California Über Alles
NOVIEMBRE, 1989

Supongo que el chorromoco, limpio y espeso, salió disparado desde mi glande, trazó una parábola perfecta y aterrizó en la sonrosada mejilla de la alemana dormida. El segundo ímpetu, menos blanco y más aguado, resbaló tímidamente por el capullo, como dejándose caer hasta alcanzarme los dedos furiosos con los que aún meneaba mi ya trémula polla. Había cerrado los ojos por la inercia del placer justo antes de correrme, pero al abrirlos observé el pegote de lefa que ahora descansaba en su cara. Ella, inmutable, continuó traspuesta, ajena al boceto de Pollock que le había dibujado en el rostro, y yo, con un ligero temblor en las piernas, recordé la borrachuza sucesión de esa tarde; los vinos en el bar de la facultad, las cervezas en El Mundo y los cubatas en la zona. No podía precisar en qué momento se nos había unido aquella Erasmus regordeta, pero sí era consciente del orden y culpa de las iniciativas: ella me había morreado por sorpresa y yo insistí en acompañarla a casa. Nada más entrar en su habitación, la chica se desplomó sobre la cama roncando como un pequeño jabalí. Mis intentos por reanimarla con besos torpes o toscos magreos no surgieron efecto y el euforizante nivel de alcohol en sangre hizo el resto para decidir que cascármela frente a su cara compensaría mi anhelo sin lesionar su involuntaria negativa.

Pero ahora mismo, debido a un erróneo cálculo en la trayectoria de mi eyección, veía el viscoso reguero de mi propia esencia sobre su piel. La borrachera perdía intensidad, aunque no del todo. Pensé que la temperatura de mi secreción no desentonaría mucho con la de su acalorado moflete e incluso llegué a preguntarme a cuántos grados habría salido el semen. La sordidez del momento me devolvió de golpe a la realidad. Hice uso higiénico de la previsora caja de Kleenex que la chica tenía sobre la mesilla, me subí los pantalones y abandoné el piso con tanta premura como silencio. Fuera llovía con la impertinencia propia de un 9 de noviembre. Esquivando charcos de manera automática, repetí para mis adentros: «Me he corrido en la cara de una guiri».

En ese momento parecía un resumen válido de la noche.

Técnicamente, era la pura verdad.

Mientras tanto, muy lejos de allí, miles de compatriotas suyos derribaban el Muro de Berlín a patadas.

El remordimiento apareció al día siguiente, casi antes de despertar, en ese infinitesimal santiamén en el que, al recuperar la consciencia tras una juerga, aún no sabes si tienes resaca o no. Sí la tenía, y bien gorda. Todas las posibles secuelas del alcohol ingerido habían acudido a la llamada: boca seca, lengua de trapo y paladar agrietado unido a un dolor intenso vagamente localizado en la cabeza, párpados punzantes y un estómago revuelto al borde de la arcada. Si cada uno de esos síntomas votara de uno a diez en mi malestar, yo tenía la Nadia Comaneci de las resacas.

Las desgracias físicas eran claras, definibles y caducas, todo lo contrario que el arrepentimiento, esa incomodidad grisácea e intangible que me nublaba sin llegar a nada. Como en tantas otras resacas, asumí la absurda inevitabilidad que me lleva a caer una y otra vez en lo patético. Lo malo es que, mientras me entregaba a la metafísica de la autohumillación, se me dibujó una sonrisilla imaginando el despertar de la alemana con ese rastro seco y pegajoso en la mejilla.

Su cara era el muro de mi vergüenza.

Sentado en la mesa de la cocina, desayunando unas Campurrianas con un resto de leche que caducaba ese mismo día, repasé el estado de mi vida. Habían pasado cinco años desde aquel COU en California; en ese tiempo, el brillante futuro que me auguraba un dominio casi bilingüe del inglés se había diluido poco a poco en favor de una incertidumbre cada vez más espesa. Al volver de Estados Unidos me matriculé en Filología Inglesa; creía que con lo que sabía me regalarían el título, pero la incómoda presencia en el temario de lenguas muertas, literaturas pretéritas y gramáticas complejas minaron mi entusiasmo académico, tan parco y disperso desde niño que ya lo consideraba más un acto de coherencia que una tara irreversible. En resumen, debería haber terminado la carrera antes del último verano, y aún tenía asignaturas pendientes para rato.

No sentía la urgencia de licenciarme porque la salida natural de la docencia me motivaba menos que masticar chinchetas: no me veía dando clases. Estaba a gusto con esa certeza porque siempre me he sentido aliviado al librarme de responsabilidades, incluso antes de adquirirlas. También era verdad que mis ímpetus académicos se habían relajado porque mis padres pagaban el alquiler de los sucesivos pisos de estudiantes que iba ocupando. Hacía ya tres años que Jandro, un gallego menudo y fibroso que preparaba oposiciones, me alquilaba una de las tres habitaciones de su casa. Era un tipo maniático, estricto con las normas de convivencia, pero muy cordial cuando había confianza. Este curso compartíamos piso con Christoph, un alemán alto, con entradas en la cabellera y gafas redondas que, a pesar de ser sensiblemente mayor que nosotros, venía becado por el programa Erasmus.

Mi consuelo ético era que tampoco abusaba demasiado de mi familia gracias a trabajitos como dar clases particulares de inglés o escribir aburridos publirreportajes para todo tipo de publicaciones. Cada una de esas tareas me proporcionaba una cantidad de dinero miserable, pero juntas formaban un salario indigno que gastaba en juergas de andar por casa. La vida no parecía llevarme a ningún sitio concreto. Yo a ella tampoco. Estábamos en paz.

Permanecí enfrascado en las musarañas, en este caso, en el enorme calendario de 1989 abierto en noviembre. A su lado, el segundero de un cutre reloj de pared marca Saiko dividía los minutos en sesenta martillazos. Como tantas otras veces, me pregunté por qué el fabricante se había molestado en inventar una marca falsa; esa impostora A usurpando el lugar de la genuina E era una desafiante llamada de atención sobre su propio fraude.

¡La Letra Escarlata! —exclamé en voz alta, buscándome en el reflejo de la ventana.

Mi sonrisa contenía trazas de idiotez.

El espeso barro de Campurrianas y leche que forraba mi maltrecho estómago me permitiría afrontar el día, que no era poca cosa. Aproveché que estaba solo en casa para poner música mientras me duchaba: enjabonarme con la versión que los Red Hot Chili Peppers hacían del Higher Ground me devolvió del todo al mundo de los vivos.

Eran las tres y veinte de la tarde.

Llegué a la facultad justo a tiempo para la primera clase de la tarde: Gramática Generativa Transformacional. No solía asistir a esa asignatura que impartía el catedrático Arjona, a quien yo mismo había bautizado profesor Jirafales por su vago parecido con el personaje de El Chavo del Ocho, pero de vez en cuando me gustaba comprobar en directo el profundo tedio que convertía su exposición en un mantra hipnótico del aburrimiento. Sus clases me ayudaban a magnificar mi pasión por la risa, las cervezas, la música, la tele, las mujeres…

Las mujeres.

