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Hermanastros beiges

El despacho de Wesley Dobbs Jordan, alcalde de Atlanta y antiguo hermano de Roger White en la fraternidad Omega Zeta Zeta en Morehouse, estaba en el primer piso del anexo de 1989, la parte nueva del ayuntamiento, la que tenía la entrada por la avenida Trinity. La entrada daba a un vestíbulo en forma de rotonda que sorprendió a Roger por su modernidad pero al mismo tiempo por su magnificencia, lo que ya era mucho reconocer por parte de Roger, que no solía tener paciencia con la decoración y el arte modernos. Sus gustos nunca habían tolerado demasiado nada posterior a Edward Lutyens, pero aquella rotonda no estaba mal. Toda ella era de un mármol gris de Georgia que se alzaba dos plantas rematadas por una fabulosa cúpula con una claraboya que llenaba el lugar de luz natural, incluso en un día nublado como aquél. A cada lado, unas escalinatas de mármol, con una inmensa barandilla de latón que ceñía la rotonda como una corona, conducían al balcón del primer piso. ¡Dios mío, pensó Roger con una punzada de envidia, Wes Jordan sí que ha alcanzado el éxito si dirige este reino! En fin, no valía la pena envidiar a Wes. Wes era único. A Wes la confianza siempre le había sobrado por toneladas. Era un tipo pequeño y un tanto regordete, aunque en Morehouse ya había sido algo más que un simple ejemplar de «hombre de Morehouse». Había sido un hombre de Morehouse y medio. Había sido presidente de Omega Zeta Zeta y presidente del consejo estudiantil. Era un sangre azul de piel clara, emparentado con muchas figuras importantes de la élite negra del antiguo barrio de Dulce Auburn y había sido un líder desde el principio porque… iba a serlo. Roger también era un sangre azul de piel clara y pariente de quizá tantas personas notables como Wes, pero nunca había tenido la implacable confianza de éste ni el mordaz cinismo con el que ponía en su sitio a todos sus enemigos.

Con él era imposible utilizar ninguna de esas historias de la Autenticidad Negra. Unas pocas palabras le bastaban para retomar lo que acabara de decir el pureta y, antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, se lo clavaba al mamón en las costillas hasta la molleja. Y en aquel momento era alcalde de Atlanta y él, Roger, se acercaba al trono del monarca de la Rotonda de Mármol en busca, como todos los demás, de un favor. Bueno, al menos nos tuteamos, pensó Roger. No tendré que estar ahí de pie con el sombrero en la mano murmurando «señor alcalde». No era que llevara sombrero, pensó; aunque sí se había tomado la molestia de ponerse su conjunto de apariencia más lujosa: un aprestado traje de estambre azul marino de raya diplomática ceñido en la cintura, una camisa de cuello blanco con botones y pechera de rayas azul claro muy separadas, una corbata de crespón de seda azul ultramar comprada en Charvet, en París, y un par de lustradísimos zapatos negros de suela fina y puntera que encajaban en su empeine como un par de guantes. Del bolsillo delantero de la chaqueta sobresalía un pañuelo de seda blanco con ribete azul ultramar.

Tras subir las escaleras y entrar por las puertas del feudo del alcalde, se llegaba a un mostrador largo y moderno tras el cual se hallaba sentada una hermosa recepcionista negra que no debía de haber cumplido los treinta, según calculó Roger; tenía la piel medianamente oscura y un peinado de elaborada informalidad. En cuanto él se dio a conocer, exclamó en tono alegre:

—¡Ah, señor White! Siéntese. En un segundo lo atiende.

En tono muy alegre, en realidad, y con una sonrisa tan acogedora, que Roger desconectó el radar de estatus que había conectado para detectar la menor señal de que se le trataba como a cualquier otro simple solicitante ante Su Eminencia.

En el fondo de la zona de recepción había un enorme policía blanco sentado a una mesa, contemplándolo con expresión neutra que cambió por una sonrisita educada cuando Roger lo miró directamente. Seguridad… blanca… Recepcionista… negra. Un policía blanco y una recepcionista negra… Roger se preguntó si Wes disponía siempre de aquel modo las cosas, blanco y negro, uno de cada; puesto que los solicitantes que llegaban a aquel lugar serían tanto blancos como negros. En realidad, la única otra persona que, sentada en un sofá, esperaba en la zona de recepción era un hombre de negocios blanco, de unos cincuenta años; o, por lo menos, Roger consideró que se trataba de un hombre de negocios. Llevaba el típico atuendo en boga entre los empresarios blancos de Atlanta: un anodino e informe traje oscuro de confección comprado en un centro comercial, con una camisa a rayas y una corbata de «granada de pizza», como Roger llamaba el estilo de corbatas de moda. Era la clase de corbata que parecía como si acabara de estallarte en el pecho una pizza de salchichón y olivas. ¡Las llevaban incluso los empresarios negros!… y eso que Roger había dado naturalmente por supuesto que los empresarios negros vestían de un modo más sutil y con más estilo que sus equivalentes blancos. Y los zapatos… los empresarios blancos no entendían nada de zapatos. No llevaban zapatos de suela fina. Los llevaban con unas suelas que parecían bordillos.

