30

El toro y el león

Peepgass se echó hacia atrás en la silla para dejar entre el abdomen y la mesa un espacio suficiente para pasar las hojas de la primera sección del Journal-Constitution, desde la página uno a la doce —gran crujido de papel—, y poder seguir leyendo las últimas noticias del caso de Fareek Fanón y la aún no mencionada en letras de imprenta Elizabeth Armholster. En medio de la gran operación de pasar las páginas miró casualmente por la ventana. No acertaba a creerlo. ¡Ahí estaba el jardinero, Franklin, arrodillado, arreglando la orilla de un arriate con un desplantador! ¿De dónde había salido? ¡Hacía cinco minutos no estaba! Peepgass no lo había visto ni oído llegar, a pesar de que la ventana estaba completamente abierta y Franklin no se encontraba a más de cinco metros. Martha había abierto la ventana porque la mañana era tan fresca y agradable que no hacía falta poner el aire acondicionado. Era como si Franklin hubiera brotado del suelo igual que un tubérculo, con su chaleco y su camisa de faena de color terroso y su piel del mismo color, cuando ni Peepgass ni Martha estaban atentos.

Martha alzó la vista de la parte del Journal-Constitution que ella estaba leyendo, la sección E, llamada «Horizonte» —el eufemismo del diario, pensó con cierto pesar Peepgass, para referirse a «los suburbios», sobre todo las zonas pobres cercanas, con una desvencijada canasta de baloncesto junto al garaje, como Snellville—. Martha alzó la vista, sonrió y preguntó:

—¿Qué demonios se supone que quiere decir ese titular: «Los cañones de Fanón»?

—Bueno, aquí viene —dijo Peepgass, tendiéndole la primera sección—. Mira. Es interesante. La política está asomando su asquerosa cara.

—No, no, no —dijo Martha—. No quiero leerlo ahora, sólo espero que no tenga un doble sentido.

—No creo que el Journal-Constitution se dedique a publicar titulares con dobles sentidos, al menos no dobles sentidos subidos de tono. Eso es verdoso, no negroso.

—¿«Negroso» es una palabra?

—Por favor, no te pongas técnica. Parece que han abierto, aunque no sé muy bien quién, que han abierto, digo, un fondo para la defensa de Fareek Fanón, y hay un par de concejales negros que han empezado a decir que todo el asunto es, no te lo puedes imaginar, un complot racista para desacreditar a Fanón. Ellos son sus «cañones», los concejales. Se está politizando mucho. El alcalde ha anunciado que dará una rueda de prensa y hará una declaración importante sobre el caso.

Eso era lo que Peepgass estaba diciendo mientras miraba a Martha al otro lado de la elegante mesa redonda de caoba con la orilla de madera de frutal, repleta de mantelitos de ganchillo y una auténtica flotilla de plata y cristal, incluyendo una góndola de plata forrada con una servilleta de damasco para el pan, que estaba ya vacía en ese momento porque Peepgass había devorado hasta el último bocado de Sally Lunn tostado que venía acompañando a los huevos revueltos, la sémola de maíz, la salchicha picante y el café de Nueva Orleans. Aunque lo que estaba pensando era:

¿Tiene mejor aspecto esta mañana? ¿Podría hacer algo con ese… grosor del cuello, los hombros y la parte superior de la espalda? ¿Algo? Es posible que no. ¿Sería presentable? Sólo tengo cuarenta y seis años. Ella tiene cincuenta y tres. ¿Sería embarazoso llevarla a los sitios y presentarla como mi mujer? Tiene unas piernas estupendas, pero ¿habrá algún tipo de régimen o dieta para deshacerse de ese… grosor en la parte de arriba? ¿Y qué pasará cuando tenga sesenta años y yo sólo cincuenta y tres? ¿Entonces qué? Por otro lado… ¡mira lo que hay a mi alrededor! ¡Esto es… Buckhead! ¡El Buckhead de alcurnia de verdad! ¡Mira qué casa! ¡Mira ese jardín! ¡Mira a ese viejo y fiel Franklin! ¡Mira lo que hay sobre la mesa! ¡Plata suficiente para pagar la entrada de una casa de cuatro dormitorios en Snellville, ese viejo Snellville de pena! Dios mío… Si Sirja gana su maldita demanda de paternidad, como no cabe duda de que hará, y tengo que pagarle Dios sabe cuánto en gastos de manutención, ¡me voy a quedar pelado! Pietari Páivárinta Peepgass —«¡Pawy! ¡Pawy! ¡Pawy!»—; el pequeño Pawy se hará cada vez más grande, comerá cada vez más, gracias a que a mí me exprimirán todos los meses como si fuera un tubo viejo de pasta de dientes… ¡durante los próximos dieciocho años! ¡Seré un viejo, a la espera de recibir el fénix de cristal de PlannersBanc, antes de que todo acabe! ¡No habré vivido, por el amor de Dios!

Miró a Martha de nuevo, como si estuviera a punto de decir algo más acerca del asunto de Elizabeth Armholster, pero en realidad la estaba estudiando y pensando:

La verdad es que es guapa. Sin demasiadas arrugas. Cabello bonito… abundante… ¿teñido?… No puedo decirlo… Está maquillada del todo, incluso para desayunar… Vestido de algodón sencillo y elegante, azul marino con rayas verticales blancas, con un dobladillo alto para que se vean las piernas… Aunque ese cuello… grueso… De collar una cadena de oro macizo… Informal, pero debe de pesar una tonelada… Sirja… destruyéndolo como si fuera el ángel exterminador… La noche anterior no paró de pensar en Sirja… La única forma de que podría hacerlo, la verdad… Una visión de la Sirja de aquella primera noche en el Grand Tatar. Se quedó sólo con las medias puestas, de las antiguas, no pantis… Nailon muy fino marrón claro, sostenidas por unas anticuadas ligas con unos lacitos floreados de color amarillo y verde menta… ¡Era lo único que llevaba encima! ¡Nada más! Al principio había permanecido de pie en medio de la habitación del hotel llevando sólo las medias, y luego colocó un pie sobre una silla y adelantó la vulva hacia él. Los labios estaban rojos —¡rojos!— de deseo. Se llevó los dedos índice y medio a la boca, luego se los sacó y empezó a acariciarse los otros labios mientras sus pechos se hinchaban, se hinchaban y se hinchaban con lascivia, y su cara… pero había borrado a propósito su cara, le había cortado la cabeza, en ese recuerdo suyo de emergencia, porque la cara era la máscara exterior de su mente vil y traidora… pero necesitaba aquellos lomos suyos, tuvo que mantenerlos vivos en su imaginación o no habría logrado hacerlo con esta Martha, que tiene los hombros tan gruesos… ¿Tendrá que pensar en una decapitada Sirja Tiramaki, madre de Pietari Páivárinta Peepgass… cada vez… de ahora en adelante? No tenía sentido pensar en eso…

