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El director

La cámara retrocedió, retrocedió, retrocedió… ¿cómo hacían esas cosas?, se preguntó Peepgass… hasta que en la pantalla de televisión de la biblioteca de Martha apareció un plano grande de la rotonda del ayuntamiento vista desde arriba… con todo el mármol gris y blanco… las paredes de mármol… el balcón de mármol con su reluciente barandilla de latón… la parte inferior de la gran cúpula de mármol, que parecía un panteón, de la rotonda… el suelo de mármol… en medio de ese suelo, una fuente de mármol… a la izquierda, la ventanilla en la que se pagaban las facturas, si uno tenía que hacerlo… y Peepgass había tenido que hacerlo más de una vez, acercarse paso a paso hasta esa maldita ventanilla con dinero en efectivo, a las once, para que no le cortaran la electricidad… Más allá de la fuente había un enorme arco, casi un semicírculo, dé cámaras de televisión; parecía como si hubiera dos o tres docenas… y, más allá de las cámaras, una masa de sillas llenas de periodistas… y, más allá de los periodistas, un pequeño tramo de escaleras que conducía a un descansillo de mármol, desde donde las dos grandiosas escalinatas de mármol de la rotonda conducían al primer piso… El gentío se sentaba en los escalones, como si fueran las gradas de un estadio… El propio descansillo era como un escenario o un estrado… Sobre él había un atril modernista de madera clara… parecía arce o fresno… y detrás, a los lados, sendas sillas robustas, hechas al parecer de la misma madera… El atril era, sin lugar a dudas, desde donde el alcalde iba a soltar su perorata.

Peepgass miró su reloj.

—Ya son las once y cinco —dijo a Martha. Y luego a Wallace—: ¿Has visto antes una de estas ruedas de prensa?

—No, nunca —respondió Wallace en tono de aburrimiento.

A la hora de mudarse, Peepgass no se paró a pensar que, siendo como era junio, el chico, Wallace, estaría en casa de vuelta del internado. Era una situación sumamente incómoda. Peepgass nunca sabía qué decirle al chico, y el chico nunca parecía querer decirle nada a él. Durante un brevísimo instante, Peepgass pensó en sus dos hijos, a quienes apenas veía ya. Sin embargo, enseguida regresó a Martha, al joven Wallace, Valley Road y al Buckhead de verdad. Sólo Martha parecía cómoda con todo aquello.

Sin apartar los ojos de la pantalla, dijo:

—Oh, estas cosas nunca empiezan a su hora.

Sin embargo, pensaba en otra cosa. Para mirar la televisión Ray siempre se sentaba en el mismo sillón, que había sido el favorito de Charlie. No se le ocurría qué otra cosa tenían los dos hombres en común.

La rotonda desapareció de la pantalla del televisor; en su lugar, un hombre y una mujer se hallaban sentados uno al lado del otro tras una mesa, en una especie de decorado futurista de telediario. Tras la oreja derecha del hombre, que se llamaba Roland Barris, se veían unos dos centímetros de cable translúcido. Asimismo tenía un problema con el pelo. Las grandes entradas laterales hacían que el mechón de pelo de la parte frontal de la cabeza se hubiera separado como una isla del continente. El mechón había sido ingeniosamente cardado, peinado hacia atrás y luego pulverizado con laca para que volviera a conectar con el continente, por lo menos mientras durara el programa.

Pobre desgraciado, pensó Peepgass con placer malévolo, con esa cabeza pelada tuya nunca llegarás a la mesa de presentador del noticiario nocturno de la cadena. Sin embargo, decidió no hacerle el comentario a Martha por temor a subrayar el hecho de que su propia carrera en el sector bancario tampoco iba a ninguna parte.

Pobre hombre, pensó Martha, estudiando a Roland Barris, tiene todo el pelo teñido, hasta el último pelo. Siempre queda horrible en un hombre, porque es de lo más evidente. Sin embargo, decidió no hacerle el comentario a Ray, puesto que no le interesaba, en tanto que rubia eterna, sacar el tema de quién tenía o dejaba de tener el pelo teñido.

La mujer de la pantalla, la conductora o como se llamara, Lynn Hinkle, tenía sus buenos quince años menos que Roland Barris. Sus principales cualidades periodísticas, pensó Martha, eran una cara bonita y una melena rubia, de rubia natural sin duda; y ya verás lo rápido que pasa, querida, espera un poco.

«… esperando al alcalde Jordan —decía Roland Barris—, que nunca ha convocado una rueda de prensa que haya disparado tanto los rumores. Aunque la verdad es que estamos ante una situación poco habitual, ¿no crees, Lynn?».

«Sin duda —respondió la rubita, sonriendo instintivamente y de forma del todo inapropiada—. No he encontrado a nadie en el ayuntamiento que recordara que un alcalde celebrara una rueda de prensa para tratar el caso de una supuesta agresión sexual, y menos un caso en el que no se han presentado acusaciones, Roland».

«Una buena observación, Lynn —dijo Roland, sin dignarse a mirarla, como si tuviera los ojos magnetizados por la cámara—. Fuentes cercanas al alcalde nos han informado que el alcalde está muy preocupado por unos pequeños disturbios ocurridos la semana pasada en el antiguo barrio de Fareek Fanón, la avenida English. En la avenida English y en grandes zonas de Atlanta Sur, mucha gente considera a Fareek Fanón como alguien de los suyos que ha alcanzado un renombre nacional como corredor de primera, y ahora sienten que lo han engañado y es víctima de un montaje, o al menos es lo que muchos creen, Lynn».

