En aquel momento, a cuatro mil quinientos kilómetros de distancia, el listillo al que se le había ocurrido todo, Charlie Croker, «despedidor» de preparadores de la cámara frigorífica, despertó sobresaltado. Los ojos se le abrieron como un par de paraguas. No veía nada, tal era la oscuridad que reinaba en la habitación. El cuello de la camisa de dormir estaba húmedo de sudor. El gran conejo, su corazón, latía con fuerza dentro del pecho. Las últimas cifras del Genio ya se le arremolinaban en el cerebro, y no llevaba despierto ni cinco segundos. Por si fuera poco, tener a PlannersBanc anunciando casi todos los días nuevas exigencias, nuevas amenazas… confiscar esto, embargar aquello, hipotecar lo otro… aquella misma tarde el Genio había entrado precipitadamente en su despacho para informarle de un horror ideado por Hacienda que se llamaba… ganancias ficticias… ganancias ficticias… El banco ejecuta la hipoteca, pierdes la camisa y además Hacienda te machaca con una tonelada de impuestos por tus «ganancias ficticias»… y ahora, ahí tumbado en el dormitorio oscuro, el corazón empieza a latirte de un modo gracioso, como si palpitara al ritmo de las palabras… ganancias ficticias… ganancias ficticias… y entonces, galumf, una palpitación, tuang, de vuelta al ritmo regular…
La fábrica de insomnio acababa de abrir sus puertas, dispuesta a alcanzar la producción máxima.
Miró el despertador situado junto a la cama. Los pequeños y febriles dígitos verdes marcaban las tres y veinte. Se volvió hacia Serena. Apenas había luz suficiente para distinguir su silueta. Estaba echada en su lado de la cama, de espaldas a él. Veía la cadera marcarse bajo las sábanas. Era asombroso que fuera capaz de ver tanto. Debía de ser gracias a la mínima luminosidad que procedía del reloj. De donde seguro que no podía proceder era de las ventanas. Miró hacia los tres ventanales que daban a las onduladas y suntuosas colinas de Buckhead, pero no logró localizarlas en la oscuridad.
No se filtraba ni un rayo de luz. Serena había hecho que Ronald Vine las cargara con suficientes telas, suficientes persianas, suficientes contracortinas, cortinas interiores, cortinas exteriores, comoquiera que se llamara todo aquello, para silenciar a un ejército. ¡Estás loco, Croker! ¡La había dejado invertir más de tres millones y medio de dólares en la decoración de esa casa! ¡Tres millones y medio a los que le gustaría echarles mano en ese momento! ¡Y de qué modo! Había pagado dos millones setecientos cincuenta mil dólares por el terreno, un precio muy elevado para Atlanta, incluso para la zona de Buckhead, durante la crecida final de la última burbuja inmobiliaria, que fue cuando lo compró. Ya había invertido una fortuna en una extravagancia en Buckhead, en Valley Road, con la que se había quedado Martha tras el divorcio. De modo que se había comprado otra, a poco más de quinientos metros, ahí, en Blackland Road.
Con irritación, Charlie se incorporó sobre un codo, deseando a medias que el hundimiento del colchón despertara a Serena… Ni por asomo… Los jóvenes lomos y chuletas de aquella corderita llena de juventud subían y bajaban profundamente dormidos. Respiraba con regularidad inmersa en el dichoso sueño de la juventud. Sintió una punzada de nostalgia de Martha o, mejor dicho, de Martha a decir verdad, no, sino de su vida con Martha. A Martha habría podido acercársele y tocarle el hombro para despertarla; ella lo habría aguantado, habría despertado y le habría preguntado por qué no podía dormir.
La primera mujer se casaba contigo para lo bueno y para lo malo. La segunda esposa, en especial si uno tenía sesenta años y ella era un bombón de veintiocho como Serena… ¡a qué hacerse ilusiones!… se casaba contigo para lo bueno.
Charlie vio de pronto la remilgada cara del padre de Martha, el doctor Bunting Starling, presidente por aquel entonces del Club Commonwealth de Richmond, Virginia, donde se había celebrado la recepción nupcial.
El padre de Charlie, Earl Croker, que en los últimos tiempos vivía en un agujero del condado de Baker, Georgia, se emborrachó tanto en aquella fiesta que se encaramó al quiosco de música, abrazó por la cintura a la hermosa cantante de la orquesta de Lester Lanin y se puso a bailar un procaz boogie, sin dejar de agitar el brillante bulto del muñón que ocupaba el lugar de su índice. Por el amor de Dios, aquello casi acaba con todo el prestigio social que había podido tener su hijo, que en realidad no era mucho, salvo el haber sido jugador del Tec de Georgia en una época, más de cuarenta años atrás, en que el Lee era una potencia en el fútbol nacional, algo que tenía más importancia en Atlanta, Georgia, que en Richmond, Virginia. Por lo demás, no había sido otra cosa que un muchachote procedente del sur de la línea de los mosquitos que vendía muchas propiedades inmobiliarias en Atlanta para Hedlock & Co. y que sabía conquistar a las chicas. No cabía duda de que supo conquistar a Martha. Era una graduada del Sweet Briar College que cursaba el primer año en la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory y que, sin apenas pensárselo, abandonó los planes de convertirse en médico (como su padre) para convertirse en la señora Croker. Durante un tiempo no hubo en el estado de Georgia pareja más feliz. Charlie debía reconocer una cosa: había hecho un buen matrimonio, pero no era un arribista. En realidad, lo había cautivado mucho más la personalidad alegre y coqueta de Martha, así como su hermoso y pálido cuerpo, que cualquier cosa que pudiera conseguir a través del contacto con los «Starling de Virginia». De todos modos, ese contacto sí que hizo algo por él cuando en los setenta se estableció como promotor inmobiliario, puesto que Martha proporcionó cierto lustre y estilo a la empresa. De pasada, le dio tres hijos: Martha, a quien llamaban Mattie; Catherine, a quien llamaban Caddie; y el benjamín, Wallace, que nació cuando Martha tenía treinta y siete años.
Wallace. Wally. En aquel preciso momento, mientras yacía apoyado sobre un codo en la cama junto a su nueva esposa, sintiendo punzadas en la oscuridad, Charlie era perfectamente consciente de que Wally estaba durmiendo en un dormitorio de la otra ala. Wally tenía ya dieciséis años. Charlie lo llamaba Wally. Nadie más lo hacía; para el resto del mundo era Wallace. Charlie no perdía la esperanza de que en el chico floreciera un espíritu robusto y brioso, de manera que la gente no pudiera resistirse a la tentación de llamarlo Wally. Todavía no había ocurrido. Wally pasaba en Atlanta una semana con motivo de una especie de «proyecto independiente» que habían ideado en el internado de Massachusetts al que iba, Trinian, y se quedaría con él tres días antes de volver a la casa de su madre. Con otra punzada cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía en qué clase de proyecto se suponía que estaba trabajando. Se sentía agradecido de que hubiera elegido pasar unos pocos días con él, pero en los dos días anteriores había estado con su hijo la grandiosa suma de treinta minutos, y ello a pesar de haberse prometido a sí mismo que esa vez harían algo «importante» juntos. La situación con PlannersBanc le robaba cualquier momento libre que tuviera… y además, siendo sincero consigo mismo, debía admitir que había algo en Wally que lo inquietaba. Siempre lo miraba de forma rara, con una especie de mirada perdida, de perplejidad. Charlie no lograba averiguar si se trataba de una mirada acusatoria, de añoranza o de desconcierto. No cabía duda de que Wally tenía motivos suficientes para estar desconcertado. Mattie y Caddie ya eran mayores y vivían por su cuenta cuando estalló, cuatro años atrás, el alboroto por lo de Serena, y Martha y él se separaron, pero Wally tenía sólo doce años. Qué debía de pensar Wally de Serena, que era más joven que su hermana Mattie. Qué debía de pensar de Kingsley, su hermanastra de once meses, que en aquel momento se encontraba en una habitación del segundo piso con la niñera del mes, Heidi… Una filipina de cincuenta o sesenta años llamada Heidi… Y, también, vaya nombre, Kingsley… Charlie había discutido con Serena al respecto, pero ella estaba decidida a añadir a la casa un punto de nobleza yuppie: la señorita Kingsley Croker…
Serena, Kingsley, Heidi y Wally, y en el tercer piso de la otra ala estaba la dinastía Woo: la cocinera, Nina Woo, su hermana, Jarmaine, el ama de llaves, y el hijo de Jarmaine, Lin Chi. ¡Por Dios! ¡Qué tribu! Todas aquellas personas que cuidar, mantener, pagar… todas esas personas que seguramente dormían como lirones… mientras él tenía que estar despierto en medio de la madrugada por culpa del insomnio y habérselas con ganancias ficticias y una sarta de otras estupideces horribles.
