8

La configuración del terreno

—Bueno, Wes, muchacho —dijo Roger White entre dientes—, espero que tengas una buena razón.

Hosca, resentida y malhumoradamente, Roger se hundió en el sofá blanco de tweed del salón del alcalde, mientras se preguntaba hasta qué punto su súbita partida habría perjudicado su relación con Gerthland Fuller.

Fuller era presidente de Citizens Mutual Assurance Society, una de las mayores compañías aseguradoras del Sur —lo cual equivalía a decir: el presidente blanco de una enorme compañía blanca— y estaba dispuesto a pagar un millón cuatrocientos mil dólares a Wringer Fleasom & Tick para que Roger White II dirigiera la conversión de la compañía de una empresa que era propiedad de tomadores de seguros a una que emitía acciones y estaba en manos de accionistas. Definirlo como el cliente número uno de Roger era quedarse corto; el número dos ni siquiera lograba clasificarse para la partida.

Además, el contrato de Citizens Mutual demostraba a todo el mundo en Wringer con qué facilidad franqueaba la barrera racial. Gerthland Fuller estaba en su despacho cuando lo llamó Wes para convocarlo en el ayuntamiento. ¿Por qué había hecho lo que había hecho? ¿Por qué había brincado, farfullando algo sobre una «emergencia», y había abandonado a Fuller? En ese momento, mientras se hundía en el sofá blanco de Wes Jordan y examinaba las paredes de ébano de Wes Jordan, empezó a odiarse por haber cedido y dejado plantado a Fuller… y empezó a odiar a Wes por poseer el poder y el carisma para que él obrara así.

Era cierto que no había tenido que esperar en la sala de recepción con la señorita Beasley y el gran policía blanco. Gladys Caesar ya estaba aguardando para recibirlo y conducirlo sin tardanza al salón del alcalde.

—¡Fantástico! —se dijo, reflexionando sobre esa prueba de su categoría de vip.

Dejó vagar distraídamente la vista por la habitación. En la pared más alejada parecía haber el doble de espadas ceremoniales yoruba de marfil que la vez anterior.

—¿Qué se supone que es esto —dijo—, una sala de guerra yoruba?

Debió de mover los labios al murmurarlo, porque a continuación oyó:

—¿Qué cosa?

Era Wes Jordan, que surgía de su sanctasanctórum. Gran sonrisa. Sin chaqueta. Corbata de granada de pizza. «¿Qué cosa?».

Roger se dio cuenta entonces de que su voz era una parodia de la jerga callejera. De modo que empezó a decir:

—Me preguntaba que qué cosa se supone…

Wes lo interrumpió antes de que pudiera añadir nada más.

—Roger, tengo noticias frescas, noticias frescas, noticias frescas, noticias frescas, noticias frescas. —Acercó un sillón, se sentó, se inclinó hacia adelante hasta que los antebrazos descansaron sobre los muslos y añadió—: ¿Quieres tratar de adivinar quién estaba sentado en este sofá, exactamente donde estás tú en este momento, hace menos de una hora?

—No, porque intuyo que me lo vas a decir de todas formas.

El alcalde lo miró y esperó un par de segundos antes de decir:

—Inman Armholster.

Roger se inclinó hacia adelante.

—Es… —Se contuvo antes de decir «una broma»—. Caramba. ¿Y qué dice?

—Ibas a decir «una broma», ¿verdad? Tienes que vigilar ese modo de reaccionar tuyo ante las pequeñas sorpresas de la vida. Se quedó sorprendido y preocupado por el hecho de que supiera el problema de su hija.

—¿Y qué le has dicho al respecto?

—Que las cosas encuentran una forma de llegar al despacho del alcalde. Que era bueno que así fuera, porque esta situación con su hija y Fareek Fanón, dada su importancia en el mundo empresarial de Atlanta y la importancia de Fareek como estrella deportiva… le he dicho que esta situación podía hacer saltar la ciudad por los aires. Que si no colaborábamos como si fuéramos estadistas, este asunto podía desembocar en disturbios raciales.

—¿Disturbios raciales? —dijo Roger—. ¿Le has dicho «disturbios raciales»?

Wes Jordan esbozó una sonrisa y respondió:

—Eso es exactamente lo que he dicho. No se me ocurren otras dos palabras capaces de crear en Atlanta más pánico entre la gente. Es el miedo que siempre se oculta bajo la superficie. Los últimos disturbios raciales de verdad que hubo en Atlanta (iniciados por los blancos, por cierto) se produjeron en 1906. Fue horrible; y, si se repitieran ahora, serían mucho peores.

—¿Y qué ha contestado Armholster?

—Creo que no ha llegado a oír «disturbios raciales». No creo que haya oído nada después de «estadistas». Se ha puesto a repetir «¿Estadistas? ¿Estadistas como quién? ¿Como Bismarck, como Zhou Enlai, como John Foster Dulles, como Dean Rusk?». —El alcalde sonrió—. Me ha sorprendido que recordara a Zhou Enlai y a John Foster Dulles. «No tengo ninguna intención de comportarme como un estadista» —me ha dicho—. «Han violado a mi hija, y ese hijo de puta lo va a pagar». Yo diría que la palabra que estaba justo debajo de la superficie era «linchar».

—¿Ha dicho «linchar»?

—No, no, no, sólo estoy interpretando su humor. No ha dicho «linchar», aunque si fuera todavía una elección posible, estoy seguro de que la consideraría. Ése es el grado de su enfado.

Roger dijo:

—Pero si lo analizas, en realidad hasta ahora no ha hecho nada. No ha ido a la policía, no ha ido a la prensa, no sé lo que está haciendo con la gente del Tec. Oigo cosas, pero realmente no sé nada.

—¿Has visto alguna vez a Inman Armholster, lo has visto en acción?

—Mmmmm, no.

—Es gordo —dijo el alcalde—. Es un hombre gordo. Es gordo de arriba abajo. Te apuesto a que tiene gordas hasta las plantas de los pies; pero es la clase de blanco gordo que sólo existe en Georgia. Toda la gordura es puro mal genio, y parece a punto de arrancarte la cabeza de un mordisco. La gordura no hace que se tome las cosas con más calma. Lo acelera. No, lo único que lo retiene es que no quiere que se haga público el nombre de su hija. La prensa nunca menciona el nombre de la mujer en un caso de violación, pero este caso es diferente. Se me ocurren casos de violación en que el hombre era tan conocido como Fanón, pero no se me ocurre ni uno en que el hombre sea tan conocido como Fanón y la chica sea la hija de alguien tan importante como Inman Armholster. La combinación de Fareek el Cañón Fanón y la hija de Inman Armholster podría ser una tentación demasiado difícil de resistir para la prensa. Así es como lo ve Armholster.

—¿Y qué quiere que hagas?

—Nada —respondió el alcalde—. Ha venido porque yo se lo he pedido. A sugerencia de mi amigo Roger White II, aunque eso no lo he mencionado. En cualquier caso, Armholster es, literal y figuradamente, un bocazas. Aunque también es tozudo y está furioso, y no creo que sea del todo un bocazas. Tarde o temprano hará algo. De modo que le he sugerido una salida. Le he dicho: «¿Por qué no presentar el caso al Comité de Acoso Sexual de la junta estudiantil o comoquiera que se llame en el Tec? Ellos tienen más posibilidades de esclarecer los hechos y llegar a una decisión discretamente, sin publicidad, que cualquier instancia que implique a la policía o al sistema judicial».

—¿Y qué ha contestado?

—Se me ha reído en la cara. Me ha dicho: «¿Una panda de estudiantes? Cederían ante la administración, el departamento de deportes, algún grupo “activista” o ante cualquiera que los presionara un poco». A decir verdad, creo que en eso tiene razón.

—Bueno, ¿qué puedo hacer?

—No lo sé, aparte de mantener a tu cliente fuera de la circulación. O tan fuera de la circulación como pueda estar una estrella de fútbol con diamantes en las orejas y un kilo de oro colgándole del cuello. Se supone que es usted muy convincente, señor abogado. ¿No puedes conseguir que tu cliente se quite esa porquería de la cabeza y el cuello?

Roger dijo:

—Me temo que Fareek y yo no somos…

—¿Y sería pedir demasiado, ya puestos, que se deje crecer el pelo para que no parezca un gladiador asesino?

—Fareek y yo no estamos en la misma onda —repuso Roger—. Me considera parte de un mundo extraño de trajes y corbatas.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo Wes Jordan—. Siempre que te veo me entran ganas de ir a buscar un espejo para ver cuál es el fallo de la ropa que llevo puesta.

—No sería una mala idea —apuntó Roger, repasando a Wes Jordan de arriba abajo—. En cualquier caso, se siente más a gusto con Don Pickett.

—Bueno, pues entonces haz que se encargue Don de eso. Aunque no te he llamado para darte consejos. Sólo quiero advertirte de algo que es inevitable, algo que está a punto de ocurrir.

—¿Qué?

