29

Epicteto en Buckhead

La casa de los hermanos era tan antigua que sólo tenía un cuarto de baño, situado en el primer piso. Conrad estaba ante el espejo del lavabo, terminando de afeitarse, cuando sonó el teléfono. Difícilmente podía oír el timbre porque la casa sólo tenía un teléfono, que estaba en una minúscula habitación de la planta baja, un despacho, más o menos, casi sepultado por el pasmoso desorden de Hola Otra Vez. Para llamarlo, el hermano o la hermana tenían que salir al pasillo y ponerse a gritar.

En esa ocasión fue la hermana, que tenía un curioso modo de cantar su nombre haciendo más aguda la segunda sílaba:

—¡Con-NIE!

Se limpió la crema de afeitar de la cara y bajó a toda prisa por las escaleras. Siempre sabía quién llamaba: era su empresa, Carter Home Care. No pensaba darle el número a nadie más.

El despacho era en realidad un cubículo sin ventanas. El teléfono era negro, el primer teléfono negro que Conrad, un producto de los setenta, veía en su vida. Al otro lado de la línea, sin lugar a dudas, estaba su empresa, en la persona de una china o si no americana de mediana edad llamada Lucy Ng, que se pronunciaba «eng». Conrad sólo había estado en la oficina de Carter Home Care una vez, el día en que lo contrataron o, hablando con propiedad, lo incluyeron en su lista de asistentes, a quienes se pagaba según se les utilizaba. La compañía, que era una de las grandes empresas de asistencia a domicilio de Atlanta en términos de horas facturadas, parecía estar formada enteramente por Lucy Ng, su marido, Víctor, dos contables y tres secretarias, chinas todas ellas, que también respondían a unos teléfonos que no paraban de sonar, así como cinco ordenadores, en los que se hallaba almacenada la lista de uniformados empleados de Carter Home Care, desde enfermeras y fisioterapeutas titulados hasta espaldas musculosas, como la de Conrad. Víctor Ng había elegido el nombre de Carter porque pensó que transmitía a la compañía el aura del antiguo presidente Jimmy Carter: estadounidense, georgiano, señorial, augusto, cordial, consolador, digno de confianza y antiguo. La oficina estaba en un primer piso de la calle Spring.

Lucy Ng, con voz muy alegre:

—¡Connie! ¿Cómo estás?

—Bien, señora Ng.

Nunca la había oído tan feliz.

—¡No sé qué haces con la gente, pero están encantados contigo!

—¿De verdad?

—¡De verdad! ¡El señor y la señora Gardner dicen que has hecho muchísimo por ellos! A todo el mundo le gusta tu trabajo, pero la señora Gardner estaba entusiasmada.

—Son unas personas muy amables, señora Ng…

—¡Lucy!

—Lucy. Gracias. Haré gustoso cualquier cosa.

—Han dicho que eras valiente, Connie, pero no me han dado más explicaciones.

—Son viejos, señora… Lucy… y algunas cosas que uno hace en un momento a ellos les parecen muy difíciles.

—Bueno, en cualquier caso, Connie, tengo un encargo especial para ti… ¿Estás ahí?

—Sí.

—Necesitamos un asistente para un hombre que sale hoy del hospital y vuelve a su casa, un hombre de sesenta años, muy importante, muy influyente… ¿Estás ahí?

—Sí. ¿Quién es?

—Es un promotor inmobiliario muy grande, muy conocido. Acaban de operarlo, le han puesto una prótesis en la rodilla, y sufre grandes dolores. Vive en una gran casa en Buckhead. Se llama Charles Croker.

Conrad enseguida reparó en el nombre de Croker, pero aquel hombre era un promotor inmobiliario, no un distribuidor de alimentos al por mayor, de modo que no le dio más vueltas.

—Es un cliente muy importante para nosotros —prosiguió Lucy Ng—. Como dice el refrán: «Los grandes hombres tienen grandes bocas». Si su experiencia con nosotros es buena, nos será muy beneficioso.

—Comprendo —dijo Conrad—. Haré cuanto pueda.

Su reciente amiga, Lucy, se puso a describirle con lujo de detalles en qué parte de Blackland Road estaba la casa de Croker. Podía tomar la línea del MARTA hasta la plaza Lenox y luego el autobús 40 en dirección oeste en Paces Ferry Road Oeste y después otro en dirección norte en Northside Drive.

—¿No podría ir andando desde la plaza Lenox? —le preguntó Conrad.

—Podrías, pero hay un buen trecho y hoy hace mucho calor, y no quiero que llegues a casa de los Croker bañado en sudor. ¿Me lo prometes?

—De acuerdo, lo prometo.

