El almacén de Croker Global Foods de la zona de la bahía de San Francisco no se encuentra en un lugar de esa idílica bahía que le haya robado el corazón a ningún cantautor. Ni, en realidad, a ningún escritor de libros de viajes, ni siquiera a un escritor de libros de viajes desesperado por encontrar un lugar diferente sobre el que escribir. No, el almacén Croker está en el lado malo de la bahía, el este, no en el de San Francisco sino en el de Oakland, subiendo hacia El Cerrito, en el condado de Contra Costa, junto a las marismas, en los llanos.
Cuando San Francisco vive uno de esos mágicos anocheceres en que la niebla conquista la tierra desde el océano Pacífico y la gente sale de los hoteles de Nob Hill, emprende atrevidos paseos por las empinadísimas cuestas de la calle Powell, tirita deliciosamente en el aire frío, escucha el claro sonido de campana de los tranvías y las sombrías sirenas de niebla de los cargueros que salen a mar abierto, y de pronto la vida es una encantadora opereta del año 1910… en ese mismo momento, a menos de diez kilómetros en dirección este, lo más probable es que un sol brutal haya estado achicharrando el condado de Contra Costa durante trece o catorce horas y que el tejado del almacén Croker todavía esté nadando entre ondas calóricas aun cuando las estrellas ya hayan asomado, que el mercurio siga sin bajar de los treinta y dos grados después de alcanzar los cuarenta a las tres de la tarde y que el aparcamiento de los empleados, que es de tierra, se haya cocinado hasta quedar reducido a unas cenizas tan agostadas, picadas, polvorientas y desamparadas como la superficie de Marte.
En resumen, Croker Global Foods forma parte de la sala de máquinas, las toscas tuberías, el rocoso subsuelo industrial de ese litoral elíseo conocido como la zona de la bahía de San Francisco.
Hacia las nueve menos cuarto de una noche así, un joven llamado Conrad Hensley entró en el aparcamiento de los empleados de Croker al volante de un Hyundai familiar de cinco puertas. Llevaba unos calzoncillos de lana largos bajo la camisa de franela y los vaqueros, por lo que tenía puesto el aire acondicionado al máximo.
Recorrió seis o siete hileras de coches, levantando una gran polvareda, y finalmente encontró un sitio junto a la valla metálica coronada por alambre de púas. Al otro lado de la valla, contra un inmenso cielo californiano abarrotado de estrellas, se veían las siluetas de una subestación depuradora, la chimenea de la fábrica de Bolka Renderings, los pilares de un ramal de autopista en construcción y acercándose, en lo alto, aunque daba la impresión de estar tan baja que podía tocarse, la gran panza de un avión que avanzaba gruñendo por su ruta de aproximación hacia el aeropuerto internacional de Oakland. Tal era desde ese lado la vista panorámica de la bahía de San Francisco.
Abrió la puerta de su coche, salió y, de pie junto a él, apartó los ojos de los hirientes focos del tejado del almacén. Se llevó las manos a las caderas y movió el tronco, como un deportista que se desentumeciera antes de un encuentro. A primera vista podría haber pasado por un deportista. Era lo bastante alto y lo bastante joven, y parecía lo bastante fuerte, a pesar de su complexión delgada. Llevaba la camisa arremangada, y bajo la ropa interior abultaban los antebrazos, que se estrechaban hasta unas manos de dedos largos que hasta hacía sólo seis meses habían sido delicadas, pero que en aquel momento ya eran tan musculosas que el anillo de boda se le hincaba en la carne igual que una cincha. Cómo se lo quitaría, si tuviera que hacerlo: buena pregunta. Con los ojos oscuros y las largas y oscuras pestañas, la piel clara y los labios finos, tenía la clase de cara que llevaba a la gente a preguntarse si era francés, español, italiano, portugués, griego o cualquier otra cosa mediterránea. O, por decirlo de otro modo, parecía casi demasiado guapo.
Por esa razón se había dejado crecer el desmayado bigote, tal como hacen los jóvenes con la esperanza de parecer mayores, más serios y… bueno, más duros. La camisa y los pantalones desteñidos eran el uniforme de las ingentes legiones de jóvenes varones californianos que trabajan por debajo del nivel directivo, aunque el suyo estaba planchado con tanta meticulosidad que se veían las rayas, incluso en la camisa. Era evidente que Conrad Hensley era un joven que aspiraba a una vida ordenada.
Sin embargo, un instante después, esa personificación del orden nítido, deportivo y con aire mediterráneo empezó a flaquear. Debido a la camisa de franela y la ropa interior que llevaba, estaba muriéndose de calor.
En la zona de carga había al menos veinte camiones, quizá incluso treinta, grandes vehículos blancos con enormes letras en los lados que rezaban CROKER, y la furia de los motores y de los frenos de aire le golpeó la cabeza. Los flatulentos suspiros de los frenos de aire era lo que más le molestaba… pero sólo necesitaba un empujoncito…
Se dejó caer de nuevo en el asiento del conductor del Hyundai. Empezaron a dolerle los hombros y la parte inferior de la espalda. Sintió los senos frontales congestionados; se sorbió los mocos y escupió a través de la puerta abierta del coche. Su sistema nervioso central se rebelaba contra el futuro inmediato, que era otro turno de ocho horas en la Cámara Frigorífica Suicida.
Abrió ligeramente la boca y miró mucho más allá de la valla metálica, mucho más allá de la fábrica de Bolka Renderings, los pilares de la autopista, la bahía de San Francisco y el litoral californiano. Era la clase de mirada que se le pone a la gente cuando está a punto de considerar la insignificante mota que representa en el orden del universo, si es que existe en realidad orden alguno.
—Si ninio qui tinin ninio.
Sin duda Sukie ya había olvidado que lo había dicho, pero Conrad no podía quitárselo de la cabeza. «Si ninio qui tinin ninio». Antes de la cena Jill y él habían ido con los niños al minimarket de Sukie, que estaba abierto las veinticuatro horas. Jill llevaba a Christy en brazos y él llevaba a Cari de la mano, y entonces Sukie, que estaba en la caja, había exclamado con una gran sonrisa:
—¡Si ninio qui tinin ninio!
Tardó un instante en darse cuenta de que lo que estaba diciendo era: «¡Sois niños que tienen niños!».
Se sintió tan incómodo que se ruborizó, pero ¿qué podía decir? Tenía delante a una camboyana que apenas sabía hablar inglés, una mujer cordial a quien le caía bien, a quien en realidad parecía caerle muy bien. ¿Por qué se sintió tan insultado entonces? ¡Por lo cerca que estaba de la verdad! Sois niños que tienen niños. Jill y él tenían veintitrés años, y Jill aparentaba dieciséis; no les correspondía ser padres de dos niños, no a esa edad y en los tiempos que corrían, y la mitad de las veces Jill parecía el tercer crío… pero se censuró por pensar aquello.
Meterse con Jill era absurdo. ¿Qué le quedaría? No había nadie más en el mundo a quien pudiera recurrir, ni una simple alma solitaria. Las demás personas contaban con los padres o algún pariente cercano, pero a él… ¡a él sus padres le sacaban el dinero! En los seis meses que llevaba trabajando en Croker Global Foods, tanto su padre como su madre, por separado —llevaban siete años sin hablarse—, habían intentado sacarle préstamos. «Préstamos». Hablaban de sus catorce dólares a la hora en el almacén mayorista de alimentos como si fuera todo el dinero del mundo.
Bueno, en cierto modo lo era… para alguien en la posición en la que él estaba. Aunque sabía que se trataba de un ejercicio inútil, permaneció sentado en su viejo y traqueteante Hyundai pasando revista una y otra vez a sus errores. Si no hubiera dejado embarazada a Jill cuando ambos tenían dieciocho años, si él no hubiera insistido —¡insistido!— en casarse con ella, si no hubieran seguido adelante y tenido dos niños, habría podido llegar a la Universidad Estatal de San Francisco o quizá incluso a Berkeley en lugar de verse obligado a conformarse con dos años en el Colegio Comunitario de Mount Diablo… En aquel momento podría estar embarcado en una verdadera carrera… El único sueño que le quedaba era que pudieran, ellos, Conrad Hensley y familia, irse a vivir a una casa propia… una casa con jardín en Danville… Sentado en el Hyundai, pensó en Danville… una pequeña y encantadora ciudad llena de árboles, casas bonitas y tiendas bonitas, un oasis que no estaba nada lejos del cuchitril que alquilaban… Como era día de paga, podría apartar otros ciento cincuenta dólares, lo cual sumaría un total de 4622,85 dólares. Se sabía de memoria las cifras, hasta el último centavo. Doce meses más y tendría para pagar la entrada… Una casa en Danville…
Miró el almacén. Por la noche, como en aquel momento, era una enorme silueta que se alzaba, descomunal, tras las luces, un monstruo… Su padre no tenía ni idea de lo que hacía en el almacén por catorce dólares a la hora. Ni siquiera se lo había preguntado. Su padre no había tenido un trabajo de verdad en toda su vida. Se le apareció la cara de su padre… la barba, la cola de caballo, ambas veteadas de canas… la carne blanda y cetrina… Su padre no resistiría diez minutos dentro de una cámara frigorífica en Croker Global Foods.