Ambos se sintieron incómodos al despertar esa mañana. ¿Qué se le dice a una mujer de esa edad? O a una de la suya, para el caso… Tenía la ropa arrugada, sobre todo la camisa, y estaba sin cepillo de dientes y maquinilla de afeitar. En fin, PlannersBanc tendría que aceptarlo sin afeitar por primera vez desde el inicio de su carrera de perro fiel en la compañía… A la mierda… El periódico había servido de ayuda. Les dio algo de qué hablar en vez de lo que pensaban… Él se ofreció para salir a buscar el periódico, que el repartidor depositaba en un buzón al pie de la pendiente del ondulado césped de Martha, pero ella dijo que no, que mejor iba ella… No era que hubiera algo que con propiedad pudiera llamarse «los vecinos de al lado» en esa parte de Buckhead… No obstante, bajó la pendiente con el vestido de algodón a rayas y las zapatillas belgas azul marino, y regresó con el periódico…

—¿Quién es el rival de Jordan… cómo se llama? ¿André Fleet? ¿Qué dice de todo este asunto?

Al principio Peepgass no entendió en absoluto de qué estaba hablando. Había olvidado por completo que le acababa de contar las declaraciones del alcalde y algunos concejales sobre el asunto de Elizabeth Armholster.

—Me parece que no dicen nada de él —respondió.

De pronto se oyeron risas, risas profundas, auténticas carcajadas, procedentes de Valley Road, al pie del césped. Se oyeron eh… eh… eeeeehhhhhs… y luego una alegre y cantarina voz de contralto que gritaba:

—¿Quién te crees que se va a creer eso, guapa?

A continuación, más risas y más eh… eh… eeeeehhhhhhhs…

Peepgass miró extrañado a Martha.

—Son las empleadas —dijo ella—. Se bajan del autobús en Paces Ferry Oeste y suben por la calle como una compañía de circo.

Peepgass alzó los hombros.

—¿Piensas que es?… ¿cómo se llama?… ¿Carmen?

—Seguramente —comentó Martha mirando su reloj—. Ese «guapa» me ha sonado a ella. Se lo oigo decir por teléfono todo el rato. «No es cuestión de bromas, guapa», «Sin respeto no hay afecto, guapa».

—¿Quieres que me vaya… a alguna parte? —preguntó Peepgass—. Quiero decir, ¿no pasa nada si me ve aquí… desayunando así contigo?

Martha sonrió.

—No creo que se escandalice, si es lo que quieres decir.

—No, no quería decir eso…

—Carmen es fina y educada; sólo oigo retazos de sus conversaciones, pero algo me dice que no es de las que se quedan de brazos cruzados en la vida. —Sonrió de nuevo.

Sin embargo, lo que pensaba era: Carmen no importa, pero ¿qué pensará la gente si empiezo a salir con el señor Raymond Peepgass? El nombre es uno de ésos no demasiado afortunados, Cockburn, Hogg o Fogg, aunque la gente pronto dejará de fijarse en eso. No me atrevo a preguntarle directamente, pero no parece que tenga un trabajo muy importante en PlannersBanc, aunque, de un modo u otro, es lo bastante importante como para que alguien lo invitara a la exposición sobre Lapeth, y sé perfectamente lo que costaba cada cubierto. Bueno… creo que podría… relajarme con Ray. No me parece que sea un hombre muy difícil. No creo que sea de los que tienen que tener todo el rato mil cosas en marcha, como Charlie.

Entonces, una nube se formó en sus lóbulos frontales… Charlie… La noche anterior la única manera de hacerlo fue recordar la primera noche con Charlie. Ella y Nancy King Ambler —todo el mundo la llamaba «Nancy King», al estilo sureño— compartían un apartamento de un dormitorio en Oakland Road, cerca de la Facultad de Medicina de Emory. Su trato era que si una de las dos invitaba a un hombre, la otra se retiraría al dormitorio. Sin embargo, era uno de aquellos apartamentos en que se oía todo, se retirara uno donde se retirara, y Nancy King sabía muy bien que era su primera cita con el robusto y atractivo antiguo astro futbolístico, al que había invitado a subir aquella noche. Martha pensaba que no era una buena idea siquiera besar a un chico en la primera cita, pero con Charlie todo había progresado con tanta rapidez que apenas podía entender lo que sucedía, salvo que era demasiado audible en aquel apartamento, demasiados gemidos y suspiros, y, cuando las cosas llegaron a cierto punto —estaban tumbados en el suelo, sobre la alfombra—, ella empezó a decir: «No, Charlie, no» en lo que imaginaba que era un susurro que Nancy King no podría oír. ¡Y a continuación Charlie prácticamente la violó! ¡No acertaba a imaginar cómo había ocurrido! ¡Martha Starling de Richmond, Virginia, llegando hasta el final en su primera cita! ¡A Dios gracias, Nancy King era de Tallahassee y no conocía a nadie en Richmond! Yo… ¡una fulana! Estaba convencida de que Charlie Croker no volvería a invitarla a salir. Sin embargo, la llamó a la mañana siguiente a las ocho. Y al margen de lo que pensara la Martha Starling más juiciosa sobre lo que había hecho, al margen de toda la vergüenza que la embargara, conservaba un recuerdo visceral del éxtasis más intenso de su vida. Resultaba un tabú de tal magnitud llegar a insinuar siquiera que a una podía excitarle la fuerza física masculina, que nunca había dicho a nadie una palabra al respecto, y menos a Nancy King. Al día siguiente, ni ella ni Nancy King comentaron nada, al margen de los buenos días y otras cosas de rutina. Luego, justo antes de salir para la Facultad, Nancy King le dijo: «Oh, no me has dicho qué te pareció el famoso Hombre de los Sesenta Minutos». Tenía las cejas enarcadas y los ojos abiertos, en una expresión que Martha interpretó de ironía. «Fue muy simpático», respondió Martha en un tono que impedía cualquier comentario adicional. Tampoco conocía tanto a Nancy King, y aunque la conociera, ¿cómo podía describirle lo que había sentido su delicado cuerpo blanco la noche anterior? Eso ocurrió treinta y tres años atrás. Sin embargo, esa noche de hacía tres décadas fue la que tuvo que recordar para poder hacerlo con Ray esa noche. Charlie la había traicionado del modo más atroz, pero había tenido que recordarlo la noche anterior. Recordó su poderoso y musculoso cuerpo, cuya espalda apenas tenía un gramo de más en aquella época. Sin embargo, tuvo que decapitarlo. No pudo soportar recordar la cara tras la cual había ocultado su perfidia. Pero ¿por cuánto tiempo le funcionaría un Charlie Croker de hacía tres décadas y sin cara?

