Castles Made of Sand
FEBRERO, 1990

Una de las mayores penurias de mi piso de estudiantes afectaba al consumo de televisión. Jandro y Christoph carecían del más mínimo interés por ese adelanto tecnológico. El gallego la veía muy de vez en cuando, sólo por dejar de estudiar, y el alemán, directamente, la ignoraba. No porque su naturaleza germánica le alejara de nuestra programación de chichinabo, es que su imaginario de ocio no contemplaba mirar una pequeña pantalla que emanaba imágenes y sonidos. Cuando no estaba leyendo, Christoph disponía de un peculiar mundo interior que le permitía pasar el rato tumbado en la cama, un tobillo encima del otro, las manos entrelazadas bajo la nuca, mirando hacia el infinito. Como tampoco era muy partidario de cerrar la puerta de su cuarto, podía verlo en esa postura durante horas. Al principio pensé que se trataba de algún tipo de meditación, pero con el tiempo comprendí que era su manera de ser y estar.

Entre los pocos enseres del piso había un destartalado receptor que sólo sintonizaba, y no muy bien, las dos cadenas existentes, TVE1 y TVE2. Más de una vez, debido a mi desorden de biorritmos, encendía aquel trasto sabiendo que no vería más que la carta de ajuste que precedía al inicio de emisión. Podía quedarme muy empantanado observando la retícula, el círculo central, la escala de grises, las barras de colores o el almenado perimetral en blanco y negro. Un día, jugando en casa con las ceras de mi hermano pequeño, comprobé que era capaz de dibujar, con bastante fidelidad, la geometría y disposición cromática de la carta de ajuste.

Había gastado tantas horas mirándola que podía reproducirla de memoria. Qué tristeza de vida.

Así de dura era mi reubicación audiovisual tras la sobredosis catódica recibida en California. Pasar de un paraíso con treinta y cinco opciones por cable a un país con dos canales cuya emisión se interrumpía por la noche y no se reiniciaba hasta el mediodía era una locura muy rara. Mi deficiencia era tan grave que incluso me pareció un gran paso que empezara la programación matinal en 1986; mi cantidad de tiempo libre y vagancia, por ese orden, me convirtieron en habitual espectador del Por la Mañana, que presentaba Jesús Hermida. TVE mantenía viva la llama de mi americanismo gracias a sitcoms míticas como Enredo, indispensables como Cheers, modernas como Murphy Brown, tiernas como Juzgado de Guardia o grimosas como Webster. Pero además de disponibilidad y holgazanería, también me habitaba una lascivia que me salía por los poros, de ahí que no me perdiera ni un solo día la información meteorológica. Jamás he entendido a qué obedece esa urgencia por saber, de manera aproximada, qué tiempo hará mañana, pero el motivo de mi interés venía dado por Charo Pascual, la periodista que se encargaba de esa sección. Era una mezcla entre ángel de Charlie y la anfibia Diana de V; llegué a envidiar al tiempo, así, en general, sólo porque ella era «la mujer del tiempo» y yo una borrasca lejana.

La colonización catódica española avanzaba al mismo paso que el de una anciana tortuga achacosa. Ese año comenzaban a emitir tres cadenas privadas. Antena 3 arrancó el mismo día que fallecía Ava Gardner. No parecía buen augurio, pero el final del anómalo panorama televisivo español era la gran esperanza blanca de mi adicción televisiva.

Qué equivocado estaba.

Todo era nuevo, no sólo para los realizadores, también para un público domesticado desde la invención del televisor, obligados a consumir dos cadenas escasas. La nueva buscaba su sitio con muchas entrevistas y tertulias; un late night que presentaba el actor Juanjo Menéndez, culebrones como La Gata Salvaje, series antiguas como El Santo o 1999, concursos como La Ruleta de la Fortuna con Mayra Gómez Kemp, divulgativos de salud con el doctor Bartolomé Beltrán y mucho cine en el fin de semana, horas de proyección reunidas bajo el genérico Polvo de Estrellas que conducía Carlos Pumares. Transmitían inseguridad y pocos medios, pero contaban con la ventaja de emitir para un país hambriento de tele.

En marzo arrancó Telecinco con las mismas carencias que su competidora. Las primeras parrillas vivían del VIP de José Luis Moreno, dibujos como La Abeja Maya o Campeones, series como Vacaciones en el Mar y concursos como Su Media Naranja.

Es decir, seguíamos en pañales.

En casa de mis padres la situación cambiaba a mucho mejor; la instalación en su edificio de una antena parabólica antes del verano fue la guinda que les animó a comprarse un impresionante Philips que presidía el salón como un hipnótico tótem. La antena comunitaria les proporcionaba un exótico menú compuesto por Eurosport, la mexicana Galavisión, la alemana RTL, la RAI italiana o la versión europea de mi querida MTV. Llegaba a esa casa con auténtico mono de televisión, parecía un primitivo deslumbrado por los collares de colores, agarrado al mando para devorar aquella calidad de visión que convertía la tele de mi piso en un cajón de sombras chinescas. La parabólica me proporcionaba entretenimiento mexicano con los magazines casposos de Verónica Castro o el surrealismo costumbrista de El Chavo del Ocho y El Chapulín Colorado. También exprimía a fondo la MTV tras el gozoso descubrimiento de los descerebrados Beavis & Butt-Head o con programas musicales como Headbangers Ball y Yo! MTV Raps. Pero había devociones que escapaban a la lógica de mi familia; el día que mi madre expresó su preocupación por mi enganche a la teletienda con la que algún canal rellenaba sus madrugadas, noté un pequeño déjà vu californiano: ella y Betty Johnson eran una sola persona, una entidad protectora inquietada por mi peculiar consumo de imágenes.

—¿Sabes una cosa? Mi madre americana también flipaba con eso.

—Me pones de los nervios cada vez que dices tu «madre americana»…

—A ella tampoco le gustaba que le hablara de «mi madre española» —respondí con evidente tono de coña.

Si no le doliera más que a mí, me habría soltado una buena hostia.

ilustra

El pasado verano había asimilado que este sexto año en la facultad tampoco iba a ser mi último curso universitario. En junio se habían licenciado la mayoría de mis compañeros de promoción, aunque un buen puñado de rezagados seguíamos vagando de aula en aula. Arturo, Sara y Amelia, un año más jóvenes que yo, acabarían la carrera este verano.

No volver a ver a Amelia no compensaba la certeza de perder a Sara para siempre.