Una de las mayores sorpresas que me había llevado en esa carrera fue la abrumadora mayoría femenina, cosa que no sucedía en otras licenciaturas, como bien sabía por mis amigos del instituto. No sería capaz de evaluar los méritos académicos de aquella facultad, pero podría enumerar, una a una, las excelencias físicas de mis compañeras de curso. Aquella tarde, por ejemplo, éramos tres tíos y veintidós mujeres. Dediqué parte de la clase de Jirafales a observarlas disimuladamente desde la última fila. A catorce de ellas me las follaría allí mismo si me lo pidiesen.

Pero no me lo pedían, claro.

A las restantes me las follaría si me lo pidiesen estando yo muy borracho.

Pero tampoco lo hacían.

Salí de la sesión de hipnosis gramatical sediento de ruido, birra, jaleo y frivolidad. En otras palabras, desprecié la siguiente clase, Historia de la Lengua Inglesa, y me fui disparado al bar de la facultad esperando encontrar a mi amigo Bosco. Lo había conocido el primer día de universidad, cinco años atrás; él mismo se presentó al verme más perdido que Van Morrison en una reunión de gente feliz. Sólo se matriculó los dos primeros cursos; había dejado de hacerlo para darle, en sus propias palabras, «un uso más racional» a ese dinero. Creo que en su casa ignoraban que había abandonado la carrera.

En efecto, allí estaba, apoyado en la barra, muy concentrado en mirar un punto indeterminado situado en el centro de la cafetera. Me acerqué y, sin alterarse ni un poquito, preguntó:

—¿Te has enterado?

En cualquier otra situación, una entrada tan misteriosa despertaría cierta expectación, pero a Bosco le gustaba iniciar las conversaciones con una pregunta retórica.

—No, ni idea. ¿Qué pasa?

—En enero inauguran una línea de autobús directa a Londres.

—¡Hay que ir! —interrumpí con entusiasmo, sabiendo que no teníamos un puto duro para hacer ese viaje.

—Dos cervezas —pidió Bosco casi en un susurro. Tenía el extraño don de hacerse oír sin levantar la voz. Podía intimidar mucho, incluso sin querer.

—¡Nos vamos a Londres, tío! —repetí, sin saber muy bien por qué—. ¡Anarchy in the UK!

Me reí a carcajadas mientras Tom Waits —este mote era obra de Bosco— nos acercaba dos Águilas. Nos miramos a los ojos para brindar, él serio, yo con una amplia sonrisa, los dos conscientes de que llevábamos años brindando por ese viaje.

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El teléfono quebró la quietud de la casa y ese sonido me sumió en una tensa quietud. Toda actividad humana en el piso cesaba de repente. Permanecí paralizado y con todos los sentidos al acecho, como un insecto palo mimetizándose con el entorno. Agucé el oído para comprobar si Jandro o Christoph emitían ruidos que indicaran movimiento. Parecía un guepardo antes de lanzarse a la feroz persecución de la gacela teléfono. Sabía positivamente que ellos también lo hacían; si ninguno esperaba una llamada, el aparato podía desgañitarse hasta la extenuación sin que nadie moviera un dedo. El ring entrante nos convertía en mágicas estatuas del Jardín Botánico, en tres réplicas del Han Solo congelado en carbonita o en cualquier transustanciación de tres putos vagos maniáticos. Por fin, Jandro atendió la llamada. Era el dueño del piso, y eso le concedía cierta responsabilidad por mucho que compartiéramos espacio. Supe que era él porque el entrenamiento en la convivencia me permitía distinguir sus pasos de los del alemán.

—¿Sí?… Claro… ¡Pepeeeeeee!

Salté de la cama y llegué a la mesa frente a la tele donde reposaba nuestro enorme teléfono rojo. Mientras agarraba el auricular, imaginé una enorme ruleta con fotos de mis compañeras de clase en lugar de números.

—¿Hola?

—¡Pepe!

Mi madre.

—¿Quién es?

—¡Tu peor pesadilla!

Siempre la misma broma: yo fingía no reconocerla y ella me lanzaba esa falsa amenaza. Era nuestro código encriptado para saber que todo estaba bien, que no había malas noticias, que la conversación sería felizmente rutinaria. El hecho de llevar seis cursos, incluyendo COU, fuera de casa había pulido los roces propios de una convivencia jerárquica: con mi madre me llevaba mejor que bien, pero no tanto con mi padre o mi hermano pequeño, con quienes la falta de contacto había ido construyendo una cordial e inocua indiferencia.

—Te ha llegado una postal de California. Es de… JA-NI-NE —pronunciaba el nombre tal como se escribía, con la jota bien clara, usando todas las vocales y declamándolo más alto que el resto de la frase para hacerse entender.

¡Postal de Janine!

—Así que la has leído… —dije con tono burlón.

—¡Pero si no entiendo nada! —exclamó, corroborando mi acusación.

Janine.

Mi archivador mental abrió la C de California y empezó a desplegar carpetas. Mi madre seguía a lo suyo.

—Pues eso, que la firma JA-NI-NE…

Vuelta a la realidad.

—Se dice Yanín, mamá…

—¿Juanín? ¿Pero no es una chica?

Postal de Janine. Cinco años después de nuestra despedida llena de lágrimas en San José seguíamos escribiéndonos, aunque la frecuencia había ido disminuyendo, como era de esperar. Durante los primeros meses tras mi regreso, contestábamos las cartas según nos llegaban, un tira y afloja de entusiastas folios que sobrevolaban el Atlántico como halcones feroces que combatían la distancia con el pecho henchido de amor.

Un momento, puede que no fuera para tanto.

Tres meses después de mi partida, Janine me informó de que había roto con su novio, aquel jugador de fútbol americano cuya alargada sombra se había interpuesto entre nosotros. Su reacción celosa a nuestra amistad pura —en este punto, yo mismo ignoraba las poderosas erecciones que me provocaba su mera presencia— fue el inicio del declive que acabó abriéndole los ojos: Dave no era el hombre de su vida.

La soltería de Janine alimentó durante aquel otoño la esperanza de verla para consumar tanto amor contenido. Las cartas llegaban a España y despegaban hacia California cargadas de honestos arranques que oscilaban entre su sincero compromiso y mi lascivia desatada. Sólo tenía una foto en la que apareciéramos los dos juntos, y era la que nos habían hecho el día de la graduación; de tanto mirarla me sabía de memoria cada centímetro de su ropa, cada milímetro de su sonrisa, cada átomo del brillo en sus pupilas. Pero aquella Navidad, Janine se fue a visitar a una hermana de su madre que vivía en Cleveland; lo que iba a ser una semana de estancia se convirtió en dos meses cuando a su tía le diagnosticaron cáncer. Ahí empezó el descenso epistolar que anticipó el enfriamiento de nuestro amor.

Por lo visto, no era tan eterno.

Las cartas se espaciaron. Más que halcones intrépidos, parecían pesadas avutardas. Un buen día, dos años atrás, me contó con su entusiasmo habitual que había conocido a un tal Mark en una discoteca de Santa Cruz. Fue su última carta. Desde entonces, sólo me escribía postales.