«Tú lo has dicho, Roland —dijo Lynn, sin mirar a Roland—. Y, claro, el caso entero está adquiriendo tintes raciales, y esto es lo capital… —Interrumpió la frase, ladeó ligeramente la cabeza y durante un instante pareció mirar hacia algún lugar lejano, muy lejano—. Creo que ha aparecido el alcalde y tenemos que irnos con Joe Mundy al ayuntamiento».

Por un instante Joe Mundy habló a un micrófono desde el balcón de la rotonda.

«Efectivamente, Lynn, el alcalde Jordan…».

Joe Mundy era más joven que Roland Barris, pero tenía un desafortunado par de orejas muy separadas de la cabeza. ¡Perdedor!, pensó Peepgass, acariciándose la cabeza cubierta de denso pelo castaño claro. Nunca vas a conseguir llegar al estudio de Atlanta. Te van a tener «sobre el terreno» hasta que te arregles las orejas.

En la pantalla había un plano medio del alcalde Wesley Dobbs Jordan subiendo el corto tramo de escalones que acababa en el descansillo. La cámara grababa desde el fondo.

«… y en dirección al atril», decía la voz de Joe Mundy.

La cámara se mantenía en el alcalde. De pronto volvió a las escaleras. Se vio la espalda de un hombre blanco grande y calvo ascendiendo con esfuerzo los escalones, apoyado en el hombro de un joven blanco y delgado que caminaba a su lado vestido con un polo azul marino y un pantalón caqui.

Se produjo una incómoda pausa en la retransmisión mientras la cámara permanecía fijada en el renqueante ascenso del viejo. Ni una palabra del señor Joe Mundy, que era evidente que no sabía quién era aquel viejo corpulento.

—¡Mira, mamá! —dijo Wallace—. ¡Es papá!

A Roger se le asignó un asiento en la primera fila para que mirara directamente a Croker mientras éste esperaba sentado en la silla del rellano a que Wes lo presentara. La intención de Roger era dirigirle todo el tiempo una mirada acusadora, cargada de amenaza y bancarrota, para asegurarse de que cumpliera con su papel en la función de la mañana. A dos sillas de Roger, en la primera fila, estaba la mujer de Croker, Serena. Me pregunto si llega siquiera a la mitad de su edad, pensó Roger. Vaya cuerpecito, y seguro que da problemas. Con esa falda corta, sólo la forma de cruzar las piernas es suficiente para volverle a uno loco… Casi todas las demás sillas del lugar habían sido adjudicadas a la Prensa, el hatajo de siempre de memos desgreñados. En ese momento un tremendo rumor recorrió el hatajo. Algunos se preguntaron a santo de qué aparecía el gran promotor Charlie Croker, sin previo aviso, para acompañar al alcalde a pronunciar una especie de homilía sobre la agitación racial en Atlanta. Otros vieron a un blanco fornido y calvo, que usaba de muleta a un joven blanco, y se preguntaron quiénes eran esas personas y por qué estaban ahí.

Croker se apoyaba pesadamente en el hombro del joven y hacía muecas mientras subía por las escaleras hasta el descansillo. Se agarró con fuerza a la mano del joven al agacharse para sentarse en una de las sillas de fresno. Lo hizo jadeando, con la cara roja y la pierna mala, la pierna derecha, rígida como si fuera un trozo de madera. El joven abandonó el descansillo, bajó por las escaleras y se colocó en un lateral, entre el desbordante gentío.

Wes ya estaba ante el atril. Ahí de pie, con el traje gris de confección de una hilera de botones, la camisa blanca y la corbata rojo oscuro, no tenía un aspecto demasiado imponente a primera vista. Era la mitad del tamaño de Croker. Si tenía algún músculo en su cuerpo regordete, no era obvio. Sin embargo, cuando Wes lo atrapaba a uno con su deslumbrador mirar —Coleridge, pensó Roger—, caía en su poder. Tenía una mirada que irradiaba severidad e ironía al mismo tiempo. En ese momento el deslumbrador mirar se paseaba por los miembros de la Prensa y éstos se quedaron callados. Wes los miró un poco más y dejó que sólo una sombra de su familiar sonrisa irónica le cruzara los labios; luego se puso serio, hasta el punto de parecer severo, y dijo:

