7

Hola, ahí afuera, 7-Elevenlandia

Era el momento del día que más temía Raymond Peepgass. Eran pasadas las nueve de una calurosa noche de abril, afuera había oscurecido, y estaba solo en su miserable y pequeña unidad de arrendamiento —¡unidad de arrendamiento!—, seiscientos veinticinco dólares al mes, apartamento número XXX-A —¡XXX!—, en el fondo de la empinada pendiente de asfalto, de los apartamentos Hénides de Normandía, al pie de una escarpada ladera de hormigón que sostenía la autopista 75 a unos veinticinco o treinta metros más arriba.

Hacía muchísimo calor y bochorno para ser una noche de finales de abril en Atlanta… pero si dejaba abiertas las dos pequeñas ventanas de la diminuta sala de estar, para que corriera el aire, oía el despiadado zumbido de los ocho carriles de la autopista, además de los cambios de marcha y las bocinas de los camiones diesel, así como los malhumorados sonidos de las parejas jóvenes, hartas ya de matrimonio, abrochando y desabrochando a sus berreantes niños en las sillitas de seguridad de plástico forrado de poliuretano de los Toyotas y los Hondas aparcados en el asfalto frente al edificio. En cambio, si cerraba las ventanas, tenía que aumentar la potencia del aire acondicionado de la habitación, lo cual producía un chirrido siempre que el compresor se ponía en marcha.

De modo que mantenía las ventanas abiertas y en ese momento oía a una de las jóvenes esposas gritarle al marido… siempre eran las jóvenes esposas las que gritaban… a veces el marido, pero casi siempre la esposa… oía a una de las esposas gritar:

—¡Ah, fantástico! ¿Cuántas veces te lo he dicho? ¡Tienes con tu hijo una actitud que da asco! ¡Me das asco! ¡Ucccchhhh!

Un niño empezó a llorar.

«¡Me das asco!». Ésa era la clase de expresión que las jóvenes esposas gritaban a sus maridos. «¡Me das asco!».

Hénides de Normandía… Hénides. Peepgass lo había buscado. Una «hénide» era una ninfa de los prados.

Hénides de Normandía consistía en un conjunto de tres edificios de dos plantas, dispuestos de modo paralelo y con veinte unidades unifamiliares cada uno. Por alguna excéntrica razón, cada unidad llevaba un número romano más una letra, desde I-A y I-B a XXX-A y XXX-B. El prado consistía en una franja de hierba de un metro de ancho que bordeaba los edificios. Normandía se hallaba presente bajo la forma de tres empinadísimos tejados ideados para que recordaran los tejados de los establos del norte de Francia. Peepgass encontraba que el hecho de que le hubiera correspondido una unidad XXX —¡XXX!—, en el fondo del barranco, al pie del terraplén de la autopista, se adecuaba de una manera terrible pero perfecta al curso general de su fortuna. Técnicamente, Hénides de Normandía estaba en Collier Hills; técnicamente, Collier Hills era la parte más meridional de Buckhead; aparte de eso, poco más podía decirse de aquel exiguo apartamentucho.

¡Por Dios, qué solo estaba! Y los zumbidos, los rugidos y los eructos de la autopista 75 no hacían más que empeorar las cosas. Todas aquellas personas, centenares, millares de personas, que pasaban bramando por la parte superior del terraplén, camino de alguna parte, a ver a alguien probablemente; mientras él permanecía ahí sentado, solo, a las nueve y cuarto de la noche mirando por la ventana de la unidad XXX-A a la ventana de la unidad XIX-A del siguiente edificio. Quienquiera que viviera ahí había puesto de lado un colchón contra la pared y colgado de su borde, por alguna inexplicable razón, un montón de perchas de plástico de las que llevan pinzas para colgar faldas…

¡Y había considerado Snellville un barrio de clase media baja! Por Dios, la casa de Snellville, estilo colonial de Williamsburg, dos pisos, cuatro dormitorios, pozo de cuento de hadas con tejadito de pizarra en el jardín, faroles en la puerta de entrada y canasta de fibra de vidrio de la NBA colocada en un recodo frente al garaje… A pesar de que cada mañana se quejaba del tráfico infernal hasta llegar a Atlanta, la casa de Snellville era una maravilla en comparación con… aquello… ¡Al menos había gente! Betty, a pesar de su carácter opresivo y autoritario… ¡por lo menos era alguien con quien hablar! Brian y Aubrey, sólo tenían once y nueve años, pero eran seres humanos, ¡pequeñas almas que al menos colmaban el vacío de la noche!

—¡Ahora sí que la has hecho! ¡A veces consigues que me entren ganas de vomitar! ¡Te lo digo en serio!

Era el marido, en esa ocasión.

Peepgass se dirigió a la ventana, para acercarse a la humanidad, por más que sólo fuera como mirón. El marido había dejado un bebé, atado a su silla, sobre el techo del Toyota, y el niño gritaba. El marido vestía una camiseta blanca, un chaleco peludo, informe y demasiado grande, y unos vaqueros, además de una gorra de béisbol. La esposa llevaba unos vaqueros, unas zapatillas deportivas espantosamente chillonas y una camisa de leñador a cuadros blancos y negros con los faldones por fuera. Sostenía un segundo bebé, que también lloraba, sentado en su sillita de seguridad, de la que colgaban un montón de cintas.

Peepgass esperó la continuación del diálogo. ¡Humanidad! ¡Por favor, Dios! ¡Voces humanas!

Sin embargo, la infeliz joven pareja, harta de matrimonio, harta de hijos, harta de Hénides de Normandía, se limitó a fulminarse con la mirada.

Más que harto de matrimonio, Peepgass se sentía despojado de él, como si hubiera estado acurrucado en una cálida y agradable cama y alguien le hubiera quitado todas las mantas. Ese alguien era Betty. En cuanto se enteró de lo de Sirja, lo echó. ¡Sin más! Nada de largas y angustiosas discusiones, nada de visitas al consejero matrimonial. Sencillamente… ¡Largo de aquí, tiparraco!

Betty era más Viejo Boston de lo que él había pensado jamás; a Betty Pierce Peepgass, de los Pierce de Boston, no le iban todos esos lloriqueos y gimoteos terapéuticos de fines del siglo XX. Ah, no. Era alta, nervuda, huesuda y dura, tipo tenista. Había sido una Betty Pierce alta, delgada, atlética, cordial, alegre, rubia y de tez clara cuando la conoció veintiún años atrás en Cambridge, Massachusetts. Ella estaba sacándose el doctorado en Inglés tras cuatro años en Princeton, y él era un chico de la Universidad de California en Berkeley que estudiaba en la Escuela de Empresariales de Harvard; se comprometieron antes incluso de que él obtuviera el máster de Empresariales y se casaron poco después.