Con eso, Conrad tuvo una premonición terrible. Y si sucedía algo aquella noche… Y si quedaba lisiado… ¿Qué pasaría entonces?… El japonés grandullón de San Francisco, a quien todos llamaban Sumo, se había dislocado la espalda casi sin hacer nada y ahora no podía andar… La semana pasada a uno de los okys, a Junior Frye, le aplastó el tobillo un palé que resbaló sobre una placa de hielo… Conrad sintió que un dolor continuo se apoderaba de la parte inferior de su espalda, y se le congestionaron tanto los senos frontales que empezaron a dolerle. Nunca se había encontrado de aquel modo al principio del turno… Decididamente, algo no iba bien…
Por qué no se acercaba a una cabina, llamaba diciendo que estaba enfermo y se largaba… Pickers lo hacía todo el tiempo… ¡Vaaaaaaaaamos, cálmate! Sé un hombre…
ZOMP bot ZOMP bot ZOMP bot ZOMP bot ZOMP bot… por el aparcamiento se acercó un martilleo rítmico. Conrad miró por el espejo retrovisor y vio que un tornado de polvo recorría a toda velocidad una de las hileras de coches cerca de la entrada. Al cabo de un instante llegaron hasta él las frecuencias más altas… un enloquecido sonido de guitarras eléctricas y un bronco coro de jóvenes voces masculinas gritando… ¿qué? Sonaba a «¡Perra muerta perra muerta!». En un abrir y cerrar de ojos, el tornado pareció estar justo encima de él, y no hubo posibilidad de confundir los enloquecedores gritos: «¡PErra MUERta PErra MUERta!».
El embudo de polvo, iluminado de un amarillo febril por los focos, se acercó rugiendo por la última línea de coches a una velocidad de vértigo… un horrible aullido… ZOMP bot ZOMP bot «¡PErra MUERta!»… Conrad se volvió justo a tiempo de ver el coche colear en medio de una tremenda polvareda y lanzarse directamente contra él y su puerta abierta. Aterrorizado, se contrajo y retrocedió en el asiento. Un instante después todo había acabado, y el coche estaba milagrosamente aparcado a sólo unos dedos del borde exterior de su puerta. Al apagar el motor, se apagó la aulladora música, y una gran nube iluminada de sucio polvo amarillo se fue posando en todas partes.
Le resonaban los oídos. El corazón le latía con fuerza. Qué idiota…
Del coche, un vehículo rojo brillante muy bajo con un parabrisas aerodinámico en la parte de delante y un alerón en la de atrás, salió una criatura de cuello largo, nuez prominente y gorra de béisbol. La repelente silueta se alzó en medio del polvo. Era uno de sus compañeros de la cámara frigorífica.
Furioso, Conrad saltó de su Hyundai y gritó:
—¡Eh… Kenny!
—¡Holaaaaaaaaaaaaaaa, Conrad! —Una gran sonrisa—. ¡Desguace total, socio!
—¿Desguace total? ¡Estás loco, Kenny! ¡Vas a matar a alguien!
El joven larguirucho, Kenny, pareció disfrutar enormemente con esa posibilidad.
—Eh, vamos, Conrad. Sólo era una pequeña patinada con las cuatro ruedas.
—Sí, eso. Tú sí que eres una patinada con las cuatro ruedas. Estás chalado.
Encantado, Kenny soltó una risa socarrona. Era uno de esos huesudos jóvenes okys californianos, por utilizar el término local para referirse a los rednecks[15], los palurdos, con un cuello tan grande y largo que la nuez parecía subir y bajar un palmo cada vez que tragaba. Sus inquietantes ojos azules parecían tan salvajes como los de un perro del Ártico, impresión que se veía intensificada por un esmirriado bigote y una barba de dos semanas. Llevaba una camiseta que anunciaba una emisora de radio de Oakland, KMK: «AL KUERNO TODO… menos Kuntry Metal 107.3 FM». Tenía un cinturón de cuero de un palmo de ancho, como el de los levantadores de pesas. Su cuerpo era todo huesos, articulaciones y ángulos, salvo en los antebrazos y las manos, que eran enormes, más grandes incluso que los de Conrad. La visera de la gorra de béisbol estaba levantada y mostraba la parte inferior, sobre la que había escrito con rotulador: SUICIDIO.
—Perra muerta —dijo Conrad, sacudiendo la cabeza indignado, aunque empezaba a mostrar la sonrisa reticente con que se sonríe a un niño travieso pero no desprovisto de cierto encanto, y que lo sabe—. Es de enfermos.
—¿Lo has oído?
—¿Que si lo he oído? ¿Tenía opción? Lo habría oído desde mi casa en Pittsburg.
Kenny se puso a reír socarronamente otra vez, y la risa se convirtió en tos, y la tos le hizo sorberse los mocos y carraspear; luego escupió en el suelo y empezó a dar botes y mover los brazos de arriba abajo en una especie de danza sincopada que estaba de moda entre los cascatarros country metal, como los llamaban. Empezó a cantar o, más bien, a hablar cantando, a rapear con voz nasal:
¡Voy a hincarte mi verga en medio de las piernas!
¡Sin una puta palabra, sin una puta palabra de mierda!
¿Lo has oído? ¿O es que quieres un cráneo limpio?
Que te pelo la olla, te lo aviso.
Te pelo la olla, te lo aviso.
Te pelo la olla, te lo aviso.
Te pelo la olla, te lo aviso.
Te pelo la olla, te lo aviso… aviso… aviso…
¡PErra MUERta Perra MUERta PErra MUERta!
—¿Te pelo la olla? —preguntó Conrad—, ¿qué quiere decir eso de «te pelo la olla»?
—¿No sabes lo que quiere decir «te pelo la olla»? Es cuando te hacen la autopsia. Te sierran la parte de arriba del cráneo, para sacarte el cerebro. A eso lo llaman pelar la olla. Es jerga de la cárcel. Por ejemplo, «como te pases conmigo, mamón, te pelo la olla».
—Oh, fantástico —dijo sorbiéndose los mocos y luego carraspeando en lo hondo de la garganta—. ¿Te das cuenta lo de enfermos que es… eso, una canción que hable de eso? Es de enfermos, Kenny. ¿Y sabes lo que es más de enfermos todavía, Kenny? Que te sepas ese pedazo de mierda de memoria.
—Tío, ¿qué estás diciendo? Si es del último de Cacerola de Pus. Ven, que te enseño una cosa.
—Cacerola de Pus —dijo Conrad, sacudiendo la cabeza.
Kenny se acercó a su brillante coche rojo y luego volvió a toser; empezó a sorberse los mocos y hacer con la garganta unos esfuerzos tan guturales que pareció que iba a llegar a los pulmones. El coche era un modelo deportivo de dos puertas, chato por detrás, con las palabras ESPADA XSI garabateadas a lo largo del lateral.
—¿Desde cuándo lo tienes? —preguntó Conrad, sorbiendo, carraspeando, tosiendo y escupiendo otra vez.
—Me lo he comprado. Te enseño una cosa.
Abrió la puerta, echó hacia adelante el asiento del conductor e hizo un gesto señalando el interior. Conrad metió la cabeza. No existía asiento de atrás; lo habían quitado. En su lugar vio un tablero de contrachapado que iba desde la base del asiento delantero hasta la portezuela de atrás. Atornillados en el contrachapado había dos enormes altavoces.
—Altavoces de veinte pulgadas, tío. Estos cacharros son tan bestias que estás sentado y te revuelven el pelo y se te mueven las orejas. Te lo juro, tío. Se te mueven las orejas, y te castañetean las costillas. Estos altavoces chupan tantos amperios… te enseño esto.