A estas alturas, Janine era la única persona de California con la que seguía en contacto, y eso que en los meses tras mi regreso había escrito más cartas que en toda mi vida anterior. Me llegaban varias cada mes y era tanta la alegría que incluso las recibía con simiesco jolgorio, quiero decir, literalmente daba saltos por la habitación, por supuesto sin que nadie me viera. Me escribieron Kurt y Troy, dos de mis amigos de juerga, lo cual me había sorprendido hasta emocionarme, y no lo hicieron Rob o Steve, lo cual encajaba más con lo esperado. Kurt había logrado una beca parcial en la Universidad de Santa Clara gracias a sus buenos resultados en el equipo de lucha libre de Catworth y trabajaba los fines de semana en un cine para completar los gastos de su estancia en el campus. Cuando me contaba alguna fiesta de togas en su residencia, yo quería llorar de pura nostalgia y envidia. El maravilloso loco de Troy no se había matriculado en la universidad «de momento» (en feliz expresión acorde con su inquebrantable optimismo) y ya competía de manera amateur en el circuito local de skateboard. Por semanas trabajaba de jardinero en un parque municipal llamado Marijane Hamann; me sorprendí pensando que no podía haber mejor curro para él.

En cada una de las escasas y muy espaciadas cartas de mi familia de acogida cada miembro me dedicaba unas líneas de su puño y letra: la viuda Betty por pura cordialidad metodista, mi «hermano» Phil con franca desgana y Lori con vacuo entusiasmo. Yo siempre respondía con amable apatía, es decir, por pura educación. Con el paso del tiempo, se nos desmoronó el ímpetu de tanto usarlo. Un buen día cesaron las cartas.

Todos los estudiantes de Catworth habíamos adquirido, poco antes de la graduación, el anuario del instituto, un libro de tapa dura que recopilaba imágenes de las instalaciones, una foto de cada alumno y varias de todas las actividades deportivas y extraescolares. Los del último curso aparecían con medio retrato en el que lucían esmoquin o palabra de honor, según tocara. Ni me había enterado de cuándo o dónde había que hacérselo, así que me incluyeron en una especie de página-contenedor reservada a los marginados sin foto molona. Recortaron mi careto de una instantánea mayor en la que parecía el sobrino monguer del Yeti. Se me veía encogido, girándome hacia la cámara pero ajeno a ella, con un gesto de asco a medio camino entre estornudar y oler algo muy podrido. Me pareció que la original podría ser una vista general de la grada de Catworth durante un partido de fútbol americano.

Primero pensé en matar al hijoputa que había elegido esa foto, pero preferí suicidarme cuando fui consciente de que todos mis compañeros la guardarían para siempre en sus putos anuarios. Cientos y cientos de copias de la estampa del Quasimodo español asustado por el fuego de una antorcha. Todos esos libros, desperdigados por Estados Unidos en sucesivas mudanzas, conteniendo el retrato del monstruo latino que las abuelas del futuro usarían para asustar a sus nietos:

—Duérmete ya o vendrá el deforme Pipi desde Espania a comerte los sesos…

Además de práctico recordatorio de las jetas de todos los involucrados en el año académico, el ejemplar servía para que mucha gente te escribiera dedicatorias acordes con el trato que hubierais tenido a lo largo del curso. El hecho de que no pocos compañeros acompañaran el autógrafo con su dirección postal me animó a devolver la cortesía, lo cual hizo que me llegaran cartas tan puntuales que incluso tenía que buscar al remitente en el anuario para saber de quién se trataba. Lo bueno es que también recibí una inesperada tarjeta de Nichole Fisher, la superloba rubia que Greg Reynolds se había follado en mi propia cama. En la postal, que mostraba una ola perfecta en Mavericks, Nichole sólo había escrito:

Buena suerte en la vida.

Cuídate mucho, ¡chico español!

Aquellas nueve palabras me volvieron loco. Y el corazón que ocupaba el lugar donde debería estar el punto de la i en el «Nichole» de su firma acabó por rematarme. ¿A qué venía aquel arranque de cariño si apenas me había mirado en todo el año? Llegué a imaginarla desnuda, mientras escribía esa postal, masturbándose compulsivamente sin dejar de mirar mi foto de panoli en el yearbook. A lo mejor le iba el rollo contrahecho. O sólo se había dedicado a escribir a todas las direcciones que había encontrado en su anuario por aquello del buen karma. Por supuesto, contesté a su postal con otra que me llevó horas escoger y redactar para que mi tono sonara casual y desenfadado.

Nunca respondió.

Tampoco lo hizo a las tres cartas que le envié.

—¿Te la mando o te la guardo hasta que vengas? —Era mi madre, que se había mantenido al otro lado del teléfono durante mi flashback.

—Falta un mes para Nochebuena, mamá; si me invitas a cenar, voy a por la carta.

—Pero mira que eres tonto, ¿eh?

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Aquel viernes se presentaba con una previsión de humedad que rondaba el noventa y tres por ciento. Era la manera en la que Bosco, Urtubi, Arturo y yo definíamos las altas probabilidades que teníamos de beber como perros. Los cuatro nos habíamos conocido en la facultad para componer un grupo tan homogéneo como dispar. A Urtubi lo llamábamos así porque en el primer trimestre de carrera no dejaba de repetir «cañonero Urtubi» imitando el soniquete de un locutor deportivo que se refería de esa manera al jugador del Athletic de Bilbao. De una forma sana y positiva, todo parecía importarle una mierda. No tenía ninguna intención de terminar la carrera porque había asumido que, tarde o temprano, acabaría en los negocios de exportación agrícola que su familia manejaba en Murcia y Almería. Arturo era un año más joven y muy opuesto a nosotros: responsable en el estudio, pulcro en el vestir y totalmente desfasado a partir del segundo cubata.

Por una absurda manía de compensación, me gustaba acudir a la última clase de los viernes, como si así reparara el indiscriminado absentismo de la semana. Me imaginaba una especie de Dios del Buen Estudiante que asentía beatífico desde su cátedra en el cielo cuando decidía entrar en clase, a pesar de que las tentaciones del viernes arreciaban como sirenas ninfómanas intentando seducir a Ulises. Bueno, también contaba con el retorcido aliciente de empezar la moña algo más tarde, con el ahorro económico y energético que eso suponía.

Subí al bar tras mi habitual penitencia académica de los viernes. A pesar de lo bajito que tenían la música, siempre intentaba reconocer la canción que sonaba: en esta ocasión era el Sowing the Seeds of Love de los Tears for Fears, un tema que me daba rabia porque me gustaba contra mi voluntad. No se sabía dónde acababa el homenaje a los Beatles y dónde empezaba el plagio. Además, aquellos dos tipos eran antiestrellas del pop, pero ese single era una de esas melodías lapa que no te quitabas de la cabeza ni a palos.

Mis amigotes, sentados en una de las mesas del local, ya llevaban varias birras de ventaja. Lo bueno es que los acompañaba Sara. Lo malo es que también estaba Amelia. Sara era lista, ingeniosa, guapa, tenía cuerpazo y nos toreaba sin pestañear ni perder la sonrisa. Amelia era su perro guardián: la avaricia de su fealdad sólo era comparable a la amargura de su carácter. Desconfiaba de cualquiera que se acercara a su amiga y no dudaba en ladrarnos hasta hacer sangre, si fuera necesario. La llamábamos Vader, incluso a la cara, pero nada parecía perturbarla.