Betty lo intimidaba un poco y su familia, los Pierce, que tenían una casa en Brookline y pasaban los veranos en Maine, lo intimidaban aún más. Betty lo había presionado para que consiguiera trabajo en el Noreste o, mejor aún, para que se convirtiera en algo así como un empresario —era muy aficionada a esa palabra, «empresario»— a pesar de que su padre, John Codd Pierce, era un típico oportunista empresarial de Boston, un verdadero hombre de club, de los de reloj en el bolsillo del chaleco (del Club Porcelliano, en Harvard, como mencionaba a menudo cuando se presentaba la ocasión). El padre de Peepgass había sido algo así como un genio, un físico especializado en termodinámica del Centro de Investigación Ames, cerca de San José; y sus notas, las de Peepgass, para entrar en Berkeley y la Escuela de Empresariales de Harvard, habían estado en el percentil noventa y muchos. En la Escuela de Empresariales, incluso a finales de los setenta, que era cuando él estuvo, sólo los másteres de la mitad inferior de la clase se metían en la banca… y él había sido de los primeros de la clase. Aunque en aquel entonces, él, Peepgass, estaba a punto de casarse… y todo eso… y la oferta del PlannersBanc… o del Southern Planners Bank & Trust Company, como se llamaba entonces… había parecido de una solidez indiscutible… y era un banco enorme, aunque estuviera en Atlanta, Georgia… que, en el fondo, no era un mal lugar para empezar…

En realidad, Betty Pierce Peepgass nunca se había adaptado a Atlanta. Odiaba a las Chicas Sureñas con sus «sonrisitas remilgadas y risitas raja-gargantas», como decía. Nunca se acostumbró a estar lejos de su amado Boston, donde los Pierce eran Pierce; pero nunca se deprimió tanto como para que empezara a marchitarse… Oh, no… Nunca lo pasó mal en la sección de las amazonas.

Se había hecho cada vez más fuerte, más gritona, más mandona y más inflexible con los años; por no hablar de sus canas prematuras, contra las que, en un gesto típicamente bostoniano, se negaba a hacer nada; y también se había vuelto más despreciativa ante su indecisión y su «apego umbilical» (según su expresión) a PlannersBanc.

Él no era capaz de imaginarse reuniendo la fortaleza para dejarla… o dejar el banco.

No obstante, la gran llama de los ochenta, conocida con el nombre de «revolución sexual», se había encendido en Raymond Peepgass… y ¡mierda! Ahí de pie, ante la ventana de su pequeño apartamento de Hénides de Normandía, escuchando sobre su cabeza el zumbido de la autopista 75, contemplando el asfalto nocturno, gritando interiormente: «¡Hola, ahí afuera! ¿Hay otros seres humanos?»… se dio cuenta de que el detestable Charlie Croker había contribuido, sin ser consciente de ello, a prender en él el holocausto del sexo de los ochenta. Sin embargo, expulsó aquello de su mente, se negó a pensar en ello. La Reina del Hielo y sus Geishas del Arte, Jenny y Amy Phipps-Phelps… Que lo colgaran si iba a permitirse volver a pensar otra vez en aquello… pero Sirja… no había modo humano de no pensar en Sirja…

Dos años atrás había empezado a viajar a Helsinki para supervisar un paquete crediticio de cuatro mil cien millones de dólares que PlannersBanc había reunido para la compra de bonos del Estado Finlandés. Helsinki sería la capital más aburrida de Europa, peor incluso que Bonn, pero la señorita Sirja Tiramaki era cuarenta y ocho kilos de dicha. Había topado con ella, literalmente, pierna contra pierna, Sirja con cara sonriente, abundante melena rubia muy clara, grandes y brillantes ojos zarcos, cuello pequeño y delicadamente moldeado y la sorpresa de la turgente insinuación de un busto generoso, en un pasillo de la sección de primera clase de un vuelo de Finnair a Helsinki. Peepgass viajaba en primera gracias a los puntos de vuelo acumulados tras varias decenas de miles de kilómetros como pasajero habitual entre Atlanta y Helsinki. Sirja estaba en primera de paso desde la clase turista en busca de un lavabo desocupado.

Encandilado por el parpadeo de sus ojos, Peepgass no quiso rebajar su importancia de viajero de primera hablándole de puntos de vuelo, de modo que no le dijo nada. Sólo era una compradora de artículos de mercería para Ragar, unos grandes almacenes finlandeses, que viajaba a los Estados Unidos entre cuatro y seis veces al año a fin de seguir las tendencias de ese mercado. Aunque el modo en que hablaba inglés, con su extraño acento del Círculo Ártico, recortado y saltarín… era tan exótico… ¡tan erótico! No tardaron en estar retozando en su hotel de Helsinki cada vez que él visitaba la ciudad en la misión de bonos de PlannersBanc. Raymond Peepgass, director de préstamos, nunca había conocido dicha igual.

Su exótica y erótica florecita escandinava tenía una idea extremadamente exagerada de su lugar en la comunidad bancaria internacional. Volaba en primera, se alojaba en el mejor hotel de Helsinki, el Grand Tatar, la llevaba a los restaurantes más famosos y, como director de préstamos del gran gigante de la banca estadounidense, PlannersBanc, se reunía con el propio ministro de Finanzas. «¡Raymond!»… era tan exótico, tan erótico, el modo en que apretaba su nombre con la lengua contra el paladar. Peepgass no se decidió a pinchar la preciosa burbuja de la idea que tenía de él como banquero estadounidense fabulosamente acaudalado. En cuanto a la otra cuestión inevitable —«Pero Raymond, estás casado»—, el gran banquero reconocía que su matrimonio llevaba muerto muchos años, que se desintegraba a marchas forzadas y sólo necesitaría un simple empujón…

El gran banquero suponía que su bomboncito ártico se había embarcado en aquello por la misma razón que él, a saber, la revolución sexual. En esa suposición, según se daba cuenta en ese momento, él había sido más ingenuo que ella. Un día, tras meses de retozos y apretujones, la ya no sonriente Sirja le comunicó que estaba embarazada. No hay problema, dijo él, en los Estados Unidos los abortos son rápidos, legales, baratos y completamente seguros, cosa de entrar y salir. «No lo entiendes, Raymond —dijo Sirja—. Soy católica. Quiero tener a mi bebé, y tú serás su padre». El modo en que él reaccionó, como debía admitir tras una prolongada y deprimente reflexión, fue puro Raymond Peepgass. Quedó petrificado. Intentó eludirla y, las veces que no lo conseguía, se mostraba ambiguo. Aceptó responder a una de cada cuarenta llamadas que ella le hacía al despacho y no paró de repetirle que tenía que meditarlo bien.

No fue una estrategia inteligente. Apareció un día en la oficina, visiblemente embarazada, y anunció que había dimitido de Ragar y que se trasladaba a los Estados Unidos para que el niño —se había hecho una ecografía— fuera un ciudadano estadounidense, como su padre, quien le proporcionaría todo su apoyo, voluntariamente… o no. Había contratado a un abogado. En estado de shock, Peepgass, al auténtico estilo Peepgass, no había hecho otra cosa que ponerse muy nervioso y suplicar un poco más de tiempo, mientras ella iniciaba un litigio de paternidad.

