A las doce del mediodía, Charlie Croker ya ocupaba su asiento preferido en la cabina delantera del Gulfstream 5 mientras rugían los dos motores BMW/Rolls Royce y el avión despegaba del PDK. Seguía doliéndole la rodilla y se moría de calor, pero conservaba puesta la chaqueta porque no quería que el otro pasajero, Wismer Stroock, le viera la camisa.
«¡Las alforjas!», había exclamado Ray Peepgass, y en aquel momento Charlie se percató de la insolente broma. La camisa continuaba húmeda bajo los brazos y en el tórax. Las alforjas no desaparecían. Wismer Stroock estaba sentado frente a él. Entre ellos se hallaba el orgullo de Charlie, un escritorio hecho a medida a partir de un trozo de madera de tupelo[9] de la plantación Termtina y fijado a la pared del G-5 por medio de unos soportes de acero inoxidable. Wismer Stroock, el Genio de las Finanzas, tenía sólo treinta y dos años, pero exhibía un cuello huesudo, una mandíbula huesuda, unas mejillas hundidas y unos pómulos cadavéricos producto de levantarse todas las mañanas, sí, todas las mañanas, antes del alba para correr diez kilómetros por las calles de una subdivisión de Dunwoody llamada Quail Ridge. Los marcos rectangulares de titanio de las gafas hacían que sus ojos parecieran un par de lectores de códigos de barras. En aquel momento, los lectores se dirigían al exterior de la ventana, como si el Genio estuviera absorto en la operación del despegue o en la inconfundible ala blanca del G-5 con la punta vuelta hacia arriba como un timón. En realidad, Charlie era consciente de que su joven director financiero se sentía incómodo por él y no quería humillarlo aún más ni siquiera mediante el simple hecho de mirarlo a la cara.
Eso significaba que había causado una impresión realmente mala en PlannersBanc.
La cabeza permanecía de perfil, pero los dos lectores de códigos de barras rotaron hacia él por un instante, de modo que Charlie decidió poner fin a la tensión.
—Muy bien, Genio, ¿se te ocurren buenas ideas? —Intentó que su voz resonara por encima del ruido de los motores.
Entonces el Genio lo miró a la cara y abrió la boca, aunque de ella no salió ninguna palabra. Se llevó los dedos a las orejas, en señal de que había demasiado ruido para oír algo y volvió a desviar la mirada.
De modo que también Charlie apartó la vista e intentó animarse con las bellezas que lo rodeaban, es decir, el G-5 y sus maravillosos accesorios. La docena de asientos de la cabina eran grandes como tronos; estaban forrados con la piel curtida más suntuosa imaginable y dispuestos a intervalos que proclamaban un derroche manifiesto, como butacas en el salón de un club. El logotipo del globo terráqueo de Croker Global aparecía bordado en azul y oro en las cortinas y la moqueta, y las consolas hechas a medida lo tenían tallado en las puertas en un bajorrelieve tan profundo que los invitados eran incapaces de resistir la tentación de pasar los dedos por encima. En las pantallas SkyWatch podían ver desde cualquiera de los asientos la diminuta forma blanca de un avión que se desplazaba sobre un mapa electrónico y mostraba dónde se encontraban, en cualquier lugar del mundo.
Sin embargo, lo que realmente los dejaba atónitos era el escritorio de Charlie. Había sido elaborado a partir de un trozo de madera de cinco o seis dedos de grosor cortado de la rodilla de un tupelo negro de la marisma Jookers, en Termtina; la rodilla era la parte del árbol situada justo por encima de la superficie del agua. La mesa conservaba la forma irregular y el borde rugoso del trozo de madera original, pero la superficie estaba muy barnizada, hasta el punto de que parecía vidrio, con las nudosas volutas del veteado que creaban unos extraordinarios motivos. En realidad, la mesa era una idea de Ronald Vine, el decorador que Serena había insistido en llamar a Atlanta desde Nueva York para que se encargara del interior del G-5; pero a Charlie Croker le gustaba tanto que en ocasiones creía que la idea original, la semilla de la inspiración, tenía que haber sido suya. Le gustaba tanto que encargó a Ronald —Charlie había llegado a admirar y apreciar a aquel tipo— que hiciera una versión mucho más grande como mesa de su nuevo pabellón de caza en Termtina, la Armería, que Ronald había diseñado y construido el año anterior, a un coste (para Croker Global Foods) de tres millones seiscientos mil dólares cuando todo estuvo por fin acabado. Ronald también había revestido con tupelo los mamparos del G-5. Esa madera era más ligera, cálida y alegre que la habitual y envarada caoba. En el mamparo que Charlie tenía delante, el que estaba justo detrás del asiento del Genio, Ronald había fijado el ornamentado marco de oro de la mayor obra de arte de la historia del mundo, en opinión de Charlie Croker, que en ese momento la contemplaba.
Era un cuadro realizado por N. C. Wyeth de Jim Bowie incorporándose en su lecho de muerte para luchar contra los mexicanos en El Álamo. Wyeth lo había pintado en tonos rojos, anaranjados, marrones, blancos y negros como en el frontispicio del libro Estrella solitaria, una historia de Tejas para niños que era el único libro, el único, que según recordaba Charlie habían poseído sus padres. El día de 1986 en que compró por ciento noventa mil dólares aquel cuadro, el cuadro que contemplaba en ese preciso instante, en una subasta de Sotheby’s en Nueva York, había sido uno de los más felices de su vida.
Y el día que estaba viviendo en ese momento, el día del que sólo eran las doce de la mañana, era ya uno de los peores de su vida. Humillación… En fin, había que enfrentarse a los hechos. Todo el asunto había sido humillante de principio a fin. Aquel hijo de puta de Zell, Zale o comoquiera que se llamara el listillo de la gran barbilla, lo había humillado delante de toda una sala llena de gente, incluyendo a once miembros de su personal, de su oficina. ¡Le había hecho el gesto de tomar por culo! ¡Lo había llamado capullo! ¡Lo había comparado a un desgraciado borracho de los que mean en la calle en pleno Freaknik! ¡Y había tenido que apretar los dientes y aguantarlo todo!
Al salir de la sala, renqueando como un viejo por culpa de la rodilla mala, había aniquilado a aquel Zell o Zale cuatro o cinco veces. Mientras bajaba en el ascensor había extendido las manos hacia su cara en un gesto de amago y, al levantar el hijoputa los brazos para defenderse, lo había abrazado por la cintura y había apretado hasta el último gramo de fuerza de sus musculosos brazos y su maciza espalda —tengo la espalda de un toro de Jersey— hasta oír el crujido de la columna vertebral de aquel hijoputa, que empezó a suplicar piedad… ¡Cuatro dedos perdidos en la guerra, un cuerno, marica, cobarde, bujarra! Vas a ver ahora lo gracioso que es perder la vida…
Entre el mausoleo de mármol que era el vestíbulo de PlannersBanc y su coche, que estaba en el aparcamiento de la torre, había destruido al hijoputa tres o cuatro veces más de diversas maneras, hasta que se le acabaron las ideas para asesinarlo con las manos; y, en verdad, de haber cometido el hijoputa la insensatez de aparecer en aquel momento, sin duda que habría ocurrido algo violento.
Nada más llegar Wismer y él al coche, decidió que no volvería a la oficina; le dijo al Genio que tomara el teléfono, llamara al despacho y que Marguerite localizara a Lud, Jimmy y Gwenette para que tuvieran listo el Gulfstream a fin de salir para Termtina de inmediato, y que también llamara a Durwood para que lo recogiera en la pista de aterrizaje y prepararan el almuerzo en la Armería. Quería retirarse a algún lugar tranquilo en el que idear alguna estrategia con el Genio. O eso fue, al menos, lo que le dijo a éste —y, en realidad, lo que se dijo a sí mismo—. Insistió en conducir el coche hasta el PDK, a pesar de que la rodilla le dolía cuando apretaba el pedal del acelerador. No quería que el Genio —ni él mismo— pensara que era un inválido. Por Buford Highway, camino del PDK, dejó accionado todo el tiempo que pudo el dispositivo de velocidad constante. Tal era el dolor de la rodilla.
Y por eso en ese momento, mientras el avión rugía y se esforzaba por ganar altura, Charlie se concentró en el cuadro de Jim Bowie e intentó extraer fuerzas de él, como había hecho tantas veces en momentos de tensión. La rodilla le dolía un horror; ah, era como tantos y tantos viejos jugadores de fútbol… Había sido algo fantástico y glorioso jugar al fútbol para el Tec, para los Ruinas Rugientes, allá por los cincuenta y los sesenta… y se había convertido en una vieja ruina artrítica… Aunque a Jim Bowie eso no le habría detenido. En el cuadro, Bowie, ya moribundo, yacía en una sencilla cama metálica, una vieja cama de enfermería. Estaba incorporado sobre un codo. En la otra mano blandía su famoso cuchillo Bowie ante una cuadrilla de soldados mexicanos que acababan de irrumpir en la habitación con rifles y bayonetas y se dirigían hacia él. Era el modo en que el poderoso cuello de Bowie y su mandíbula sobresalían en dirección a los mexicanos, así como la manera en que refulgían sus ojos, lo que hacía que aquél fuera un gran cuadro. No había que rendirse, aunque te estuvieras muriendo, eso era lo que decía. Charlie siempre había deseado conocer a N. C. Wyeth y estrecharle la mano.
Contempló al indomable Bowie y esperó una infusión de coraje. En vez de eso, lo que sintió fue que debajo del esternón, alrededor del corazón, se formaba una especie de molesto campo eléctrico. Durante un instante no supo qué era, pero no tardó en darse cuenta. Era pánico.
El avión acababa de despegar en dirección al nordeste, y los dos pilotos, Lud Harnsbarger, el capitán, y Jimmy Kite, el copiloto, trazaban una amplia e indolente curva hacia el noroeste para orientarse hacia el sur y dirigirse a Termtina. Gwenette, la azafata, debía de haberse levantado ya de su asiento, porque Charlie oyó la puerta de la nevera o del microondas o de algo cerrarse de golpe en la cocina. Gwenette seguramente pensaba que no tenía tiempo que perder, porque se tardaba menos de treinta minutos en llegar a la plantación.