Un silencio sepulcral envolvía la casa. Cuanto se oía era el amortiguado flujo procedente de los conductos del aire acondicionado central. Fuera, hacía una de aquellas implacables noches de bochorno típicas de Georgia. Qué barullo armaban las cigarras en las noches de verano cuando él era pequeño… En aquellos tiempos, lo que uno hacía era escuchar los bichos y aguantarse… Serena era tan joven que probablemente ni siquiera fuese capaz de imaginar la vida humana sin aire acondicionado. Volvió a contemplar sus lomos. Ella soltó un breve suspiro desde el interior de una profunda capa de sueño y movió un brazo, pero nada más.
De pronto, Charlie fue consciente de una imperiosa necesidad de orinar. Retiró las sábanas con cuidado.
Lentamente, sacó las piernas de la cama. Con idéntico sigilo, se levantó y empezó a cruzar con cautela la alfombra, un tejido Wilton, o comoquiera que lo llamara Ronald, que le había salido a razón de doscientos veinticinco dólares el metro y —¡Bango!— se golpeó el dedo gordo del pie con la maldita silla inútil de vaya uno a saber qué siglo que Serena había colocado junto a la puerta del cuarto de baño; empezó a dolerle la rodilla. ¿Por qué demonios tenía que arrastrarse como un maldito ratón en la oscuridad de su propia casa para no perturbar el precioso descanso de una mujer de veintiocho años agotada de hacer compras y conducir su Jaguar XJ16?
No obstante, Ratón Rastrero siguió cojeando hasta el cuarto de baño y cerró la puerta sin el mínimo chasquido del pestillo en la ranura. Encendió la luz… y casi se vio aniquilado por la desaforada exhibición ideada por Ronald Vine de apliques, focos, espejos biselados y relucientes superficies de mármol. Era algo cegador. Se sintió cansadísimo. La noche ya casi estaba echada a perder. Contempló al hombre de sesenta años del espejo, aquel hombre grande, calvo y de ojos adormilados.
Abrió el grifo del agua fría de uno de los lavabos, ahuecó las manos y se mojó la cara. El agua le provocó aún más ganas de orinar; se dirigió al inodoro, que era un artefacto bajo y funcional de color beige, y orinó. ¿Sería una mala señal esa necesidad que tenía siempre de orinar en mitad de la noche? ¿Tendría que ver con la próstata o algún otro problema relacionado con la edad?
Leería un poco, sí, haría eso. Aunque sería mejor tomar una pastilla. No era el mayor lector del mundo y, por lo general, si intentaba leer algo antes de meterse en la cama le entraba sueño. Vio sus gafas, otra lacra de la edad, sobresalir del bolsillo superior del albornoz, que colgaba de la puerta; se puso el albornoz, se dirigió al otro extremo del cuarto de baño, entró en el vestidor y encendió la luz. El vestidor era una gran habitación llena de armarios, cómodas empotradas, espejos, estanterías con libros, una auténtica extravagancia de caoba, molduras y cristales biselados.
Se acercó a las estanterías y tomó un libro que, de todos modos, hacía tiempo que tenía intención de leer, El millonario de papel, escrito por un árabe nacionalizado inglés, Roger Shashoua. Se sentó en el sillón, se puso las gafas y encendió la lamparita de latón, que le había costado una suma verdaderamente inconcebible —Ronald la había encargado en ¡Nebraska!—. Abrió el libro. Sus ojos se dirigieron a la solapa:
En el curso de su sorprendente carrera, Roger Shashoua alcanzó el éxito y lo perdió todo, alcanzó el éxito y lo perdió todo… alcanzaba el éxito pero una vez tras otra, con implacable sincronización, se alejaba de él.
Charlie cerró el libro, le dio la vuelta y miró la fotografía de Roger Shashoua en la contracubierta… un individuo con pinta de engreído… Un árabe, pero con la típica media sonrisa británica… Una feroz cabellera, llena de canas, pero que aún conservaba todos los cabellos… de unos cuarenta y seis o cuarenta y siete años… A continuación volvió de nuevo a la solapa:
… alcanzó el éxito y lo perdió todo, alcanzó el éxito y lo perdió todo… alcanzaba el éxito pero…
Bajó el libro y miró los armarios de caoba, aunque sin verlos de verdad. Siempre se había considerado a sí mismo de ese modo. Era un jugador. No era codicioso, no le interesaba acumular cosas. Era un jugador, un aventurero, asumía riesgos pero le gustaba más el juego que las recompensas. Si lo perdía todo… bueno, ¿qué demonios importaba? Era un viejo muchacho del condado de Baker, Georgia, que había salido de la mugre, de modo que la idea de revolcarse otra vez en ella no le asustaba. Se sacudiría el polvo y volvería a alcanzar el éxito. ¿Acaso no lo había hecho tras la crisis inmobiliaria de los setenta?… Sí, pero para empezar en aquel entonces no tenía tanto que perder… y sólo había cumplido treinta años. La edad cronológica no significaba nada en realidad, pero… por Dios… ya tenía sesenta años… Ese pensamiento lo aplastó hasta los huesos. Intentó imaginarse saliendo de la mugre otra vez… completamente arruinado pero indomable… indomable…
La idea de tener que levantarse todos los días y mostrar al mundo un rostro completamente arruinado pero indomable hizo que se hundiera tanto en el sillón que se preguntó si lograría ponerse otra vez de pie… Se rindió… Empezó a sentir una inmensa pena de sí mismo… ¡Al cuerno con eso!
Se puso en pie de un salto, como si huyera de las letales caricias de la autocompasión. El gesto causó estragos en su rodilla, y el esfuerzo repentino hizo que se mareara. Se vio fugazmente en el espejo. Agachado, con camisa de dormir y albornoz, y las gafas tambaleándose en la punta de la nariz… Guardó de nuevo las gafas en el bolsillo, se colocó las manos en las rodillas, se inclinó y bajó la cabeza para que le bajara la sangre al cerebro; luego se enderezó y lanzó una mirada feroz al espejo.
Charlie Croker… ¡una bestia! Charlie Croker… ¡una fuerza de la naturaleza! Al cuerno los sesenta años y cuanto se suponía que eso significaba.
Ya estaba bien de quedarse ahí sentado poniéndose nervioso… Lo que hacía falta era acción… ¡A montar!