Entre las llamadas telefónicas y las cartas certificadas, Betty Pierce Peepgass se olió el asunto y le sacó toda la historia… y luego lo echó de casa. Había sido afortunado al encontrar el lugar en que estaba: un apartamento de seiscientos veinticinco dólares al mes en Collier Hills que, haciendo malabarismos con la definición, podía considerarse Buckhead y utilizarse en preguntas como: «¿Dónde vives?»; respuesta: «Oh, en Buckhead».

En ese momento Sirja no vivía en Finlandia, sino en un apartamento en la casa de una señora mayor, en Decatur, condado de DeKalb. Había querido dar a luz a su hijo en el hospital de la Universidad de Emory, para hacer de él no sólo un ciudadano de los Estados Unidos sino también del estado de Georgia, y lo había llamado Pietari Páivárinta Peepgass, en honor a algún venerado escritor finés, y le exigía quince mil dólares al mes en concepto de manutención del niño. ¿Estaba de guasa? ¿Era una especie de broma macabra? ¿Se le había pasado por la cabeza que su sueldo bruto era sólo de diez mil ochocientos treinta y tres dólares al mes? ¿No tenía una calculadora? ¿No sabía dividir ciento treinta mil por doce?

Su contraoferta era de trescientos dólares al mes… ¡y no podía permitírsela! Con el gasto de ese miserable cuchitril en Collier Hills, más la casa de Snellville y sus gastos, más los arreglos de ortodoncia de Brian y Aubrey y sus muchas y variadas actividades extracurriculares, además de los interminables tratamientos de la sinusitis crónica y Dios sabía cuántas otras cosas de Betty, más los gastos legales, que se lo estaban comiendo vivo, ¡los gastos anuales superaban ya su salario bruto! Sórdido, todo aquel asunto era de lo más sórdido… El pequeño Pietari Páivárinta Peepgass se encontraba ahí afuera, en algún lugar del condado de DeKalb, comiendo, gorjeando, comiendo, balbuceando, comiendo, creciendo, comiendo, creciendo… creciendo… creciendo… y pidiendo a gritos más… Ya se encargaría de alimentarlo bien esa femme natale finlandesa… Como que ese cabroncete de Pietari Páivárinta Peepgass, ese hatajito de ridícula repetición escandinava, ese ufano y culiamantecado niño de Georgia, significaba para ella un futuro asegurado… y comía y crecía, para alzarse algún día sobre sus dos patas traseras…

—¡¡¡Muy listo, cerebro de pus!!! ¡¡¡Vas a dejar que tu hijo se caiga del techo de esta cafetera Toyota y se abra la cabeza contra el asfalto, y todo porque eres tan gilipollas que no sabes cargar un coche y cuidar de tu familia al mismo tiempo!!!

Otra vez la esposa… Era ordinaria y horrible… ¡pero era una voz humana!

Oh, cuán desesperadamente deseó que el marido respondiera. Cualquier cosa. Cualquier cosa. Cualquier voz humana serviría. Hola, ahí afuera…

La desgracia de Conrad Hensley, el desempleo, ensombrecía todo cuanto lo rodeaba, y nada de cuanto lo rodeaba había sido nunca, en realidad, gran cosa. La silla en que se sentaba, una silla plegable de aluminio de 9,95 dólares de Price Club, tenía una funda escocesa de nailon que ya empezaba a desgastarse. La alfombra sobre la que estaba, de Pier One Imports, estaba hecha de pita y dejaba marcas apanaladas en los pies de los niños cuando la pisaban descalzos. La mesa de centro estaba hecha con una puerta de Home Depot a la que había atornillado unos tacos de madera a modo de patas; tenía una resquebrajadura en el centro, donde Cari, su hijo de cinco años, la había estado aporreando esa mañana con Cyber Rex, el dinosaurio robot, un muñeco de plástico de medio metro.

Una punzada de odio a sí mismo. Él, Conrad, no tenía mucho mejor aspecto. Llevaba una camiseta vieja, que además le quedaba demasiado corta y ceñida debido al modo en que se le habían desarrollado los hombros, el pecho y la espalda durante sus seis meses como bestia de carga en la Cámara Frigorífica Suicida. Los vaqueros le apretaban demasiado los muslos por esa misma razón y tenían un desgarrón en una rodilla. En los pies sólo llevaba un par de chanclas japonesas con suela de poliuretano y correas de plástico… El «¡no!» le entraba a borbotones en el corazón… cada vez que debía concentrarse en el manual, un libro titulado SimpaTécnica: Método individual para el aprendizaje de los programas de tratamiento de textos, que sostenía en las manos, sus manazas de la cámara frigorífica (y contempló los enormes dedos con asombro y admiración).

Su última chispa de esperanza —tanta se había consumido ya— era la posibilidad de que lo contratase ContempoTimes, una agencia de Oakland que siempre publicaba anuncios de «Se necesitan procesadores de textos» en el Oakland Tribune y el Walnut Creek Observer. «Procesadores de textos» se refería a las personas, no a los programas, al trabajo de los oficinistas que operaban los procesadores de textos.

ContempoTimes los ofrecía como empleados temporales a las compañías de la Bahía Este. Ni siquiera podía permitirse empezar a pagar un ordenador, pero siempre se le había dado bien el uso de ordenadores cuando estaba en Mount Diablo. La mirada volvía una y otra vez a la mísera mesa rajada y los míseros vaqueros desgarrados, que se burlaban de él, diciéndole: «¡Miserable fracaso! ¡Eres un número en la estadística del paro! ¡No mereces ser padre!».

Lo cierto era que ¿cómo podía nadie ni nada tener buen aspecto en aquel lugar? Vivían en un «dúo», una forma de vivienda barata de la que Conrad no había oído hablar hasta que Jill y él se mudaron a vivir ahí un año atrás. Los dúos no parecían existir en la Bahía Este, pero ahí, en Pittsburg, a cincuenta kilómetros de Oakland, todo el mundo sabía lo que eran los dúos. Se habían construido hacía cincuenta años, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, y en aquel momento se caían a pedazos. Eran filas de casitas de una planta separadas por unos cuatro metros y unos jardincitos irregulares.

Todas las casas estaban partidas por una pared que las dividía, a lo largo, en dos estrechos apartamentos. El apartamento de un lado era simétrico al del otro; y eso era un dúo. En la cocina de un lado se oía al vecino freír el beicon en la sartén. Para escapar de aquel cuchitril se había deslomado trabajando en la cámara frigorífica de Croker Global; en aquel momento empezaban a fundirse los cuatro mil setecientos dólares ahorrados, y todavía seguían atrapados ahí.

De pronto:

—¡Potiyaaaaa! ¡Potiyaaaaa!

Lo oyó a través de la pared. Llevaba oyéndolo sin parar desde hacía dos días. Ya era una cantinela. Potiyaaaaa. No lograba imaginar qué decía en realidad la mujer. Era asiática, a juzgar por la voz, y por las voces que en ocasiones intentaban responderle. En los dos días que hacía que esa familia se había mudado, Conrad aún no había visto a nadie, aunque al parecer eran una multitud. Los asiáticos —camboyanos, laosianos, tailandeses, vietnamitas, coreanos, sijs— se estaban mudando en masa a los dúos. Se metían ocho o diez personas en un apartamento minúsculo.