Charlie se había convertido en un paciente taciturno, irritable y, desde el punto de vista de enfermeras, médicos y terapeutas, de lo más desagradecido. Al principio lo atribuyeron al MPC y el MRR. Llevaba el MRR, las siglas de «monitor de ritmo respiratorio», sujeto al pecho mediante un vendaje. En cuanto la respiración del paciente se volvía demasiado lenta, la máquina hacía sonar una alarma. A causa de los sedantes que le administraban, Charlie era capaz por fin de conciliar el sueño, por primera vez en meses y… ¡Brannnnng!… la alarma se disparaba. Aun así, pocos pacientes se habían quejado tanto de los cuidados recibidos y mostrado tan poca gratitud por la Misericordia de los arcángeles (los médicos, en especial Emmo Nuchols) y los ángeles (las enfermeras y los fisioterapeutas) como ese cascarrabias hijoputa de Charlie Croker. De modo que luego lo atribuyeron a algo común en los hospitales, a saber, que son siempre los grandes y autoritarios líderes de hombres quienes se convierten en los pacientes más horribles, malhumorados y paranoicos.

Ninguno de ellos parecía haber caído en la cuenta de que se encontraba profundamente deprimido. Le dijeron que si no ejercitaba más la rodilla, además de lo que lo hacía obligado por el MPC, corría el riesgo de que se formaran coágulos, coágulos que podían alojarse en los pulmones o el corazón. Bien. Que se formen los coágulos, se dijo Charlie. Así podré quedarme aquí, aislado durante un poco más de tiempo de los Roger White y los PlannersBanc de Atlanta.

En ese momento, Charlie, con sus ciento cinco kilos, estaba cabizbajo, con la espalda encorvada, en una silla de ruedas, mientras dos camilleros luchaban por subirlo por una rampa a una furgoneta alquilada, proporcionada por SaveWay Ambulance Service. Serena y el Genio permanecían de pie con expresiones que a Charlie le recordaban a los portadores de féretros. A pesar de los coágulos, la infección, la fiebre, la hemorragia, la flexión incompleta y otras afecciones patológicas, volvía a casa.

En términos estrictos, no había razón para que lo hiciera en silla de ruedas o en ambulancia. Emmo Nuchols se había opuesto, los fisioterapeutas se habían opuesto, las enfermeras se habían opuesto; y los que más, los camilleros que estaban empujando su humanidad rampa arriba. Todo el mundo lo había apremiado a usar la rodilla, a salir del hospital con unas muletas de aluminio, a que ejercitara la articulación, puesto que ése era el camino más corto para la recuperación tras la implantación de una prótesis de rodilla. Todos se habían dedicado a desinflar el anhelo más ferviente de Charlie, que era hundirse bajo su rodilla moribunda, quedarse sin sentido tras ella, abandonar la vida… hasta que la vida mejorara.

—Señor Croker —dijo una de las enfermeras, un primor de veintitrés años, llamada Stacey, que lo había acompañado hasta la furgoneta—, por favor, recuerde lo que le he dicho. ¡La única forma de ponerse bien es usar la rodilla! Por favor, haga los ejercicios. Si no los hace se le va a anquilosar y no podrá moverla.

Charlie se preguntó por un instante si una rodilla permanentemente anquilosada bastaría para mantenerlo fuera de servicio y permitirle permanecer fuera de la vista… pero enseguida comprendió que no bastaría…

—De acuerdo —dijo a la enfermera.

Las palabras sonaron como un gruñido y no la miró. En una vida anterior, no hacía tanto tiempo, se la habría comido con los ojos. Sin embargo, los deprimidos no se excitan.

—Charlie —dijo Serena—, voy a volver a casa en nuestro coche. Intentaré llegar antes que tú, pero de todos modos Jarmaine y Nina están ahí.

No había nada malo en lo que dijo, lo que no le gustó fue el tono. Era el tono de frustración y rabia contenida con que uno se dirige a un inválido incurable que insiste en cercenarnos el tiempo libre.

Otro cruce entre murmullo y gruñido:

—De acuerdo.

Los camilleros ya habían conseguido empujar a Charlie hasta el nivel del suelo de la furgoneta. Oyó la voz del Genio, fuera:

—Hasta luego, Serena. Tengo que volver a la oficina. Dile a Charlie que me dé un telefonazo si se le ocurre algo.

Y todo eso se lo tiene que decir a Serena. Como si me hubieran diagnosticado un Parkinson, una Corea de Huntington, una granulomatosis de Wegener o cualquiera de las enfermedades de las que he oído hablar ahí adentro.

Un enfermero se subió a la parte de atrás de la furgoneta y no paró de preguntarle, como se pregunta a un anciano muy débil, si todo iba bien.

En la casa de Blackland Road el jardín tenía la exuberancia del verano en Buckhead (al norte de Paces Ferry Oeste). Los árboles, los arces, los robles, los sicómoros, los abedules y los pinos formaban en lo alto una bóveda que producía abajo un resplandor verde oro. Los magnolios y el boj nunca habían tenido un aspecto más denso o brillante. Los fabulosos arriates de agératos, plumbagos, begonias y anémonas formaban ondas de color siguiendo las orillas del césped que proporcionaba el verde del suntuoso repecho verde de la casa.