A lo lejos, el Sol hacía explotar las torres de la parte central y media de Atlanta, así como la franja comercial del lado oriental de Buckhead. Charlie conocía todos los edificios. Los conocía no por el nombre de los arquitectos —¿qué son los arquitectos sino personal contratado, neurótico y «artístico»?—, sino por el de los promotores inmobiliarios. El cilindro de vidrio de setenta pisos de John Portman, el Westin Peachtree Plaza, destellando al sol (Portman era listo; él era su propio arquitecto). Las torres gemelas del 191 Peachtree de Tom Cousin. El Promenade Dos de Blaine Keley, coronado de un montón de pequeños alerones de neón. La GLG Big Tower de Lars Gunsteldt. El Phoenix Center del propio Charlie; y un poco más lejos, su torre MossCo; y por allá, su TransEx Palladium (¡Palladium! ¡Qué inocentes habían sido los ochenta!), Buckhead Plaza de Mack Taylor y Harvey Mathis. Tower Place de Charlie Ackerman. El centro, la zona media y Buckhead eran como islas que se alzaban en un océano de árboles. Innumerables veces esa panorámica, la contemplación desde las alturas en el interior del G-5 de las torres y los árboles, lo había llenado de una alegría inexpresable. ¡Esto lo he hecho yo! ¡Es mi obra! ¡Soy uno de los titanes que han construido esta ciudad! ¡Soy una estrella! En los restaurantes, las calles, los acontecimientos deportivos, lo saludaban perfectos desconocidos, con cierto brillo en los ojos, porque sabían quién era… ¡el legendario Charlie Croker! Todo lo cual hacía aún más increíble lo que acababa de suceder en PlannersBanc… ¡Las alforjas! ¡Menudo desprecio!
Desvió la mirada de los edificios hacia el océano de árboles. Como Atlanta no era una ciudad portuaria y estaba situada, en realidad, bastante tierra adentro, los árboles se extendían en todas las direcciones. Eran el mayor recurso natural de Atlanta. A la gente le encantaba vivir bajo ellos. La ciudad tenía, dentro de sus límites, menos de cuatrocientas mil personas, y casi las tres cuartas partes eran negros. A lo largo de la última década la población de Atlanta había descendido ligeramente; sin embargo, durante los últimos treinta años, toda clase de personas, la mayoría blancas, se habían mudado bajo aquellos árboles, a aquellas agradables, frondosas y onduladas comunidades rurales que rodeaban a la ciudad propiamente dicha. Habían llegado por centenares de miles, de toda Georgia, de todo el Sur, de todo Estados Unidos, de todo el mundo, a aquellas colinas, aquellas lomas, aquellas cañadas y aquellos claros parcelados en subdivisiones bajo los árboles, hasta que en ese momento la Gran Atlanta tenía más de tres millones y medio de habitantes, y los que seguían llegando. ¡Qué espléndidos auges urbanísticos había presenciado! Mientras el G-5 se ladeaba, Charlie miró hacia abajo… Ahí estaba Spaghetti Junction, como era conocido el lugar en que confluían las autopistas 85 y 285 en una maraña formada por las gigantescas curvas de hormigón y asfalto de catorce vías de acceso y salida y doce pasos elevados… Y en aquel momento veía el Perimeter Center, donde la Georgia 400 se cruzaba con la 285. Mack Taylor y Harvey Mathis habían construido allí, entre aquellos árboles, un complejo de oficinas llamado Perimeter Center, algo considerado en su momento como una empresa arriesgada por lo lejos que estaba del centro; y Perimeter Center era ya el núcleo alrededor del cual había crecido toda una ciudad periférica conocida por ese mismo nombre. Taylor y Mathis habían demostrado que eran genios.
Ciudad periférica… Charlie cerró los ojos y deseó no haber oído nunca aquel maldito término. No era un gran lector, pero allá por 1991 Lucky Putney, otro promotor inmobiliario, le había pasado un ejemplar de un libro llamado Ciudad periférica, de un tal Joel Garreau.
Abrió el libro, le echó una ojeada… y no pudo dejarlo, a pesar de que tenía quinientas páginas. Experimentó el fenómeno «¡Ajá!». El libro expresaba algo que él y otros promotores inmobiliarios sentían instintivamente desde hacía mucho tiempo; a saber, que a partir de aquel momento el crecimiento de las ciudades estadounidenses no iba a producirse en el corazón de las metrópolis, ni en el centro ni en la zona media, sino en los márgenes, en enormes aglomeraciones comerciales comunicadas por autopistas. La parte comercial de Buckhead, que hacía no tanto tiempo tenía un aspecto residencial, era justamente eso: una ciudad periférica, la primera de Atlanta. Entonces llegó Perimeter Center. Luego Don Childress construyó la Galleria en el cruce de las autopistas 75 y 285, y Frank Carter levantó el Cumberland Mall, y otra ciudad periférica nació en torno a ellos. Todas las ciudades periféricas estaban al norte del centro y la zona media de Atlanta, y cada vez se adentraban más en el inmenso océano de árboles. Ya se estaba formando una nueva ciudad periférica alrededor de Spaghetti Junction y otra más al noreste de ella, en el condado de Gwinnett, llamada Gwinnett Place Mall. El condado de Forsyth, más al norte todavía, estaba dejando de ser una remota zona rural de indios y palurdos mascadores de tabaco para convertirse en Subdivisión Heaven, así como en uno de los tres condados de crecimiento más rápido de todos los Estados Unidos. ¡Bango! Charlie había planeado una nueva ciudad periférica justo al oeste de Forsyth y al norte de la Galleria, en el condado de Cherokee. Llevaría su nombre: Croker. ¿Se atrevía a abrir los ojos y mirar hacia abajo? No quería hacerlo, pero no pudo evitarlo. Tal como temía, el G-5 estaba en el punto perfecto para tener una panorámica aérea de Croker Concourse. Ahí estaba, la torre, el centro comercial, el multicine, el complejo de hoteles y apartamentos, la inmensa franja de asfalto (vacía, de modo más que visible) del aparcamiento: una isla ridículamente solitaria colocada en medio de aquel océano de árboles. ¡La locura de Croker! ¡Te habías adelantado al futuro, Charlie! En unos años alguien haría una fortuna con lo que él había reunido ahí, en cuanto estuviera construida la autopista del perímetro exterior, pero en aquel momento… demasiado al norte, demasiado lejos de la ciudad vieja, de la propia Atlanta. En aquel momento… ¡Las alforjas! Sintió que se le calaba de nuevo la camisa contra la piel, y aunque intentó desviar los ojos, éstos siguieron fijos en Croker Concourse. Había tenido que construir una torre… había tenido que plantar en el cielo el nombre de Croker, a cuarenta pisos de altura… con una cúpula coronándolo todo. No había forma de perdérsela, esa cúpula, ahí en medio de su espléndida soledad frondosa… La cúpula contenía un planetario y albergaba el Club Cosmos. En Atlanta abundaban los rascacielos elegantes con clubes privados en los que cenar, pero nunca había habido un club como aquél.
En el abovedado techo había instalado el último grito en proyectores de planetario, un modelo desarrollado por Henry Beuhl, hijo, del observatorio de la Universidad Carnegie-Mellon en Pittsburgh… Croker Global… Croker del Universo… Había invertido en aquello ocho millones y medio de dólares, pero resultó que nadie estaba dispuesto a conducir hasta el condado de Cherokee para almorzar y mirar un puñado de estrellas falsas centelleando en la negrura del espacio mientras comía atún de aletas amarillas sobre un lecho de col rizada y un cuscús marroquí o lo que fuera que almorzaran los yuppies de la Gran Atlanta. El Club Cosmos se había convertido en una bomba carísima.
Club Cosmos… cósmica cumbre del gran Croker Concourse… Y ahí estaba, ahí abajo…
Cuando el G-5 completó por fin su giro, dejó atrás la ciudad y se dirigió hacia el sur por encima de los verdes bosques y campos de cultivo de Piedmont, Croker no lo lamentó. Ya no había placer en contemplar Atlanta y sus ciudades periféricas desde el cielo. ¡Las alforjas!
Que hubieran tenido la desfachatez, la temeridad, la audacia, de tratarlo a él, a Charlie Croker, con semejante… semejante… semejante…
Wismer Stroock había dejado de mirar por la ventanilla y lo miraba a él, a través de los marcos de titanio. Charlie suspiró y le dirigió una sonrisa resignada, como diciendo: «sabes en lo que estoy pensando y yo sé que lo sabes». Y luego, en voz alta:
—Como te decía, Genio, ¿se te ocurren buenas ideas?
Gracias a los motores exquisitamente amortiguados del G-5, sólo un leve rumor envolvía el aparato. El Genio ni siquiera tenía que alzar la voz. Cuando se ponía vehemente, su voz no se hacía más aguda; más bien, se le formaba un pequeño surco en medio de la frente de su demacrado rostro. Wismer Stroock pertenecía a la nueva generación de directores financieros procedentes de las escuelas de Empresariales. Charlie los llamaba «tecno-cocos»; pero el Genio sabía «llevar los números» y era un genio con la «integración interfuncional» de las diferentes divisiones de la Croker Global Corporation —dos expresiones que utilizaba todo el tiempo—, y Charlie se había vuelto muy dependiente de él.
—¿Buenas ideas con referencia a quién, Charlie, o con referencia a qué?
Ésa era otra cosa que el Genio decía todo el tiempo, «con referencia a». No había forma de saber por qué.
—¿Cómo tratar con esa gente? —preguntó Charlie—. ¿Cómo abordarlos? Antes, siempre estaba Sycamore, que era una persona razonable, pero esta gente… —Hizo un pequeño gesto hacia arriba con las manos—. Cuando pienso en todo el dinero que nos gastamos en Sycamore, todas las veces que lo llevamos a Termtina en este maldito avión, todos los partidos de fútbol, aquel fin de semana en Augusta, todas las cenas que le ofrecimos… a él y a Peepgass, en realidad. Peepgass…
Decidió no terminar la frase. Permaneció en silencio.
—Me temo que eso es un coste hundido, Charlie —dijo Wismer Stroock—. En este momento el paradigma entero ha cambiado.
Charlie empezó a protestar. Era capaz de soportar la mayor parte de la jerga del Genio, incluso el «coste hundido»; pero la palabra «paradigma» lo sacaba completamente de quicio, hasta tal punto que se había quejado. Esa maldita palabra no significaba nada, al menos para él, y sin embargo siempre estaba «cambiando», fuera eso lo que fuera. En realidad, el «paradigma» no parecía hacer otra cosa. Lo único que hacía era cambiar. De todos modos, no tenía fuerzas para discutir otra vez con Wismer Stroock sobre tecno-jerga. Por lo tanto, se limitó a decir:
—Muy bien, el paradigma ha cambiado. ¿Y eso qué significa?