Se había acabado. Iría a la Finca. La Finca, como se había acostumbrado a llamarla, eran quince hectáreas junto a Crest Valley Road, cerca del Parque Nacional del río Chattahoochee. El paisaje era como el condado de Chattahoochee, pero formaba parte de Atlanta, parte de Buckhead, en realidad, si se definía de un modo amplio. En la Finca tenía tres caballos, uno de los cuales era Jugsy, el gran caballo de saltos que acababa de hacer traer de Termtina. Qué demonios, debería montar en Jugsy todos los días… Sin embargo, era demasiado temprano. Dodson, el encargado, y su mujer, Fanny, que vivían en la casita que estaba junto al establo… los perros empezarían a ladrar si oían que el establo se abría cuando ni siquiera había amanecido… Bueno, haría lo siguiente: se vestiría y bajaría a prepararse el desayuno, un gran desayuno campestre… huevos, maíz molido, bollos, jamón ahumado… una trucha… Siempre le había encantado cuando su padre le cocinaba una trucha para desayunar. Recordó aquel olor de parrilla, acre y casi dulce, de pie en ese vestidor lleno de frufrús, en la parte más cara de Buckhead… salvo que en aquel restaurante no tenían trucha… De todos modos, sería un placer prepararse él mismo el desayuno… Nina Woo no era mala cocinera, pero esa mañana no necesitaba la presencia de la dinastía Woo revoloteando alrededor de él con su falsa solicitud… No, se prepararía un gran desayuno él solo, se lo comería a gusto, bebería un buen café de Nueva Orleans con achicoria, se despejaría, recargaría las pilas y saldría a montar a caballo.
Se dirigió hacia uno de los armarios de caoba, el Armario Deportivo, lo llamó Ronald, y sacó el traje de montar, las botas altas negras, los pantalones color tabaco, el polo, una casaca de tweed y todo lo demás y se vistió. Las botas… las malditas botas, costaba tanto ponérselas… a medida… encajaban como un corsé en las pantorrillas… la rodilla le hacía tanto daño que gruñó al tirar de las asas del calzador de metal… Se incorporó… ¡Ahhhhhh, qué figura tan magnífica la suya!… Las botas eran un sueño de cremoso cuero negro con reflejos brillantes. Estaba dispuesto a perdonar muchas cosas a la dinastía Woo por el trabajo de mula que siempre les costaba lustrar esas botas. Los pantalones de montar estaban hechos de una sarga elástica que resaltaba la poderosa curva de los músculos de los muslos; y el polo mostraba las impresionantes lomas del pecho y el prodigioso contorno de la parte superior de los brazos. Más que satisfecho consigo mismo, atrapó la casaca con el pulgar y se la pasó por encima del hombro, echó hacia atrás la cabeza, adoptó una pose desenvuelta ante el espejo y salió al pasillo. Encendió de un golpe de mano las luces de la escalera y se encaminó hacia la cocina. Los huevos revueltos (bien hechos), el humeante maíz molido (con un poco de mantequilla), los bollos calientes (preparados con sus propias manos por la tía Bella en Termtina, congelados y traídos en el G-5), las finísimas lonchas de jamón ahumado (sacrificado, curado y madurado por el tío Bud en Termtina), el café de Nueva Orleans con achicoria: todos los nervios de su cuerpo ya estaban dispuestos para los aromas de ambrosía que estaban a punto de aparecer.
El rellano era toda una obra de artesanía, una sinfonía de abombadas curvas, con un balcón que se inclinaba de ese lado, una escalera que bajaba de aquel lado y un pasamanos de nogal que descendía por todas partes sobre balaustres de hierro colado delicadamente trabajados y muy ornamentados. Sin embargo, Charlie no se fijó en nada de eso. Sólo tenía una cosa en la cabeza: un auténtico desayuno campestre, con la actuación estelar de Charlie Croker, un muchacho del condado de Baker que sabía qué era de verdad lo bueno de la vida.
Se hallaba al final de la exuberante curva de la escalera, justo antes de llegar al suelo de mármol del vestíbulo, cuando… ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
¡Joder! Estalló un estruendo ensordecedor. ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! El sonido le martilleó la cabeza en oleadas implacables. ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
¡La alarma antirrobo! ¡La había olvidado por completo! ¡Había olvidado darle al interruptor de derivación! ¡Los detectores de movimiento! En la planta baja, que estaba llena de puertas cristaleras, Serena no había querido colocar sensores en todas las hojas de vidrio y había insistido en instalar detectores de movimiento… que se disparaban en cuanto algo se desplazaba. ¡Había hecho que se disparara la alarma al bajar las escaleras! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
Había timbres de alarma arriba y abajo de la escalera, y también en el exterior de la casa. No paraban de aporrear sus cabezas de metal. El ruido era suficiente para destrozarle a uno el cráneo.
¡Maldita seas, Serena!
Como cualquier hombre que acaba de meter la pata de forma elemental y estúpida, Charlie se exprimió el cerebro para encontrar al malhechor que le había empujado a hacerlo. ¡Era Serena quien había insistido en colocar aquel sistema antirrobo totalmente inútil! ¡Charlie Croker era del condado de Baker, donde uno defendía su maldita casa con su maldito uno mismo! ¡Nadie se conectaba a una maldita compañía dirigida por una panda de tarados que no se diferencian demasiado de los propios ladrones! ¡Para eso tenía las manos y una escopeta del 20 de cañones cortos en el armario del dormitorio! ¡Él no necesitaba que unos borrachos armados y a los que Radartronic Security les pagaba el salario mínimo se dedicaran a fisgonear por su casa en mitad de la noche!
¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
Seguro que toda la tribu —Serena, Heidi Filipina, la señorita Kingsley Croker, Wally, la dinastía Woo— se había despertado rebotando contra las paredes y bajaría a pedirle explicaciones. ¡Apagar los timbres! Eso era lo principal. El cajetín estaba en un armario del dormitorio. Subió a toda velocidad las escaleras con sus botas de montar. Clomp-clomp-clomp-clomp-clomp. La rodilla le dolía un horror… no tenía tiempo de preocuparse de eso. Al llegar al primer piso oyó algo así como el ruido de un tintineo. Era el teléfono marcando automáticamente a Radartronic Security, que estaba situada en algún lugar de los alrededores de los antiguos depósitos de la Southern Railways. Ellos, a su vez, telefonearían a la casa y, a menos que alguien contestara y les diera el número secreto, avisarían a la policía y enviarían a lo que llamaban sus agentes, que tenían copia de las llaves. ¡Serena! ¡Qué estupidez, dejar las llaves de tu casa a una pandilla de vagos incompetentes con dificultades para encontrar trabajo! ¡Cómo se te ocurre!
Y siguió corriendo. Un instante después, respirando ruidosamente, llegó a la puerta del dormitorio. Hizo girar el pomo. ¡Maldición! Estaba cerrada. ¿Qué idiota la había cerrado? ¿Qué otra persona podía ser? Serena.
Ya oía el sonar del teléfono. Trrrilllll… Trrrilllll… Trrrilllll…
Debía de ser la compañía de la alarma antirrobo. Por supuesto, no respondió nadie de toda la tribu. Corrió a la puerta del vestidor. Gracias a Dios, se abrió. Se lanzó en dirección al cuarto de baño, entró y abrió la puerta del dormitorio.
¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
Trrrilllll… Trrrilllll… Trrrilllll…
El dormitorio estaba completamente a oscuras, como lo había dejado. Tocó la pared en busca del interruptor de la luz. Estaba forrada de un material acolchado.
Era como tratar de encontrar un interruptor en un colchón. Al final dio con él y encendió la luz. El dormitorio apareció bajo el brillo de las pequeñas pantallas de seda rojizas, color melocotón y rosáceas que coronaban los apliques de la pared. La tallada chimenea victoriana con sus biseles y escudos, los inflados metros de cortinas de chintz[18] y de contracortinas de seda, el calado de los forros de los radiadores, la enorme cama con su rimbombante cabecera tapizada… todo ello surgió bajo el lujoso juego de fuertes luces y profundas sombras. Pero Serena no. Ni rastro de ella.
—¡Serena! ¿Dónde estás?
Desde detrás de la cama se alzó una alborotada melena de largos cabellos negros. Un par de extraordinarios ojos azul vincapervinca, que destellaron. Luego los hombros, desnudos, a excepción del par de tirantes rosa salmón que sostenían muy abajo el breve camisón rosa salmón que, menos los pezones, lo mostró todo cuando ella se incorporó. Qué pechos tan jóvenes, fabulosos y perfectos. Aquella visión había arrebatado a Charlie Croker, la bestia, muchas veces, pero en aquel momento lo dominaba por completo otra pasión: el impulso de culpar.