Entonces se llevó a Conrad hacia la parte posterior del coche y abrió el maletero. Los dos jóvenes tosieron, sorbieron, carraspearon y escupieron al mismo tiempo.
Montados sobre el suelo del maletero había dos grandes ventiladores dirigidos hacia la parte de atrás de los altavoces y una maraña de cables y aparatos.
—¿Ves estos ventiladores? Es para enfriarlos. Chupan tantos amperios que sin los ventiladores se quemarían. Tío, empiezan a arder.
Inmóvil, Conrad le dirigió una mirada larga y penetrante.
—¿Cuánto te ha costado, Kenny?
«Costado, Kenny» salió casi sin aliento; de modo que se aclaró la garganta.
—¿Los ventiladores?
—Todo. Los ventiladores, los altavoces, el coche… —Hizo un gesto con la mano—. Todo junto.
—Bueeeeeno, lo ha pagado AGT.
Se sorbió los mocos con fuerza, escupió y se frotó las cuencas de los ojos con los dedos. AGT era una conocida financiera de los condados de Alameda y Contra Costa. Los ojos acuosos se le iluminaron.
—Estos altavoces te sirven para hacer barridos sónicos. Ya lo he hecho.
—¿Barridos qué?
—Ya sabes. Barridos sónicos. Cuando pasas por al lado de un montón de coches y subes el volumen a tope ¿y las vibraciones disparan las alarmas de los coches? —Pronunció la frase al estilo oky, de modo que sonó como si fuera una pregunta—. Al pasar por Danville al venir para acá, ¿sabes el trozo ese de casas con techos viejos, de pizarra, tejas o lo que sea? Como mínimo me han saltado siete u ocho coches. La gente salía corriendo de las casas…
Conrad estaba horrorizado.
—Espero que no con Perra Muerta. Danville es un lugar agradable.
Kenny sonrió e hizo un gesto con la cabeza en dirección al Hyundai de Conrad.
—Los podías colocar en el tuyo. —Tenía carraspera, por lo que volvió a sorberse los mocos—. Te pues colocar un par de doce pulgadas nela parte de detrás, sin problemas.
—Sí, no estaría mal, Kenny. ¿Para qué voy a querer quitar el asiento de atrás de mi coche? Tengo una mujer y dos niños.
—Hummm. Sí, bueno, eso está bien.
—¿Y para qué voy a querer hacer barridos sónicos por Danville? A mí, Danville me gusta. Quiero vivir en Danville. Quiero comprarme una casa en Danville. —Se sorbió los mocos, tragó y lanzó una mirada de desprecio al coche de Kenny—. Aquí tienes tirados miles de dólares, ¿y para qué, Kenny? La única razón por la que trabajo aquí, en este congelador, es conseguir pagar la entrada de una casa. En cuanto tenga una casa en Danville, me olvido de Croker Global Food.
—Sí, bueno… lo que digo siempre, eso está bien; pero deberías relajarte, Conrad, relajarte y animarte.
—No, te equivocas —dijo Conrad—. Tú deberías tensarte. Eso es lo que deberías hacer. ¿Nunca te oyes? ¿No me oyes a mí? ¿Ni a cualquiera de los que trabajamos en el congelador? Todo el mundo se pasa la noche tosiendo, estornudando y tomando pastillas. A todo el mundo le gotea la nariz; estamos en el condado de Contra Costa, donde disfrutamos todo el tiempo de días hermosos, cálidos y secos, y todos nosotros parecemos… bueno, por qué no te paras a escucharte de vez en cuando.
—Es sólo la gripe del congelador. No es nada.
—Es sólo la gripe del congelador, ¿eh? No creas que la cosa mejora sólo porque le pones un nombrecito.
—Mira —dijo Kenny—, la paga es buena, catorce dólares la hora. ¿En qué otro sitio te van a dar eso? ¿En qué otro sitio te van a dar trabajo? ¡No hay trabajos, Conrad! Mierda. Sé feliz. Desguace total.
—No, Kenny, nada de desguace total. Tienes que empezar a pensar en dónde vas a estar dentro de cinco años.
—Dentro de cinco años… —Kenny sacudió la cabeza—. Dices que vas a tener una casa en Danville. Bueno, mucha suerte, compañero. Espero que lo consigas, pero no lo vas a conseguir trabajando y ahorrando. A lo mejor tu familia te ayuda.
Conrad rió sin sonreír.
—Vaya chiste. Me sacan el dinero. ¿Por qué dices que no puedo hacerlo?
—¿Conoces a alguien que lo haya conseguido? Eso no pasa. Tarde o temprano se te cruza el calvo de la corbata.
—¿Qué calvo de la corbata?
—¿No conoces Cómodos plazos, de Terminal?
—No, no conozco Cómodos plazos de Terminal.
—¡Por Dios, Conrad! ¿No la has oído nunca? No has oído nunca…
De nueve a cinco plantas el culo,
junto a la puta fichadora,
y vas tragando mierda en el agujero,
donde te tienen metido.
Así que, venga, cómprate tu muerte, tron,
y díñala con un plan de financiación,
antes de que te corten los huevos,
y los cuelguen de la corbata del calvo.
Conrad suspiró y le lanzó a Kenny una mirada prolongada y seria.
—¿Sabes cuál es tu problema? —dijo—. Que te crees de verdad ese rollo. Que de verdad te lo tomas en serio.
—Venga, joder, Conrad.
—¿Quiénes te crees que escriben esas canciones? —siguió Conrad—. Personas con corbatas, trajes y grandes casas en sitios como Danville, sí señor, y sacan el dinero de gente como tú, y vosotros les dejáis que os metan todo ese estúpido veneno en el coco. Les habéis dejado que os metan el «¡no!» en el corazón. Hazme caso, Kenny. Olvídate de Cacerola de Pus, Terminal, Desguace Total y ¿cómo se llama el otro?… ¿Pedo-filia? ¡Deberías dejar de escuchar toda esa mierda!
—Y como te decía, tú deberías relajarte.
—Y como yo te decía, tú deberías tensarte. —Conrad se golpeó la frente—. Tienes un montón de tornillos sueltos ahí dentro, Kenny.
Conrad se volvió y se dirigió hacia el Hyundai a recoger la bolsa de la comida del asiento de delante y Kenny estalló en carcajadas. Aquella risa le recordó a Conrad la multitud de noches que habían comenzado del mismo modo. Kenny se ponía a recitar alguna letra country metal propia de enfermos o contar alguna de sus repugnantes fechorías, entonces Conrad daba muestras de escándalo y desaprobación, giraba sobre sus talones, y Kenny lo encontraba todo de lo más gracioso. Con su resolución de llevar una vida formal y ordenada, era el serio de la pareja que formaba con Kenny, y lo sabía muy bien. Ahí, en el almacén, Kenny era el rey de los desguazadores, y no cabía duda de que los desguazadores superaban en número a los luchadores serios como él. Le habría gustado traer al señor Wildrotsky, que daba la asignatura de Historia de los Estados Unidos en Mount Diablo, un verdadero tipo de los sesenta con patillas anchas y gafas de montura metálica, que siempre estaba hablando de la «clase obrera» y la «burguesía» y enseñándoles fotos de mineros con la cara sucia… sería divertido traer al bueno del señor Wildrotsky a Croker una noche y enseñarle el aspecto que tenía hoy en día la «clase obrera»… traerlo y presentarle a Kenny y los desguazadores…
El congelador era un almacén dentro del almacén, una vasta cámara refrigerada situada en un extremo del edificio detrás de un muro cubierto con láminas de metal galvanizado tachonado de remaches. Una puerta, grande como la de un granero, cubierta del mismo metal galvanizado y abollada como un balde viejo, colgaba de un riel. La habían abierto para el inicio del turno y dejaba ver una cortina de vinilo muy grueso empañado con manchas de aceite y rastros de hielo. La cortina tenía una hendidura en el centro para que los trabajadores pudieran entrar y salir sin que se escapara demasiado aire frío. El congelador se mantenía a dieciocho grados bajo cero.
Dentro no había ventanas. La cámara permanecía las veinticuatro horas del día en un eterno anochecer gélido y gris. Pilas de cajas de cartón, toneladas de cajas, muchas de ellas llenas de carne y pescado, ocupaban los tres niveles de estanterías metálicas. Arriba, en el techo, se veían secciones y secciones de los grises conductos de metal galvanizado del aire acondicionado que se doblaban sobre sí mismos como intestinos. Entre ellos, unas hileras de tubos fluorescentes emitían una débil neblina azulada. El frío extremo parecía congelar la propia luz y arrebatarle cualquier rastro de color.