El alcalde dijo:

—Roger, esto se va a difundir por toda la ciudad, con prensa o sin ella. Ya hay demasiada gente al corriente. Tendrás que enfrentarte a los hechos. La historia está… saliendo. La pregunta no es… ¿Está saliendo? La pregunta es… ¿Y luego qué?

—Bueno… No lo sé, Wes. No tengo ninguna idea clara de lo que ocurrirá luego. ¿Qué piensas?

—Oh, no lo sé exactamente —contestó el alcalde—, pero tengo una idea general.

—Que es…

—Que es… déjame que piense cómo explicártelo… Bien, no me extenderé sobre lo obvio; hay dos Atlantas, una negra y otra blanca, pero con eso apenas digo nada. —El alcalde hizo una pausa, como si tuviera dificultad para ordenar sus pensamientos—. Ves todas las torres del centro y la zona que lo rodea y es dinero blanco, por más que el setenta por ciento de la ciudad sea negra, quizá ya el setenta y cinco por ciento. —Hizo otra pausa y añadió—: Nuestros hermanos y nuestras hermanas de esta ciudad no están ciegos.

Volvió a hacer una pausa, y Roger se preguntó qué significaría ese descenso a las convenciones retóricas de la política de los tiempos: hablar de «nuestros hermanos y nuestras hermanas» no era propio de Wes Jordan.

—Ven —prosiguió el alcalde; pero enseguida se detuvo y le lanzó a Roger una mirada inquisitiva—. Es difícil expresarlo con palabras.

Roger sonrió.

—¿Tú? ¿En apuros por expresar algo con palabras? ¿Qué día es hoy? Apúntalo.

El alcalde hizo caso omiso de la observación y prosiguió:

—Va a ser todo mucho más sencillo si te lo enseño.

—¿Enseñármelo?

—Me gustaría llevarte a una pequeña excursión, a un pequeño paseo.

—¿Qué clase de paseo? —Involuntariamente, Roger se miró el reloj.

—No será muy largo.

—Vaya, no sé —dijo Roger—. Tengo varias citas, Wes; en realidad, he tenido que interrumpir una reunión con mi mayor cliente, el mayor cliente que he tenido nunca, para venir hasta aquí. Por favor, no me interpretes mal, no es que no…

—Te equivocas —lo interrumpió el alcalde—. Puede que no lo sepas todavía, pero Fareek Fanón es el mayor cliente que has tenido nunca. No pienso llevarte sólo de visita turística, Roger. Tengo que contarte algo muy concreto, pero me gustaría hacerlo en el contexto adecuado. ¿De acuerdo?

Wes estaba completamente serio, y Roger se sintió impotente para negarse, por más que sus esperanzas sobre el valor del «pequeño paseo» fueran insignificantes.

—Bueno… de acuerdo —concedió—, pero antes debo llamar a mi secretaria.

—Adelante —dijo Wes Jordan—. Le diré a Gladys que localice a mi chófer y que tenga el coche listo. Pareces contar con algunas reservas, Roger… Te prometo que no te aburrirás.

—No es eso…

—Y no te preocupes por Wringer Fleasom & Tick. Es probable que aún no se hayan dado cuenta tampoco, pero es el mayor caso que han tenido.

De modo que Roger llamó a Roberta Huffers y el alcalde habló con Gladys Caesar, y poco después estaban bajando por la pequeña escalera que los condujo a un aparcamiento subterráneo. Junto a un sedán Buick gris perla esperaba un hombretón de color chocolate, de unos cincuenta y pocos años, seguramente. Era un tanque. Su talla de cuello debía de ser, como mínimo, la cincuenta. Un estrecho bigote le recorría el labio superior. Ya les tenía abierta la puerta de atrás. Para ser un chófer, era pulcro; no había otro modo de describirlo.

Llevaba un traje cruzado gris azulado de cordoncillo y una corbata azul marino. ¡Cordoncillo! Roger deseó que se le hubiera ocurrido a él.

—Roger —dijo el alcalde— te presento a Dexter Johnson. Dexter, éste es mi viejo amigo de fraternidad, el abogado Roger White.

Se estrecharon la mano; las del señor Dexter Johnson eran tan grandes, tan gigantesco era cada dedo, que la mano de Roger se vio atrapada entre el pulgar, el índice y el dedo medio. No consiguió rodearle la mano con sus dedos. Roger y el alcalde ocuparon el asiento trasero del Buick, que estaba tapizado de cuero borgoña, y Dexter Johnson se colocó al volante. Su espalda y sus hombros eran tan grandes, que el asiento delantero parecía incapaz de contenerlo.

—Vamos hasta Tuxedo Park, Dexter —indicó el alcalde—, pero toma Piedmont en vez de Peachtree. —A continuación, se volvió hacia Roger y añadió—: Te enseñaré la casa de Inman Armholster.

Roger miró a Wes Jordan y, enarcando inquisitivamente las cejas, sacudió la cabeza en dirección al conductor.

—No hay de qué preocuparse —dijo el alcalde—, no hay nada de qué preocuparse. Además, cualquiera puede acercarse a echar una ojeada a la casa de Inman Armholster. Conoces la expresión «interés turístico», ¿no? Pues la casa de Inman Armholster es un lugar de interés turístico.

Instantes después partían hacia el norte a través del antiguo centro negro, el centro en el pasado de la Alta Sociedad Negra, los establecimientos negros, la vida profesional negra, los restaurantes negros, la vida nocturna negra… la avenida Edgewood, Auburn, la calle Ellis, Houston… Sobre todo, Auburn. En tiempos, como decían los viejos, el dirigente negro por quien Wesley Dobbs Jordan había recibido su nombre, John Wesley Dobbs lo había bautizado «Dulce Auburn». Ahora no tenía nada de dulce, pensó Roger. Hacía mucho tiempo que la Alta Sociedad Negra había abandonado esa zona en favor de West End, Cascade Heights y otros barrios más occidentales. Una enorme autopista elevada había sido construida a través del corazón de Dulce Auburn. La casa natal de Martin Luther King se encontraba en Auburn, y en la manzana siguiente estaba el Centro para el Cambio Social No Violento, construido en memoria de King. Los restos de éste reposaban en un ataúd de mármol en medio del espejo de un estanque, tras las paredes del centro. Esas dos manzanas se contaban entre los destinos turísticos más populares del país… pero los turistas no se quedaban dando vueltas por Dulce Auburn, gastándose el dinero.

El conductor, Dexter, pasó por debajo de la autopista 75 y luego dejó atrás el viejo Centro de Congresos de Atlanta, lo cual significaba que ya estaban en Piedmont. Entonces el alcalde dijo:

—¿Sabes qué calle acabamos de cruzar?

—No me he dado cuenta —respondió Roger.

—Ponce de León.

Aquello no requería mayor explicación, puesto que en Atlanta casi todo aquél lo suficientemente mayor como para interesarse por tales cosas sabía que Ponce de León era la avenida que dividía a los blancos de los negros en el lado este de la ciudad. En el lado oeste eran las vías del Norfolk Southern Railroad. A efectos prácticos, era como si hubiera una doble línea pintada en medio de Ponce de León y se tratara de algo oficial, una línea blanca en el lado norte y una línea negra en el sur.

—Por cierto —añadió Wes Jordan—, sólo para no olvidarnos de la verdadera dimensión de las cosas, ahora tenemos a nuestra espalda, ahí atrás, los dos tercios del suelo de Atlanta —hizo una señal con el pulgar— y un setenta por ciento de la población; pero para el resto del mundo es invisible. ¿Llegaste a ver algunas de esas «guías de Atlanta» que se publicaron para los Juegos Olímpicos? Volúmenes grandes y gruesos, algunos de ellos auténticos libros; al principio, no me lo podía creer. Era como si por debajo de Ponce de León no existiera nada salvo el ayuntamiento, la CNN y los recuerdos sobre Martin Luther King. Los mapas (¿viste los mapas?) estaban todos cortados, recortados por abajo, para que a los turistas blancos ni se les ocurriera ir a pasear por Atlanta Sur. Ni siquiera mencionaban Niskey Lake o Cascade Heights.

—La verdad es que no lo lamento demasiado —dijo Roger.

—Yo tampoco —admitió Wes—, pero te das cuentas, ¿no? ¿Cómo segregas a los turistas blancos de los negros en una ciudad que es negra en un setenta por ciento? ¡Haces invisibles a los negros! Bien, ahora, como ves, estamos en la avenida Piedmont y seguimos subiendo. ¿Por qué te menciono todo esto? —Puso una de sus sonrisas.

—Ni la más remota idea —dijo Roger.