Todos los hombres de aquella universidad, y no pocas mujeres, se habrían dejado amputar un miembro por estar con Sara, pero tenía novio en el pueblo y se iban a casar cuando ella terminara de estudiar. Punto.

—Hola, Sara —dije al sentarme, obviando al resto del grupo.

Mirarla me transportaba. Si uniera todas las pajas que me había hecho pensando en ella, podría sepultarla en lefa.

—Hola, Pipi —respondió la zorra de Amelia.

El bocas de Urtubi les había contado que en California me llamaban «Pipi» porque pronunciaban mal «Pepe», y la muy cabrona sabía cuánto me jodía que me lo recordara. Al mismo tiempo, ella era consciente de que, con Sara delante, jamás la mandaría a tomar por el culo.

—¿Qué hacemos hoy? —pregunté, mirando directamente a los ojos de Bosco, enrojecidos por el costo.

Varias partidas de dados y rondas de birras después, salimos de la facultad con la noche sobre los hombros y el diablo en las entrañas. Sara se despidió: no hicimos nada por retenerla porque, además del favor de llevarse a Amelia, ya sabíamos que no había manera de convencerla. Bosco y Urtubi encaminaban sus pasos al siguiente bar, pero Arturo y yo repetimos el mismo ritual de no pocos viernes; la observábamos mientras se alejaba porque al cabo de unos pasos, Sara, sólo ella, se giraría para saludarnos con una sonrisa que le devolveríamos con gesto angelical.

Así ocurrió.

Y entonces, como siempre, Arturo levantó la mano y, sin despegar los dientes, musitó:

—Joder, vaya culo.

Enseguida alcanzamos a nuestros amigos que, como soldados de un ejército zombi, se dirigían a El Mundo, un bar estratégicamente situado entre el apacible cosmos universitario y el caótico bullicio de la zona antigua de la ciudad. Siempre estaba de bote en bote aunque la distribución del local no obedecía a ninguna lógica; la barra, larga y voluminosa, apenas dejaba espacio entre ella y la pared; cada vez que alguien tenía que ir al mugriento servicio situado al fondo molestaba a todos los clientes. Sólo disponía de dos mesas diminutas y cinco sillas incómodas fuera del mostrador: sentarse en ellas era una especie de triunfo tribal, un logro al alcance de los más fuertes, pura selección natural. Y como si sobrara espacio, nada más entrar en el bar, había que sortear un pinball CANASTA 86, siempre ocupado por jugadores de todo tipo. Bosco era un obsesivo perfeccionista y auténtico maestro Jedi del petaco; si todos los usuarios fueran tan habilidosos como él, los recreativos no serían negocio. Menos mal que había gente como Urtubi, al que se la sudaba hacer el ridículo, o yo mismo, que me ponía tan nervioso si alguien me miraba que la pifiaba enseguida. Yo prefería el Tetris, por ser un juego en el que sólo dependías de tu destreza contra la máquina y no de aleatorias fuerzas gravitacionales. Los machacones sonidos electrónicos del artefacto se mezclaban con el murmullo de la parroquia formando una espesa niebla de ruido que sólo superaba en decibelios la poderosa voz de Ernesto, dueño y único empleado de El Mundo, un ser hosco, huesudo e inflexible con los horarios; a medianoche «todo dios» tenía que estar fuera del bar. El paso del tiempo le había convertido en una máquina expendedora de tacos, maldiciones y finas perlas de conocimiento.

—¡Dejad de jugar a la bagatelle y consumid algo, me cago en la puta!

Bosco se arrimó al flipper, Urtubi se detuvo a saludar a unos amigos, Arturo y yo nos hicimos hueco en la barra para pedir cuatro cervezas bien frías.

La gigantesca bola de piedra que perseguía a Indiana Jones se había puesto en marcha.

Perdimos a Arturo en el Muralla. Estaba terminándose su fatídico segundo Larios con naranja cuando empezó a sonar el Dance Little Sister. Con la inconfundible batería inicial, casi antes de que Terence Trent D’Arby animara a su propia abuela en la primera frase, nuestro amigo ya había derramado, sin querer, tres copas ajenas en su primer giro loco de bailarín desmembrado. Que no hiciera ni amago de pedir disculpas y siguiera con aquella desquiciada danza que parecía la epilepsia de un espantapájaros enfureció a los dueños de los cubatas. La tangana fue vista y no vista, una fugaz melé en la que participamos Urtubi, Arturo y yo mismo, los tres agarrados a la vez al trío contrincante, unos pidiendo calma a gritos y otros exigiendo reparación del honor. Parecíamos una masa de torsos fundidos, como si un accidente nuclear hubiera provocado una mutación en forma de monstruo con seis cabezas y doce piernas que se movía torpemente por el bar. La mediación y buena voluntad de los camareros del Muralla hicieron el resto para que las bebidas fueran repuestas y la noche siguiera su curso, ya sin Arturo. Cuando sentía que se estaba emborrachando demasiado, un inconsciente y eficaz mecanismo de responsable autodefensa le empujaba a irse para casa sin mirar atrás.

Nuestra siguiente parada sería el Galaxy. En ese momento de exaltación etílica sentí que éramos The Three Amigos buscando juerga.

—¡We are the three aaaaaamigos! —grité, imitando la canción de la película para demostrar mi ausencia de filtro.

Me miraron sin expresar emoción alguna.

—¿Dónde tengo el tabaco? —exclamó Bosco palpándose los bolsillos y haciendo evidente que mi chiste se la bufaba.

—La calle es un hervidero de gente —añadió Urtubi con soniquete de locutor deportivo, sólo para cachondearse de esa frase hecha y corroborar que cada uno iba a su bola.

Tenía razón: un montón de personas cocidas transitaban por aquella estrecha vía como un banco de langostas braceando en agua hirviendo.

Supe que también perderíamos a Bosco cuando nos encontramos a la Wendy en la puerta del Galaxy. En realidad se llamaba Remedios, pero lucía un discreto mohicano rubio oxigenado que recordaba de lejos al de la cantante de los Plasmatics, y de ahí el mote, que ella aceptaba con gusto. La Wendy era la novia de Bosco. Si no sonara tan trasnochado, sería más adecuado denominarlos «amantes» por el carácter ilícito de su fornicio, es decir, que ella tenía novio con el que compartía cama, piso y pastor alemán. Que el maromo pasara largas temporadas fuera de casa conduciendo un tráiler por Europa no hacía más que poner en bandeja la ocasión de adulterar dicho compromiso. El concepto de «relación tormentosa» se quedaba corto a la hora de definir el vínculo de Bosco con la Wendy; la electricidad que generaban cuando estaban juntos podría iluminar un país pequeño, pero las chispas que provocaban sus roces habrían asustado al mismísimo Thor, dios del trueno.

Como supe que ocurriría nada más verla, Bosco desapareció poco después sin despedirse.