—Salvo Peepgass —dijo el Genio—, ésos eran los de Sesiones, Charlie. Peepgass es un director de préstamos, y Sycamore estaba en marketing. En marketing los incentivan para que consideren que el encanto y la satisfacción del cliente son estrategias que añaden valor; pero en el Departamento de Sesiones, no. Ahora estamos tratando con una división del banco que tiene un análisis de sectores muy estrecho.
¿Análisis de sectores? Sin embargo, captó el sentido.
—Saben que al cabo del día sólo los van a juzgar por una cosa: la cantidad de dinero recuperada para el banco. Su orientación es post-benevolencia. En Tejas, cuando se produjo el crash del petróleo y hubo todas aquellas quiebras, la gente de Sesiones enviada por los bancos tenía un análisis de sectores tan estrecho que aquella misma noche empezaron a recibir amenazas de muerte. Empezaron a llamarlos a los hoteles en mitad de la noche para amenazarlos.
Una sonrisa cansada.
—¿Sirvió de algo? ¿Vale la pena intentarlo?
—No creo que fuera un ejercicio creador de valor —dijo el Genio.
No cabía duda de que estaba haciendo un chiste, aunque con aquel joven adusto nunca se sabía, porque siempre hablaba de ese modo. De pronto, Charlie se sintió muy furioso.
—Me importa un cuerno su orientación, Genio. Ese gordo hijoputa me ha mandado a tomar por culo, me ha llamado capullo y ya has visto la manera en que Peepgass, has visto la manera en que ese… ese… mariquita…
Desistió también de esa línea de pensamiento. Un sexto sentido le advirtió de que era inútil entablar una discusión sobre el carácter de Ray Peepgass con el Genio. Peepgass no era un tipo con un físico desagradable, y debía de ser brillante, pero blando. Tenía una abundante cabellera rubia rojiza que lo hacía parecer diez años más joven, pero en un estilo débil, infantil. Blandos eran el cuello, la barbilla, las mejillas y las manos.
Ver aquella cara blanda y débil sonriendo a su costa… había sido exasperante. Peepgass no era fuerte, no estaba en forma, no era viril. Aunque esa discusión no tenía sentido con el Genio. El Genio era joven y estaba en forma, pero no era viril ni poco viril. Era un director financiero y un tecno coco. Todos los días, antes de que amaneciese, corría diez kilómetros con el único propósito de mantener el sistema cardiovascular de Wismer Stroock lubricado y puesto a punto para el proyecto a largo plazo: vivir para siempre. En cuanto a la cuestión de si Ray Peepgass era o dejaba de ser un triste espécimen de la virilidad de la Georgia contemporánea, al Genio la cuestión le traía completamente sin cuidado.
En efecto, el Genio hizo caso omiso de la referencia a Peepgass y dijo:
—La buena noticia es que el árbol de decisiones de PlannersBanc no tiene demasiadas ramas. No me parece que el procedimiento ejecutivo hipotecario sea para ellos una alternativa estratégica viable. Han hecho un FED, igual que nosotros, y si embargan nuestras pérdidas de explotación pasarán a ser sus pérdidas de explotación. El flujo de efectivo es el rey.
Charlie ya sabía que un FED era un «flujo de efectivo descontado», pero cómo diantres agarraba uno un número y lo descontaba, era algo que aún no había averiguado.
—Al cabo del día —continuó el Genio—, PlannersBanc estará dispuesto a hacer cualquier cosa salvo tener que dirigir Croker Concourse y diecisiete almacenes de alimentos. El neto real es que tendrán que reestructurar los préstamos. Nosotros, sin embargo, tampoco podemos andarnos con tácticas obstruccionistas. Tendremos que darles algo razonablemente sustancial, Charlie, con el único objeto de comprar un poco de espacio para respirar, conseguir el mejor trato que podamos y recapturar algo de benevolencia. Hemos perdido un montón de benevolencia por no comunicarles a tiempo nuestra situación.
Charlie sabía que el Genio deseaba decir: «Te lo dije». Llevaba meses instándolo a que llevara a cabo un «ataque preventivo» para alertar a PlannersBanc de la situación del flujo de efectivo, pero él, Charlie, se había mostrado seguro de poder hacer algo y solucionar el problema, como siempre había hecho en el pasado.
—De acuerdo, les daremos algo razonablemente sustancial. ¿Como qué? —preguntó Charlie tras una pausa.
El Genio le dirigió su mirada de lector de códigos de barras a través de los rectángulos de titanio, y sus labios se separaron, aunque las palabras no salieron. Las retuvo.
—Adelante —dijo Charlie, e hizo un gesto para animarlo.
—Bueno —comenzó el Genio—, sólo estoy pensando en voz alta… imagino que no te va a gustar… no… no es algo que desee ver… sólo estoy considerando nuestras alternativas estratégicas… pero ¿qué me dices de la plantación?
Incrédulo:
—¿Termtina?
—Bueno, sólo lo digo en el sentido de que se trata de un activo no vital, que no está funcionalmente integrado en el resto de la corporación y no crea sinergias particulares, o al menos no da lugar a ninguna ventaja estratégica, no en un sentido de suma cero… y vale un porrón de dinero. —La dicción del Genio empezaba a degenerar en un puro galimatías de tecno-jerga… a causa del miedo. Sabía que se había metido en un terreno peligroso con su jefe. Intentó salir de él—. A mí tampoco me gusta ver que se pierde Termtina, pero para esa gente ya hay una bandera roja. Lo has visto. Mira, ¿cuánto supones que gana esa gente al año? Apuesto a que ese tipo, Zale, no gana ciento cincuenta mil dólares, y sabe que tienes ahí una plantación de codornices de doce mil hectáreas.
A todas luces, aquello fue dicho para hacer que él, Charlie, se sintiera mejor, se sintiera superior; pero la mención misma del nombre de Zale consiguió lo contrario. Le envió una nauseabunda oleada de vergüenza a través del sistema nervioso. Aquel Zale, con su mandíbula saliente y sus miradas desdeñosas, ¡lo había humillado!… ¡delante de su gente!… y era evidente que ese hecho estaba muy presente en la mente del Genio.
—Genio —dijo Charlie—, no quiero darles esa satisfacción. Hay un buen montón de razones para no vender Termtina, pero con esto es suficiente. No les voy a dar esa satisfacción a esos cabrones.
—Como te decía, Charlie, sólo intento ofrecer algún feedback constructivo. Sólo estoy considerando alternativas estratégicas. ¿Y los aviones?
—No me importa venderlos… pero conservando éste.
El Genio exhaló un suspiro y metió la barbilla.
—Supongo que con eso conseguirán algo. Serán unas migajas, de todos modos, y no creo que queden demasiado impresionados. Ya has visto lo que los sacaba de quicio. Levantó la mano hasta la altura de los ojos y luego señaló con el índice varias veces hacia el suelo del avión.
Por supuesto, el Genio tenía razón. Charlie lo sabía. Y entonces se dio cuenta de otra cosa: el motivo por el que en realidad se encontraba en aquel avión, haciendo un vuelo en gran medida sin sentido hacia una plantación de Georgia del Sur, un lunes de abril al mediodía.
Que lo colgaran si ellos (aquellos insolentes hijos de puta del banco) iban a decirle a él (uno de los Creadores de la Gran Atlanta) que no podía quedarse con el G-5, Termtina o incluso el Cadillac SLS con el que había ido con el Genio al aeropuerto. Era un verdadero y ostensible despilfarro poner en marcha un avión como el G-5 y hacer que dos pilotos y una azafata se subieran a él para llevar a dos hombres al condado de Baker, donde no iban a hacer otra cosa que charlar y luego volver. Bueno… ¿y qué? Con ello dejaba bien claros sus derechos, su poder, su negativa a ceder a una sarta de amenazas insolentes…
Sin embargo, también había algo más, algo que trataba de impedir que aflorara a su conciencia. Lo cierto era que había tenido miedo de volver a la oficina inmediatamente. No se había atrevido a regresar en un estado de… de… de… agitación (evitaba la palabra «pánico»)… a aquel espléndido espacio que había reservado para él y Croker Global en lo alto de la planta trigésimo novena de Croker Concourse. ¿Por qué había llevado consigo un ejército a PlannersBanc? ¡Once personas! ¡Por Dios! ¡En aquel instante lo sabría ya todo el mundo en la oficina! ¡Habían humillado al Captan Charlie! ¡Le habían arrancado los ojos y se los habían hecho tragar! A Charlie Croker nunca le había pasado nada igual. Le habían perforado el carisma y se desangraba por todas partes. A menos que se repusiese, toda la oficina olería la sangre en el acto. Lo detectarían en su forma de andar, renqueando con la rodilla mala… Paso, cojera, paso, cojera, paso, cojera… Lo verían en la expresión de su cara. Lo verían de pronto… un viejo… un león alfa desdentado, ciego, derrengado, cojo. En los últimos años había contratado a un montón de jóvenes lumbreras. El Genio era una de ellas. Quería sentirse y parecer conectado con la nueva generación. Sin embargo, la nueva generación no estaba dispuesta a malgastar una pizca de compasión. Empezarían a llamar por teléfono y a redactar currículos. Un promotor inmobiliario no podía compararse con un presidente ejecutivo industrial o un banquero comercial. No, o tenías el aura, el aura de la confianza mágica, a prueba de bomba, y la invencibilidad… o no eras nadie. Y justo en ese momento sentía que perdía carisma a toda velocidad, que se quedaba a cero. No podía permitir que lo vieran en aquel estado. Tenía que reponerse.