—En este momento —señaló Wes— estamos subiendo por las estribaciones asfaltadas de la parte más meridional de las montañas Blue Ridge. Toda la ciudad está situada sobre las estribaciones de las Blue Ridge. Por eso hay tantas colinas en Cascade Heights y, en realidad, tantos barrios que se llaman No Sé Cuántos Heights o No sé Cuántos Hills. La altitud de Atlanta… Atlanta es la segunda ciudad más alta del país, después de Denver. Casi todas las demás están al nivel del mar. Son puertos. Incluso Chicago es un puerto. La altitud de Atlanta es de trescientos veinte metros. Es la altitud media, la que sale en los atlas; pero en Atlanta algunas personas están más arriba que otras, y ya sabes qué es lo que siempre cae hacia abajo, según dicen. Tú y yo vivimos en los mejores lugares de Atlanta Sur, pero no te engañes. Seguimos viviendo abajo.

Cuando se detuvieron en un semáforo en Piedmont con la calle 10, Roger se dio cuenta de que sólo estaba unas pocas manzanas al norte de donde había quedado atrapado en el atasco del Freaknik aquella tarde de sábado en que la inmensa mole tambaleante que era Fareek Fanón había entrado despectivamente en su vida.

El alcalde hizo un gesto hacia la derecha.

—Eso es Piedmont Park. ¿Sabes qué es aquello de la derecha, el primer edificio con el que te encuentras, el que estoy señalando?

Roger era consciente de que Wes deseaba disfrutar del pequeño alarde de estatus que suponía ilustrar al ignorante, pero aquél era el territorio de Roger. De modo que se apresuró a contestar:

—El Club de Conductores de Piedmont.

Desilusionado:

—Ah. Ya lo sabías.

—¿No te he hablado de la tarde en que conocí a nuestro joven Fareek?

Procedió a narrar todo el incidente, poniendo especial énfasis en la exhibición de trasero al engalanado grupo de blancos de la terraza por parte del futuro presidente del consejo de administración de Kentucky.

El relato no produjo ninguna reacción en el alcalde, de modo que Roger se volvió y lo miró fijamente. Su cara parecía traslucir cierta decepción. Estaba esperando que los labios de Roger dejaran de moverse.

—Mira, te voy a decir una cosa —dijo el alcalde—. El año pasado me invitaron, todo muy discretamente, ya sabes, a entrar en el Club de Conductores de Piedmont.

—¿De verdad? ¡A mí también!

En ese momento fue Wes Jordan quien miró fijamente a Roger. Pareció más decepcionado que nunca.

—No estoy seguro de que sea una buena señal —añadió Roger.

—No lo es, créeme —dijo Wes—. Y esto nos lleva a un problema que tengo, del que voy a hablarte dentro de un momento.

En ese instante pasaban por delante de la valla blanca con pilastras de piedra que conducía a la entrada del Club de Conductores. La colina hacía que costara ver el edificio.

—No quiero pertenecer a ese club —añadió Wes Jordan—, pero tengo los ojos puestos en alguien que sí pertenece a él.

—¿Los ojos puestos en alguien?

—También te voy a hablar de eso. Todo está relacionado con tu cliente. Toda esta excursión nuestra está relacionada con tu cliente. Sólo quiero ponerte antes en antecedentes, mostrarte la configuración del terreno, por decirlo así, la configuración del terreno.

Bueno, en cualquier caso, Wes conocía bien su topología. Roger nunca había reparado en lo empinada que era la cuesta desde el centro hasta la avenida Piedmont y hasta el lado norte y Buckhead. Cerca de lo alto de aquella estribación, si en verdad se trataba de una estribación de las montañas Blue Ridge, Piedmont se había desarrollado con voracidad: todo era hormigón y asfalto, no había un solo árbol a la vista.

Estaban ya en el distrito comercial de Buckhead. Ante ellos se extendía un conglomerado de centros comerciales, edificios de oficinas con fachadas de vidrio, salas de exposiciones y restaurantes. Aquello era el corazón comercial de Atlanta. El centro y la zona que lo rodeaba estaban constituidos sin excepción por torres de oficinas y hoteles; apenas había establecimientos comerciales.

En lo más alto de la avenida Piedmont corría la calle Peachtree; allí torcieron a la izquierda.

—Peachtree está sobre la cresta de una colina —explicó el alcalde—. Por eso serpentea como lo hace, hasta llegar al centro.

—Siempre había oído que se encontraba sobre una antigua pista india —dijo Roger.

—Las dos afirmaciones no se excluyen mutuamente —dijo el alcalde—. No sé cuán listos eran los indios, pero te apuesto a que al menos lo eran lo bastante para andar por la cresta de la colina en vez de hacerlo por la ladera.

A la altura de una torre de oficinas llamada Buckhead Plaza doblaron a la derecha para tomar Paces Ferry Road Oeste y, un par o tres de parpadeos más tarde, se encontraron bajo una frondosa bóveda de árboles. Las ramas y las hojas formaban un arco sobre la carretera hasta crear un etéreo túnel verde que el Sol hacía resplandecer. Por abajo, en planos fabulosos que empezaban a sólo un metro o un metro y medio del suelo, estaban las flores de cornejo, las elegantes flores blancas que tanto lo habían impresionado aquella tarde de sábado, la tarde del sábado de Freaknik, las elegantes flores de Buckhead a través de las cuales había visto por primera vez la casa de Buck McNutter. ¡Bango!… cruzaron Habersham Road.

—Habersham Road —dijo Roger—. Buck McNutter vive ahí. —Hizo un gesto hacia la derecha—. Ahí es donde conocí a mi… cliente estrella.

—Todavía no me crees, ¿verdad? —dijo el alcalde. A continuación, señaló al frente—. La mansión del gobernador.

La mansión del gobernador se alzaba justo delante, un poco retirada de Paces Ferry Road Oeste. Era una estructura baja y alargada, con columnas grandes y numerosas, una versión achatada de Mount Vernon, la casa de George Washington, nada especialmente grandioso a primera vista. Mucho más impresionante, en cambio, era la extensión de ladrillo y hierro forjado que ceñía la inmensa propiedad. Enseguida estuvieron junto a un muro alto y desnudo. El muro era tan alto y la vegetación tan densa, que no se atisbaba lo que había detrás. Eran casi las doce de un soleado día de Georgia, pero el verde y radiante túnel arbóreo mantenía la principal arteria de Buckhead en la más tenue, suave y suntuosa de las sombras. Cuando se acabó el muro, torcieron a la derecha.

—Esto es Tuxedo Road —dijo Wes Jordan—. Estamos entrando en Tuxedo Park. No vas a encontrar cosas mucho mejores. Ni aquí ni en ninguna parte.

¡De nuevo! ¡Los mismos fantásticos y ajardinados repechos verdes que había visto la tarde de la visita a la casa de McNutter! Y encaramada en lo alto de cada uno de ellos… una mansión, visible a través de las nubes bajas de las flores de cornejo. Por encima, alcanzando alturas sorprendentes… los árboles, con su bóveda de verde y oro en la cumbre.

—Fíjate en una cosa, Roger —prosiguió Wes Jordan—. ¿Ves esos árboles? Hay pinos, pero también muchas maderas duras, como arce, roble, acacias blancas, sicómoros, hayas, castaños; mientras que en Atlanta Sur casi todo son pinos, incluso en ese Niskey Lake del que estás tan orgulloso. Los árboles de madera dura necesitan un reposo vegetativo de dos o tres semanas al año, y la altitud de Atlanta hace que tengamos el clima justo para que eso ocurra. Sin embargo, aquí arriba, en Buckhead, hace más frío que en Atlanta Sur, y por eso tienen más árboles de madera dura… Cae hacia abajo, Roger, directo a Niskey Lake.

La carretera, Tuxedo Road, serpenteó durante un rato por delante de las mansiones que coronaban las lomas y luego trazó una suave curva hacia el este. Las mansiones y los terrenos se hicieron cada vez más grandes, y la bóveda de árboles más verde y dorada.

Wes Jordan señaló al otro lado de la ventanilla.

—La antigua casa de Courtney Danforth. Ya no me acuerdo de cómo se llamaba: Windmere… Wood Thursh… algo así. Tener la mayor fortuna al sur de Delaware te permitía esto. Para aquí un momento, Dexter.

Roger inclinó la cabeza para ver mejor por la ventanilla. Ahí, sobre una elevación, se alzaba una enorme estructura de ladrillo con cuatro enormes columnas ante la fachada delantera. Había dovelas, aristas de bóveda y pilastras. Diez ventanas recorrían la fachada del primer piso; nueve ventanas y una entrada, la de la planta baja.

Sabía Dios cuántas habitaciones tenía. En primer plano, las omnipresentes flores de cornejo jugueteaban por el jardín.

—¿Sabes cómo llamaban a Danforth en la American Chocolate Company? —preguntó el alcalde.

—No, ¿cómo?

—«Patrón». «Patrón, ¿puedo hablar con usted un momento?». Le encantaba. «Patrón». En Thomasville poseía una plantación enorme llamada Throno. Si no era la más grande de todo el estado de Georgia, era la segunda, y tenía ahí a un centenar de negros que lo llamaban «patrón». Música celestial. Me lo contó un viejo abogado, John Fogg (de Fogg Nackers Rendering & Lean, ¿te suena?). Estuvo ahí. Los negros solían cantar espirituales para el patrón y sus invitados después de la cena. —El alcalde abrió los ojos de modo exagerado y empezó a cantar—: «Sooooolo un paseo contigo, Señooooooor…». Todo muy emocionante, como te puedes imaginar. Estoy seguro de que al final no había en la casa un par de ojos azules secos.