—¡Por Dios, Serena! ¡Contesta el teléfono! ¿Cuál es el maldito número secreto?
Entonces percibió la mirada de su joven cara. Los ojos estaban bien abiertos y los labios ligeramente separados, pero no era una expresión de miedo puro. Parecía ser un delicado equilibrio entre el miedo y el pánico, por un lado, y la incredulidad y la hostilidad, por otro.
Serena se llevó la mano al esternón, como si quisiera calmar los latidos de su corazón.
—¡Charlie! ¿Qué pasa?
—¡Tus malditos detectores de movimiento, Serena! ¡Estaba bajando la escalera para ir a la cocina… y mierda! ¿Puedes descolgar el teléfono, por el amor de Dios? Es la compañía de seguridad. ¿Cuál es el número secreto?
¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
Trrrilllll… Trrrilllll… Trrrilllll…
Entonces cayó en la cuenta de que, en realidad, el teléfono se encontraba en la mesa situada al otro lado de la cama. Señaló el armario donde estaba el cajetín con el interruptor.
—Yo contestaré el teléfono. ¡Mira si consigues desconectar ese maldito cacharro!
Ella le lanzó una mirada. El equilibrio se decantaba con rapidez hacia la incredulidad y la hostilidad. De todas formas, no dijo nada. Mientras ella se dirigía al armario, él se fijó en las redondeces de sus nalgas, en los lugares donde se mostraban bajo el pequeño camisón rosa salmón.
¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
Trrrilllll… Trrrilllll… Trrrilllll…
De un salto, Charlie llegó a la mesita de noche y levantó el auricular del teléfono. Agresivamente:
—¿Diga?
—Servicio de vigilancia. Hemos recibido una señal de alarma.
Era una voz masculina medida, cuidadosamente modulada, casi cantarina. A Charlie le pareció una parodia de alguien que intentara inspirar tranquilidad en medio de una emergencia. Aquello lo enfureció.
—Es una falsa alarma —dijo Charlie, haciendo que pareciera una acusación—. Todo está bien.
—¿Su nombre… por favor? —pidió la voz masculina.
El modo en que la voz se hizo dos o tres notas más aguda al decir «por favor» irritó muchísimo a Charlie. Además, no estaba acostumbrado a dar su nombre a la gente. Cuando alguien hablaba con Charlie Croker se suponía que ya sabía quién era. Sin embargo, se contuvo.
—Charles Croker.
Pronunció su nombre sin alterar la voz, pero ésta quedó ahogada por el implacable ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
—¿Podría repetirlo… por favor? —dijo la voz de Radartronic Security.
—¡He dicho Charles Croker! ¿No me oye, por el amor de Dios?
La voz estudiadamente imperturbable se limitó a preguntar:
—¿Su número de identificación… por favor?
—¿Cómo?
—¿Su número de identidad… por favor?
—Es, eh, 2-2-8… eh… Oh, por el amor de Dios.
Miró en dirección al armario, hacia Serena. El armario estaba lleno de ropa, y el cajetín se hallaba en una pared lateral, por lo que Serena tuvo que inclinarse para llegar hasta él. Charlie le vio las firmes y jóvenes piernas, desnudas hasta su perfecto culito. En muchas ocasiones también esa visión lo había hecho enloquecer. Sin embargo, lo que vio en aquel momento fue a una bobalicona medio desnuda. ¡Brannnnng! ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!
—¡Serena!, ¿cuál es el número? ¡Y por el amor de Dios!, ¿no puedes desconectar esos malditos timbres? ¡Es un interruptor pequeño!
En realidad, como había advertido Charlie la última vez que había hecho saltar por error la alarma, cuando uno abría el cajetín se encontraba con una desconcertante proliferación de fusibles, cables de colores, botones, interruptores, un verdadero gulash electrónico. Sin embargo, no estaba de humor para ser razonable.
—¡Serena!
Los timbres seguían aporreando, pero Serena asomó la cabeza por la puerta del armario. Al principio no dijo nada. Lo miró de arriba abajo, desde su calva y su cara de furia hasta la punta de las botas y de nuevo hacia arriba antes de decir:
—Está pegado en la base del teléfono.
Charlie agarró el teléfono por la horquilla, le dio la vuelta y luego dijo al auricular:
—Muy bien… ¿me escucha?
La voz:
—Sí, lo escuchamos.
Las dos últimas sílabas, pacientemente pronunciadas, sonaron dos exasperantes notas más agudas.
—Muy bien… es el 2-2-8-6-8.
—Gracias. ¿Ha establecido la procedencia de la señal?
¿Establecido la procedencia? La forma de decirlo le pareció ridículamente pretenciosa, pero cuanto respondió fue:
—Sí. Ha sido una falsa alarma.
—¿Desea la asistencia de nuestros agentes?
—¿Agentes? Prefiero ahorrármelos… noooooo, no necesito a ninguno de sus agentes.
La voz se despidió de él con la misma tranquilidad troquelada del principio. ¡Brannnnng! ¡Brannnnng!… y de pronto el espantoso sonido aporreante se detuvo. Serena había encontrado por fin el interruptor. Charlie se volvió hacia el armario con un resonante eco llenándole el cráneo. Serena surgió del armario; casi se salía de su pequeño camisón. Respiraba con violencia y lo fulminaba con la mirada.
—Voy a llamar a Heidi, arriba —dijo.
Estaba tan agitada, que le temblaba la voz. Se sentó en el borde de la cama, levantó el auricular y presionó una tecla del intercomunicador. Justo entonces… unos golpes en la puerta del dormitorio.
—¡Papá! ¡Papá! ¿Estás ahí?
Charlie se acercó a la puerta, descorrió el pestillo y la entreabrió un par de palmos.
Era Wally, con cara de desconcierto, muerto de sueño, lánguido, delgado, desgarbado. Se había puesto un albornoz a cuadros sobre la camiseta y los calzoncillos bóxer con que dormía. Wally ya medía uno ochenta, y tenía el mismo cabello rubio rizado que su padre, o el mismo tipo de cabello que había tenido Charlie de joven, y el inicio de sus atractivos rasgos. Sin embargo, no era Charlie Croker ni estaba cerca de serlo. Siempre que lo veía eso era lo primero que a Charlie se le pasaba por la cabeza.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Wally.
—Nada de lo que preocuparse —respondió Charlie—. Es sólo que la alarma de Serena… que a la alarma antirrobo le ha dado otro de sus pequeños ataques.
—¿Que a la alarma antirrobo le ha dado otro de sus pequeños ataques?
Era Serena. Charlie se volvió y la miró. Seguía sentada en el borde de la cama. Tenía la cabeza ladeada y en los labios una sonrisa recelosa que parecía preguntar: «¿De verdad crees que alguien se va a creer lo que acabas de decir?».
Wally asomó la cabeza por la puerta. Sentada en el borde de la gran cama de su padre, vio a la nueva esposa, con las largas y desnudas piernas cruzadas. Una alborotada melena le caía sobre los hombros desnudos. Se había cruzado los brazos sobre el pecho, recatadamente, pero no había modo de que aquella muchacha y su joven cuerpo pudieran mostrar recato alguno con tan diminuto camisón. A Wally los ojos se le salieron de las órbitas, como ganchos para colgar sombreros en una iglesia rural del condado de Baker. Charlie se sintió avergonzado, y por razones que iban mucho más allá del recato. Su hijo de dieciséis años había echado una mirada, una mirada prohibida, a la mismísima guarida de la lujuria, al dormitorio del amo, y, en el borde de la mismísima cama de éste, a aquello por lo que su padre había abandonado a su madre. Charlie miró a Wally. Charlie miró a Serena. Quiso decir: «¡Wally! ¡No mires! ¡Sal de aquí!». Quiso decir: «¡Serena! ¡Por el amor de Dios! ¡Desaparece! ¡Tápate!». Sin embargo, no fue capaz de pronunciar una sola palabra.