Tenía primero y segundo aprobados, pero arrastraba ocho asignaturas del resto de cursos. En su día me había parecido sensato matricularme sólo en las literaturas e historias, por el simple hecho de que me gustaban más. Aquella decisión me proporcionó un par de años acomodados y muy interesantes, una carrera a mi gusto como el COU que me había diseñado en California eligiendo las materias más fáciles. Ahora debía aprobar todas las gramáticas y fonéticas. Enfrentado a las entrañas del idioma, me sentía como el Luigi de Mario Bros. recorriendo ese entramado de tuberías del lenguaje que se me antojaban mugrientas y aburridas.

Me lo tenía merecido.

Pero en un arranque de realismo, me matriculé de cuatro asignaturas y dejé las otras para el siguiente curso. La idea me costó un dramático disgusto de mi madre y una monumental bronca de mi padre. La negociación de esa segunda prórroga incluía que ellos sólo me pagarían el alquiler del piso. Sabía que el hecho de ganarme sueldillos puntuales con mis curros cutres me salvaba de arder en el infierno, y agarrados a esos ingresos ganados con mi frente perlada, insistieron en que todo lo que no fuera vivienda y un fijo para comida debería salir de mi bolsillo, incluyendo la matrícula de las asignaturas que ocuparían mi último año de estancia en la facultad.

Fiel a mi naturaleza dispersa y a un cerebro de pez que, además de salvar sólo los buenos recuerdos, se mostraba incapaz de prevenir el futuro, acepté las condiciones del convenio, aunque no pensaba entregarme tan fácilmente al sistema académico. Mi venganza de pacotilla pasaba por sacarme la carrera aprendiendo lo mínimo posible. Lo que es simple desidia en muchos estudiantes adquiría, en mi desvarío existencial, categoría de compromiso ético.

Me entregaría, en cuerpo y alma, a ser un auténtico holgazán.

Mi empeño en llevar la ley del mínimo esfuerzo hasta sus últimas consecuencias pasaba por asistir a pocas clases, tomar apuntes en modo boceto y copiar en los exámenes, bien de los apuntes, de los compañeros o con chuletas muy elaboradas. En esta última modalidad había desarrollado habilidades de artesano medieval a la hora de grabar con una aguja las carcasas de los Bic. El método exigía seleccionar lo que iba a volcar y después dejarme la vista en la fabricación de la miniatura, pero todo lo daba por bueno con tal de no memorizar, de no aprender, de no doblegarme a la esclavitud del sistema educativo. Los profesores querían que fuéramos los niños de The Wall, pero yo me reía en sus caras con los bolsillos repletos de carcasas tramposas.

No sólo era idiota, también resultaba patético: si hubiera empleado todo ese esfuerzo en estudiar, habría sacado las carreras a pares.

Me gustaba imaginar qué idea se habrían hecho los extraterrestres sobre la transmisión del conocimiento en nuestra civilización si, después de un holocausto nuclear, mis bolígrafos chuleta fueran los únicos vestigios de la raza humana. Quién sabe, puede que las tablillas sumerias de escritura cuneiforme sólo fueran, en su día, chuletas de alumnos perezosos.

ilustra

Uno de los curros con los que mantenía mi línea de flotación económica por encima del naufragio era la colaboración en la revista oficial de la Cámara de Comercio local. Un amigo de mi padre, al que había conocido en aquella lejana mili asturiana, ocupaba un puesto en la directiva y me puso en contacto con el jefe de prensa para enchufarme. Sin rodeos. Mi tarea consistía en escribir reportajes anodinos o entrevistas insulsas para la revista corporativa que editaban cada dos meses. El tono tenía que ser neutro, inocuo, amable y, en palabras de mi propio jefe, «con apariencia de sesudo aunque no lo sea». Es decir, muy aburrido. La revista, que no se vendía en quioscos, se enviaba por correo a los socios de la Cámara como lujoso folleto autofelador para los empresarios de la región.

Seguro que ningún suscriptor leía mis soporíferas descripciones de actividades industriales, apertura de mercados, empresarios del año o balances positivos. Igual que mi infalible método para estudiar poco en la carrera, realizaba unos recortables muy poco profesionales; buscaba referencias en los diarios de economía sobre el tema que tocara y las metía a calzador, pero citando la fuente, sólo para darle un aura de seriedad e investigación. Puro aire. Suflé de noticia. Mousse de información.

Mi jefe repasaba los textos con suma atención para justificar su presencia en aquel paripé jerárquico formado por su secretaria, el fotógrafo oficial y yo mismo, únicos empleados de la revista. Me ordenaba cambios baladíes, una coma, un adjetivo o una subordinada para que «el párrafo ganara consistencia». Yo asentía con sumisión a todas esas chorradas porque el resultado me la pelaba. Con el tiempo, él mismo perdió interés y sólo hojeaba los folios para bendecirlos por omisión.

Las entrevistas eran más fáciles que los artículos porque la documentación era todavía más sencilla. Eso sí, como cobraba según la extensión, siempre llevaba una extenuante batería de preguntas por si el entrevistado era parco en las respuestas. Cuando me tocaba uno charlatán dejaba que mi grabadora Sanyo recogiese sus palabras hasta ocupar las dos caras de una TDK 90; ahí sabía que tendría suficiente material para llenar las cinco páginas de rigor. Además, me había inventado un cuestionario fijo con preguntas íntimas dirigidas «más a la persona que al personaje». A mi jefe le encantaba ese toque peculiar, al entrevistado le hacía parecer humano y yo me ventilaba una página más. Todos contentos.

Me tocaba entrevistar al concejal de comercio de la ciudad; las relaciones del nuevo ayuntamiento con la Cámara eran particularmente buenas después de varios desencuentros con el anterior alcalde, así que esa entrevista era tan importante para ambas partes que incluso me habían pasado varias preguntas específicas para que nada le chirriara al edil. Si no hubiera sido consciente del teatrillo que suponía aquel tira y afloja, me habría puesto un poco nervioso, pero sabía que, escribiera lo que escribiera, la entrevista publicada resultaría laudatoria, positiva y absolutamente vacua.

Llegué puntual a la cita. La secretaria del concejal me invitó a sentarme. Su jefe me atendería enseguida.

Estoy seguro de que dijo «enseguida».

Cuarenta y cuatro minutos después me indicó que pasara al despacho. Nada sugería que algún tipo de frenética actividad laboral se hubiera llevado a cabo en la estancia mientras yo me pudría en el incómodo banco que tenían fuera.

