En su pequeño desván del viejo Chamblee, a Conrad no le hacía falta un despertador para levantarse a la hora por la mañana. La única ventana, la buhardilla, daba al este y no tenía cortina. A las cinco y media la luz ya entraba a raudales, incluso en los días nublados. En los soleados, como aquél, el Sol atravesaba el túnel de la ventana igual que un chorro, iluminando ese o aquel heterogéneo montón de libros, revistas, baratijas y gastados muebles por el suelo.
Conrad se quitó de encima la colcha enguatada, se dispuso a levantarse, bostezó, aspiró una infausta bocanada del agrio e imborrable olor a fuego de carbón, estufa de queroseno y quinqué, se sintió descorazonado y siguió ociosamente el camino del chorro de luz. Éste iluminaba una vieja estantería de madera de arce. Sus tres anaqueles estaban repletos de libros viejos, en su mayor parte sin la sobrecubierta. Encima se encontraba su uniforme de Carter Home Care, un polo blanco con el logo verde de Carter sobre el bolsillo delantero izquierdo y unos pantalones de lona blancos con un delgado ribete verde en el lateral de cada pernera. No había armarios en el segundo piso y era difícil encontrar superficies vacías en algún lugar de la casa. En calzoncillos, se sentó en el borde de la cama y bostezó otra vez. Bien, aquél sería su cuarto encargo para Carter. Iba a pasar el día con una pareja de ancianos llamados Gardner en una parte de Atlanta que se llamaba Cabbagetown. Según le habían dicho en las oficinas de Carter, el hombre tenía paralizada la mitad izquierda del cuerpo a causa de una embolia. La mujer padecía del corazón y no podía estar de pie mucho más de media hora seguida. Muchas tareas cotidianas —mover una silla, comprar comida— estaban más allá de su alcance. A él sólo le pagaban siete dólares la hora (Carter cobraba doce al cliente), pero se las arreglaba con eso.
Una de las mangas cortas del polo colgaba sobre el borde de la parte superior de la estantería. Daba lo mismo, en realidad, pero ofendía su sentido del orden. Se levantó, estiró un brazo hacia ella… y entonces se detuvo, presa del asombro. Tras la manga, en el estante de arriba, metido de modo horizontal sobre la hilera de libros, se encontraba un libro azul oscuro, desprovisto de sobrecubierta, con unas letras descoloridas estampadas en el lomo: Los estoicos.
La mano le tembló con violencia. Tales milagros nunca… había algún…
El libro estaba metido tan apretado que al principio no consiguió moverlo. De modo que colocó la palma de la mano izquierda contra la parte superior de la estantería y tiró del libro con la derecha. Tuvo que recurrir a toda su fuerza, pero al final lo sacó. Le temblaban las manos. Cerró los ojos antes de abrir el libro, por temor a que aquello sólo fuera una broma terrible, o la novela que había querido en un principio (El juego de los estoicos), o sabía Dios qué. Como el carcelero le había arrancado la cubierta del libro en Santa Rita, no tenía ni idea de cómo era la encuadernación. Abrió el libro, buscó la portada… ¡y ahí estaba! Con el mismo tipo de letra, que habría reconocido como si fuera su propia cara: «LOS ESTOICOS. Escritos completos existentes de Epicteto, Marco Aurelio, C. Musunio Rufo y Zenón». Muriéndose de ganas de gritar de alegría, pasó las páginas… ¡Epicteto!… ¡justamente donde se suponía que tenía que estar!… Conrad abrió la sección de Epicteto al azar y leyó:
Un discípulo preguntó:
—¿Y cómo es posible que viva sereno uno que nada posee, desnudo, sin casa ni hogar, escuálido, sin esclavos, sin patria?
Epicteto dijo:
—Mira, la divinidad os ha enviado al que muestra con hechos que es posible. Vedme, no tengo casa, ni patria, ni hacienda, ni esclavos; duermo en el suelo, sólo tengo la tierra, el cielo y una mala capa. ¿Y qué me falta? ¿No vivo sin penas, sin temores, no soy libre? ¿Acaso alguno de vosotros me ha visto con mala cara? ¿Cómo trato a ésos a quienes vosotros teméis y admiráis? ¿No los trato como a esclavos? ¿Quién, al verme, no piensa que ve a su propio rey y señor?
Conrad sostuvo el libro con ambas manos y sintió como si una corriente fluyera por los brazos y se difundiera por todo el cuerpo. «Mira, la divinidad os ha enviado al que muestra con hechos que es posible». Se echó a reír, pero se obligó a parar, por temor a que sus nuevos caseros, que se encontraban abajo, en algún lugar, creyeran que estaba loco. ¡El libro! ¡El texto! ¡Iluminado por el rayo de luz, en la buhardilla de Hola Otra Vez! ¿Acaso había señal más clara de que todo aquello, el terremoto en Santa Rita, el ejército de Mai, Lum Loe, el viaje a través del país hasta esa pequeña localidad de la que nunca había oído hablar, Chamblee, era un designio de Zeus? ¿Por qué razón? Para enviar un mensajero que muestre con hechos que es posible. ¿Que qué es posible? ¡Servir a Zeus! ¿Hablar en nombre de Zeus? Había sufrido dolores terribles, pérdidas terribles, pero ¿qué eran? ¡Las pruebas de Zeus! ¡El entrenamiento de Zeus para las tareas que tenía por delante!