—¡Tienes buena voz, Wes! —exclamó Roger.

—No te hagas el sorprendido —dijo el alcalde—. Como a ti, me interesa la música. Lo que pasa es que nuestros gustos son diferentes. Mahler, Stravinski… ¡venga ya! Te apuesto a que ni siquiera Booker T. entendía lo que tocaban esos tíos. Muy bien, Dexter, sigamos un poco más adelante.

De modo que siguieron un poco más adelante, y el alcalde indicó:

—Paremos donde está el buzón. —Una vez que lo hicieron, agregó—: Esto es lo que quiero que veas.

Roger miró hacia donde le señalaban.

—Con toda esta vegetación es difícil distinguirla al principio —le dijo el alcalde—, pero puedes verla.

Había tantos árboles, arbustos, flores y macizos de flores de cornejo, que a Roger le costó un poco, pero no tardó en orientarse. Ahí, bajo la soberbia bóveda verde y oro de Buckhead, en lo alto de una estupenda loma cargada de verde, había un palacio barroco italiano como los que podrían encontrarse en Venecia o Florencia. Era un edificio enorme con una fachada estucada de un rosa rojizo pálido. Por arriba, de cada una de las ventanas sobresalía una cornisa curva de lo más barroca y pintada de blanco, que encajaba con las curvas y contracurvas de un frontón quebrado, también pintado de blanco, que llegaba hasta la línea del tejado. Debajo de cada ventana del primer piso había una especie de blasón en alto relieve, también pintado de blanco. Allí hacia donde uno mirara encontraba exuberantes curvas blancas que sobresalían del estuco rosa rojizo. En un extremo de la casa se veía una anticuada puerta cochera techada con una gran bóveda de cañón y una enorme cornisa curva de madera, pintada de blanco; y en el otro extremo había un ala con un techo abovedado, una cornisa y grandes ventanas de estilo veneciano a juego. Una hilada volada blanca recorría toda la fachada y se cruzaba sobre la entrada principal con una cornisa curvada muy extravagante.

Absorto, Roger contempló la asombrosa casa cuyas curvas creaban una curiosa sensación de movimiento y dijo en voz baja, tanto para él como para Wes Jordan:

—Philip Shutze.

—¿Quién? —dijo el alcalde—. Es la casa de Inman Armholster.

—¿Armholster?

—Eso es, y hay una enorme ala en la parte de atrás que ni siquiera puedes ver desde aquí. Mira el camino de entrada.

El camino de entrada era un descarado homenaje al consumo ostentoso. Iba hasta la cresta de la loma, donde se alzaba la casa, trazando dos curvas grandiosas y alegremente innecesarias. Estaba bordeado, todo él, a ambos lados, por arbustos de cornejo, boj y arriates de pensamientos azules y amarillos.

—Según el tasador de Hacienda —dijo el alcalde—, es la casa unifamiliar más cara de Atlanta. La fachada mide noventa y nueve metros. Es más larga que un campo de fútbol. Tiene treinta y dos habitaciones, una pista de squash y un gimnasio, que no creo que Inman Armholster utilice mucho, una sala de proyecciones, una biblioteca, solárium y porche, un invernadero anexo y diecinueve cuartos de baño. Diecinueve.

—¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Roger.

—Es información a disposición del público en la oficina del tasador.

—¿Cuántos miembros tiene la familia? Que vivan ahí, quiero decir.

—Tres —respondió el alcalde con una sonrisa sardónica—, un fabuloso total de tres personas: Armholster, su mujer y su hija. Treinta y dos habitaciones. Aquí creció Elizabeth Armholster. Por cierto, en el ala trasera hay ocho habitaciones para el servicio, una cocina para el servicio y una «sala para el servicio», lo que quiera que eso sea. Ah, y en algún lugar de la parte de atrás hay una piscina, un bungalow, dos pistas de tenis y un cobertizo con plantas.

—Y es una casa Philip Shutze —dijo Roger—. Te apuesto a que lo es.

—¿Que es qué?

—Philip Shutze fue el arquitecto más famoso, o el arquitecto especializado en residencias más famoso, que ha tenido nunca Atlanta; él y su socio, Neel Reid. Este sitio tiene el clásico toque Shutze, se llama «barroco italiano», o «barroco veneciano». Es la clase de palazzo que se construían los mercaderes venecianos allá por el siglo XVI, según creo. ¿Has leído El mercader de Venecia? Eran los más ricos del mundo. ¿Sabes cuál es el origen de todas esas maravillas que ves en Venecia? Pues que los mercaderes competían entre sí para encargar el mural o lo que fuera más grande, más imponente y más hermoso.

—Vaya, veo que te entusiasma este arte y esta arquitectura de blancos…

Roger sintió que le subía a la cara una oleada roja de calor. ¿Entusiasmar? ¿Blancos? ¡Maldito hijo de puta!

—¡No tiene que entusiasmarte para que seas capaz de apreciarlo, Wes! ¡Por el amor de Dios, el arte y la arquitectura no son blancos ni negros, son sólo arte y arquitectura! ¡Me sorprende de ti! ¡De tu amigo André Fleet podría esperarme lo de la pureza negra y todas esas gilipolleces! Pero ¿de ti?

Roger no se dio cuenta de lo enfadado que estaba hasta que advirtió que Dexter Johnson lo estudiaba por el espejo retrovisor para ver si el alcalde de Atlanta se encontraba en situación de peligro inminente.

Wes se echó atrás tan rápidamente como pudo.

—De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo, tienes razón, tienes razón. La lógica está al cien por ciento de tu lado, pero a veces no reacciono lógicamente, y la culpa es mía, lo reconozco. Es que me parece que el llamado arte occidental no tiene nada que ver conmigo, y mucho menos con el resto de la población de Atlanta Sur.

—¡Oh, así que ahora formas parte de Atlanta Sur! ¡Felicidades! ¿O es que el arte occidental no cae bien a los votantes? ¿Es lo que estás intentando decirme?

Wes miró a Roger con enojo por un instante, luego se relajó y dijo:

—A lo mejor, a lo mejor; pero creo que es más profundo que eso. A veces mis amigos de aquí, del lado norte de la ciudad, y ahora estamos hablando de gente con dinero, donantes, a veces intentan movilizarme para alguna gran exposición artística, una inauguración o la temporada sinfónica, o lo que sea, y no me siento cómodo. Toda esta historia no tiene nada que ver conmigo. Eso es lo que siento. Me deja completamente frío; lo único que no me deja frío son las cantidades de dinero que invierten en ello.

—Y el arte yoruba no te deja frío, ¿no? Tienes el despacho lleno.

—Bueno, al menos… ah, mierda, Roger, no te he traído hasta aquí para tener una discusión sobre estética. Estamos en el mismo bando.

—No estoy seguro de que sea una discusión sobre estética —dijo Roger.

—Bueno, da igual. Estoy intentando forjar una alianza. Mira. Tus colegas de Wringer Fleasom se sentirán muy orgullosos de ti. Dexter, sigamos hasta Blackland Road.

—¿Qué hay en Blackland Road? —preguntó Roger.

—Te lo diré, pero antes quiero enseñártelo.

Blackland Road estaba a menos de cuatrocientos metros de la casa de Armholster. Allí las mansiones eran aún más grandiosas.

—Párate aquí, Dexter —indicó el alcalde.

Roger se encontró contemplando una mansión de piedra extraordinaria, o extraordinaria para Atlanta… Parecía una casa solariega medieval del oeste de Inglaterra, una observación que decidió no comunicar. La gran entrada central estaba rematada por un frontón rebajado y la fachada presentaba una serie de ventanas grandiosas con parteluces cruciformes y más hojas de vidrio de las que se podían contar a simple vista desde esa distancia.

Roger decidió guardarse también eso para él. Era evidente que Wes Jordan no tenía ningún interés en oír hablar de frontones rebajados de blancos, y menos aún de parteluces cruciformes de blancos. Frente a la casa había un muro bajo de piedra con un par de espléndidos pilares ornamentales, también de piedra. Una gran abertura sin verja en el muro daba acceso a una rotonda pavimentada con adoquines belgas. Todo muy europeo, aunque Roger no quiso transmitir ni la más leve insinuación al alcalde de Atlanta. Lo único que no entendía eran los dos pájaros esculpidos, con las alas extendidas, como a punto de alzar el vuelo, en lo alto de los frontones que coronaban los pilares ornamentales. Por lo general, lo que se esperaba encontrar eran águilas, halcones o cualquier otro depredador. Esas dos aves tenían un curioso aire benigno, parecían un poco asustadas incluso.

—No es tan grande como la de Armholster —dijo Wes Jordan—, pero tampoco está mal, ¿eh?

—Es verdad —admitió Roger.