Tenía que dejar de cojear por culpa de aquella vieja y oxidada rodilla de futbolista. Al día siguiente, cuando tomara el ascensor hacia lo alto de Croker Concourse, debía mostrar el aspecto, la voz y los movimientos de su cuerpo de león alfa, como si nada hubiera ocurrido. ¿Por qué no les había leído la cartilla a aquellos hijos de puta allí mismo, en aquel sórdido insulto que pretendía pasar por una sala de reuniones? ¿Cómo había permitido que lo maltrataran de aquel modo? ¿Qué había sucedido? ¿Se estaría volviendo viejo de verdad? O quizá la explicación fuese más obvia. ¡Se encontraba en un aprieto monumental! ¡Había avalado personalmente créditos por valor de ciento sesenta millones de dólares! ¡Era una locura! El Genio lo había prevenido. La regla fundamental del negocio inmobiliario era: ¡el dinero de los demás!… ¡sólo préstamos sobre excedentes!, ¡avales personales, nunca! Sin embargo, tan desesperado estaba por conseguir financiación para su ciudad periférica, que se había ido adentrando en la zona prohibida… y no le quedaba un solo amigo en PlannersBanc. ¡Ciento sesenta millones de dólares! Podían quitarle todo cuanto poseía, hasta la casa en la que vivía y los coches que conducía. Nunca en toda su vida se había visto tan con el agua al cuello, con el cieno al cuello, con el lodo al cuello, un río de lodo, remontando un río de lodo sin remos… Todas las bromas de aquel listillo empezaron a rebotarle dentro del cráneo… ¿Por qué no había puesto en su lugar a aquel Zale, Zell o comoquiera que se llamara, aunque eso hubiera significado rodear la mesa y romperle la bocaza?
Ah, eso era lo que los franceses llaman el «ingenio de la escalera», todo lo que uno no había hecho o dicho y se acordaba cuando bajaba por las escaleras y no había ya nada que hacer. Abrió los ojos.
—¿No quiere nada, Cap?
Gwenette, la azafata, se hallaba junto a la mesa, sonriendo. No tenía ni idea de lo que había ocurrido, claro. Llevaba una blusa de manga corta con el estampado de los globos terráqueos azul marino y oro de Croker Global y una falda azul marino, pero bajo ese atuendo corporativo era una verdadera chica de campo, joven, rellenita, cordial, sencilla, por muchas cosas que intentara hacerse con el pelo o el maquillaje. Que fuera sencilla, eso era lo que había buscado esa vez. Ya había hecho bastante el ridículo cuando Peaches era la azafata del G-5…
—No sé, Gwenette —respondió.
En realidad, se moría por un buen trago de Jack Daniel’s con hielo y un poco de agua… pero ¿al mediodía? No quería que el Genio se diera cuenta de que necesitaba beber algo… ¡que se moría de ganas! Pero ¿por qué demonios no iba a poder pedir eso, si era lo que le apetecía? De modo que dijo:
—¿Tenemos bollitos de la tía Bella? Y un vasito de Jack Daniel’s, para acompañar.
La tía Bella era la cocinera de Termtina, una auténtica mujer de color del condado de Baker, de la vieja escuela… y de pronto tuvo una visión terrible y brutal. ¿Cómo sería capaz de mirarla a los ojos un día e informarle de que el Captan Charlie había dejado de existir, que el Captan Charlie se largaba, que estaba pelado, que había perdido Termtina, y que ella se quedaba sin trabajo y tendría que buscar otra casa?
—Hay congelados —contestó Gwenette—, pero se descongelan muy bien.
—¿Tenemos jamón del tío Bud? El tío Bud era el marido de la tía Bella; en su vida no había hecho otra cosa que merodear por la cocina y curar jamones en el ahumadero. Era un hombre mayor, pero con un porte tan erguido y noble, que Charlie siempre se había preguntado si no sería descendiente de algún jefe africano o algo así.
—De eso siempre tenemos, Cap —repuso Gwenette.
No sólo Gwenette, sino también los dos pilotos, Lud y Jimmy, lo llamaban «Cap». Se les había pegado de los empleados de Termtina. El «Captan Charlie» entero era, lo reconocía, un poco demasiado servil para Gwenette, Lud y Jimmy; aunque, al mismo tiempo, lo admiraban y sentían por él un afecto que hacía que les costara utilizar el frío y formal «señor Croker». De modo que se habían decidido por el compromiso del «Cap». Le gustaba.
—Bueno, pues entonces un par de bollitos de jamón también.
—¿Y usted, señor Stroock?
—Oh… un vaso de Quibelle, nada más.
Así era el Genio; las veinticuatro horas del día trabajaba, sin parar, en el Proyecto el Genio, cuya meta era la vida eterna. Quibelle era una de esas marcas de agua carbónica. Por qué querría alguien beber agua carbónica, eso Charlie no lo sabía, lo único que sabía era que se trataba de una moda neoyorquina que había calado en Atlanta.
Gwenette se dirigió a la cocina, y él tuvo otra visión brutal… la de mirar a los ojos a Gwenette, Lud y Jimmy e informarles de que su Cap… había sido apartado del cargo… Que a partir de aquel momento debería comportarse como el Vietcong y moverse por el suelo y vivir de la tierra…
Miró al Genio y dijo:
—Verás, Genio, no se van a quedar con Termtina ni se van a quedar con este avión. —De pronto tuvo una inspiración. Ladeó la cabeza y lanzó al Genio una mirada fija y prolongada, como cuando uno está a punto de decir algo trascendental—. Se me ha ocurrido una idea, Genio. Si hay que vender algo para contentar a esos hijos de puta —asojoputa—, ¿por qué no lo hacemos bien? ¿Y si vendemos la maldita división de alimentos, toda entera?
Para su sorpresa y decepción, el Genio sonrió con indulgencia; y el Genio no era una persona dada a las sonrisas.
—Sé que nunca te ha entusiasmado —dijo.
—Es mucho peor que eso —señaló Charlie—. Todo el maldito negocio es deprimente. No soporto visitar esos almacenes. Son unos sitios penosos. ¿Quieres saber lo que es de verdad deprimente? Ver a esos pobres desgraciados, ¿cómo los llaman?, ¿preparadores?, verlos salir de aquellas cámaras frigoríficas… No sé si te lo he contado. Estuve una vez en el almacén de Saint Louis, enseñándoselo a Harvey Morehead, y de pronto vi salir de la cámara frigorífica a un tipo con dos carámbanos que le colgaban de la nariz. Carámbanos… que le colgaban de la nariz. —Sacudió la cabeza—. No acabo de entender cómo me metí en un negocio así.
En realidad, lo entendía muy bien. Había comprado la antigua Maws Gullett Food Service Corporation y la había rebautizado Croker Global Foods en 1987, en una época en que muchos grandes promotores inmobiliarios, como John Harbert, de Birmingham, diversificaban sus actividades. Harbert se había convertido en un verdadero shogun. Todo vivía un gran auge, Maws Gullett estaba en el mercado a un precio razonable y con el negocio de mayorista de alimentos adquiría muchos buenos terrenos, los mismos donde estaban situados los almacenes; además, el nombre Croker —CROKER GLOBAL FOODS— figuraría en los laterales de los camiones y se difundiría por todo el país. Sí, fantástico… pero el negocio no tenía el menor atractivo. No había forma de enseñar un almacén de mayorista de alimentos a alguien y esperar que se quedara con la boca abierta. Se podía llevar a alguien al vestíbulo de la torre del Croker Concourse y, aunque el maldito edificio estuviera vacío en más de un cincuenta por ciento y en términos financieros se muriera desangrado, quedaría abrumado por la primera impresión… la escultura de Henry Moore frente a la entrada, el arco de mármol sobre la puerta, el techo del vestíbulo con sus quince metros de altura, las toneladas de mármol del suelo y las paredes, los tapices belgas, el pianista de esmoquin tocando música clásica desde las siete y media de la mañana… En cambio llevaba uno a alguien como Harvey Morehead a uno de aquellos almacenes, y lo que deseaba era salir de ahí cuanto antes.
—Bueno, Charlie —dijo el Genio—, en mi opinión tenemos que aprender a que nos gusten. El servicio de alimentos no es un negocio del que podamos permitirnos el lujo de prescindir ahora mismo.
—¿Qué quies decir?
—Quiero decir que Croker Global Foods es la parte de la corporación en la que… bueno, primero mejor te hago una especie de resumen ejecutivo de nuestra posición, ¿de acuerdo?
—Adelante.
—Bien —dijo el Genio—. Si tienes activos por un valor de mercado de dos mil doscientos millones y deudas por mil trescientos, el activo neto es de novecientos millones y eres rico, ¿sí? Ésa era nuestra posición a finales de 1989, 1990 e incluso principios de 1991. ¿De acuerdo? Pero si te levantas un día, y el valor de mercado de los activos ha bajado hasta mil cien millones, y sigues debiendo mil trescientos, entonces el paradigma ha cambiado de pronto y tu activo neto es de menos doscientos millones, y es un problema serio. Ésta es nuestra posición hoy. ¿Vale? En el sector inmobiliario, los valores del mercado suben y bajan muy rápidamente. Son ágiles, flexibles, terpsicóreos[10]. —Hizo un extraño movimiento con los dedos imitando una flauta para aclarar «terpsicóreo»—. Pero la deuda sigue ahí, como una formación rocosa, como una montaña. No se mueve. Ahora no estamos en una fase descendente cíclica, Charlie, estamos en una… situación especial.
—Vale, pero ¿qué tiene que ver eso con la división de alimentos? También pierde dinero.
—Es cierto —admitió el Genio—, pero hay dos serios impedimentos a su venta. En primer lugar, está tan llena de deudas que si la vendiéramos ahora, en este mercado, no veríamos un solo centavo. Todo iría a los bancos, y aun así seguiríamos debiendo alrededor de cien millones.
—Sí, pero los bancos tendrían algo de efectivo, así a lo mejor nos dejan tranquilos por un tiempo y conseguimos un poco de margen de maniobra.
—Quizá —dijo el Genio—, pero me lleva al segundo impedimento. La división de alimentos ha perdido valor porque ahora mismo el sector de la restauración está hundido, aunque esto sí que es una fase descendente cíclica, y se recuperará. Nuestros almacenes están firmemente posicionados para cuando llegue la fase ascendente. La gente no tiene por qué gastarse un dineral en alquilar espacio para oficinas en edificios de lujo como Croker Concourse, pero no pueden postergar su función de consumo alimentario.
—¿No pueden postergar su función de consumo alimentario?
—Tienen que comer. Todos los días.
—Aun así…
—¡Charlie! ¿Cuál es el dividendo personal que sacas de esta corporación cada año? ¿Siete millones de dólares?