—Quiero agradecer que seáis tantos los miembros de la Prensa en acudir hasta aquí esta mañana, porque quiero recabar vuestra ayuda, la ciudad de Atlanta quiere recabar vuestra ayuda, para hacer frente a una situación que lleva ya dos semanas enconándose. Me refiero, como supongo que sabéis, a los rumores, los rumores según los cuales el jugador del Tec de Georgia, Fareek Fanón, ha sido acusado, acusado, de agresión sexual. Quiero subrayar aquí, de entrada, que estamos hablando de «rumores» de una «acusación»… Hasta este momento nadie ha presentado ninguna denuncia ante el Departamento de Policía de Atlanta ni ante cualquier otro departamento, órgano u oficina gubernamental, ni tampoco ante la administración del Tec de Georgia ni la junta estudiantil. Sólo tenemos rumores de una acusación… rumores de una acusación… y, sin embargo, estos rumores se han publicado ya en todos los medios, incluyendo Internet. ¿Y cuál es el peligro aquí? Seguro que lo sabéis. Si un rumor falso sobre alguien se publica una vez, es posible hacer caso omiso de él y considerarlo como simple habladuría. Pero si se publica dos veces, se convierte en un hecho aceptado. Así es la época en la que vivimos. Y esto es lo que ha ocurrido ahora en el caso de Fareek Fanón, salvo que en este caso no estamos hablando de «dos veces», sino de «mil veces». Naturalmente, todas las sociedades protegen a la mujer que se supone víctima de una agresión sexual. Pero quiero recordar que los hombres también tienen derechos. Incluso los jóvenes deportistas famosos tienen derechos. Un joven como Fareek Fanón no tendría que haber soportado los rumores que él ha soportado durante las últimas dos semanas. Los rumores de delito sexual no se quitan sin más y vuelve a quedar uno limpio otra vez. Por supuesto, no poseo información de primera mano sobre lo que sucedió, si es que sucedió, si es que sucedió o dejó de suceder en la noche a la que se hace referencia en ese «rumor» de «acusación», pero poseo información de primera mano sobre Fareek Fanón, y quiero que penséis en él por un instante antes de que nadie se vea tentado de ceder a ese… rumor de acusación de delito sexual… Fareek se crió en la avenida English en una época, me parece que tenemos que ser sinceros al respecto, en que la avenida English era una de las zonas más desafortunadas y abandonadas de Atlanta. Hoy la avenida English está dando un vuelco y se está convirtiendo a toda velocidad en la zona efervescente que había sido. Pero la época en que se crió Fareek fueron tiempos difíciles, hasta tal punto que en la avenida English los padres presumían si tenían un hijo adolescente sin antecedentes policiales. Se consideraba un éxito… un éxito… Bien, éste fue uno de los primeros éxitos de Fareek. A los catorce años ya era un poderoso deportista, de uno ochenta y cinco de estatura y ochenta y cinco kilos de peso, pero limitó esa fuerza a las constructivas actividades del terreno deportivo. Conozco a alguien responsable de este aspecto constructivo de Fareek Fanón. Me refiero a su madre, Thelma Fanón. Se enfrentó a todos los obstáculos que puede encontrar un muchacho en el gueto y se salió con la suya. Hay algo que observa todo el que llega a conocer a Fareek: no es el tamaño ni la fuerza, no es el talento, ni la determinación, sino la solicitud… la solicitud… un don precioso que sólo puede otorgar una madre como Thelma Fanón.

¡Por Dios, pensó Roger, para, Wes! ¡Te vas a empantanar!

—La carrera de Fareek Fanón —continuó el alcalde— da fe del amor de una madre y de la negativa de un hijo a dejarse amedrentar por todo lo que tenían en contra. Os insto a que penséis en ello antes de permitir que la reputación de ese joven siga siendo mancillada. La joven cuyo nombre se pronuncia detrás de la mano, por decirlo así —el alcalde se llevó el dorso de la mano hasta la boca— se merece la misma consideración. Sin embargo, el elemento más siniestro de toda esta «supuesta acusación» es, plantémosle cara y llamémoslo por su nombre, la cuestión racial. Algunos han sacado partido en el acto de las formas más abyectas y desacreditadas de estereotipos raciales para explicar este incidente, cuya existencia real nunca ha llegado a establecerse. ¿Será capaz Fareek Fanón de desempeñar el papel que los sembradores de estereotipos han ideado para él? No el Fareek Fanón que yo conozco… no el Fareek Fanón que yo conozco… no el Fareek Fanón que yo conozco… —Wes se inclinó hacia adelante en el atril mientras repetía esas palabras y recorrió el público con la mirada, hasta parecer que estaba sentado en privado frente a ellos, al otro lado de una pequeña mesa, comunicándoles por fin la verdad del evangelio—. No debemos permitir que nada, y menos un vil bulo como éste, parta la ciudad según unas líneas raciales. Hemos avanzado juntos demasiado para que ocurra esto. La nuestra… es una ciudad demasiado atareada para odiar. Existe… un estilo Atlanta. Nosotros no damos crédito a rumores aborrecibles, rumores llenos de odio, y no dejamos que destruyan el respeto mutuo que ha hecho avanzar Atlanta hasta donde hemos llegado. Y no les permitimos que sieguen las esperanzas, los sueños, los brillantes éxitos de jóvenes estupendos como Fareek Fanón. Por suerte, no estoy solo en mis inquietudes. —Giró la cabeza hacia Croker y luego se volvió hacia los micrófonos—. Una de las principales figuras empresariales de Atlanta —sinónimo de «blancos ricos», pensó Roger—, Charles E. Croker, se ha unido a nosotros. Resulta difícil decir por qué es más famoso Charlie Croker, si por su éxito como promotor inmobiliario y creador de la Croker Global Corporation, o por sus hazañas como corredor y placador en el equipo de fútbol del Tec de Georgia. En sus años de universidad fue lo que es hoy Fareek: una estrella del terreno de juego con los Avispas. Se le conocía como «el Hombre de los Sesenta Minutos», el hombre que jugaba partidos enteros, tanto en defensa como en ataque. Ahora bien, es cierto que en el deporte algunas cosas cambian, pero otras no. Las presiones sobre un joven deportista de éxito, la explotación de un joven deportista de éxito, el resentimiento ante un joven deportista de éxito… todas estas cosas puede recordarlas Charlie Croker claramente. Además, conoce a Fareek Fanón y, de hecho, lo ha visitado hace poco. Creo que todos podemos aprender mucho de esta situación desde su perspectiva única. Uno de los mayores fundadores de Atlanta de todos los tiempos, uno de los mayores deportistas de Atlanta de todos los tiempos, un hombre de una generación que conoce al joven de otra cuyo nombre se ha visto inmiscuido en esta «supuesta acusación» —hizo un gesto en dirección al fornido blanco que estaba sentado en la silla—, Charlie Croker.