—Aunque no entiendo esos pájaros —prosiguió Wes—. ¿Qué demonios serán? ¿Tú qué crees?

Maldita sea. Tenía que elegir el único detalle sobre el que no sabía nada.

—No tengo la menor idea —respondió con cierta petulancia.

Desde el asiento delantero, intervino Dexter:

—¡Eeh, eeh, eeeehhhhhh! Se nota que nunca han vivido en el campo. En el condado de Dougherty cualquiera sabría lo que son. Se suponía que no podíamos cazarlos, porque eran las aves del dueño de la plantación. Se suponía que teníamos que limitarnos a las ardillas y los conejos; pero nos llevábamos nuestra parte. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección al muro de piedra—. Son codornices. Diez veces más grandes que una codorniz de verdad, pero son codornices.

—¡Fantástico, Dexter! —exclamó Wes Jordan con auténtico entusiasmo—. ¡Una mansión de piedra, un muro de piedra y las aves del dueño de la plantación! ¡Me encanta!

—¿De quién es la casa? —preguntó Roger.

—Te lo diré en su momento —respondió el alcalde—, en su momento. No es que quiera jugar. Sólo intento construir una narración, por decirlo así, y me gustaría desplegarla de modo natural.

—De acuerdo —dijo Roger—, construye y despliega. —Se dio cuenta de que su voz había adquirido un tono desagradable.

—Dexter —señaló el alcalde—, sigamos hasta Vine City y la avenida English. Esta vez bajando por Peachtree.

—¿Vine City? —dijo Roger.

El alcalde asintió.

—Te llevaré cerca de tu antigua casa.

—De tus padres y los míos —puntualizó Roger—, si no recuerdo mal… ambos dejamos el barrio al mismo tiempo, cuando estábamos en… ¿qué curso era?… ¿cuarto o quinto?

—Más bien sexto —repuso Wes—. ¿Te acuerdas de cuando salíamos por la mañana a jugar, y tu madre decía: «A ver, quiero que regreséis para la hora de comer», y nosotros nos dedicábamos a recorrer todo el barrio? Subíamos hasta el Bluff, bajábamos las quebradas y al final volvíamos a comer. Nadie pensaba en nada.

—Dios mío —dijo Roger—, había olvidado todo eso; pero es la verdad. Es la pura verdad.

—Hoy, abogado —dijo Wes—, a tu madre y mi madre les daría un síncope. Ya lo verás cuando lleguemos.

En el trayecto de bajada al centro Roger advirtió, como nunca anteriormente, que la calle Peachtree era una colina prolongada y bastante empinada. No tardaron en llegar a la zona que rodeaba el centro. A la derecha estaba el Museo de Arte High, un edificio moderno con toda clase de formas geométricas blancas hacia un lado y otro.

—Mira ese maldito museo —dijo el alcalde—. Parece una refinería de insecticida.

Risotada de Dexter en el asiento de delante.

El museo había sido diseñado por un famoso arquitecto (blanco) llamado Richard Meier, pero Roger Blanco al Cuadrado se lo guardó para él. En vez de eso, dijo:

—He leído que dentro de poco se inaugurará una gran exposición con cientos de cuadros de Wilson Lapeth. Los escondió en algún lugar antes de morir, ¿no? ¿Lo he entendido bien?

—Ajá. Cientos de cuadros de lo que les gusta denominar «temas homo-eróticos».

—¿Vas a asistir a la inauguración?

Wes soltó una risita cínica desde lo hondo de la garganta.

—No, la exposición Lapeth no contará con la bendición ceremonial del alcalde de Atlanta. Me han invitado, reinvitado y vuelto a reinvitar. Las encantadoras señoras que dirigen el museo (y hablamos de señoras de Buckhead, que están forradas) han venido a verme al ayuntamiento en delegación para asegurarme que iba a ser uno de esos hitos de la historia de la ciudad que exigían la presencia del alcalde.

—¿Y qué has hecho?

—He sonreído, les he dado las gracias y les he dicho que tenía que consultar mi agenda.

—¿Y qué responderás?

—Que estoy ocupado. —Wes miró al frente, a través del parabrisas, como en dirección a la hilera de torres que formaban el perfil arquitectónico del centro de la ciudad y sus alrededores. A continuación volvió a mirar a Roger—. Es interesante. Se trata de un caso en que mis impulsos políticos coinciden al cien por ciento con mis impulsos personales. —Esbozó su sonrisa seductora—. Me temo que ya he explicado mi opinión sobre el «arte occidental».

—En efecto —dijo Roger, que no pudo evitar cierto deje.

—Y creo que ya te he contado lo que pienso del movimiento en favor de los derechos de los homosexuales y de su «lucha».

—En efecto.

—Bien, la inauguración de la exposición sobre Lapeth va a ser, entre otras cosas, un solemne homenaje a los derechos de los homosexuales. Tendré que estar sentado toda la noche a la cabecera de la mesa, bien serio, dando mi bendición implícita a la «lucha» y a ese pobre genio muerto, Lapeth. No sólo pasaré tres o cuatro desagradables horas dentro de esa refinería de insecticida, sino que perderé terreno entre mis principales electores.

—¿Cómo? —preguntó Roger.

—No creo que las señoras de Buckhead o los blancos en general tengan una idea del poco interés de los negros por esas exposiciones suyas. Y la razón es que entienden los motivos por los que arman tanto barullo con eso del «arte occidental». Cuando montan esas exposiciones, lo que hacen es celebrar los logros culturales de los suyos y decir: «¡Somos fantásticos! ¡La creatividad y el talento son nuestros! ¡La historia está de nuestra parte!». Oh, sí, de vez en cuando montan una exposición sobre algún artista negro, pero sólo por un sentimiento de culpa… de ilustración… o como si dijesen: «¿Lo veis? ¡No excluimos a nadie; pero mirad qué pocos están a nuestra altura!». Son unos chovinistas culturales, claro que esa idea nunca se les ha pasado por la cabeza. Nuestra gente no tiene el mínimo interés en ver a su alcalde negro en una de esas celebraciones del chovinismo cultural blanco, y ese alcalde negro tiene menos interés todavía, sobre todo tratándose de una exposición que también celebra la «lucha» por los derechos de los homosexuales.

Las torres de la zona que rodeaba el centro de la ciudad ya pasaban a los lados de Peachtree, que era «el lugar» en el que tener una torre. En realidad, si no era a una manzana o así de Peachtree, no valía la pena tenerla. Ésa parecía ser la idea. Cada una superaba a la anterior… un zigurat de treinta y ocho pisos de vidrio rosado llamado Promenade Dos… luego un edificio de altura mediana partido por la mitad llamado Promenade Uno… luego la torre de cincuenta y dos pisos de PlannersBanc, un rascacielos que parecía más grande en la punta que por abajo… Un Atlantic Center… Phoenix Center… el GLG Big… el Mayfair… Colony Square, el edificio del 1100 de la calle Peachtree, el Campanile, la torre de MossCo, First Union Plaza… y en un santiamén estuvieron en el corazón del centro, en el cañón de la calle Peachtree creado por los rascacielos que se alzaban a los lados… Un Peachtree Center, el incluso más alto Armaxco Coliseum —Wes lo señaló y dijo: «El monumento de Inman Armholster a Inman Armholster»—, el Hyatt Regency, el Merchandise Mart, el hotel Westin Peachtree Plaza, el 191 Peachtree… Menuda exhibición…

Wes dijo:

—He querido bajar por este camino, por Peachtree, porque la calle Peachtree fue el sueño para el siglo XX de los intereses empresariales de nuestros amigos. Se suponía que todas esas torres mostraban que Atlanta no era sólo un centro regional, sino un centro nacional. Y hay que reconocérselo. —Hizo un gesto vago en dirección a los edificios que se alzaban muy por encima de ellos—. ¡Lo consiguieron! Atlanta favorece a los hipomaníacos, creo que ésa es la palabra, a la gente como Inman Armholster, que son lo bastante maníacos como para no prestar atención a todo lo que tienen en contra, pero no lo son tanto como para ser irracionales.

Dexter dobló hacia la derecha, y el alcalde le dijo a Roger:

—Mira el cartel de la calle. —Rezaba: BULEVAR INTERNATIONAL—. Es un nombre nuevo, «Bulevar International». Lo que vamos a ver ahora es el sueño de los intereses empresariales para el siglo XXI. ¿Sabes qué quieren hacer ahora? Convertir Atlanta en un centro mundial, como lo fueron en el pasado Roma, París y Londres, y como lo es hoy Nueva York. No se dedican a proclamarlo, pero estoy seguro de que imaginan que es sólo una cuestión de tiempo que Nueva York pase al segundo lugar. Después de todo, nuestro aeropuerto ya hace que sus tres aeropuertos parezcan aeródromos rurales. ¡Y no se te ocurra apostar en contra! ¡Son lo bastante agresivos, lo bastante hipomaníacos, para lograrlo!

