De repente Roger se acordó de que la primera vez que había acudido al ayuntamiento para hablar con Wes de Fareek Fanón y Elizabeth Armholster, había sido Wes quien había empezado a recorrer la alfombra yoruba marrón y blanca cubierta de aves fénix, con un brillo perplejo y como halógeno en la mirada. En esta ocasión, en cambio, era él. Oh, sí. Roger Ni un Pelo de Blanco.
Era incapaz de permanecer sentado. No dejaba de andar arriba y abajo por encima de esos pájaros de denso plumaje y grandes crestas, los fénix, mientras la adrenalina le recorría el cuerpo. Sentía que los ojos le resplandecían cada vez más a medida que crecía la conciencia de su nuevo papel en la vida. Ni un Pelo de Blanco.
En cuanto a Wes, permanecía sentado en su butaca, conteniendo a la perfección el entusiasmo, si es que lo sentía, ante el nuevo Roger.
—¡De modo que abrí sin más la puerta mosquitera y entré! —dijo Roger—. ¡Luego me dirigí directamente hacia él! Estaba apoyado en las muletas con su asistente, o lo que sea, un chico blanco, me planté no más lejos de él de lo que estoy ahora de ti, y le dije: «Esto no es un juego, amigo. ¿Va a aparecer en la rueda de prensa o vamos a grabar en vídeo su declaración o no? Si es no, amigo, habrá que cambiar un montón de cosas, empezando por PlannersBanc».
—¿De verdad lo estuviste llamando, «amigo»? —preguntó Wes.
—Bueno, puede que no tantas veces, pero se lo dije.
—Muy bien —dijo el alcalde—, sigue.
—Al principio no dijo nada —continuó Roger—, así que dije: «¿Lo entiende?… ¿Lo… entiende?». Y al final salió una vocecita de ese gran hombre: «Sí…». Lo dijo así: «Sí…». ¡El gran Hombre de los Sesenta Minutos! Te hace pensar… en lo que son en el fondo esos llamados poderosos intereses empresariales cuando de verdad te enfrentas a ellos. Le dije: «Se ha comprometido conmigo y le ha asegurado al alcalde que estará presente. Esta rueda de prensa va a ser un momento crucial para la ciudad». Dije: «Si me traiciona, a mí y al alcalde… no será divertido. Lo sabe, ¿verdad?». Y dócil como un gatito me responde: «Lo sé…». ¡Así hablaba! «Lo sé». ¡Tenías que haber estado ahí, Wes!
Mientras hablaba, Roger pensó que estaba exagerando un poco; sin embargo, decidió que un poco de… realce… de la verdad se justificaba en ese caso, porque ayudaba a compensar la pérdida de emoción, tensión y teatralidad de la escena, tal como había ocurrido realmente.
—Dios mío —dijo Wes—, espero que ese hijoputa no esté en tan baja forma que sea una inutilidad en la rueda de prensa.
Oh, oh. Se había pasado. Roger se apresuró a tranquilizar al alcalde:
—Nada de eso, Wes, nada de eso. Es sólo que Croker, en mi opinión, es el típico fanfarrón. Cuando se le ve el farol, se viene abajo.
—Así que estás seguro de que vendrá a la rueda de prensa —dijo el alcalde.
—Oh, absolutamente —contestó Roger—. Sabe que si no lo hace, lo pierde todo —chasqueó los dedos— así, la plantación, la enorme casa de Buckhead… por cierto, me gustaría que la vieras. Tiene una entrada… un vestíbulo… o un recibidor… o como quieras llamarlo, que tiene más metros cuadrados que la casa de la mayoría de la gente. Me gustaría de verdad que pudieras verla. Es probable que la casa valga tres o cuatro millones a los precios actuales. Cantará la canción que quieras antes de renunciar a la vida que lleva ahora. Croker Concourse, los edificios en la parte media de la ciudad, el negocio que tiene de alimentos al por mayor… lo va a perder todo si no aparece en la rueda de prensa.
—Muy bien —dijo Wes—, pero por si acaso, sigue pinchándolo y recordándoselo, porque necesito de verdad a ese hijoputa.
—Oh, no te preocupes por eso, Wes —dijo Roger—. Va a tener recordatorios diarios y, si es necesario, me plantaré otra vez en su casa.
El alcalde miró a Roger, que seguía caminando, y sonrió de oreja a oreja sin decir nada.
Roger se detuvo, miró al alcalde y preguntó:
—¿Qué te hace gracia?
—Le estás tomando el gusto a la política, ¿no? —dijo el alcalde.
—¿La política?
—Es lo que es, Roger, todo lo que has estado haciendo… política, tal como se practica. Por favor, no me malinterpretes. Te estoy inmensamente agradecido por lo que ya has hecho, en serio. Lo que digo es que me gusta verte disfrutar de la política tanto como yo. No hay nada igual en este mundo.
Roger se afanó en excavar las observaciones de Wes en busca de ironía, pero todo lo que dijo fue:
—Sigo sin saber de qué estás hablando.
—¿Sabes qué es lo que de verdad les gusta a los políticos de la política… qué hace que les sea tan difícil renunciar a ella una vez que le han tomado el gusto? —dijo Wes.
—Oh, no lo sé… ¿Poder? ¿Fama? ¿Dinero?
Wes se echó a reír.
—Te aseguro que no es el dinero. El que se mete en política dispuesto a hacer dinero tiene que ser un idiota. Sé que algunos idiotas han hecho precisamente eso, pero es una estupidez intentarlo. En mi caso, en realidad pierdo dinero todos los años, porque con mi sueldo no puedo hacer todas las cosas que podría hacer. Y no es el poder, si por poder entiendes el poder de hacer cosas, cambiar la vida de la ciudad, reducir la delincuencia, rehabilitar el lado sur, todas esas cosas. Y no es la fama. Enseguida te acostumbras a la publicidad. Te acostumbras a verte en la televisión, a ver tu foto en el periódico, a que en las noticias de la noche de la NBC te dediquen un segmento especial de «En profundidad», o que escriban artículos sobre ti en las revistas nacionales o el New York Times. Empiezas a considerarlo todo como una parte natural de tu vida, tu papel. Empiezas a considerarlo como algo que sencillamente… está ahí… como el cielo, el sol, las nubes, la noche, la Luna, las estrellas, el tráfico en la Georgia 400. No, lo que de verdad te atrapa, lo que de verdad te agarra, lo que de verdad te convierte en un yonqui de la política es… verlos saltar.
—¿Verlos saltar?