Hubo algunos aplausos, agradecimientos a la elaborada figura retórica, un tricolon[47], con el que el alcalde había presentado al hombre, pero enseguida se apagaron. La atención de todo el mundo no tardó en quedar centrada en los esfuerzos de Croker por levantarse de la silla. No lograba doblar lo suficiente la pierna derecha a la altura de la rodilla. El joven, su asistente, se dirigió hacia él desde el lateral, pero Croker le hizo una pequeña seña, un movimiento bajo y descendente de la mano para que no se acercara. A continuación, colocó las manos en los brazos de la silla y empujó con todas sus fuerzas. Lentamente, su cuerpo macizo se alzó de la silla; consiguió ponerse de pie sobre la pierna buena y empezó a renquear hacia el atril. Pareció tardar una eternidad. Roger temió que fuera a derrumbarse antes de llegar. Pero al final lo consiguió, aferrándose a ambos lados de la superficie superior del atril para apoyarse. Miró la superficie, y el momento empezó a prolongarse y prolongarse. Levantó los ojos en dirección a los memos desgreñados y luego a un lado y a otro, a la colección de abogados, funcionarios municipales y políticos sentados en las sillas; sonrió —bastante tristemente, le pareció a Roger— y dijo:

—Gracias, señor alcalde. Es muy generoso… excesivamente. No hay mucho de deportista en lo que acaban de ver tambalearse desde esa silla hasta aquí. Es la oxidación. Si uno vive mucho, el cuerpo empieza a oxidarse, y también las ideas.

Roger no entendía de qué estaba hablando Croker, pero su voz sonaba fuerte y había hecho una aparente incursión al terreno del desprestigio de sí mismo.

—Como acaba de mencionar el alcalde Jordan —dijo Croker—, me he reunido con el señor Fareek Fanón.

Pronunció Fareek como «Fereek».

El uso del «señor», un refinado tratamiento honorífico que no le cuadraba a Fareek Fanón bajo ninguna circunstancia, puso a Roger en guardia y nervioso.

—Pero antes de hablar de eso —prosiguió Croker—, debo contaros cómo he conocido al señor Fanón, porque es una historia interesante que vale la pena. El alcalde Jordan me acaba de llamar «gran fundador» o algo sí. Supongo que es un nombre fino para decir promotor inmobiliario, y ya ni siquiera me siento un gran promotor inmobiliario ahora mismo —ora mismo—. Un gran promotor de Chicago, que se llamaba Sam Zell, dijo una vez: «La promoción inmobiliaria es un buen negocio en el que meter el dinero… y del que sacar el dinero». Lo que quería decir es que la mayoría de nosotros no sabemos cuándo hay que quitar el dinero de la mesa y dejar de apostar. Siempre estamos decididos a construir otra torre de oficinas más, otro centro comercial, otra torre con centro comercial, con hotel, con apartamentos… como el que yo he construido en el condado de Cherokee… y al que he bautizado con mi nombre… ningún promotor de Atlanta había tenido el coraje —el craje— de bautizar un edificio con su nombre… en cualquier caso, siempre llega el momento en que ese proyecto de más se lo lleva todo al traste, y acabas convertido en otro arruinado hijo de vecino más.

Roger miró a Wes, que permanecía sentado, inexpresivo, en una de las sillas, y entonces Wes lo miró y arqueó las cejas; y ambos se preguntaron: «Por el amor de Dios, ¿qué está haciendo ese hombre?».

—¿Qué está haciendo? —preguntó Peepgass.

Miró a Martha. Wallace también la miró, como si se preguntara lo mismo. Sin embargo, Martha siguió con los ojos clavados en la pantalla… ahí, en lo más profundo y suntuoso de Buckhead.

—No sé —dijo, pero de un modo vago y distraído que indicaba que en realidad no había asimilado la pregunta. En realidad, temía por Charlie, aunque habría sido incapaz de explicarle a Ray o a cualquier otro la razón exacta de su temor.

—Ahora mismo —continuó Croker, en lo alto del descansillo de la rotonda—, estoy a esto de la ruina. —Levantó la mano derecha y puso el índice a una fracción de centímetro del pulgar—. Muy bien, os cuento todo esto por la siguiente razón. Hace unas… eh… dos semanas… recibí un día la visita de un abogado que representaba al señor Fereek Fanón con una propuesta muy interesante.

Mun teresante.

A Roger se le desbocó el corazón. Miró a Wes en el descansillo en busca de… de… de… ayuda. Y Wes lo estaba mirando. Su expresión era imperturbable, pero los ojos estaban disparados por toda la sala. Parecía buscar a alguien, algún secuaz, algún subalterno, algún hacedor de maravillas, que avanzara, le lanzara un gancho a Croker y derribara del descansillo a ese gigantón renqueante. También Roger empezó a buscar. Su mirada se cruzó con la de Don Pickett y Julián Salisbury, que estaban sentados en las sillas. Parecían tan perplejos como él.