—¿Tú eres el periodista de la Cámara? —preguntó el concejal sin ocultar su decepción. Me sucedía a menudo: aquel tipo de gente esperaba encontrarse con un engominado trajeado, no con un veinteañero que se había puesto lo que él consideraba su mejor jersey.

—Sí, señor —respondí con una sonrisa, como si el tono de su pregunta expresara agradable sorpresa. Le di la mano ignorando su desidia y me señaló una de las sillas vacías frente a su mesa. Coloqué la grabadora en posición, abrí el bloc por el cuestionario y dispuse el dedo corazón sobre el botón rojo de REC y el índice sobre el PLAY.

—¿Empezamos?

—Una cosa… ¿Tú no eres muy joven para estas cosas?

La madre que lo parió. Siempre la misma historia.

ilustra

El mundo se despertó el lunes 12 de febrero con dos noticias del día anterior que no parecían guardar relación. En Sudáfrica, Nelson Mandela salía de la cárcel en la que había pasado sus últimos veintisiete años y en Tokio, un desconocido boxeador llamado James «Buster» Douglas se hacía con el título mundial de los pesos pesados al derrotar por KO al indestructible Mike Tyson. Dos mitos de color divergían sus trayectorias al mismo tiempo: uno se consolidaba para siempre mientras el otro iniciaba su declive. ¿Tenía algún significado esa coincidencia? ¿Era algún tipo de metáfora para la raza negra? La verdad, no le dediqué mucho tiempo a esa casualidad porque lo único importante para mí ese lunes fue saber que había aprobado el examen de febrero. Mi plan de dominación mundial, sacarme la carrera de Filología en siete años, había dado un paso de gigante: si aprobaba en junio las otras tres de las que me había matriculado, tendría el verano libre para hacer el mandril y sólo me restarían cuatro asignaturas limpias para el siguiente año.

Había que celebrarlo por todo lo alto.

Salí eufórico de la facultad y me dirigí a El Mundo dispuesto a invitar a toda la barra, si fuera necesario. Pero antes de abrir la puerta, un cartel llamó mi atención. Lo leí varias veces sintiendo que la emoción convertía los latidos de mi corazón en una estampida de ñus sobresaltados:

ilustra

Apunté con esmero psicópata el teléfono que figuraba al final del cartel. Tenía por delante ciento veinticuatro días para exprimir lo que me quedaba de vida. Después de ver a los Stones, podría morir en paz.

ilustra

Aquel jueves no había ido a la facultad. Me había pasado la noche anterior en vela y, al amanecer, el insomnio se me pasó de frenada. A eso de las nueve de la mañana bajé a desayunar al bar de enfrente y al volver puse el Hatful of Hollow de fondo mientras revolvía mis discos imaginando, una vez más, cómo los ordenaría en una estantería, si la tuviera. Por fin intenté estudiar algo, pero ese amago de actividad académica funcionó como anestésico y me dormí profundamente. Desperté a las seis de la tarde, con las sábanas revueltas, la cabeza pesada, el cuerpo dolorido y el paladar agrietado por la sed. Todavía tardé un buen rato en espabilar. Era hora de merendar, pero mi cuerpo me pedía un desayuno con aires de cena. Tenía que pensar en un plato combinado que aunara texturas golosas, valor energético y efecto saciante.

Me comí un Bollycao untado de fuagrás en las zonas libres de chocolate y tres Chamburcy.

Quedé como nuevo.

Decidí no salir y tumbarme a ver la tele porque esa noche no tenía cuerpo o espíritu para tumultos. Después de un capítulo de Enredo en TVE1, vi una edición de Metrópolis en TVE2 dedicada al gipsy rock francés, pero cuando Sánchez Dragó anunció que hablaría de yoga en su tertulia de El Mundo por Montera, tuve la impresión de que aquello era malgastar mi vida.

Media hora más tarde ya estaba pidiendo una cerveza en el Muralla.

Al llegar sonaba el Cuts You Up de Peter Murphy. Yo era Gene Kelly vestido de marinero paseando por Nueva York, tan pletórico que incluso me alegré al encontrarme con Bosco como si lleváramos años sin vernos. Él no se sorprendió gran cosa. Bueno, en realidad nunca parecía sorprenderle nada. Era cool. Tenía el don de serlo. Molaba porque no quería molar, y porque daba la impresión de ignorar cuánto molaba. Siempre se encontraba más allá de lo inmediato. Tenía una asombrosa capacidad de concentración que nadie lograba interpretar: si te miraba fijamente no sabías si se había quedado en blanco o recorría los más profundos recovecos de tu psique. No hablaba más de la cuenta, no se ponía nervioso, no transmitía emociones. Vestía de negro, si acaso una camiseta blanca, siempre con aquella cazadora de cuero, el amago de tupé y un rictus de aislamiento. Alguna vez le dije que podría pasar por hermano de Robert Gordon, pero parecía impermeable a cualquier elogio, incluso cuando venía de esas mujeres que se le acercaban con ojos brillantes y sonrisas gatunas. Él las rechazaba por puro desinterés, sin palabras y con una mirada pétrea. Sólo la Wendy era capaz de alterar aquel monolito humano; cuando aparecía en un bar, o incluso sin hacerlo —bastaba que saliera en la conversación—, Bosco se tensaba y amagaba sutiles gestos de nerviosismo como fumar más deprisa.

Esa mujer era su kryptonita.

Mi presencia, sin embargo, era invisible para aquellas ninfas que le acechaban. Yo estaba a su lado, solícito y sonriente, esperando migajas, conformándome con un gesto o intentando entablar las conversaciones que él no iniciaba, pero sentía que las miradas de esas mujeres me atravesaban limpiamente, como si mi piel estuviera hecha con transparentes cortinas de ducha.

Ojalá yo le gustara a una de ellas, como todas ellas me gustaban a mí.