Roger Blanco al Cuadrado se sentó frente a él en un sillón de cuero que exhaló un suntuoso silbido al hundirse en él. Distraídamente, miró alrededor… muchos muebles ingleses de los que siempre le habían gustado a Wes: Sheraton y Hepplewhite; Wes también los tenía en su casa de Cascade Heights. El lugar parecía un anticuado club masculino, como el Commerce Club o el Capital City, a los que Roger había acudido unas pocas veces a almorzar… y sin embargo… había algo que desentonaba, que chirriaba en la atmósfera mental de la sala… Entonces Roger se fijó en las cortinas que colgaban a los lados de la ventana. Eran unas cortinas descomunales, muy plisadas y drapeadas, de… algodón yoruba… ¡yoruba!… Los audaces motivos yoruba negros, rojos y amarillos eran inconfundibles, incluso en un material tan plisado y drapeado. Y en la pared, sobre el sofá, dispuestos sobre paneles oscuros… unas fantásticas tallas africanas en piedra y marfil… antílopes, ñus, leones, guepardos… además de criaturas fabulosas procedentes de los mitos yoruba… y allá, en la pared contigua… dos máscaras de hechicero espeluznantes pero sensacionales y seguramente muy valiosas, así como un par de lanzas cruzadas con las distintivas borlas yoruba colgando del cuello metálico, justo por debajo de la punta.

Oh, Roger reconocía todo aquello, porque durante su penúltimo año en Morehouse había sido uno de los estudiantes elegidos para ir de viaje a la tierra de los yoruba durante las vacaciones de primavera… ¿por qué esos indolentes freakniqueros de hoy no pensaban en algo igual de constructivo?… él había ido de viaje a la tierra de los yoruba, al interior de Lagos, a Nigeria, con un grupo dirigido por los profesores Michaels y Pomeroy. ¿Y por qué? ¡Raíces! Los estudiosos consideraban que un porcentaje muy elevado de los esclavos llegados a América había sido capturado en tierra yoruba, la cuna de una gran civilización, quizá la mayor civilización de toda África. Las casas de los jefes eran estructuras magníficas. Algunas tenían hasta cincuenta estancias y estaban lujosamente decoradas con tallas y utensilios simbólicos como los que colgaban de aquellas paredes. Y entonces Roger lo recordó: Wes había participado en aquel viaje.

Se levantó del sillón y se acercó a la recepcionista.

—Perdone —dijo.

La encantadora cara sonriente se volvió hacia él.

—Una curiosidad —añadió haciendo un gesto en dirección a las tallas que colgaban de la pared sobre el sofá—, ¿desde cuándo están aquí estas tallas?

—Creo que unas dos semanas y media.

—¿Y eso? —Hizo un gesto en dirección a las máscaras y las lanzas.

—Lo mismo —respondió la recepcionista—. Lo ha traído todo el alcalde. Creo que de su casa.

—¡Es una broma! —dijo Roger. En el acto se dio cuenta de que la expresión sonó tan tonta como cuando la había pronunciado delante de Buck McNutter la otra noche. Añadió—: Son sensacionales.

Repitió la frase varias veces de regreso a su sillón, de un modo un tanto psicótico, hablando solo («Sí, son sensacionales… son sensacionales…»), mientras pensaba todo el rato: «¿De su casa? ¿Wes Jordan colecciona arte yoruba?».

Seguía dándole vueltas a la pregunta —Wes Jordan jamás había mostrado el menor interés por el arte africano tras su regreso de la tierra de los yoruba, ni siquiera durante el auge del afrocentrismo[12] a finales de los sesenta y principios de los setenta—, cuando de una puerta situada en la pared lateral, justo detrás de la recepcionista, salió una mujer que le dijo, con mucha cordialidad y una gran sonrisa:

—¿Señor White? Soy Gladys Caesar. Si tiene la bondad de acompañarme, el alcalde lo está esperando.

Roger caló a Gladys Caesar en el acto. Era la clase de mujer de mediana edad, organizada, infatigable, rebosante de energía y fornida, con una piel ni demasiado clara ni demasiado oscura, que desde tiempo inmemorial había conseguido «que se hicieran cosas» en la comunidad. La siguió por un largo pasillo bordeado de vitrinas que contenían una asombrosa colección de objetos: dos muñecas de cerámica japonesas vestidas con kimonos de una tela de una suntuosidad y una complejidad fabulosas, adornadas con una especie de grandes discos de color rojo laca; un cuenco de cristal de estilo Lalique[13] con un desnudo Art Déco alzándose en la orilla; un fragmento (pero un fragmento grande) de lo que parecía ser un antiguo bajorrelieve italiano; una figura de bronce de medio metro de un mostachudo policía neoyorquino del anterior cambio de siglo montado en un caballo y con una pequeña capa sobre los hombros; una exquisita maqueta de un barco del siglo XIX dentro de una botella de cuello estrecho… todos esos objetos, cada uno de aspecto más caro que el anterior, se extendían uno tras otro, en las vitrinas. Antes de que Roger pudiera hacer la pregunta, Gladys Caesar se la contestó:

—Son regalos de los dignatarios visitantes. Los japoneses nunca vienen sin un regalo. Lo consideran de mala educación.

El pasillo conducía a un par de pequeños despachos y luego a dos grandes puertas de caoba. Al llegar a la puerta de la izquierda, Gladys Caesar sacó una llave, abrió la puerta, señaló un gran sofá tapizado de tweed blanco y dijo en voz baja, con la sonrisa más cálida posible:

—Si quiere sentarse. Ahora mismo viene.