—Ese abogado —dijo Croker— me dijo que podía realizar cierta magia. Me dijo que podía hacer que desaparecieran mis problemas con el banco, de la noche a la mañana, vamos. Lo único que tenía que hacer yo —caceryo— era concederle un favor, un favor muy fácil —un favo mu faci—. Todo lo que tenía que hacer era reunirme con el señor Fereek Fanón y salir de la reunión declarando, no en un tribunal de justicia —nonun tibrunal justicia—, sino aquí delante, en esta rueda de prensa, ahora mismo —quí delante, nesta rueda prensa, ora mismo—, declarando que era un excelente muchacho perseguido por todas las cosas que pueden perseguirte cuando eres una estrella deportiva. Bueno, dudé… durante un tiempo. Luego me dije: bueno, diantre —heno, dantre—, ¿cuál es el problema? No voy a jurar nada encima de la Biblia. Sólo voy a permitirme un pequeño halago inofensivo —nofensivo— en una rueda de prensa. ¿A quién le va importar? Así que me reuní con Fereek Fanón. Me reuní con él en la casa del entrenador Buck McNutter. Oh, entonces, ehhhhhh —Croker rió entre dientes con aire taciturno—, vaya número. Tenía tantas ganas de gustar que me puse a adular al señor Fereek Fanón de buenas a primeras —de benaprimera—. Una cosa tengo que reconocerle a Fereek Fanón: no se molestó en adularme, aunque yo podía hacer algo por él. Podía aparecer en una rueda de prensa y dar la impresión de que los «intereses empresariales», todo el mundo está siempre hablando de los «intereses empresariales» en Atlanta, de que los «intereses empresariales» estaban de parte de Fereek Fanón o al menos no estaban —nostaban— formados en su contra. Sin embargo, el entusiasmo de Fanón por complacer al Hombre de los Sesenta Minutos aquí presente… —Croker hizo una pausa; una sonrisa recorrió su rostro y desapareció, como si hubiera pensado algo divertido y luego decidido no mencionarlo—. Su entusiasmo por complacer se aproximaba a cero o puede que estuviera en terreno negativo, porque el desprecio que detecté no era insignificante. Lo felicito por eso, porque se encontraba delante de un hombre que estaba realizando algo despreciable. El señor Fereek Fanón dio la impresión de ser la típica estrella deportiva. Conozco el tipo, porque yo lo fui una vez, o al menos así me describieron sin parar las páginas deportivas. Llegas a un punto en que esperas que la gente haga todo lo que quieres por tener la suerte de respirar el mismo aire que tú. Cuando pasas delante de gente que está hablando, das por supuesto que hablan de ti. Piensas que las reglas de la conducta corriente no son para ti, porque el mundo se te ofrece en una bandeja y por lo tanto es todo tuyo. ¿Dinero? No había tanto dinero en el fútbol de hace cuarenta años como el que hay ahora, aunque entonces, como ahora, lo más probable era que consiguieras dinero básicamente por enseñarles a todo el mundo lo maravilloso que eras. ¿Sexo? Eso no ha cambiado demasiado. Estaba a tu disposición. Colocado a tus pies como una ofrenda. ¿Tomó parte Fereek Fanón en la clase de incidente del que todo el mundo —tol mundo— está hablando? No tengo ni la más remota idea. ¿Podría ser capaz de algo así? Bueno, Fereek es arrogante, es odioso, es impertinente, se cree que el mundo le debe todo lo que él quiera… pero de ahí no se puede necesariamente pasar a decir que es capaz de hacer todo lo que quiere. Además, según tengo entendido, las costumbres sexuales son mucho más diferentes hoy que cuando yo era joven.

Charlie inspiró con fuerza, levantó la vista y recorrió la rotonda con la mirada… los periodistas en las sillas, justo debajo de él… el gran arco de las cámaras de televisión al final de las sillas… la fuente de mármol gris y blanco en medio de la rotonda y las toneladas de mármol curvo que formaban la pared de la rotonda… la gente sentada y apretada en los escalones a ambos lados del descansillo… y en la primera fila de asientos, Serena, desplomada en la silla, lanzándole la misma mirada de horror social que cuando él, Billy Bass y los otros se lanzaron a cantar los beneficios del sida aquella noche en Termtina —«¡regocijaos conmigo, que soy seropositivo!»—, y el abogado Roger White, que parecía fulminarlo con la mirada… pero, en realidad, jamás en su vida Charlie se había sentido más impermeable a las críticas. Se sentía un hombre sin trabas. Se sentía completo otra vez, como si fuera capaz de subir y bajar a grandes zancadas por esas escaleras sin el menor atisbo de cojera.

Conrad veía que Charlie estaba a punto de llegar al mensaje. Se sintió exultante contemplándolo. Por eso había padecido las pruebas de Zeus y cruzado los Estados Unidos. ¡Rebosaba de júbilo! Sin embargo, los peligros seguían acechando. Veía al alcalde mirar a un lado y a otro. Buscaba a alguien que apareciera con una estratagema para llevarse al viejo. Conrad dobló ligeramente las rodillas y centró su peso en la parte anterior de la planta de los pies. Si alguien intentaba mover un centímetro a Charlie, estaba dispuesto a intervenir, aunque eso significara acabar en manos de la Policía.

—De modo que acepté el trato —decía Charlie— y cumplieron su parte en el acto. Toda sombra de presión de un banco al que debíamos cientos de millones de dólares… cientos de millones de dólares… se paró de golpe, y en el día que dijeron que pasaría. Cómo lo hicieron, no lo sé, pero lo hicieron. Como decía, era como magia… Todo lo que tenía que hacer…

En Buckhead, en Valley Road, en la casa de Martha Croker, en la biblioteca, Peepgass saltó del sillón y se puso de pie —o a Peepgass le pareció que eso era saltar— y contempló la pantalla de televisión con las dos manos en alto como si estuviera a punto de estrangular a alguien.

—¡Lo sabía! —exclamó—. ¡Sabía que había algo raro en todo el maldito asunto! ¡Nadie se salta la malversación de un crédito de esa magnitud a menos que pase algo raro!