Charlie asintió con desánimo. Era cierto. La salida anual de lo que gastaba personalmente se había convertido en una locura. Descontando los impuestos, los cincuenta mil dólares mensuales a su primera esposa, Martha, las interminables fantasías en muebles, ropa, viajes y criados con las que salía su segunda esposa, Serena, la casa de Sea Island, la casa de Blackland Road, la cuadra y las quince hectáreas de Buckhead, cerca del límite del condado de Cobb, donde iba a cabalgar… no se explicaba dónde iba a parar todo. De lo que estaba seguro era de que no iba a parar a acciones, obligaciones, bonos municipales, bonos del tesoro, ni tampoco al colchón. Y eso ni siquiera incluía Termtina, la mayor parte de la cual se facturaba a Croker Global Foods. ¡Mierda! Eso no se le había ocurrido. Sin la división de alimentos, tendría él que tragarse el coste de Termtina. No sería fácil facturar una plantación a Croker Concourse.
—Y de esos siete millones, ¿sabes cuánto procede de Croker Global Foods, Charlie? Cuatro. El flujo de efectivo de la división de alimentos es mayor que el de Croker Concourse y nuestros demás edificios juntos. La división de alimentos es el motor que mueve el flujo de efectivo de toda la corporación.
—Vale —dijo Charlie—, está bien, tienes razón.
El motor que mueve el flujo de efectivo. Por favor…
Oh, comprendía al Genio mucho mejor de lo que éste creía. El Genio lo miraba como si fuera un viejo paleto, inculto y pasado de moda que, de algún modo, se las había arreglado para crear una corporación enorme y, hasta muy poco tiempo atrás, con un éxito fabuloso.
Que el paleto, con la mitad de su capacidad cerebral, fuera el señor de esa corporación y que él, doctor en Empresariales por Wharton y el genio de las finanzas, tuviera que ser el vasallo constituía una anomalía, una perversidad del Destino, que a la larga quedaría corregida. La juventud estaba de su lado. Mientras tanto, su resentimiento subía y bajaba, y disfrutaba de lo lindo refregándole por la nariz al viejo su ignorancia con aquellas pequeñas conferencias. O una parte de él sentía eso. La otra parte sentía temor, un temor inconsciente, a algo que el viejo paleto tenía y él no: la capacidad de hechizar a los hombres y el empuje maníaco para doblegar su voluntad hasta que dijeran que sí a proyectos que no querían, que no necesitaban y en los que ni siquiera habían pensado alguna vez. La expresión común para eso era «arte de vender», una expresión que probablemente el Genio consideraba con desdén. Sin embargo, éste temía algo que se hallaba en el corazón del arte de vender cuando la partida alcanzaba los cientos de millones de dólares y llegaba el momento de tomar una decisión y actuar, de mover, por más que fuera capaz de llevar los números todo el día, y éstos ascendieran sólo a imponderables, y el árbol de decisiones estuviera lleno de ramas, ramitas, pájaros carpintero y hojas, un simple Genio era incapaz de encontrar el paradigma aunque lo intentara con todas sus fuerzas… Y ese algo era la hombría. Así de sencillo.
Charlie miró al Genio, sentado al otro lado de la mesa de tupelo, bajo el cuadro de N. C. Wyeth en que aparecía Jim Bowie en El Álamo y se dijo: «mi lema es: preparados, apunten, fuego», y tú me sueltas conferencias y haces bromas maliciosas al respecto; pero el tuyo es: «Preparados, apunten, apunten, apunten, apunten, apunten, apunten, apunten…».
Volvió la cabeza hacia la ventana y dejó que el rumor de los motores envolviera sus terminales nerviosas.
Allá abajo… Sorprendido, apretó la nariz contra la ventanilla y miró. ¡Era impresionante! Una espléndida nube rosa parecía cubrir la tierra. Una huerta de melocotoneros… en flor… vasta y magnífica más allá de lo concebible… Debemos de estar por Thomaston… ¿Y quién es el dueño?…
Gwenette reapareció con el vaso de Jack Daniel’s, los dos bollitos de jamón y el vaso de agua carbónica que había pedido el Genio y lo dejó todo sobre la mesa.
Charlie se fijó en el modo en que la pequeña ondulación de la parte inferior del abdomen, que estaba a la altura de sus ojos, se le marcaba contra la falda azul marino. ¿Qué edad tenía? Veinticuatro o veinticinco, supuso.
En cuanto regresó a la cocina, le dijo al Genio:
—¿Cuántos almacenes tenemos en la división de alimentos? ¿Diecisiete?
—Correcto. Diecisiete.
—¿A cuánto ascienden las nóminas?
—¿De todos los almacenes? ¿De la división entera?
—Sí, de la división entera.
—No sé las cifras de memoria, pero puedo hacer un cálculo rápido.
Sacó una calculadora HP-12C del bolsillo lateral de la chaqueta, el surco de la mitad de la frente se le hizo más profundo, y empezó a dar picotazos. Aquella maldita calculadora era el Genio en forma de hardware. Era la varita mágica de los tecno-cocos. Charlie no la soportaba, porque lo desconcertaba y hacía que se sintiera totalmente alejado de las nuevas generaciones que salían de las escuelas de Empresariales. Una vez se había interesado por el cacharrito y le había pedido al Genio que se lo dejara probar. Intentó meter 2+2. ¡No consiguió que le saliera 4! ¡No consiguió obtener 2+2=4! Resultó que con aquella maldita máquina había que meter +2 y +2. Funcionaba al revés o algo parecido. Había que ser doctor en Empresariales por Wharton para lograr que funcionara.
Al cabo de muy poco, el Genio levantó la mirada y dijo:
—Doscientos siete millones, trescientos setenta y cinco mil, en números redondos, veinticinco mil dólares arriba o abajo.
—Vaya, eso es un montón de dinero. ¿No?
—Cierto.
—¿Y si recortamos la nómina en un veinte por ciento?
—¿Cómo? ¿Con qué tipo de iniciativas? ¿Despidos generales?
—Exacto. ¿Cuánto ahorraríamos?
—Bueno, cuarenta millones, pero no sé cómo vamos a hacerlo. No me consta que haya episodios de ineficiencia en las situaciones laborales de los almacenes, y los sindicatos se pondrían como locos. Están todos afiliados a los Teamsters.
—Sé cómo tratar con ellos. Tienen una veta práctica.
—¿Estás hablando en serio? ¿El veinte por ciento? No lo sé, es una reducción muy grande, Charlie.
—El sector restauración está muy bajo, el volumen está muy bajo y no recuerdo que haya habido despidos.
—Puede ser, pero no he recibido ninguna notificación de que se produzcan negligencias en los almacenes.
—Bueno, pues las encontraremos. Hagamos la prueba.
—No lo sé, Charlie, de verdad. El veinte por ciento. Son mil doscientas personas.
La palabra «personas», en tanto que opuesta a los términos que habían estado usando, «nóminas» y «situaciones laborales», sacudió a Charlie por un instante.
—Es posible que tengas razón —dijo—. Es mucho. ¿Y un quince por ciento? Seguiríamos ahorrando treinta millones, ¿no?, y sólo estaríamos hablando de novecientos despidos, que son menos de mil. No parecerá tan drástico, y eso impresionará mucho al banco. ¿Sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque los bancos no soportan pagar dinero a los empleados. Para ellos, dar dinero, algo tan sagrado como el dinero, dar dinero a la gente para que se lo gasten en ellos mismos, casi es inmoral. Los despidos están en la longitud de onda adecuada.
El Genio enarcó las cejas y puso los ojos en blanco, pero no añadió nada. Miró por la ventanilla, y Charlie siguió su mirada. Allá abajo, en medio de una zona de huertas, se veía, en lo alto de una pequeña elevación, una casa con un larguísimo y serpenteante camino de entrada. El camino estaba jalonado por dos hileras de cornejos, plantados tan juntos que la abundancia de flores creaba dos espléndidos trenes blancos a lo largo de lo que debía de ser casi un kilómetro. ¡Dios! Mantener un lugar como ése debía de costar una fortuna y… ¡bang!… ¡uno podía perderlo todo sin ni siquiera darse cuenta!… ¿y qué sería entonces de esas magníficas enramadas?
Mientras el Genio seguía mirando por la ventanilla, Charlie contempló el cuadro de N. C. Wyeth de Jim Bowie, que le recordaba a sus padres y la casucha en la que había crecido… El condado de Baker era tan rural en aquella época que sólo había una única ciudad, Newton, lo bastante grande como para salir en el mapa de carreteras Esso… No eran muchos los lugares en los que podían trabajar los blancos pobres del condado de Baker, aparte de las plantaciones y la papelera. Su padre había trabajado en Ichauway, la plantación de Robert Wbodruff, el presidente de Coca-Cola, justo ahí, sobre el río Flint, y también en Termtina y en un par o tres de lugares más, en ninguno de los cuales permaneció durante mucho tiempo, antes de entrar a trabajar en la papelera. Así fue como perdió el índice de la mano derecha. Era el peor trabajo de Georgia. El simple hecho de ir a la papelera para ver a su padre era como asistir a un horrible espectáculo de feria con hombres sin dedos ni ojos. Un grupo de Teamsters trabajando en un almacén moderno por doce o catorce dólares la hora, con carretillas elevadoras para hacer las tareas duras, el reglamento de la Administración de Salud y Seguridad en el Trabajo y Dios sabía qué otras cosas… Croker Global Foods era un club de campo comparado con el trabajo de verdad. Veía aquella condenada papelera como si fuera ayer, y la oía, con las sierras y las troceadoras chillando y aullando, los géiseres de serrín arrojados por las cuchillas y las astillas volando y aquellos pobres cabrones deslomándose, entre ellos su padre. Algunos habían perdido un ojo y uno o dos dedos. Veía los lamentables muñones… ¡Ajá! ¿Era ésa la verdadera razón por la que se había acordado de su padre y la papelera… los dedos amputados? Sintió que apretaba los labios y se le enrojecía la cara sólo con pensar en aquel insolente hijoputa de la barbilla que le había hecho el gesto obsceno y había bromeado con lo de perder cuatro dedos en la guerra.
Había visto a hombres a los que les faltaban dedos, su propio padre, sin ir más lejos, y además él también había estado en la guerra… En los primeros años de la guerra de Vietnam, había obtenido el Corazón Púrpura y la Estrella de Bronce con una V de combate, y estaba dispuesto a apostar dinero a que el tipo listo de la gran barbilla nunca había servido en las fuerzas armadas. Haría que el Genio, Marguerite o alguien lo investigara. Estuvo tentado de decirle algo al Genio en aquel mismo momento sobre el hijoputa y sobre quién había vivido o no la experiencia del combate, pero se contuvo. Nadie quería escuchar historias de guerra de un viejo de sesenta años.