Como si le leyera el pensamiento, Serena se levantó, se excusó, se dirigió al armario, tomó un albornoz de seda rosa salmón a juego de un gancho de una puerta, se envolvió con él y ató el cordón. No fueron más de quince segundos, pero en aquellos quince segundos, Wally, de dieciséis años de edad, se embebió de una provisión inagotable de hendiduras lascivas, ondulantes chuletitas, de esto, aquello y lo de más allá.
Y Croker nunca había tenido con Wally la conversación más importante que un padre podía tener con su hijo, no la que trataba de los pájaros y las abejas, sino la que trataba de cómo son de verdad las cosas en la vida real, en la realidad, entre los hombres y las mujeres.
Al final, Wally apartó los ojos y preguntó a su padre:
—¿Viene la policía?
—No —dijo Charlie—, no viene la policía y tampoco esos espantapájaros de la compañía de seguridad. Prefiero tener un ladrón en la casa que uno de esos vagabundos con pistolas que envían.
Wally se puso a mirarlo con su mirada perdida, desconcertada. Lo miró de arriba abajo, desde lo alto de la cabeza hasta sus fantásticas botas, como hacía unos instantes había hecho Serena.
—¿De qué vas vestido, papá?
Puesto que era más que evidente de qué iba vestido, Charlie encontró la pregunta impertinente. Al mismo tiempo, no quería mostrarse hostil con Wally, a quien veía tan poco, por lo que esbozó una sonrisa y dijo:
—Bueno… ¿a ti qué te parece?
—¿Vas a montar? ¿Ahora?
—En efecto, si es que consigo salir de aquí. Me voy a la Finca. He traído a Jugsy de Termtina. ¿Te acuerdas de Jugsy, el caballo de saltos zaino?
Wally asintió con una mirada perdida, desconcertada, como si le siguiera la corriente a un loco.
Charlie detectó parte de eso y añadió:
—Es una hora estupenda para salir a cabalgar. Empieza a amanecer… en Atlanta ya nadie ve nunca el amanecer. Deberías acompañarme, Wally. Puedes montar a Bird. Una vez montaste en él, ¿te acuerdas?
Durante medio segundo pensó que quizá funcionaría. Tal vez fuera la experiencia importante que se había estado prometiendo… Padre e hijo cabalgando el uno al lado del otro al amanecer por las onduladas colinas de la Finca, mientras el Sol salía tras las distantes torres de la ciudad… Sería algo que Wally nunca olvidaría. Al final, quizá consiguiera sacar algo positivo de aquel desastre de la alarma; pero entonces vio la expresión de la cara de Wally.
El chico sonreía animosamente y asentía con la cabeza, pero los ojos, desconcertados y grandes como un par de palomas de arcilla, decían: «Ni en un millón de años». Era lo que en la jerga vulgar del sector inmobiliario se llamaba un «jódete cabrón».
Serena se acercó a ellos. Envuelta en su crepé de satén más fino, estaba guapísima. El cabello negro denso, abundante y con cuerpo. La tez clara. El cuello largo, descubierto y precioso.
—Charlie —dijo, con una tranquilidad excesiva—, ¿he oído que hablas de ir a montar? ¿Tienes… idea… de la hora que es? —Extendió una palma levantada en dirección al reloj de la mesita de noche. Era el condescendiente gesto de «Por favor, ahora sólo nos falta esto».
Sin poder reprimirse, Charlie lo miró. ¡Maldición!… las tres y cincuenta y cinco. Desesperadamente, deseó tener el poder psicoquinético de adelantarlo seis minutos, para que al menos fueran más de las cuatro.
—¿Qué hora pone? —preguntó Serena con el brazo aún extendido. Era el tono que se empleaba con un niño.
Entonces fue Charlie quien se sintió desconcertado. ¡Qué insolencia! ¡Una chica de veintiocho años, ahí de pie, casi desnuda, intentando convertirlo en un viejo estúpido delante de su propio hijo! Rebuscó frenéticamente en su cabeza la estrategia adecuada. No podía dejar que se saliera con la suya, no podía decirle que cerrara la maldita boca… no delante de Wally. Tampoco podía tomársela a broma sin más… parecería una debilidad, porque era evidente que quería colocarlo en su lugar. No… le… le hablaría del desayuno campestre… el desayuno campestre… que iba a prepararse, un verdadero desayuno campestre con todos los ingredientes, que iba a tomárselo con calma y a disfrutarlo, que eso lo ocuparía más de una hora y que luego ya serían más de las cinco, un momento estupendo para dirigirse a…
… al cuerno, con esa explicación parecería un viejo aturullado… alguien dispuesto a bajar a la cocina para prepararse él mismo un verdadero desayuno campestre a las tres y cincuenta y cinco de la mañana cuando vive con tres sirvientes en una casa situada en una de las calles más caras de Buckhead… y además, cualquier auténtico conductor de hombres sabía que, ante el desafío de un subordinado, no te parabas a dar explicaciones. Aplastabas al subordinado y dabas las explicaciones más tarde, en el caso de que hubiera que darlas. Ahora bien, y si el subordinado era tu nueva esposa, apenas vestida, y si delante tenías al hijo de dieciséis años habido con tu antigua esposa… ¿entonces qué?
Hurgó y hurgó en su cerebro y se dio cuenta de que tenía los labios entreabiertos pero que las palabras no salían…
Fuertes susurros y risas nerviosas en el pasillo. Sabía lo que era: la dinastía Woo. Agradecido por la interrupción, levantó el índice, dijo: «Un momento», y se escabulló hasta el pasillo, casi cerrando la puerta tras él.
Efectivamente, eran Jarmaine y Nina, un par de figuras rechonchas y cuarentonas en bata. Nunca antes las había visto en semejante estado. Su espeso cabello negro apuntaba en todas las direcciones, parecían un par de nidos de paloma. Tenían las piernas desnudas y no constituían un espectáculo demasiado impresionante, puesto que eran cortas y un poco arqueadas. Unos pasos más allá, colgado del pasamanos de la barandilla, jugando, estaba Lin Chi, de ocho años. Llevaba una camiseta y unos pequeños calzoncillos. Jarmaine y Nina sonreían con todas sus fuerzas.
—¡Señor Croker! —dijo Nina a través de su gran sonrisa—. ¡La larma saltado!
Ambas mujeres miraron a Charlie y rieron nerviosamente. Sin embargo, Charlie no encontró aquello fuera de lo normal. En su presencia nunca reían por diversión. Siempre era por vergüenza; en ese caso probablemente por el hecho de haber tenido la temeridad de aventurarse tan cerca del dormitorio del amo en mitad de la noche.
Croker explicó lo que había sucedido, proporcionando una versión de los hechos a partir de la cual era fácil concluir que el sistema había funcionado mal.
—Ohhhhhhhhhhh —dijo Nina, adoptando una expresión seria. El «Ohhhhhhhhhhh» salió como un grito de revelación.
Mientras tanto, Lin Chi, el niño de ocho años, agarrado a un balaustre con las dos manos, se inclinaba de lado, como un marinero colgado de la borda, al viento, mirando a Charlie fijamente.
A Charlie había llegado a gustarle Lin Chi. Era un niño de verdad. En unos años sería de armas tomar. Se parecía mucho más que Wally a lo que él deseaba ver en un hijo.
Le sonrió.
—¿Qué, Lin Chi, esta alarma hace mucho ruido, verdad?
—Ni que lo digas —repuso Lin Chi, sin dejar de balancearse.
No tenía acento en absoluto. Muy avergonzadas, Jarmaine y Nina se ruborizaron, rieron nerviosamente, fulminaron a Lin Chi con la mirada, sonrieron a Charlie y volvieron a reír.
Charlie rió con ganas para mostrarles que no había encontrado a Lin Chi impertinente y luego añadió:
—Bueno, ya no vas a tener que preocuparte por eso, Lin Chi. Vamos a quitarla. No sirve pa nada, sólo pa dispararse sola.