Kenny, Conrad y una treintena de otros preparadores de pedidos se concentraron en la entrada, a la espera de que comenzase el turno. Iban envueltos con los torpes y acolchados guantes gris metálico de Zincolon y los trajes especiales con cuello de piel acrílica que distribuía el almacén. En la espalda de las chaquetas tenían escrito CROKER con grandes letras amarillas que bajo la luz fluorescente parecían de color limón. Los trajes térmicos cubrían tantas capas de ropa interior, camisas, jerséis, suéteres, chalecos aislantes y sudaderas que estaban hinchados como zepelines o como el hombre de Michelín. Kenny llevaba la cabeza cubierta con la capucha de una sudadera, y de ella sólo sobresalía la visera de la gorra de béisbol, vuelta hacia arriba y blasonada con el lema SUICIDIO. Sus salvajes ojos parecían brillar desde el fondo de un agujero oscuro. Tres preparadores eran negros, tres eran chinos, uno era japonés y uno era mexicano, pero la mayoría eran okys, como Kenny, y la mitad de los okys había adoptado la indumentaria SUICIDIO. Eran conocidos como los desguazadores, y llamaban al congelador la Cámara Frigorífica Suicida, un nombre que Conrad no lograba sacarse de la cabeza.
Las vaharadas que les salían de la nariz y la boca eran un primer indicio del frío que hacía, y cualquier preparador no tardaba en tener un problema si era lo bastante insensato como para ponerse a trabajar sin guantes.
Cada uno de ellos conducía una carretilla elevadora, un vehículo eléctrico, pequeño pero robusto, con el que levantaban palés cargados y los llevaban a otra parte del almacén. El operario se situaba de pie en la parte posterior de la carretilla, tras el bastidor metálico del motor. El vehículo era sencillo de manejar. Aunque si en aquella caja de hielo alguien tocaba las palancas o el volante con las manos desnudas, la carne se le quedaba pegada en el acto al metal. (Y que intentara separarse).
A un lado de la entrada había una mesa de madera a la que estaba sentado el capataz de noche, Dom, un viejo —en la cámara frigorífica, tener cuarenta y ocho años era ser viejo— con una chaqueta Hudson Bay de cuadros escoceses que le hacía parecer anchísimo. Llevaba una gorra de guardacostas bajada sobre la frente y las orejas, lo cual daba un aspecto ridículamente pequeño a la parte superior de su gran cabeza redonda. Despedía bocanadas de vaho mientras estudiaba las hojas de pedido que tenía delante. Un pequeño micrófono cilíndrico prendía del cuello de la chaqueta.
Los chicos empezaron a sentir que el frío se les metía en el cuerpo. La nariz empezó a gotearles más que nunca. Brotó un coro de sorbos, estornudos, carraspeos, toses y escupitajos. De vez en cuando algún preparador escupía en el suelo, lo cual hacía que a Conrad se le pusiera la piel de gallina.
La grave voz de Dom resonó por los altavoces de la pared.
—¡Muy bien, gente! Antes de empezar, un par de cosas. Tengo una buena noticia y una mala noticia. Primero la mala noticia. Hemos recibido quejas de Bolka Renderings, porque algunos empleados nuestros se dedican a utilizar su aparcamiento para irse de picnic… Kenny.
—Venga yaaaaaaaaaaaa —dijo Kenny—. ¿Por qué me miras a mí?
—¿Por qué? —dijo Dom—. Porque hace dos noches… o fue por la mañana… ya era de día… entraron a trabajar y no sólo se encontraron el aparcamiento lleno de un montón de tíos completamente pirados, sino que, además, tenían una especie de superaltavoz por el que se oía a todo volumen la canción esa donde gritan: «Traga mierda». Me dicen esos tipos que era lo único que se oía en todo el condado de Contra Costa: «TRAGA MIERDA, TRAGA MIERDA, TRAGA MIERDA». Fantástico, toda una lección de clase.
—¡Uuuuuuuu, uuuuuuuu, uuuuuuuu! —gritaron los desguazadores.
—¿Traga mierda? —preguntó Kenny con voz de sorpresa fingida—. ¿No es eso una canción de Pedo-filia?
—Sea de quien sea, es una asquerosidad —atronó la voz de Dom por el sistema de megafonía—. En Bolka hay un montón de mujeres que entran a trabajar por la mañana. Me gustaría que lo tuvierais en cuenta.
—¡Uuuuuuuuuu, uuuuuuuuuuu, uuuuuuuuuuuuuuu!
Entonces sí que los preparadores hicieron sentir de verdad sus gritos. La preocupación de Dom por el sexo débil —en especial, bajo la forma que adoptaba en la fábrica de Bolka Renderings— les pareció una broma digna de la máxima burla.
Dom sacudió la cabeza.
—De acuerdo, reíos, pero si no paráis, alguno sí que va a acabar pedofilado. ¿Capito?… ¿Vale? —Para que los gritos no empezaran de nuevo, se dio prisa en añadir—: Muy bien, pues ahora la buena noticia. Hemos tenido unos buenos resultados y, como hoy es final de mes, parece que va a ser una noche tranqui. Así que, tropa, cuando completéis los pedidos, podéis largaros.
Dom siempre decía «tropa» cuando apelaba a lo mejor de su naturaleza.
Más gritos, sólo que ya con una nota de franca euforia. Les encantaban las noches tranquis. Hacia fin de mes, muchos de los hoteles e instituciones que operaban con presupuestos mensuales —prisiones, hospitales, residencias de ancianos, cafeterías de empresas— reducían sus pedidos. Además, se había producido una caída general en el sector. El resultado eran noches como ésa, en que los preparadores trabajaban cinco, seis, siete horas y se les pagaba ocho, siempre que sirvieran los pedidos.
Los hombres se acercaron a la mesa del capataz para recoger las hojas de pedidos, que estaban apiladas en una bandeja metálica. En la enorme y lóbrega cámara resonaron los chirridos de las suelas de goma de las botas al deslizarse sobre las losas de hormigón, los quejidos de los motores eléctricos de las carretillas al encenderse, las sacudidas de la potencia al golpear los árboles de transmisión, el retumbo de las ruedas sobre el suelo de cemento.
Conrad había colocado la tablilla en que sujetaba la hoja del pedido sobre el volante antes de fijarse en realidad de qué se trataba… Santa Rita… Atendió un poco más a su malestar y luego se frotó la nariz con el dorso del guante. Santa Rita, hacia el sur, cerca de la ciudad de Pleasanton, era la cárcel del condado de Alameda, una de las ocho prisiones a las que abastecía Croker. Los pedidos de Santa Rita siempre eran larguísimos e incluían un montón de cajas pesadas de carne barata. Examinó la hoja… doce cajas de carne, Fila J, Hueco 12… Cada caja pesaba cuarenta kilos. Al cargar un palé el truco consistía en poner las cajas más pesadas primero y luego las más ligeras. De forma que así iba a empezar la noche: levantando media tonelada de carne congelada en bloques de cuarenta kilos.
Se subió a la parte posterior de la carretilla y accionó la palanca del acelerador. Con un quejido y una sacudida la máquina cobró vida y se puso en marcha por el pasillo llevando un palé vacío en las horquillas. Los hombres ya se habían sumergido a todo decibelio en el frenesí de la noche tranqui… Por toda la cámara frigorífica se oían motores gimientes, botas chirriantes, chillidos, gritos, juramentos, el estrépito de los preparadores tirando sobre los palés las pesadas cajas congeladas…
Se metían en las heladas secciones de las estanterías, avanzaban acuclillados, se arrastraban, como hinchadas criaturas grises con cuellos de piel acrílica, y luego salían arrastrándose, desandando el camino en cuclillas, deslizándose hasta el pasillo cargando las congeladas cajas de comida, como gorgojos[16] del hielo gordos y grises que hormiguearan por las estanterías, presas de una frenética diligencia; y él era uno de ellos.