Los dos permanecieron en silencio un poco más, pensando. Justo entonces se abrió la puerta de la cabina de mando y apareció Lud Harnsbarger, el piloto jefe, que se dirigió a Charlie con una sonrisa:
—Bueno, Cap, ¿todo bien? A punto de iniciar el descenso.
—Sí, Lud, estupendo.
A Charlie le gustaba todo de Lud Harnsbarger. Procedía del condado de Cobb, cerca de Marietta, que pronunciaba «Me-retta». Era uno de esos muchachos de Georgia grandes, altos y rubios, que son al mismo tiempo delgados y fuertes, pero con una piel anglosajona tan gruesa y clara que no es posible ver ningún músculo realzado. Llevaba una camisa blanca de manga corta y una corbata azul marino con el logotipo de Croker Global bordado en nítidas hileras; el Sol encendía un matorral de vello rubio rojizo en sus grandes antebrazos. A Charlie siempre le gustaba eso, el modo en que aquel delicadísimo matorral de vello se iluminaba como caramelo hilado en los grandes y gruesos antebrazos de su piloto; aunque no era ésa la clase de cosas que pudiera comentar con nadie. Lud había pasado cuatro años en las fuerzas aéreas, pilotando aviones de transporte. Habría sido mejor pilotar cazas, pero lo importante era que se trataba de un buen muchacho tradicional de Georgia que había servido su temporada en las fuerzas armadas. A Charlie le gustaba el modo en que Lud lo miraba y le hablaba. Lud no lo adulaba, pero Charlie sabía que lo respetaba como… hombre, no sólo como patrón.
—Acabo de hablar con Durwood, Cap. El Range Rover se ha estropeado. Así que se viene a la pista con el Suburban. La tía Bella tendrá lista para cuando lleguen una sopa de col rizada con salchichas y algunos bollitos picantes.
—Bien, estupendo, Lud —dijo Charlie.
Y a continuación intervino Gwenette, que estaba junto a él.
—¿Quiere algo más antes de aterrizar, Cap?
—No, gracias —dijo Charlie.
—¿Y usted, señor Stroock?
El Genio negó con la cabeza.
Charlie tenía a la altura de los ojos las caderas y los antebrazos de Gwenette, y de nuevo se fijó en el modo en que se le marcaba la parte inferior del abdomen bajo la falda. Era bastante regordeta, pero tenía una piel maravillosamente tersa, perfecta. Parecía de leche, como la leche recién salida de las ubres de una vaca a la que se acaba de ordeñar. Nunca había reparado en ello. Era corpulenta… una verdadera chica de campo… De joven había sentido una vitalidad animal con esas chicas de campo culonas… algo maravilloso y vigoroso… La savia fluía que daba gusto… ¡Pop! Se obligó a abandonar aquella línea de pensamiento. ¿Qué demonios creía que estaba haciendo?
Supongamos que se ponía a conquistar Gwenettes. ¿Cuánto tiempo duraría aquello? ¿Veinticuatro horas? ¿Veinticuatro minutos? Y luego habría perdido a una buena azafata… Gwenette era rechoncha, como Martha… Una pequeña ola de culpa y remordimiento… Veintiocho años había estado casado con Martha… antes de Serena… ¡Dios! Serena… ni siquiera había cumplido los treinta y ya era dura como el cuero blanco… Fuerte como el cuero blanco… ¿Cómo demonios había aparecido en su mente esa expresión?… Su padre solía repetirla todo el tiempo… Nunca había logrado averiguar qué era aquello del cuero blanco…
Cerró los ojos, pensó en Peaches y esperó sentir un cosquilleo en los riñones. Tenía una teoría… Si uno perdía el instinto sexual, lo perdía todo, la energía, la audacia, la imaginación. Se mantuvo a la espera del cosquilleo… En vez de eso sintió una sacudida eléctrica en el plexo solar. ¿Y si pasaba? ¿Y si se lo quitaban todo? Podían acabar con él. Tenía sesenta años, y esa vez podían acabar con él… ¡por completo!
Desesperadamente, alzó de nuevo la vista hacia el mamparo, hacia Jim Bowie en su lecho de muerte… Un hombre muy valiente, más valiente que nadie, y que nunca se rindió… ¡Sí!… y unos minutos más tarde estaba más muerto que nadie, con una bayoneta mexicana clavada en el corazón. Y no cabía duda de que le quitaron todo cuanto tenía, incluyendo, de paso, su famoso machete curvo de doble filo.
Bajo el esternón, el corazón de Charlie Croker latía a toda velocidad, como si tuviera una cita urgente en algún otro lugar.
Lud ladeó el avión hacia el este. Se acercaban a Termtina. Allá abajo, hasta donde alcanzaba la vista… bosques de pinos tea recorridos por una profusión de flores blancas de cornejo… campos rojizos de juncias, que empezaban a verdear, intercalados con extensiones que ya tenían un verde brillante de junquillos, sorgo, centeno, avena, guisantes y maíz… arboledas de roble de Virginia, que empezaban a sacar hojas, de tal modo que aún podían verse las ramas y los troncos artríticos, así como las guirnaldas lanudas de guajaca entrelazándolos con inmensas y fantasmagóricas hebras grises… y, en medio de la lejanía, una marisma, más de tres mil hectáreas de marisma, reluciendo al sol en los lugares en que el agua se abría paso entre los cipreses, los tupelos, los densos matorrales de caña, acebo, cozolmeca y sabía Dios qué otras cosas… Incluso desde ahí, a aquella altitud, mirando por la ventanilla del avión, se adivinaba que era primavera y que la marisma… cobraba vida… Las ramas de los cipreses y los tupelos estaban cargadas de brotes a punto de estallar para convertirse en follaje…
Miró al Genio. El Genio también estaba mirando hacia abajo… a través de los marcos de titanio… Era incapaz de imaginar qué verían allá abajo esos lectores de códigos de barras… El exterior… hogar de insectos, serpientes y otros elementos irracionales e imprevisibles…
Probablemente no le provocaran nada, salvo una comezón en la piel… Charlie tuvo ganas de inclinarse sobre la mesa de tupelo, tomarlo por los hombros y decirle:
«¡Genio! ¡Mira! ¡Doce mil hectáreas, y todo cobra vida! ¡Está subiendo la savia! ¡Las crías rompen los huevos! ¡Germinan las semillas! ¡Nacen serpientes, cachorros, potros y bebés! ¡Tú te consideras realista… bien, pues la vida de verdad es eso, lo que ves ahí abajo!».
Entonces el G-5 viró de nuevo hacia el sur, fue descendiendo cada vez más, y Charlie vio los pálidos caminos de tierra a través de los pinos… vio los cobertizos… ahí… ahí… y allá lejos, en lo profundo de la plantación… los cobertizos que había construido para alimentar y cobijar a las mulas y los caballos durante las partidas de caza… Y entonces vislumbró las vallas blancas, parecía haber kilómetros y kilómetros, cercando el enorme claro para sacar a los caballos… cincuenta y nueve caballos, y había que sacarlos todos los días, y a algunos había que separarlos, no fuera que los alborotadores, en especial los sementales, se despedazaran a coces y mordiscos… Los pastos eran de aquel mismo verde brillante… ¡Y allí! ¡Dos potros, que no debían de llegar a las dos semanas, correteando!
No pudo contenerse por más tiempo.
—¡Eh, Genio! Mira allá. ¿Ves lo que te estaba diciendo, aquellos dos potros? ¡Apuesto a que no tienen ni dos semanas! ¡Creo que uno de ellos —cuno dellos— es de Primera Mano! La Casa Grande empezaba a distinguirse en medio de una arboleda de robles de Virginia, robles palustres, magnolias —algunas de las más viejas, de una treintena de metros de altura—, que dos meses más tarde darían lugar a tal imponente profusión de flores blancas que a veces viajaba a Termtina en mitad del verano sólo para contemplarla. La casa no era uno de esos palacios de estilo neoclásico con columnas jónicas y entablamientos construidos por los nuevos ricos de las plantaciones justo antes del estallido de la Guerra de Secesión. La Casa Grande de Termtina databa de principios de la década de 1830, con líneas bajas, porches amplios y umbrosos, revestimiento blanco de listones y ventanas de guillotina hasta el techo, de la época del verdadero Viejo Sur pre-bélico. No se alzaba sobre loma alguna, porque apenas había terrenos elevados en aquella parte del condado de Baker. ¡Y, sin embargo, qué impresionante era! El camino de entrada, una ancha carretera de tierra arenosa tan fina y pálida que casi la hacía parecer blanca, serpenteaba entre pinos a lo largo de más de un kilómetro antes de entrar en una avenida de robles de Virginia plantados tan cerca unos de otros que un mes más tarde crearían un túnel verde, frondoso, oscuro y fresco. A continuación, el camino desembocaba en una parte despejada y daba una gran curva rodeada de venerables setos de boj, frente a la casa. Los macizos de flores resplandecían de pelargonios de un rojo intenso, matas amarillas de arrayán, grupos violeta y malva de liriopes, clivias anaranjadas, membrillo japonés carmesí y amarillo, así como la flor que amaba por encima de las demás, la temprana rosa confederada, que en aquel momento, por la tarde, aún seguía blanca pero que al anochecer se volvería de un rosa intenso, llorando, según la tradición, la sangre vertida por los valientes muchachos confederados en la Causa Perdida.
Era impresionante… ¡impresionante! A Charlie se le hizo un nudo en la garganta.
El G-5 estaba en aquel momento más allá de la Casa Grande. Lud se acercaba a la marisma Jookers antes de virar y dirigirse por la ruta de aproximación hasta la pista de aterrizaje. Abajo y debido a que había pocas hojas en los árboles, se veían claramente los grupos de cipreses y los negros tupelos, cuyas enormes rodillas hinchadas aparecían justo por encima de la superficie del agua… Y surgiendo de ésta estaba la cabaña, una gran estructura blanca sustentada sobre pilotes y revestida de listones, que había construido como vivienda de invitados, con doce dormitorios… Coste: dos millones cuatrocientos mil dólares… ¡Oh, cómo había sentido entonces que nadaba en la abundancia!… en aquella época…
La pista de aterrizaje era una franja de asfalto abierta en un bosque de pinos. Medía un kilómetro y medio de longitud, para que pudiera aterrizar un reactor tan grande… Con las luces de la pista, el hangar de mantenimiento y su plataforma de estacionamiento asfaltada, los surtidores de combustible y las carreteras de acceso que había habido que construir, el conjunto le había costado tres millones seiscientos mil dólares. Pensó en ello mientras los pinos pasaban borrosamente por las ventanillas de ambos lados; se acercaron a la pista y tocaron tierra.