Alguien llegó hasta Bosco y le susurró en el oído. Mi amigo, hasta entonces apoyado en una de las columnas, se incorporó, me miró inexpresivo a modo de despedida y salió del bar seguido de aquel desconocido. Sabíamos que trapicheaba costo a diario, coca o speed casi todos los fines de semana y pastis muy a menudo, pero no era algo de lo que habláramos, igual que no charlábamos sobre nuestras familias, miedos patológicos o expectativas de futuro. Observados desde fuera, éramos la más desastrosa pandilla de drogatas: no nos habríamos clasificado ni para las previas en un campeonato regional de adictos. Vale que la competencia era muy dura y que los rivales llevaban años entrenándose en el consumo, pero nosotros no dábamos pie con bola. Bosco era el líder indiscutible, no sólo por conocimiento, manejo y familiaridad con las sustancias, sino por el absoluto control que parecía tener sobre los efectos; dominaba estímulos, euforias, alucinaciones y bajones como un cowboy del colocón y sin perder el aura de hipnótico misterio que tienen algunos camellos, esa rara mezcla de leve cordialidad e impenetrable firmeza que imponía más respeto que la actitud agresiva y nerviosa de otros minoristas. Arturo jamás había probado algo que no fuera alcohol: nunca había fumado, esnifado o tragado comprimidos que no fueran medicamentos. Y su constancia en la negativa lo había hecho inmune a los cantos de sirena de Urtubi, que se metía despreocupadamente, sin ansia, drogándose por el simple hecho de no saber decir que no. Nunca compraba, sólo consumía por invitación; si le pasaban un porro o una raya, aceptaba con gusto, y si no había nada a mano, tan contento. Las sustancias no eran su prioridad, no las necesitaba porque le bastaban un par de cervezas para que la perturbación aflorara en todo su esplendor; bailaba sin coherencia, intentaba charlar con todas las mujeres, te abrazaba porque sí y decía en voz alta, como broma privada, las frases hechas que escuchaba en la radio:

—¡Puede ser el último cartucho para el equipo local! —repetía cada vez que pedía una cerveza.

Creo que de pequeño se había caído en la marmita de principios activos.

Mi relación con las drogas era un completo desastre. Durante años había intentado parecer un adicto a algo, acostumbrarme a fumar porros, meterme coca, tragar pastillas o lamer cartoncitos, aunque mis frágiles esfuerzos habían sido en vano: lo que no me mareaba me producía taquicardia, sudores y hasta dolor de cabeza, es decir, mi verdadero «problema» con ellas es que me comía demasiado la cabeza por miedo a quedar medio tonto. Lo mío era una mezcla de hipocondría previsora, paranoia por las secuelas y torpeza en la manipulación. Bosco las tomaba todas y Arturo no las probaba jamás, pero los dos tenían las ideas claras respecto al tema.

Yo no me aclaraba.

Poco después de conocernos, Bosco me regaló una pipa metálica que parecía hecha de tuercas, aunque en realidad eran adornos del tubito central. Lo hizo al comprobar que mis asmáticas dificultades para fumar porros no anulaban mi deseo de socializar en el mundo narco. Para estrenarla, me acercó la pipa cargada con una marihuana «de toda confianza» y me indicó que aspirara mientras encendía el cogollo con el mechero. Inhalé todo lo que pude, como si quisiera quedarme con el oxígeno de la habitación, pero sin calcular que el humo llevaba incorporado calor de fuego; un chorro de plomo derretido en la garganta no me habría dolido tanto. Empecé a toser como un mustélido atragantado. Bosco me miraba en plan padre futbolero que ve a su hijo fallando un penalti: hacía lo posible por restarle importancia, pero se notaba la decepción en sus ojos.

Con la garganta en carne viva y lagrimones a punto de desbordarme las pestañas, bebí agua para calmar la barbacoa e insistí con un hilo de voz:

—Venga, otra vez…

Bosco hizo un gesto como diciendo «Déjalo, te va a sentar mal», pero la mera insinuación reactivó mi desesperación por ser un porreta como dios manda. Si me concedía otra oportunidad, convertiría a Bob Marley en una nenaza. No dije nada más, pero mis ojos gritaban en silencio «Venga esa pipa, cojones, ¡dame ganja!».

La segunda inhalación me llevó directamente al vómito.

Esperé en el Muralla a que mi amigo volviera tras resolver su narcotráfico a pequeña escala y sopesé la posibilidad de jugar una partida de Tetris, ahora que no se veía gente cerca de la máquina. Justo entonces, aparecieron Bella y Bestia. Los había apodado de esa manera por cuestiones obvias: ella era un ángel y él parecía un animal. Juntos desprendían ese raro halo de interés y carisma que poseen muy pocas parejas. Tenían un aire misterioso, casi siempre serios y circunspectos, sin desfasar más de la cuenta, hablando lo justo, bailando sólo con la cabeza, sin aspavientos. Ella tenía la piel blanca y el pelo moreno, lacio y con flequillo. Él tenía aspecto de motero, se le veía cachas y llevaba el corte al uno. Solían vestir de negro, aunque Bella se permitía de vez en cuando excepciones en rojo. Cabía la posibilidad de que magnificara el aura de la pareja, pero era una sensación que no me apetecía compartir con nadie. Nunca habíamos hablado, no teníamos amigos comunes y no sabía nada, ni siquiera sus nombres. Ella me atraía de un modo casi infantil y me ponía nervioso mirarla, cosa que hacía disimuladamente porque me daba vergüenza. Bueno, y porque temía que Bestia me soltara un par de hostias si me pillaba.

Entre la observación velada de la pareja molona y que el pincha recuperó en ese instante el Love My Way de los Psychedelic Furs, deseché la opción Tetris para seguir apoyado en la columna con la vista fijada en la nada.

La mirada perdida, pero el reojo en Bella.

Juanma, un compañero de clase, me saludó al entrar en el bar y le devolví el gesto levantando la birra. Iba con otros dos amigos y una chica. Siempre andaban juntos, y a veces con más gente todavía; me había explicado que se conocían desde el colegio y habían estudiado en el mismo instituto. Eran pandilla desde niños, mantenían ese vínculo en los años de universidad y lo harían de por vida. Observé cómo se sentaban al fondo del bar, los cuatro charlando sin parar, lo mismo que el otro día, el mes pasado, igual que hace dos años, puede que como dentro de un lustro. Me sorprendía porque yo nunca había tenido una pandilla estable. Por supuesto, había coincidido con grupos de amigos, pero siempre como presencia tangencial; aparecía en la banda por una chica, un amigo puntual o una situación concreta y nunca llegaba a establecer el lazo necesario para consolidar ese tipo de raíces. Notaba que muchos conocidos inmersos en ese tipo de amistades desarrollaban vínculos similares a los de un matrimonio. Amigos que se habían masturbado en la misma habitación viendo porno, que habían intercambiado novias, que viajaban en grupo desde hace años, que tenían al menos un cumpleaños que celebrar cada mes y que conocían al detalle manías, gustos, reacciones y rarezas de aquel puñado de personas que siempre estaban ahí, alrededor suyo, por los siglos de los siglos, amén. La pandilla parecía un elemento aniquilador, una forma de pertenecer a la comunidad que enganchaba por una mezcla de comodidad y desidia. Las cuadrillas, como las sectas, eliminaban la voluntad y anulaban la personalidad.