Todo eso Charlie lo apreció en abstracto, pero no lo encontró gratificante en absoluto. Al contrario. ¿A qué venía tanto alarde por parte de su césped, sus árboles, su hierba, sus arbustos y sus flores cuando él se sentía tan deprimido? El deprimido anhela nubarrones, niebla, bruma, tiempo frío, aguaceros y granizo.

Con una buena cantidad de jadeos y forcejeos, el ayudante y el conductor del servicio de ambulancias SaveWay lograron subir la silla de ruedas y su carga de ciento cinco kilos por los dos tramos de escalones que conducían a la puerta delantera y luego cruzaron el umbral. Jarmaine y Nina habían abierto la puerta y esperaban con enormes sonrisas (totalmente falsas, pensó Charlie) y muchos «señor Croker».

—Cama preparada en biblioteca, como pide —dijo Jarmaine.

Los hombres de la ambulancia se dispusieron a irse, pero uno de ellos, el conductor, un hombre blanco delgado con una desviación de columna, el pelo prematuramente encanecido y el bigote más largo de un lado que del otro, se plantó ante la silla de ruedas y le dijo a Charlie:

—No es que quiera meter baza… —Pero la vas a meter, pensó Charlie—, vamos, no soy médico… —Aunque eso no te va a detener, pensó Charlie—… pero no creo que deba estar en la planta baja, señor Croker. He hecho mucha fisioterapia y le aseguro que subir y bajar esas escaleras —hizo un gesto hacia la majestuosa curva semiespiral de la escalera principal— es una de las mejores cosas que puede hacer por usted mismo. He trabajado con muchos pacientes…

—Gracias —lo interrumpió Charlie. Estaba inclinado en la silla de ruedas, con la cabeza hacia adelante; miró al señor Casi Médico con la mirada más malévola de la que fue capaz.

—No pretendía hacer un comentario fuera de lugar —dijo el hombre, que empezó a ponerse nervioso.

—Gracias —dijo un Charlie sin un atisbo de sonrisa en el rostro.

El hombre del bigote desigual se batió en retirada hacia la puerta principal.

Lo peor era que sabía que el hombre estaba en lo cierto; pero ¿qué sentido tenía? Recuperarse, ¿para qué? ¿Por qué hacer un montón de ejercicios y soportar un montón de dolor como si se dirigiera hacia algún futuro… cuando sabía perfectamente que no había futuro?

El deprimido se da cuenta de que todas las rutinas diarias implican una creencia en el Mañana y constituyen bromas crueles, porque el mañana ya no existe.

Mientras Jarmaine lo empujaba hacia la biblioteca, Charlie fue consciente de pronto de la fortuna —no sólo en dinero, sino también en tiempo y dedicación— invertida en la planta baja de esa casa. Dios del cielo. Dejó vagar la mirada. Jarmaine decía algo y Nina daba vueltas a su alrededor, como sólo Nina sabía hacerlo, pero Charlie no prestaba atención a ninguna de las dos. Sentía una pena enorme por sí mismo… un anciano llevado en silla de ruedas hasta su cama en la biblioteca. Un anciano de aspecto lastimoso que dejaba vagar la mirada con impotencia sobre sus bienes terrenales… Oh, Señor, el armario vitrina de madera de pterocarpo, el reloj dieciochesco del abuelo, que no procedía del abuelo de ninguno de los dos pero que costaba más de lo que cualquiera de los dos abuelos suyos había ganado en toda su vida de putañeo en los burdeles y la caza de ratas en los pantanos del condado de Baker, los… ¿cómo se pronunciaban?, ¿fotuis?… fauteuils[43], las telas de Como-se-llamen-los-ladrones-esos-de-Nueva-York, las lámparas de aquel lugar de Nebraska, los armarios… ¿cómodas Bombay, los llamaba Serena?… todos esos nombres se atropellaron en el cerebro de la pobre mole gastada que era Charlie mientras lo empujaban sobre una alfombra, un carísimo artículo introducido en Georgia del Norte por Ronald Vine, el decorador. Serena había experimentado por primera vez el éxtasis de disponer de un presupuesto ilimitado para comprar… cosas… objetos… trastos fabulosos… ¡Y qué disparate era todo! ¡Qué vana e insignificante era toda aquella celebración de… las cosas! Un día… ¡dentro de poco!… todos habremos desaparecido, y habrá gente hurgando entre todos esos… trastos… como gusanos… Al fin y al cabo, ¿qué son las antigüedades sino objetos por los que han pasado otros gusanos antes que nosotros? Y ¿qué era toda esa casa… en el sagrado Buckhead… sino un lugar que alquilaba hasta que el siguiente grupo de inquilinos, locos como él por vivir en Buckhead, se estableciera en el lugar?… ¡Un simple alquiler! Por supuesto, pensamos que hemos comprado esas cosas, pensamos que nos pertenecen. ¡Qué magnífica manera de autoengañarse! Si al coste de mantener un lugar como ése le sumabas los intereses perdidos, inmovilizando dos o tres millones de dólares en la llamada compra, el resultado era el alquiler. Sólo estás ahí por un tiempo corto. Sólo ocupas el espacio hasta que el cuerpo mortal se vuelve decrépito.