Cuando llegaron a la plataforma del hangar, los aguardaba Durwood con el gran Chevrolet Suburban, como había prometido. A su lado estaba Rufus Dotson, el capataz negro de los peones encargados del mantenimiento de la pista de aterrizaje y el hangar. En cuanto Charlie se levantó de la mesa de tupelo, advirtió que se le había anquilosado la rodilla derecha. No quería que lo vieran bajar por la escalerilla cojeando, ni siquiera Durwood o Rufus, pero no hubo nada que hacer. La rodilla le dolía tanto que tuvo que agarrarse al cable que hacía las veces de barandilla. Cuando llegó abajo, Rufus lo estaba esperando. Era un hombre pequeño y cuadrado, de unos cincuenta y tantos —o sesenta y tantos: Charlie nunca había sabido su edad con seguridad—, de piel oscura y cabello cano que sobresalía por los lados. Llevaba una gorra anticuada como de golfista, que le cubría la parte superior de la cabeza, que era calva. Se tocó la pequeña visera con el pulgar y el índice de la mano derecha, respetuosamente, y dijo:
—¿Cómo vamos, Captan Charlie? Deje le ayude.
Tendió la mano derecha, que era grande y fuerte. Llevaba una camisa de trabajo gris, de manga larga, de las que ya no se veían, con los puños abotonados, y unos vaqueros.
—No, estoy bien, Rufos —dijo Charlie, que prefería verse muerto antes de que lo ayudaran a bajar por las escaleras—, sólo sesta maldita rodilla mía, de jugar al fútbol.
Rufus soltó una risita gutural y dijo:
—No me tie cablar a mí del reuma, Captan Charlie.
¡Lo mío no es reuma, maldita sea, quiso replicar Charlie, lo mío es del fútbol!
Estaban rodeados por las frondosas y frescas sombras de los pinos, que superaban los treinta metros de altura, pero ahí, en la plataforma del hangar, la claridad era dolorosa. Charlie entornó los ojos. El aire llameaba sobre la pista de aterrizaje y las ondas calóricas se alzaban del asfalto. La contemplación de aquellos espejismos hizo que sintiera calor, cansancio y debilidad. Durwood se acercó lentamente desde el Suburban.
—¿Cay, Captan? —dijo—. Señor Stroock. Cada vez que Charlie veía a aquel hombre grandullón y oía su grave voz del condado de Baker, pensaba que constituía el prototipo de lo que habían sido los capataces en la época en que los capataces vigilaban la mano de obra que talaba pinos bajo aquel bochorno asesino en jornadas de diez o doce horas, no sólo antes de la Guerra de Secesión, sino durante sus buenas cinco décadas después de ella. Talar pinos era tan infernal como trabajar en la papelera, según lo que le había contado el tío Bud. Llevaba a los hombres hasta una situación tan extrema que los capataces dormían con la escopeta cargada junto a la cama. Ni por un instante dudaba Charlie de que Durwood habría podido vivir semejante vida.
Era, de arriba abajo, un cracker de Georgia completamente frío. Uno de esos hombres grandes cuyo aspecto se vuelve más amedrentador al llegar a la mediana edad, porque se han hecho más curtidos y han aprendido a ser malvados de forma premeditada, que es la forma más malvada de todas. Tenía aproximadamente la misma estatura que Charlie, poco menos de un metro noventa.
La cabeza y el cuello eran enormes, y todo en él parecía encorvado, los ojos, las mejillas, la nariz, la boca, lo cual le confería una cara permanente de pocos amigos. Se encorvaban los fornidos hombros, se encorvaba el enorme pecho y se encorvaba la barriga sobre el cinturón; una suerte de poder horrible e irresistible parecía alojarse en toda aquella carne. Llevaba una camisa caqui con las mangas arremangadas en los enormes antebrazos y unos holgados pantalones de sarga caqui cuyo dobladillo descansaba sobre el borde de un par de viejas y usadas botas de media caña que ya nadie usaba, ni siquiera en el condado de Baker, como protección contra las serpientes de cascabel, que solían atacar los tobillos. De sus grandes caderas colgaba una cartuchera y una pistolera de la que sobresalía la culata de un enorme revólver del calibre 45. El revólver era para matar serpientes.
—Cay, Durwood —dijo Charlie—, ¿era de Primera Mano potro ese quemos visto correteando desde laire?
Hizo la pregunta por decir algo, para que todos pensaran en otra cosa mientras él paso-cojera paso-cojera paso-cojera paso-cojera paso-cojera paso-cojera recorría los ocho o diez metros hasta el Suburban.
—Supongo quera, Cap —contestó Durwood—. Mire qué le digo. Sisted yel señor Stroock no tien todavía muchambre, no podíamo cercar porahí ante dir ala Armería. Nunque vistún potro tan grande, que tuviera do día.
De modo que los tres, Charlie, Durwood y Wismer Stroock, subieron al Suburban y se acercaron a los establos y el cercado en el que correteaba el gran potro de Primera Mano. Nada más bajarse del coche vieron a cinco o seis mozos de cuadra negros y dos australianos bajitos, Johnny Groyner, jefe de sementales, y Melvin Bonnetbox, su mamporrero[11], formando un semicírculo en un camino de arena blanquecina allá donde éste salía de entre la vegetación de sabales y los matojos de espiguillas al espacio abierto frente al establo. Tan absortos estaban en lo que estaban mirando que no se percataron de la llegada del Suburban con su capataz, Durwood, y el señor de Termtina, el Captan Charlie Croker.
A Durwood aquello no le sentó demasiado bien, sobre todo con su jefe recién llegado.
—¡Eh, sotro! —gritó—. ¿No socurre tra cosa cacer questar putapiñados bajeste sol de mil demonio?
«Puta piña» era una expresión que Durwood había sacado de Vietnam, donde se suponía que los soldados no tenían que formar grupos para evitar que una misma granada los aniquilase a todos.
Para sorpresa de Durwood —y de Charlie—, Johnny Groyner, un elfo de pecho ancho y barba anaranjada muy recortada, se volvió hacia ellos, se llevó el índice a los labios y con la otra mano hizo un gesto como diciendo: «Acercaos a ver esto».
De modo que Durwood, el Genio y Charlie, cojeando más que nunca, se acercaron y enseguida vieron qué ocurría. Al borde del camino, junto a un grupo de sabales y espiguillas, bajo el sol de mil demonios, se encontraba una serpiente de cascabel diamante del este, un ejemplar enorme, de unos dos metros como mínimo… inmóvil… aletargada…
Aquella criatura de sangre fría había encontrado un trozo calentito de camino arenoso al sol de un mediodía de abril… y se estaba embebiendo de calor, ajena al creciente número de espectadores. Era un monstruo, incluso para una región de Georgia famosa por el tamaño de las serpientes de cascabel. Era tan gruesa que se le veían en la piel los diamantes marrones grandes y pequeños perfilados en negro sobre un fondo de color habano. Los mozos de cuadra se mantenían alejados a una distancia respetuosa. Nadie se atrevía a acercarse a la cabeza. Las serpientes de cascabel no tenían párpados en las inquietantes ranuras verticales que hacían las veces de ojos, por lo que era imposible saber a ciencia cierta si estaba dormida o no.
Uno de los mozos negros, Sonny Colquitt, dijo:
—¡Cay, Captan Charlie! ¿Qué quie hacer con esta cabrona? ¿Quie que traiga una azada?
Se refería a una azada para cortarle la cabeza.
Charlie miró a Sonny. Luego miró la serpiente, que era un animal magnífico, y después se dio cuenta de que todo el mundo, incluidos Durwood y el Genio, lo estaba mirando a él, al Captan Charlie. De modo que le dijo a Sonny:
—Ve traerme un saco de croker.
Hizo un gesto en dirección al establo, y Sonny salió disparado hacia allá en busca de un saco de croker, que era el término local para referirse a un saco de arpillera.
Mientras Sonny estaba ausente, Charlie se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata. No le importó que le vieran las alforjas, porque no sabían su origen y, además, en el condado de Baker nadie se sorprendía por ver que un hombre sudaba. Su intención principal era que observaran bien el enorme pecho, la ancha espalda, el gran cuello. Con cojera o sin cojera, seguía siendo el Captan Charlie Croker.
Sonny no tardó en regresar con el saco y se lo entregó a Charlie, que lo sostuvo con la mano izquierda, entró en el semicírculo de mirones, justo entre el otro elfo australiano, Melvin Bonnetbox, y uno de sus nuevos empleados negros, Kermit Hoyer, y avanzó hacia la serpiente. Paso-cojera paso-cojera paso-cojera paso-cojera… caminó lo más lenta y silenciosamente que pudo… se detuvo junto a la fila de cascabeles… ocho… aún tenía el botón en la punta de la cola, o al menos lo parecía…
Se aproximó sigilosamente a la cabeza, y entonces sucedió algo extraño y maravilloso. El dolor empezó a desaparecer de la rodilla. Charlie se encontraba lo bastante cerca de la cabeza del animal como para ver su elegante forma de corazón y la siniestra pero hermosa máscara negra que le recorría la cara y los ojos. Y a continuación se colocó encima, con un pie a cada lado de la gran bestia somnolienta.
Sabía que se disponía a hacer algo insensato; pero también sabía que lo haría de todos modos. La única manera segura de proceder era encontrar una rama de árbol joven, convertirla en un palo ahorquillado e inmovilizar primero la cabeza contra el suelo; pero, si tenía que esperar hasta encontrar un palo ahorquillado, el animal se despertaría, volvería a meterse en el sotobosque, y todo el mundo se quedaría mirando al pobre, inútil, renqueante Captan Charlie. No, no había otra elección que el modo más insensato posible.
Dejó de oír los sonidos del mundo exterior. Un rumor, como el de una corriente, resonó en su cerebro.