La última vez que recordaba haber visto a Urtubi había sido dentro del Galaxy, hablando animadamente con dos tías. Mi amigo tenía una habilidad especial para iniciar conversaciones con desconocidas. La mezcla de alcohol, verborrea e inmunidad al ridículo lo convertían en un titánico rompehielos; le bastaba un simple contacto visual para lanzarse a la cháchara. En ocasiones cogía desprevenida a la chica de turno, que aún tardaba un rato en darse cuenta de la encerrona, pero a veces incluso pillaba. Que la mayoría de los intentos no llegaran a buen puerto no le restaba ni un ápice de mérito. Yo admiraba su facilidad para entablar esas charlas casuales y, sobre todo, envidiaba la sana despreocupación que mostraba en caso de estrellarse; no le importaba lo más mínimo que alguna arpía le bufara en la aproximación para largarlo con viento fresco. Se encogía de hombros y seguía a lo suyo.

Ignoro en qué momento exacto perdí a Urtubi. Estuve un buen rato debatiendo con un conocido de la facultad sobre la vigencia de los Rolling Stones a propósito del Mixed Emotions que había sonado en el bar, aguanté la chapa de una pareja que discutía sobre el Batman de Tim Burton y le balbuceé incongruencias a la hermana del discjockey para que le pidiera a su pariente algo de los Clash, olvidando que a esas horas era muy raro que el Galaxy pinchara grupos que no fueran españoles. Sonaron Radio Futura, Siniestro Total, Gabinete Caligari o Ilegales, mientras el MG con Kas de limón me inundaba sin oposición, pero la música cesó de repente tras el Cadillac Solitario en directo de Loquillo y los Trogloditas. Las cegadoras luces avisaban de que cerraba el Galaxy, es decir, eran las cinco y media de la mañana. El dato me pilló por sorpresa. Incluso puse cara de asombro, sin dejar de mirar a la gente que empezaba a desfilar, por si alguna ninfa despistada aprovechaba la recién recuperada luminosidad del local para buscar mis ojos e indicarme que la llevara lejos de allí y así…

Nada.

Abandoné el bar con la determinación de seguir por mi cuenta, convencido de que las diez horas que llevaba bebiendo no eran suficiente juerga para el Hulk que me habitaba. Merecía una puta prórroga. Me sentía Tony Montana, Sal Paradise, Santiago Nasar, George Best, Peter Parker y Joe Strummer, por ese orden.

Estaba que me salía.

A esa hora las posibilidades se reducían a dos discotecas, dos garitos aceptables y un antro que todos llamábamos El Antro porque le pegaba y porque carecía de nombre oficial. Deseché las discos porque una era cara y porque en la otra los porteros puteaban mucho, pasé por alto los garitos y me dirigí al antro sólo porque estaba cerca y yo muy ciego; en circunstancias normales nunca lo habría hecho.

Nada más entrar me arrepentí, pero no lo bastante. El Antro era angosto, el calor inhumano, la clientela pendenciera y la música infumable. «La cerveza estará fría», cavilé abriéndome paso hacia la barra. Pedí una birra y dispuse mis últimas monedas en el mostrador intentando transmitir seguridad, confiando en que fueran suficientes: de reojo había distinguido, por lo menos, una de veinte duros. El camarero trajo el tercio de San Miguel, miró el dinero, me lanzó una mirada fulminante, se encogió de hombros, arrastró las monedas con la palma derecha hacia la otra mano y siguió atendiendo.

Nunca supe si me perdonó pasta o le dejé propina.

Di la espalda a la barra, apoyé los codos sobre ella y eché un vistazo más reposado a la concurrencia. Parecía el patio de recreo de una prisión de mínima seguridad. La gente hablaba al oído, pero no por secretismo, sino por el volumen atronador de aquella especie de trance machacón con beats apelmazados sin melodía. En la esquina, sobre una de esas pequeñas mesas altas y redondas con una sola pata, dos tipos malencarados se metían rayas sin disimular ni un poquito. La gente sudaba y el humo los envolvía. El ambiente destilaba más tensión que diversión, como si todo el mundo esperara que sucediera algo chungo. Me estaba rayando, pero no en el mismo sentido que los skins de la esquina. Notaba que la paranoia luchaba a brazo partido contra la sensatez dentro de mi cerebro encharcado: la pelea era desigual y la euforia perdía la partida contra la demencia.

Es una manera delicada de explicar que tenía miedo.

—¿Qué pasa, niñato? —bramó una voz a mi derecha.

Me llevé tal susto que agité los brazos olvidando que llevaba una cerveza en la mano, lo cual provocó que me derramara encima buena parte de su contenido. El tipo que me hablaba con tanta delicadeza llevaba camiseta de tirantes, pantalón de chándal y el pelo corto por arriba y largo sobre la nuca. Pude ver su cara de cerca porque lo tenía justo delante, muy a mi pesar; algo en las pequeñas cicatrices que cosían su rostro, en sus pómulos marcados, en la ausencia de varios dientes y en la mirada resentida indicaban que ese aspecto, más que una opción estética, era un modo de vida. Si llega a aguantarme la mirada, probablemente me habría hecho pis, pero alguien lo saludó desde el otro lado, se abrazaron con efusión y se fueron hacia la mesa de la esquina.

Había pasado el peligro, pero mi inútil sentido del orgullo idiota me impedía aprovechar la oportunidad para escabullirme de aquel error. Decidí que, ya que la había pagado, me acabaría la cerveza, aunque fuera deprisa y llevara la mitad puesta en la camisa.

Además, tenía que mear. En otras circunstancias habría aguantado más tiempo. Ahora, la excusa me venía bien para estirar las piernas y hacer tiempo, así que avancé entre aquellos cuerpos sudados hasta llegar al baño. Abrí con una determinación que enseguida lamenté. La entrada natural daba a un lavabo al que había que arrimarse para cerrar la puerta porque las bisagras estaban en el lado contrario al que debían. De esa manera accedías a los dos urinarios o al único retrete, que tenía una de esas portillas abierta por arriba y por abajo. En mi animoso irrumpir casi tropiezo con un tipo medio gordo que se preparaba dos rayas sobre un CD de Locomía apoyado en frágil equilibrio sobre los grifos. Nos miramos mientras la puerta se cerraba a mis espaldas como el efectista truco de una película de terror. La barrera contrachapada entre los altavoces del local y los azulejos blancos del baño convertían la música en una especie de latido sordo; allí dentro, el trance perdía volumen y los pocos matices que tenía. El individuo me obsequió con una mirada perdida y hostil; cuando entré, separaba con su DNI el montoncito de farlopa. Tenía la mano libre apoyada en la pared de enfrente y el brazo totalmente estirado, lo cual me permitía observar un zafio tatuaje que representaba, más o menos, el torso de una mujer con curvas. Lo imaginé años atrás en su celda, desesperado en mitad de la noche, tatuándose el torpe dibujo con un vaso roto que había robado en el comedor de la cárcel, apretando los dientes en silencio para combatir el dolor y jurando vengarse algún día de la sociedad.

—Perdón —musité a duras penas.