De modo inconsciente, los «pas» eran un gran halago de Charlie Croker. Significaban: «Eres un muchacho de verdad. Eres de los míos». ¿Qué demonios les ocurría a esos chicos bien criados que iban a las escuelas privadas? Esas malditas escuelas estaban produciendo una nueva especie de vástago de la élite: un chico completamente cansado de la vida a la edad de dieciséis años, cínico, flemático y apático con los adultos, aunque respetuoso y educado hasta la exasperación; un chico torpe en los deportes, contrario a la caza, la pesca y a montar a caballo o a tratar con cualquier clase de animales; un chico avergonzado de sus ventajas, desesperado por ocultarlas, ansioso por vestir con gorras de béisbol al revés, pantalones barriobajeros y otros harapos del gueto, aterrorizado por la posibilidad de ser envidiado; un chico que se enfrenta al mundo sin signos visibles de alegría de vivir y sin… huevos…
Otra figura bajó por las escaleras y pasó junto a la dinastía Woo; era una mujer pequeña y delgada con un uniforme blanco que evidentemente se había puesto a toda prisa. Había intentado recogerse el cabello negro y apartárselo de la cara, pero lo llevaba casi tan revuelto como Jarmaine y Nina. Iba descalza. Llevaba en brazos un paquetito. Era Heidi, la niñera filipina, que bajaba a la señorita Kingsley Croker.
En realidad, los pies descalzos no eran resultado de la precipitación. Heidi era la niñera que mejor resultado había dado en once meses de contratar y despedir niñeras, pero nunca se ponía zapatos. Charlie siempre se fijaba en ese detalle. Le recordaba un libro que había visto una vez en la biblioteca del Tec. Era un libro ilustrado sobre las faldas y demás vestiduras de los clanes escoceses. Estaba lleno de minuciosas imágenes en color de terratenientes escoceses vestidos con sus mejores galas… todos ellos con las piernas desnudas, grandes pantorrillas nudosas y los pies descalzos. Como si en su naturaleza hubiera algo natural, auténtico y primigenio que no pudiera eliminarse por elegantes que fueran las ropas. A Charlie eso le encantaba, porque siempre había dado por supuesto que él era así. Sin embargo, se veía incapaz de decidir si se trataba de un atributo deseable en una niñera.
Al dar la última curva del tramo de escaleras, Heidi lo miró y dijo alegremente:
—Hola, señor. ¿Todo bien?
—Sí —respondió Charlie—, todos están bien. Es sólo una falsa alarma. ¿Se ha asustado la niña? —Hizo un gesto en dirección a Kingsley, una pálida criaturita acurrucada en los brazos de la niñera, ajena al mundo. La niña. Le desagradaba tanto el nombre de Kingsley que evitaba utilizarlo.
—Oh, no, señor. No se despierta.
Los ojos de la niñita estaban bien apretados. La niñera le arropó la cabeza y la escondió en su pecho. Jarmaine y Heidi mimaron educadamente a la presunta heredera, se volvieron hacia Charlie y soltaron unas cuantas risitas nerviosas más. Sus miradas le apuntaban a la cara, pero entonces descendieron hacia el polo, los ajustados pantalones de montar de sarga y las botas con sus brillantes reflejos, y luego hacia arriba otra vez, por los pantalones y el polo hasta la cara. Lin Chi hizo lo mismo, salvo que sus ojos quedaron fijos en las fabulosas botas. Los de Heidi también… lo examinó de arriba abajo, pero fueron las botas lo que realmente captó su atención. Todos ellos, salvo el bebé, habían sido arrojados de su fase REM por una alarma antirrobos y despedidos al pasillo para acabar encontrando al Captan Charlie vestido con sus botas altas negras como si estuviera a punto de saltar sobre un caballo a las tres y cincuenta y cinco de la mañana. ¡Puedo explicarlo!… pero luchó contra ese impulso. Los jefes de verdad no dan explicaciones.
Entonces reparó en unas voces detrás de ellos, en el interior del dormitorio, voces bajas, voces confidenciales; y no sólo voces, sino también risitas. Wally. Serena.
No podía creerlo. Parecían los compinches más alegres que uno hubiera visto. Apenas se conocían, y su relación, siendo la que era, siempre había parecido incómoda y tensa. ¿De qué se reirían? ¿Qué chistecito estarían compartiendo?… Él… Charlie… Seguro que se reían a su costa.
Justo entonces se abrió la puerta del dormitorio y apareció Wally. Tenía la cabeza y los ojos gachos, el resultado de la mala postura y la apatía, sin lugar a dudas; sin embargo, una sonrisa le recorría los labios, el rescoldo de la conversación con la esposa de su padre ataviada con un conjunto casi inexistente. A continuación levantó los ojos y vio a su padre ahí, de pie; la sonrisa desapareció, y de nuevo apareció su expresión de desconcierto.
Charlie estaba furioso, pero ¿qué podía decir? De modo que barrió con la mirada toda aquella tribu, Wally incluido, y dijo:
—Muy bien, ¿por qué no os vais ya todos a la cama? Dormid un rato más.
Lo dijo con brusquedad, como una reprimenda. Una reprimenda inexplicable; pero no importaba. Todo jefe de verdad sabía que los ocasionales estallidos de furia inexplicada eran buenos para la disciplina. Hacía que las tropas examinaran su propia conducta en busca de fallos.
Todos iniciaron el regreso a sus habitaciones. Wally, con la cabeza gacha, los hombros encorvados, arrastró sus dieciséis años con más hastío que nadie.
Charlie entró en el dormitorio… para enderezar algunas cosas. Cerró la puerta a sus espaldas. Serena estaba otra vez sentada en el borde la cama, dándole la cara.
Bajó la cabeza, hundió los dedos de las manos hasta la raíz del cabello, se tiró sobre los hombros la enmarañada melena negra, alzó la cabeza y lo miró fijamente a los ojos. Una sonrisa se insinuó en su rostro. Vaya, sí que estaba de buen humor de pronto… después de burlarse con Wally de su padre sesentón.
La fulminó con la mirada durante un par de latidos de su corazón y luego hizo un gesto hacia el rellano.
—Te has perdido la reunión municipal.
No lo dijo como una pequeña ocurrencia, sino como sarcasmo grabado en una tabla recibida de las alturas por el patriarca, como censura.
—¿Sí?
La única consecuencia fue que el esbozo de sonrisa de Serena se hizo más atrevido.
—Sí. Han venido todos. Tu alarma antirrobo ha traído a toda la banda. Toda la dinastía Woo, incluyendo a Lin Chi. Se ha estado balanceando en los balaustres. Y Heidi Filipina. Descalza.
Todo cuanto hizo Serena fue cambiar la insinuación de sonrisa por una insinuación de sonrisa burlona. De modo que Charlie añadió:
—Heidi ha bajado con tu hija, por si te interesa saberlo. Estaba bien. Ni se ha despertado… para que lo sepas.
—Lo sé. He hablado con Heidi por el intercomunicador.
Sus palabras ni siquiera sonaron a la defensiva, lo cual lo irritó aún más.
—Serena… ¿te das cuenta de que es la tercera falsa alarma en el último mes o cosa así?
—En los últimos seis meses o cosa así.
—Bueno, sea lo que sea, es ridículo. ¿Cuál es la ventaja? La policía… reciben tantas falsas alarmas que ni se molestan en contestar. ¿Y Radar Security? Espero que no creas de verdad que Radartronic Security va a proteger realmente a nadie. ¿Quién te crees que trabaja para esas compañías? ¿A quién te crees que consigues por el salario mínimo o poco más que les pagan? ¡Consigues vagabundos, borrachos… y además les dejan llevar armas… y tienen las llaves de casa! ¡Es absurdo! ¡Ya nos estamos despidiendo del sistema de alarma!
—Bueno, bueno, bueno. No me había dado cuenta de que estuvieras tan bien informado en cuestión de alarmas antirrobo y compañías de seguridad.