Cuando bajó a la cocina, Conrad iba vestido con el uniforme de Carter Home Care, incluyendo un par de zapatos de piel sintética blanca. En una mano llevaba Los estoicos. El hermano, con una larga camisa de dormir y un viejo albornoz de algodón que cubría su gran mole, estaba en la cocina preparándose toda una sartén de manzanas fritas.
—Buenos días.
No lo oyó. El ruido de las manzanas al freírse.
—¡BUENOS DÍAS!
—¡Oh, Connie! No me había dado cuenta de que estabas aquí.
—Me voy a trabajar, hermano, pero quería enseñarte este libro. Lo he encontrado en mi cuarto. Me gustaría comprarlo.
El hermano dejó la sartén, tomó el libro y miró el lomo.
—Los estoicos —Luego miró a Conrad—. Es sobre vosotros los zeusianos, ¿eh, Connie?
Conrad sonrió con timidez y respondió:
—Así es.
—Bueno, mira lo que voy a hacer —dijo el hermano—, te propongo un trato. Puedes quedarte con el libro si me limpias el sótano cuando vuelvas del trabajo.
Dado el caos de los pisos superiores, a Conrad le dio miedo pensar en el estado del sótano. Sin embargo, ningún precio era demasiado elevado.
Charlie había perdido la noción de la hora que era.
Estaba tumbado de espaldas, con los ojos cerrados, contemplando películas tras los párpados y abandonándose a ensoñaciones diurnas en las que ocurrían cosas, cosas inocuas, en lugares extraños… un despacho de guardacostas en Sea Island, un dispensador de agua vacío, un joven levantando la enorme garrafa, teñida de aguamarina… y, sin embargo, sabía que no estaba dormido de verdad. Se notaba la rodilla gigantesca, y no dejaba de palpitarle. Y entonces… ¿qué fue?… ¿una sombra cruzando la película de sus párpados?… ¿un sonido?… fue consciente de que había alguien de pie junto a la cama. Abrió los ojos…
Un negro, un negro de piel clara, vestido de punta en blanco… una camisa rayada de cuello alto que hacía destacar su corbata color malva… un traje cruzado de finas rayas… apoyado contra las barandillas de acero inoxidable de la cama, de modo tal que parecía que la cara estaba justo encima de él, como una Luna de octubre… ¿Quién demonios era? ¿Qué estaba haciendo ese negro, ahí de pie, mirándolo en la cama? Entonces se dio cuenta. El abogado de Fareek Fanón, Roger White.
—Señor Croker —dijo la cabeza que estaba sobre él—, ¿cómo vamos?
«¿Cómo vamos?». A Charlie le molestó todo en esa pregunta, el tono, que era el que se empleaba para hablar a inválidos viejos y sin esperanza; la idiotez, la idiotez, la idiotez de preguntarle a alguien postrado en una cama de hospital cómo «va»; y, por encima de todo, la implicación, la implicación de que los dos estaban relacionados de algún modo. Lo que más le molestó fue el hecho de que fuera cierto, de que él hubiera permitido que fuera cierto, de que efectivamente estuviera relacionado con aquel hombre, en una unión pérfida. De todas formas, ¿cómo se atrevía a entrar de esa manera en su habitación de hospital? ¿Dónde estaba la enfermera? Siempre en otra parte cuando se la necesitaba. Un momento. No llegaba hasta las cuatro.
—¿Cómo ha sabido que estaba aquí?
Se propuso parecer amedrentador, pero su voz sonó furtiva y ronca. Extendió los brazos para agarrarse a los asideros y se alzó unos centímetros, para que el negro fuera consciente de su fuerza. Si estuviera bien… si fuera él… si… si… le metería una… una… una buena bronca.
Roger White sonrió.
—En su oficina han sido bastante herméticos. No me han dado ninguna pista sobre su paradero. Por suerte, un conocido suyo se encontró con alguien de nuestra firma y le mencionó que lo habían operado.
—¿Qué conocido? —preguntó Charlie con voz gutural.
Habría estrangulado con gusto al culpable, de no sentirse tan cansado… tan inerte.
—No lo sé —respondió Roger—, no me lo dijo.