Martha lo miró, pero no dijo nada. Rogó para que no explicara la situación con todo lujo de detalles delante de Wallace. Ray daba rienda suelta a sus emociones con demasiada facilidad. No era muy digno de confianza en ese sentido.

—Por el amor de Cristo —añadió Peepgass con amargura—, Arthur Lomprey y sus macrodecisiones. ¡Miiiiyahhh! ¡Un macropelele jorobado, eso es lo que es, si quieres que te diga!

—… decir las cosas adecuadas en esta rueda de prensa —continuaba Croker—, pero eso no lo he hecho ni puedo hacerlo. Una de las pocas libertades que tenemos como seres humanos, que no se nos puede arrebatar, es la libertad de asentir ante lo que es cierto y negar lo que es falso. Nada de lo que me podáis dar vale la renuncia a esa libertad. En este momento soy un hombre lleno de serenidad. Al fin y al cabo, ¿qué es la serenidad? La serenidad es una mente de acuerdo con la naturaleza… una mente en acuerdo con la naturaleza… He sido un promotor inmobiliario durante la mayor parte de mi vida, y puedo deciros que un promotor vive con lo opuesto a la serenidad, que es la inquietud. Te inquieta algo todo el tiempo. Construyes tu primer proyecto, y enseguida quieres construir otro más grande, y quieres una casa más grande que la que tienes, y si no está en Buckhead ya te puedes cortar las venas. En cuanto consigues eso, quieres una plantación, miles de hectáreas dedicadas exclusivamente a la caza de la codorniz, porque conoces a cuatro o cinco promotores que ya la tienen. Y en cuanto consigues eso, quieres una casa en Sea Island, un yate Harteras y una finca al noroeste de Buckhead, cerca de Chattahoochee, donde puedas montar a caballo durante la semana, cuando no bajes a la plantación, más un rancho en Wyoming, Colorado o Montana, porque todos los hombres que tienen éxito de verdad en Atlanta y Nueva York tienen sus ranchos y, por supuesto, ahora necesitas un avión particular, uno grande también, un jet, un Gulfstream Cinco, porque ¿quién tiene la paciencia, el tiempo y la humildad de volar en líneas comerciales, aunque sea a la plantación, por no hablar del rancho en el Oeste? ¿Qué es lo que buscas en esta búsqueda interminable? Serenidad. Piensas que si puedes adquirir suficientes bienes materiales, suficiente reconocimiento, suficiente prestigio, serás libre, no habrá ya nada de lo que preocuparse; en vez de eso, te vas haciendo cada vez más esclavo del modo en que piensas que los demás te juzgan. «Tienes plata valiosísima y vasos de oro —dijo el filósofo—, pero tu razón es de barro común». Esta mañana soy tan rico como el más rico de vosotros, porque con lo que estoy haciendo cedo todo lo que tengo, la Croker Global Corporation, hasta la última división, mis casas, mi plantación, mis caballos, mi coche, si alguien lo quiere… lo cedo todo a los acreedores. Pueden rebuscar todo lo que quieran en esas insignificancias. Las llaves están encima de la mesa, muchachos. Venid a por ellas. Son vuestras. Entrego con gusto estas insignificancias a quien quiera reclamarlas. No voy a intentar poneros obstáculos recurriendo al capítulo 11 ni a ningún otro capítulo de la Ley de Quiebras.

Peepgass se puso de nuevo en pie, esa vez en estado de exultación. Agitaba los puños por encima de la cabeza, con energía, mirando fijamente la pantalla.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! —dijo. No faltó mucho para que fuera un grito. Luego miró a Martha y añadió—: ¡Los está entregando! ¡Los edificios! ¡Croker Concourse! ¡Escrituras en lugar de embargo! ¡No me lo puedo creer… el sindicato está vivo!

Martha intentó unirse a su alegría, pero no pudo. Lo que estaba viendo en la pantalla hacía que se sintiera inexpresablemente triste.

—No sé cómo sois —decía Croker—, pero si sois como somos la mayoría en Atlanta, perdéis la cabeza por las posesiones. Pensadlo un momento.

A pesar de sí mismo, Roger pensó en la estupenda casa junto al lago Niskey, en eso y el Lexus y el traje que llevaba puesto, un fabuloso traje a cuadros azules y grises de una hilera de botones, por el que Gus Carroll le había cobrado tres mil quinientos dólares.

—Soy más viejo que la mayoría de vosotros —continuó Croker— y puedo deciros que la única posesión real que tendréis alguna vez es vuestro carácter, eso y el «plan de vida», por decirlo de algún modo. El Director os ha dado una chispa de Su divinidad, y nadie puede arrebatárosla, ni siquiera el propio Director, y de esa chispa procede vuestro carácter. Todo lo demás es temporal e inútil a la larga, incluyendo vuestro cuerpo. ¿Qué es el cuerpo humano? Un cuenco de arcilla que contiene un cuartillo de sangre. ¡Y ni siquiera es vuestro! ¡Un día vais a tener que devolverlo! ¿Y dónde estarán vuestras posesiones entonces? De ellas se encargarán alguna que otra bandada de buitres. ¿De qué hombre se recuerda que fue grande por las posesiones que se dedicó a acumular toda su vida? No se me ocurre ninguno. Así que ¿por qué no prestamos más atención a lo único precioso que poseemos, la chispa que el Director ha colocado en nuestra alma?

Roger miró al alcalde, y el alcalde estaba mirando a Roger. El alcalde torció los labios de un modo que venía a decir: «¡Este hijo de puta tramposo! ¡No tiene bastante con traicionarnos! ¡Ahora va a soltarnos un sermón!».