Pensé en las tres personas con las que más tiempo había pasado en estos cuatro últimos años. Mis compañeros de piso no contaban porque, ni los de cursos anteriores ni los actuales, por majos que fueran, habían traspasado emocionalmente los finos tabiques que nos separaban en casa. Bosco, Urtubi, Arturo y yo teníamos poco que ver, por eso nos llevábamos tan bien. O quizá estábamos juntos por descarte, por no encajar en ningún grupo ni haber llegado a la facultad con un sólido entramado de amistades. Entonces caí en la cuenta de que éramos la más improbable tropa, un error de la selección natural, una anomalía en la idea tradicional del gregarismo. Arturo acabaría la carrera en junio, Bosco iba a su puta bola, Urtubi estaba chiflado y yo perdido.

Dios mío, ¡necesitaba una pandilla ya mismo!

El Jealous Again de los Black Crowes me animó a pedir otra cerveza. El camarero me la puso en la barra a la vez que señalaba la botella de bourbon con gesto interrogativo. Asentí poniendo cara de «por supuesto», bebí un buen trago y dejé la birra sobre el mostrador para que rellenara con whisky el vacío que mi trago había dejado dentro del tercio. Debíamos parecer jugadores de béisbol comunicándose por señas.

Funcionaba.

Una palmada en la espalda me reintegró al mundo de la gente que no está sola en un bar:

—¡Devolvemos la conexión a nuestros estudios centrales!

Era Urtubi. Y no venía solo. Le acompañaban dos mujeres sonrientes. Una era bastante fea y la otra también, pero la segunda tenía dos notables tetas.

Las camisas que transparentan el sujetador están hechas del material con el que se hacen los sueños. Y su blusa negra parecía una vitrina, una puerta a otra dimensión, la entrada al cielo o cualquier metáfora que indicara acceso a algo mejor.

—Aquí está Pepe —terció mi amigo, viendo que yo no reaccionaba.

—Ah, pues muy bien —dijo Fea Sintetas, haciendo evidente que no le interesaba en absoluto.

—Pues nada, ya nos vemos, ¿vale? —añadió Miss Pechos antes de largarse con su amiga.

Urtubi observó cómo se iban del bar hasta perderlas de vista y entonces se volvió hacia mí sonriendo:

—Cuando una tía te dice «Ya nos vemos», ¡olvídate de ella!

Lo miré con gesto de perro abandonado en una gasolinera. Bosco le había dicho que yo estaba en el Muralla y, casi llegando, vio a aquellas dos tipas delante del bar. Les entró diciéndoles que tenían que conocer a su amigo Pepe, que lo iban a flipar. Logró que les picara la curiosidad, aunque era evidente que la treta no había dado resultado.

—Bueno, había que intentarlo, ¿no? ¿Te fijaste en las tetas de la de negro?

No contesté, pero le dediqué en silencio el título del tema que sonaba en ese instante: Great Balls of Fire.

La noche siguió su dinámica habitual de cervezas frías, conversaciones de besugos, miradas unidireccionales y puntuales amagos de air guitar cuando la canción lo merecía. Bosco reapareció como si no hubieran pasado más de dos horas y se unió a nuestra juerga de dos. Éramos un equipo sincronizado: cada poco, Urtubi se lanzaba a hablar con alguna fémina despistada, una de esas gacelas que, al separarse de la manada, quedaba expuesta a las fauces de la terrorífica cacatúa. De cada una de esas derrotas volvía sonriente, inmune al ridículo y poderoso ante las negativas, una actitud que anulaba cualquier sensación de fracaso.

Otras veces era Bosco el que se despistaba en el baño, o escuchando pacientemente a alguien que le daba la brasa, o en la nada ensimismada, que creo que era donde más tiempo pasaba. En un momento dado, lanzado por la graduación en sangre, me acerqué a la pandilla de Juanma, me senté entre sus dos amigos e incluso pasé mis brazos por sus hombros para balancearnos al ritmo de los Fine Young Cannibals. Durante un efímero instante formé parte del grupo, me apetecía preguntarles cuándo quedábamos para una barbacoa, adónde nos iríamos de vacaciones en Semana Santa o qué sorpresa le daríamos a Juanma en su cumple, huy, qué tonto, ¡no podemos hablarlo delante de él!

Ni yo mismo me lo creía.

Cuando Bosco habló de irnos a otro bar, asentimos con entusiasmo, como si lleváramos años esperando que alguien sugiriera un cambio de local justo en ese momento, como si jamás se nos hubiera ocurrido que podíamos entrar en otro garito si nos apetecía. Dimos por hecho que la siguiente parada era el Galaxy, pero en la calle, nuestro particular Motorcycle Boy —así lo veíamos aunque no tuviera ni triciclo— propuso el Costa Azul, un bar de pijos, viejos y el asombroso resultado de cruzar ambas especies: los pijos viejos que Urtubi llamaba «pijiejos». No pegábamos allí ni con celo; supuse que Bosco tenía algún camellismo entre manos.

—¡De puta madre! —exclamé para subrayar que era un honor ejercer de tapadera.

Cuando llegamos sonaba el I Feel the Earth Move de Martika. No era la mejor canción de bienvenida, pero ver la coña de Urtubi moviendo los brazos a lo Miguel Bosé mientras bailaba despejó mis dudas sobre la idoneidad del sitio. Bosco me trajo una Mahou —no se atrevió a interrumpir los molinetes de nuestro amigo—, dijo que lo esperáramos allí y desapareció entre la gente del local.

Urtubi danzaba con máxima concentración y entonces me di cuenta: no era coña, ¡intentaba ligar con un grupo de tías! Ellas bailaban con la apatía propia de quien quiere transmitir desdén hacia el mundo en general y a los tíos como nosotros en particular. A primera vista estaban buenas, pero un segundo vistazo confirmó mis peores temores: estaban muy buenas. Digo «temores» porque empecé a sentir una vergüenza muy poco etílica al ver que mi amigo redoblaba sus bailecitos, ajeno a las caras de ascazo que empezaban a componer aquellas ninfas que parecían recién descendidas del cielo. Mujer, guapa y desconocida eran las tres características que, unidas en cualquier ser humano, podían convertirme en una piltrafa, sobre todo si mostraban un mínimo asomo de rechazo hacia mi persona.