—¡Potiyaaaaaaaa!

Esa vez se trató de un verdadero grito, seguido de la aguda réplica de una muchacha:

—¡No ti…!

No logró descifrar el resto.

A continuación se oyó un tremendo estrépito, como si se hubiera caído un mueble pesado. Conrad se incorporó de un salto. ¿Qué se estaban haciendo? Más jaleo, más gritos. La acción pareció trasladarse a la cocina.

Conrad se dirigió a la cocina de su lado.

—¡Potiyaaaaa!

—¡No ti…!

Gran portazo. Pareció que las dos contendientes, la mujer y la muchacha, salían de la cocina al garaje, lo que quería decir que salían del apartamento. Casi todos los inquilinos entraban y salían por el garaje, que daba directamente a la calle. A la sensación de inquietud de Conrad se añadió en ese momento una tremenda curiosidad. Abrió la puerta mosquitera de la cocina y entró en su minúscula mitad de garaje.

La puerta metálica del garaje estaba subida y daba a uno de esos deslumbrantes días de un azul despejado que se sucedían en interminable secuencia en la zona de la Bahía durante la primavera. Desde el otro lado de la calle, las bocas de otros garajes mostraban inútiles y patéticas colecciones de toda suerte de trastos imaginables. Los inquilinos aparcaban los coches en la calle y utilizaban el garaje a modo de desván… o Dios sabía qué. Justo enfrente de su medio garaje se encontraba el medio garaje de un oky llamado Boo Tuttle. Por la pendiente de cemento que salía del garaje bajaba una lengua negra de aceite sucio. Boo Tuttle, según Conrad advirtió en ese momento, se encontraba dentro, bajo una camioneta Isuzu. En el fondo del garaje distinguía el inevitable bidón de aceite. Boo Tuttle hacía cambios de aceite y engrases baratos. Conrad había utilizado sus servicios… aunque eso no mejoraba demasiado la vista.

A tres dúos de distancia estaban los sijs. En ese momento veía a media docena, sentados en vaya uno a saber qué clase de sillas delante del garaje, como si éste fuera un porche. Los hombres llevaban turbante y barba y esos pantalones indios muy holgados en los muslos y ceñidos a partir de la rodilla. Conrad tenía que reconocérselo a los sijs: en el garaje sólo guardaban las sillas.

Ahí llegaban, la mujer y la muchacha. Las oía con toda claridad. Seguían discutiendo al otro lado de la pared del garaje.

—¡No ti pota! —decía la muchacha.

—¡Ina mieda! —respondió la mujer—. ¡Mi pota que vaya coma golfa!

—No ti pota ina mi…

—¡So ti made y me importa cómo te peinas —salió: mi pota coti pina—, igual nido rata!

—¡No ti poto nada yo!

—¿Que no mi pota nada tú? ¡A ti no ti pota nada tú! ¡Igual pota, igual buca bucona!

—¿Buca bucona? —La muchacha soltó una risita—. ¿Qué es una buca bucona? Ni siquiera sabes lo que dices.

—¡Calla! ¡No mi reponda, potiya!

Y entonces salieron del garaje, las dos; se detuvieron en el camino de cemento y se miraron: dos furiosas figuritas iluminadas por el sol. Conrad sólo estaba a dos o tres metros de ellas, entre las sombras de su garaje. La mujer, que vestía una larga y ajustada falda de estilo laosiano, era una criatura achaparrada con una cara a la que se diría que habían aplastado por completo. La muchacha parecía a primera vista mucho más alta. Tenía diecisiete o dieciocho años, era esbelta, delicada, con el cabello negro peinado hacia arriba formando una increíble colmena en lo alto de la cabeza. Llevaba los ojos maquillados con un chillón tono púrpura, grandes aros dorados, una camiseta negra, unos tejanos cortados casi hasta las caderas, por lo que dejaban completamente al descubierto las piernas, que se tambaleaban en lo alto de unos zapatos negros sin talón, tipo sandalia, con unos tacones enormes y altísimos. Conrad era todo ojos. No porque hubiera nada inhabitual en el atuendo en sí. Iba vestida como la mitad de las chicas con que había estudiado bachillerato unos años atrás en el instituto Galileo de San Francisco. Las chicas se referían a esa forma de vestir como el «look putón», sin sombra de ironía… y en aquel momento cayó en la cuenta: «potiya» significaba putilla. Sin embargo, los ojos «medianoche disco» de la muchacha eran asiáticos y tan exóticos, y sus piernas tan jóvenes y esbeltas…

De pronto, la muchacha volvió la cabeza y se quedó mirándolo. Entonces la madre lo vio. Conrad no tuvo tiempo de fingir que hacía otra cosa que no fuera escuchar la conversación. La madre entornó los ojos y le dirigió una mirada emponzoñada. La hija agachó la cabeza, como por pudor, pero levantó los ojos hacia él. ¡Qué grandes y blancos eran!… en la sombra de los aleros de sus pestañas postizas. Ella lo examinó de arriba abajo y le lanzó la sonrisa más insinuante que jamás él había visto en los labios de una chica. Se volvió, embargado por la turbación. De todos modos, no pudo resistir mirarla por un instante mientras se encaminaba con su madre hacia un viejo Ford Escort aparcado junto a la acera. Y supo que ella sabía que él volvería a mirar… por el modo en que movía las caderas de un lado a otro sobre los ridículos zapatos… y el modo en que estiró la pierna derecha al deslizarse en el coche… Le permitió echar un vistazo hasta la articulación de la cadera.

De vuelta en el interior del dúo, Conrad no logró concentrarse en el manual y en los sobrios pensamientos de empleo. Se sentía inquieto y excitado. Cruzó la sala de estar hasta la cocina y luego regresó a la sala. A continuación se dirigió al cuarto de baño y se miró en el espejo del lavabo. Quería verse como lo había visto ella, la potiya… Se estudió la delgada cara, los oscuros ojos, el bigote… ¡No estaba mal!… Le gustaba el modo en que la camiseta le ceñía el pecho y los hombros, que quedaban muy marcados… Se sacó la camiseta de los pantalones, se la subió a la altura de las costillas para descubrirse la barriga y tensó los músculos abdominales hasta que se le marcaron como un paquete de seis cervezas.

Estaba… recortado, cincelado, como decían los culturistas, de tanto luchar con todas aquellas toneladas de productos congelados en Croker Global… A continuación levantó los brazos y cerró los puños… Tenía los antebrazos repletos de músculos, y por un breve instante no se cansó de admirarse.

Habría podido ser un deportista…

Habría podido tener acabada ya la universidad… en Berkeley…

Habría podido conocer toda clase de personas… de chicas…

Una agitación familiar se apoderó de sus riñones. ¡Sólo tenía veintitrés años! ¡Aún estaba en la época de la subida de la savia!… ¡Y menudo anacronismo estaba hecho ya!