Mientras tanto, un murmullo grave había empezado a recorrer las filas de esos memos desgreñados, la Prensa. Roger volvió la cabeza hacia ellos. Los periodistas se miraban con cara rara y susurraban. Quizá se hubieran dado cuenta o no de la traición en que había incurrido Croker al llamar a Fareek Fanón arrogante, odioso, impertinente e insaciable, pero lo que veían era que se había convertido en una especie de chiflado religioso. ¡El Director, el Director, vaya una!

—Pero decís: «Un poco de seriedad, Croker. Sin dinero, sin posesiones, ¿cómo se supone que voy a comer? ¿Dónde voy a vivir?». Bueno… ¿habéis visto alguna vez a un mendigo viejo? Por supuesto que sí. Todos los hemos visto. ¿Cómo han llegado a viejos? Todos se las apañan para comer, trescientos sesenta y cinco días al año, seguramente, y también para vivir en algún sitio. Pero decís: «Prefiero morirme antes que sentarme en la calle con un vaso de papel, pidiendo». ¿Os dais cuenta de lo que de verdad estáis diciendo? Estáis diciendo: «No es lo que voy a comer o dónde voy a vivir lo que me preocupa, es salvar la cara, es lo que todo el mundo va a pensar de mí en Buckhead lo que me preocupa…».

La voz de Charlie se fue apagando. Advirtió de pronto que algo iba rematadamente mal. Lejos de ganarse al público con las palabras de Epicteto y Zeus, lo estaba perdiendo. Se agitaban, susurraban, sonreían y se reían. Giró la cabeza a un lado. Connie miraba con preocupación y estaba ligeramente agachado, como dispuesto a entrar en acción. En la primera fila Serena parecía petrificada. Se arrellanó de forma alarmante en la silla. Si hubiese habido una grieta en el mármol con gusto habría desaparecido por ella. El abogado negro, Roger White, lo estaba acribillando con la mirada. Con voz entrecortada, Charlie intentó proseguir:

—¿Qué somos? Nacemos con dos elementos: el cuerpo, que compartimos con los animales, incluyendo los más inferiores, la comadreja y la serpiente, y la mente y la razón, que vienen de esa chispa que el Director nos ha dado. Ahora bien, ¿cuál…?

Charlie notó de pronto una presión firme y constante contra el brazo y el codo izquierdos. Miró… y ahí estaba el alcalde Wesley Dobbs Jordan. ¡El alcalde lo estaba empujando de un codazo! Sorprendido, cedió un poco… y eso fue cuanto el alcalde necesitó. Se inclinó sobre el atril, colocó la cabeza entre Charlie y el micrófono y dijo:

—Gracias, señor Croker. Muchísimas gracias, gracias, señor Croker…

Todo ello sin mirarlo ni una sola vez.

El público estalló en risas y aplausos irónicos.

Estupefacto, Charlie empezó a alejarse cojeando del atril. Aún no sentía dolor. Sólo era consciente de la burla de la multitud y de la burla del alcalde.

Connie estaba a su lado.

—Apóyate en mi hombro, Charlie, y ten cuidado, hay algunos escalones.

Entonces la gente pareció abalanzarse sobre ellos, disparando preguntas.

—Ha dicho que Fareek Fanón es odioso, arrogante y cosas parecidas. Así que ¿por qué no…?

—Ha dicho que alguien presionó a sus acreedores a cambio de su aparición aquí hoy. ¿Por qué cree…?

—¿Qué dijo…?

—¿Dice de verdad que abandona…?

—Señor Croker, ¿afirma que Fareek…?

—¡Eh, Charlie, Sam Frye, del Canal 9!

—¡Charlie! ¡Aquí! ¡Sólo una!

La prensa… aún incapaz de preguntar por el Director y el mensaje. Y entonces Charlie oyó la voz del alcalde por un altavoz:

—Muchísimas gracias, señor Croker. No puedo decir que haya percibido la voz del Director. Así que debe de haber sido la de una de las criaturas que ha mencionado. ¿Ha sido la comadreja o la serpiente… la comadreja o la serpiente… la comadreja o la serpiente la que acaba de lanzar este ataque por sorpresa contra Fareek Fanón? ¿Qué clase de criatura es la que ha acudido aquí con un aspecto y luego vilipendia a ese acosado joven con otro? ¿Por qué…?

La aglomeración de periodistas en torno a él era ya tan grande que Charlie ni siquiera podía oír al alcalde por los altavoces. Los reporteros, o lo que fueran, gritaban todos al mismo tiempo:

—¿… decir que ha ocurrido en realidad?

—¿… se cayeron bien?

—… alguna duda de que Fanón…

—… qué dijo entonces…

—… el que lo organizó…

Mientras Connie le decía al oído:

—¡No te preocupes, Charlie, has transmitido el mensaje! ¡No lo van a entender de entrada!

Al oír aquellas palabras, Charlie supo que había fracasado como orador. Sin embargo, no le importaba, porque mientras había estado ante ese atril la chispa lo había acompañado. Eso es lo que quería decirle, pero no lo había conseguido, todavía no, aunque llegaría el día. Podía verlo. Mantuvo la barbilla alta. Miró a través de la turba, las formas borrosas que lo rodeaban, miró más allá de la rotonda de mármol hacia un horizonte más lejano que el que esa gente, con sus acuciantes preguntas del momento, era capaz de imaginar.