Su destino, Fila J, Hueco 12, se hundía en la penumbra de la cámara. Miró el hueco situado a nivel del suelo y dejó escapar una larga vaharada al suspirar. Estaba vacío. Miró en el hueco de encima. Quedaba una cuarta parte, con las cajas apiladas en el fondo de los dos palés que formaban el suelo del hueco. De modo que hizo lo de siempre. Trepó de un salto al bastidor del motor de la carretilla, subió al hueco de arriba y se metió en cuclillas. Los huecos tenían poco más de un metro de altura. Avanzó sobre los palés hasta las cajas apiladas en el fondo. Los listones se combaron de un modo esponjoso y cansado bajo sus pies. Se hincó de rodillas, pasó la mano por la parte de atrás de una caja de la fila más alta, dejó caer el cuerpo sobre los bloques helados que tenía debajo y empezó a empujar. No se movió; la caja parecía congelada en su sitio. Empezó a tirar de ella… gruñidos… ráfagas de vaho… Se estaba oscuro ahí, dentro de aquel acantilado de hielo. Luchó por conseguir soltar la caja. Ejerció una presión tremenda con los dedos, el antebrazo, el codo, el hombro. Empezaron a humedecérsele los ojos, y a arderle las comisuras de los párpados.
Por último, con una caliente vaharada, logró soltarla y empezó a tirar de ella. Volvió a acuclillarse. Y entonces, sin cambiar de posición, intentó alzar los cuarenta kilos de peso muerto congelado sin romperse la espalda. Dado que no podía incorporarse, tenía que ponerse la caja contra la barriga y andar en cuclillas hasta la boca del hueco. Cuarenta kilos, macizos y helados, más de la mitad de su peso… notaba el desesperado dolor de los hombros, los brazos, las manos, los riñones, los grandes músculos de los muslos. A pesar de la gélida temperatura, tenía las mejillas y la frente calientes a causa del esfuerzo. Dejó la caja en el borde del hueco, se deslizó el metro que lo separaba del suelo, y volvió a tomar la caja. Se tambaleó por un instante, antes de que sus pies lograran mantener el equilibrio bajo el peso de ésta. A continuación se agachó de nuevo y la colocó en el palé de la carretilla. Cuando se levantó, una sacudida de dolor le recorrió los riñones. Miró hacia abajo…
De forma borrosa, en la periferia de su campo de visión, veía pequeños destellos y chispas. En el bigote se le formaban cristales de hielo. El sudor le corría por la cara, los mocos fluían por la nariz, y el bigote empezaba a congelársele. Se quitó el guante de la mano derecha y se pasó los dedos por la cabeza. Tenía pequeños carámbanos en el cabello y las cejas, y se le había formado una estalactita en la punta de la nariz. Se miró la mano. Cerró el puño. Lo abrió, separó los dedos e hizo girar varias veces la mano. Los dedos eran extraordinariamente anchos. De arrastrar y acarrear la caja se le habían hinchado, los pequeños músculos abultaban. Eran formidables… y grotescos al mismo tiempo. Su mano parecía pertenecer a alguien que le doblara en tamaño.
Se quedó quieto un momento. El ruido de la cámara se había convertido ya en un buen jaleo. Los sonidos de las carretillas procedían de todas las direcciones… los golpes de las cajas sobre los palés… los gritos, los chillidos.
—¡Desguace total!… el inconfundible agudo grito nasal de Kenny a pocas filas de distancia.
—¡Desguace total! —respondió el coro de colegas de Kenny con gorras SUICIDIO.
Saliendo de un hueco cercano, apareció un gorgojo del hielo gordo y gris con un casco Panzer… Se llamaba Herbie Jonah… Apretaba contra el abdomen una enorme caja. De su boca salían bocanadas de vaho a intervalos regulares. Conrad no lo oía, pero sabía exactamente qué decía, porque Herbie decía lo mismo durante toda la noche mientras batallaba con los bloques congelados: «Cabrona, cabrona, cabrona».
Desde el otro lado, por el pasillo, manejando su carretilla a la velocidad de un auténtico desguazador, se acercó un pequeño oky apodado Bombilla, con la gorra SUICIDIO calada hasta los ojos y la capucha de la sudadera formando sobre la cabeza una graciosa punta que lo hacía parecer un elfo. Para lo pequeño que era, tenía una fuerza sorprendente. El palé que llevaba delante ya iba bien cargado.
—¡Desguace total! —cantó Kenny desde algún lugar, esa vez en falsete.
Y Bombilla, encaramado en la parte de atrás de la carretilla, volvió la cabeza, lanzó un alarido en falsete: «¡Desguace total!» y pasó como una exhalación.
De pronto, la grave voz de Dom bramó por los altavoces:
—¡Limpia! ¡Limpia! ¡Betty 4! ¡Betty 4! ¡Limpia! ¡Volando!
Eso significaba que había caído algo. «Betty 4» era Fila B, Hueco 4. Algún producto había resbalado del palé al tomar una curva; algún preparador había dejado caer algo desde un hueco superior; o había volcado toda una carretilla —preparador, palé y carga incluidos—, y el género estaba desparramado por el suelo.
«Limpia» no era un verbo sino un nombre, una categoría laboral. Había dos limpias, dos filipinos, conocidos como Ferdi y Birdie, ambos demasiado menudos para ser preparadores, que no hacían otra cosa que limpiar los productos que se habían caído y estrellado contra el suelo de cemento. Habría muchas caídas aquella noche.
En todas las noches tranquis pasaba lo mismo, puesto que todos atravesaban como brutos la helada neblina fosforescente en nombre del dios de la Cámara Frigorífica Suicida, la testosterona.
Conrad escuchó el enloquecido barullo de sus compañeros… y entonces se contuvo. Estaba permitiendo que se le metiera el «¡no!» en el corazón. Lo que él hacía en aquel lugar no tenía nada que ver con carretillas, huecos, palés, productos o desguazadores. Tenía que ver con una nueva vida para su joven familia. Inspiró con fuerza, suspiró y lanzó una larga bocanada de vaho; subió nuevamente de un salto al bastidor del motor de la carretilla y se encaramó en el hueco de arriba. Era un gorgojo con un «¡Sí!» en el corazón, de modo que se introdujo de nuevo en el acantilado en busca de los once bloques de cuarenta kilos que quedaban de carne congelada. La noche acababa de empezar.
Cuando terminó de cargar las doce cajas en el palé de su carretilla, le ardía la cara, y el bigote estaba tan cubierto de hielo que sentía que el pelo le tiraba de la piel.
Examinó rápidamente la hoja de pedido otra vez…
Veinticuatro cajas de croquetas de carne… Ni siquiera se había fijado en ellas… Fila D, Hueco 21… Veinticinco kilos cada una… No tenía sentido pensarlo demasiado…
Partió con la carretilla, llevando en el palé las doce cajas de carne.
Por el pasillo iba Kenny, de pie en la parte de atrás de la carretilla. Los ojos le ardían, enloquecidos en la sombra de la visera SUICIDIO y la capucha de la sudadera. Al parecer ya había llenado más de la mitad de su palé. En cuanto vio que Conrad se dirigía hacia él, le lanzó una gran sonrisa y chilló:
—¡Eh! ¡Yuju!
Conrad soltó la palanca del acelerador y dejó que la carretilla se detuviera, y Kenny se acercó a él.
—¡Eh! ¡Conrad! ¡Qué demonios te pasa nel bigote!
—¿Qué quieres decir? —preguntó Conrad.
El propio Kenny tenía el bigote muy salpicado de escarcha.
—¡Se te ha helado el cabrón! —dijo Kenny—. ¡Parece que te cuelgan dos carámbanos de la nariz!
Conrad se sacó el guante de la mano derecha. Era cierto. El bigote se le había congelado y formaba un bloque macizo que descendía desde las ventanas de la nariz por los lados de la boca.
—Te lo juro —prosiguió Kenny—. ¡Parecen un par de carámbanos que te cuelgan de la nariz! ¿Cas tao haciendo?
Conrad señaló con un gesto las cajas de pierna de ternera.
—Santa Rita —dijo.
—Como levantar el Titanic, ¿no? —dijo Kenny, tras lo cual lanzó una quejumbrosa sacudida eléctrica a su árbol de transmisión y desapareció por el pasillo.
Conrad, un gorgojo con lo mejor de todos ellos, se metió entre croquetas de carne, croquetas de pescado, caldo de carne, helados, jugo de naranja, alubias, queso cheddar, margarina, pizza de pepperoni, lonchas de carne ahumada, beicon y gofres, y mientras el jaleo crecía, resonaban los gritos —«¡Desguace total!»—, las cajas se estrellaban, los preparadores hacían el bestia, el vozarrón de Dom bramaba por los altavoces: «¡Limpia! ¡Limpia! ¡Kilo 9! ¡Venga, Ferdi! ¡Y también tú, Birdie! ¡Volando!»… y el frenesí de la noche tranqui recorría la cámara como una hormona salvaje.