El tío seguía quieto, con su carné a escasos centímetros de la coca y su mirada en la mía, pero era como si me atravesara, como si en realidad se fijara en la parte de atrás de mis globos oculares. Esa ausencia de foco me tranquilizó un poco, no mucho, lo justo para girarme hacia el urinario de pared y disponerme a mear. Todavía llevaba la birra en la mano derecha, así que bajé la cremallera con la izquierda y saqué mi estremecida polla. La idea de darle la espalda a aquel rinoceronte no resultaba alentadora; era mear o ponerme a charlar con él. Me concentré en orinar, pero estaba tan nervioso que no me salía nada. Intentaba concentrar los fluidos para expulsar los restos de tanta bebida. No funcionaba. Entonces escuché los golpecitos de su DNI contra la caja del CD y comprendí que había vuelto a su drogadicta tarea, lo cual me relajó un poquito, aunque, de nuevo, no lo bastante. Me imaginé sentado en mi propio capullo, asomado al meato como un espeleólogo en la entrada de una cueva, para llamar a voces a mi orina, «¡Vamos, sube, todo está bien por aquí!», pero no había forma de que las ganas se plasmaran en la consecuente meada. Estaría agazapada al fondo de la uretra, incluso más arriba, puede que en su afán de no salir, el pis me hubiera encharcado los pulmones. Por alguna razón, estaba convencido de que si no meaba ya mismo, el compañero farlopero se mosquearía por mi absurda visita al baño, pero allí no aparecía ni una miserable gota.

Y entonces tuve una de esas peregrinas ideas de mierda. No se me ocurrió mejor cosa que simular la micción.

Como mi mano derecha quedaba fuera de su vista, giré la muñeca poco a poco y con ella la botella, para verter cerveza en el mingitorio y que sonara a genuino pis. Así sucedió. Cuando el chorro chocó contra la cerámica en perfecta simulación de lo que hubiera sido una meada llegué a sonreír ufano ante mi astucia.

Pero si algo puede empeorar, lo hará.

Me había olvidado del retrete con puerta a la derecha de los urinarios de pared. Reparé en él cuando se abrió de repente.

—¿Pero qué haces, loco? ¿Te estás regando la polla? —exclamó el recién aparecido.

—Pues claro —balbuceé mientras redirigía el reguero de cerveza hacia ella sin saber por qué coño lo hacía.

—¿Cómo? —añadió el señor Lonchas a mi espalda, queriendo asomarse.

—Que sí, hostias, ¡que me estoy lavando la polla! —grité, simulando chulería camorrista al borde de un colapso nervioso. De hecho, volqué el resto de la birra sobre el cipote, dejé la botella vacía en el urinario, meneé la polla un par de veces, la guardé velozmente en los calzoncillos, subí la cremallera y puse los brazos en jarras. Los farloperos flipaban, no sabían si estaba chiflado o era idiota. Mi corazón se había acompasado al frenético ritmo del bombo de la música que sonaba en el bar: me iba a salir por la boca.

—¿Pero por qué, puto loco? —preguntó, más sorprendido que agresivo, el que había salido del retrete—. ¿Por qué te la lavas con cerveza?

—¡Porque voy a follar!

¿De verdad había dicho eso en voz alta? Por dios, que alguien me golpeara en la cabeza. Necesitaba que aquella pesadilla se terminara ya, antes de cagarla más todavía.

—¿Y por qué no te la lavas con agua? —respondió mister Rayusco mirando el lavabo. Me dolió que siguiera intrigado por mis falsos hábitos higiénicos en vez de interesarse por el folleteo.

—¿Vas a mojar aquí? ¿Con quién? —interrumpió el otro con una mirada de perversión que me heló la sangre.

—¡Pues sí! —berreé, expeliendo a la vez un sonoro gallo que subrayó mi histerismo—. Estoy en la barra con una tía… —Ahí me di cuenta de que no había visto ni una sola mujer en el bar—. Y seguro que va a querer rollo, ¡voy para allá!

Creía que la determinación de mi despedida les haría apartarse, pero no se movieron ni un ápice. El gordaco sostenía el CD sobre la palma de su mano izquierda accionando la cualidad prensil de sus dedos. Me miraba de manera distinta. Sacó de nuevo el DNI que había guardado en el bolsillo de atrás y, con inesperada destreza, reconvirtió los dos tiros en tres. Noté que al otro tipo no le hacía gracia ese arranque de generosidad. El repartidor guardó el carné, sacó un canuto metálico de otro bolsillo y me acercó todo el asunto ceremoniosamente. Parecía el mismísimo Papa dándole de comulgar a la madre Teresa.

—Venga, dale —ordenó con tono condescendiente.

No habría manera humana de rechazar aquella invitación sin salir a hostia limpia del baño. Agarré el tubito y esnifé la raya con un ímpetu tan desmedido que probablemente había dejado virgen el CD de Locomía. La cocaína y el corte de cal, detergente, yeso, talco, harina, azúcar glasé, o lo que coño llevara aquello, trazó en mi cráneo una limpia diagonal de fulgor y cosquillas. El rastro del polvo dentro de mi cabeza era tan nítido que por un instante pensé que también había aspirado el cilindro. Aún tuve que esperar a que mis nuevos colegas se metieran sus rayotes y que el patrocinador se chupara el dedo para aprehender los restos de farlopa del disco antes de llevárselo a las encías.

—¡Tres en raya! —exclamé para relajar el ambiente, sin lograrlo—. Bueno, tíos, ¡de puta madre! Me voy al tema, ya nos vemos, ¿vale? —rematé casi gritando mientras me abría paso entre ellos.

No les di tiempo a responder. Salí del baño y me aseguré de cerrar la puerta. El ambiente me pareció todavía peor que antes, sólo que ahora me ardía la nariz y, además de la camisa, tenía los pantalones empapados en cerveza. Suerte que eran negros. Me costó cruzar la masa humana, pero me consolaba pensar que cada cuerpo sudoroso franqueado era un obstáculo entre mi huida y los farloperos, a los que suponía saliendo del baño para ver quién era esa pava que me iba a follar.

Camino de casa, batí el récord mundial de velocidad.

Tardé la de dios en dormirme.

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Apuré las vacaciones de Navidad en el piso para disfrutar la extraña soledad que reinaba en él. Unos días antes, Jandro y Christoph se habían ido a visitar a sus familias, uno a Monforte de Lemos, el otro a Dortmund. Me gustaba esa falsa sensación de vivir solo, aunque apenas fuera una semana y todos mis poderes se redujeran a entrar en el baño cuando me apeteciera, elegir la música en el salón y caminar desnudo de la ducha a la habitación. Seguro que si viviera solo no estaría tanto tiempo en pelotas por casa; hacerlo era una absurda necesidad de reafirmación para marcar territorio.

Sólo me faltaba mear en las esquinas y frotarme contra los marcos de las puertas mientras sonaba el Doolittle de los Pixies a todo trapo.

Tras el habitual viaje infernal en autobús de segunda por carreteras de tercera, llegué a casa de mis padres dos días antes de Nochebuena. Necesitaba cierta descompresión previa a la sobredosis de lazos familiares que tendría lugar durante la máxima cena del año. En efecto, tenía postal de Janine. Era una foto en blanco y negro de Jimi Hendrix abrazando desde atrás a Noel Redding y Mitch Mitchell. Siempre acertaba de lleno, pero esta vez su mensaje no me causaría tanta alegría:

Querido Pepe:

¡Me caso el año que viene! ¿Puedes creerlo?