Roger miró alrededor. Se encontraba en lo que parecía una sala de estar, una sala moderna pero espectacular. Había una única gran ventana, que llegaba hasta el techo y también servía de puerta corredera para acceder al balcón. Éste, como el resto del edificio, estaba hecho de un pálido hormigón prefabricado, pero una barandilla modernista de metal oscuro y unos balaustres le conferían un estilo depurado. El sofá estaba a un metro y medio de la ventana, con el respaldo vuelto hacia ella, y enfrente había una mesa de centro con un vidrio de al menos cinco centímetros de grosor sobre una estructura de latón sencilla pero magníficamente forjada. El suelo estaba cubierto por una gruesa alfombra sobre cuyo fondo blanco se repetían unas formas geométricas marrón oscuro; al fijarse, Roger advirtió que el motivo era un fénix, el ave mítica que renace de las cenizas, el símbolo de Atlanta, que se había incendiado dos veces y había vuelto a renacer. En un extremo de la mesa había una pila de grandes libros de fotos y, en su centro… una excepcional copa adivinatoria yoruba sostenida por figuras de casi dos palmos de caballos y jinetes tallados en madera rojiza al viejo estilo oyó… ¡Sensacional!… Sí, sensacional… y luego se fijó en las paredes, que en un primer momento había pensado que también eran de caoba, por lo oscuro de su color. Se dio cuenta entonces de que en realidad eran de… ébano… del suelo hasta el techo… sin biseles ni otras incisiones decorativas… En la pared que tenía delante se exhibía un grupo formado como mínimo por una docena de espadas ceremoniales yoruba, de más o menos medio metro de longitud cada una, talladas en marfil y con un detalle intrincadísimo… El ébano situado detrás resaltaba el reticulado, que parecía una labor de encaje, de las hojas de las espadas… ¡Sensacional! ¡Sensacional!

Roger aún estaba mirando, boquiabierto, cuando oyó que una puerta se abría en un lado. Hacia él avanzaba, cruzando la alfombra del fénix y saliendo de lo que parecía ser un pequeño despacho, Wes Jordan, con su metro setenta, radiante.

Abrió los brazos y levantó las manos, como si se dispusiera a dar un abrazo y dijo con voz grave:

—¡Hermano White! ¡Hermano White!

Roger reconoció en el acto aquella voz fingida de Wes, su voz irónica de Negro Auténtico, y sabía que «hermano» tenía dos significados, ambos irónicos: hermano White, en el sentido de hermano de la fraternidad Omega Zeta Zeta, y hermano White, en el sentido de «mi hermano afroamericano». Al acercarse, Wes no lo abrazó, como pensaba Roger que iba a hacer, sino que levantó la mano izquierda, con la palma abierta y dijo:

—Eh, colega, choca esos cinco.

Roger dio una palmada a la mano del alcalde, servicialmente, a pesar de que sabía que aquello también era una farsa. Luego el alcalde levantó la mano derecha y dijo:

—Chócala arriba, colega.

Roger le palmeó la mano arriba. A continuación el alcalde bajó la mano izquierda, con la palma hacia arriba, casi al nivel de la rodilla, y dijo:

—Chócala abajo, colega.

Roger le palmeó la mano abajo. Entonces, para su sorpresa, el alcalde lo abrazó, lo rodeó con sus brazos, apoyó la cabeza contra la de Roger y dijo con su voz normal, con evidente sinceridad:

—Me alegro de verte, hermano. La verdad es que el tiempo pasa volando.

Entonces retrocedió y examinó a Roger de pies a cabeza, desde los bonitos y relucientes zapatos negros de suela fina hasta el cuello blanco con botones y la corbata de Charvet, y luego de nuevo hasta los pies.

—¡Aaa… jaa… jáaaa! —Una voz grave, volviendo de nuevo al modo paródico de Negro Auténtico—. ¡Vaya si vamos de buten, tío! ¡Vaya si vamos de… buten! ¿Qué pasa, hermano?

«De buten» era jerga de la calle, la pronunciación hip-hop deformada de «dabuten», el último término para «excelente», «guay», «tope», en especial cuando se refería a asuntos de vestido. A Roger le sorprendió que Wes Jordan conociera el término. Él acababa de aprenderlo.

—¿Cómo sabes qué quiere decir «de buten», colega? —preguntó Roger deslizándose, a pesar de sí mismo, hacia la forma de hablar fingida.

—Venga, tío —dijo el alcalde—, ¿no sabes que estás delante de un nota enrollado? ¿No sabes que estás viendo al señor Calles Cutres de Atlanta? La pregunta es al revés: ¿cómo un cabrón de Wringer Fleasom & Tick con un traje como el que llevas conoce la expresión «de buten»?

—Por si no lo sabes —dijo Roger, sin dejar de imitar la voz fanfarrona del alcalde—, tengo un hijo de once años, y me trae a casa cualquier porquería que encuentra tirada por las calles de esta ciudad que tú diriges, con tal que sea enrollada, tope y tenga el sello del gueto.

Se echaron a reír, y Roger aprovechó el momento para mirar de arriba abajo a su viejo hermano de fraternidad. La silueta seguía siendo la misma del viejo Wes Jordan, un poco demasiado redondo, un poco demasiado rechoncho, vestido con un traje gris, bueno pero no despampanante, una camisa blanca… y una corbata de «granada de pizza». También él. Sin embargo, su cara color moreno claro parecía más dura y cuadrada de lo que Roger recordaba, y el pelo estaba retrocediendo mucho; en realidad, no había salido perdiendo, pensó; al fin y al cabo, su antiguo compañero era en aquel momento alcalde de Atlanta. Como siempre, el cabello de Wes era de un natural que le permitía peinárselo ondulado hacia atrás. De hecho, se le ocurrió a Roger en aquel momento, Wes Jordan habría podido pasar por blanco con sólo proponérselo, con sólo haber estado dispuesto a trasladarse a alguna otra ciudad y empezar de cero; pero ¿para qué necesitaba «blanco» y «cero» un hombre como Wes? Tenía cuarenta y tres años y ya era alcalde de una de las cuatro o cinco ciudades más importantes de los Estados Unidos.