Tus hijos no van a seguir manteniendo este maravilloso lugar familiar. ¡No te engañes! Se irán a vivir con espantosas criaturas de su generación a algún tugurio de la parte vieja de Chicago, North Beach en San Francisco, TriBeCa en Nueva York, Coral Gables… No van a dedicar ni dos lágrimas pensando en el viejo caserón con todas sus… cosas… salvo para poner las manos en el dinero procedente de los nuevos gusanos deseosos de arrastrarse entre los restos. Debería aleccionar a Wally al respecto, contarle cómo era la vida… Debería… pero tenía la horrible sensación de que la brecha entre él y Wally era ya demasiado grande. Hacía mucho tiempo que había dejado atrás el punto en que habría rodeado con el brazo el hombro de Wally y mantenido con él una charla de hombre a hombre. Era ese maldito internado al que Martha lo había enviado, Trinian. Atiborraban a los pobres niños de corrección política y los convertían en unos blandengues. ¡Su propio hijo! Por Dios, en Termtina, la otra semana, Wally se había comportado como… un verdadero blandengue… como Herb Richman. Me mira como si fuera una especie de… bárbaro… Esos niños no tienen modelos. Sólo saben lo que eligen despreciar…

—Señor Croker, ¿va a la cama ahora?

Era Jarmaine. Había acercado la silla de ruedas hasta la cama de la biblioteca. La cama se veía horrible ahí. Ya la biblioteca tenía un aspecto bastante sombrío de por sí (algo en lo que no había pensado nunca antes), con toda esa madera tallada, a lo cual había que sumarle la vieja y anticuada cama con un armazón de metal pintado… Por Dios… le recordaba a Jim Bowie en su lecho de muerte justo antes de que se lo ventilaran los mexicanos con sus bayonetas… No sólo eso, sino que había un par de cosas que no había alcanzado a imaginar a la hora de dar las instrucciones para colocar la cama en la planta baja. El único cuarto de baño era el tocador, una pequeña exhibición de vacuidad pasmosamente cara que Ronald había creado con mármol, esmalte y latón. Era deslumbrante… y no tenía ducha, ni bañera, ni suficientes repisas para colocar todos los frascos de píldoras que le habían endosado, por no hablar de las demás cosas. Además, no había sitio para colgar nada, ni un albornoz ni ninguna otra prenda de vestir que pudiera querer llevar… Aunque ¿qué otra prenda de vestir podía querer llevar? Ninguna. Era un inválido, un inválido para siempre. Tenía a un asistente de enfermería, o lo que fuera, que acudiría para realizar por él todas las tareas físicas que su invalidez le impedía realizar. El asistente se encargaría de colgar el maldito albornoz.

De momento, iba a sentarse en esa gran butaca de piel. No tenía ganas de que ni Jarmaine ni Nina lo vieran forcejear con la ropa y ponerse la camisa de dormir. De modo que lo ayudaron a bajarse de la silla de ruedas, se hundió en la butaca y se puso a contemplar las estanterías de la biblioteca con una mirada desesperanzada y distraída. Lo cierto era que en ese momento la rodilla apenas le dolía. ¡Pero le dolería! ¡Le dolería! ¡Era su pantalla contra el mundo!

Tales eran sus pensamientos cuando llegó Serena. Le oyó decir algo a Jarmaine o Nina, aunque no supo qué, y luego oyó los afilados tacones de sus zapatos, tac-tac, taconear sobre el suelo de mármol del vestíbulo. Y entonces apareció en el hueco de la puerta de la biblioteca, se detuvo y se puso en jarras. Charlie bajó la cabeza como un niño culpable a punto de recibir una reprimenda.

—¡Charlie! ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te crees que estás haciendo? No has dado ni un solo paso desde que has llegado a casa. Acabo de hablar con Nina. Dice que has ido directo de la silla de ruedas a la butaca. ¡Ya sabes lo que te ha dicho Emmo! ¡Ya sabes lo que te han dicho los fisioterapeutas!

Lo que Charlie estaba pensando no tenía nada que ver con lo que Serena le decía. Lo único en lo que podía pensar era en… lo joven… que ella era. Dado que la iluminación era mayor en el vestíbulo que en la biblioteca, Serena existía principalmente como silueta, como una silueta de la Juventud… la alborotada corona de cabello… el largo cuello, recto y estrecho… los anchos hombros… la delgada cintura… el vestidito de seda que terminaba a casi un palmo de las rodillas, según una moda que sólo una joven con piernas perfectas se atrevería a seguir… y las suyas eran en verdad perfectas en todos y cada uno de los detalles, incluso en la forma atlética en que se estrechaban en la articulación de las rodillas… el garboso conjunto de las caderas… las curvas formadas por las pantorrillas… los pequeños nudos de sus tobillos… No podía verle los pechos porque la luz le daba por detrás, pero sabía muy bien que también eran perfectos… Lo sabía, pero no lo sentía, no lo sentía ni por un instante. Sabía muy bien que era impotente y que llevaba ya un tiempo siéndolo. Había tenido el cuidado de evitar cualquier situación que pudiera demostrarlo, pero sabía que lo era… un carcamal viejo y decrépito, eso era… Se estaba desmoronando, pero aún no había tenido la decencia de morirse. ¡Soy un cuerpo que se pudre… y ella es la viva imagen de la Juventud! Y nunca cuidará de mí. Oh, no.

