con nosotros y propuso cobrarnos la mitad de alquiler en julio y agosto con la condición de que siguiéramos el siguiente curso. A Christoph se le terminaba la beca, pero una academia le había ofrecido un contrato como profesor de alemán. Decidió quedarse un año más para probar y exprimir esa vida española que tanto le gustaba.
Todo encajaba como un Tetris sin trampas.
En el viaje de vuelta a casa de mis padres barrunté las parcas posibilidades de verano que tenía por delante. Mi madre me recibió con alborozo, mi padre sin aspavientos y mi hermano con indiferencia. Todo en orden.
—Oye, que tienes carta de Juanín —dijo despreocupadamente mi madre. Su sentido arácnido le indicaba que eso siempre era una buena noticia para mí. Ignoré que pronunciara mal el nombre de Janine. No había maldad. Eso sí: que mi padre y mi hermano no oyeran que la llamaba Juanín porque se reirían de mí hasta el fin de mis días.
—¿Carta o postal?
—Carta, carta, ¡y el sobre es rosa! —añadió muy sonriente antes de rebuscarla en una estantería—. Llegó el lunes, se me olvidó avisarte…
En efecto: carta de Janine. Un sobre, igual que los primeros que me enviaba al volver de California, con su inconfundible letra redondeada en el frontal y dos estampillas con la bandera de USA. La fecha del matasellos era de hace un mes.
—Mamá, ¿de verdad llegó el lunes?
—Bueno, o la semana pasada, no sé…
Es verdad que algunas cartas se retrasaban porque sí, pero conocía bien a mi madre y sabía que se estaba haciendo la despistada; se le había traspapelado, no había duda, pero me daba un poco igual. Supuse que en esa carta Janine contaría cómo había sido la boda, explicaría los cambios de su nueva vida de casada y hablaría de sus previsiones de futuro, seguro que planeaban niños y todo el tema. El gesto de contármelo por carta, frente a la aséptica postal en la que me había anunciado el evento, era típico de ella, tan cuidadosa, detallista y cariñosa como siempre. Mi madre me observaba con los brazos en jarra y mueca de chiquilla curiosa. Esperaba que abriera el sobre delante de ella. Seguro que le habría encantado que se la tradujera en voz alta. Le di un beso para que no insistiera ni con la mirada y me fui a la habitación de invitados, que durante el verano era la mía. Me senté en la cama y sopesé una vez más el sobre rosa sin querer abrirlo todavía. Parecía que me habían dado una sentencia del juzgado. Condenado a muerte por desamor.
Rasgué el sobre y leí los dos folios.
Según avanzaba, crecía mi nerviosismo.
Al acabar la carta, el corazón me latía muy deprisa. Tuve que repasarla con calma para asegurarme de que había entendido bien.
Janine y su marido viajaban a Europa a finales del verano. Visitarían varios países y planeaban pasar cuatro días en Barcelona porque Mark tenía algún tipo de negocio relacionado con los Juegos Olímpicos que se celebrarían allí en dos años. Me decía que ignoraba si yo vivía lejos de esa ciudad o si podría acercarme, pero, por si acaso, me indicaba que ellos tendrían libre el domingo 2 de septiembre. Añadía que nada le hacía más ilusión que verme de nuevo y poder presentarme a Mark.
Grité de alegría. Literalmente. También me puse a saltar por la habitación. Iba a ver a Janine. Casada con un maromo, vale, pero iba a verla.
Eso era mucho más de lo que podía esperar de la vida.