—Eso es. Verlos saltar. A veces saltan literalmente. Cada vez que entro en una habitación, al menos en Atlanta, todo el que está sentado se pone en pie de un salto, aunque sean los llamados intereses empresariales, que es nuestro actual eufemismo para referirnos a los blancos importantes. Cuando llega la hora de sentarme, alguien da un salto para acercarme la silla. La gente en las tiendas, no es que vaya de compras muy a menudo, sueltan lo que estén haciendo y saltan para ver si tengo todo lo que quiero. En ese sentido, los blancos no son diferentes de los afroamericanos.
—¿Has empezado a decir «afroamericano»? —preguntó Roger.
—Oh, sí —respondió el alcalde—. El caso es —prosiguió— que si voy al aeropuerto a tomar un avión y llego tarde, paralizan todo el maldito aeropuerto si hace falta para asegurarse de que no pierdo el vuelo; y si voy andando por un espacio público, ya sea por aquí cerca del ayuntamiento, en el aeropuerto o donde sea, la gente, los blancos, saltan para acercarse a mí y susurrarme las palabras de amor de los seguidores y pedirme un autógrafo. Roger, eso es lo adictivo de la política: verlos saltar. Y de eso acabas de tener una pequeña experiencia. O una gran experiencia. Charlie Croker siempre ha sido una pieza importante en Atlanta, y has estado haciéndolo saltar desde que lo viste por primera vez en su despacho de Croker Concourse. Hasta ahora te has comportado como un gran político, y has hecho algo muy valioso por mí y por tu cliente. Y una vez dicho esto… es divertido, ¿verdad?, es divertido.
Roger arrugó la frente. Ésa era una habilidad de Wes, pinchar hasta el hueso antes de que te dieras cuenta de que iba a atacar. Y, como de costumbre, sintió aún más celos de él por estar en lo cierto. Wes siempre le llevaba dos pasos de ventaja cuando se trataba de cosas como la comprensión de las motivaciones humanas, y Roger no tenía ningunas ganas de perdonárselo.
—No sé si llamarlo divertido —dijo con más enojo del que pretendía.
—Bueno, en todo caso, has hecho un gran trabajo, abogado. El tener a Croker en esa rueda de prensa va a significar para tu cliente y para esta ciudad más de lo que posiblemente imaginas. No te lo he dicho, pero tuvimos entre manos unos disturbios anoche.
—¿Unos disturbios?
—Eso es. Resulta que unos pocos pandilleros de los de siempre estaban en la calle, en la avenida English, despotricando por cómo su héroe, Fareek el Cañón Fanón, había sido engañado por esa joven blanca rica, y entonces se caldearon los ánimos y decidieron dirigirse hacia el World Congress Center, gritando y rompiendo escaparates, pero entonces cometieron un error. Vieron a un grupo de blancos que aún estaban trabajando en la construcción de un edificio nuevo que hay ahí y decidieron armar un poco de jaleo y pillaje. Su error fue que se enfrentaron a los trabajadores blancos equivocados. Esos blancos eran unos bestias. Eran esos tipos blancos que ves en solares en construcción con casco, barba de cinco días, grandes barrigas y camisetas sin mangas, de las que sobresalen bíceps de veinte o veinticinco centímetros. Están tan dispuestos a enzarzarse en una pelea como a beber una cerveza. Las dos cosas les parecen bien. Cinco minutos más tarde se habían acabado los disturbios. Los desórdenes se desordenaron, gracias a Dios. Llamé a Elihu Yale, el jefe de Policía, y le dije que tapara el asunto y que la prensa no lo aireara. Pero eso te demuestra la situación en la que estamos. Nos acercamos al punto de ebullición. Los estudiantes se han dedicado a soltar discursos en Morehouse y también en Spelman. Toda la llamada élite de Morehouse es partidaria de la solidaridad en un asunto como éste, si es que ha habido alguna vez un asunto como éste. Están todos convencidos de que a Fareek lo han engañado y es víctima de un montaje.
—¿Es lo que tú crees?
—No, si entiendes «montaje» como un complot que ha salido a la luz antes de hora. Si entiendes montaje en el sentido de que la chica utilizó la palabra «violación» como excusa cuando sus amigas la encontraron echándose un polvo con un afroamericano de cien kilos, entonces me parece creíble. Ésa es la historia de Fareek el Cañón, y es creíble.
—Lo siento —dijo Roger—, pero encuentro divertido eso de oírte usar la palabra «afroamericano» después de todo lo que decías de Jesse Jackson.
El alcalde puso su sonrisa irónica.
—Como te he dicho, los tiempos cambian y las cosas cambian. Si Jesse se marca un tanto, no sirve de nada estar quejándose. Lo único que se puede hacer es anotar el punto. Venga, siéntate. Me estás poniendo nervioso. —Hizo un gesto en dirección al sofá.
Roger Ni un Pelo de Blanco se sentó, pero antes de darse cuenta ya estaba de pie otra vez, paseando por la alfombra cubierta de aves fénix, contemplando los dibujos geométricos que formaban las espadas ceremoniales de marfil yoruba contra los paneles de ébano, comentando a Wes Jordan sus reflexiones sobre Charlie Croker y en cómo no estaría contento hasta que lo viera pasar por el aro.
Charlie siempre había utilizado la expresión «al sur de la línea de los mosquitos» como una muestra de humor rural sureño. Sin embargo, esa vez no le pareció graciosa. Mientras cojeaba con ayuda de sus muletas de aluminio desde el Cadillac hacia la Casa Grande, las oleadas de mosquitos negros se lanzaban en picado sobre los ojos sin darle un respiro. ¿Por qué los ojos? Seguramente por el agua. Querían beber el agua de sus ojos. A causa de las muletas no podía levantar las manos lo suficiente para espantarlos. Los oía zumbar en sus oídos. Termtina no era un lugar para estar durante el verano. Durante el verano, el sur de Georgia se inclinaba, impotente, abyectamente, ante sus soberanos, los insectos.
—¡Ayyyyy! —Era Serena, que estaba justo detrás de él—. ¡Charlie! ¡Me ha picado una abeja!
—Ñera nabeja —dijo Charlie sin volverse—, suna mosca.
Seguramente se trataba de un mosquito negro, un jején, pensó Charlie. Desgraciados hijos de puta. Eran moteados, casi negros, con un aspecto de lo más insalubre, y tenían las alas aerodinámicas, como un caza o un bombardero Stealth. Nunca fallaban. Aunque también podría haber sido una mosca amarilla o un tábano, los tres picaban, aunque no había necesidad de profundizar tanto con Serena. Volvió la cabeza y dijo:
—¡Heidi! ¡Tápale la cabeza con algo a la niña!
Casi nunca la llamaba Kingsley.
—Usted no preocupe, señor Croker —le dijo Heidi—. La llevo —juuuuuu juuuuu juuuuuu juuuuuu— apretada contra el cuerpo… —juuuuuu juuuuu juuuuuu juuuuuu— y tengo pañuelo.