Lo siguiente que Ray oyó fue que alguien cruzaba el vestíbulo. Una mujer negra —Carmen— apareció en la entrada de la biblioteca. Llevaba unos vaqueros negros con remache allí donde los bolsillos se juntaban con las costuras, una camiseta de un amarillo vivo y un cortavientos negro de nailon con cierres de presión plateados en la parte de delante y las mangas.

—Buenos días, señora Croker.

—¡Buenos días, Carmen! —dijo Martha con considerable entusiasmo—. Carmen, te acuerdas del señor Peepgass, ¿verdad?

Hizo que sus palabras sonaran como si fuera la cosa más corriente y habitual del mundo tener al señor Peepgass para desayunar.

—Claro que sí —respondió Carmen.

—Encantado de verte otra vez —dijo Peepgass.

En el acto se preguntó si lo que había dicho era correcto. Estaba mucho más nervioso que Martha, quien en realidad no parecía estarlo en absoluto.

Peepgass le echó otro vistazo a Martha. ¿Qué me pasa?, pensó. Es como Betty. Sólo que cuatro años mayor. Otra mujer grande, más vieja que yo, corpulenta, con más agallas que yo. ¿Será tan mandona como Betty? Soy como el personaje de ese libro… no logró acordarse del nombre… Iván Algo, ése del hombre que consigue tener una segunda vida y le es imposible no repetir la primera.

Roger dobló a la derecha desde Paces Ferry Oeste y subió con el Lexus por Blackland Road, envidiando hasta el último roble, hasta el último arce, hasta el último nogal y el último sicómoro, hasta el último árbol de madera noble con que habían sido bendecidos los jardines de Buckhead. Madera noble… hijos de puta arrogantes…

Croker había abandonado el hospital, pero no respondía a las llamadas telefónicas, ni en su casa ni en la oficina. Dos sobres enviados a través de la mensajería Federal Express no habían obtenido respuesta. Wes Jordan lo estaba presionando, y él estaba ahí para presionar a Croker.

Dios mío… La casa de Croker parecía sacada de las películas… un muro de piedra, un patio de piedra, una fachada de piedra, toda una cantera dedicada a la vivienda de una sola familia… Se acercó hasta la puerta principal. ¿A qué mostrarse tímido? Cerró de un buen golpe la puerta del coche y subió los dos pequeños tramos de escalones que conducían al umbral. A causa del ángulo de la luz, hasta que no estuvo en la entrada no se dio cuenta de que la puerta, maciza y con paneles en relieve, estaba abierta y que sólo la mosquitera se interponía entre él y su presa, seguramente debido a que, para variar, la mañana era fresca y seca. Si estaba cerrada, la forzaría. Sabía cómo estaban hechas esas puertas mosquiteras, incluso en Buckhead. No logró ver el interior. Esa maldita tela era como la arpillera que utilizan en los teatros: sólo se puede ver lo que está en el lado iluminado de la tela. Sin embargo, cuando se le acostumbraron los ojos a la penumbra del vestíbulo…

¡Dios bendito! ¡Era Croker! Estaba de pie, llevaba un pijama y una bata azul, por lo que Roger acertaba a ver. Clac-clac… clac-clac… clac-clac… Se apoyaba en un par de muletas de aluminio que resonaban cada vez que golpeaban el suelo. Le daba la espalda a Roger. Parecía dirigirse a la gran escalera que se elevaba como sacada de una película. Junto a él se encontraba una especie de asistente, con uniforme blanco.

Roger gritó:

—¡Señor Croker!

Croker se detuvo, pero no giró la cabeza. Sin embargo, el asistente se volvió y lanzó una mirada con los ojos entornados, como si intentara averiguar de quién se trataba. A continuación se inclinó sobre Croker y le dijo algo, y Croker respondió con un susurro tan alto que se oyó hasta en la entrada:

—Dile que estoy en medio de mi sesión de fisioterapia.

El joven se volvió hacia Roger y dijo:

—El señor Croker está en medio de su sesión de fisioterapia.

La respuesta enfureció a Roger. Agarró el pomo de la puerta, dispuesto a forzar la cerradura… y descubrió que no estaba cerrada. De modo que la abrió y —¡allá va!— entró y cruzó la enorme extensión del suelo de mármol. Se acordó de su primera visita a una de aquellas mansiones de Buckhead, la cita con Fareek Fanón en la casa de Buck McNutter.

—¡Señor Croker! —dijo con severidad—. ¡Señor Croker!

El joven asistente se interpuso ente Roger y el viejo. Se plantó con los brazos cruzados sobre el pecho y las piernas separadas en una posición que parecía decir: «De aquí ya no te acercas más». Había algo en la mirada del joven que Roger encontró desconcertante, y sus brazos de pronto le parecieron enormes. De modo que no intentó acercarse más. Croker se volvió lentamente con sus muletas. A diferencia del chico, su expresión era la de alguien azotado y humillado por la enfermedad y el Destino.

—Ahora no puedo hablar con usted. —La voz de Charlie Croker estaba lejos de ser la de antaño—. Acaban de operarme.

No cuatro sílabas, sino tres: «O-prar-me». La frase no sonó como la declaración de un hecho, sino como un ruego. Daba lástima. Roger se envalentonó aún más.

—No es mi intención… molestar —dijo Roger en un tono que convertía la frase en una pulla, con el significado de «Molesto porque me da la gana»—, pero tengo que obtener una respuesta de su parte. Lo he llamado, he dejado innumerables mensajes, enviado faxes a su oficina, mandado dos cartas por Federal Express… No conozco otra forma de ponerme en contacto con usted aparte de lo que estoy haciendo ahora mismo. Esto no es un juego, señor Croker. ¿Está dispuesto a aparecer en la rueda de prensa o a dejarnos grabar en vídeo su declaración o no? Si es no, entonces un montón de cosas… van a cambiar, y creo que conoce una de ellas.

—Bien… —dijo Croker.

A continuación pareció desinflarse ante los propios ojos de Roger, que prosiguió:

—No va a ser una rueda de prensa normal y corriente. Acudirá el alcalde, y va a ser más un discurso sobre el «estado de la ciudad», o el «estado de las relaciones raciales en Atlanta», que una rueda de prensa. Le he asegurado que usted estaría presente. Si me traiciona a mí y lo traiciona a él, no va a ser nada agradable. Eso se lo puedo garantizar.

Tras aquellas palabras ladeó la cabeza y dirigió a Croker la mirada que se le lanza a un subordinado que vacila y titubea ante el trabajo que sabe que tiene que hacer.

—De acuerdo —dijo el viejo. Dejó caer la cabeza hasta que la barbilla estuvo sobre las clavículas. Parecía la bestia más abatida que Roger había visto nunca. Alzó de nuevo la cabeza, pero sólo lo suficiente para añadir con voz ronca:

—Ahí estaré.