No, Wes no necesitaba nada del departamento de credenciales para mejorar su imagen. Era un verdadero sangre azul de Dulce Auburn. En realidad, su sangre era tan azul como podía serlo la sangre negra. Toda su actuación, desde que había salido de su despacho y se había acercado a Roger, tenía la firma de Wes Jordan, una ironía perfeccionada hacía más de dos décadas, en los días de Morehouse College. Wes fue el primero de su grupo —o el primero del que Roger fue consciente— que identificó y se burló de la costumbre entre profesionales e intelectuales negros de saludarse con alguna forma de jerga callejera propia del Negro Auténtico. Era un modo inconsciente de eliminar la culpa, la culpa por estar demasiados niveles de fortuna por encima de los hermanos que habitaban de verdad las calles; de expresar solidaridad, de simbolizar una conciencia y una vigilancia eternas frente a una sociedad blanca que, a decir verdad, no distinguía entre aquellos diferentes niveles de negros, ni tenía ningunas ganas de hacerlo.

Sin embargo, a Wes Jordan, aquello siempre le había parecido en el fondo algo falso y, cuando él mismo lo hacía, sonaba tan irónico que había que ser bastante corto para no darse cuenta. Wes tenía defectos, pero entre ellos nunca había figurado el sentirse inseguro de su posición en la vida.

—Jamás adivinarías en quién he pensado nada más entrar en tu sala de espera —dijo Roger.

—¿En quién?

—En el profesor Milford Pomeroy.

—Ahhhh —dijo el alcalde—, Pom-Pom Pomeroy.

—¿Adivinas por qué?

—A ver si lo adivino, a ver si lo adivino. ¿Podría ser porque has descubierto en las paredes unos cuantos tesoros de los Oyo y los Owo?

—Lo has adivinado —respondió Roger—, aunque me ha sorprendido bastante. Tú… ¿con arte yoruba?

—Sí, nos hemos tomado la molestia de colocar algunas… raíces yoruba en esta oficina.

—Tu recepcionista…

—La señorita Beasley.

La misma sonrisa.

—Una joven de muy buen ver —apuntó Roger.

—Sí, en efecto —concedió el alcalde.

—La señorita Beasley me ha dicho que tú habías traído todas estas piezas. No sabía que coleccionaras arte yoruba. Espero que no se ofenda, señor alcalde, si le digo que coleccionar arte yoruba no me parece muy propio de Wes Jordan.

—¿Te ha dicho la señorita Beasley que colecciono arte yoruba?

—Bueno, no, no me ha dicho exactamente eso. Creo que lo que ha dicho es que tú las habías traído.

—En eso tiene razón —admitió Wes—, en eso tiene razón. En eso tiene toda la razón.

Aquélla era otra de las peculiaridades de Wes Jordan, repetir una frase una y otra vez, hasta que al final parecía completamente irónica o bien misteriosamente importante.

—Yo las he traído; al menos en el sentido de que, si no fuera por mí, no estarían aquí. Te voy a decir una cosa, Roger. A veces, esto de ser alcalde de Atlanta es muy divertido. He conseguido todas estas piezas o he conseguido que me las prestaran con una docena de llamadas, y para la mitad ni siquiera tuve que ponerme al teléfono. Todo el mundo mira hacia adelante. Llamé al Museo Nacional de Lagos, en Nigeria; llamé a la Colección Hammer, ya sabes, Armand Hammer; llamé al Museo Linden de Stuttgart; llamé a la galería Pace de Nueva York… por cierto, hermano Roger, que esto quede entre nosotros, ¿vale?, entre el hermano Wes y el hermano Roger.

—Oh, por supuesto —dijo Roger.

—Bueno, ni siquiera sé por qué estás aquí. Has sido muy misterioso por teléfono con Gladys, según tengo entendido, muy misterioso, muy misterioso.

La misma sonrisa de nuevo.

—Bueno, lo sabrás dentro de unos instantes; pero continúa, háblame de todo esto.

Hizo otra vez un gesto en dirección a la copa adivinatoria y a las espadas de mármol.

—Les dije a todos lo que pensaba hacer. Les dije que su material estaría en préstamo y que se exhibiría en un lugar destacado de la oficina del alcalde. No les dije durante cuánto tiempo, y ellos no me lo preguntaron. En fin, no es del todo cierto. Lo preguntaron, pero no demasiado.

—Pero ¿tú, Wes? Si no recuerdo mal siempre te reías de ese rollo afrocéntrico. Recuerdo que una noche, ¿cuándo sería?, ¿en 1987?, en 1988, te burlaste tanto de Jesse Jackson y su rueda de prensa con la declaración «afroamericana»… ¿te acuerdas?, no sé dónde fue… en Chicago, creo… la rueda de prensa aquélla que hizo que todo el mundo empezara a utilizar «afroamericano» en vez de «negro»… ¿te acuerdas de aquella noche?… hiciste que Albert Hill se riera tanto, que pensé que le iba a dar algo, y a él le gusta Jesse.

—Bueno —dijo el alcalde, ladeando la cabeza y sonriendo con más aire de complicidad que nunca—, los tiempos cambian. Los tiempos cambian, los tiempos cambian, y las encuestas cambian.

—¿Las encuestas?

—Las encuestas y los grupos de análisis.

—¿Utilizas grupos de análisis?

—Los utilizamos, pero no hagas que empiece con eso. Siéntate —indicó el sofá blanco— y cuéntame a qué debo agradecer el honor de esta visita.

De modo que Roger se acomodó en el sofá, y Wes Jordan arrastró una gran butaca del otro lado de la mesa de centro, se sentó y se arrellanó en ella.

—Wes… —dijo Roger—, ¿por casualidad conoces a Fareek Fanón, el jugador de fútbol?