Se estaban acercando ya a un inmenso edificio angular de piedra caliza que se alzaba a su izquierda, el CNN Center.

—Compruébalo por ti mismo —dijo el alcalde—. Si estás pensando en «centro mundial», la CNN es lo más grande con lo que ha topado Atlanta desde el ferrocarril y el avión, y la guerra del Golfo fue la interrupción más afortunada que han tenido nunca los intereses empresariales. De pronto, todo el mundo estaba mirando por la televisión a los dos corresponsales de la CNN, Bernard Shaw y Peter Arnett. De repente, toda esa gente se dio cuenta de que su CNN era la única cadena internacional de televisión del planeta.

A la derecha apareció un edificio de sólo cuatro o cinco plantas, pero enorme en cuanto a la superficie que cubría.

—Eso tiene unos ochocientos metros en diagonal —dijo Wes—. Y observa la terminología. No se llama Centro de Convenciones de Atlanta ni nada parecido que indique una visión modesta de su lugar en el orden de las cosas, sino Georgia World Congress Center, Centro de Congresos Mundial de Georgia. Y probablemente sabes cómo se llama esto.

Estaban atravesando un parque recién hecho, con el Georgia World Congress Center a la derecha y el Georgia Dome, construido en 1991 como estadio de fútbol cubierto y feria de muestras, a la izquierda. Se trataba de una pradera meticulosamente podada de la que surgía una escultura de dos gimnastas en el aire y un par de torreones con antorchas capaces de iluminar toda la extensión de aquélla por la noche.

—La Plaza International —dijo Wes—. ¿Y sabes por qué eligieron gimnastas?

—¿Por qué?

—Porque la gimnasia es un deporte al que los estadounidenses no dan la menor importancia salvo tres días cada cuatro años, cuando echan los Juegos Olímpicos por la tele. Cuando ves gimnasia, piensas en los Juegos Olímpicos… y cuando piensas en los Juegos Olímpicos se supone que tienes que pensar en el mayor golpe internacional de Atlanta: los Juegos Olímpicos de 1996. Fue pura hipomanía hacer caso omiso de todo lo que estaba en contra y conseguir traer los Juegos a Atlanta. Y no sólo los Juegos, sino el centenario de los Juegos Olímpicos, 1996. Los intereses empresariales no quieren que nadie se olvide de eso. ¿Has visto el Parque Olímpico del Centenario?

—Mmmmmmmm, no, no lo creo —respondió Roger.

—Bueno, pues está justo ahí. Hay una fuente a la que podrías echar un vistazo. Conoces el símbolo de los Juegos Olímpicos, ¿no?

—Ajá.

—Esa fuente lanza los cinco anillos, cinco anillos de agua, cada cinco segundos, o algo así. Oh, los creo muy capaces de hacerlo. Son capaces de lograrlo, de convertir esta ciudad en el centro mundial, el centro del mundo. Saben cómo generar dinero, y saben cómo utilizar la influencia del dinero. Si no te lo enseñara en un diagrama, no te creerías el engranaje de los consejos de administración de las empresas de esta ciudad. ¡Es increíble! Pero hay una cosa que no tienen y que está aquí, en este coche. —Wes sonrió y se señaló el pecho con el índice derecho—. Poder negro. ¿Te he repetido alguna vez la gran frase de Isaac Blakey?

—¿Te refieres al reverendo Blakey, el pastor? No, creo que no.

—Un grupo de promotores inmobiliarios, contratistas y sindicalistas blancos abordaron a Isaac para proponerle una reunión con «los líderes vecinales», para ver si podían hacer algo con la oposición que había a la autopista 600, que querían que cruzara Atlanta Sur. El portavoz de los blancos era un abogado que empezó a soltar su discursito, hablando del lugar que ocupaba Atlanta en la economía regional, la aldea global y el cosmos y que si una cosa y la otra, y entonces Isaac lo interrumpió diciendo: «Perdona, hermano, pero ¿te importa si aceleramos las cosas? Vosotros tenéis el dinero y nosotros tenemos el poder. Queremos una parte del dinero».

—¿Quieres decir que les pidió sobornos así por las buenas? —preguntó Roger.

—Sobornos, no —respondió el alcalde—. Atlanta no tiene una cultura de sobornos. No es como Nueva York. Se trata más bien de: «Construidnos guarderías, centros juveniles, clínicas, parques, piscinas, para que podamos decir a nuestros electores: “Mirad lo que os hemos conseguido”… y entonces intentaremos hacer algo por vosotros». Así es como funciona.

Nada más dejar atrás el Georgia Dome y cruzar la Plaza International, Dexter torció a la izquierda, dobló de nuevo, cruzó Northside Drive y —¡pop!— de pronto se desvaneció toda la brillante pomposidad del centro del mundo.

Estaban justo en el límite del University Center, los campus de Morehouse, Spelman y Clark, que siempre habían sido el corazón de Vine City como barrio. Los antiguos edificios de ladrillos, los prados, las zonas ajardinadas: todo había sido llevado a la perfección con motivo de los Juegos Olímpicos de 1996, y seguía teniendo un magnífico aspecto.

Pronto el Buick estuvo en Sunset, y el alcalde dijo:

—Dexter, para ahí, delante de University Place, creo que se llama.

Dexter paró el coche, y el alcalde señaló una elevación del terreno coronada por una mansión de ladrillos a cuya entrada principal daban espectacularidad y grandeza seis columnas corintias de dos pisos y un par de pilastras de similar altura y el mismo estilo. A lo largo de la línea del tejado había una balaustrada blanca como la de Monticello, el hogar de Thomas Jefferson.

—La reconoces, ¿no?

—Claro —contestó Roger—. La casa de Alonzo Herndon.

Alonzo Herndon nació esclavo, pero consiguió crear la segunda mayor compañía de seguros negra del país. Aquel edificio era el grandioso ejemplo que había atraído a los negros de clase media a Vine City tras el incendio de 1917, que destruyó una parte tan importante de Dulce Auburn.

—Tienes que irte bastante lejos para ganarle a esta casa —dijo Wes—. En Buckhead las hay más grandes, pero no creo que ninguna sea más bonita, si quieres saber mi opinión.

—Seguramente tienes razón —convino Roger, que no estaba dispuesto a gastar saliva en más debates estéticos con Wes Jordan.

Siguieron por Sunset arriba.

—Ve más despacio por aquí, Dexter —dijo Wes, y volviéndose hacia Roger añadió—: ¿Reconoces esa casa?

—Sí… la de Martin Luther King.

Era una casa de ladrillos de estilo suburbano, de gran tamaño pero sin mayor interés arquitectónico, bien mantenida, junto a otras casas de la misma clase. Era la casa en la que King vivía cuando lo asesinaron. Su viuda aún la ocupaba.

Continuaron camino.

—¿No es en esa casa de ahí donde vivió Floppy Bowles? —preguntó Roger.

—Me parece que sí —dijo Wes.

Siguieron avanzando, y las casas le parecieron a Roger más pequeñas de lo que las recordaba, pero tampoco estaban nada mal… Julián Bond vivió por aquí… Y también Maynard Jackson… Algunas de las casas no estaban… habían desaparecido… Era más difícil orientarse… Aunque cuando recorrieron ocho o diez manzanas en dirección norte, los oscuros recuerdos dieron paso al asombro… Tres solares vacíos en fila… cubiertos de hierbajos y árboles jóvenes; y ¿qué eran esos charcos, esas charcas?… En el solar del medio, casi oculto por la vegetación, había un pequeño tramo de escaleras de madera que conducían a… ninguna parte… todo cuanto quedaba de una casa entera era la escalera delantera y unos pocos bloques resquebrajados de los cimientos de hormigón ligero. A través de las malas hierbas que crecían a un lado de la casa vio una charca, de la que sobresalía… basura… de todas las clases, una máquina de coser antigua, un botiquín oxidado, algo que parecía una vieja caja de fusiles, el cuadro sin ruedas de una bicicleta, una nevera con un lateral roto… ¿cómo?… ¿por quién?… ¿por qué?… un rollo de tela metálica enyesada, neumáticos de coche, un chamuscado edredón verde bilis del que brotaba el relleno sintético. Una botella blanca de plástico de cloro flotaba en la superficie. La imagen misma de aquel pútrido sumidero inquietó a Roger. Los ojos se le iban hacia la escalera.

—Para aquí un momento, Dexter —indicó el alcalde. Una vez que se hubieron detenido, añadió en dirección a Roger—: ¿La reconoces?

—¿Reconocer qué?

—La escalera. Era la escalera de la puerta principal de tu casa.

—Dios mío… —dijo Roger—. ¡Claro que sí! Me acuerdo de esos curiosos rombos en la parte de abajo de los balaustres.

El solar parecía una pequeña selva que arrastraba todas las creaciones humanas al lodo primordial.

—¿Tocado en la fibra sensible? —preguntó Wes.

—No demasiado. Siempre he considerado el West End como el lugar en que me crié. De todos modos… éste es… era un barrio bonito.