En su cabeza surgió esa palabra, «anacronismo», una de las preferidas del profesor Wildrotsky. Conrad era virgen cuando conoció a Jill, y ella también lo era; cuando quedó embarazada, él se casó con ella y ni siquiera había tonteado con ninguna otra mujer. En los días y la época en que vivía, ¿quién se lo iba a creer? Él mismo apenas se lo creía. Tenía los mismos sentimientos, las mismas agitaciones que cualquier otro joven, y de hecho las agitaciones las tenía en ese preciso instante. Si de pronto la potiya entrara en la habitación, sola, haciéndole caídas de ojos, estaría tentadísimo de dejarse ir, y lo sabía. Aunque, ¿por qué había pensado en la expresión «dejarse ir»? ¿Por qué una de las expresiones preferidas de su padre, aquel antiguo maestro del eufemismo y otras formas de ocultarse a uno mismo la realidad de los propios actos? También su madre era experta en eso, aunque no tanto como su padre. Su padre abandonó la Universidad de Wisconsin durante el primer año y se marchó a San Francisco, pero no reconocía que había hecho añicos las esperanzas y destrozado el corazón de sus padres, quienes habían hecho grandes sacrificios para enviarlo a la universidad. Se refería a ello diciendo que se había «alejado de un centro muerto». Cuando él y su futura madre empezaron a vivir juntos en una efímera comuna de la calle Haight, no se llamaron a sí mismos hippies, una palabra que odiaban y los ofendía, sino que se referían a sí mismos como «gente guapa», un término que también utilizaban en singular, como en la frase: «¿Greñas? Greñas es gente guapa, tío». El hecho de que su padre jamás hubiera tenido un trabajo en la vida, salvo uno temporal de portero de noche en el Hogar del Marinero, no significaba que fuera perezoso y holgazán. No, significaba que procuraba evitar aquel «muermo» conocido como «todo el rollo burgués». Al igual que todos los niños, Conrad había intentado imaginar que, de algún modo, su padre era una persona admirable. Su padre parecía ser muy popular entre la otra gente guapa. Cuando contaba sus maravillosas historias, se desternillaban de risa, para gran alegría de Conrad.

Su padre era un hombre apuesto y lleno de vida, atractivo al modo en que es atractivo un pirata de cuento, y no carecía de cierta osadía insensata. Cuando estaba colocado no temía hablar con descaro a los representantes de la autoridad: policías, burócratas (en las oficinas de la Seguridad Social), encargados de restaurantes y similares. A partir de tales elementos, Conrad intentó construir una imagen de un hombre que podía ser un poco perezoso y desorganizado, pero que era un aventurero, un filibustero, un espíritu libre, un bucanero —con el bigote, la barba, la cola de caballo, el solitario pendiente de oro y los ojos de loco, parecía realmente un pirata— dispuesto a enfrentarse al mundo. Por desgracia, esa imagen nunca se sostuvo durante mucho tiempo. Una noche, en el transcurso de una discusión por dinero, el contacto que los abastecía de hachís —«contacto», puesto que nunca utilizaban la palabra «camello»— abofeteó a su madre; su padre no levantó ni un dedo. A Conrad le resultaba imposible olvidarlo.

Su madre era una persona muy guapa, dulce y sentimental, pero muy descuidada; era capaz de colmarlo de atenciones en un momento determinado y, al siguiente, desatender los deberes más elementales. Conrad siempre se acordaba de cuando, a los nueve años, la había esperado durante treinta minutos en el diminuto despacho de su profesor de cuarto curso… mientras ella olvidaba por completo la cita. El maestro, quien consideraba que Conrad mostraba un talento poco habitual para la música, había querido alentarla para que lo apuntara a unas lecciones de piano. El hogar era un caos. Los platos se acumulaban en la pila hasta que los de más arriba empezaban a resbalar y caer al suelo. Literalmente, resbalaban y se estrellaban. Otra cosa que Conrad siempre recordaba era la vez en que una tirita usada y sucia, aplastada por las pisadas, estuvo un mes sobre la pletina de una puerta.

Tenía siete años cuando preguntó por primera vez a sus padres cuándo y dónde se habían casado. Quería que le contaran cómo había sido la boda. Le contestaron con sonrisas tontas y respuestas vagas y contradictorias. No tardó en dejar de hacer preguntas, porque incluso un niño era capaz de adivinar la verdad. Al poco se dio cuenta de que se suponía que la imprecación «burgués» explicaba todas aquellas cuestiones. Sólo los burgueses se quedaban «colgados» con cosas como el matrimonio, la escuela, las citas, las casas ordenadas y la higiene. No había cumplido once años cuando empezó a contemplar por primera vez la subversiva idea de que «burgués» quizá fuera algo que él quisiera ser de mayor. Cuando Conrad tenía doce años, su padre dejó las drogas duras para convertirse más o menos en un borracho corriente de North Beach, fumador habitual de hierba. Desaparecía durante varios días seguidos, y su madre lo acusaba de estar con alguna amiga. Luego vinieron las espantosas mañanas en que Conrad descubría a algún extraño en el apartamento, algún espécimen de gente guapa que, evidentemente, había pasado la noche con su madre; pero la peor mañana de todas fue la del día en que se levantó para ir a la escuela y encontró a sus padres durmiendo en la cama —la cama era un colchón en el suelo y una manta; nada de sábanas— con otro hombre y otra mujer a los que jamás había visto, desnudos todos ellos. No lograba olvidar las flácidas areolas de las dos mujeres. Se sintió peor que herido y traicionado; se sintió avergonzado y deshonrado. Su padre despertó mientras él los contemplaba, puso una sonrisa forzada y dijo: «Bueno, Conrad, a veces tienes que dejarte ir». No hacía falta ser ningún genio para darse cuenta de que se suponía que la expresión «dejarse ir» otorgaba un halo místico al hecho de ser un débil haragán y ceder a los más bajos apetitos animales. Su padre decía mucho lo de «dejarse ir». Tras aquello, siempre que Conrad oía hablar alegremente de la «revolución sexual», se desesperaba por lo poco que unas personas teóricamente inteligentes entendían el mundo que las rodeaba.

En el instituto, en el Galileo, hizo pocos amigos y casi ninguna vida social. Le daba vergüenza y, en realidad, también miedo llevar a alguien a casa. ¿Qué demonios pensarían del miserable cuchitril en que vivía? ¿Qué pensarían del dulzón pero nauseabundo e inconfundible olor de marihuana que impregnaba el lugar? Ante todo, ¿qué pensarían de sus padres, esos dos ejemplares de gente guapa viejos, arrugados, irresponsables y sin dinero?