—Oh, sí —respondió Wes poniendo los ojos en blanco—, lo conozco. Compartí el estrado con él en un acto de la Olimpiada Juvenil Especial. Creo que fue ahí. —Su sonrisa adquirió una contorsión claramente sarcástica—. ¿Qué pasa con él?

—Lo represento —dijo Roger.

—¿Tú? ¿Y para qué demonios?

Roger inspiró con fuerza y se lanzó al relato sobre Fanón, la fiesta del Freaknik y la estudiante blanca que al final había acabado a las dos de la madrugada en la habitación del Cañón y que en ese momento afirmaba haber sido violada. Cuando dijo: «Es la hija de Inman Armholster», el alcalde se enderezó de golpe, se sentó en el borde de la butaca e, inclinándose hacia Roger, exclamó:

—¡Es una broma!

—Eso es exactamente lo que le solté a McNutter cuando me dijo quién era —repuso Roger—. No es un comentario que quede muy profesional, pero eso es exactamente lo que le dije: «Es una broma». No era una broma.

—¿Y por qué quieren que tú lo representes? ¿No se sale un poco de tu campo?

El alcalde estaba tan inclinado hacia adelante, con las manos apretadas y los antebrazos apoyados en los muslos, que todo su peso parecía descansar sobre la parte anterior de los pies.

—Sí, lo mismo pregunté yo —dijo Roger—. Tienen a otros dos abogados trabajando en el caso, Julián Salisbury, que es un excelente especialista en litigios blanco, y Don Pickett, que es un excelente especialista en litigios negro, y también me tienen a mí.

—Sí, los conozco a los dos —dijo el alcalde.

—Y a mí me tienen… bueno, hace un momento me preguntabas si yo era el hermano Roger y me decías que tú eras el hermano Wes. ¿Sigue siendo así?

—Sí.

—Bueno, pues entonces te diré exactamente por qué me han contratado. Te lo diré sin rodeos. Me han contratado porque saben que te conozco. Saben que hemos ido al colegio, al instituto, e incluso al catecismo juntos. Saben que fuimos hermanos de fraternidad en Morehouse. Piensan que me escucharás de un modo en que no escucharías a alguien a quien no conocieras desde hace tanto tiempo. Así de sencillo, y es cuanto sé.

Wes Jordan se levantó. Empezó a pasear de un lado a otro con expresión de desconcierto, frotándose los nudillos de la mano izquierda con los dedos de la derecha. A continuación se detuvo y le dijo a Roger:

—De acuerdo, supongamos que es una idea sensata por su parte. ¿Qué piensan que vas a conseguir de mí? Inman Armholster. ¡Dios mío! Bueno ¿y quiénes son «ellos»? ¿Quién paga todo esto?

—Un nuevo grupo de amigos del equipo de fútbol, los Aguijones.

—Seguro que todos son blancos y conocen a Inman Armholster. ¿Tienes idea…? —El alcalde dejó la frase sin concluir y reanudó sus pasos—. Muy bien. Como te decía, ¿de qué se supone que tienes que convencerme?

—Bueno, lo que ellos… nosotros… quien sea… queremos…

Interrumpiéndolo, distraído, como si no se diera cuenta de que Roger estaba hablando, mirando las oscuras nubes que se extendían más allá del balcón, el alcalde dijo:

—¿Tienes idea del… potencial de este caso? Uno de los mayores deportistas salidos de Atlanta Sur, de la Atlanta negra, y la hija de uno de los hombres más ricos y destacados de Atlanta Norte, de la Atlanta blanca, de Buckhead… —Miró a Roger y añadió con una sonrisa casi imperceptible—: ¿Y qué quiere tu cliente que yo haga?

—Bueno, Wes… lo que queremos, por encima de todo, es mantener el asunto controlado. Julián Salisbury y Don Pickett serán unos abogados fantásticos, pero éste no es un caso que podamos ganar ante cualquier tribunal. Bastará con que el asunto salga a la luz pública para que el daño esté hecho. Además, no podemos mantenerlo controlado limitándonos a no decir nada. Alguien tiene que dar un paso al frente y mediar… mediar ante Inman Armholster. Alguien tendrá que calmar a un montón de gente alterada, y piensan (y yo estoy al ciento por ciento de acuerdo con ellos), piensan que la persona ideal para hacerlo eres tú. Tú tienes la confianza de los Inman Armholster de esta ciudad.

Wes, que seguía de pie y miraba por el gran ventanal, empezó a sonreír, como si acabara de descubrir algo divertidísimo a lo lejos, en el condado de Paulding o el condado de Douglas. De pronto miró a Roger, con la misma sonrisa en la cara.

—Roger —dijo—, ¿sabes lo que es el «dinero sacavotos»? A veces se llama «dinero del paseo».

—Más o menos —le respondió Roger—. He oído la expresión. ¿Por qué?

—Bien —dijo Wes Jordan—, ¿qué dirías que significa, más o menos?

—Tengo entendido que se refiere al dinero que tienes que gastarte el día de las elecciones, o puede que desde algunos días antes, para avisar a tus partidarios en los barrios más pobres, no sé… enviar coches con megáfonos, pagar a los que reparten propaganda en las esquinas de los alrededores de los colegios electorales y conseguir furgonetas para llevar a la gente a las urnas, cosas así. ¿Por qué?

Wes sonrió, de forma tal vez demasiado amplia a juicio de Roger.

—Yo también había pensado siempre eso, Roger. Justo después de anunciar mi candidatura a la alcaldía, Archie Blount, ¿te acuerdas de Archie?, congresista del distrito quinto, me visita y me dice: «Wes, es la primera vez que compites para algo tan grande, unas elecciones metropolitanas. En el primer mes de campaña tus conocimientos sobre el funcionamiento real de la política aumentarán en un ciento por ciento. Al segundo mes, aumentarán un doscientos por ciento, al tercero un cuatrocientos por ciento… y seguirás estando en la guardería». Le di las gracias, seguramente de un modo condescendiente… me caía bien, pero no lo consideraba muy brillante… y seguí con mis preparativos para competir basándome en mis méritos, que estaban todos a mi favor, o eso imaginaba.