—Bien —dijo Roger—. Me alegro. Lo considero como un compromiso. El alcalde no está para bromas. Lo que está en juego es muy serio.

Apenas por encima del nivel de un susurro:

—Sí.

—De acuerdo —dijo Roger—, es un compromiso, y nuestro otro… acuerdo… seguirá en pie.

Roger oyó sus propias palabras como si estuviera sentado en una tribuna contemplándose y oyéndose actuar a sí mismo. ¿Le había hablado alguna vez así a alguien de la talla de ese hombre, intimidándolo, sermoneándolo y tratándolo con semejante superioridad? De ser así, no lo recordaba. Era excitante. El Hombre de los Sesenta Minutos, Croker, el promotor que había contribuido a dar forma al perfil arquitectónico de Atlanta, Croker, el Croker de Croker Concourse.

—Adiós, señor Croker.

Logró que esa pequeña palabra, adiós, sonara como un comunicado de lo más perentorio.

Croker soltó con voz ronca un agotado «Adiós» mientras se volvía para proseguir su resonante renqueo hacia la escalera. Lo último que oyó Roger del interior de la gran mansión después de salir, camino del coche, fue clac-clac… clac-clac… clac-clac… clac-clac

Conrad se sintió sumamente incómodo por el señor Croker. Acababa de ser humillado por un hombre negro elegantemente vestido que había irrumpido en la casa como si fuera suya. Conrad se sentía tan incómodo por el viejo que ni siquiera se atrevía a preguntarle de qué iba todo aquello, aunque se moría de ganas de hacerlo. Al final, dio con un modo de que el viejo le contara algo, si quería.

Dijo:

—¿Y ése… quién era, señor Croker?

—Ah, es un abogado —respondió el viejo—. Trabaja para un bufete del centro.

Conrad no dijo nada, a la espera de más datos, pero sólo obtuvo el clac-clac… clac-clac… clac-clac… de las muletas de aluminio a medida que el viejo se acercaba a la escalera.

—Dios mío —masculló Croker—. Esto duele. —Hacia Conrad—: ¿Cuál será el mejor modo de hacerlo? —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a las escaleras—. Estas malditas escaleras se ven de miedo, pero cada escalón de la curva es más grande en un extremo que en el otro.

—Da lo mismo, señor Croker —dijo Conrad—, ponga las muletas en el siguiente escalón, levante la pierna izquierda y eche el peso para delante. En caso de que pase cualquier cosa, yo estoy justo detrás de usted, pero no va a pasar nada, señor Croker.

—Peso ciento cinco kilos —dijo Croker—. ¿Qué vas a hacer si me caigo para atrás?

—Si se cae, no lo hará como si se cayera de un árbol, señor Croker, caería en ángulo. Y, cuando es en ángulo, no se trata tanto del tamaño y el peso como de la posición, o eso es lo que siempre he pensado, señor Croker.

Poco a poco Conrad logró engatusar al viejo y consiguió que subiera las escaleras. Tenía mucha fuerza —era un toro— y coordinación. Aunque, por la razón que fuera, no quería hacer el esfuerzo.

El señor Croker había decidido trasladarse de la biblioteca al dormitorio de invitados. Esa habitación, por sí sola, era más lujosa que cualquier habitación que Conrad hubiera visto en su vida. En el centro había una cama con dosel y cortinas de seda o algo así, y en ella al menos una docena de almohadas, desde grandes cabezales apoyados contra la cabecera, hasta pequeñas almohadas de niños con encaje y lazos, así como muchas otras cosas de las que Conrad no sabía ni el nombre. Sobre la cama había una colcha con toda clase de adornos. El suelo estaba cubierto por una moqueta que parecía bordada en cañamazo y tenía motivos de flores, zarcillos, hojas y tallos que hacían juego con los colores de la seda que colgaba del dosel de la cama. Había dos butacas tapizadas con una tela rayada y tantas cortinas en las ventanas que Conrad desistió de contarlas.

Croker jadeaba a causa del esfuerzo de la escalada. Tenía la cara roja y el sudor perlaba su frente.

—Necesito entrar ahí —dijo el viejo, señalando el cuarto de baño con la cabeza—. Voy a ducharme.

Conrad lo acompañó mientras se dirigía clac-clac… clac-clac… clac-clac… clac-clac… con las muletas de aluminio hacia la puerta del cuarto de baño.

—¿Quiere que entre con usted? —preguntó Conrad.

—Me las arreglaré solo —respondió el viejo.

El señor Croker entró y empezó a suspirar y hacer ruido con las muletas. A pesar de que la puerta era gruesa, Conrad lo oyó todo. Permaneció junto a ella, por si el viejo lo necesitaba. De pronto, por el rabillo del ojo, distinguió una forma en el hueco de la puerta que daba al pasillo. Volvió la cabeza y, ahí, por un instante, estuvo la señora Croker, Serena Croker, vestida sólo con una breve enagua de seda. Apenas le cubría los pechos, cuyas aureolas se marcaban contra la tela, mientras que la parte inferior se le pegaba de algún modo a los muslos, creando una delta sombreada bajo el monte de Venus. La cabellera negra le caía sobre los hombros.

Se apartó de inmediato de la puerta y luego asomó sólo la cabeza y dijo:

—¡No sabía que estabas ahí! ¡Lo siento!

¡Qué increíbles ojos azules tiene!

Conrad tragó saliva y repuso:

—El señor Croker… —Hizo un gesto en dirección al cuarto de baño.

Ella miró a Conrad durante un momento que pareció varios segundos demasiado largo y luego retiró la cabeza y desapareció. Unos cuantos pensamientos pícaros brotaron en la cabeza de Conrad, pero se negó a pensar en ellos.

Entonces oyó al señor Croker llamarlo desde el cuarto de baño:

—¡Connie, échame una mano con esto!

Conrad abrió la puerta y ahí estaba el viejo con sus muletas, intentando inclinarse hacia el plato de la ducha y abrir el agua.

—Espere que lo ayudo a quitarse la bata y el pijama —dijo Conrad.

—Ah, sí.

Conrad le quitó la bata azul, primero un brazo y luego el otro, y después sostuvo a Croker pasándole un brazo por la cintura mientras se sacaba el pijama por la cabeza. El viejo se quitó las zapatillas y Conrad lo aguantó mientras entraba cojeando en el plato de la ducha. El pecho, los brazos, los hombros y la espalda —sobre todo, la espalda— de Croker eran macizos y, sin embargo, la imagen no era una visión de fuerza sino de vejez y decrepitud. La carne colgaba sobre el hueso, cenicienta, blanda, y nada conseguiría devolverle la firmeza. No tenía barriga, pero de todos modos la carne colgaba, estaba flácida y el ombligo se ocultaba en algún lugar bajo un pliegue de un par de centímetros de la piel colgante y fofa del viejo. No dejaré que eso me pase, se juró Conrad. No tenía forma de saber que el viejo se había hecho los mismos votos treinta y siete años atrás.