Urtubi seguía bailando con la mirada fija en el suelo, movía la cabeza de lado a lado y serpenteaba los brazos dibujando eses en el aire. Era un gag insuperable, lo malo era que lo hacía EN SERIO. Intenté llevármelo a otra zona del bar, pero al notar el contacto de mi mano en su brazo se detuvo en seco y me señaló con ambos índices como parte de su coreografía de mierda, justo cuando arrancaba el Ay, Qué Pesado, de Mecano. En vez de pillar la involuntaria indirecta del pinchadiscos, aprovechó el bombo electrónico del inicio para bailar a lo robot con ambos dedos acusadores estirados mientras se arrimaba al grupete de tías. Opté por retirarme poco a poco para que no se notara mucho que íbamos juntos. Llegué a la barra haciendo una especie de moonwalk en mi salida de escena.

En otro ambiente me habría reído a gusto, pero estábamos en territorio hostil, no sólo por aquellas diosas pijas, sino por la cantidad de hombretones de honor dispuestos a batirse en duelo para impresionarlas, y más si era contra dos enclenques como nosotros. La incomodidad de las bellas empezaba a resultar evidente para todo el local, incluidos unos fornidos pijazos que parecían simios entrenados en el remo.

La más llamativa de las tres, una muñeca rubia con un cardado que no tenía nada que envidiar al de Jon Bon Jovi, en un gesto de verdadera arpía, exageró su reacción tras un leve roce de Urtubi y enseguida dos caballeros engominados acudieron al rescate. Habría sido un gran momento para romperle a uno mi botella de cerveza en la coronilla y reducir al otro con un golpe en la nuez, pero permanecí inmóvil, en parte porque confiaba en el instinto de supervivencia de mi amigo y en parte porque el pánico a que aquellos mastuerzos abultaran mi rostro a hostias me impedía cualquier movimiento que no fuera apretar la birra y sonreír con apariencia de distracción. Urtubi no reaccionó con violencia sino con una resignación que despistó a los matones. Lo acompañaron hasta la puerta, más por asegurar su expulsión que por amabilidad. Desde el mostrador, y a través del enorme ventanal del local, vi que se iba sin mirar atrás o hacer amago de buscarme. Puede que ni recordara que habíamos llegado juntos a ese bar. Las bellísimas arpías recuperaron el espacio que necesitaban para minibailar sin hablar entre ellas, los caballeros del Zodiaco recobraron su lugar en el mundo y en el Costa Azul pusieron Mil Calles Llevan Hacia Ti.

Y yo, acodado en la barra con cara de gilipollas, me quería morir.

Me habría ido de aquel infierno, pero tenía la muy flexible obligación de esperar a Bosco y un motivo aún más irrebatible: una cerveza casi entera. Más relajado, comencé a fijarme en los detalles del local. Podía hacerlo con tranquilidad porque nadie reparaba en mi presencia. Sonaba No Me Importa Nada, de Luz Casal.

Las mujeres lucían mejor aspecto que en mis bares habituales, parecían mejor alimentadas y más saludables, pero algo en su llamativa artificiosidad las hacía distantes e inaccesibles. No en plan misterioso, como a ellas les habría gustado, sino como si fueran miembros de otra especie inconciliable con la nuestra, sobre todo a nivel de cópula. Parecía que, además de una atroz falta de interés por el sexo, tuvieran esporas en lugar de orificios, yo qué sé. Estaba tan cómodo en mi papel de observador imparcial que la borrachera retomó posiciones para disparar de paso mis delirantes ensoñaciones. Me imaginé con un chaleco caqui lleno de bolsillos, mirando por unos prismáticos y tomando notas en un cuaderno de campo, como si la barra fuera un puesto de observación ornitológica y yo, Aurelio Pérez, el naturalista que salía en El Hombre y la Tierra junto a Félix Rodríguez de la Fuente. Aplicando mis conocimientos sobre cetrería, podría entrar en el Costa Azul con un bello halcón peregrino sobre mi alzado brazo izquierdo, lo libraría de la caperuza de cuero que cubre su cabeza y lo soltaría en el bar para que, en lugar de liebres, me cazara rubias de mentira, morenas agresivas, pelirrojas de fuego y alguna calva de vez en cuando, por qué no.

Podía pasarme horas imaginando esas idioteces.

Pero entonces apareció una mujer que rasgó mi sosiego como la aguja del tocadiscos que se sale del surco y atraviesa el vinilo en diagonal. Llamaba la atención, no por guapa o estilosa, sino por brusca y malencarada. Llevaba un abrigo largo de cuero viejo, vaqueros holgados, una camisa azul y botas camperas. Su alborotada melena rubia tenía aires heavy, pero más cerca de Janick Gers en un mal día que de una Vanessa Warwick recién arreglada. Para rematar el cuadro, caminaba como si acabara de bajarse de un caballo tras varios días de viaje. Quiso el destino que el único hueco libre en toda la barra estuviera justo a mi lado. Se acercó, plantó ambas manos en el mostrador y, mientras esperaba a que llegara la camarera, clavó sus ojos en mí. No la miraba directamente, claro. Fingía observar algo muy interesante que sucedía al fondo del bar, y tan concentrado estaba en disimular que ella misma giró la cabeza hacia allí.

—¿Qué miras tan atento?

No jodas que me está hablando.

—¡Eh! —bramó de repente, dándome un susto que me agitó en plan espasmo.

—¿Cómo? —balbuceé incrédulo, mirándola por primera vez a los ojos.

—¿Que qué miras?

Joder. Piensa rápido, Pepe. Eres un tío con recursos. Di algo.

—Es que he quedado con un amigo.

Mierda. ¿De verdad he dicho eso?

—¿Y qué tiene que ver con mi pregunta? —inquirió con toda lógica.

No había agresividad en su tono. Supuse que ahora sólo sentía curiosidad por saber hasta dónde llegaba mi deficiencia. Su cara, de cerca, no era tan desagradable como prometía el plano general.

—Bueno, estaba mirando a ver si venía.