—Charlie, ¿estás con nosotros? ¿Me escuchas?

La impecable silueta volvió a colocar los brazos en jarras en los declives de sus caderas perfectas.

—Sí —respondió Charlie—, sólo que estoy un… un… un poco cansado después de este trayecto.

El niño arrepentido acercó aún más la barbilla a la clavícula. Ya no pensaba en su propia regla; a saber, que un jefe nunca da explicaciones a subordinados ni a mujeres. Era un niño que no gozaba de buena salud.

—¿Cansado? —dijo la silueta—. ¿De qué? ¡No has movido un músculo en toda la mañana! ¡Charlie… tienes que ponerte las pilas! ¡No puedes hacerte esto!

Charlie no dijo nada. Sabía que era capaz de aguantar aquel chaparrón. Serena se cansaría del Inválido, hiciera éste lo que hiciera. En cuestión de minutos, no de días. Se convencería a sí misma de que le resultaba del todo esencial salir de compras, tanto si él flexionaba su miserable rodilla como si no lo hacía.

Sonó el timbre de la puerta principal; Serena se volvió en el acto y regresó al vestíbulo para abrir. ¿No lo estaba diciendo? No espera a que vayan Jarmaine o Nina. Va a abrir ella. Cualquier excusa es buena para alejarse del Inválido.

La oyó conversar con alguien, pero no logró oír lo que decía, salvo el «Pasa».

Conrad quedó atónito. Era la mujer más hermosa que había visto nunca y no parecía mucho mayor que él, si es que lo era. Llevaba un vestido verde manzana con arremolinados motivos florales, una prenda hecha con una ligera tela vaporosa y tan corta que daba la impresión de que sólo una capa de niebla ocultaba, aunque sólo a medias, un cuerpo joven y grácil. La boca exhibía una extraña sonrisa divertida. ¿Divertida por qué?

Se sintió tremendamente cohibido. Qué mortal tan insignificante era, plantado ante aquella casa y aquella hermosa mujer, con el uniforme de Carter Home Care, el polo blanco con el logotipo verde en el bolsillo delantero, los pantalones de lona con el ribete verde a lo largo del lateral de las perneras, los zapatos blancos de piel de imitación.

—Hola, soy Con… —Vaciló. Había estado a punto de decir «Conrad»—. Soy Connie DeCasi. De Carter Home Care.

—Ah, sí —dijo—. Pasa. —Abrió la puerta mosquitera y, cuando él entró dos o tres pasos, añadió—: Soy Serena Croker.

Conrad dio por sentado que era la hija del anciano o la nuera. Le devolvió la mirada para agradecerle la presentación y enseguida la desvió, por temor a que pareciera que quería contemplarla, lo cual era cierto. Se encontraba en un vestíbulo enorme.

La hermosa joven le hizo una seña de que la siguiera. Lo condujo hasta una puerta lateral y, justo antes de entrar, dijo:

—Mi marido va a quedarse aquí de modo provisional.

Mi marido… ¿tenía que interpretar aquello como que esa estupenda joven era la esposa del hombre de sesenta años llamado Croker?

De pronto alzó la mano en un gesto que significaba «Alto», y luego hizo un movimiento para indicar que se alejara de la puerta. En voz baja prosiguió:

—Lo más importante que puedes hacer por mi marido es estar a su lado, con un ojo encima, y ayudarlo si quiere moverse, ducharse o cualquier otra cosa. Tiene sus momentos de mal humor. Ahora mismo está bastante deprimido. No se quiere mover para nada, ni siquiera para hacer la terapia. Pero es un testarudo. Dentro de nada va a querer lanzarse escaleras arriba y abajo. A lo que más temo es a las escaleras y a la ducha. No quiero que se caiga. Ahora mismo ni siquiera tiene una ducha a mano. Ya le dije que no pusiera la cama en la biblioteca. Ahí no hay ni ducha ni bañera. Pero es un testarudo. No me sorprendería que esta noche ya haya cambiado de idea.

—Entiendo —dijo Conrad, mucho más consciente en realidad del perfume de la mujer.

—Otra cosa —añadió ella—. Si se pone revoltoso y se empeña en hacer alguna tontería, grítale. Es la única manera de que preste atención. No sirve de nada utilizar la lógica para convencerlo.

—Haré lo que pueda —dijo Conrad.