En cuanto hubo cargado el último artículo del pedido de Santa Rita (una docena de cajas de gofres de alforfón[17]), Conrad se frotó la nariz con el guante para romperse los anillos de hielo que se le habían formado dentro de las ventanas. Una densa y agitada niebla empezaba a deslizarse por la parte superior de las estanterías debido al calor de la maquinaria y el esfuerzo de los cuerpos. Los tubos fluorescentes despedían un tuberculoso brillo azul. Conrad, cuyo palé estaba peligrosamente cargado, dirigió la carretilla hacia la puerta de la cámara. Tiró de una manija que colgaba de una cadena, y un mecanismo hidráulico abrió la puerta. Lentamente traspasó la hendidura de la cortina de vinilo y salió al andén de cemento del muelle.
En cuanto hubo abandonado la cámara frigorífica, se sintió sepultado, abrumado por el calor. Fuera, la temperatura aún no había bajado de los treinta grados. Los camiones rugían y suspiraban; unos pocos partían ya para hacer las rutas de reparto de todas las noches. El muelle estaba repleto de grandes pilas de cajas, bidones, latas, sacos, sobre los palés, depositados por los preparadores.
Sintió que el hielo que le cubría el pelo, las cejas y el bigote se le fundía y le resbalaba por la cara. ¿Qué aspecto tendría ante los mozos, los camioneros y todos los que estaban ahí, en el mundo real? Un pobre gorgojo recubierto de costras que emergía de las profundidades polares, un mutante de ojos empañados que parpadeaba mientras avanzaba por la sofocadora noche californiana… Se enderezó, en un gesto instintivo de mostrarse digno.
Y, sin embargo, cuando depositó el palé y su prodigiosa carga en el Muelle 17, ni el controlador ni los mozos ni el camionero parecieron fijarse especialmente en él. Estaban acostumbrados a esas criaturas, los gorgojos grises que llegaban arrastrándose desde las profundidades heladas…
Antes de regresar a la cámara frigorífica, Conrad se bajó de la carretilla y estiró los miembros. Tenía la ropa interior completamente empapada de acarrear productos durante tanto rato sin descansar.
Miró más allá de los grandes camiones blancos de Croker y las luces del muelle de carga, más allá del aparcamiento, las tierras llanas y las marismas. Tal era la profusión de estrellas que parecían surgir y crecer en el cielo. Bajo ellas, cerca del horizonte, vio el titilar de otras luces… San Francisco… Sausalito… Tiburón, supuso… justo al otro lado de la bahía… y tan lejos. Como si fuera otro continente. ¿Qué estaría haciendo la gente de su edad, veintitrés años, qué estarían haciendo allí, en ese momento, bajo aquel exuberante cielo estrellado? Ni siquiera era capaz de imaginarlo, y se acorazó contra la idea de ceder a semejante ejercicio fútil, puesto que era una invitación a la entrada del «¡No!» en su corazón. La arbolada ciudad de Danville, en el condado de Contra Costa, estaba tan cerca de la idílica costa de California como deseaba anhelar, o se atrevía a anhelar.
Con gran esfuerzo atrajo de vuelta el «¡sí!» hasta su corazón. Tardó en regresar.
Justo antes de que Conrad llegara a la entrada para regresar a la cámara frigorífica, resonó un tremendo traqueteo. Un preparador de la sección principal del almacén, Alimentos Secos, se detuvo delante de él; conducía un vehículo eléctrico llamado remolcador y arrastraba tres vagonetas de metal cargadas hasta arriba de productos… barriles de detergente, latas de tomate concentrado, sacos de alubias pintas, grandes jarras de colorante rojo… Aquello no tenía fin. El remolcador estaba provisto de un asiento semejante al de un carrito de golf y, sentado en él, se encontraba un individuo regordete y pelirrojo, no mayor que el propio Conrad, que llevaba una camisa de manga corta, guantes de trabajo y botas de suela de crepé. Los preparadores de Alimentos Secos a veces recibían pedidos con uno o dos artículos congelados, y entonces los enviaban a buscarlos a la cámara frigorífica. No iban vestidos para ese trabajo, pero podían resistir dentro unos pocos minutos.
Aquél, el regordete pelirrojo, estaba estudiando la enorme puerta de la cámara frigorífica. No lograba adivinar cómo se abría. Conrad se detuvo a su lado, señaló la cadena y tiró de ella por él. Mientras la puerta se abría, hizo un gesto hacia la hendidura de la cortina de vinilo, como diciendo: «Tú primero».
El pelirrojo hizo pasar el remolcador y las vagonetas, y Conrad entró tras él. El jaleo de la noche tranqui no había amainado ni por un momento. Gritos, juramentos, ruidos de caídas, quejidos… y la voz de Kenny cantando a voz en grito entre la neblina helada y los remolinos de vaho.
—¡Desguace total!
—¡Desguace total! —respondieron los desguazadores desde todos los pasillos, todas las filas, todas las estanterías, todos los helados, neblinosos y brumosos rincones.
Desconcertado, el muchacho del remolcador volvió la cabeza a un lado y a otro. De pronto se dirigió hacia las estanterías, mientras el remolcador emitía un gemido estridente a causa del exceso de combustible suministrado al motor.
Conrad condujo su carretilla hasta la mesa del capataz. Kenny estaba ahí, de pie junto a la carretilla, estudiando el pedido que acababa de recoger.
—Mierda —le dijo, sin dirigirse a nadie en concreto. A continuación vio a Conrad, alzó el papel y añadió poniendo mala cara—: Nat’n’Nate’s.
Nat’n’Nate’s era una gran tienda de comestibles de San Francisco situada al sur de la calle Market. Los preparadores odiaban los pedidos de Nat’n’Nate’s a causa de las pesadas cajas de carne procesada.
Conrad sacó una hoja de la bandeja de metal… Morden Rehabilitation, en Santa Rosa… La estudió… En teoría no tenía que ser un pedido demasiado malo. Se subió a la carretilla elevadora y se adentró en los cañones entre acantilados de hielo.
Al poco se encontró acarreando productos junto al hueco en el que estaba Kenny. Le oía gruñir y renegar para sí. Conrad estaba cargando una caja de costillas en la carretilla cuando Kenny salió del acantilado abrazado a cuarenta kilos de pavo procesado. De pronto, se oyó un agudo gañido y un tremendo traqueteo. Entonces apareció el cargador pelirrojo de Alimentos Secos que salía disparado de una fila con su remolcador, que arrastraba las tres vagonetas repletas de productos. Dobló para tomar el pasillo. Lo hizo demasiado rápido. En vez de enderezarse, siguió doblando en un arco inmenso y peligroso. La fuerza centrífuga hizo que las vagonetas se alzaran sobre dos ruedas. Iban a volcar. Un enorme saco se rompió. ¡Perdigones! No, alubias pintas, proyectadas en todas las direcciones. Duras, lisas y resbaladizas como rodamientos. Una carretilla cargada surgió en el pasillo a toda velocidad, viniendo desde atrás… Un casco Panzer… Herbie Jonah… Herbie viró para esquivar lo que había caído al suelo. La carretilla pisó las alubias pintas, resbaló y empezó a girar con furia. Herbie, la carretilla, el palé cargado… girando, arrojando productos congelados en todas las direcciones, lanzado a toda velocidad hacia Kenny, quien estaba de espaldas con un bloque de cuarenta kilos de carne congelada apretado contra la barriga…
—¡¡Kenny!!… Herbie gritaba, intentando agarrarse a las palancas de la carretilla. ¡Bango! Salió despedido. Se estrelló contra el suelo. El suelo se tiñó de rojo. ¡Rojo! Kenny volvió la cabeza. Vio la carretilla de Herbie directa hacia él, pero estaba paralizado por la manera compulsiva en que apretaba la caja. Conrad saltó, se lanzó de cabeza contra Kenny, lo tiró al suelo. Un tremendo y sofocante estrépito envolvió sus cuerpos… un mar rojo… Resbalaron sobre alubias pintas por un lodo de color rojo sangre… Kenny y Conrad… una maraña de brazos y piernas… con las estanterías y las cajas girando sobre sus cabezas en los remolinos de vaho… El momento se alargó de forma interminable y luego se detuvo.
Conrad quedó boca abajo, apoyado sobre la cabeza y el hombro derecho, mirándose las piernas… que estaban ¡rojas!… plegado sobre el cuerpo de Kenny… cubierto de… ¿sangre? Lentamente, sin estar seguro de conseguirlo, apartó las piernas del cuerpo de Kenny.