Dejó de ser consciente de decirle a su cuerpo sexagenario lo que tenía que hacer. Se acuclilló, inclinó la cintura y…
… un destello blanco le llenó la cabeza, proyectó la mano derecha hacia abajo y atrapó la serpiente por el cuello a la altura de la base del cráneo. Con un movimiento único se incorporó y levantó el reptil del suelo, sosteniendo la cabeza frente a él con el brazo extendido. ¡Lo había hecho! ¡Lo había hecho bien! ¡La tenía justo por detrás de los colmillos! Un par de centímetros en cualquier dirección… un resbalar de los dedos… y la bestia le habría hundido los colmillos en el antebrazo… pero ¡lo había hecho!
La serpiente era en aquel momento unos dos metros de furia bestial que no paraba de contorsionarse.
Tenía la enorme boca bien abierta, mostraba los dos colmillos enderezados, que eran realmente como agujas hipodérmicas, y mordía el aire; de los colmillos salían grandes gotas de veneno amarillento, la bífida lengua negra se movía en todas las direcciones, y de la garganta surgía un sonido sibilante. El animal era más de dos metros de músculos, vértebras y costillas, cientos de costillas, literalmente, y no paraba de dar coletazos, hasta el punto de que Charlie se preguntó si sería capaz de seguir sujetándola durante mucho más tiempo. El cuerpo de la serpiente despidió un intenso olor a almizcle, como el de una mofeta, aunque en aquel momento a Charlie le pareció tan suntuoso como el incienso y la mirra. Sin embargo, por encima de todo, estaba el ruido de los cascabeles.
¡Todo lo llena el terror de un castañeteo!
La frase pertenecía a un poema sobre serpientes de cascabel —de un tal no sé qué Harte—, que Charlie había leído en el instituto. Era uno de los pocos poemas que había aprendido gustosamente de memoria.
Escucha el ave por el ruido abatida,
hacia el suelo como de bala caída;
con el ala rota, cae a plomo, gira.
¡Por el ruido abatida! Los caballos adultos, de una tonelada, se desbocaban al oír el terrible castañeteo de una serpiente de cascabel. Ese sonido parecía ser el detonante de un terror incorporado en el sistema nervioso de toda criatura poseedora de un sentido del oído, incluyendo, por encima de todas, el hombre.
Charlie se volvió y sostuvo el vibrante animal, en dirección a los integrantes del semicírculo; todos fueron retrocediendo, incluso Durwood, como si el increíble Captan Charlie estuviera a punto de echárseles encima y de meterle a alguien la serpiente venenosa por la tráquea.
En realidad, Charlie se preguntaba cuánto tiempo más sería capaz de sujetar al maldito bicho. Pocas veces pesaba una serpiente de cascabel más de dos kilos, pero aquélla sí, y se retorcía con unas contracciones y unos tirones tremendos. De todos modos, como sabía muy bien Charlie, no podía sacudirse como el látigo de una calesa, ni tampoco podía enrollársele alrededor del brazo. Sólo podía sacudirse de lado a lado, en un plano lateral, y, una vez perdido el contacto con el suelo, estaba desorientada. El Genio, que observaba a Charlie con torva satisfacción, se había alejado sus buenos siete metros. El que iba a vivir eternamente había hecho un cálculo mental instantáneo y había decidido que la proximidad del Chevrolet Suburban era mejor alternativa estratégica que cualquier otro lugar en la cercanía del blancuzco camino arenoso donde, castañeteando terror, una gigantesca serpiente daba sacudidas sujetada por su enloquecido jefe.
Charlie les mostró otra vez el terrible espectáculo de las enormes fauces que arrojaban veneno; luego, con un gesto de la mano izquierda, abrió el costal de arpillera y metió la cabeza de la serpiente hasta el fondo. A continuación, la soltó, sacó a toda velocidad la mano y el brazo del saco, ató con fuerza el cordón y sostuvo el costal en el aire. La arpillera se retorcía con furia, todo lo llenaba el terror de un castañeteo, y se veían los colmillos del animal acuchillando el poco apretado tejido y lanzando al aire chorros de una reserva aparentemente inagotable de veneno.
—Venga todol mundo —dijo Charlie con gélida voz de mando—, vamos parallá.
Se puso en marcha hacia el Terrario, que estaba a unos cincuenta metros del establo. Sostenía el saco de arpillera alejado del cuerpo, sujetándolo del cordón. Sabía de hombres que, por acercar demasiado el saco al cuerpo, habían sido mordidos por serpientes de cascabel. La tensión que debía soportar el brazo era considerable, pero no tenía la más mínima intención de pedirle a nadie que lo ayudara; y menos en aquel momento, después de haber llegado tan lejos. Con el rabillo del ojo vio que los demás formaban una titubeante fila tras él… con el Genio cerrando la marcha. Oyó a un par de mozos: «Aaaa jaaaa jáaaaa». Aquello le sonó a música.
La rodilla lo obligaba a cojear un poco, pero no notaba nada. Se sentía ligero. Como si flotara. Lo había hecho. Y estaba a punto… de hacer todavía más.
Tanto por dentro como por fuera, el pequeño edificio del Terrario era una verdadera joya, o así lo percibía Charlie. Por fuera, la forma octagonal, casi circular, los antiguos ladrillos rojos (buscados meticulosamente por Ronald Vine), las blancas molduras de madera y el tejado de gruesa pizarra recordaban aquellos edificios que Charlie había visto cuando estuvo en Virginia y visitó Monticello y el Williamsburg colonial. En lo alto, donde convergían los ocho lados del tejado, en lugar de una veleta o algo por el estilo, había una escultura de bronce que representaba a una serpiente de cascabel enroscada.
Dentro —y aquél había sido un verdadero rasgo de genio de Ronald Vine—, el diminuto interior del Terrario estaba forrado con lo que a primera vista parecía un papel pintado chillón, pero que enseguida se revelaba como pieles de serpientes de cascabel, abiertas, dispuestas verticalmente y tocándose, la una junto a la otra, de tal modo que creaban un enorme mural de escamosos y rugosos diamantes. La parte inferior de la pequeña sala octogonal tenía un ornamentado revestimiento blanco de madera en cuya parte superior sobresalía un ancho mostrador blanco en cuyo centro, en siete de las paredes del octágono —la octava estaba dedicada a la puerta—, había un gran acuario de vidrio, o mejor dicho, un terrario, que contenía serpientes vivas capturadas en los campos y las marismas de Termtina: crótalos, mocasines cabeza de cobre, mocasines de agua, corales… todas ellas venenosas y todas ellas mortales.
Eran muchos los empleados de Termtina, negros y blancos, a quienes ni siquiera les gustaba entrar en el Terrario. Su instinto era sensato: las serpientes había que evitarlas y si uno topaba con alguna, la mataba. Varios de los mozos creían que las serpientes eran agentes del diablo. Por ello la pequeña banda que siguió al Captan Charlie al Terrario se mostró tan callada como si hubiera entrado en una iglesia metodista.
Charlie llevó el saco a la pared más alejada de la entrada, hasta un terrario en el que seis enormes serpientes de cascabel, casi tan grandes como la del saco, se deslizaban las unas encima de las otras como si el propio diablo hubiera hecho su aparición en la Tierra bajo la forma de un viscoso ovillo móvil de curvas erizadas de colmillos y rebosantes de veneno acumulado. Sonny, Durwood, Kermit, Johnny y Bonnie, como llamaban a Melvin Bonnetbox… se quedaron rezagados. Aunque quien se quedó rezagado de verdad fue el Genio, que se aseguró de estar más cerca de la puerta que del terrario.
Charlie se pasó el saco de croker de la mano izquierda a la derecha y luego, sin pedir ayuda ni mirar a nadie, levantó un extremo de la rejilla metálica que cubría el terrario y acercó la boca del saco al borde de vidrio. A continuación alzó unos sesenta grados la parte inferior del saco. Las serpientes del fondo del terrario miraron la boca del saco y la mano y la muñeca desprotegidas de Charlie. A continuación empezó a aparecer por la boca del saco la cabeza de la serpiente recién capturada.
Aquella cabeza, aquellos colmillos y aquel veneno estaban a menos de un palmo de la mano izquierda de Charlie, que sostenía en alto la rejilla. Entonces el enorme cuerpo de la serpiente empezó a resbalar cada vez más hacia la boca del saco. De pronto la serpiente sacó todo el cuerpo, los dos metros, cayó entre sus hermanas en el fondo del terrario y se unió al ovillo móvil de deslizantes curvas.
Con extremada suavidad, Charlie bajó la rejilla y apartó el saco de arpillera. Por un instante permaneció inmóvil, contemplando las siete serpientes de cascabel del terrario. La mayor, la que acababa de llegar, el monstruo que había atrapado con sus propias manos, se deslizaba entre aquellas curvas mortales presa de una gran agitación.
Charlie retrocedió entonces medio metro y siguió mirando. Con el rabillo del ojo advirtió que los mozos, así como el Genio, se habían acercado para verla mejor.
Se metió la mano en el bolsillo y, sin que nadie se diera cuenta, sacó las llaves del coche. Contempló las serpientes durante unos pocos latidos más y de pronto arrojó las llaves contra el lateral del terrario. La furiosa recién llegada fue la primera en estrellar sus colmillos contra el vidrio en el punto donde aquéllas habían golpeado; las otras seis, de colmillos más aburridos, arremetieron contra el mismo punto una fracción de segundo después. Todos los presentes, salvo Charlie, retrocedieron de un salto, como lanzados por una explosión. Incluso Durwood; incluso Sonny; y el Genio, el que iba a vivir eternamente, a punto estuvo de salir por la puerta.
Charlie se volvió, los miró a todos, uno a uno, y luego, con la voz más tranquila imaginable, dijo:
—Chachos, ésta sí que suna serpiente de puta madre.
En el exterior, todos se dispersaron hablando animadamente; todos, menos el Genio, que se mantuvo apartado, con las manos en los bolsillos. Charlie se le acercó; había dejado de ser consciente de la cojera de la pierna derecha. Pasó un brazo por los hombros del joven y dijo:
—Genio, lo he estado pensando. Me he decidido. Vamos a hacerlo. Vamos a hacer una reducción del quince por ciento en la división de alimentos.
El Genio no se volvió hacia su jefe. Se limitó a asentir y mirar al frente. Tras los marcos de titanio, sus ojos de lector de códigos de barras estaban tan abiertos que parecían dispuestos a abarcar el mundo.
Charlie Croker casi se sintió entero otra vez.