Adivinaba que Croker no se alegraba de verlo. Sin embargo, Wes Jordan tampoco se había alegrado de la desaparición repentina de Charlie Croker. Sólo gracias a que Emory Nuchols, el cirujano de Croker, había mencionado a Zandy Scott que le había operado la ilustre rodilla en ese hospital —y gracias a que Zandy había comentado el chisme en voz alta a un cliente llamado Howel Hendricks cerca de Roger—, había logrado averiguar dónde se había metido. Croker ya no era el poderoso rey de los crackers. Le parecía lo bastante débil para reprenderlo por orquestar su desaparición, por ingresar en el hospital sin decir palabra. Sin embargo, Roger no era un Don Pickett. No era agresivo por naturaleza, y temía que no saliera bien, de modo que dijo:
—Nos tenía preocupados, señor Croker. De pronto… desapareció. Estamos organizando la rueda de prensa. No podemos esperar mucho más. Hemos implicado al alcalde… pero lo necesitamos a usted. No sé qué va a decir el alcalde, pero estoy seguro de que hará un llamamiento a la tranquilidad, para que todo este asunto no se descontrole. Lo fundamental, sin embargo, va a ser tener a alguien tan importante como usted en la rueda de prensa, alguien que resulta que en su juventud fue una gran estrella deportiva en el Tec de Georgia.
¿Qué reflejaban los ojos de Croker? ¿Miedo? ¿Dolor? ¿Rabia?
Charlie estaba horrorizado por el curso de los acontecimientos. Ese hijo de puta lo había encontrado. Ni siquiera podía esconderse detrás de la rodilla. Sin embargo, lo intentaría.
—Me temo que no seré de gran ayuda durante una temporada. —Hizo un gesto hacia la rodilla con la mano derecha y dirigió al negro una mirada de apesadumbrada resignación.
—¿No podrá acudir a la rueda de prensa la semana que viene?
Con pesimismo:
—No veo cómo.
Roger tuvo la extraña y en absoluto desagradable sensación de que había hecho que aquel blanco teóricamente grande y poderoso se acobardara.
—Bueno, no veo cómo podremos mantener a raya a PlannersBanc si no toma usted un papel activo —dijo—. Tengo una idea. Si no puede acudir a la rueda de prensa, grabaremos en vídeo su declaración en defensa de Fareek. Si tenemos que hacerlo, podemos hacerlo aquí mismo. ¿Qué le parece? Lo haremos aquí mismo, en la cama. Incluso puede que tenga un efecto más dramático. ¿Qué tal?
—Depende de cómo vaya —murmuró Croker.
—Señor Croker —dijo Roger—, vaya como vaya, tiene que ir. ¿Lo entiende? Va a estar el alcalde y le hemos asegurado que usted asistiría. Me gustaría que se diera cuenta de que los dos pueden hacer algo muy importante por esta ciudad. De una forma u otra, tiene que estar ahí, en persona o en cinta.
Croker, que seguía tumbado de espaldas, lo miró, parpadeando con aire vacilante. Roger tuvo ganas de sonreír, pero no lo hizo. Había empezado a tratar al gran hombre, al gran promotor inmobiliario y socio del Club de Conductores de Piedmont, como a un niño desobediente.
Por Dios, pensó Charlie, este hijoputa me está tensando la cuerda. Bueno, puedo cambiar eso en un instante, si quiero… Lo único que tengo que decir es: «Se ha acabado el trato». Con una frase bastaría. Así salvaría el honor… y perdería cuanto tengo. ¿A qué engañarme? Esto es Atlanta, donde el «honor» son las cosas que tienes. ¿Quién va a ir a visitar a un hombre que ha salvado el honor pero ha perdido la casa en Buckhead Road? Nadie. La cabeza no dejaba de darle vueltas y, de pronto, apareció un rayo de esperanza. El hijoputa ese acababa de decir una cosa. Había dicho que yo… o que el alcalde y yo… podríamos salvar la ciudad de… ¿de qué? Unos disturbios raciales, a lo mejor. Si alguien pregunta algo, les puedo decir eso. Es una estrategia para salvar la ciudad. Podría presentarme… Podría… ¿y también le digo eso a Inman? De pronto se desanimó. ¿Con qué cara le digo eso a Inman? Inman, que sólo piensa en términos de… de… del animal, eso fue lo que dijo, el animal que ha violado a su hija. Por otra parte…
Fue plenamente consciente de la desdichada y forzada expresión que presentaba a ese negro que había tenido la insolencia de perseguirlo hasta su cama de hospital. Por otra parte, ese hombre tenía la mágica habilidad de quitarle de encima a PlannersBanc…
—Estoy cansado —dijo. Advirtió que su tono era implorante—. Voy a ver si duermo un poco.
—Muy bien, señor Croker —dijo Roger—, pero cuando llegue el momento, tendrá que levantarse. ¿Lo entiende?
Croker asintió débilmente.
—Bueno, no olvide hacerlo —añadió Roger—, o no habrá freno para PlannersBanc. Harán lo que quieran.
Otro débil asentimiento.
—No queremos que se vuelva olvidadizo igual que se ha vuelto ilocalizable. ¿Comprende lo que le digo?
Un asentimiento aún más débil, y unos ojos que no cesaban de suplicar.
A Conrad le sorprendió descubrir que Cabbagetown, Ciudad Repollo, como se conocía de modo universal, fuera todo un pueblo de casas de muñecas, una impresión amplificada por lo que encontró en el interior de la vivienda de los Gardner. Todo el barrio había sido una colonia fabril de la vieja planta de Fulton, Bag & Cotton hasta hacía un cuarto de siglo. Las casas eran pequeños bungalows de madera, dispuestos en estrechas parcelas y a lo largo de las calles más estrechas de Atlanta. Muchas de las casas, como la de los Gardner, no tenían más de cuatro habitaciones. La mayoría tenían porches delanteros y unas pocas presentaban los recargados ornamentos tan en boga en la década de 1890.