Todo estaba… ¡rojo! ¡Sangraba!… aunque no descubría dónde se había cortado.
Kenny, contorsionado junto a él en el suelo, intentaba rodar sobre su espalda. Había cajas, bidones, latas y sacos esparcidos por el horrible lodo rojo… Un casco Panzer, un cuerpo, un gorgojo gris, Herbie Jonah, cubierto de rojo… Herbie intentó sentarse, pero su mano resbaló sobre las alubias pintas y volvió a caer en el lodo rojo. Ahí estaba la carretilla elevadora de Herbie, aplastada contra la de Kenny. El bastidor del motor de ésta tenía la base desgarrada. Las palancas de las dos máquinas estaban retorcidas y trabadas entre sí. Los listones de los dos palés se habían astillado. Las dos máquinas estaban incrustadas contra uno de los negros montantes metálicos de las estanterías.
En medio del pasillo se encontraban volcadas las tres vagonetas del preparador de Alimentos Secos, pero el remolcador seguía en pie, con el morro empotrado en la fila del otro lado; el rechoncho pelirrojo continuaba en el asiento, encorvado sobre las palancas y gimiendo.
Uno de los preparadores negros, Tony Chase, se acercó corriendo a Conrad y Kenny. De pronto, las piernas dejaron de obedecerle. Las alubias pintas. Aterrizó en el lodo rojo. Conrad consiguió arrodillarse.
Sentía las judías, duras como canicas, rodar bajo las rodillas. Su traje de Zincolon estaba empapado de rojo… ¡sangre!
Un momento, un momento… La sangre no tenía ese aspecto, no conservaba ese brillo… Entonces las vio, las dos jarras rotas de cuarenta litros… de colorante rojo… Las jarras y las alubias pintas, como un fogonazo…
—No puedo sacar la mano, no puedo sacar la mano…
Era el preparador de Alimentos Secos, que seguía encorvado sobre las palancas del remolcador, gimiendo: «No puedo sacar la mano».
Por alguna razón, se había quitado el guante de la mano derecha y había olvidado ponérselo de nuevo antes de agarrar las palancas para hacer girar al remolcador, de manera que los dedos y la palma se le habían quedado pegados al metal.
Kenny, sentado, contemplaba los restos de las dos carretillas. Era evidente. Si hubiese permanecido donde estaba, agachado junto a su carretilla con la caja de pavo congelado en los brazos, habría quedado aplastado. El placaje de Conrad lo había arrojado al pasillo. Conrad se había lanzado directamente hacia la trayectoria de la carretilla descontrolada. De haber saltado un palmo más arriba, el choque de los dos bastidores del motor le habría aplastado las piernas. De haberlas tenido un palmo más abajo, se las habría cercenado el palé de Herbie con su girar de guadaña.
La luz maníaca había desaparecido de los salvajes ojos zarcos de Kenny. Los preparadores empezaban a concentrarse alrededor de la zona donde se había producido el accidente. Kenny abrió la boca, pero de ella no salió ninguna palabra.
Desde arriba, la voz de Dom, por los altavoces:
—¡Limpia! ¡Limpia! ¡Whisky 8! ¡Whisky 8! ¡Volando! ¡Birdie! ¡Ferdi! ¡Los dos! ¡Paso ligero! ¡Que hay todo un pasillo! ¡Whisky 8! ¡Whisky 8!
Y fue entonces cuando Kenny, que continuaba sentado en el lodo rojo, habló con la voz más baja que Conrad le había oído nunca.
—Joder, Conrad… me acabas de salvar la vida.
Esa vez, los dos limpias, Ferdi y Birdie, se ganaron la paga sin ningún género de dudas. Debía de haber una tonelada de productos esparcidos por el pasillo y la Fila W, reventados, rotos, molidos, aplastados; empezaban a congelarse y a formar en el suelo un fango rojo helado. Era un milagro que nadie hubiera resultado malherido.
Seguramente los habían salvado los acolchados trajes para el frío, los trajes y todas las prendas con que se envolvían. Quien se había llevado la peor parte era el pelirrojo regordete de Alimentos Secos, que sin duda se había arrancado un trozo de carne al intentar separar la mano de la palanca. Aunque lo cierto era que los preparadores que habían dado con sus huesos en el suelo tenían peor aspecto que él. Parecían supervivientes tras la explosión de una bomba. El colorante rojo les manchaba los monos de Zincolon, los guantes, la cabeza, la cara. Conrad tenía la mitad del pelo empapada de colorante; y Herbie lo mismo. Un lado del bigote de Kenny chorreaba líquido rojo. Parecía como si le hubieran disparado en la nariz.
Apareció Dom y se los llevó a todos al muelle de carga para que se repusieran, entraran en calor y comprobar que estaban bien. ¡Por Dios! ¡Entonces sí que se fijaron en ellos los controladores y los mozos! El lodo, que se había congelado sobre sus trajes térmicos, se estaba derritiendo. Parecían rezumar sangre. De vez en cuando caía al suelo una alubia pinta, con el aspecto de un coágulo sanguinolento. Conrad empezó a temblar, justo ahí, en medio del sofocante calor. Habían estado a punto de matarlo, o de dejarlo mutilado, a él y a Kenny, a los dos.
Kenny permanecía anormalmente silencioso. Seguía al lado de Conrad. Empezaba a hablar de lo que había sucedido y decía: «Creo… creo…», o cualquier otra cosa igual de vaga, con los ojos fijos en algo que estaba a más de un kilómetro.
Y entonces Herbie se acercó y le dijo a Kenny que lo sentía de verdad, pero que no había tenido modo de controlar la carretilla tras resbalar sobre las alubias. No dejó de resultar extraño, porque nadie había oído expresar nunca a Herbie nada parecido a una muestra de afecto.
—Oh, ya lo sé —dijo Kenny—. Te oí gritar, y vi el maldito cacharro venir directo hacia mí, pero me quedé paralizado. Estaba con la puta caja de pavo en las manos, sin poder soltarla ni hacer nada. Me he quedado paralizado. Si no llega a ser por el tío este…
Señaló a Conrad con la cabeza y sonrió débilmente, aunque luego la sonrisa desapareció de sus labios y volvió a su mirada lejana.
Dom se acercó y les dijo que ya faltaba muy poco para la pausa del almuerzo, por lo que podían quedarse fuera hasta que sonara la sirena e ir directamente a comer. A continuación se llevó a Conrad aparte, le pasó el brazo por los hombros y dijo:
—¿Estás bien? Nos has dado a todos una buena lección, chico.
Conrad no supo qué decir, salvo que, en realidad, estaba bien. Todavía se encontraba demasiado conmocionado para saborear el cumplido.
La pausa del almuerzo era a las doce y media; se comía en lo que se conocía como la sala de descanso, que no era otra cosa que una parte despejada de la nave principal, Alimentos Secos, en la que unos toscos tableros de madera contrachapada de metro y medio por tres hacían las veces de paredes. Los preparadores de la cámara se habían quitado los trajes térmicos de Zincolon, las chaquetas térmicas, las gorras, los guantes, los rellenos y las envolturas; estaban sentados en sillas de plástico alrededor de unas robustas mesas plegables. Otra vez en camiseta y vaqueros, tenían aspecto de estar agotados y pegajosos después de levantar tanto peso a un ritmo furioso y sudar tanto dentro de los trajes aislantes. Kenny se repantigó en la silla justo frente a Conrad, que acababa de abrir su bolsa de papel y sacar uno de los bocadillos de carne que Jill le había preparado. Un par de docenas de preparadores, con neveras, hacían cola para calentar el almuerzo en los microondas situados junto a los tabiques de madera contrachapada. No dejaban de volver la cabeza y mirarlo. Conrad imaginó que era por el aspecto que presentaban tanto Kenny como él, manchados como estaban de rojo.
Bombilla se acercó procedente del microondas con un plato de plástico humeante, se sentó y dijo:
—Jooooooder… ¿qué beis heeeeecho? ¿Tai bieeeeeen?
Bombilla tartamudeaba, pero tartamudeaba en las vocales más que en las consonantes. Cuando llegó al «bieeeeeen», el pequeño desguazador ya no los miraba a los dos sino directamente a él, Conrad. Tenía una mirada refulgente. Conrad sintió que se ruborizaba. Por primera vez se permitió pensar: creen que soy un héroe o algo así.