Espero que todo vaya bien…

Te quiero.

P.D.: ¡Feliz Navidad!

¿Se casa Janine? No nos habíamos visto en un lustro, nos comunicábamos con vagas tarjetas postales y tenía novio desde hace dos años, pero recibí la noticia como un auténtico bajón. Ya era definitivo: había perdido mi oportunidad con ella. Rememoré aquellas sensaciones a su lado y maldije la asombrosa capacidad de mi memoria afectiva, esa que me hacía caer, verticalmente, en la nostalgia melancólica. Todo ello mientras sopesaba dedicarle una paja más a Janine, claro está. Releí su tarjeta buscando un guiño, una clave secreta, el toque que indicara que aún me quedaba alguna esperanza. Siempre leía sus «Love you» como «Te quiero».

A lo mejor era una traducción muy entusiasta por mi parte.

El arreglo en casa pasaba por dormir en una incómoda plegable dispuesta en la habitación de mi hermano. Hasta que me fui a California había sido mi cuarto, pero cuando él tomó posesión del espacio entre esas cuatro paredes borró hasta la más ínfima huella de mi estancia, al principio con toda la intención y después con la desgana que otorga la costumbre de moldear una habitación a tu gusto. Aceptábamos con resignación el trance de compartir habitación esos días.

Menuda vejez nos esperaba. Ya entonces podía imaginarnos como los cascarrabias del palco en Los Teleñecos.

Pero al apagar la luz, a pesar del martirio de cama que me tocaba en suerte, algo mágico se disparaba en mi imaginación: la decoración impuesta por mi hermano desaparecía en la oscuridad y sentía que mis viejos pósters emergían de las paredes como zombis de celulosa, resquebrajando las capas de pintura bajo las que habían sido sepultados. Esa imagen implicaba conjeturar que mi padre, en un asombroso arranque de burricie, había repintado los tabiques sin quitar los carteles; era mi irracional manera de reclamar un papel, nunca mejor dicho, en la historia de aquella casa. La planta de la habitación seguía siendo la misma, un rectángulo con armario empotrado, pero al aislarme en la negrura viajaba sin esfuerzo a las paredes de mi pasado; el cartel de la película Cha Cha con el loquísimo careto de Nina Hagen, el desplegable azulado de las pirámides del Dark Side of the Moon, el afiche del Amarcord de Fellini, el gaitero de Siniestro Total que parodiaba el London Calling de los Clash, la cutre fotocopia aumentada de la portada de La Conjura de los Necios, el cartel del Cómo Flotas, Tío de Cheech y Chong o el elepé Live!, de Bob Marley, cuya funda había grapado a la pared cuando mi madre se sentó sin querer sobre el disco haciendo añicos el vinilo. Aquel caótico mosaico pop decía más sobre mi dispersión que sobre mis gustos, pero era tan yo como lo era mi familia, mi infancia, mis amigos o el futuro que me esperara. Cada Navidad sufría esa nostálgica metafísica al apagar la luz de mi antigua habitación.

Pero duraba poco. Justo hasta que el cabrón de mi hermano empezaba a roncar.

Fiel al ansia de anfitriona que tenía mi madre, la Nochebuena de 1989 iba a ser todo lo tumultuosa que nuestra casa admitiera. Sería la primera sin mi abuela paterna, que aquel mismo año había pasado a otra vida (mejor que la que había llevado en la Tierra, imposible) dejando atrás un buen pellizco de herencia y unas agitadas relaciones filiales no resueltas.

Mi abuela materna y su hermana venían desde el pueblo para ocupar la otra habitación disponible de la casa. El hermano de mi padre acudía con su mujer y el hijo de ambos, mi primo Quique; su hermano Fonso, marinero en un carguero, flotaba en algún mar a miles de millas náuticas de allí. También estaban los vecinos de arriba, un matrimonio sin hijos ni familia, que siempre se nos unían con un excelente pavo relleno que, unido al besugo de mi madre y a los entremeses de mis tíos —langostinos y embutidos—, convertía la reunión en una oda al exceso. Todo ello encharcado en una amplia gama de bebidas: cervezas o vermuts para empezar, cava, vino tinto, blanco o rosado —que siempre sobraba— para cenar, copas o chupitos de todos los colores para acabar y moscatel para mi abuela y su hermana. Si una chispa traicionera prendiera todo ese alcohol, los astronautas en órbita podrían ver la deflagración desde el espacio.

—Mira, la Muralla China y allí, hacia el oeste, la típica explosión navideña en casa de Pipi.

La cena iba cumpliendo, paso por paso, las pautas no escritas de otros años. Mi madre empezaba muy nerviosa por la responsabilidad acumulada, aunque años atrás le habíamos librado de los fritos que se empeñaba en servir como aperitivo; nos costó un disgusto porque se negaba a recortar sus obligaciones. Aun así, no se sentaba a la mesa hasta que traía el besugo; una vez superada esa prueba de fuego y horno se relajaba, ayudada también por las copas de cava que le dibujaban dos coloretes casi perfectos hasta convertirla en una Heidi de broma. No tardaba mi padre en insistirle a mi hermano en que comiera langostinos, sin dejar de añadir, año tras año, la misma coletilla: «Que no muerden». Pero el otro se negaba en redondo y mi madre terciaba diciendo «Déjalo, que así tocamos a más», antes de guiñarle un ojo a mi hermano. La pauta era tan previsible que llegué a pensar que el primer año que él comiera marisco o mi madre no le hiciera un gesto cómplice todos moriríamos sin remisión.

La novedad de este año era la notable ausencia de mi abuela. Su hueco era perceptible para todos, no sólo por la botella de Moët Chandon que se bajaba con mi madre, sino por la huella que la fuerza de la costumbre deja en este tipo de celebraciones. En otro alarde de buena anfitriona y amante esposa, mi progenitora se las había arreglado para eliminar el sitio que había ocupado su suegra, de manera que no se notaba tanto el espacio físico que provocaba aquella deserción. Pero seguía presente en el ambiente y nadie se atrevía a sacar el tema por delicadeza hacia sus dos hijos. Claro que Quique estaba listo para la acción tras dos cervezas y tres vinos:

—¡Venga, un brindis por la abuela!

El silencio que siguió a la dentellada de mi primo se podía cortar con un bate de béisbol. La colleja que le metió mi tía sonó a una de esas que pican. A mi padre se le encharcaron los ojos, su hermano apretó los labios y todos los demás queríamos que se hundiera el piso para evitar aquel trance tan español de no saber qué hacer con el apocamiento que produce la incomodidad.

—¡Pues claro que sí, Quique, muy bien dicho! —Era Supermadre al rescate—. ¡Brindemos por Elena!