Nadie parecía saber a ciencia cierta de dónde procedía el nombre. Arraigó alrededor de 1910. Es cierto que hacia esa fecha las bandas de matones de Atlanta Sur, integradas por jóvenes blancos, seguían las vías del tren y aparecían buscando pelea con los matones de este barrio, a quienes llamaban «cabezas de repollo». Como quiera que fuera, se llamaba Cabbagetown, era un pueblo de casas de muñecas y la de los Gardner era una casa de muñecas por partida doble.
Los Gardner rozaban los ochenta años. Un terapeuta de Carter Home Care los visitaba una vez a la semana, y un asistente —Conrad— se quedaba con ellos media jornada, cuatro horas, dos veces a la semana. En lo que se refería al asistente, su tarea principal consistía en realizar las tareas diarias que la anciana pareja era incapaz de hacer por sí sola.
La señora Gardner abrió la puerta. Era una mujer delgada y erguida, con el cabello blanco recogido en un moño. Llevaba un vestido de verano de chiffón con grandes rosas dibujadas en volutas tan sutiles que al principio el estampado parecía abstracto. Se había puesto un agradable perfume. A Conrad le pareció que tenía una presencia extraordinaria, aunque al principio no tuvo idea de la razón. En esos días y esa época, encontrar a una mujer (o a cualquiera) que no tuviera mal la columna, que no se tiñera el pelo, que se lo recogiera en un moño con horquillas y llevara un vestido elegante y perfume en mitad del día era suficiente para que cualquier estadounidense de veintitrés años parpadeara de asombro. Los únicos puntos débiles de un aspecto por lo demás impecable eran los tobillos, que estaban hinchados.
—Usted debe de ser el señor DeKyasi —dijo extendiendo la mano—. Soy Louise Gyardner.
Al principio, Conrad pensó que se trataba de un defecto del habla. En realidad, como pronto dedujo, sólo se trataba de afectación, y una afectación menor. Siempre que una palabra empezaba con «c» o «g» delante de «a» tónica, introducía una «y» después de la consonante. No tardó en hablarle del jardín de atrás, visitado por gyatos, y del Kyadillac que ya no tenían. Su acento sureño era tan suave y agradable —la clase de voz que siempre había pensado que oiría en Atlanta—, que Conrad se sentía con ganas de aplaudirla y animarla a que continuara con esa o con cualquier otra marca de afectación a la que quisiera ceder.
—Pase, que le presentaré al señor Gyardner, señor DeKyasi.
—Gracias —dijo Conrad, siguiéndola—, pero, por favor, llámeme Connie.
La disposición de la casa era extraña. Parecía como si le hubieran dado a alguien un rectángulo en una hoja de papel y hubiera dibujado una línea de arriba abajo por el centro del rectángulo y otra línea de lado a lado, haciendo de ese modo cuatro habitaciones. Para ir a cualquier habitación de la casa, salvo aquélla por la que se entraba, había que pasar por otra. Sin embargo, al principio Conrad no se dio cuenta de eso a causa de la extraordinaria decoración del lugar.
Las paredes de la casa estaban cubiertas, casi en su totalidad, por muñecas y figuras de porcelana. Había centenares, miles quizá. De las paredes colgaban estanterías de madera llenas de muñecas, muñecas antiguas, muñecas modernas, muñecas astronautas, muñecas africanas, muñecas filipinas, muñecas polinesias. Había muñecas sobre pequeñas estanterías alrededor de los marcos de las puertas y las ventanas, todas ellas elegidas de modo que los colores de la ropa hicieran juego o fueran armoniosos; había muñecos de viejos y también de niños, muñecos de personajes famosos como Mark Twain, Gengis Kan y Albert Einstein. Otras estanterías estaban dedicadas a las figuras de porcelana. En todas las habitaciones, cerca del techo, que no llegaba a los dos metros y medio, había una estantería blanca sobre la que descansaban figuras blancas tan apretadas que al principio parecía que uno miraba una especie de friso en altorrelieve. Las más coloridas —y algunas eran extravagantes ejemplos de la artesanía en porcelana— estaban dispuestas en estanterías de madera, como las muñecas. La colocación era cuidada. Las gradaciones, en el tamaño, agradables. Nada estaba fuera de lugar. A pesar del enorme número de objetos, a uno le sorprendía en el acto la unidad y el buen gusto de esa exposición de una vida entera dedicada al coleccionismo. Conrad no tenía idea de lo que podían costar las muñecas, pero una simple mirada al exquisito trabajo de artesanía de algunas de las figuras de porcelana bastaba para saber que tenían que ser valiosas. A pesar de la espantosa distribución, el interior de la pequeña casa parecía poseer una suntuosidad que superaba los límites de lo normal.