Cuando tenía quince años, su padre se fue de verdad, y Conrad se mudó a Berkeley con su madre, que entonces decidió que era una feminista radical. Vivieron en una comuna de los Berkeley Flats con cinco mujeres «California muesli[19]», como las consideraba Conrad. Nunca olvidaría el modo en que aquellas hoscas mujeronas desfilaban por el salón con sus botas de leñador. Al acabar el instituto dejó su casa, se matriculó en el Colegio Comunitario de Mount Diablo en el vecino condado de Contra Costa, y se las arregló para sobrevivir con trabajos ocasionales. Fue en el segundo y último año en Mount Diablo, en la clase del señor Wildrotsky, cuando aprendió lo que significaba «burgués» en su acepción histórica. El señor Wildrotsky, que tenía la misma edad que sus padres, se mostraba sarcástico con el concepto, pero eso no lo rebajó ni por un instante a los ojos de Conrad. Llevar una vida burguesa era estar obsesionado con el orden, la rectitud moral, la cortesía, la cooperación, la educación, el éxito financiero, la comodidad, la respetabilidad, el orgullo en la propia descendencia y, por encima de todo, la tranquilidad doméstica. A Conrad aquello le parecía el paraíso. Incluso el señor Wildrotsky era lo suficiente burgués como para llevárselo aparte y animarlo a realizar su promesa como estudiante solicitando el ingreso en Berkeley, la joya de la corona del sistema universitario californiano, y sacándose una licenciatura. El señor Wildrotsky se fijó en él un día en que sacó en clase —de modo paradójico, visto retrospectivamente, puesto que todavía no se había mudado ahí— el tema de la cercana ciudad de Pittsburg.

Al parecer, Pittsburg había sido fundada antes de la Guerra de Secesión por especuladores de tierras que supusieron que el emplazamiento, la desembocadura del río Sacramento en la Bahía Este, era perfecto para una nueva ciudad occidental, que esbozaron sobre el papel y bautizaron Nueva York Occidental. Sin embargo, una década más tarde, Nueva York Occidental estaba formado por dos tiendas y una docena de casas. Por ello, cuando se descubrió cerca un enorme yacimiento de carbón, se modificó el nombre por el de Black Diamond, «Diamante Negro». Sin embargo, el mineral resultó ser de baja calidad y, en 1912, tras la construcción por parte de U. S. Steel de una acería en la bahía, se modificó el nombre por el de Pittsburg, sin la hache.

De todos modos, tampoco había llegado a convertirse nunca en el Pittsburgh del oeste, comentó el señor Wildrotsky; así estaban las cosas a punto de finalizar el siglo XX, y quizá había llegado el momento de volver a cambiar el nombre. ¿Alguna sugerencia? Con el corazón desbocado de su temeridad, Conrad levantó la mano y dijo: «¿Qué tal 7-Eleven?». «¿7-Eleven?». «Sí», respondió Conrad. Había recorrido toda la zona, desde Vine Hill, donde vivía, en dirección este hasta Pittsburg y más allá, y todo era un vasto gulash de bloques de apartamentos y otras viviendas baratas. La única forma de saber que se dejaba un vecindario y se entraba en otro era que las franquicias empezaban a repetirse y veías otro 7-Eleven, otro Wendy’s, otro Costco, otro Home Depot. Los nuevos puntos de referencia urbanos no eran torres de edificios, monumentos, ayuntamientos, bibliotecas o museos, sino establecimientos 7-Eleven. Para señalar una dirección, la gente decía: «Siga la vía de acceso hasta pasado el 7-Eleven y luego…».

Al señor Wildrotsky le había encantado. Era justo la clase de cosas que le gustaban. ¡7-Eleven! Dedicó dos semanas enteras de la clase al estudio de aquel nuevo fenómeno urbano, 7-Elevenlandia. Nunca antes ni después se había sentido Conrad tan importante.

En el mísero y pequeño cuarto de baño del dúo de Pittsburg, mientras se contemplaba en el espejo, recordó el modo en que, al final, el señor Wildrotsky lo había intentado todo, salvo ponerse de rodillas y suplicarle que solicitara ingresar en Berkeley. Sin embargo, para entonces ya se había casado, tenía un hijo y otro estaba en camino… y una vez más, mientras examinaba en el espejo su constitución recortada, cincelada, de paquete de seis cervezas, suspiró por Lo Que Podía Haber Sido.

Justo entonces oyó el Hyundai que llegaba y se detenía afuera. El motor hacía un traqueteo inconfundible.

Unos piececitos sonaron por el duro suelo del trozo de jardín situado junto al dúo. Salió del cuarto de baño y se dirigió al salón.

La voz de Jill:

—¡Cari! ¡Vuelve aquí! ¡Enseguida! ¡No te me escapes! ¡Vuelve aquí ahora mismo y pide perdón a tu hermana!

Más correteos, así como el ruido de un niño que gritaba y respiraba con dificultad al mismo tiempo.

—¡Cari! ¡Vuelve!

La puerta del salón se abrió de golpe y entró Cari, cinco años llenos de furia. Era un niño muy guapo, rubio y de piel clara, como su madre. El pelo le caía sobre la frente en abundantes mechones, pero tenía la cara roja y crispada, y los ojos llenos de lágrimas.

—¡Eh, señor C! —dijo Conrad, sonriendo—. ¿Qué pasa?

La sonrisa sólo logró enfurecer aún más al niño, que empezó a darle puñetazos en los muslos. Conrad se puso en cuclillas y abrió las palmas para recibir los golpes, y Cari empezó a golpearle los brazos.

—Venga, hijo —dijo Conrad—, dime qué pasa.

—Mami pasa. Mami me odia. Nada más quiere a su niñita.

—Eso no es verdad, Cari. Mami te quiere.

—¡Sí… claro! —dijo el niño y reanudó los puñetazos en los brazos de su padre.

Conrad estaba asombrado. Sí… claro. Era la primera vez que oía a su hijo utilizar el sarcasmo. ¿Era normal? ¿Eran sarcásticos los niños de cinco años? ¿O era algo que había aprendido por vivir en un ruinoso barrio de dúos en Pittsburg, California? Vaciló al imaginar qué otra cosa aprendería después. Fuera lo que fuera, el sarcasmo sería lo mínimo.

—¡Cari! ¿Me has oído?

Jill estaba en el umbral, fulminándolos a los dos con la mirada. Siempre parecía tener dieciséis años en lugar de veintitrés. Llevaba el cabello rubio con la raya en medio y cayéndole por la espalda en lo que se conocía localmente como «look surfista»; aunque en ese momento, dos largos mechones, enmarañados por el sudor, le tapaban el ojo derecho. Su dulce cara de niña presentaba dos surcos que le cruzaban la frente entre las cejas y casi llegaban a la nariz. Tenía la cara roja a causa del acaloramiento y la rabia, así como del exceso de maquillaje en los ojos y las mejillas. Llevaba una camisa de hombre a rayas blancas y azules con tres botones desabrochados y unos vaqueros que le ceñían al máximo las caderas y el declive de la parte inferior del abdomen… y Conrad pensó, con tristeza, mientras la miraba, lo difícil que era para una madre de dos niños intentar seguir siendo una «chica californiana». Aún en cuclillas, le sonrió con afecto y simpatía.

Aquello fue un gran error. Jill lo miró más furiosa que nunca.