De nuevo Serena:
—¡Charlie! ¡Maldita sea! ¡Otra! ¿Cómo es posible que una mosca —juuuuuu juuuuu juuuuuu juuuuuu—, cómo es posible que una…? ¡Maldita sea, Charlie, otra!
Charlie había conocido el sonido de ese juuuuu juuuuu antes incluso de aprender su primera palabra. Era el sonido de un ser humano, una especie desesperadamente lenta, intentando apartarse de los ojos las nubes de jejenes en el condado de Baker en el verano.
—¡Ugggg!
Ése fue Connie, cargando con las bolsas y cerrando la marcha, murmurando para sí. No cabía duda de que los mosquitos también lo atacaban, pero él era el estoico.
¡Mierda! Una acababa de picarle a Charlie en la nuca, y aún quedaban diez metros para llegar a la puerta.
—¡Charlie! —dijo Serena—, ¿qué son esas cositas —juuuuuu juuuuu juuuuuu juuuuuu— blancas? ¡Son asquerosas!
Charlie también las veía: otra mosca moteada, pero moteada blanca en lugar de negra.
—Son moscas de privado[44] —respondió—. No te van a hacer nada.
—¿Qué son moscas de privado?
—Revolotean alrededor —juuuuu juuuuu juuuuu juuuuu— de los privados.
—¿Qué es un privado?
—Un retrete exterior.
—¡Qué —juuuuu juuuuu juuuuu juuuuu— asco! ¡Puffffffffff… acabo de pisar algo también asqueroso!
Un olor fétido se elevaba del sendero mientras aquellos caminantes cruzaban con gran esfuerzo las tierras yermas y se adentraban en el reino de los insectos.
—Hay ciempiés en el camino. Eso es lo que hueles. Intenta no pisarlos.
—¡Señor Croker! —dijo Heidi—. ¿Qué pasa con árbol?
Charlie estiró la cabeza y la vio sostener a la niña con un brazo y con el otro señalar un arce. Las ramas parecían estar pudriéndose a causa de una espantosa enfermedad.
—Lagartas, orugas de lagarta[45] —respondió Charlie.
Habían infestado todo el árbol. Antes de abandonarlo, lo despojarían completamente de sus hojas.
—Ese ruido —dijo Serena—, ¿es el —juuuuu juuuuu juuuuu juuuuu— ruido que hacen al comérselo?
—Ajá —contestó Charlie.
Hacían una especie de crunch crunch. En realidad se trataba del ruido de los bichos al defecar, el ruido de los excrementos de decenas de miles de lagartas al golpear el suelo. Sin embargo, no tenía sentido mencionar esa información cuando aún faltaban cinco metros para llegar a la puerta. Y tampoco tenía sentido comentar que ahora en junio, en el condado de Baker, un poco más allá, a la sombra bajo los robles de Virginia y los magnolios, habría mosquitos, mosquitos gigantes, purasangres de la familia de los culícidos, en pleno día. No estaba muy lejos de allí la marisma Jookers, donde los mosquitos se multiplicaban por miles de millones en junio y crecían buscando sangre que chupar. Y no tenía sentido llamar la atención sobre aquel viejo tocón de roble de Virginia que estaba a la sombra. ¡Que alguien intentara descansar sobre él un momento sus cansados huesos para conseguir una tregua del sol, o que intentara echarse en el agradable y blando lecho de pinaza de más allá! Los mosquitos, las moscas amarillas, los tábanos y los jejenes se lanzarían en picado… y las niguas[46] se arrojarían sobre los tobillos, los muslos, el cuello y el gran trasero del incauto, más deprisa de lo que se tardaba en pronunciar su nombre. Junio era el mes de las niguas. Para las niguas, junio era como Acción de Gracias, Navidad y el Cuatro de Julio, todo en uno. No hay nada más apetecible para esos violentos y feroces ácaros rojos que un trasero humano sentado en un tocón en el mes de junio. Un simple mordisco de nigua puede provocar un verdugón rojo que escuece y pica durante una semana.
Dios todopoderoso, ¡qué calor que hacía! Las cigarras cantaban en los árboles. Eran grandes para ser insectos, algunas llegaban a los cinco centímetros; y eran feas y ruidosas. En el condado de Baker, cuando el Sol llega a su cénit en junio, las cigarras se posan sobre los árboles y empiezan su maldito canto, no se puede sacar uno las vibraciones de los tímpanos, ahí es cuando empieza uno a «ver el mono», como decían en el campo. Le estaba ocurriendo a Charlie en ese momento. Las moscas negras y las tres clases de moscas de alas aerodinámicas iban a por él, hacía un calor de mil demonios, y estaba viendo el mono.
Miró por encima del hombro y Connie estaba justo detrás de él, llevando las bolsas. Connie había conducido y él, Charlie, se había sentado en el asiento de atrás con Serena. Connie casi lo había vuelto loco por negarse a ir a más de diez kilómetros por hora por encima del límite de velocidad, o quizá quince. Dios mío, como si no fuera ya bastante lata tener que hacer el trayecto desde Atlanta en coche. Seguro que Durwood y los muchachos empezaban a hacer elucubraciones al respecto. El Captan Charlie siempre acudía a Termtina en avión, no siempre en el G-5, a veces en el Beechjet, pero siempre en avión. ¿Qué les iba a decir? ¿Que la pierna mala no le dejaba subir y bajar las escaleras del Beechjet? Ah, al cuerno con eso. No estaba obligado a explicarlo todo a todo el mundo… por más que sentía una necesidad tremenda de hacerlo.
La Casa Grande se alzaba en medio de una arboleda de robles de Virginia, magnolios y cornejos. Las flores blancas de los magnolios no habían tenido nunca un aroma más intenso y más exuberante. Sin embargo, en los magnolios, no eran sólo las flores lo que sorprendía. También eran las hojas, alargadas, gruesas, verde oscuro, cada una de las cuales brillaba como si hubiera sido encerada y abrillantada a mano. Las ramas bajaban y llegaban hasta el suelo, las copas se elevaban y acababan en un punto, como un árbol de Navidad; y cuando uno veía una docena de magnolios dispuestos de aquel modo a ambos lados de la Casa Grande, se quedaba sin respiración, al margen de las veces que los hubiera visto antes. El porche que daba casi toda la vuelta a la casa estaba a un metro y medio del suelo, y tal era la magnitud floral de las rosas Confederación que habían crecido en los espaldares situados bajo él, que se diría que la casa había sido construida en lo alto de una inmensa capa de flores. Dentro de la casa era posible que oliera a humedad, puesto que no se utilizaba desde hacía varias semanas, y no había lugar en la Tierra más caluroso y húmedo que el condado de Baker, Georgia, en verano. Gracias a Dios, había instalado el aire acondicionado central hacía diez —¿o eran once?— años, cuando un sistema de refrigeración de ciento diez mil dólares parecía una nadería, un simple gasto rutinario. En aquel momento sería incapaz de reunir ciento diez mil dólares para comprar nada. Dios… ¡sólo con que no se sintiera tan cansado! Ya nunca dormía. Se encontraba completamente agotado desde que se levantaba por la mañana. No quería levantarse. Ni un solo minuto. Sólo se levantaba porque sabía que Serena le hincharía las pelotas si no lo hacía; eso y el hecho de que quedaría mal ante Connie. De modo que… clac-clac… clac-clac… clac-clac… clac-clac… siguió avanzando hasta las escaleras que llevaban al porche. Las miró y soltó un gran suspiro.