»A la mañana siguiente tuve mi primera sorpresa. Sobre la mesa me esperaba una pila de cartas así de alta. Y cada carta llevaba enganchado con un clip un cheque extendido a favor de mi campaña. La carta era en realidad un contrato entre la organización que la enviaba y yo. Recuerdo que una era de alguna organización de defensa de los derechos gays. Cuanto tenía que hacer era firmar la carta diciendo que defendería los matrimonios entre parejas del mismo sexo, los derechos hereditarios del superviviente de esas parejas, la educación sexual gay desde la escuela elemental, las sanciones legales a la discriminación antigay, ya no me acuerdo de todo lo que decía, y entonces podría cobrar el cheque, que era de veinte mil dólares. Lo desprecié, decidido a basarme sólo en los méritos, e hice que mi secretaria lo devolviera. En primer lugar, era una absoluta estupidez y, en segundo lugar, el núcleo de mis electores potenciales, nuestros hermanos y hermanas, no tenían ningún interés en hacerles la vida más fácil a los homosexuales, fuesen negros o blancos. Y cuando esos grupos en favor de los derechos de los gays, que son siempre tipos blancos, empiezan a comparar su “lucha”… siempre es “lucha”… con la de nuestra gente… bueno, cuando se ponen a comparar a un montón de tipos blancos abrazándose y morreándose con un pueblo que se alza surgiendo de la esclavitud… bueno, me sale el humo por las orejas. Así que supuse que no me equivocaba en la decisión que tomé. Devolví la carta y el cheque con una nota educada dando las gracias pero no aceptando el trato, y pensé que el asunto se había acabado. Entonces, al cabo de cuatro días, descubro que en los titulares de ese periódico semanal que se llama Five Pointer se me denuncia como un oportunista homófobo que ni siquiera apoya los derechos más elementales de los homosexuales. Me dirás: “Bueno, ¿y qué?”. La tirada del Five Pointer es de quince mil ejemplares como máximo. Se supone que es un periódico alternativo. Aun así, tiene mucho predicamento entre los homosexuales blancos, de modo que acababa de perder el voto gay sin siquiera abrir la boca sobre el tema.

»Todas las cartas de la pila me proponían el mismo trato. “Comprométete con nuestro programa y quédate con el dinero”. Y al cabo de un par de semanas empiezas a necesitar desesperadamente dinero. Empiezas a necesitarlo como necesitas comer y respirar. Las campañas devoran dinero, y ahora los vendedores son demasiado listos para venderte algo a crédito. Así que llega un momento en que te acuerdas de todos esos cheques rechazados de forma tan generosa. Empiezas a preguntarte si no podrías revisar tus posturas y hacer un hueco a algunas de esas organizaciones de intereses especiales… que tampoco son tan espantosas… y a sus cheques de veinte mil dólares… porque para entonces has aprendido una lección elemental, a saber: nadie, y digo nadie, gana unas elecciones metropolitanas basándose sólo en los méritos. Tienes que tener dos cosas: dinero y organización. Y por organización me refiero a que debes tener gente que conozca todos los barrios, en particular, Atlanta Sur.

»Y esto me lleva al “dinero sacavotos”. En los últimos días de la campaña, se te acercan individuos que afirman ser capaces de proporcionar equis número de votos. Se te acerca un tipo con una camisa sin cuello y una chaqueta de chándal de los Bravos y te dice: “Tengo Mechanicsville, pero tengo que saberlo ahora mismo. Son diez mil dólares”. Dudas, en parte por el tono beligerante e irrespetuoso de su voz, y entonces te dice: “¿Lo quieres o no? ¡Vete a la puta mierda! Lo tomas o lo dejas. No he venido a regatear. ¡Diez mil pavos o te vas a la puta mierda, tío!”. Ahí tienes a un imbécil de ojos enrojecidos gritándote “Vete a la puta mierda” a la cara… a la cara del futuro alcalde de Atlanta… pero para entonces ya has aprendido que no sirve de nada darte humos. De manera que te tragas el sapo y lo tomas. Ese tipo quizá sea capaz de proporcionarte Mechanicsville. Ahí es donde entra en juego la organización. Tienes que contar con gente que conozca esos barrios, que sepa quién puede o no puede proporcionar un barrio o parte de un barrio, que sean capaces de hablar su mismo lenguaje y estén dispuestos a ensuciarse las manos.

—¿Ensuciarse las manos? —preguntó Roger.

—Claro —dijo Wes—. Una vez que has decidido pagar, tienes que tener a alguien, no puedes hacerlo tú, alguien que entregue los veinte mil, treinta mil, cuarenta mil dólares a esos operadores. En efectivo. Una vez entregado el dinero, no tienes ningún control sobre su destino, ni forma de reclamar. Has llegado a un acuerdo verbal con un personaje que no habla tu lengua más allá de «Vete a la puta mierda».

—¿Y qué ocurre entonces?

—Suponiendo que el tipo sea capaz de hacer lo que dice, se pone al teléfono la mañana del día de la votación y empieza a llamar a toda la gente de su lista, a todos los votantes potenciales, diciéndoles:

»—¿Qué me dices, tío? ¿Qué tal si sacas el culo de la cama y te vienes para acá y cumples con tus deberes cívicos? Estoy hablando de votar, colega.

»—No sé, hombre. ¿Y yo cuánto me saco? —dice el tipo.