¡Qué insolencia!
—Estoy lo bastante informado —infamado—, y aunque no lo esté, soy del condado de Baker, Georgia; puedo cerme cargo de mi propia casa. Si con esto no basta —levantó las manos—, tengo na escopeta del 20 nel armario. Si tengo que pegarle un tiro a un tío, puedo cerlo. Ya lo he hecho antes.
—Hablas de Vietnam, ¿no?
En efecto, hablaba de Vietnam… pero ¿decía ella de verdad lo que él creía que estaba diciendo?, que era: «Sí, ya has fanfarroneado del mismísimo demonio que fuiste en la guerra de Vietnam hace treinta y tantos años».
—¡Testoy hablando de lo que va pasar nesta casa partir de ahora, deso testoy hablando! ¡Sacabado la alarma antirrobo! ¿Ta claro?
Serena apoyó las palmas de las manos sobre la cama, puso los brazos rectos, se echó hacia atrás, descruzó las piernas y las separó en una pose despreocupada. Los pechos se le marcaron bajo los pliegues de la bata de crepé de satén rosa salmón. Vio la parte interior de los muslos asomar por la abertura de la bata. Su semisonrisita de semidesdén se intensificó. Lo miraba fijamente a los ojos.
—¿Y quién se supone que tendrá que pegarle el tiro al tipo cuando tú no estés?
—¿De questás hablando? ¿A qué tipo?
—Has dicho que si tenías que pegarle un tiro a un tipo. Suponte que estás en la ciudad o que estás montando a caballo a las tres de la madrugada. ¿Quién se supone que tiene que pegarle un tiro? ¿Yo? ¿Heidi? ¿Nina? ¿Jarmaine? Por lo que sé, ellas no son del condado de Baker, Georgia, y dudo mucho que hayan estado en la guerra, aunque siempre podemos preguntárselo.
—Mira, escúchame de una vez, maldita sea…
—Haz el favor de hablarme bien. —Con un único y furioso movimiento de los brazos, Serena se levantó de la cama y se dirigió hacia el cuarto de baño. Su expresión había desaparecido. Ya ni siquiera lo estaba mirando. Le daba la espalda y salía de la habitación.
Él intentó atraparla por el brazo. Con un violento tirón se soltó y lo encaró, echando chispas por los ojos.
—No, escúchame tú, Charlie. Ni siquiera te has dado cuenta de lo que acaba de ocurrir en esta casa, ¿verdad? No entiendes nada.
—Sé ca ocurrido na cosa y sé questá punto de ocurrir otra.
—Venga, ahórrame el rollo troglodita, por favor. ¿Por qué no te haces un favor y entras en el cuarto de baño? —Extendió un brazo y señaló la puerta de éste con un dedo, como un padre ordenando a un niño que se mueva—. Mírate en el espejo, en el grande. Mírate bien. Y, sobre todo, no te pierdas las botas.
Y en aquel momento lo que sobre todo sorprendió a Charlie, más que la declarada insolencia, fue su cara. No aparecía crispada, no mostraba un ceño furioso, no le temblaba la barbilla, no estaba a punto de echarse a llorar, estremecerse o derrumbarse de algún modo. Oh, no. Ella no. Era la imagen misma de la superioridad glacial, una niñata de veintiocho años soltándole una conferencia al propio Charlie Croker. No sabía qué decir.
—Estás tan ocupado siendo el hombre importante —le estaba diciendo—, que ni siquiera te interesa lo más mínimo pensar en las posibles repercusiones para las demás personas que vivimos en esta casa.
—Por ejemplo, tú, ¿no?
—Por ejemplo, yo, para empezar. ¿Que me despierto de pronto? ¿Que suena la alarma? ¿Que me vuelvo hacia mi marido, que supuestamente está durmiendo en la cama, a mi lado, y no lo encuentro? ¿Que miro el reloj y veo que son las tres y no sé cuántos? ¿Que te llamo? ¿Que no contestas? ¿Que miro en el cuarto de baño? ¿Que tampoco estás ahí? Lo único que puedo imaginar es que alguien ha entrado en la casa y que estás en el suelo en medio de un charco de sangre. Justo entonces oigo un ruido tremendo. Un estruendo como el que nunca se ha oído. Es como si alguien arremetiera escaleras arriba con botas militares, algún maníaco o algo parecido. Me levanto y cierro la puerta del dormitorio… justo a tiempo, porque a continuación resulta que alguien hace girar el pomo de la puerta a un lado y a otro, intenta entrar, oigo su peso contra la puerta, como si quisiera derribarla, lo oigo bramar y gruñir… ni siquiera parece un ser humano. Parece como un… un… un… un oso… o un monstruo. Se oye algo así como: Ungggghhhhh… Ungggghhhhh… Ungggghhhhh… Así que me escondo detrás de la cama. Pienso que cuando derribe la puerta, a lo mejor no me ve. Entonces oigo que entra por el cuarto de baño. Busca a tientas la luz en la pared. Me digo: «Ya está. Viene a por mí». Y entonces oigo una voz furiosa y agresiva diciendo: «Serena…».
—Sólo intentaba llegar al cajetín para…
—Déjame acabar…
—… desconectar el chisme antes de que…
—Déjame acabar…
—… despertara a toda la casa y…
—¡Déjame acabar! Bien. Muchas gracias. Entonces se enciende la luz, y lo encuentro ahí de pie. Va con unas botas de montar que le llegan hasta la rodilla. Va con unos pantalones de montar. Va con un polo. Son las tres de la mañana; y se dispone a salir a montar.
—Las cuatro menos cinco —dijo Charlie, dándose cuenta en el acto de lo débil de su réplica.
—¡Ohhhhh! ¡Las cuatro menos cinco! ¡Usted perdone! De acuerdo, las cuatro menos cinco. Has hecho que se dispare la alarma, a pesar de que sabes perfectamente que tienes que desconectarla antes de bajar la escalera, ¿y cuál es tu primera reacción? Echarle la culpa a alguien. Echarme la culpa a mí.
—En ningún momento te he echado la culpa a ti.
—¿No? ¿No? Me gustaría que hubieras visto la expresión de tu cara. «Maldita sea» con esto, «joder» con lo otro, «mierda con lo que has hecho Serena», «métete en el armario» y el «qué demonios te pasa Serena» cuando no encontraba enseguida el pequeño interruptor. ¿Eso no era echarme la culpa? ¿Qué era, según tú?
—La alarma no paraba de sonar, el teléfono no paraba de sonar, todo estaba descontrolado… sólo intentaba controlar las cosas.
—Sólo intentabas echarle la culpa a alguien, eso era lo único que intentabas hacer, Charlie. Todavía no he oído un «vaya, lo siento» o algo parecido. Sé lo que le has dicho a tu hijo. No soporto imaginar lo que les habrás dicho a Nina, Jarmaine y Heidi.
Charlie volvió a enrarecerse.
—Muy bie… ¿has acabado ya?
—No —dijo su esposa—, no he acabado. Creo de verdad que deberías ir al cuarto de baño ahora mismo y echarte una mirada. Estamos en mitad de la noche, Charlie, y estás despierto y vestido con ese… ese… —Mientras buscaba la palabra hizo hacia él un ademán despectivo con la mano—, ese vestidito tuyo. El establo no está abierto en mitad de la noche. A lo mejor Jugsy no es más que un caballo estúpido, pero no es tan estúpido como para estar dispuesto a salir en mitad de la noche. —Sacó ligeramente la barbilla, ladeó la cabeza y le lanzó una mirada de simulada solicitud—. ¿Qué estás haciendo? Cualquiera que no te conociera pensaría que estás gagá.