—¿Quiere que le eche una mano? —señor Croker.
—Nooooo —respondió Charlie—. Solos taba… taba… —Gran cansancio—. Solos taba… No sé lo questaba haciendo.
—Solos tabas compadeciéndote, Charlie —dijo Serena—. Eso es lo que solos tabas haciendo. Si dedicaras la misma cantidad de energía a hacer la fisioterapia, ya podrías haber acabado con todo esto.
En aquel momento ya estaba a su lado. Llevaba unos pantalones blancos de lino que se le estrechaban en el tobillo y una camisa blanca de seda de rayas amarillas. Intentaba espantar los mosquitos de sus grandes ojos azules. No tenía que añadir nada más. Estaba claro que le molestaba aquella escapada a Termtina. Era el último lugar del mundo que elegiría para estar en verano.
Charlie empezó a subir las escaleras sin ayuda. Clac-clac… clac-clac… clac-clac…
—¿Por qué hacen ese ruido? —dijo ella con exasperación, pasándose la mano por delante de los ojos unas noventa veces por minuto.
—¿Por qué hace quién qué ruido? —preguntó Charlie.
Obviamente molesta:
—Ese «clac-clac… clac-clac».
—Bueno, sólo sel…
—Sólo sel nada, Charlie. Son tus muletas.
—No les pasa…
—¿Están sueltas? ¿Hacían ese ruido cuando te las dieron?
—No lo sé, supongo…
—En fin, entremos antes de que nos coman a mordiscos.
En ese momento Serena sacudía la mano ante los ojos y contraía la cara en una mueca que era la personificación de la ira frustrada.
De modo que Charlie subió las escaleras. Clac-clac… clac-clac… clac-clac… Cada clac-clac le sonaba a Charlie como un par de disparos de rifle. Estaba cansadísimo, la rodilla le dolía un infierno, le parecía que el cerebro era la parte negra de un tornado, estaba viendo el mono, y a su mujer no le gustaba cómo sonaban las muletas. ¡Las muletas! De tener la energía y la confianza de antaño, habría atajado en el acto aquella serie de observaciones. En ese momento, sin embargo, las observaciones sobre las muletas de aluminio se convirtieron en más basura succionada por el tornado de su cráneo.
La Casa Grande siempre había tenido una decoración más femenina que otra cosa. Había un montón de paredes amarillo chino con finas y delicadas molduras de yeso blanco, al «modo Adam», como Ronald Vine las había llamado, fuera lo que fuera lo que eso significaba. Al parecer, era la decoración original de la casa, una parte tan fundamental de una época pasada, que nadie, ni siquiera Ronald, se había atrevido a alterarla. Al fin y al cabo, la Época Pasada ocupaba una parte muy importante de la mente de cualquier comprador de una plantación de codornices en Georgia del Sur. De resultas de ello, la casa aún tenía, también, cosas como puertas correderas con vidrieras de elaborados grabados, con las que uno podía separar el comedor del salón de atrás, y salientes en los salones de delante y atrás, con cuatro ventanas cada uno, dos de las cuales tenían marcos curvos y vidrios curvos a juego. El interior de la Casa Grande era donde la mujer, probablemente la esposa, podía expresar su gusto y refinamiento. El resto del lugar estaba dedicado al Hombre Cazador.
Aunque sólo le habían avisado con cuatro horas de antelación, Durwood había logrado reunir al personal doméstico para el Captan Charlie. Ahí estaba la tía Bella, junto con dos pinches de cocina, ahí estaba Mason con un par de chicos para echar una mano con los recados, acarrear cosas y tareas por el estilo, y, por supuesto, ahí estaba el propio Durwood, y ahí estaba Connie. De modo que no podía decirse que el Captan Charlie hubiera quedado abandonado a sus propios recursos.
Con ayuda de Connie se había arrellanado en un sillón del «estudio», como se llamaba a la habitación de la Casa Grande que había sido el baluarte del varón del lugar hasta que Charlie construyó la Armería. Comparado con la gran sala de la Armería, el estudio parecía completamente amanerado. No había cabezas de oso, ni serpientes disecadas, ni batallones de escopetas verticales; en vez de eso, había una forma más bien sutil de revestimiento: madera de corazón de pino virgen con el adorno de algunos cuadros de la escuela de Audubon que representaban codornices. A Charlie el estudio le parecía tranquilo. Fuera, el techo del porche protegía del sol. Era relajante. El corazón de pino virgen y los cuadros de codornices estaban bien. No le apetecía en absoluto que le recordaran en aquel momento los dientes y los colmillos. Tomó el libro. Connie estaba fuera con Durwood, echando un vistazo, con el beneplácito de Charlie, a la plantación, o al menos a los anexos, las perreras y los caballos.
Abrió el libro al azar y encontró un pasaje que decía:
Del mismo modo que toda habilidad se fortalece con la práctica, también todo mal hábito se empeora con la repetición. Si permanecéis en cama durante diez días y luego intentáis dar un paseo, ya veréis qué pronto pierden vuestras piernas su fuerza.
¡Dios todopoderoso, Epicteto le había estado leyendo el correo! Casi había permanecido diez días en la cama, y era cierto: ¡a sus piernas no les quedaban fuerzas!
Su mirada se posó en un cuadro en el que aparecía una nidada de codornices que se escondían apiñadas entre la hierba. El artista había logrado que pareciera que los pájaros estaban agazapados, asustados, a punto de explotar a la primera señal de peligro. Y así parecía estar él, Charlie, en ese momento, escondido, agazapado, entre la hierba, presa del pánico y a punto de salir disparado en cualquier dirección.
De acuerdo, suponiendo que fuera a la rueda de prensa y contara la verdad sobre Fareek Fanón… Suponiendo que dijera que Fanón era el ejemplo máximo de deportista arrogante, repelente y fanfarrón que se cree por encima de los criterios habituales de lo que está bien y está mal. En cuanto esas palabras salieran de sus labios, todas sus posesiones materiales desaparecerían… y él sería tachado de racista intolerante.
