27

La pantalla

Por alguna razón Charlie había pensado que la sala de operaciones sería un anfiteatro blanco, de un brillo deslumbrante, con un gran suelo ovalado y, por encima de la pared, altas filas de asientos en las que los médicos se sentarían a observar la importante operación, o el «procedimiento», como lo llamaba Emmo Nuchols. En vez de eso, parecía uno de esos pequeños espacios residuales de las oficinas modernas en que se guardaban diversas clases de máquinas sobre pequeñas plataformas con ruedas. Le recordó la sala de PlannersBanc en que habían tenido la infame sesión; sin embargo, ningún sentimiento acompañó al pensamiento. Era como si toda aquella… cosa terrible… estuviera contenida por una presa o un dique… o algo así…

Tampoco era que viera gran cosa. Estaba tumbado de espaldas en lo que parecía una estrecha mesa acolchada, y le habían colocado una pantalla de un metro de altura aproximadamente en medio del cuerpo, de tal manera que no veía lo que le estaban haciendo en la rodilla. No sentía nada de la cintura para abajo. Le habían puesto una epidural… No tenía idea de lo que quería decir «epidural», aunque eso no importaba… Había tubos por todas partes, algunos entrando en él y otros saliendo de él… Una mascarilla de oxígeno le cubría la nariz y la boca.

Aaaaaaayahhhhhhhhhhh… un aullido agudo, como el de las sierras giratorias que cortaban madera en el aserradero en que trabajaba su padre, y una vibración de alta frecuencia que subía hasta la parte superior de la columna vertebral… Emmo —o dio por sentado que era Emmo— estaba recortándole las puntas del fémur derecho y la tibia derecha, allá donde se unían en la rodilla, para quitar la «porquería osteoartrítica», como la denominaba Emmo con aparente disfrute; sin embargo, Charlie ya no se preocupaba por el modo en que Emmo la llamaba o dejaba de llamarla. A continuación se suponía que tenían que colocarle unas piezas de cobalto cromo de titanio —o de titanio cromo de cobalto, no tenía importancia— en los extremos de los huesos para crear una nueva articulación de la rodilla, con una pieza de… no sé cuántos de polietileno de moléculas pesadas. No se acordaba del nombre… Se trataba de un trozo de no sé qué plástico para sustituir el cojín de cartílago entre los dos huesos… Aaaaaaaaayahhhhhhhhh… Le estaban cortando el hueso con una sierra, y la verdad era que la vibración que le subía por la columna le gustaba.

Los oía hablar al otro lado de la pantalla y, de vez en cuando, Emmo Nuchols alzaba la voz para preguntar: «¿Cómo está?». Y una voz detrás de la cabeza de Charlie respondía: «Está bien».

A continuación, el propio Emmo apareció desde el otro lado de la pantalla. Sobre la cabeza llevaba una especie de armazón de plástico cubierto por lo que semejaba una pequeña tienda de campaña verde claro con una ventanita. La cara estaba detrás de la ventana.

—Va todo bien, Charlie. —La voz de Emmo sonó ligeramente amortiguada por la tienda—. ¿Cómo nos encontramos?

Charlie no soportaba ese uso médico tan condescendiente de la primera persona del plural, pero, en ese momento… ¿qué más daba? Emmo parecía un astronauta.

—Emmo —dijo Charlie, consciente de que su voz sonaba más lenta—, pareces… un…

—¿Un astronauta? —dijo Emmo.

A Charlie le dolió aprender de ese modo que había estado a punto de decir algo que a todas luces había sido repetido centenares de veces antes, pero un instante después dejó de preocuparle.

—Sí —respondió.

Emmo se volvió y Charlie vio que por la espalda le bajaban unos grandes tubos de goma con forma de acordeón.

—Tenemos un suministro de aire propio, como los astronautas —señaló—. Aire filtrado. Reduce el riesgo de introducir algún agente infeccioso en la incisión. —Luego miró a Charlie y añadió—: ¿Qué, cómo nos encontramos?

—¡Me encuentro bien! —contestó Charlie—. Me encuentro mejor que al llegar esta mañana. —Observó al «cirujanauta» tras su tienda y casi esperó recibir una medalla de oro por mostrarse tan fuerte y animado bajo la tensión de una operación de cirugía mayor.

—Ahora vamos a ponerte las partes nuevas, la articulación nueva —dijo la voz amortiguada—. Notarás los golpes, pero no te preocupes. No vas a sentir dolor.

A continuación Emmo desapareció al otro lado de la pantalla.