»—Treinta dólares —responde tu partidario incondicional más reciente.

»—¿No me lo puedes mejorar?

»—Treinta dólares es el tope este año, hermano —dice tu sacador de votos.

»—Vale… mierda… ¿A quién se supone que tengo que votar?

»—A Wesley Dobbs Jordan.

»—¿A quién…? ¿Wesley Dobbs qué?

»—No te preocupes, colega, tú vente para acá, que yo te lo explico.

»—Vaaaaaale. Mierda. Ahora voy. ¿Seguro que no puede ser más de treinta?

—¿Cuándo se le paga? —preguntó Roger—. ¿Cómo se le paga?

—Se le paga después de que haya votado —contestó el alcalde de Atlanta—. Cómo exactamente, no te lo puedo decir, porque nunca lo he visto y no tengo intención de verlo; pero puedes estar seguro de una cosa: se paga en efectivo.

—¿Cuánto saca el… operador, o comoquiera que se llame?, ¿qué saca de todo el asunto?

—Eso tampoco lo sé, pero a juzgar por la cantidad que le das a un individuo de ésos y la cantidad de votos que sacas en su distrito, yo diría que se queda con la mitad o quizá un poco más. El poco más, suficiente para cobrarse ese servicio vital, es lo que supone todo el mundo.

—Pero ¿eso no es ilegal? —preguntó Roger—. ¿No es eso comprar votos?

—Lo es, hermano Roger, lo es, y excepto en algún caso raro no hay otra forma de ganar unas elecciones metropolitanas. Así que hoy en día es mejor que tengas apartado medio millón de dólares para eso, para entregar dinero en efectivo a los votantes; y, cuanto más puedas dedicar a eso, mayores serán tus posibilidades. Un millón de dólares incrementa tus posibilidades en un cincuenta por ciento. ¿Y sabes quién va a garantizarle a André Fleet un millón de dólares en dinero sacavotos cuando llegue el momento?

—¿Garantizar a quién?

—A André Fleet.

—¿El tipo de Operación Más Arriba? ¿Va a competir contigo?

—Ya está compitiendo conmigo. Se dedica a recorrer las barriadas, hablando a cualquier grupo que esté dispuesto a sentarse y escuchar a un orador. De verdad, lo dice así, las barriadas. ¡No es una broma! A lo mejor piensa que esto es una película hecha para la televisión. Las… barriadas. —Sarcasmo mordaz—. Me está diciendo de todo. Que soy un sangre azul, que formo parte de la «élite de Morehouse». Que estoy en el bolsillo de atrás de la Cámara de Comercio blanca. Que soy como una Oreo[14], negro por fuera y blanco por dentro, aunque en realidad ni siquiera soy negro por fuera. Que soy un «hermanastro beige». Cito textualmente: «Es hora de que Atlanta tenga su “primer alcalde negro”». Maynard Jackson, Andy Young, Bill Campbell y yo… no hemos sido más que «amarillo oscuro». No me estoy inventando este rollo. Tendrías que oírlo, Roger. La gente me trae cintas. ¿Sabes qué aspecto tiene?

—He visto fotos suyas.

—Bien, es alto, unos dos metros o algo así, es joven, hace cinco años todavía jugaba en la NBA, tiene un montón de músculos, a las mujeres les encanta, y es negro, hermano. —La grave voz fingida—. Es café oscuro. Viene de las calles, hermano, de la barriada. Me gustaría saber en qué calles piensa que ha crecido. Su padre tenía una estación de servicio en el West End, y su madre, un salón de belleza llamado Rita’s Beauty Box; y él creció en Collier Heights. Collier Heights. ¿Llevando qué clase de vida real piensa que creció en su barriada con ardillas, petirrojos y luciérnagas? Es increíble, el señor André Fleet es increíble, pero la gente lo está escuchando. Dice que desde que Maynard Jackson se convirtió en el primer alcalde negro de Atlanta, la dirección política negra ha estado en manos de una élite de tez clara, la élite de Morehouse, no para de llamarla, y que de algún modo estamos coligados con el establishment blanco, la élite del Club de Conductores de Piedmont, según la llama él, para enriquecernos los unos a los otros a expensas de la gente corriente de las calles. Todos nosotros, Maynard Jackson, Andy Young, Bill Campbell… todos somos la élite de Morehouse, incluso Andy, que creció en Luisiana y estudió en Dillard, en Nueva Orleans, y Bill Campbell, que creció en Carolina del Norte y estudió en Vanderbilt, en Nashville, Tennessee. Se trata de una de esas situaciones en las que la verdad no importa, porque en el fondo todos somos de sangre azul y procedemos de Morehouse, al margen de cuáles sean los hechos. No somos negros de verdad. Es la peor clase de demagogia, Roger, la peor clase de alcahueteo… pero le está funcionando. Vaya si le está funcionando. Hacemos nuestras encuestas y tenemos nuestros grupos de análisis en sus amadas barriadas, y le está funcionando. Si las elecciones fueran hoy, yo me vería en muchísimos problemas. Para empezar, tiene un compromiso muy sólido para conseguir un millón de dólares en dinero sacavotos.

—Ya lo has dicho —señaló Roger—. ¿De quién?

Wes Jordan ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa helada.

—De Inman Armholster.

Roger se quedó estupefacto. Refrenó el impulso de decir: «Es una broma». Hurgó en su cerebro para intentar averiguar en qué lugar colocaba o dejaba de colocar aquello a Wes en relación con tratar con Armholster el tema de Fareek Fanón. Por último sacudió la cabeza y dijo:

—Que me aspen.

—Atlanta es un pañuelo —dijo el alcalde—. Si te fijas, hay un puñado de personas que lo hacen todo.