Seguía mirando la nidada de codornices cuando Serena se materializó en la puerta. Se acercó a Charlie con una sonrisa que no logró descifrar. ¿Placer? ¿Sarcasmo? Imposible saberlo.
Se sentó en un sillón junto al suyo y dijo:
—Bueno… ¿y cómo se siente eso de volver a Termtina?
Charlie no logró leer la expresión de su cara ni adivinar la intención de sus palabras, así que al final respondió:
—Es relajante.
—Relajante ¿de qué? —dijo Serena. Al no obtener respuesta, añadió—: ¿Te molesta que te pregunte una cosa?
—Adelante.
—¿Qué es lo que pasa, qué es todo este asunto del señor Roger White?
—Bueno…
—Y no me digas que intenta meterte en un caso suyo. No tiene sentido, ahí está ese… ese hombre que se atreve… ¡se atreve!… a entrar en nuestra casa sin ser invitado y que insiste en que le des una respuesta sobre no sé qué. El Charlie Croker con el que me casé lo habría agarrado y echado. No soporto verte… arrastrándote de este modo.
Charlie la contempló por unos instantes.
—Es verdad, tienes razón, hay mucho más de lo que… lo que… he hecho ver. En realidad, es un lío.
No confiaba en Serena, no confiaba en su propia esposa, que se había casado como él para lo bueno, no para lo bueno y lo malo; no confiaba en ella lo suficiente para darle la información que estaba a punto de comunicarle. Suspiró y decidió comunicársela de todos modos. Al fin y al cabo, era su mujer y tenía derecho a saberlo.
Se lo contó paso a paso. La oferta inicial del abogado Roger White de canjear su liberación de la maquinaria de quiebra de PlannersBanc a cambio de una declaración pública halagadora sobre Fareek Fanón, el actual Charlie Croker del Tec de Georgia… Cómo White había demostrado el poder de sus representados manteniendo a raya a PlannersBanc… Su horrible reunión con Fareek Fanón, que le soltó tantos insultos y bufidos despectivos como pudo… Cómo se había debatido con todo el dilema… ¿Cómo iba a traicionar a Inman, sobre todo después de ofrecerle toda su ayuda para que Fanón recibiera su merecido por lo que había hecho?… Pero ¿cómo iba a rechazar una forma tan inocua de salvar todo su imperio de una ruina segura? Además, con ello haría algo por la ciudad calmando las aguas revueltas. Sin duda que el Journal-Constitution le daría por eso una palmadita en la espalda… Pero Inman echaría chispas, y todos los que conocieran a Inman y fueran sus amigos, que eran muchos, se olerían algo raro… Y él, Charlie, ¿creía a Fanón capaz de violar a Elizabeth Armholster? No le extrañaría ni por un minuto… Le contó que se inclinó por esta posibilidad y que, luchando contra sus demonios, finalmente llamó al abogado White, quien resultó ser bastante desagradable, y dijo que sí, que estaba de acuerdo con el trato… y cómo desde entonces el abogado White le había tratado con la actitud más paternalista que se pueda uno imaginar… cómo él, Charlie, quien solía enorgullecerse de tomar decisiones y resolver dilemas, no era capaz de afrontar éste. Por un lado, si se pronunciaba a favor de Fanón, salvaría todos sus bienes y estaría a salvo del banco, pero perdería a todos sus amigos, al grupo del Club de Conductores de Piedmont y a cualquier otro grupo. Pero si se negaba, perdería todos sus bienes, incluso la casa en que vivían y los coches que conducían; y también perderían a todos sus amigos, porque la clase de amigos que habían hecho son de los que no entienden que alguien no pueda permitirse el lujo de salir y fundirse 300 dólares en una cena para cuatro en el Mordecai’s. Era el dilema más desesperado al que jamás se hubiera enfrentado.
Todo el tiempo, mientras le contaba la historia, Serena lo miraba fijamente, con el codo izquierdo apoyado en un brazo de la silla y un lado de su cara descansando en la palma de su mano. Apenas siquiera parpadeaba. Pero hacia el final empezó a sonreír levemente. Era una sonrisa benigna, no obstante.
Cuando por fin terminó, Serena lo sorprendió. En lugar de actuar enfadada, sarcástica, o largarse, apartó la palma de la mano de la cara, apoyó su peso sobre su antebrazo, le sonrió con dulzura y le dijo en voz baja y dulce:
—Charlie, ojalá me hubieses contado todo esto antes. Es muy terrible para que te lo guardes todo para ti solo.
—Bueno…
—De verdad, muy terrible. Y seguro que pensabas que nadie podría ayudarte y por eso no querías que nadie lo supiera.
—Es verdad —admitió Charlie—. Cuando pienso que le dije a Inman que haría cualquier cosa para ayudarlo… le estreché la mano… casi hice con él un juramento de sangre… por otra parte, tengo sesenta años y están a punto de acabar conmigo.
—Charlie…
—… me han quitado los aviones, tres de los coches, y ¿sabes qué será…?
—Charlie…
—¿… lo siguiente…?
—¡Charlie!
—¿Qué?
Una vez que obtuvo su atención, volvió a su tono de voz bajo e íntimo:
—Tengo que contarte algo que quizá haga que todo sea más fácil para ti.
Charlie la miró, y aunque ponía seriamente en duda la verdad de lo que decía, se limitó a decir:
—¿Qué cosa?
—Elizabeth me hizo jurar que no se lo diría a nadie, ni siquiera a ti.
—¿Elizabeth?
—Elizabeth Armholster. Le dije… pero no me importa. Charlie, es algo que tienes que saber.
Charlie se quedó contemplándola.
—¿Te acuerdas de la noche en el Club de Conductores, la noche en que Inman y tú os metisteis en el salón de baile y os pusisteis a hablar?
—Sí —repuso Charlie con una mueca de resignación—. Me acuerdo. Fue la noche en que le juré a Inman que lo apoyaría en este asunto. —Sacudió la cabeza.
—Bueno, antes de que empieces a pensar que estás obligado por una especie de juramento sagrado… ¿sabes que tuve una conversación con Elizabeth esa misma noche en el Club de Conductores?
—Recuerdo que te metiste en la sala Bambú con ella.
—Eso es. ¿Y quieres saber qué me dijo?
—¿Qué?
—¿Sobre esa noche? ¿La noche del viernes de Freaknik? Enganchó con Fanón.
—¿Qué cosa?
—Enganchar con Fanón. —Le dirigió a Charlie la clase de mirada acompañada de una ligera separación de los labios que uno dirige a la gente cuando se está haciendo una revelación muy importante.