Esa respuesta tampoco tenía sentido. La puerta del bar quedaba a mis espaldas. Se encogió de hombros como diciendo «me la suda» y justo entonces llegó la camarera en lo que parecía mi rescate definitivo. Sopesé la posibilidad de abrirme, pero le dijo a la chica que esperara y me hizo una pregunta aún más sorprendente:

—¿Qué tomas?

¿Me está invitando a tomar algo o pregunta por el contenido de mi botella? Como si fueran los cables azul y rojo de una bomba a punto de estallar, deseché la primera opción.

—Es cerveza —indiqué con un hilo de voz, extrañado ante una respuesta tan obvia.

Soltó una carcajada franca y sincera, abriendo la bocaza mientras colegueaba con la bellísima camarera, que también se reía de mi patetismo.

—¡Ya sé que es cerveza, joder! ¡Digo que si quieres tomar algo!

—¡Bourbon! —grité para enterrar mi vergüenza.

Perdí la cuenta de birras, pero creo recordar que salíamos a dos chupitos por cabeza en cada ronda. Aquella mujer era una fuerza de la naturaleza, bebía como dos cosacos, hablaba como una ametralladora y remataba sus chistes dándome puñetazos en el brazo. Me sentía como Tyson ante Douglas: incapaz de sostenerme, sensible al aluvión de golpes, próximo a la derrota. Era muy difícil seguir el hilo de la conversación porque se iba por las ramas, abría subordinadas inconclusas y cambiaba de tema sin razón aparente. Había entrado en el Costa Azul por pura casualidad, sólo porque vio que había bastante gente. Venía a la ciudad un par de veces al año por curro, algo relacionado con mayoristas de carne. No sé qué contó de su madre. Mencionó que había estado casada. La televisión le parecía una mierda. La última vez que había ido al cine fue a ver Tiburón. Le gustaban los perros, especialmente los pointers.

A ratos se quedaba callada y me miraba con gesto ausente, como si tomara resuello. Yo aprovechaba el hueco para soltarle mis mierdas; que vivía con un alemán y un gallego, que me flipaba el Tetris, que mi hermano pasaba de todo, que me había gustado Nacido el 4 de Julio o que el vino blanco me sentaba fatal. Cuando le comenté que iba a ver en directo a los Rolling Stones me dijo que la música le daba igual. Que lo gritara bien fuerte mientras sonaba Objetivo Birmania parecía un acto de protesta, pero era cierto: no le afectaba lo más mínimo que en aquel garito pincharan Olé Olé, Bananarama, Gloria Estefan o Jive Bunny & The Mastermixers. Si no fuera por el alcohol, me habría muerto cada vez que arrancaba una canción.

Aunque éramos dos monólogos superpuestos en un perfecto ejercicio de barras paralelas, me lo estaba pasando de puta madre. Dudé un par de veces en proponerle un cambio de bar, pero no me la imaginaba en el Galaxy, ni en ningún otro local que no fuera el Costa Azul, con su música de pacotilla, sus pijas ausentes, sus maromos pretorianos y sus chupitos de bourbon, ahí va otro. Fui al baño varias veces, pero no recuerdo que ella lo hiciera ni en una sola ocasión. Cuando el bar chapó con el Eternal Flame de las Bangles, apuró el trago y me indicó que conocía un sitio para tomar la última.

La seguí sin rechistar, realmente intrigado por el local al que se dirigía con la determinación de un Robocop ansioso. Y vaya si me sorprendió. Salimos de la zona, callejeamos por un barrio que nunca había pisado y por fin se detuvo frente a una persiana metálica; buscó un timbre en el marco del local —había que saber dónde estaba— y nada más accionarlo, se dirigió a una ventana situada al otro lado de la esquina del edificio. Asistí a toda la ceremonia con suma fascinación: parecía una entrada secreta a la T.I.A.

—Debajo del río Amarillo no hay quien encienda un pitillo —susurré a lo Mortadelo entre risitas, sabiendo de antemano que no reaccionaría a mi broma. Una señora muy mayor abrió desde dentro la persiana y entramos por la ventana a un local diminuto. Tenía toda la pinta de haber sido un bar diurno hacía ya mucho tiempo. El desuso y la falta de mantenimiento eran patentes en las paredes desconchadas, el vetusto mobiliario y el desorden general, pero había una barra pequeña, una estantería con los licores básicos y una nevera enchufada. La clientela en ese momento eran dos hombres que fumaban en silencio: uno estaba demasiado gordo para haber entrado por la ventana. Probablemente llevaba allí dentro desde que habían tapiado la entrada principal.

—No me queda Coca-Cola —dijo la señora mayor a modo de presentación.

—Mejor —zanjó mi acompañante. Ahí me di cuenta de que aún no sabía su nombre—. Dos cervezas y dos chupitos de bourbon —añadió sin pestañear.

La mujer nos puso dos latas de una cerveza extrañísima llamada Reinhilt Lager y dos vasos de tubo con un poco de DYC.

Toda la música que había en aquel tugurio era una diminuta e inaudible radio que sonaba como una freidora de corcheas. Tras cobrarnos doscientas cincuenta pesetas por las consumiciones, la señora se plegó como un Transformer para volver al modo pause, sentada en un pequeño taburete con gesto serio y los brazos cruzados en plan la Terele Pávez de Los Santos Inocentes. Los dos clientes de la barra habían interrumpido su charleta para observar el quehacer de la camarera porque, al fin y al cabo, éramos la novedad de la noche. Una vez acostumbrados a nuestra presencia, siguieron a lo suyo:

—Pues eso, que el Rayo lo tiene jodido este año…

Mi amiga había plantado ambas manos sobre el mostrador, igual que en nuestro encuentro en el Costa Azul, horas atrás. Miraba el vaso, como si quisiera separar el whisky usando la Fuerza. El cristal tenía ese tipo de nebulosa que indica uso frecuente y poca higiene.

—A todo esto, me llamo Pepe —dije mientras levantaba mi tubo para brindar.

—Pues de puta madre —respondió con apática ironía para ignorar mi amago de brindis.

De pronto, agarró el vaso y lanzó el contenido dentro de la boca sin que sus labios tocaran el vidrio. Se enjuagó un poco antes de tragarlo.

—Bueno, ¡me voy! —sentenció como si estuviéramos en el Club de Campo y cupiera la posibilidad de que me quedara con los socios presentes a departir sobre el Rayo Vallecano.