—Bueno —el alcalde hizo un gesto para abarcar todo cuanto lo rodeaba—, aquí lo tienes, Atlanta Sur. Las familias como las nuestras se mudaron hacia el oeste, y los que nos sustituyeron no eran propietarios, sino inquilinos. Al poco el propietario desistía de sacarle rendimiento a la finca y la abandonaba; entonces la ciudad se la quedaba a cambio de los impuestos, tras lo cual era como si no fuera de nadie.

—Voy a bajar a echar una ojeada —anunció Roger.

Se dispuso a tirar de la manija de la puerta.

—No es una buena idea —dijo el alcalde.

—¿Por qué? No hay nadie.

—Estos barrios nunca están tan vacíos como parecen.

El tono de Wes hizo que Roger sintiera cierta aprensión. Volvió a reclinarse en el asiento.

—Adelante —dijo Wes a Dexter—, y párate en la esquina.

En la esquina, el alcalde le dijo a Roger:

—¿En qué calle estamos?

Roger miró el cartel, pero le resultó imposible leerlo. Estaba cubierto de grafitos. Igual que la señal de stop. Sólo la forma hexagonal recordaba que se trataba de una señal de stop.

—Otro par de manzanas, Dexter —dijo Wes— y ve despacio.

Los cables de alta tensión de Vine City se inclinaban tan cansinamente como las viviendas que seguían en pie. Pasaron por delante de unas casas que parecían hundirse bajo su propio peso. Algunas tenían la parte inferior pintarrajeada… Había más solares vacíos… más charcas llenas de residuos semihundidos… más hierbajos, trastos y matorrales… y coches canibalizados. Junto a la acera había un viejo Mercury Grand Marquis dorado que descansaba sobre los ejes y las llantas. El capó había desaparecido; el motor y gran parte del interior habían sido desguazados. Casi toda la calzada había desaparecido también, la acera había quedado reducida a escombros, y la propia calle, no sólo los solares vacíos, se había convertido en un vertedero.

—Para ahí, junto a esa casa, Dexter.

Era una pequeña casa de madera de dos pisos que destacaba sobre todo por las rejas de metal que cubrían todas las ventanas de la planta baja, la puerta principal y la ventana situada sobre el pequeño pórtico delantero. A un lado había un solar con no sólo un charco de agua de lluvia, sino también un enorme e inexplicable montón de fango. En el otro lado estaban los calcinados restos de una casa a la que las llamas habían consumido medio tejado. Incluso los marcos de las ventanas estaban quemados, y la fachada ennegrecida.

—¿Sabes de quién es? —preguntó Wes, señalando la casa de las ventanas con barrotes—. ¿O era?

—¿De quién?

—Mía.

—Dios mío… No la reconozco ni siquiera ahora que me lo has dicho, Wes. Mira todas esas rejas. Parece una jaula.

—Si quieres te digo quién vive ahí. O más bien qué clase de gente.

—¿Qué clase de gente?

—Viejos. Son tan pobres que no pueden irse, y no les dan nada por la casa. De modo que tienen que quedarse ahí, en su caja, a la espera de que se les echen encima los depredadores.

—¿Qué depredadores? No veo a nadie por aquí.

—Oh, ya verás como te encuentro algunos —dijo Wes—. Dexter, vamos al Bluff.

No me encuentres ninguno, pensó Roger, cuéntamelo y ya está. Sin embargo, Dexter ya subía por una de las cuestas de Vine City. Roger vio una de las quebradas.

Era un auténtico basurero, lleno de hierbas, metales oxidados, colchones quemados. Arriba, cerca de la esquina, frente a las cuatro pequeñas casas que quedaban, había una pandilla de muchachos. En realidad sólo eran cinco; pero a Roger, a quien el corazón le dio un brinco al verlos, le parecieron una pandilla, dispuestos a buscar jaleo en mitad de un día de escuela. Tres de ellos eran altos, desgarbados pero amenazadores (desde la perspectiva de Roger Blanco al Cuadrado); vestían vaqueros anchos cuya entrepierna les llegaba a la altura de las rodillas. Las enormes perneras caían formando grandes pliegues sobre unas zapatillas deportivas negras por cuyos laterales subían, desde la suela, unas perversas lenguas blancas y gomosas. Las mangas de las camisetas les llegaban hasta los codos y los faldones les colgaban por las caderas. Dos de ellos llevaban la cabeza envuelta en un trapo verde, como piratas. Los otros dos muchachos no tenían más de doce años, pero vestían como los mayores. Estaban holgazaneando cerca de la esquina, frente a una casa quemada. ¡Cuánta hostilidad!, ¡cuánto recelo!, irradiaron esas caras oscuras al contemplar el Buick gris perla del alcalde. Cerca de la esquina se movía furtivamente una consumida mujer —imposible adivinar su edad— vestida con una camiseta, unos pantalones muy cortos y chancletas.

—Para aquí un momento —dijo el alcalde a Dexter.

No pares aquí, pensó Roger. Dexter paró. Estaban a unos cuarenta metros de los muchachos y las casas en ruinas.

—¿Ves esa última casa, Roger, la que está quemada?

—Sí.

—Es un fumadero de crack.

—Pero le falta una tercera parte del tejado. ¿Qué hacen cuando llueve?

—Los fumetas no son demasiado quisquillosos con las instalaciones —dijo Wes—. Fíjate también en las cortinas.

Roger se fijó. Eran de un incierto color marrón.

—¿Qué es? ¿Plástico?

—Bolsas de basura —respondió el alcalde—. Las han puesto para evitar las miradas curiosas. Mira la que tenemos al lado.

La que tenían al lado era una casa de una planta con todo el aspecto de estar derrumbándose por efecto de la gravedad. El tejado del pórtico frontal se combaba por el centro.

—Es la casa en que se crió Fareek Fanón. Vivió aquí hasta que entró en el Tec hace tres años. Sólo quiero que te impregnes un poco de la atmósfera, Roger —dijo Wes Jordan—, y que veas lo que tenemos aquí. —Hizo un gesto amplio con la mano derecha en dirección a la escena urbana que se desplegaba ante ellos.

Roger vio, se impregnó de la atmósfera y se quedó mirando a los cinco jóvenes, quienes seguían contemplando torvamente el Buick.

—¿Ves a esos dos más jóvenes? —dijo el alcalde—. Son los mensajeros de los traficantes. Si los detienen, no pasa nada, porque son demasiado jóvenes. ¿Y ves a esa atractiva seductora que tiene las manos en las caderas? Es una drogadicta y una prostituta dispuesta a hacer cualquier cosa que se te ocurra para conseguir otra dosis de crack. Piénsalo. Tenemos a un muchacho que se ha criado aquí —señaló la casa de Fareek Fanón—, a tres puertas de un fumadero de crack en el peor barrio de Atlanta y que, de algún modo, se las apaña para no meterse en líos o, al menos, en demasiados líos, entrar en el Tec de Georgia y convertirse en un futbolista de primera conocido en todo el país como Fareek el Cañón Fanón. Dentro de seis meses estará en condiciones de firmar contratos por millones y millones de dólares. Fareek Fanón, un chico procedente de un barrio de mala muerte… Fareek ha conseguido tener el mundo a sus pies. Podría haber acabado fácilmente en ese fumadero de crack, pero no lo ha hecho. Para bien o para mal, Fareek es un ejemplo para todos los chicos de Atlanta o, en realidad, para todo chico negro, todo chico negro que se haya sentido alguna vez atrapado en un degradado barrio de mierda. Ahora bien, tiene un pequeño problema. La señorita Elizabeth Armholster lo ha acusado de violación. Bueno, ya hemos estado en la casa de la señorita Armholster en lo alto de Buckhead. Se ha criado en el… ¿qué palabra has utilizado?, ¿palazzo?… en el palazzo más caro de Atlanta. Su padre es el presidente de Armaxco. Ha hecho su presentación en sociedad en el Club de Conductores de Piedmont. ¡Mira a tu alrededor! ¡Lo de antes era la cima! ¡Esto es el fondo! ¿Te imaginas la historia cuando la prensa se haga con ella? ¡Y no te engañes! Se harán con ella. Y también enseñarán las dos casas. No van a pasar por alto algo tan sustancioso.

—¿Y la otra casa que me has enseñado en Buckhead? —preguntó Roger.

Wes Jordan sonrió.

—A eso voy. A eso voy. —Sonrió un poco más—. Roger, he tomado una decisión acerca de este caso. Es un poco arriesgado, porque en este momento no sabemos qué ocurrió en realidad. Un caso sexual puede explotarte en las manos. La mayoría de políticos no quiere ni tocarlos. Deseo hacer algo por Fareek Fanón. No voy a decir que es inocente… vamos a ver, en este momento, ¿cómo podría saber si ha ocurrido una cosa u otra?… pero voy a salir en defensa de sus derechos. Voy a recordar a la gente su largo viaje desde el Bluff —hizo un gesto con el brazo— hasta el estrellato futbolístico nacional. Voy a insistir en que los hombres también tienen derechos, incluso los deportistas, incluso los deportistas superestrellas, incluso los deportistas superestrellas negros, incluso los deportistas superestrellas negros del Bluff. Creo que voy a silenciar de una vez por todas la campaña de murmuraciones que André Fleet se afana en propagar, esa campaña según la cual eludo las «cuestiones negras». Por lo general, cualquier hombre, en especial cualquier hombre negro, queda bajo una nube de sospecha en el momento en que una mujer pronuncia la palabra violación. Creo que voy a ocuparme enseguida de esa nube.