—¿Qué es «enganchar»?
—¿No sabes lo que es «enganchar»? Es algo que hacen ahora los chicos y las chicas. ¿De verdad nunca lo has oído?
—No.
—Bueno, hoy ya no se habla de «citas». Salen en grupos, un grupo de chicas por un lado y un grupo de chicos por otro, todos en busca de fiesta. Para encontrar fiesta tienes que ir a los sitios a los que va la gente, como La Ruina.
—¿Qué es eso?
—Es un restaurante, cerca del campus del Tec. Así que tenemos a cinco chicas, entre ellas Elizabeth, sentadas a una mesa, apretadas, son más de las once y todavía están buscando fiesta. Lo siguiente que pasa es que cuatro estudiantes negros se sientan a la mesa de enfrente y en el restaurante todo el mundo sabe quién es uno de ellos: Fareek Fanón. Fanón y sus amigos no tardaron en atacar a las chicas blancas, pero todo muy en broma, nada ordinario ni provocativo.
—¿Atacar?
—Tirarles los tejos, tontear. Así es como lo dicen ahora, «atacar». Elizabeth me dijo que ella y sus amigas no quisieron mostrarse distantes, que todo el restaurante las estaba mirando, que Fanón es el chico del cartel del Tec, etcétera, etcétera. El caso es que Fanón va y dice que hay una fiesta en su apartamento, que además no está muy lejos. Claro que con la perspectiva de la edad puedes decir que a las chicas se les tenía que haber encendido una bombilla. Si hay una fiesta en su apartamento, ¿qué es lo que está haciendo ahí? Pero la cuestión es que Elizabeth y dos de las chicas decidieron ir a la fiesta.
—¿Y qué pasó con las otras dos chicas? —preguntó Charlie.
—Dijeron que no contaran con ellas y se fueron a su casa. Piensa, Charlie, que Elizabeth no es una chica tímida. Es muy capaz de aceptar un desafío. En cierto modo, es como Inman o, para el caso, Ellen, que creo que es el mismísimo demonio. Así que las tres chicas llegan al apartamento de Fanón y, claro, ahí no hay nadie. Elizabeth dice: «Pensaba que habías dicho que había una fiesta». A lo que Fanón contesta: «Bueno, pues ahora la hay». Y de este modo los chicos y las chicas han encontrado una fiesta y es entonces cuando puede empezar el enganche.
—Pero ¿qué demonios es eso? —dijo Charlie.
—A eso voy. La fiesta está en marcha, la gente está bebiendo, y a un chico le atrae una de las chicas, o a una chica le atrae uno de los chicos… no lo olvides, Charlie, también puede pasar eso, la chica puede empezar… y uno de ellos hace una señal hacia el fondo o cualquier sitio donde haya una habitación vacía, y ahí mismo, sin pensarlo, los dos se meten en la habitación y enganchan.
—Pero ¿qué…?
—Te lo estoy diciendo —dijo Serena en voz baja y confidencial—. Siempre tiene que ver con el sexo, pero puede ir desde el besuqueo y, bueno, un poco de manoseo, hasta hacerlo del todo, que se llama «enganche a fondo». Todo esto ya lo conocía, pero Elizabeth me enseñó una expresión que no había oído nunca. Es diez años más joven que yo… así que no lo había oído nunca. Es «tirar de».
—¿Tirar de?
—No «tirarse», sino «tirar de». Antes eran los chicos los que alardeaban de haberse tirado a alguna chica, para decir que se habían acostado con ella. Pero «tirar de» es la expresión que usa la chica. Una chica dice: «Anoche tiré de Jack», como si hubiera hecho que el tipo llegara con ella hasta el final, y eso es un logro tremendo. Bueno, el caso es que Elizabeth enganchó con Fareek. Se metieron en su dormitorio.
—Dios mío —dijo Charlie—. ¿Se lo pidió ella o él?
—Ella dice que se lo pidió él, pero Charlie, no estoy segura.
—¡Dios todopoderoso! ¿Qué dice que pasó?
—Dice que ella sólo tenía intención de un enganche suave, pero que había bebido, y las cosas fueron mucho más lejos de lo que había pensado. Mientras tanto, las otras dos chicas, sus amigas, no es que se estuvieran divirtiendo demasiado. Querían irse, pero no querían dejar a Elizabeth. Para entonces, según Elizabeth, ella ya estaba con las bragas quitadas y Fanón intentaba ponérsele encima. Ella protestó, diciendo que no, que no quería hacerlo del todo, pero entonces Fanón, siempre en palabras de Elizabeth, usó su fuerza y la aplastó contra la cama y se le puso encima. Justo en ese momento, se abrió la puerta y las otras dos chicas los descubrieron; y entonces ella empezó a gritar: «¡Decidle que pare! ¡Sacádmelo de encima!».
—Dios santo —dijo Charlie—, ¿y el tipo la había… penetrado?
—No lo sé —respondió Serena—. No me atreví a preguntárselo; pero, para empezar, no me creo su versión de los hechos. Creo que estaba lo bastante bebida como para decidirse a tirar de Fareek Fanón. No se me ocurre otro motivo para que una chica deje que un hombre le quite las bragas.
—Quieres decir…
—Si quieres saber lo que creo, creo que fue ella quien le hizo ojitos para enganchar, y que ella acabó haciendo exactamente lo que se había propuesto.
—Estás diciendo…
—Exacto —dijo Serena—. Creo que la única razón por la que empezó todo este asunto de la «violación» fue que las dos amigas la sorprendieron y ella tuvo que inventarse una excusa rápida, y entonces gritó lo de: «¡Decidle que pare! ¡Sacádmelo de encima!» o lo que fuera. Si te fijas, no les dijo nada a Inman ni a Ellen, al principio no les dijo nada.
—¿No?
—Al principio, no. Fue una de las madres de las chicas, la madre de Tanya Baehr, la que llamó a Ellen e Inman y les dio la noticia que los enloqueció. Tanya Baehr se lo había contado a su madre. Y entonces Elizabeth tuvo que seguir con su historia, pero no quería que sus padres se lo dijeran a nadie, ni a la policía, ni a la universidad, ni a nadie. ¿Y por qué? Decía que estaba demasiado traumatizada para hablar con nadie del tema. Si quieres saber mi opinión, sabía que había improvisado, sin tener tiempo de pensar, algo que se estaba convirtiendo en una mentira enorme. Le daba miedo tener que intentar siquiera llenar los detalles de una acusación de violación y formularla ante la policía, un tribunal o alguien. Lo que en realidad les estaba diciendo a sus padres era: «Vamos a olvidarlo todo. Por favor, vamos a olvidarlo todo». Pero si creía que iba a pasar eso, se equivocaba de padre. Inman se ha dedicado a pasearse por todas partes intentando reunir las tropas, aunque no puede formular ninguna acusación porque su hija está muy «traumatizada». ¿Qué «traumatizada» ni qué «traumatizada»? Esa noche en el Club de Conductores no es que actuara como si estuviera traumatizada.