Chocaron las copas, se abrazaron mi padre y mi tío, cayó alguna lágrima y volaron un par de anécdotas sobre el indomable carácter de mi abuela. Fue un fogonazo emotivo antes de continuar con el guión de cada año. Antes o después, un adulto nos preguntaba a los más jóvenes si teníamos novia. A mi hermano y a mí el tema nos contrariaba, pero Quique siempre tenía algo que contar:

—Bueno, que sepáis que este año casi vengo a la cena con una rubia, ¡ahí lo dejo!

No quiso explicar más. De esa manera indirecta nos informaba, incluyendo a sus padres, sobre la posibilidad de novia. Mi hermano era a quien más le avergonzaba el interrogatorio; se encerraba en su coraza adolescente y llegaba a cabrearse de verdad si alguien insistía. Yo lo entendía perfectamente porque no hacía tanto tiempo que había pasado por esa etapa, pero aprovechaba la empatía para putearlo con más criterio:

—¡Mirad qué rojo se pone! Debe tener algún lío en el instituto…

Me clavó sus ojos con un odio que iba más allá del mal rollo. Agradecí que no tuviera una katana en su habitación. Mi madre, siempre avizor, detectó mi pulla y sobre la marcha la convirtió en bumerán:

—¿Y tú qué, Pepe? A lo mejor iba siendo hora de que te echaras novia, ¿no?

Touché.

Se hizo el silencio y todos me miraron. Recibí su interés con sonrisita de gilipollas. Me habría gustado transmitir un gesto de «Todo está controlado, tengo varias candidatas», pero si permanecía callado era posible que se me encharcaran los ojos de pura desesperación. Cuando me vino a la memoria la aventura con la alemana borracha, decidí huir hacia delante en forma de broma:

—Soy joven para comprometerme, lo primero son los estudios.

¡Pringao! —gritó Quique, lanzándome la servilleta a la cara. Todos, incluido mi huraño hermano, se rieron de aquello. Y cuando digo «aquello», hablo de mí.

En algún punto indeterminado de la cena, mi tío hablaba de su querido Real Madrid, que entonces llevaba cuatro ligas consecutivas, para burlarse de su hijo Quique, acérrimo barcelonista por oposición al fanatismo merengue de su progenitor. A mi padre sólo le gustaba el fútbol por la quiniela, a la que se entregaba con un fervor cercano a lo religioso los domingos por la tarde, bien pegado al transistor. No disimulaba su preferencia por los equipos asturianos, sólo por haber hecho la mili en Noreña: en la última jornada el Sporting había ganado al Tenerife y el Oviedo había perdido con el Zaragoza. Se alegraba si uno de los dos vencía, pero si ambos perdían, le daba igual. Nuestro vecino, nacido en Burgos, se declaraba hincha del Cádiz y cada año acababa imitando malamente el acento andaluz para decir que «sin el Cái, el fútbol ni es fútbol ni es ». También era tradición navideña que mi tío nos preguntara cuál era nuestro equipo favorito. Mi hermano se encogía de hombros y yo siempre respondía lo mismo:

—Los Lakers.

—¿Te acuerdas de cuando te llamé a California? ¡Vaya movida! —Era Quique recordando la Nochevieja de 1983, cuando, en efecto, mi madre le pidió que llamara a San José para felicitarme el año.

No podía creer que repitiéramos las mismas conversaciones cada año, pero a la vez, de una manera extraña e inconsciente, me reconfortaba que se cumpliera ese rito. La política no era uno de los temas que más nos gustara debatir, pero Quique, viéndose arrinconado en cuestiones deportivas, sacó a relucir la reciente victoria electoral de Felipe González; también se había convertido en entusiasta votante del PSOE por pura oposición a su padre. Ahí era cuando mi madre templaba con uno de sus más míticos momentos navideños:

—Ya sabéis que soy del Logroñés, ¿cómo quedó este domingo?

Era la única vez en todo el año que se interesaba por ese resultado, a lo que mi padre respondía invariablemente:

—¡Tú eres del Logroñés por el rioja!

Pero esta vez, mi tío aprovechó la pregunta de broma para redoblar las indirectas a su hijo culé:

—Pues perdió 1-5 contra el Madrid…

—Ay, qué pena, por Dios. Pepe, ponme más champán.

—Es cava, mamá.

—Bueno, lo que sea, ¡vamos a brindar!

Y todos brindábamos por enésima vez, y en cada brindis estábamos más achispados y exaltados para bien, y llegaba un momento en que todo eran gritos, se derramaban copas, y después alguien rompía un vaso, incluso un plato, pero no dejábamos de beber porque habíamos forrado el estómago con un banco de besugos y una bandada de pavos después de haber masticado cientos de patas de cerdo y miles de crustáceos decápodos, lo que nos convertía en soldados del Imperio de la Fiesta, inmunes al alcohol, a los colorantes químicos y a los estabilizantes de los turrones y polvorones que añadíamos al bolo alimenticio, a punto de reventarnos por dentro, pero bien, todo bien, todos bien envueltos en el humo de los puros de mi padre, su hermano y el vecino o en los Fortuna de mi madre y la vecina, o el Ducados de Quique, pero entonces mi abuela agarraba la botella de anís, no para beber, sino para rascar con un tenedor mientras su hermana se le unía cantando unas jotas hirientes, no por su contenido lírico, sino por el penetrante chillido agudo con el que las coreaba, una especie de lamento que en sus notas más altas sólo podían oír los perros y mi abuela, muy concentrada en rascar la rugosa botella como si quisiera erosionarla hasta hacerle un agujero, tan frágil que parecía toda la noche, mi abuela, ahora convertida en una poderosa rascadora capaz de fundir el cristal con la velocidad del tenedor, y mi madre que se animaba a acompañar a las dos ancianas golpeando sobre la mesa con sus nudillos percutores, cada vez más loca, hasta que aquello, más que a jota, suena como una manada de bisontes trotando al lado de la locomotora, sin perder comba, y tengo miedo de que le sangren los nudillos porque tiembla la mesa, tintinean las copas y cruje la madera, e intento golpear la mesa a la vez que Quique, pero nos perdemos, no tenemos la precisión de mi madre y los vecinos gritan, mi padre ríe hasta la apnea, su hermano aplaude y todo empieza a girar alrededor de mi abuela, convertida en un derviche que nos arrastra e hipnotiza, y nuestro salón es una rave que no tiene nada que envidiar al mayor desfase de Sunrise, porque mi abuela es chamán, la hechicera de la tribu con la botella de anís que mueve el mundo, y la miro a los ojos y me devuelve la mirada sin dejar de rascar, muy concentrada, entrando en mi psique porque puede hablarme sin despegar los labios, por pura telepatía, e intento escuchar, y le pregunto en silencio cuál es el mensaje, aunque sólo oigo esa música terrorífica en forma de copla, y de pronto mi abuela les hace un gesto a su hermana y a su hija, sangre de su sangre, y las tres acaban el mantra de golpe, sincronizadas en un solo beat de voz, cristal y madera que convulsiona el universo, y todos aplauden, vitorean y gritan en pleno éxtasis, menos mi abuela, que continúa seria, mirándome fijamente hasta que veo en su rostro la serenidad de toda una estirpe y la sabiduría milenaria de una raza antigua que despega los labios para decirme la única verdad:

—Me hago pis.