Por alguna razón no se atrevía a mirarla a los ojos. Mantenía la vista dirigida a la zona de la boca y la nariz.

Lo llevó de nuevo a la entrada. Mirara a donde mirara… revestimientos majestuosos y lúgubres, estanterías, molduras de caoba y libros a juego, encuadernados en piel, que parecían comprados por metros. Había un globo terráqueo enorme que llegaba hasta la cintura, montado sobre un soporte de madera oscura con incrustaciones de otra madera más clara. Un instante después Conrad vio la cama, colocada de un modo extraño en medio de la habitación. Sólo entonces vio al corpulento viejo. Estaba desplomado en una butaca de cuero. El viejo ni siquiera lo miró hasta que su joven esposa se acercó a él y dijo:

—Charlie, ha llegado el…, eh, el joven de Carter… ¿te acuerdas? Ha venido a ayudar.

Entonces miró a Conrad con cierta incomodidad. Él tardó un momento en darse cuenta de que ella no había retenido su nombre.

—Soy Connie DeCasi, señor Croker —dijo—. Pero, por favor, llámeme Connie.

Nada. El viejo mira el suelo por entre sus rodillas, pensando al parecer en algo desagradable y a mil kilómetros de distancia. Conrad pensó que debía de estar senil. Aunque en ese momento levantó la cabeza y dijo:

—Bueno, Connie, voy a meterme en la cama. ¿Podrías echarme una mano?

—Claro.

—Por favor, Charlie —dijo su esposa—, no salgas de una cama en el hospital para meterte en una cama aquí. Se supone que tienes que hacer ejercicio. Lo sabes.

—También sé otra cosa. Estoy cansado.

Sonó más a «asado» que a «cansado».

—En fin, me temo que mi marido está con un humor difícil, Connie. Te deseo buena suerte. —Intentó que sonara intrascendente, sin conseguirlo del todo.

—¿A quién lo han operado aquí de la rodilla? —dijo Charlie Croker, fingiendo también un tono intrascendente, aunque cualquiera podía darse cuenta de que echaba chispas.

Serena Croker abandonó la habitación y ellos dos quedaron a solas.

—Ayúdame a levantarme de esta butaca, hijo —dijo el viejo—. Esta rodilla mía me duele una cabronada.

—¿Qué rodilla es? —preguntó Conrad.

—La derecha.

—Muy bien —dijo Conrad, situándose a la izquierda del viejo—, voy a poner las dos manos debajo de este brazo —el brazo izquierdo del viejo—, y usted se agarrará de mi brazo por aquí —Conrad indicó su antebrazo izquierdo— con la otra mano y a la de tres los dos empujamos para arriba.

El viejo pasó la mano por el antebrazo de Conrad y éste dijo:

—Una, dos… tres.

El viejo se levantó con una mueca de dolor a causa de la rigidez de la rodilla. Conrad lo sostuvo hasta que consiguió mantenerse en equilibrio.

—Páseme el brazo por encima del hombro —dijo—. Así no tendrá que apoyar la pierna derecha y podremos acercarnos a la cama.

La cama, que sólo estaba a tres pasos.

Mientras el viejo se apoyaba sobre Conrad y renqueaba, dijo:

—No pensaba que pudieras hacerlo.

—¿Hacer qué, señor?

—Levantarme. Peso ciento cinco kilos. Debes de tener mucha fuerza en los brazos.

—La mitad de la fuerza la ha hecho usted, señor Croker, no lo olvide.

Con una considerable cantidad de bufidos y quejidos, además de la ayuda de Conrad, el señor Croker logró meterse en la cama. Suspiró profundamente y se hundió en el cojín, apuntando al aire con la mejilla.

—¿Quiere que le traiga el periódico o alguna cosa, señor? —preguntó Conrad.

Un prolongado «Nooooooo». El viejo mantenía los ojos cerrados. Conrad no tenía idea de lo poco que interesaba a una persona deprimida la prensa diaria.

—Muy bien, estaré aquí si me necesita, señor Croker —le dijo Conrad.

Ninguna respuesta.

Conrad se sentó en una silla de respaldo recto cerca de la entrada, donde llegaba suficiente luz del vestíbulo para leer, y abrió Los estoicos.

Epicteto dijo:

—¿El cuerpo lo tenéis libre o esclavo?

Uno de sus discípulos respondió:

—No lo sabemos.

—¿No sabéis que es esclavo de la fiebre, la gota, la oftalmia, la disentería, el tirano, el fuego, el hierro y todo lo que es más fuerte?

—En efecto, es esclavo.

—Entonces, ¿cómo puede ser libre de trabas algo del cuerpo? ¿Cómo va a ser grande o valioso lo que es por naturaleza cadáver, tierra, barro? Entonces, ¿qué? ¿No tenéis nada libre?

—Quizá no tengamos nada.

—¿Y quién puede obligaros a asentir a lo que parece falso?

—Nadie.

—¿Y quién a no asentir a lo que parece verdadero?

—Nadie.