—Creía que habías dicho que Elizabeth te caía bien.
—Y me cae bien —dijo Serena—. Es divertida. Nos llevamos bien. Confía en mí, pero no por eso pienso que sea un angelito. En absoluto. No entiendes a las mujeres, Charlie, no las entiendes nada. Las tretas del hombre no igualan a las de la mujer. Desde el principio, Elizabeth ha intentado tapar todo el asunto sin tener que admitir ante Inman y Ellen que no era la pequeña Señorita Inocencia. Y ahora se le ha ido todo de las manos. El nombre de Fanón sale por todas partes en la televisión y los periódicos. El nombre de Elizabeth no sale, lo que sale es «hija de uno de los empresarios más influyentes de Atlanta», pero sí que sale su nombre por todo Internet, gracias a esa página web, Cazar el dragón, y no conozco a nadie que no sepa decir en el acto que es Elizabeth Armholster.
Los ojos de Serena taladraron los de Charlie.
—Muy bien —dijo él— supongamos que es verdad. ¿Y cómo quedo yo en todo esto?
—Es más bien «cómo queda Fanón» —puntualizó Serena—. Es él quien se arriesga a perderlo todo por unas acusaciones falsas.
—Así que tendría…
—¡Tendrías que dejarlo en paz, Charlie! No tienes que atacar a Elizabeth. Ni siquiera tienes que mencionarla, ni como hija de un influyente lo que sea. Di sólo a todo el mundo que se le conceda a Fanón el beneficio de la duda, porque conoces los riesgos de la fama deportiva, lo cual es cierto.
Charlie volvió la cabeza, miró el viejo revestimiento de pino del estudio y suspiró.
—¡Charlie! —exclamó Serena para atraer de nuevo su atención—. No es cuestión de contentar a Fanón y su bando. ¡Es cuestión de ponerse del lado de la verdad! En serio, conozco a Elizabeth y sé que es perfectamente capaz de enganchar con cualquier chico tan famoso como Fareek Fanón, negro o no, y tirar de él. Eso no puedes decirlo, claro, pero puedes darle un poco de protección a Fanón. Sería la verdad y sería lo correcto.
Charlie se arrellanó en el sillón, inclinó la cabeza y empezó a respirar audiblemente por la boca. El dilema rugía en ese momento en su cabeza con más furia que nunca. Quería creer lo que Serena le acababa de contar. Quería estar del lado de la rectitud y del imperio en bancarrota de Charlie Croker. Quería creer que Serena estaba consagrada a la verdad y el juego limpio y, sólo de modo incidental, a la conservación de las propiedades del señor y la señora Croker.
Como si sintiese que casi lo había convencido, Serena se inclinó hacia él y dijo:
—En este momento es un cotilleo en boca de todos, pero dentro de seis meses, un año, ¿quién se va a acordar de los detalles? ¿Quién se va a acordar de que Charlie Croker hizo una declaración genérica sobre los deportistas y la presión que reciben? Nadie.
A Charlie se le ocurría alguien. Era capaz de ver aquella gorda cara morena y aquel pelo negro peinado hacia atrás, desde la mismísima frente, y apretado como una franja de asfalto. Era capaz de oír aquella voz grave, furiosa y curada con cigarrillos Camel. Era capaz de ver aquellos pequeños ojos implacables.
—Ya sé que defienden sus propios intereses —prosiguió Serena—, pero ese Roger White tiene toda la razón cuando dice que harías algo por Atlanta, harías mucho si te presentas y dices: «Un momento. Pensemos un momento. No nos precipitemos». Eso es lo que en realidad dirías: «No nos precipitemos». Y dado lo que sé de Elizabeth, y lo que un montón de personas saben de ella… Elizabeth no es exactamente discreta… hace falta que alguien diga eso, alguien como tú. El alcalde no puede hacerlo. Pero vosotros dos juntos podéis hacer un llamamiento por encima de las distinciones raciales. Al final, la gente te alabará. La mayoría, al margen de lo que sepan sobre Elizabeth, tomarían el camino fácil y no dirían nada. Hace falta valor para hacer lo que vas a hacer. No vas a tomar partido, sólo vas a nivelar un poco el terreno de juego.
Sí, pensó Charlie, los negros me alabarán, los Herb Richman de Atlanta me alabarán. En el Club de Conductores de Piedmont… vio la entrada de coches, la entrada principal y el portero, Gates, ayudando a un blanco alto y tambaleante a salir de su Mercedes 600… Lomprey, quizá: como si lo tuviera delante, vio la gran estatura y el torcido cuello de perro de Arthur Lomprey… y Lomprey sabría que algo olía muy raro en esa situación, puesto que lo habían presionado… ¿quién?… alguien… para que le sacara los perros de encima a Charlie y sus propiedades; pero ¿qué diría Lomprey? ¿Qué podría decir? ¿Cuánto sabía?
De pronto, Charlie tuvo una inspiración. Llamaría a Inman o iría a verlo. Le explicaría los peligros que entraña todo ese asunto. La propia Elizabeth podría correr peligro. Iba a aparecer junto con el alcalde en una rueda de prensa para desactivar la situación hasta que pudiera hacerse una investigación de verdad. Lo que hacía lo hacía tanto por Elizabeth, Ellen y él, Inman, como por todos los demás. El gran camino… la vía de los Intereses Empresariales en una ciudad como Atlanta… el estilo Atlanta…
El único problema era… mientras realizaba ese discursito mental intentó imaginar a Inman justo delante de él… Intentó imaginar que Inman tomaba juiciosamente en cuenta todo eso y, al final, asentía con la cabeza… El único problema era que no acertaba a imaginar a Inman haciendo cualquier cosa juiciosa en esa situación… Ya podía él, Charlie, dedicarse a «desactivar la situación», que sin duda aprendería algo sobre detonadores y explosiones.
De modo que el tornado siguió girando y girando dentro de su cabeza.
—Charlie —preguntó Serena, con voz dulce y razonable—, ¿qué mal puede haber en decir la verdad?
Incluso con Durwood como guía —Durwood era tan taciturno que daba la impresión de ser una persona resentida con la vida—, Conrad percibió en el acto las pasmosas proporciones con las que se vivía la vida en Termtina. Las caballerizas, tan imponentes como todo un edificio de la ciudad de Pittsburg, California, albergaban cincuenta y nueve caballos. ¿Para qué quería alguien cincuenta y nueve caballos? Había un terrario con serpientes y una cuadra de remonta sólo para que se aparearan los caballos. Había perreras para cuarenta perros. Había empleados por todas partes que, si salía el tema de Charlie Croker, se referían invariablemente a él como el «Captan Charlie».