—¡Eso es! —dijo—. ¡Conviértelo en un jueguecito! ¡Ponte a jugar con él! ¡Por el amor de Dios!, ¿te vas a mostrar alguna vez firme con él? ¡Noooooooo! ¡Eso me lo dejas a mí! ¡Soy yo la encargada de la disciplina en esta familia! ¡Soy yo la mala!

—Espera un momento…

—¡Lo que ha hecho no tiene ninguna gracia! Cari le acaba de pegar a Christy en la barriga con todas sus fuerzas.

—Bueno, ¿y cómo querías que lo supiera?

—¿Estás sordo? ¡Oías que le gritaba! Sabías que me estaba desobedeciendo. ¿Y qué se te ocurre hacer? Te echas en el suelo a jugar con él.

Conrad se quedó mudo. Sentía que los colores le subían a la cara. De un modo que todavía no era capaz de analizar lógicamente, se sentía de lo más humillado. ¿Por qué? Se puso de pie y, al hacerlo, Cari salió corriendo por el pequeño pasillo en dirección a los dormitorios.

—Por el amor de Dios, Jill —dijo Conrad—, calmémonos todos.

—¿Que nos… calmemos… todos? ¡Hombre, muchas gracias! Así que resulta que lo que pasa es que he perdido los nervios, ¿no? ¿Me estás diciendo eso? Tu hijo, que tiene un año más que Christy, que es el doble de grande y el triple de fuerte, le acaba de pegar a tu hija en la barriga con todas sus fuerzas y me ha desobedecido, ¿y tú no quieres hacer nada? ¿Lo único que quieres es que todo el mundo se tranquilice? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

La víctima del ataque, Christy, apareció por la puerta detrás de su madre, toda ojos y oídos. Lejos de mostrarse como la víctima de una agresión, tenía la mirada solemne y confiada de una niñita que acababa de ganar un gran asalto en el combate de la rivalidad entre hermanos.

En el umbral, tras Christy, cerrando la marcha, apareció otra figura. Era la madre de Jill, una mujer rellena y de cara redonda que rozaba la cincuentena y llevaba una falda pantalón floreada y un polo blanco.

—Hola, Conrad —dijo con cierta sonrisa.

Era la cansada y tolerante sonrisa de la Paciencia, sonriéndole al Dolor.

—Oh, hola —dijo Conrad.

Sabía que tenía que llamarla por su nombre, pero no lograba hacerlo. Se llamaba Arda Ella Otey, y le había indicado que la llamara Della, su apodo desde que era pequeña. Él prefería «señora Otey», pero eso habría sonado distante. De todos modos, no lograba llamarla algo tan familiar como Della. La razón, aunque él no fuera capaz de expresarla con tantas palabras, se reducía a ésta: la señora Otey nunca le había perdonado ser el chico de clase baja que había dejado embarazada a su hija y luego se había casado con ella. Era hijo de «un padre que es un hippy holgazán y vaya una a saber qué otras cosas» —una cita literal que Jill le había transmitido en la embelesada fase inicial «Solos contra el mundo» en el proceso del Enamorarse—. Jill, en cambio, era hija del doctor Arnold Otey, el eminente gastroenterólogo. El eminente gastroenterólogo había dejado a la señora Otey por su recepcionista de veinticuatro años. Eso había ocurrido en Rosemont, Pensilvania, una ciudad muy elegante que al parecer estaba cerca de Filadelfia, cuando Jill tenía quince años. Enfrentándose como mejor podía a la situación, la señora Otey se había intoxicado con una idea muy en boga difundida por los libros, las revistas femeninas y los programas de televisión; a saber, que semejante divorcio no era una derrota sino un renacimiento, una rampa de salida para abandonar la rutina, la posibilidad de una vida nueva y maravillosa. De pronto, remolcando a Jill, la señora Otey se había trasladado a California, a la Bahía Este, a las marrones colinas de Walnut Creek, a veinticinco kilómetros al este de Oakland. ¡Renacer! ¡Libre del ogro Arnold Otey!… hasta que un día abrió los ojos al hecho de que era una oscura cuarentona, en un lugar extraño, sola, encorvada sobre un teclado frente a un programa de tratamiento de textos en la sección de circulación del Harvester, un periódico de anuncios del condado de Contra Costa. En ese punto, empezó a incluir en todas las conversaciones la información de que ella era, en realidad, la antigua esposa del doctor Arnold Otey, el eminente gastroenterólogo de Filadelfia. En su momento, Jill se había matriculado en el Colegio Comunitario de Mount Diablo y conocido a un chico tan solitario, tímido, desarraigado y guapo como ella. Se llamaba Conrad Hensley. Cuando los dos se casaron a la edad de dieciocho años, la ex esposa del doctor Otey quedó horrorizada.

Se había creado una pauta de comportamiento. Siempre que Jill hacía una visita a su madre, regresaba al dúo con una gran provisión de defectos de Conrad Hensley que surgían en la conversación a lo largo de las siguientes horas, aunque fuera de modo inconsciente. ¿Cuánto tiempo pensaba trabajar como obrero no cualificado en el almacén frigorífico? Había habido muchas variaciones sobre ese lamento. Y, por supuesto, en ese momento en que ya no tenía trabajo alguno, ni siquiera el de acarreador de productos en Croker Global, la gama no tenía límites.

Conrad miró la paciente y compasiva sonrisa de la señora Otey y decidió devolvérsela, sólo para pacificar los ánimos.

«¡¡¡Venga, alégrame el polvo!!!».

¿Polvo? Era una bulliciosa voz adolescente. Los cuatro, Conrad, Jill, su madre y Christy, se sorprendieron durante el microsegundo que tardó en sonar la carcajada enlatada, tras lo cual se dieron cuenta de que era la televisión. El villano menor, Cari, se había escabullido durante el ataque al villano mayor, Conrad, y había encendido el televisor del dormitorio de Conrad y Jill.

Jill miró a Conrad y alzó las palmas, como diciendo: «¿Ni siquiera tienes lo que hay que tener para no dejarle encender la televisión por la mañana?».

Vencido de un modo que aún no comprendía, Conrad se apresuró a dirigirse al dormitorio. Tumbado boca abajo en la cama y apoyado sobre los codos, Cari veía la televisión mientras golpeaba la colcha con la punta de las zapatillas deportivas. Tres muchachas vestidas de animadoras de instituto se burlaban de un adolescente muy gordo que llevaba un bañador Speedo, unas gafas negras con laterales y una rizada peluca de mujer color albaricoque rojizo. Llevaba las tetillas de su obeso pecho desnudo tapadas con unos diminutos cubre-pezones con borlas de bailarina de striptease. Lanzaba exagerados bufidos y soplidos mientras intentaba agitar con la mano derecha una gran pesa plateada.

«¿Qué dirías que es eso, Kimberly?», preguntó una de las animadoras.

«No lo sé —respondió la segunda—. ¿Tú crees que existen marcianos travestis?».

Otro gran estallido de invisibles carcajadas enlatadas.

Conrad se acercó al aparato y lo apagó.

—¡No! —gritó Cari.