Tras eso se volvió, se dirigió directamente al cuarto de baño, cerró la puerta y corrió el pestillo. Gagá. ¡Qué insolencia! Charlie estaba furioso y, sin embargo, advirtió en ese mismo momento que no se trataba de la furia viril, buena, intensa, pura y total que tan útil le había resultado a lo largo de los años. Estaba dispuesto a hacerle sentir seis clases diferentes de pesar cuando saliera de ese cuarto de baño… pero en realidad se sentía horriblemente cansado… Sintió que tenía la cabeza muy pesada… Atravesó la habitación y se sentó en el borde de la cama. Cerró los ojos y se frotó las sienes con la punta de los dedos. Quizá un buen desayuno campestre lo reanimaría… Sacaría las sartenes, descongelaría los bollos y el maíz molido —¿estaba el maíz congelado?— En realidad, ¿dónde estaban las sartenes?… y la mantequilla y el café… Cayó en la cuenta de que no tenía ni la más remota idea de dónde estaba guardado ninguno de los ingredientes… Bueno, lo averiguaría…
Pivotó sobre la cadera y colocó una pierna sobre la cama, con bota incluida. La bota no era lo mejor para el cubrecama blanco, que tenía un pequeño estampado apanalado y procedía… ¿cómo demonios se llamaba el sitio? Todo cuanto sabía era que se trataba de un lugar donde vendían sábanas a quinientos dólares la pieza…
Bueno… para empezar, quien había pagado todo aquello era él, así que podía poner las malditas botas en cualquier maldito lugar que le diera la gana. De modo que puso la otra pierna con la otra bota y dejó que la parte superior del cuerpo se hundiera en la cama y que su cabeza se hundiera en la almohada. Cerró los ojos. Echaría una cabezadita y luego bajaría, se prepararía un desayuno y se iría a la Finca y al cuerno con lo que Serena o cualquier otra persona opinara acerca de la mitad de la noche. Oyó el agua correr en el cuarto de baño. Deseó que durara un rato. Era un sonido relajante, y mientras lo oyera no tendría que enfrentarse a su inconcebible insolencia…
Dios… ¿Quién era esa mujer? ¿Cómo demonios había llegado hasta ahí? Las preguntas lo sorprendieron.
Luego se percató de que llevaban formándose en su cabeza desde al menos los últimos treinta meses, y sólo llevaba casado con ella treinta y seis meses. Sin embargo, nunca antes habían surgido con tantas palabras. ¿Quién era? ¿Qué hacía ahí? Y lo terrible de esas preguntas, una vez formuladas, era que conocía las respuestas. Sexo y vanidad; tan simple como eso; y quizá más vanidad que sexo. Martha se había hecho mayor, así de sencillo… Y, mientras yacía estirado en la cama, en su cabeza flotó una visión de los hombros y el cuello de Martha, sólo los hombros y el cuello. Eso fue lo que había observado, una vez que ella llegó a la cuarentena; supuso que se trataba de eso. Martha siempre había sido una chica grande, una chica grande, alegre y preciosa, pero a medida que se fue haciendo mayor, se hizo más gruesa. Su cuerpo se hizo más grueso, y su piel se hizo más gruesa, y los hombros y la parte superior de la espalda empezaron a encorvarse un poco y hacerse más gruesos. Una noche, en una gran reunión del Tec en el Hyatt Regency, ella llevaba un vestido con los hombros descubiertos, y sucedió que él se le acercó por detrás desde cierto ángulo y, por el amor de Dios, tenía unos hombros que parecían los de un placador central de los Cowboys de Dallas, sí señor. No logró apartar esa imagen de su mente. Un placador central… ¿y cuán a menudo podía uno sentirse atraído por una mujer de más de cuarenta años con tanta carne en el cuello, los hombros y la espalda? Se odió por pensar eso, pero el animal macho estaba constituido así, ¿no?
Suspiró sin querer, tumbado como estaba con los ojos cerrados. Lo recorrió una pequeña oleada de culpa.
Los carnosos hombros de Martha persistieron por un instante tras sus párpados, y luego logró ver a Serena tal como la había visto la primera vez que puso los ojos sobre ella. Estaba de pie en la sala de reuniones de PlannersBanc dirigiendo una especie de «seminario de inversión en arte» orquestado por el banco. John Sycamore y Ray Peepgass lo habían convencido para que asistiera. Tenían a unas jóvenes graduadas de alguna que otra universidad de Nueva York dirigiendo esas malditas cosas, esos «seminarios», y Serena estaba ahí dando una charla con diapositivas y un puntero láser en la mano. Llevaba un vestidito negro que la hacía parecer más desnuda que si no hubiera llevado nada en absoluto. Era tan sexy que, si llega a apuntarlo con su aparatito láser y a darle al botón, se habría levantado allí mismo y habría hecho una estupidez. La conferencia era una auténtica sandez, algo acerca de unos artistas alemanes llamados Kiefer, Baselitz y Nosecuántos y acerca de lo mucho que valdrían sus cuadros vomitivos al cabo de cinco años si uno invertía en ellos en aquel momento.
Pero la conferenciante… la conferenciante, a por ella sí que había ido. En aquel momento no había parecido nada fuera de lo habitual. ¡En Atlanta un promotor inmobiliario era una estrella!… y algunos de ellos, como Lucky Putney, Dolf Brauer y su viejo amigo Billy Bass, se dedicaban a golfear tan abierta y escandalosamente que la pequeña aventura con Serena era una insignificancia. Le hizo sentirse como un joven, como un veinteañero en la época de la subida de la savia. A ella le gustaba hacerlo sin tapujos y de forma alocada, como aquella vez en que se escaparon un fin de semana a Myrtle Beach…
Otra oleada de culpa… Las tremendas mentiras que ideó ante Martha para arreglarlo todo…
… caminaban por la playa y se colocaron detrás de unas dunas, y él no se lo podía creer… ella se puso a hacer carantoñas y se quitó el biquini, y él se quitó el bañador… ¡a pleno sol!… ¡con un faro o un observatorio, o lo que fuera, a menos de trescientos metros!… ¡podían haberlos pillado en cualquier momento!… ¡a él!… ¡la gran estrella!… ¡cincuenta y seis años!… ¡revolcándose en celo sobre la arena!, ¡cegado por el sexo, como un perro en el parque! Sin embargo, así fue… A los cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, todavía piensas que eres joven. ¡Todavía piensas que la fuerza y la energía son ilimitadas y eternas! Y en realidad estás unido a la juventud sólo por un hilo, no un cordel ni un cable, y ese hilo puede romperse en cualquier momento, y en todo caso no tardará mucho en ocurrir. Y entonces, ¿dónde quedas?
«Mía es la venganza, yo daré el pago, dice el Señor». De eso nadie lo avisaba a uno, ¿verdad? Todos esos expertos, toda esa gente que escribía libros y artículos y presentaba programas de televisión o lo que fuera… cuando hablaban del matrimonio, siempre hablaban del primer matrimonio, del matrimonio original. Y eso que en aquel momento, pensó, tenía que haber miles de hombres como él, hombres de negocios ricos que a lo largo de los últimos diez o quince años se habían divorciado de sus viejas mujeres de hacía dos o tres décadas y tomado esposas nuevas, muchachas una generación más jóvenes. ¿Y qué decían los expertos de aquellos bocaditos irresistibles? ¡Nada! Y qué ocurría si un hombre atravesaba por todo aquello, la separación, el divorcio, todo aquel infierno, aquella lucha, aquel gasto endemoniado, aquella… aquella… aquella culpa… y un día, o una noche, se despertaba y se preguntaba: «¿Quién demonios está a mi lado en la cama? ¿Por qué está aquí? ¿De dónde ha salido? ¿Qué quiere? ¿Por qué no se va?». Eso, eso no te lo dicen.
Ese pensamiento lo hizo sentirse cansado… muy cansado… muy cansado… muy cansado… En el cuarto de baño, el agua seguía corriendo y corriendo… Charlie Croker se quedó tumbado en la cama, con las grandes botas negras y brillantes puestas, con todas las luces encendidas, contemplando el mundo desde detrás de los párpados. Al poco, mucho antes de que transcurrieran cuarenta parpadeos, se deslizó en el mundo de los sueños.