Con una abundante ración de gemidos, quejidos, suspiros y muecas, el viejo consiguió ducharse y se mostró más que dispuesto a que Conrad lo sujetara y lo secara luego con la toalla. A continuación pidió un pijama limpio, por lo que Conrad tuvo que ir al «vestidor», como lo llamó el viejo. ¡Conrad no había visto en su vida tantos armarios en una habitación! Era del tamaño de una sala de estar, una sala de estar llena de armarios. Había incluso una fina mesita de escritorio, con sillas y lámparas. En el aire flotaban rastros del perfume de la joven señora Croker. Tal era la curiosidad de Conrad por la vida vivida de aquel modo que casi olvidó por qué estaba ahí; pero al poco encontró la cómoda que le había indicado el viejo —tuvo que abrir primero un par de puertas de lamas de madera de arce—, volvió a la habitación de invitados con el pijama y lo ayudó a ponérselo y a meterse en la cama. Algo tan simple como sacar los cojines innecesarios de ésta pareció llevarle diez minutos.

—¿Quiere que lo deje solo para que pueda descansar, señor Croker? —preguntó Conrad.

Con un gran suspiro, sin mirar al chico, Charlie respondió:

—No. —Hizo una pausa, lo miró directamente y añadió—: ¿Tienes el libro ese contigo?

—¿Se refiere a Los estoicos?

—Sí. ¿Lo tienes?

—Sí, señor, está abajo, en la biblioteca.

—Bien, ¿por qué no lo vas a buscar?

—Sí, señor.

El chico partió hacia abajo.

En cuanto hubo salido de la habitación, Charlie se echó para arriba en la cama y se colocó dos almohadas debajo de la cabeza y la nuca. No debía parecer un inválido delante de él. Por lo menos de ese modo estaba casi medio sentado.

El joven regresó con el libro, Charlie hizo un gesto hacia una butaca y dijo:

—Siéntate. No, espera. Cierra esa puerta.

El muchacho se dirigió a la puerta que daba al pasillo y la cerró. Luego volvió junto a la cama y se sentó en la butaca rayada. Charlie tardó en reaccionar. Resultaba extraño verlo ahí, a ese joven delgado, ágil, musculoso, hundirse en la lujosa complacencia de esa voluptuosa butaca verde y rosa.

Los estoicos… —dijo Charlie. Apartó la mirada del joven y contempló el dosel. ¡Y toda esa seda! Eso y la butaca en la que estaba el chico le hicieron darse cuenta de las carísimas insignificancias que abarrotaban la casa. Volvió a mirarlo y añadió:

—Háblame de ti, Connie. ¿De dónde eres?

Conrad había sabido que tarde o temprano alguien iba a hacerle esa pregunta, de modo que estaba preparado, o eso pensaba.

—Bueno… no hay mucho que contar, señor Croker. Tengo veintitrés años. Crecí en Madison, Wisconsin. —Recordaba lo bastante de lo que sus padres habían mencionado de Madison como para salir del paso ante cualquiera que no hubiera estado allí—. Mis padres fueron a la Universidad de Wisconsin. Mi padre tenía un trabajo que estaba bien, pero cuando tenía dieciséis años las cosas se le torcieron bastante, y tuve que dejar el instituto y ponerme a trabajar.

—¿Qué quieres decir con eso de que las cosas se le torcieron bastante?

—Era alcohólico, señor Croker. Nos dejó. Nunca volvimos a oír hablar de él.

—Dios mío —dijo el viejo—. ¿Qué clase de trabajo tenía?

—Era repartidor de una empresa de productos de papel, una empresa pequeña.

—¿Productos de papel?

—Sí, señor. Me acuerdo que hacían esos cartones grises en los que vienen los huevos.

Conrad imaginaba que con «productos de papel» y «esos cartones grises en los que vienen los huevos» las conversaciones sobre el currículum de su padre se acabarían enseguida.

—¿Qué clase de trabajo conseguiste a los dieciséis años?

—Embolsador y repartidor en un supermercado.

—¿Tu madre no podía conseguir un trabajo?

—No, señor. O más bien, podía, pero no podía conservarlo. Mi madre no era organizada. Se consideraba una artista y pensaba que los trabajos normales eran muy convencionales. Ésa era una expresión que utilizaba siempre, muy convencional. Mi madre era una hippy, una hippy de verdad. Había hippies en Madison.

—¿Dónde está ahora tu madre?

—Murió hace tres años, de algo que nunca había oído hablar antes, tuberculosis cerebral.

—Dios mío —dijo Charlie—. ¿Y has estado viviendo por tus propios medios desde entonces?

—A decir verdad, señor Croker, desde antes incluso.

—¿Qué te gustaría hacer, si pudieras elegir?

—Acabar la universidad. He conseguido por fin la equivalencia del instituto y he completado dos años en un colegio comunitario. Ahora lo que intento es ahorrar lo suficiente para acabar los cuatro años y conseguir un título, señor Croker.

—¿Cuánto puedes ahorrar con este trabajo? —preguntó el viejo.

—No mucho, señor Croker; pero por ahora va bien, y los horarios son bastante flexibles, así que tengo mucho tiempo para buscar algo mejor pagado.

—Bueno, diantre… a lo mejor podría echarte una mano —dijo Charlie, entusiasmado de pronto ante la posibilidad de hacer algo por el chico.

Sin embargo, a continuación suspiró. El desaliento se apoderó de él. Tras despedir al quince por ciento de su fuerza laboral en Croker Global Foods, no sería demasiado brillante aparecer y ordenarles que contrataran a alguien sólo porque era un chico agradable.

—Nooooo, me parece que ahora no estamos contratando a gente, además es una mierda de trabajo. —Charlie desvió la mirada del chico, como si ya lo hubiera abandonado. Luego lo miró de nuevo—. Dime una cosa, Connie, ¿dónde demonios has trabajado para tener unos brazos así? —hizo un gesto en dirección a él—, ¿y esas manos?

No era una pregunta que Conrad hubiera previsto. Quedó confuso. Lo mejor que se le ocurrió fue decir que en un almacén, pero cambió de sector.

—Durante unos seis meses, señor Croker, he trabajado en un almacén de mayorista de pinturas. Te pasabas el día levantando latas de pintura y tambores de yeso y escayola que pesaban de cinco a cuarenta kilos. Te pasabas todo el día dándole a las manos y los brazos un trabajo máximo. Eso es lo que decía uno de los tipos con los que trabajaba, «máximo».

—Ajá —dijo Charlie. Hizo una pausa durante cinco o seis segundos y luego añadió—: Te puedo hablar de uno mucho peor que ése.