Cuando regresó a la Casa Grande, ayudó al viejo a subir al dormitorio; por el aspecto, otra habitación de invitados. El viejo ya se movía mucho mejor con las muletas de aluminio, hasta el punto de que Conrad le sugirió que intentara caminar sólo con un bastón de aluminio, pero el viejo no quiso saber nada. Estaba decidido a no separarse de las muletas… clac-clac… clac-clac… clac-clac… clac-clac…
Con la ayuda de Conrad, el señor Croker se desplomó en un sillón cerca de la cama. Respiraba con demasiada rapidez y tenía la frente cubierta de sudor. Miró a Conrad igual que miraría a su profesor un alumno desobediente.
—Creo que me he cansado demasiado —dijo.
—Bueno, recuerde lo que estábamos hablando, señor Croker —le dijo Conrad—. Ahora se va a sentir débil al intentar andar, puesto que ha pasado mucho tiempo en la cama.
—Sírveme un vaso de agua de ahí, si no te importa —pidió el viejo.
Vació casi medio vaso de un trago.
—Fiuuuuu. —Miró de nuevo a Conrad—. ¿Quieres que te diga qué es lo que necesito más que el agua? —Hizo una pausa—. El libro.
—De acuerdo —dijo Conrad—, ¿dónde está? —Miró alrededor y lo descubrió. Estaba sobre un escritorio. Tomó Los estoicos y se acercó al señor Croker, que se había arrellanado tanto en el sillón que casi estaba en decúbito supino—. ¿Qué quiere saber, señor Croker?
—De acuerdo —dijo el señor Croker—, supongamos que te piden que digas algo en público que no es cierto al pie de la letra, pero que es más casi cierto que si dijeras lo contrario. —Dudó, miró a Conrad y añadió—: ¿Hasta aquí me sigues?
—No del todo —respondió Conrad—, pero continúe.
—Si dices eso vas a perder un montón de amigos. Puede que a todos tus amigos. Pero si no lo dices vas a perder todo tu dinero… y también a tus amigos, porque no hay forma de separar su amistad del hecho de ocupar cierta posición en la sociedad, una posición que, en realidad, uno no ocuparía sin dinero.
—Le voy a explicar lo que dice Epicteto —repuso Conrad—. Dice: «Nadie puede avanzar mirando a los dos lados».
—¿Dónde dice eso?
El viejo empezó a sentarse más derecho.
—No lo recuerdo exactamente, señor Croker. Creo que en el libro IV. Pero, en cualquier caso, dice que no se puede ser un estoico y al mismo tiempo alguien querido por todos sus antiguos amigos. La mitad del tiempo lo quieren porque uno comparte sus malas costumbres. Y si uno ejercita el control y el respeto a sí mismo, sacuden la cabeza y dicen: «Ya no es el que era».
El viejo asintió con fuerza.
—Es justo lo que pasa —dijo con voz baja—, es justo lo que pasa.
—Señor Croker, ¿le molesta si le pregunto algo?
—No, pregunta.
—Es la segunda vez que menciona lo de hacer una declaración pública sobre alguien. ¿Podría ser un poco más concreto? Estoy algo desconcertado, señor Croker. Ha hablado de «algo que no es cierto al pie de la letra, pero que es más casi cierto que si dijeras lo contrario». ¿Podría poner un ejemplo?
El viejo inclinó la cabeza hacia adelante y luego volvió a alzar la vista hacia Conrad.
—Muy bien —dijo—. Voy a contarte exactamente lo que pasa. No me vas a creer, pero te juro por Dios que es verdad. Y de paso, o no tan de paso, que esto quede entre nosotros. ¿De acuerdo, Connie?
—Sí, señor. Le doy mi palabra.
—Apenas te conozco —dijo el viejo—. Es igual, confío en ti. A lo mejor es porque no conoces a mis amigos. En cualquier caso, confío en ti. ¿Te acuerdas de la primera vez que hablamos de Epicteto y los estoicos y yo te hablé de los dilemas?
Conrad asintió.
—¿Y tú me contaste una historia sobre Agripino y… cómo se llamaba el historiador?
—Floro —contestó Conrad.
—Floro. Bueno, ahora voy a hablarte de un dilema. Del mío. Te vas a llevar una sorpresa. Te lo voy a contar todo.
El chico ladeó la cabeza y miró a Charlie de un modo raro, durante tanto tiempo que Charlie le chasqueó los dedos delante de la cara, como si dijera «reacciona»…
—Bueno… señor Croker —dijo el chico—, en ese caso, yo se lo voy a contar todo y usted se va a llevar una sorpresa aún más grande. No sé más de usted de lo que usted sabe de mí, pero yo también confío en usted. Si me equivoco, me meto en un buen lío.
Empezaron a hablar, los dos, y no se callaron nada, nada en absoluto. Fuera oscureció y ellos siguieron hablando. Por dos veces apareció Mason, llamó a la puerta y les dijo que la cena estaba lista, y luego apareció Serena, insistiendo con la cena, pero ellos siguieron hablando.
Eran las diez menos cuarto cuando Charlie dijo:
—Connie… por cierto, voy a tener que seguir llamándote Connie. Es que «Conrad» no encaja. Cómo iba a tener a alguien llamado Conrad trabajando en una de esas malditas cámaras frigoríficas. Lo siento. En cualquier caso, me he decidido. Voy a ir a la rueda de prensa. Es mi prueba.
—Me alegro —dijo Conrad—. ¿Te acuerdas de Agripino, el estoico que no quiso actuar en la obra de Nerón? Creo que no te he contado lo que le pasó:
Varios amigos fueron a verlo a su casa y le dijeron:
—Te están juzgando en el Senado.
Agripino dijo:
—Vaya, ése es asunto suyo. Es la hora de mis ejercicios.
Y entonces se dirigió a uno de sus amigos y dijo:
—Ven, vamos al gimnasio y luego tomaremos un baño frío.
Y eso fue lo que hizo. Cuando volvió a la casa, se había reunido más gente y le dijeron:
—¡Han llegado a un veredicto!
—¿Cuál? —preguntó Agripino.
—Culpable.
—¿Cuál es la sentencia, muerte o destierro?
—Destierro.
—Mi propiedad, ¿confiscada o no?
—Confiscada.
—Gracias —dijo Agripino. A continuación se volvió hacia su amigo—. Es hora de la cena. Vamos a cenar a Aricia.
Y eso es lo que hicieron.
Charlie… ése sí que era un hombre.