—Aquí veis, por lo tanto, que en vosotros hay algo libre por naturaleza. Desdichados, cultivad eso, ocupaos de eso, buscad ahí el bien.

Conrad dirigió la vista hacia el viejo señor Croker. Se moría de ganas de leerle aquel fragmento. ¡El cuerpo! ¡Esclavo de toda clase de cosas, incluyendo los médicos y sus cuchillos! ¿Cómo puede lo que está muerto por naturaleza, la tierra y el barro, ser grande o precioso? Sin embargo, resistiría el impulso. ¿Qué podía significar la sabiduría de Epicteto para un viejo y endurecido promotor inmobiliario?

Charlie entreabrió los ojos lo suficiente para inspeccionar la biblioteca y descubrir sus ocupantes. Serena se había ido. Bien. Nina y Jarmaine se habían ido. Bien también. Sólo estaba ahí el chico del servicio de asistencia a domicilio. Magnífico. El chico no lo conocía y no había forma de que lo juzgara por «no ser él».

Estaba sentado junto a la entrada, bañado en la luz del vestíbulo, leyendo un libro. ¡Menudo par de brazos!, pensó. Los antebrazos son enormes, los antebrazos y las manos. Me ha levantado de la butaca… ¡Qué época cuando tienes esa edad!… ¿cuánto?… ¿veinte?… ¿veintiuno?… y tu constitución es la de un toro… un toro de Jersey… Pero no parece que este chico haga culturismo. Esos músculos son los de alguien que los ha conseguido a fuerza de trabajar. ¿Qué lleva en el anular de la mano izquierda? Parece una grieta. Se le clava en la carne. ¿Un anillo? ¿Una alianza? ¡Qué importa! No importa, es educado y no te acribilla a preguntas.

Charlie sentía curiosidad, a pesar de sí mismo. ¿Cómo acababa un joven en un trabajo como ése? Volvió la cabeza hacia el chico, abrió los ojos y dijo:

—Dime… ¿questás leyendo?

—¿Señor?

El chico pareció sorprendido y cerró el libro.

—¿Questás leyendo? —Su voz sonó muy cansada.

—Un libro que se llama Los estoicos, señor Croker.

—Ah… ¿De qué trata?

—Es todo lo que escribieron los filósofos estoicos o todo lo que dijeron y otros escribieron. Las dos cosas.

—Mmmmm. ¿Es interesante?

—Para mí, sí, señor Croker.

—¿Qué es lo interesante?

—Bueno, la mayoría de las filosofías… o por lo que sé de ellas… y no es que sepa mucho, señor Croker… ¿de verdad quiere que se lo cuente?

—Sí, dime por qué es interesante. —Charlie se las arregló para mover su cuerpo y apoyó la cabeza contra la cabecera, de modo que no hablaba desde una almohada.

—Bueno —dijo el chico—, la mayoría de las filosofías dan por sentado que eres libre, que tienes todas las posibilidades y que es como si pudieras construir tu vida como quieras.

El chico dudó, así que Charlie le dio una pequeña muestra de aliento.

—Sigue.

—Los estoicos dan por sentado lo contrario. Dicen que en realidad tienes muy pocas elecciones. Que probablemente estés atrapado en alguna situación, cualquier cosa, desde estar dominado por alguien a ser esclavo, estar enfermo o encarcelado. Dan por sentado que lo más probable es que no seas libre.

—¿Qué eran? —preguntó Charlie—, ¿griegos?

—Eran romanos —respondió el chico—, aunque uno de ellos, Epicteto, era un griego que vivió en Roma.

—¿De cuándo son?

—De la época de Nerón. El siglo I.

Lo que había calado en la mente de Charlie era «probablemente atrapado en alguna situación».

—Oye, dime una cosa, ¿te consideras estoico?

—Sólo estoy leyendo sobre ellos —dijo Conrad—, pero me gustaría que hubiera hoy alguien en algún sitio, alguien al que acudir, como los discípulos acudían a Epicteto. Hoy en día la gente piensa que los estoicos, bueno, que son gente que aprietan los dientes y soportan el dolor y el sufrimiento. Pero no es así en absoluto. Se muestran serenos y seguros ante cualquier cosa que les puedas echar encima. Si le dices a un estoico: «Mira, vas a hacer lo que te digo o te mato», te mirará a la cara y te contestará: «Haz tú lo que tengas que hacer, y yo haré lo que tenga que hacer… y, por cierto, ¿acaso te he dicho alguna vez que era inmortal?».

—¿Y te gustaría ser así? —preguntó Charlie.

—Pues… sí.

Charlie advirtió que el chico sentía que había dicho demasiado.

—De acuerdo —dijo—, supongamos que alguien se encuentra ante un dilema. Si elige una cosa, gana algo valioso, pero pierde algo que a lo mejor es aún más valioso. Y al revés. Si elige lo otro, tiene el mismo problema. Gana algo valioso y pierde algo que a lo mejor es aún más valioso. ¿Qué dice de todo esto tu estoico?