—Es que las birras…

No me escuchaba. Le hizo una seña a la anciana desplegable para que recuperara la movilidad y abriera la persiana. Me apresuré a beber el chupito, agarré una de las latas de cerveza rara y fui detrás de ella. Salimos por la ventana y empezamos a caminar. Faltaba un suspiro para que el negro del cielo se convirtiera en azul muy oscuro antes de teñirse de claro con el alba.

—Vale, tiro por aquí —me comentó, señalando una calle que cruzaba. Hasta ese momento la había seguido convencido de que iríamos a otro garito igual de extraño, pero se le había acabado la diversión, al menos en mi compañía. Su desaparición iba a ser igual de abrupta que su entrada en escena, así que hice un gesto de despedida con la idea de añadir «Gracias por las birras», «Hasta otra» o algo así.

Pero de pronto, se le cruzó un cable.

Y empezó la locura.

Se pegó a mí, obligándome a retroceder hasta apoyar la espalda contra la pared. Entonces me apretó los carrillos con los dedos de una mano para separarme los labios y lanzó los suyos para meterme en la boca esa lengua blanquecina a causa del whisky y las birras ingeridas. En su embestida arrasó paladar, encías y hasta molares, barriendo todo a su paso. A ese ritmo no necesitaría limpieza de dentista en un par de años. En el primer impacto de su lengua de esparto noté el alientazo a alcohol barato, pero no supe si era suyo, mío o de ambos. Como la gente que vive al lado de un vertedero, no tardé en acostumbrarme a la pestilencia hasta ignorarla por completo para centrarme en el vigor y ansia de su morreo.

Me puse palote.

Tomé la iniciativa y pronto recuperé posiciones dentro de su boca. Nuestras lenguas parecían dos gusanos de Dune luchando a puro músculo, chapoteando en la espesa saliva burbujosa que se nos derramaba por las comisuras en forma de espumilla asquerosa. De momento, empatábamos el combate a puntos.

Se me adelantó de nuevo al palparme con toda intención la bragueta, apretando a conciencia para buscar la erección que ya había crecido dentro de mis vaqueros. Cuando me la agarró por encima de los pantalones, apartó su cara y me miró con una expresión que no sabía si era de fuego o de odio.

Me dio miedo.

Pero estaba más salido que asustado.

Sin soltar su presa, me alejó de la acera y me condujo hacia la rampa de un garaje que se abría un poco más allá de donde habíamos iniciado el caótico hociqueo. Bajamos la pequeña cuesta, me empujó contra la entrada y la puerta se quejó con metálico estruendo, como si protestara por aquel maltrato. En ese trance le magreé las tetas con ambas manos, pero no había mucho donde agarrar y pronto me vi estrujando el sujetador en lugar de las ubres que esperaba encontrar. Ella seguía con el ansioso morreo, y no sé muy bien si me empujó más de la cuenta, o dejé que mis rodillas se vencieran, o fue cosa de una mágica sincronización entre ambas partes, pero fuimos resbalando poco a poco hasta quedar tumbados en el mugriento suelo de la rampa, yo a lo largo y ella encima de mí. Su complexión era menor de lo que su vestimenta daba a entender, pero tampoco pude pensar mucho porque al momento se puso en cuclillas, me desabrochó los vaqueros y me sacó la polla por encima de los calzoncillos. Sin abandonar esa posición empezó a meneármela con una furia muy poco delicada. Tan pronto temía que me la arrancara, como pensaba que me la hundiría en el vientre, dándole la vuelta como al dedo de un guante de fregar. Especulé con la posibilidad de correrme, pero la paja pronto se tornó patética. Al verla absorta en cómo mi capullo aparecía y desaparecía en su puño, observé los rasgos de su rostro para ponerme un poco más todavía, pero concluí que no me gustaba. No me gustaba nada. Así que volví mis ojos hacia la mano que mecía mi rabo. Ese meneo era contranatural, una prueba de fuerza y resistencia, como si la Balay pensara fabricar tambores de lavadoras con piel de polla y aquella mujer estuviera probándomela para ver cuántas sacudidas salvajes soportaba antes de desintegrarse. Gruñí de puro dolor, pero ella lo interpretó como un gemido y redobló la velocidad: cuando creía que iban a surgir llamas de la fricción, se detuvo.

Respiré aliviado sin saber que lo peor estaba por llegar.

Esa mujer inasequible al desaliento se incorporó del todo, se libró de una de las botas descubriendo un calcetín blanco de tenis, se bajó los vaqueros hasta los tobillos —revelando que no llevaba bragas— y sacó el pie de las perneras, sólo una, para volver a ponerse de cuclillas sobre mi polla. Su abrigo de cuero se convirtió entonces en un tipi indio y la palabra «guardapolvos» adquirió un nuevo y literal significado. Retomó el meneo aprovechando ese movimiento manual para golpearse el coño con mi capullo, pero la visión de su parcial desnudez acabó por desmoronarme. Sus piernas eran escuálidas, el vientre colgandero y el chocho hirsuto. Muchas veces, en situaciones de estrés, no podía evitar ensoñaciones absurdas y fuera de lugar. En esta ocasión, a saber por qué, imaginé al Leslie Nielsen de Aterriza Como Puedas diciéndome con toda seriedad su frase recurrente:

—Sólo quiero desearle suerte. Contamos con usted.

Y en ese momento de nervios tomé súbita conciencia de la penosa situación: estaba borracho y tirado en la rampa de un garaje con la bragueta abierta mientras una tosca beoda me amagaba una paja contra su propio sexo, tan reseco como nuestras bocas tras un desordenado morreo secante. Mi calentón pasó a mejor vida y todo el cipote se desinfló entre sus manos como ese globo de cumpleaños que sueltan antes de hacerle un nudo.

Me miró con un desprecio que me taladró las pupilas. Soltó mi polla con violencia, estrellándola contra mi pubis, y se incorporó maldiciendo entre dientes. Repuso los pantalones con celeridad, se calzó la bota con una sorprendente destreza y se fue rampa arriba sin volver la vista. Guardé los restos mortales de mi dolorido miembro dentro de los calzoncillos, abroché los vaqueros y me incorporé despacio. Me sentía sucio y ultrajado. Subí la rampa y llegué a la acera: ni rastro de ella.

El alba tenía más de mañana que de noche. Empezó a llover con ganas. Esquivando charcos de manera automática, repetí para mis adentros: «Una madura interesante me ha hecho una paja».

En ese momento parecía un resumen válido de la noche.

Técnicamente, era la pura verdad.