El señor Gardner se encontraba en el dormitorio, que era una de las dos habitaciones del fondo; la otra era la cocina. Se hallaba sentado en una butaca al pie de la cama, una antigua cama con baldaquino, con un armazón de palos que formaba un arco cubierto de una tela malva, púrpura y amarilla.
—Lewis —dijo la señora Gardner—, te presento al señor DeKyasi. El señor DeKyasi es de Kyarter Home Kyare.
—Por favor, llámenme Connie —dijo Conrad.
Sonrió.
—Bienvenido —dijo el señor Gardner con un amplio y cansado ademán que parecía decir: «No hace falta que nos demos la mano»—. Así que eres de Carter…
No era tanto que arrastrara las palabras como que la lentitud con que hablaba, moviendo apenas el lado izquierdo de los labios, se había convertido en un acento poco natural. Se trataba de un hombre atractivo, o no cabía duda de que lo había sido. Era alto y delgado, pero su delgadez no era una delgadez que pudiera considerarse de buen estado físico, sino de debilidad. Llevaba un albornoz de cuadros escoceses sobre un polo y unos pantalones negros de franela. Calzaba un par de zapatillas de piel resecas y agrietadas. A la derecha de la butaca había una mesita sobre la que descansaban siete u ocho frascos de plástico con medicamentos, una caja de Kleenex y un vaso de agua con una pajita de cristal. El agua llevaba tanto tiempo en el vaso que empezaban a formarse burbujas.
A Conrad le vinieron ganas de sacar de la mesa los frascos de medicamentos, tirar el agua vieja, quitarle el albornoz al señor Gardner y sacarlo a pasear bajo el sol. Lo que dijo fue:
—Señor Gardner, señora Gardner, he venido a ayudarles en lo que pueda. ¿Hay algo que pueda hacer ya?
—Lo que de verdad necesito son algunas provisiones. —El acento de la mujer era tan dulce, suave y sureño que parecía el más sublime de los incentivos—. Pero todavía no he tenido tiempo de hacer la lista.
—Haga la lista —dijo Conrad—, mientras tanto iré pasando el aspirador por la casa.
—¿De verdad?
—Lo haré encantado.
El suelo y las alfombras estaban asquerosas, tan llenas de polvo, bolas de polvo y bolas de pelo, que desentonaban con el meticuloso cuidado con que la pareja había ordenado las muñecas y figuras y, también, los muebles. Acarrear el viejo aspirador Electrolux por las cuatro habitaciones era, con toda probabilidad, superior a las fuerzas de la señora Gardner. Por lo que veía Conrad, su marido, que seguramente era un poco mayor que ella, no podía ayudarla en ninguna tarea, pesada o ligera.
Ambos eran profesores retirados de la Universidad de Emory. Él había enseñado inglés y su especialidad eran los poetas y ensayistas de principios del siglo XIX. Ella había enseñado literatura comparada y sabía leer francés, español, portugués, italiano y alemán. Su fuerte era la literatura europea entre 1870 y 1914, entre la guerra franco-prusiana y la Primera Guerra Mundial, según le contó a Conrad. No tenían hijos. Algunos años atrás, en la cúspide de sus ingresos, habían comprado una gran casa en Inman Park, sin pensar dos veces en cómo seguirían pagando la hipoteca cuando se jubilaran. De algún modo continuarían ganando dinero, algo saldría, seguirían con la casa de alguna forma. Dos años atrás, con la espalda contra la pared, habían vendido la casa de Inman Park y comprado esa cajita en Cabbagetown, con la vana esperanza de vivir de los beneficios de la venta más sus modestas pensiones y la Seguridad Social. Todos los centavos ahorrados debían de haber ido a parar a las muñecas y las figuras. Eran soñadores, eran niños; pero niños muy educados y cariñosos, niños que uno deseaba proteger de forma instintiva.
Cuando Conrad entró con el aspirador en el dormitorio, le dijo al señor Gardner:
—¿Le molesto si paso ahora el aspirador por aquí?
—No, no, adelante —respondió el señor Gardner con la comisura derecha de la boca.
Ni siquiera miró a Conrad. Tenía la vista dirigida al frente, desplomado en la butaca, con apariencia de estar completamente abatido.
Por alguna razón, Conrad no podía dejarlo así. Sentía que debía hacer que aquel débil anciano participara en… algo… Rebuscó en su memoria… nada… no, un fragmento, un trozo de un poema.
—Señor Gardner, perdóneme. Me da vueltas por la cabeza el principio de un poema, pero no logro acordarme del autor ni de cómo continúa. Nos lo enseñaron en la escuela. —Miró al anciano en busca de aliento a esa línea de indagación intelectual, pero éste seguía con la vista al frente y los labios ligeramente separados. Puesto que se había lanzado, decidió proseguir—. Empieza así:
Por nada luché, nada el luchar valía;
amé la natura y, tras ella, el arte.
—Es todo lo que recuerdo.
Conrad miró al señor Gardner, que finalmente dijo:
Por nada luché, nada el luchar valía;
amé la natura y, tras ella, el arte.