Prorrumpió de nuevo en lágrimas y empezó a dar puntapiés en la cama con todas sus fuerzas.

—Venga, Cari —dijo Conrad, intentando utilizar un tono de voz tajante, en honor a sus acusadoras del salón—. ¡Lo sabes perfectamente! ¡Por la mañana no vemos porquerías en la tele!

—¿Quién lo dice?

Un auténtico arrebato.

—Yo lo digo.

—¿Y a mí qué?

Esa muestra de descaro quedó amortiguada, porque Cari tenía la cara hundida en la colcha. Conrad se preguntó si Jill y su madre la habrían oído. Seguramente. Se sintió obligado a seguir comportándose como un padre rígido.

—¿Qué has dicho?

Una voz baja, llorosa y muy ahogada:

—Me has oído.

No cabía duda de que se trataba de una forma de desafío poco entusiasta, pero ¿qué pensarían ellas? De modo que dijo:

—Es verdad, te he oído, pero no me gusta lo que he oído, Cari. No me gustan esas bromitas. —«Bromitas» salió como una reprimenda bastante débil, así que añadió—: Y no pienso aguantarlas. ¿Lo entiendes?

En voz más baja aún, con menos entusiasmo aún, más hundida aún en la colcha:

—Calla.

¿Calla? Conrad se sintió impotente. ¿A qué nivel de enfado se suponía que tenía que ascender entonces?

Jill apareció de pronto en la habitación; su cara irradiaba furia y rectitud. Hizo caso omiso de Conrad, agarró a Cari por la parte superior del brazo, lo hizo rodar sobre la espalda, le agitó un índice delante de la cara y gritó:

—¡Muy bien! ¡Se acabó! ¡Le has pegado a tu hermana, me has desobedecido, no escuchas a tu padre… te has ganado un castigo!

Auténticos aullidos. Conrad rogó, sin esperanzas, que los vecinos laosianos no los oyeran.

—¡Levántate! —chilló Jill.

Le dio un tirón al brazo del niño. Éste relajó el tono muscular. De modo que lo sacó de la cama arrastrándolo mediante una furiosa serie de sacudidas. Cari empezó a llorar y gritar y se agarró a la colcha con la otra mano.

La colcha salió arrastrada con él. Jill había tirado del niño hasta llegar casi a la puerta del diminuto dormitorio, pero él seguía aferrado con determinación de terrier a la colcha, que se enganchó en el armazón de metal sobre el que se apoyaba el somier. Su cuerpecito se estiraba como si fuera el eslabón más débil de una cadena a la que una fuerza irresistible estaba a punto de hacer añicos.

Conrad exclamó en voz ahogada:

—¡Jill!

No sabía qué era más terrible, la posibilidad de que Cari se hiciera daño o la vulgaridad de la escena. ¡Los vecinos laosianos lo oían todo! ¿Qué era un simple grito de «potiyaaaaa» comparado con esa exhibición?

Se acercó a Cari con la idea de tomarlo en los brazos, pero en ese momento el niño se soltó de la colcha y resbaló por el suelo hasta su madre. Ella lo atrapó por los dos brazos y se volvió hacia Conrad con una mirada de odio como nunca le había visto.

—¡No me digas «Jill»! —exclamó—. Alguien tiene que enseñarle a que no falte al respeto.

Cari se esforzó por recobrar el aliento, luego soltó un quejido, relajó de nuevo el tono muscular e intentó tirarse al suelo; al no lograrlo, empezó a retorcerse y dar patadas. Jill gritó.

—¡No lo hagas! ¡Para! ¡O vas andando solo o te arrastro a tu habitación! ¡En marcha!

Sin soltarlo de los brazos, lo empujó, medio a trompicones, medio deslizándose, hasta el otro dormitorio, que compartían él y Christy. Cerró la puerta tras ella de un portazo, pero no hubo ninguna dificultad, ni dentro ni fuera de la casa, para oír la diatriba que siguió.

Conrad se quedó mirando absurdamente la colcha enganchada. Le ardía la cara.

Desde el fondo del pasillo:

—¿Me estás escuchando? ¿Me… estás… escuchando?

Como no sabía qué otra cosa hacer, Conrad regresó al salón. La señora Otey estaba sentada en la silla plegable con Christy en la falda, abrazándola de modo protector. A juzgar por la expresión de la niña era evidente que su triunfo estaba siendo completo. La música de la invectiva de su madre contra su hermano seguía manando por el pasillo.

La señora Otey miró a Conrad con una sonrisa de paciencia que siempre le parecía condescendiente; y más que nunca en ese momento.

—Me ha dicho Jill que vas a solicitar un trabajo en Oakland.

Lo dijo en un tono —o al menos así se lo pareció a Conrad— calculado para dejar claro que sólo conversaba con él para desviar la atención de la incomodidad general provocada por su fracaso a la hora de imponer disciplina.

—Sí —repuso Conrad.

—Creo que me ha dicho que era un trabajo de oficina, ¿no?

—Bueno, es una agencia que se llama ContempoTimes.

Intentó explicar qué hacía ContempoTimes.

De pronto la señora Otey dejó de mirarlo a la cara y se fijó en su mano izquierda.

—Por Dios. No me había dado cuenta antes. ¿Puedes quitarte el anillo?

Conrad volvió la palma de la mano hacia arriba y miró la alianza, aunque sabía perfectamente la respuesta.

—Nunca lo he intentado —dijo.

—Conrad, tienes las… manos más grandes y los… brazos más grandes que he visto nunca en alguien de tu tamaño.

La vanidad masculina es tal que lo consideró un cumplido. Volvió las dos palmas y separó los dedos, con lo cual parecieron aún más grandes. Por un instante pensó que quizá su hija de cuatro años también estuviera impresionada. Se puso a explicar la agotadora prueba de fuerza que había supuesto el trabajo en la cámara frigorífica de Croker Global.

—En fin —dijo la señora Otey—, espero… ¿tienes una camisa o una chaqueta con unas buenas mangas largas?

—¿Mangas largas?

—Quiero decir que si van a entrevistarte para trabajar en una oficina, es mejor que lleves manga larga y que no levantes demasiado las manos.

De pronto, Conrad lo comprendió dolorosamente. Lejos de quedar impresionadísima por lo que era para él gran motivo de orgullo, sus manos y brazos, los vio como la marca de su destino, que no era otro que trabajar con las manos siempre, al menos durante los períodos en que no formara parte del grupo de desempleados crónicos de los Estados Unidos.

Mudo, Conrad bajó las ofensivas extremidades hacia los lados del cuerpo; observó a la señora Otey y a la niña sentada en su falda. Christy seguía mirando sus brazos y manos, de los que acababa de aprender que eran monstruosos. Tuvo una terrible visión de las tres generaciones de mujeres Otey, Della, Jill y Christy, alineadas contra él en ese momento bajo de su vida.

—Procuraré recordarlo.

Le costó alzar la voz más allá del nivel del susurro.

Al fondo del pasillo, su mujer, que cargaba eficazmente con el papel masculino de disciplinar a su hijo de cinco años, no tenía ese problema.