El brazo de Charlie descansó sobre el hombro de Conrad mientras se abrían camino lentamente a través de la multitud, y a Conrad le embargó la lástima. Se habían reído de él, burlado de él. Y, sin embargo, lo había hecho. Sólo era una cuestión de tiempo que miles, millones de personas, supieran y comprendieran. Epicteto había hablado una vez como hablaba Charlie ahora.

«Todavía no tengo confianza en lo que he aprendido y a lo que he asentido. Dejadme ganar confianza, y luego me mostraré como la estatua cuando está acabada y pulida. En tal modo me mostraré a vosotros: fiel, digno, noble, ajeno al tumulto».

¡Charlie podía sentir la chispa dentro de él! ¡Conrad sólo tenía que quedarse otro par de semanas, quizá un mes, más con él y habría hecho su trabajo! Sólo era el correo de Zeus. Después regresaría a California, a Pittsburg o Walnut Creek, o a dondequiera que estuvieran Jill y los niños. No albergaba el mínimo temor. Se presentaría ante las autoridades.

En el primer capítulo del libro: «Te encarcelaré», dice César. Epicteto responde: «¿Qué dices? ¿Encarcelarme? A mi cuerpo encarcelarás… sí, pero mi voluntad… no, ni siquiera Zeus puede conquistarla».

¿Qué había, pues, que temer? Epicteto y Agripino habían pasado por cosas mucho peores. No, no se quejaría ni gemiría. Iría con una sonrisa, valor y serenidad.

Roger estaba aturdido pero de pie, dividido entre la furia y la culpa, culpa por haber fracasado a la hora de entregarle a Wes el Charlie Croker completamente quebrado que le había prometido, y furioso contra el propio Croker. ¡Qué serpiente! ¡Wes había acertado en eso! ¡Croker había atacado a Fareek! Roger estaba tan furioso que se dirigió hacia aquel reptil de ciento cinco kilos. ¡El viejo iba a recibir un rapapolvo del que no se iba a olvidar nunca! Sin embargo, no logró acercarse lo suficiente para hacerse oír. La aglomeración de reporteros era demasiado grande.

—¡Abogado!

Una voz calurosa y alegre.

Roger se volvió. Era el congresista del distrito quinto, un joven corpulento, muy oscuro, llamado Gibley Berm. Nunca habían sido presentados; Roger sólo lo conocía por las fotografías en los periódicos.

—¡Está haciendo un buen trabajo, hermano! ¡Oh, ahora van a por Fareek! ¡Van a utilizar cualquier truco! ¡Oh, sí! ¡No lo deje! ¡Está haciendo grandes cosas!

—¡Gracias, señor congresista! —dijo Roger, genuinamente sorprendido—. ¡No pienso dejarlo!

—¡Te estoy atrás, abogado! —dijo Gibley Berm con la más cordial de las sonrisas.

«¡Te estoy atrás! ¡Estás haciendo un buen trabajo, hermano!». ¡Del congresista Gibley Berm, sin esperárselo! «¡Te estoy atrás!».

Ninguna música había sonado nunca tan dulce —ni Mahler, ni Stravinski, ni Bach, ni Haydn, ni Mozart— a oídos de Roger.

«¡Te estoy atrás!», había dicho Gib Berm. «¡Te estoy atrás!».

Por primera vez en su vida Roger contempló la idea de presentarse a un cargo público.

Parecía haber un millar de personas apiñadas a su alrededor, y sin embargo Charlie se sentía tranquilo. Ya no notaba dolor en la rodilla. Seguía con el brazo sobre el hombro de Connie. A pesar de los gritos, que rebotaban en las paredes de mármol de la rotonda y se duplicaban y triplicaban en volumen, Charlie se sentía… sereno. Eso era justamente lo que había hallado: serenidad. De eso justamente tenía la suerte de gozar: una mente de acuerdo con la naturaleza. Todavía no era un buen orador, pero eso llegaría con el tiempo, porque como había dicho Epicteto: «Como el toro, el hombre de nobleza no se vuelve noble de repente; debe entrenarse durante el invierno y estar preparado». Se sentía sereno y… ligero. Sus pies apenas rozaban el mármol y la tierra que tenía debajo. Sentía como si pudiera correr cien metros igual que lo había hecho cuarenta años atrás. ¡Eso sí que los sorprendería! Se había despojado de todo el gastado equipaje de esta vida. Se había convertido en una vasija de la Divinidad.

Peepgass seguía de pie, mirando la pantalla del televisor y balanceándose hacia atrás y hacia adelante nerviosamente, de los talones a la punta de los pies, de la punta de los pies a los talones. ¡El sindicato está vivo!

—¡Se ha vuelto gagá, Martha! ¡Como un cencerro! ¿Has visto algo parecido alguna vez en tu vida?

—No —respondió Martha, en voz demasiado baja.

Se le estaban empañando los ojos. Luchó para impedir que le brotaran las lágrimas.

—¿De qué está hablando papá, mamá? —preguntó Wallace—. ¿Qué le pasa? Parecía… loco.

—¿La chispa que el Director nos ha dado? —dijo Peepgass—. ¿Has oído esa parte, Martha?… ¿Qué pasa, Martha? —Se acercó hasta el sillón en que estaba sentada—. ¿Qué ocurre?

Ella no respondió.

—Es Charlie, ¿verdad? —añadió Peepgass—. Todavía lo aprecias, ¿verdad?

—No, no es eso —contestó Martha, llevándose un pequeño pañuelo de encaje a los ojos—. Es que sé cómo era antes. Es duro contemplar la degradación de un ser humano que… que…

No se atrevió a terminar la frase por temor a derrumbarse y echarse a llorar.