—¿Como qué, señor? —dijo el chico.

—Un trabajo de almacén —dijo Charlie—, un trabajo de almacén mucho peor que trabajar en un almacén de pinturas. Tengo algunos almacenes en el sector de la alimentación, almacenes mayoristas de alimentación. A lo mejor has visto alguno de nuestros camiones. Están por todas partes. En el lateral pone Croker Global Foods, unos camiones blancos con letras azul marino y doradas.

Charlie no comprendió lo que ocurrió entonces. El chico se quedó mudo, con la mirada perdida, como si se hubieran apagado todas las luces.

De modo que Charlie lo repitió en forma de pregunta:

—¿Has visto alguna vez nuestros camiones? ¿Croker Global Foods?

Por fin el chico balbuceó:

—Sí… sí, los he visto.

—Es difícil no verlos —dijo Charlie—. Estamos por todo el país. En cualquier caso, como somos distribuidores de alimentos, manejamos un montón de productos que tienen que estar congelados, carne sobre todo. Así que en cada almacén tenemos una cámara frigorífica del tamaño de esta casa. A lo mejor no tan grande, pero grande de todos modos. Y tenemos a gente que trabaja ahí, se llaman «preparadores de cámara frigorífica». Trabajan en turnos de ocho horas a unos dieciocho grados bajo cero, sacando productos de las estanterías, las llaman «secciones», cajas heladas de treinta, treinta y cinco y cuarenta kilos… —Desvió otra vez la mirada, tumbado en la cama, y sacudió la cabeza. A continuación, volvió a mirar al chico—. Lo peor es cuando salen de esos malditos sitios con esos carámbanos que les cuelgan de la nariz. ¡Lo digo en serio! —De nuevo se volvió—. Dios mío… —Lo miró una vez más y soltó un profundo suspiro—. Me gustaría vender el maldito negocio, pero he pedido un crédito por más de lo que vale y lo he puesto de garantía, así que si intento venderlo ahora… en fin, me decías que tenías un trabajo en un almacén de pinturas. ¿Dónde?

El chico permaneció en silencio durante un lapso larguísimo. Al final, dijo:

—En Milwaukee, señor Croker.

—¿Y cómo es que has venido a parar aquí?

—Leí que en Atlanta había mucho trabajo, y hay mucho trabajo, pero no pagan demasiado si no tienes un título universitario.

—¿Y cuándo te interesaste por los estoicos? —quiso saber el viejo.

—Hace unas semanas. Encontré el libro que le he enseñado en una tienda de segunda mano en Chamblee. —Levantó el libro para que el viejo pudiera verlo.

Los estoicos —dijo de nuevo el señor Croker—. ¿Y cómo dices que se llamaba ese hombre, Epicpeto?

—Epicteto.

—Ah sí. Bueno… de acuerdo… ¿y qué dice Epicteto de la quiebra?… ¿o es algo demasiado prosaico para que un filósofo piense sobre ello?

—No es demasiado prosaico para Epicteto, señor Croker. En un lugar dice:

Estáis nerviosos y no podéis dormir por la noche a causa del miedo a quedaros sin dinero. Decís: «¿Cómo voy a conseguir lo suficiente para comer?». Pero lo que de verdad os espanta no es el hambre sino no tener un cocinero, alguien que vaya a comprar, alguien que se encargue de la ropa, los zapatos y la lavandería, que haga la cama y limpie la casa. Eso os espanta, no poder seguir llevando una vida de inválido.

—¿De verdad dice eso? —preguntó Charlie—. ¿Lo del insomnio y lo de llevar una vida de inválido y todo eso?

—Sí, señor.

—Muy bien… ¿Y qué más dice?

—Dice: «¿A dónde conduce el miedo a perder las posesiones terrenales? A la muerte. Y Ulises, cuando naufragó y fue arrojado a la costa sin nada, eso en ningún momento quebrantó su espíritu. Se enfrentó al aprieto en que estaba metido como un león de las colinas, confiando en su fuerza. No en su fama ni su dinero ni su posición oficial, sino sólo en su fuerza. Lo que hace libres a los hombres es lo que hay en su interior». Eso es lo que dice, señor Croker.

A Charlie la rodilla mala no le permitía revolverse en la cama, pero movió el cuerpo lo mejor que pudo para mirar directamente a la cara al joven, ese joven que declamaba sobre estoicismo desde las aterciopeladas ondulaciones de una butaca hecha de encargo para una de las visiones del lujo de Serena.

—¿A dónde va a parar de verdad este Epicteto?

—Bueno… no soy el máximo experto en la materia, señor Croker, pero lo que dice, según me parece a mí, es que la única posesión de verdad que uno tiene es el carácter y el «plan de vida», como lo llama. Zeus ha dado a todas las personas una chispa de su divinidad, y eso nadie nos lo puede quitar, ni siquiera Zeus, y de esa chispa viene nuestro carácter. Todo lo demás es temporal e inútil a largo plazo, incluido el cuerpo. ¿Sabe cómo llama a nuestras posesiones? «Insignificancias». ¿Sabe cómo llama al cuerpo humano? «Un cuenco de arcilla lleno de un cuartillo de sangre». Si uno comprende eso, ya no se queja ni gime, no protesta, no le echa a los otros la culpa de los propios problemas y no se dedica a adular a la gente. Eso es lo que creo que está diciendo, señor Croker.

—¿Habló de adular a la gente? —preguntó Charlie.

Ese detalle le llamó la atención. Las mentiras que había aceptado recitar sobre Fareek Fanón eran adulación de un nivel elevado a algo así como el colmo.

—Sí, señor —respondió el chico—, eso es lo que dijo: «El adulador se rebaja a sí mismo y engaña al objeto de su adulación». «Los perros se adulan unos a otros —dice—, pero lanzadles un trozo de carne y veréis qué queda de su amistad».

Por unos instantes, Charlie intentó encajar un trozo de carne en su relación con Fareek Fanón, pero no logró obtener ninguna analogía real. Entonces dijo al chico:

—Te quiero preguntar una cosa. ¿Qué pensaría Epicteto si un hombre hiciera un discurso alabando a una figura pública destacada… ¿de acuerdo?… y admirara… eh, la fuerza y la pericia del hombre en su profesión… pero no lo tuviera en alta estima como persona? ¿Estaría bien hacer el discurso siempre que se atuviera a lo que dijera de la vida profesional del hombre?

—¿Es alguien que a la persona que habla en realidad no le gusta?

Charlie hizo una pausa, suspiró, soltó una bocanada de aire y dijo con desaliento:

—Eso, no soporta al hijoputa.

—¿Y la persona que hace el discurso alaba esa figura pública con la idea de ganar algo para él?

El viejo dudó un momento y luego contestó:

—Sí. Lo has comprendido.