—Bueno, para él, para el estoico… ¿seguro que no le estoy hablando del estoicismo más de la cuenta? La verdad es que no soy experto en el tema. Sólo he leído un poco.

—No, no, no —dijo Charlie—. Por favor, sigue. Te aseguro que es muchísimo más interesante que soportar conferencias sobre prótesis de rodilla, ser un buen paciente y lo importante que es hacer la fisioterapia. Son ellos los que te dicen que aprietes los dientes y te aguantes. Para ellos es muy fácil decirlo. Bueno, ¿qué dice tu estoico de los dilemas?

Una expresión de incomodidad apareció en la cara del chico, que, tras vacilar por un instante, respondió:

—Para un estoico no hay dilemas. No existen.

—¿Cómo que no existen?

—Voy a intentar ponerle un ejemplo, señor Croker. ¿Seguro que le interesa oír todo esto?

—Sí, sigue. Me interesa.

—Bueno —dijo el chico—, había un estoico famoso llamado Agripino. Un día… pasó en Roma, en la época en que Nerón era emperador, hacia el año 95… A Nerón le encantaba humillar a los romanos importantes ordenándoles disfrazarse y hacer el ridículo en las obras de teatro que él escribía. Así que un día un famoso historiador romano llamado Floro llega a la casa de Agripino, sudando y temblando, y le dice a Agripino:

—Ha pasado algo terrible. Me han ordenado aparecer en una de las obras de Nerón. Si lo hago, me veré humillado ante todas las personas que me importan en Roma. Si no lo hago, me matarán.

—He recibido la misma orden —dice Agripino.

—¡Dios mío! —dice el historiador—, ¡tú también! ¿Qué vamos a hacer?

—Tú, ir y actuar en la obra —responde Agripino—. Yo no voy a ir.

—¿Por qué yo sí y tú no? —pregunta el historiador.

—Porque tú te has planteado la pregunta.

—Por Cristo —dijo Charlie—. Eso es…

Aunque decidió no acabar el pensamiento.

—Puedo darle otro ejemplo de la vida del propio Epicteto.

—Bien —dijo Charlie.

—Pero si hablo demasiado, dígamelo —pidió el chico.

—No, me interesa.

—¿Seguro?

—Seguro. Sigue.

—Bueno, después de Nerón el emperador fue Domiciano, y en su opinión los filósofos, sobre todo los estoicos, sólo servían para crear problemas. Así que lanzó un ultimátum. Todos los filósofos romanos tenían que afeitarse la barba… las largas barbas venían a ser algo así como un emblema de los filósofos… o te cortabas la barba, que era como decir: «Renuncio a ser filósofo», o te mataban o te enviaban al destierro. Una delegación del emperador va a comunicar el ultimátum a Epicteto, pero él no dice: «Lo pensaré». Lo que dice, ahí mismo, es: «No pienso afeitarme la barba». Y ellos le contestan: «Pues entonces te ejecutaremos». Epicteto se echa a reír y dice: «¿Estáis hablando de este cuenco de barro y este cuartillo de sangre que es mi cuerpo? Adelante. Sólo lo he recibido prestado por un tiempo».

—Muy bien —dijo Charlie—, ¿y qué les paso?, a ¿Epí… peto…?

—Epicteto.

—¿… y Agripo?

—Agripino.

—A esos valientes que mandaron a las autoridades a la mierda. ¿Qué les pasó?

—Es curioso —dijo el chico—, o me parece que lo es. Ambos resistieron a las autoridades con la cabeza bien alta, sin transigir, y ninguno de los dos fue ejecutado. A los dos los enviaron al exilio, lo que en aquella época era un castigo terrible, pero nadie, es lo que creo, claro, nadie quiso cargar con la muerte de unas personalidades tan poderosas.

Charlie permaneció inmóvil durante unos instantes, intentando encajarlo todo en su situación. Y si mandaba a la mierda a todos los que lo estaban presionando, al banco, al abogado de Fareek Fanón, ¿cuál sería el resultado? La única respuesta realista que se le ocurría a esa pregunta era… la desolación más absoluta… un Captan Charlie deshonrado sin nadie que obedeciese sus órdenes… y, sin embargo, quería saber más.

—A ver, quiero preguntarte una cosa, Connie…

De pronto Serena entró en la habitación. Nerviosa, cerró la puerta de la biblioteca, pasó junto al chico, Connie, y se acercó a la cama de Charlie.

—Charlie —dijo—, ¿estás bien?

—Sí, más o menos —respondió Charlie.

—Charlie, hay un hombre que no para de llamar. Dice que es abogado y está empeñado en que tiene que verte. Se llama…

—Roger White —dijo Charlie con voz cansada.

—Eso es. ¿Qué le digo?

—No le digas nada. Que Jarmaine conteste al teléfono.

—Muy bien —dijo Serena con cierto aire enajenado—, pero insiste en que tienes que darle una respuesta pronto. Y no para de insistir. ¿Una respuesta sobre qué, Charlie?