—Estaría muy bien —dijo Roger—, si llegamos a ese extremo. Sigo teniendo la esperanza de que, de algún modo, todo esto pueda silenciarse, pero si sale a la luz te necesitaremos muchísimo.

—Bueno, ahora sólo queda una cosa, Roger, pero es importante. Voy a arriesgarme por tu cliente, pero no tengo intención de hacerlo solo. Cuando esto salga a la luz, verás aparecer un grado de tensión racial como no ha existido desde finales de los sesenta. Necesito un blanco importante que salga y diga lo mismo que voy a decir yo: «Fareek es un excelente joven que ha tenido un largo y terrible viaje, por lo que no debe existir precipitación en el juicio que de él se haga, etcétera, etcétera». No puedo permitirme el lujo de que parezca que estoy polarizando la ciudad. Y, para serte completamente sincero, no puedo permitirme el lujo de enajenarme del todo de mis amigos de las alturas. —Movió los ojos en la dirección de Buckhead.

Roger quedó pensativo por un momento.

—¿Qué te parece alguien como Herbert Richman?

—Nooooooo —dijo el alcalde—. Es judío. Es un liberal de manual. Está a favor de la minoría en cualquier situación. Su impacto sería cero. Necesito a alguien del establishment de verdad, alguien de un establishment tipo Club de Conductores de Piedmont.

Roger sacudió la cabeza.

—Sí, es una buena idea, pero encontrar la persona concreta… —Puso las palmas de las manos hacia arriba en un gesto de impotencia.

—Tengo un candidato —dijo el alcalde—, pero convencerlo va a requerir un poco de esfuerzo, y voy a necesitar tu ayuda.

—¿Quién es?

—Charlie Croker —respondió el alcalde.

Incrédulo:

—¿El promotor inmobiliario?

—El mismo.

—Bueno, puede que sepas algo de él que yo no sepa, pero me da la impresión de que es… un cracker de los pies a la cabeza, el típico rústico blanco del Sur.

—Tanto mejor —dijo el alcalde—, si conseguimos que nos apoye. Ya sabes que también fue una gran estrella del Tec de Georgia, como Fareek, un corredor. Lo llamaban el «Hombre de los Sesenta Minutos», porque jugaba tanto en defensa como en ataque. A lo mejor descubrimos que tiene una profunda… empatía… por los deportistas sometidos a las terribles presiones del estrellato.

El alcalde sonrió con su sonrisa irónica.

—En fin, Wes —dijo Roger—, no quiero parecer pesimista, pero lo dudo mucho, si quieres saber mi opinión.

—Cosas más extrañas han ocurrido —dijo Wes Jordan—, cosas más extrañas han ocurrido. Ah, por cierto, la otra casa que hemos visto en Buckhead, la del muro de piedra y las estatuas de las codornices en la entrada, es la de Croker. Justo encima de la de Armholster… ¿No lo ves? Es perfecto. Y antes de que me olvide, también es miembro del Club de Conductores de Piedmont.

Roger volvió a sacudir la cabeza.

—Bueno, que tengas buena suerte.

—No podemos dejarlo librado a la suerte —dijo Wes—. Necesito tu ayuda para lograrlo.

Desde su lugar en el asiento de atrás del Buick, Roger recorrió con la mirada el Bluff. Una multitud de tugurios que se caían a pedazos, carbonizados, con solares cubiertos de charcos y trastos oxidándose y pudriéndose entre la inmundicia. Y se imaginó el palazzo veneciano de Armholster y la casona de Croker… Un cracker de Georgia en una casa señorial medieval. Wes tenía razón.

El asunto estallaría. ¿Cómo demonios se había dejado implicar, él, que con tanta facilidad había franqueado la barrera racial? De pronto tuvo el deseo de quedarse en la calle Peachtree, con los respetabilísimos Gerthland Fullers del universo de Wringer Fleasom & Tick.

—Dexter —dijo el alcalde—, haznos el truco del poli en honor del señor White.

Roger miró a Wes inquisitivamente. Dexter abrió la puerta, se levantó del asiento del conductor, sacó su enorme humanidad del coche y se plantó en la calle junto al Buick. Los cinco muchachos se habían apiñado y enviaban miradas de láser a los intrusos. Dexter se acercó un walkie-talkie a la boca, y Roger oyó el murmullo de su voz pero no logró distinguir lo que decía.

—¿Con quién está hablando? —preguntó Roger, con los ojos clavados en los muchachos. (¿Por qué alborotar el avispero de ese modo?).

—No está hablando con nadie —respondió Wes—. El aparato no funciona a más de quinientos metros del ayuntamiento.

—Entonces ¿qué hace?

—El truco del poli —dijo Wes—. Vas a ver lo que ocurre.

Los cinco muchachos, del modo más frío posible, como si les diera lo mismo una cosa que otra, se volvieron e iniciaron una retirada con la forma de andar más chulesca conocida por el animal humano, el «bamboleo Frankenstein».

—Ven a Dexter —añadió el alcalde— y ven a un poli.

Sin embargo, cuando los muchachos llegaron a la casa quemada, se detuvieron. Se pusieron a hablar con tres personajes mayores, tres guiñapos, dos hombres y la prostituta, que parecían resbalar, casi como si se fundieran, por la pared de la fachada del edificio y que se dedicaron a mirar a Dexter y el Buick, alternativamente.

—¡Oh, mira! —dijo Wes—. ¡Ahora están haciendo de buenos ciudadanos!

—¿Buenos ciudadanos?

—Están avisando de nuestra presencia al fumadero de crack. ¿Ves cómo visten esos muchachos, esos pantalones anchos con una entrepierna que casi se la pisan? ¿Y los trapos que llevan en la cabeza? Es moda carcelaria. De la cárcel. En la cárcel no dejan llevar cinturón, de modo que si te van grandes los pantalones, tienes que dejar que se te caigan. ¿Y los trapos? En la cárcel, si quieres un gorro, tienes que hacértelo tú mismo, rompiendo una tela. Imagínate lo que significa ser un niño de quince o dieciséis años y querer seguir la moda carcelaria. Significa que no consideras la cárcel como algo ajeno a tu vida. Que ni siquiera tienes miedo de acabar pisándola. ¡Cuando llegas siempre tienes amigos! Imagínatelo… pensar en la cárcel como una prolongación de la barriada, como diría el gran André Fleet. En esta parte de la avenida English, el chico que crece sin antecedentes policiales es considerado, en el acto, como un ciudadano modelo. Piensa en eso por un instante. Piensa en eso cuando pienses en Fareek Fanón. De acuerdo, no es el señor Cordialidad y Discreción, pero ha salido de aquí sin una mácula en su historial y se ha convertido en uno de los mayores deportistas negros de los Estados Unidos. Piénsalo.

En ese momento, los cinco muchachos, los cinco figurines de la Moda Carcelaria, se alejaron «frankensteineando», bamboleándose como zombis, del fumadero de crack y doblaron la esquina. Los fumetas del pórtico, con el más tenue barniz de chulería, también emprendieron la huida y se escabulleron tras ellos. A continuación se produjo el éxodo del interior de la casa. Caras oscuras, hombres y mujeres de todas las clases, desde adolescentes a viejos encorvados, algunos mirando el Buick, pero la mayoría con los ojos completamente vidriosos. ¡Cuánta gente, saliendo de los restos carbonizados de esa casa! ¡No se acababa nunca! ¡Debían de estar arracimados por los pasillos! Al cabo de un rato salió por el pórtico el último personaje, un hombre alto y grande, quizá de unos cuarenta años, descalzo, vestido con una asquerosa camiseta grisácea y uno pantalón caqui… Es incapaz de mantener el equilibrio… Su corpachón se escora a estribor… Se frota la cara con la mano derecha… Se tumba despatarrado en el pórtico… consigue ponerse a cuatro patas, se arrastra escaleras abajo, se arrastra por la acera, consigue ponerse de pie, se inclina hacia adelante, aterriza a cuatro patas, empieza a arrastrarse otra vez… desaparece por la esquina, arrastrando sus más de cien kilos.

—¿Qué es lo que se aleja a cuatro patas de ese modo cuando se acerca el hombre? —preguntó Wes.

—No lo sé —respondió Roger—. ¿Qué?

—Un roedor —dijo Wes—, o bien un hombre reducido al estado de roedor. Fareek Fanón podía haber acabado así muy fácilmente. Armholster no. Ni tampoco Charlie Croker. Piensa en eso. No lo olvides.