—Entonces no pensaría gran cosa —dijo el chico—. Epicteto dice que venderse lo rebaja a uno al nivel de los animales, como el lobo o el zorro. Por alguna razón, pensaba que el zorro era el más bajo de todos.

—¿Dice de verdad «venderse»?

—Más o menos —repuso el chico—. A ver… —Hojeó el libro—. Aquí está, libro I, capítulo 2. Dice: «Considera sólo una cosa: por cuánto vendes tu voluntad. Hombre, por lo menos, no la vendas por poco».

—¿Cómo sabes si la vendes por poco o no? —preguntó el viejo.

—Si la vendes, la vendes por poco —dijo Conrad—, o al menos así interpreto lo que dice, señor Croker, puesto que el verdadero estoico no acepta compromisos. El venderse y los compromisos no son parte de su carácter.

—Muy bien —dijo Charlie—, pero ¿cómo sabes cuál es tu carácter? Supongamos que hay una crisis y tienes que enfrentarte a ella. ¿Cómo sabes de verdad de qué estás hecho?

—Epicteto habla de eso —dijo Conrad—. Dice, ¿cómo sabe un toro, cuando lo persigue un león, y tiene que proteger a toda la manada… cómo sabe la fuerza que tiene? Lo sabe porque le ha costado mucho tiempo hacerse poderoso. Como el toro, tampoco el hombre se vuelve heroico de golpe. Epicteto dice: «Debe entrenarse durante el invierno y estar preparado».

¡Como un toro!

Dios mío, pensó Charlie, de entre todos los animales que podía elegir, ¡escogió el toro! La vieja canción popular empezó a rebotar en el interior de su cráneo con tal rapidez que no logró deshacerse de ella:

Charlie Croker era todo un hombre,

tenía la espalda de un toro de Jersey.

No le gustaba quingombó, no le gustaban las peras,

le gustaba una mujer sin pelambrera.

¡Charlie Croker! ¡Charlie Croker! ¡Charlie Croker!

¡Como un toro de Jersey! Era como si el chico, ese Connie, le leyera el pensamiento y supiera exactamente cómo azuzarlo, a él, a Charlie Croker… ¡que se comparaba con un toro de Jersey!

—Todo esto, todo lo que dice tu hombre, es muy noble —declaró Charlie—, en abstracto; pero ¿qué tiene que ver con la vida real? Pensemos en la vida real durante un instante. Pensemos en una situación en que lo pierdes todo… ¡lo pierdes todo! ¿Te das cuenta de lo que digo? Lo pierdes todo, la casa en la que vives, los ingresos, los coches… todo. Te quedas en la calle. No sabes de dónde va a venir la próxima comida. ¿De qué sirven entonces una colección de ideales grandilocuentes?

—Muchos discípulos de Epicteto le hicieron exactamente la misma pregunta —contestó el chico—, ¿y sabe qué les dijo?

—No, ¿qué?

—¿Ha visto alguna vez a un viejo mendigo?

Los ojos del chico lo traspasaron con la mirada.

—¿Me lo preguntas a mí?

—Sí.

—Claro que sí —dijo Charlie—, a muchos.

—¿Lo ve? Lo han conseguido —dijo el chico—. Seguramente han conseguido comer los trescientos sesenta y cinco días del año. No se han muerto de hambre. ¿Qué le hace pensar que ellos pueden encontrar comida y usted no sería capaz de hacerlo?

—¿Qué clase de consuelo se supone que es ése? Prefiero morir antes que ir por ahí con un vaso de papel en la mano.

El chico sonrió y le brillaron los ojos.

—Epicteto habla exactamente de eso, señor Croker. Dice: «No tenéis miedo de pasar hambre, tenéis miedo a la deshonra». Dice: «No tenéis que conseguir una posición elevada para ser un gran hombre». Uno de los grandes filósofos estoicos, Cleantes, acarreaba agua para ganarse la vida. Era un jornalero, señor Croker, aunque nadie pensaba que no tuviera un trabajo respetable. ¿Por qué? Porque irradiaba la fuerza de la chispa de Zeus.

Charlie cerró los ojos e intentó imaginarlo. Está en la calle. ¿Qué calle? ¿Blackland Road? Lo único que conseguiría ahí sería una bocanada de humo del tubo de escape de un BMW o un trozo de grava despedido por el paso de un neumático. ¿Dónde, pues? ¿La calle Peachtree? No pasa nadie andando por la calle Peachtree, y ¿quién va a parar el Mercedes o el Infiniti para darle a Charlie Croker una moneda de un cuarto de dólar? A lo mejor podría acudir con su vaso de papel al aparcamiento del centro comercial de la plaza Lenox. Pero seguramente ahí tenían guardias de seguridad para echar a los mendigos que se acercaban a pie desde cualquier lugar, antes de que pudieran sentarse en el suelo y colocar su vaso de papel con un letrero diciendo: «Una ayuda, por favor. Me faltan veintiocho dólares para volver a mi casa en Mobile. Consejos, explicaciones o conversaciones sobre causas raciales no, por favor». Charlie había visto una vez un cartel así… ¿dónde demonios había sido? ¿La plaza Lenox? ¿En el centro, cerca del edificio de la CNN? Charlie miró al chico, Connie, sacudió la cabeza y dijo:

—Lo he intentado, pero no logro imaginarlo.

—Sin embargo, si ocurriera —apuntó el chico—, no sería tan horrible como cree, señor Croker. Epicteto diría que, lo digo sólo por decir, señor Croker… diría que ha cedido a sus impulsos animales y que sólo piensa en sí mismo como todo barriga, carne y deseo animal, a expensas de lo que Zeus le ha dado, esa chispa de lo divino.

En la puerta sonó un golpe y luego se abrió. Era Serena, con una mezcla de rabia y miedo en la cara. Llevaba un vestido de tirantes azul vincapervinca que a pesar de ser de diseño recatado, mostraba una buena parte de su busto. La espesa cabellera caía en alborotadas ondulaciones, y los ojos parecían más intensos porque hacían juego con el vestido.

Se acercó a la cama, exclamando:

—¡Charlie! ¿Quién es ese… ese hombre, White? No…

—Serena —la interrumpió Charlie—, te acuerdas de Connie, ¿verdad? —Le pareció importantísimo que, de algún modo, reconociera la presencia del chico.

Ella volvió de forma distraída la cabeza hacia Conrad, que para entonces ya se había incorporado, y dijo:

—Sí… claro. —A continuación miró a Charlie y prosiguió—: Ese señor White no para de llamar, no para de decir que quiere «reconfirmar tu decisión». «Reconfirmar tu decisión», eso es lo que repite, y no le importa con quién está hablando, Jarmaine, Nina, quien sea. ¿Qué tenemos que hacer con él? ¿De qué va todo esto?