Mi cuerpo acerqué al fuego de la vida;
ya declina, y listo estoy para el viaje.
—Walter Savage Landor, 1853 —añadió—. Tenía setenta y ocho años cuando escribió eso.
Conrad quedó estupefacto. Sin darse cuenta, había sacado a la conversación un poema sobre los últimos rescoldos de vida. Estaba mudo.
No así el señor Gardner.
—Landor fue un buen poeta —dijo—, aunque no un gran poeta. Era demasiado educado, demasiado correcto, demasiado serio, estaba demasiado satisfecho con la comodidad de lo que ya tenía como para arriesgarse a conseguir algo mejor. ¿Qué edad tienes?
—Veintitrés años —respondió Conrad, olvidándose de que según el certificado de nacimiento y el permiso de conducir recientemente expedidos tenía veinticuatro.
—Veintitrés —repitió el anciano, que seguía sin mirarlo—. Es una buena edad para interesarse por la literatura. Tienes tanto tiempo… que debe de parecerte que te sale por los bolsillos. No necesitas preocuparte del incalculable lujo que es la literatura. Hay civilizaciones enteras que se han fundado sin literatura y sin que nadie la echara de menos. Sólo más tarde, cuando hay una clase compuesta por zánganos lo bastante indolentes como para escribir y leer esas cosas, aparece la literatura. Cuando veía todas aquellas manos ansiosas levantarse mientras enseñaba, siempre me entraban ganas de decirles lo que acabo de decirte, pero ¿qué derecho tenía a hacerme el iconoclasta después de haberme ganado el sueldo toda mi vida tomándomela en serio, o al menos con cara seria?
—No estoy de acuerdo con usted, señor Gardner —dijo Conrad—. Si alguien tiene un lujo, es usted. Sabe tanto de literatura…
—Ja. ¿Cómo sabes cuánto sé?
El señor Gardner lo miraba, de modo que las cosas al parecer habían mejorado un poco.
—Bueno, he recitado dos versos de un poema y usted no sólo sabía de qué poeta era, sino que también ha recitado toda la estrofa, me ha dicho en qué año se publicó el poema y los años que tenía el poeta por entonces. Me gustaría saber todas esas cosas.
—No aspiras a mucho, amigo mío. Además, es un poema muy conocido.
—No lo sé, señor Gardner, me gustaría conocer lo que es famoso y lo que no es…
—La literatura es como un postre. —La voz del anciano adquirió un tono estridente, el lado izquierdo de los labios empezó a temblar, y las lágrimas brotaron de sus ojos—. La vida son cosas de las que aún sabes menos. La vida es crueldad e intimidación.
Ya lloraba abiertamente. Su cara era una horrible mueca.
Conrad se sintió culpable. ¿Había hecho que se derrumbara con el recuerdo de esos versos pesimistas? Se acercó al anciano y dijo:
—Lo siento, señor Gardner, no era mi intención… decir algo malo.
El anciano lo miró y sacudió la cabeza, como para dar a entender que no era culpa de Conrad, y siguió lloriqueando y gimiendo. La señora Gardner, que hasta un momento antes estaba en la cocina haciendo la lista de la compra, asomó la cabeza por la puerta. Conrad abrió mucho los ojos y alzó las palmas con una expresión que decía: «No tengo ni la más remota idea de por qué pasa esto». Ella asintió, como para indicar que comprendía, y luego entró para consolar a su marido.
Unos diez minutos más tarde, Conrad estaba en la cocina con la señora Gardner, repasando la lista de la compra.
—De verdad —dijo—, no tengo ni idea de qué es lo que ha preocupado al señor Gardner. Estábamos hablando de un poema.
—Pasa muchas veces —dijo ella—. Es la embolia. Las emociones que por lo general uno controla salen a la superficie.
—De pronto se puso a hablarme de «crueldad e intimidación» —explicó Conrad—, y sobre qué era la vida.
La señora Gardner permaneció en silencio al principio, luego miró la puerta que daba al dormitorio y dijo:
—Creo… creo que hablaba del estado de cosas en general. ¿Te ha dicho algo más?
—No.
—Bueno, creo que sólo hablaba del mundo en general. A veces se pone muy pesimista. —El suave y eufónico deje sureño había desaparecido de su voz.
Conrad estuvo en la tienda de comestibles durante cerca de cuarenta minutos. Regresó a la casita de los Gardner con dos enormes bolsas blancas de plástico llenas de provisiones. La señora Gardner abrió la puerta. Parecía muy agitada.
—Connie —dijo—, ehhh… deja estas bolsas aquí mismo y vuelve a la tienda para buscarme unas… esponjas, detergente para el lavavajillas y Brillo.
—Ya tengo Brillo, señora Gardner.
—Quería decir bolsas para el aspirador. Ve a buscar también bolsas para el aspirador, ¿quieres?
Atónito, la miró durante unos instantes. Entonces oyó una fuerte voz masculina procedente del dormitorio. Al principio pensó que se trataba del señor Gardner presa de sus emociones; pero enseguida comprendió que era imposible que la voz del señor Gardner sonara con tanta fuerza o con tanta agresividad.