La idea no era estimulante. Al contrario, se sentía como un farsante. Al lanzarse contra Kenny no lo había hecho en un acto de calculada valentía, sabiendo lo exiguo de las probabilidades. Lo había hecho, sin más… en un momento de terror. ¡Y aún seguía aterrorizado! ¡Se podía haber matado ahí dentro! No tenía forma de saber que compartía esos sentimientos de culpabilidad, sumergidos y completamente inexpresables, con la mayor parte de los héroes de la historia.
Justo entonces, para gran alivio de su parte, entró en la sala de descanso el subdirector de noche del almacén, Nick Derdosian, sosteniendo contra el pecho una carpeta de papel manila naranja oscuro. La carpeta debía de contener los cheques, por lo que todo el mundo tendría otra cosa en que pensar.
Derdosian, un hombre de tez morena, en la mitad de la treintena, era calvo, pero considerablemente velludo. Una espesa mata de vello negro emergía de las mangas cortas de la camisa y recorría los brazos hasta el dorso de las manos. Gracias a Kenny, los preparadores de la cámara lo llamaban Nick Corbatín. Él, el resto del personal supervisor y los vendedores tenían oficinas en la parte delantera del almacén, que daba al bulevar East Bay. Kenny se refería a ellos colectivamente como «los corbatines». La mayoría de los empleados de la oficina delantera llevaba corbata, como Derdosian… hasta hacía poco tiempo. Cada vez que aparecía en la sala de descanso o en las naves, Kenny se dedicaba a gritarle: «¡Nick Corbatín!», y siempre había uno u otro desguazador que repetía, gritando en falsete: «¡Nick Corbatín!». Aquello sacaba tanto de quicio a Derdosian, un hombre impasible y tranquilo a quien Dios no había creado para que tratase con los desguazadores, que en los últimos tiempos había abandonado la corbata y llevaba camisas desabrochadas. Sin embargo, era tan velludo que una alfombra de pelo rizado asomaba por la abertura en forma de V del cuello, y Kenny y los desguazadores habían empezado a llamarlo Harry Sin Corbata. «¡Jarriiiiii Sin Corbata!». Por eso aquella semana había vuelto a ponérsela, tras decidir que trataría con la plantilla con corbata y una tensa y obsequiosa sonrisa.
De todos modos, esa noche, entró en la sala de descanso completamente serio. Tenía un aspecto lúgubre y receloso, como si estuviera convencido de que Kenny había ideado alguna forma nueva de amargarle la vida.
En vez de eso, Kenny se limitó a hacer una seña con la cabeza y decir:
—Hola, Nick.
También él parecía de lo más apesadumbrado.
Derdosian dejó la carpeta de papel manila en una mesa cercana, sacó el fajo de cheques y empezó a gritar los nombres en orden alfabético. Conrad tomó el sobre sin molestarse siquiera en abrirlo, lo dobló por la mitad, se lo metió en el bolsillo de su camisa a cuadros y volvió a la mesa.
En ese momento estallaron unas voces en la mesa de al lado. Eran Tony Chase y los otros dos preparadores negros. Tony les enseñaba un papelito blanco y hablaba con furia. Bombilla dio media vuelta para escuchar lo que decían y luego se volvió de nuevo.
—Joder —dijo—. A Toooooony lo eeeeeechan. Lo han despedido.
Conrad se incorporó en la silla. A Tony lo habían contratado la misma semana que a él.
Kenny y Bombilla ya habían abierto el sobre y miraban si contenía algo más que un cheque. Era evidente que estaban a salvo. No los habían despedido. Lo mismo ocurría por toda la sala de descanso. En algún lugar, a su espalda, Conrad oyó una voz entrecortada:
—¡La leche puta!
Lentamente, Conrad sacó el sobre del bolsillo de la camisa, introdujo su gran índice bajo la solapa y lo abrió. Contenía un cheque color salmón, como siempre. Detrás estaba el papelito.
Leyó las primeras palabras: «Debido a una ineludible reducción de la capacidad de este almacén, nos vemos obligados…». Y alzó la vista. Kenny y Bombilla lo estaban mirando. Fue incapaz de hablar. Sólo consiguió asentir con la cabeza para indicarles: «Sí, es verdad».
—No me creo esta mierda —dijo Kenny. Con gesto brusco, estiró el brazo sobre la mesa y añadió—: Jame verlo. —Le arrancó el papelito de la mano y lo estudió durante un instante. Luego, se incorporó de un salto.
La silla golpeó el suelo detrás de él con estruendo plástico. Fulminando con la mirada a la figura en retirada de Derdosian, gritó:
—¡Tú! ¡Nick!
Derdosian se detuvo en la entrada de la sala de descanso. Su cabeza empezó a moverse inmediatamente de un lado a otro, como si dijese: «No tengo nada que ver con esto».
—¿Qué coño está pasando aquí, Nick?
Las enormes manos de Kenny estaban apretadas contra la superficie de la mesa, soportando el peso de la parte superior de su cuerpo. La barbilla sobresalía. Se marcaban todas las estrías de los músculos de su largo y ancho cuello. Parecía a punto de dar un salto desde la mesa hasta la puerta de la pared de contrachapado, donde se había detenido el encogido subdirector de noche.
Sus ojos de perro salvaje se convirtieron en taladros, exigiendo una respuesta; luego se abrieron de par en par, y gritó:
—¿QUIÉN ES EL LISTILLO QUE SE LA CURRIDO ESTO, NICK?
Aún se oían el ruido y los golpes de la nave de Alimentos Secos al otro lado de la pared, pero en la sala de descanso no había ningún otro sonido. El personal se quedó paralizado, clavado por aquel estallido de furia desguazadora.
—¿QUIÉN SEL TONTO LOS COJONES, NICK? ¿VAIS A DESPEDIR A CONRAD? ¿VAIS A DESPEDIR AL MEJOR TÍO CAY EN TODESTE SITIO DE MIERDA?
Derdosian, transfigurado, alzó lentamente los hombros y luego las palmas de las manos y agachó la cabeza, en un gesto que suplicaba: «¡No he sido yo! ¡Yo no tomo estas decisiones!».
—¡VA COMPRARSE NA CASA, NICK! ¡TIENEN NA MUJER Y DOS NIÑOS! ¡TIENE CORAZÓN, NICK, TIENE CORAZÓN! ¡ÉL SOLO VALE MÁS QUE TOA VUESTRA PANDILLA DE CORBATINES DE MIERDA JUNTOS!
El subdirector de noche tenía ya las palmas tan arriba y la cabeza tan agachada que daba la impresión de que intentaba desaparecer en su propia caja torácica.
—¡AH, YA LO SÉ, NICK! ¡TÚ SÓLO CUMPLES ÓRDENES! ¡ERESÚN DESGRACIADO DE MIERDA! ¿SABES QUÉ TE DIGO? ¡QUE TE VAYAS A LA MIERDA! ¿CÓMO SE LLAMAL SOPLAPOLLAS DUEÑO DESTA COMPAÑÍA DE MIERDA? ¡NO SÉ QUÉ CROKER, ¿NO?! ¡ÉL SEL LISTILLO, ¿NO?! ¡PUES MEJOR QUE SE VAYA LA MIERDA TAMBIÉN, PORQUE SI NO…!
Se le quebró la voz, bajó la vista y miró, no a Nick Derdosian, sino a Conrad. Apretó los labios, que empezaron a temblarle, al igual que la barbilla. Abrió los ojos de par en par, y luego los cerró lentamente. Cuando volvió a abrirlos, rebosaban lágrimas, que empezaron a rodar por sus mejillas. Manteniendo una mano sobre la mesa, levantó la otra y se cubrió la cara. Agachó la cabeza y su huesudo cuerpo empezó a sacudirse desde los hombros hasta el cinturón de levantador de pesas.
Los ojos de Conrad se clavaron en lo más insignificante: lo mucho que estaba perdiendo Kenny el pálido pelo rubio, húmedo, greñudo y apelmazado en la coronilla. De pronto, el indomable desguazador pareció de lo más débil y cansado.
Kenny levantó la cabeza e intentó limpiarse las lágrimas con la mano y el antebrazo. Se obligó a sonreír.
—¿Lo ves? ¿No tenía razón, colega? No te lo vana dejar hacer. Y tú también tenías razón. Mas dicho que tengol «¡No!» nel corazón. Y es verdad. Tengol «¡No!» nel corazón. —Se apretó el cuello con el índice y el pulgar—. Toy hasta qui… destar tragando mierda nel agujero donde me tienen metido.