A Charlie le incomodó enormemente que sacara el tema delante de Connie. Quiso colocarla en su lugar, pero se sentía… tan cansado… tan vulnerable… Sintió como si se hundiera en el colchón, en el refugio de esa cama con sus telas por valor de miles de dólares que colgaban de las cuatro columnas, ahí, ahí, ahí… y ahí… Estaba llevando la vida de un inválido, tal como había dicho Epicteto. Y ¿cómo se llamaba el tipo? ¿Cleantes? Se ganaba la vida acarreando agua, igual que un obrero, y a pesar de ello había sido un gran hombre y todo el mundo lo conocía.

—¿Y bien? —dijo Serena, que tenía los brazos en jarras. Le centelleaban los ojos—. ¿Qué hacemos con él?

Charlie se incorporó apoyando las palmas de las manos en el colchón, de modo que al menos quedó medio sentado… y no como un inválido.

—Tienes razón —dijo a Serena—. Hasta ahora he sido como un zorro, pero eso es contrario a mi naturaleza. Me siento fatal y la rodilla me duele un horror, pero voy a ser un… un… un toro. Me enfrentaré a él.

Con hiriente desdén:

—¿De qué diantre estás hablando, Charlie?… un zorro y un toro…

Charlie se dio cuenta de que no sonaba en absoluto como un toro. Su voz apenas superaba el nivel y la vitalidad de un graznido, dentro de él no pudo encontrar en ningún lugar la voluntad para intentar siquiera convertirse en toro.

Miró a Serena, la miró a aquellos ojos suyos, y dijo:

—He bajado —decidió no mencionar los zorros ni los lobos—, he bajado hasta cierto nivel, pero voy a volver a ponerme en pie. Me enfrentaré con todo.

Serena, que seguía con los brazos en jarras, lo miró como si estuviera senil, sacudió la cabeza, se volvió y salió de la habitación.

No, Charlie no era un toro en el que hubiera crecido la conciencia de sus propios poderes. Ya no tenía una espalda como un toro de Jersey, y su única esperanza de conseguir una espalda así residía en ese libro en manos de un chico con uniforme de ayudante de enfermero, sentado en una butaca a su lado, ese chico delgado que, de modo inexplicable, tenía los antebrazos y las manos de un hombre del doble de su tamaño. El chico era como el hombre del que le había hablado, Cleantes, que trabajaba de jornalero pero impresionaba a cuantos entraban en contacto con él como «un león criado en las colinas, confiando en su fuerza», como Ulises arrojado a la playa, donde demonios hubiera sido arrojado Ulises a la playa, y quien demonios fuera Ulises. El nombre le encendía una chispa de recuerdo, pero nada más.

Resultaba humillante el modo en que ella le había hablado delante de Connie… Nunca había dejado que una mujer se dirigiera a él de ese modo. ¿Por qué lo permitía en ese momento? Porque la fuente de su fuerza había sido siempre su dinero, su reputación, su éxito en los asuntos terrenales. Sin embargo, la única fuente verdadera de fuerza era su propio poder, su propia voluntad, la facultad de deseo o de rechazo, su propia chispa divina de razón, que le permitía juzgar las cosas que estaban en su poder y las que estaban más allá de él.

Bueno, Serena no era una mujer rica —sin él no lo era, no—. Habían firmado un contrato prematrimonial y toda la historia… no era exactamente una déspota, pero podía ser una bruja, y menudo numerito le había montado delante de Connie.

Aunque sólo de pensarlo se sintió abatido, dijo:

—Connie, creo que voy a levantarme y andar un poco. Échame una mano. Tráeme el albornoz.

Sacar la rodilla de la cama y ponerse de pie fue una tortura, pero por fin se encontró en el pasillo, envuelto en el albornoz azul y sostenido por las muletas de aluminio. El pasillo estaba cubierto de gruesas alfombras, pero las muletas resonaban de todos modos… clac-clac… clac-clac… clac-clac… clac-clac… Connie se mantuvo a su lado.

Clac-clac… clac-clac

—¿Connie? —dijo el viejo.

—Sí, señor.

—Connie, ¿quieres hacerme un favor?

—Si puedo, señor Croker.

—Mañana a las ocho estarás otra vez aquí, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Mira, lo que te pido es si puedes dejarme el libro cuando acabes de trabajar, así yo podré leerlo un poco por mi cuenta y te lo devuelvo mañana por la mañana.

Una expresión que era a la vez de miedo, cautela y asombro apareció en los ojos del chico, que se quedó de pie con la boca abierta. No supo qué decir. No se le ocurría modo alguno de explicarle al viejo que el libro estaba… vivo, que tenía la chispa de Zeus. En su interior se encontraban las verdades esenciales que le habían permitido soportar lo peor que le echaron encima las bestias en la cárcel, soportar el exilio lejos de su familia, la marginación legal, un enfrentamiento con un matón… aún veía la cara burlona del latino en casa de los Gardner. Y en aquel momento todo se juntó. Lo percibió todo como un designio predestinado. El Libro había llegado, al parecer de modo accidental, a Santa Rita; y lo había introducido a Zeus, Epicteto, la verdad y el camino. Le había dado el valor para combatir y superar a los peores depredadores de la cárcel. Luego Zeus había arrancado de raíz la cárcel entera y la había resquebrajado como una cáscara de nuez para que él pudiera escapar. Después hizo que dispusiera de un jeep de los reservistas del ejército y logró conducirlo hasta Kenny, Mai y las «líneas aéreas subterráneas», para enviarlo finalmente a Atlanta. ¿Y por qué Atlanta? Porque en el caos de la buhardilla de una pequeña ciudad de la que nunca había oído hablar en su vida, Chamblee, le esperaba un ejemplar del libro. ¿Y por qué tenía que tener un ejemplar del libro? Para continuar la obra y dar testimonio de la gloria de Zeus. Y en ese momento se le presentaba una oportunidad —se le calentaba el cuero cabelludo sólo de pensarlo—, de convertir a un hombre de dinero, poder y renombre. Desde que había sido despedido de Croker Global Foods hasta ese momento, de pie ante un Charlie Croker lisiado, ése —¡claro que sí!—, había sido el motivo con que se había tejido su vida: no castigar a Croker por echar del trabajo a cientos de personas con un chasquido de los dedos, sino reclutarlo, a él con todos sus recursos, para el servicio de Zeus.

A Charlie le pareció que el muchacho permanecía ante él durante cinco minutos sin decir nada, como si estuviera en algún lugar en lo alto de una nube. ¿Qué demonios pasaba con el libro?

—Muy bien, señor Croker —dijo por fin el chico—, se lo dejaré cuando me vaya. Pero, por favor, cuídelo. Recuerde que… está vivo.

«Vivo». Charlie no supo qué demonios se suponía que significaba aquello, pero no había forma de malinterpretar el sentido de lo que el chico había dicho.