Conrad dejó las bolsas en el suelo y se dirigió a través de la sala de estar hasta el dormitorio.
—¡Connie, no! —dijo la señora Gardner en un susurro que sonó muy fuerte.
Se oyó un tremendo estrépito y el sonido de cristales rotos. Conrad supo de inmediato que eran las figuras de porcelana de la estantería que colgaba cerca del techo.
La fuerte voz exclamó:
—¡Ya estoy harto de excusas!
El señor Gardner dijo algo, pero resultó imposible entenderlo, porque estaba llorando. Conrad entró en la habitación. El señor Gardner se hallaba en la butaca, lloriqueando y gimiendo con el lado derecho de la cara, mientras que el izquierdo mantenía una inmovilidad pétrea. En el suelo, a los pies del anciano, una cantidad asombrosa de fragmentos de porcelana blanca, muchos de ellos tan afilados como cuchillas e incluso agujas. Sobre la cama, con una pierna y un zapato encima de la colcha, estaba sentado en actitud despreocupada un hombre fornido y rubicundo que dirigió la mirada hacia Conrad y lo contempló de modo desafiante. Tenía una pequeña barba y un bigote negros, y una larga y grasienta cabellera negra peinada hacia atrás que caía formando una maraña por encima de la nuca. Se encontraba seguramente en mitad de la cuarentena. Tenía un gran pecho, pero también un abdomen del tamaño de una sandía, que sobresalía tanto bajo el esternón que era imposible ver la cintura de los vaqueros cuando estaba sentado.
Orgulloso al parecer de sus grandes brazos, llevaba una ceñida camiseta con unas mangas lo bastante cortas para mostrar un grosero tatuaje negro con la figura de una serpiente de cascabel enroscada y debajo las letras «NPM». Una auténtica chapuza hecha en la cárcel, según se percató Conrad en el acto, llena de cicatrices coloidales. NPM eran las siglas de «Nacido para matar». Sobre su regazo descansaba un grueso bastón de esos que se ven en las subastas de ganado, un bastón gordo y sin barnizar, de los utilizados para hacer entrar o salir a los animales de los corrales. Conrad miró hacia el techo. En la cornisa de la estantería faltaba todo un batallón de figuras… que ya no eran más que vidriosos fragmentos en el suelo. No resultaba difícil adivinar qué había ocurrido.
El individuo fulminó con la mirada a Conrad, lo examinó de arriba abajo y se volvió hacia la señora Gardner, que había entrado en la habitación detrás de Connie.
—¿Quién es? —preguntó.
Con voz trémula, la señora Gardner respondió:
—Connie es de la compañía Kyarter Home Kyare. Nos echa una mano.
El individuo volvió a evaluar a Conrad con la mirada.
—¿Con que echa una mano, eh? —dijo, como sopesando esa explicación en busca de un contenido racional, si lo tenía—. Mira, te digo una cosa, Connie, ahora estamos ocupados. A lo mejor puedes echar una mano en otra parte.
—Sí, Connie —dijo la señora Gardner, muy nerviosa—, me he olvidado de encargarte un par de cosas, unos… eh… filtros para el aspirador y… eh… esponjitas Brillo, quiero decir, detergente para el lavavajillas. Si pudieras volver…
Conrad aspiró con fuerza y rezó a Zeus pidiendo fuerza, aunque nunca imaginó que aquello que estaba haciendo fuera rezar. Cruzó los brazos sobre el pecho para que el individuo viera sus grandes antebrazos. Miró a la señora Gardner y luego al señor Gardner.
—He oído un ruido. ¿Cómo se han roto estas figuras?
La anciana pareja se miró con cara de premonición atroz.
El individuo tomó entonces el bastón de ganado con la mano derecha y empezó a frotarse con él la palma de la mano izquierda. Sonrió y dijo con dulzura amenazadora:
—¿No lo has oído, Connie?, ahora mismo estamos un poco ocupados. Haz lo que te dice la señora. Ve a por unos filtros y unas esponjitas Brillo. Sé bueno. —Hizo un gesto hacia la puerta con la barbilla, mirándolo despreciativamente.
Conrad no tenía ningún plan, pero oía a 5-Cero decir: «Usa da boca».
—NPM ¿eh? —soltó—. ¿Así que has estado en chirona? Felicidades.
El individuo empezó a golpear con más fuerza el bastón en la palma de la mano. Contempló a Conrad, ladeó la cabeza y dijo:
—Mira, colega…
—El artista del tatuaje que tizo ese trabajo era ciego o estaba hasta el culo de crack. Me entiendes, ¿no?
—Vale, tío…
—¿Por qué te aprovechas destos viejos? —dijo Conrad, haciendo un gesto hacia la anciana pareja—. ¿No tienes a nadie mejor que putear? ¿Por qué andas insultando a los Gardner? ¿Por qué estás avasallándolos?
El individuo señaló con el bastón a Conrad y dijo:
—No sé lo que…
Conrad lanzó las manos sobre el bastón. Lo agarró y tiró de él con tal fuerza que al individuo se le escapó. Entonces Conrad lo blandió como si fuera un luchador japonés.