—¿En qué medida altera eso tu posición en relación con… mi cliente?

—En ninguna —respondió Wes Jordan—. Es un tema completamente diferente. —Una familiar sonrisa irónica apareció en su cara—. Lo que me has puesto en los brazos esta mañana es algo que podría desgarrar esta ciudad. Sólo quería que vieras la calaña de Inman Armholster.

—¿Por qué desea un hombre como él apoyar a alguien como André Fleet?

—Oh, no es muy complicado —dijo Wes—. Cree que va a ganar. En todas estas elecciones en que sólo hay candidatos negros, no veo a muchos hombres de negocios blancos gastar el tiempo en ideología y problemas. Es más algo así como: «¿Puedo hacer negocios con él o no?», y estoy seguro de que Armholster está más que dispuesto a hacer negocios con André Fleet. Es lo que se llama «el estilo Atlanta».

—¿El estilo Atlanta?

—Eso es —dijo Wes Jordan—, el estilo Atlanta. ¿Has desenredado alguna vez una pelota de béisbol?

—No.

—No es que sea un ejercicio especialmente instructivo, pero me entretuve en hacerlo cuando tenía diez u once años. Una vez que has sacado la cubierta blanca de cuero de caballo, hay una bola de cuerda blanca, o al menos es como cuerda. Si empiezas a desenredarla, descubres que debe de haber más de un kilómetro. Al final llegas al núcleo, que es negro, una pequeña pelota negra de caucho duro. Bueno, pues así es Atlanta. El núcleo duro, si hablamos de política, son los doscientos ochenta mil negros de Atlanta Sur. Son ellos, o sus votos, los que controlan la ciudad. Envueltos a su alrededor, igual que la cuerda blanca, están los tres millones de blancos de Atlanta Norte y todos los condados: Cobb, DeKalb, Gwinnett, Forsyth, Cherokee, Paulding… ¿Cómo tratan esos millones de blancos con el pequeño núcleo negro? Esto nos lleva al estilo Atlanta. ¿Te acuerdas de la ampliación del aeropuerto que costó mil millones cuanto Maynard era alcalde? Bien, Maynard reunió a los «intereses empresariales» y les dijo: «Muchachos, aquí hay un proyecto de mil millones de dólares». De modo que, claro, empezaron a salivar, pero entonces añadió: «Y el treinta por ciento va a ir a contratistas minoritarios». Tragaron saliva… pero sólo por un momento. Setecientos millones tampoco era una cifra despreciable, por lo que al cabo de un instante ya estaban salivando de nuevo y dando por sentado que ya encontrarían un modo u otro de arreglárselas con los contratistas minoritarios. Más tarde, Maynard dijo: «Ese aeropuerto dio veinticinco multimillonarios negros». Estaba orgulloso de eso, y tenía razón para estarlo. Ése es el estilo Atlanta.

—¿Dónde figura mi cliente en todo esto? —dijo Roger.

—No lo sé todavía —repuso Wes Jordan—. Quizá en ningún sitio. Tengo que ver algunas cosas y hablar con algunas personas.

—Por el amor de Dios, Wes, ten cuidado con quién hablas del tema. Si el asunto entra en el circuito de los rumores, ya podemos abandonar la idea de contenerlo. Es tan explosivo que, como has dicho, podría desgarrar esta ciudad.

—Me doy cuenta.

—¿Qué les digo a mis colegas?

—Diles que soy plenamente consciente de la naturaleza explosiva de la situación y que haré… algo… sin tardanza. Si quieres que te diga, Roger, es mejor que tú y tu equipo de ensueño os hagáis a la idea de que, por lo que me parece, hay muchísima gente que está al corriente del asunto, incluyendo a McNutter y su esposa, que no me da la impresión de que sea un taciturno baluarte de discreción, a la gente del Tec, los miembros de esa organización de los Aguijones, y a vosotros, el equipo de ensueño, y todas vuestras familias.

A Roger le molestó el comentario sobre el dream team, pero lo que dijo fue:

—A Henrietta no le he comentado ni una palabra.

—Sí, y es probable que más tarde te lo reproche. Y no hay que olvidar a Fareek Fanón y sus compinches. Tampoco me parece a mí que el Cañón sea una roca de circunspección. Ese chico es un gilipollas.

—¿Qué quieres decir?

—¿Que qué quiero decir? Que ese cretino se cree que te está haciendo un increíble favor al dejar que te acerques a él lo bastante para verle los diamantitos que lleva en las orejas.

Roger se alarmó.

—Bueno, te aseguro…

—No te preocupes —dijo el alcalde—, no te preocupes. En el ayuntamiento no quitamos puntos a nadie por ser gilipollas. Sólo quería que comprendieras que no sé por cuánto tiempo podéis contar, siendo realistas, con que esto permanezca en secreto. Además está la chica… ¿cómo se llama?… Elizabeth, Elizabeth Armholster. Seguro que tiene un montón de amigas. Y Armholster… es una vieja y exaltada bola de sebo. No me lo imagino conteniéndose durante mucho tiempo.

—Razón de más para hablar con él cuanto antes, Wes.

Wes Jordan lo miró desde lo alto de una sonrisa cínica y llena de reproche.

—Te ruego que digas a tus colegas que, lo que haga, lo haré sin tardanza. Diles que tú, el viejo amigo del alcalde, has establecido satisfactoriamente contacto con él. —A continuación su expresión se volvió seria y dura, como nunca la había visto Roger—. Y diles que, haga lo que haga, no será pensando en el interés de vuestro cliente o en el de la Casa de los Armholster. Actuaré únicamente en interés de la ciudad.

Roger esperó una reveladora contorsión de los labios… que no se produjo.