—¿Y ahora qué? Se acabó la partida, a menos que quieras que te pelen la olla. ¿Me entiendes qué te digo? Que te pelen la olla.
El individuo se había enderezado un poco y había bajado en parte la pierna de la cama, pero no se atrevía a indicar que fuera a ponerse en actitud de lucha. Y en ese momento Conrad supo que lo tenía. Fue como si la chispa de Zeus llenara la habitación.
—Mira, ¿sabes lo que quiere decir LN? —Conrad apenas se dio cuenta de que enseñaba los dientes y de que le hervía la sangre—. ¿Sabes lo que quiere decir LN?
El individuo no respondió, pero por la expresión de sus ojos resultaba evidente que sabía que LN quería decir Liga Nórdica.
—Tenemos una frase —continuó Conrad—, todos para uno y uno para todos. ¿Lo entiendes? Si vuelves a pasar otra vez por delante desta casa, te vama cortar los cojones con un cuchillo de veterinario y te los vama meter por la boca. Mi vara de la última vez que estuve en chirona vive a dos manzanas daquí. Y es capaz de pelarte la olla en cuanto te vea. Joder, le encantaría eso de pelarte la olla. Así que ya te puedes estar largando. Ya sabes dónde está la puerta.
Lenta, cautamente, el individuo se puso de pie. Conrad mantuvo el bastón ante él, pero ya no le hervía la sangre. Tenía más bien una expresión de fría confianza. El individuo se dirigió hacia la puerta de entrada con Conrad pisándole los talones. Al caminar, la esmirriada melena de pelo negro de la nuca le golpeaba la joroba de la espalda. Empezó a resollar muchísimo, como si estuviera asmático. Mientras el individuo cruzaba la puerta, Conrad dijo en un susurro exagerado:
—Te vama matar, cabrón. Te vama pelar la puta olla.
El latino no dijo nada.
Cuando Conrad regresó al dormitorio, los dos ancianos lo miraron con incredulidad, preguntándose a todas luces qué clase de criatura tenían entre ellos.
—Lo siento —dijo Conrad—. A esa gente hay que hablarle de ese modo. Son matones de poca monta. Es el único lenguaje que se toman en serio.
—Pero ¿dónde has…? —La señora no sabía qué decir exactamente.
—¿Dónde he aprendido esa jerga de retardados? —dijo Conrad—. De una película, una película sobre una cárcel. Me he imaginado que ese tipo era un bocazas. Es un poco demasiado viejo para estar trabajando de matón.
—Pero en cuanto te vayas —dijo el señor Gardner—, volverá.
El «volverá» fue un quejido lastimero.
—No, no volverá —dijo Conrad—. Se ha creído que soy de una banda.
—¿Qué banda? —preguntó la señora Gardner.
—La Liga Nórdica —respondió Conrad— y créanme, si pensara que la Liga Nórdica va a por mí, yo también estaría asustado.
—¿Quieres decir que se ha terminado todo? —le dijo la señora Gardner.
Se llevó las manos a la cara y lanzó una animada sonrisa. Acto seguido contó que el latino se había presentado un día diciendo que era un vendedor de alarmas antirrobo. Después de que le dijeran que no estaban interesados, regresó diciendo que estaba organizando una patrulla de seguridad en el barrio. Fueron lo bastante insensatos como para hacer una contribución y él empezó a visitarlos más a menudo. Al poco se hizo evidente que se trataba de una pura extorsión. Abordaba a Louise Gardner cuando salía para ir a comprar. Aparecía en casa, abriendo la puerta cerrada de formas que no acertaban a entender. Estaban aterrorizados. Les sacaba cien dólares a la semana. Ese día había dicho que subía la suma a ciento cincuenta dólares. Ella había contestado que no iban a poder reunir esa cantidad y entonces había destruido treinta o cuarenta figuras con el bastón.
—Me cuesta creer cómo te has enfrentado a él —añadió la señora Gardner—. Hace falta mucho valor. —Bajó la cabeza, se frotó los ojos y alzó de nuevo la vista—. ¿Cómo has conseguido hacer… lo que acabas de hacer?
—Cuesta creerlo —dijo Conrad—, pero la mayoría de los matones son unos bocazas. Lo último que desean en el mundo es meterse en el lío de tener que pelear. Se especializan en víctimas que no quieren enfrentarse a ellos. En cuanto se encuentran con alguien dispuesto a hacerlo, se van enseguida, sobre todo un tipo como ése, que ya ha cumplido los cuarenta.
—Pero ¿qué haces si tienes que enfrentarte a un matón que sí quiere pelear? —preguntó la señora Gardner—, ¿qué haces entonces?
—Si te encuentras con uno de ésos, lo mejor es que estés preparado para rodar por el polvo —respondió Conrad, aunque en su mente resonaban las palabras de 5-Cero diciendo: «Usar da boca, man, usar da boca».
Estaba radiante. Había usado «da boca», y había funcionado. Eso… y la chispa de Zeus.