Charlie reflexionó sobre el hecho de sentirse tan… bien. Estaba tumbado de espaldas, tenía tubos en el dorso de la mano, en la yema de un dedo, en la columna vertebral, la uretra, un tubo le proporcionaba oxígeno, no sentía la mitad inferior del cuerpo… pero se sentía bien. Habría sido de lo más feliz si ese momento se hubiera prolongado… infinitamente. Oh sí, no sólo indefinidamente, sino… infinitamente… La pantalla colocada en medio del cuerpo era justamente lo que quería… No veía el mundo, el mundo no lo veía a él y el tiempo se paraba… Oh, qué nota de asombro en la voz de Emmo cuando lo había llamado para decirle que quería operarse… ¡ya!… ¡lo antes posible!… La cirugía lo sacaría de este mundo durante semanas… No podría hacer nada, no se esperaría que hiciera nada, no habría dilemas que resolver… Ni Inman… ni Zale… Se trataba de una retirada de la batalla muy honorable y comprensible. ¡A mí no me miréis! ¡He abandonado mi suerte a otros! Y, si llegara a introducirse en la incisión un «agente infeccioso», si algunas partículas de médula ósea formaran coágulos, ¿qué sería lo peor que podía suceder? Quizá Dios fuera tan amable de llevárselo en mitad de la noche…

Acto seguido oyó los golpes y luego los sintió. Llegaron como martillazos sordos e indoloros que subían por la columna vertebral y llegaban a la nuca. Eran golpes metálicos, pero sobre algo más grande que un clavo. Le estaban incrustando en los huesos los nuevos extremos de metal del fémur y la tibia. Esa operación era como una zona de obras… el aaaaaaayahhhhhhhhh de las sierras eléctricas, el ¡bing!, ¡bing!, ¡bing!, ¡bing!, del martillo… como un solar en construcción, y él, Charlie Croker, entendía de solares en construcción… Su rodilla derecha era un solar en construcción, y él mismo se había subcontratado… pero no pudo completar la comparación. Le provocaba dolor de cabeza y, además, ¿qué sentido tenía toda aquella actividad mental?

En la sala de recuperación Serena y Wally contemplaban… esa vida horizontal suya. Estaba tumbado en una estrecha camilla con ruedas. La rodilla derecha abultaba bajo las sábanas. Seguía sin sentir nada por debajo de la cintura.

—¿Has estado despierto todo el tiempo, papá? —preguntó Wally.

—Sí —respondió Charlie—, no he notado nada, pero he oído sierras… martillos… como un solar en construcción… —Sonrió. Sintió el impulso de demostrar que se había comportado con viril espíritu deportivo—. Muy interesante.

—¿Sabes cuánto tiempo has estado ahí dentro? —dijo Serena.

—No, creo que… he perdido la noción del tiempo.

—Un poco más de tres horas —le informó Serena—. Emmo ha dicho que ha ido todo muy bien.

Serena le acarició suavemente el lateral de la mano derecha, la que tenía metido el catéter en el dorso. Seguía sintiéndose culpable cuando Wally veía a Serena mostrar afecto físico hacia él, pero supuso que ese pequeño detalle no importaría. Bajo la corona de cabello negro, los ojos azules lo miraban con una ternura que no le había visto en mucho tiempo.

—¿Te has puesto nervioso, papá?

Charlie no sabía si Wally tenía curiosidad de verdad o sólo quería darle conversación. En ese momento se dio cuenta de que no había llegado a conocer a su hijo lo suficiente para percibir la diferencia. Ya nunca llegaría a hacerlo, pero no importaba; hacemos lo que podemos, sea lo que sea.

—No —contestó Charlie—. En realidad me he sentido… bien… un poco cansado… He tenido que levantarme muy temprano… no he comido nada… ni bebido… pero me he sentido bien… —De repente, se sintió generoso, magnánimo, agradecido, como un buen chico—. Y te digo una cosa… tienen enfermeras buenísimas… Oyes un montón de historias… pero no tengo quejas… Aquí las enfermeras vienen cada cinco minutos… para ver si quiero algo. Cuando entré… estaba tan relajado que era como dar… eh, eh… un paseo por el parque.

Al cabo de un rato apareció Nuchols. Todavía llevaba su traje verde claro, pero sin el armazón y la tienda de «cirujanauta» en la cabeza. A Charlie se le ocurrió que a los cirujanos seguramente les gustaba pasearse por el hospital vestidos de ese modo, para mostrar al mundo que eran cirujanos que acababan de abandonar el frente médico. Sin embargo, sólo fue un pensamiento fugaz. Le daba lo mismo que fuera así o no.

Emmo lo miró con una sonrisa paternal y dijo:

—Bueno, Charlie, ahora eres un hombre biónico.

—Te he oído aserrar y martillear —dijo Charlie—. Sonaba como un solar en construcción.

Advertía de un modo vago que ya había utilizado la comparación con Serena y Wally… pero ¿qué más daba?

—Tenía que asegurarme de que todas las partes quedaran ahí para siempre —explicó Emmo. Seguía mostrando su sonrisa paternal.

—Lo he sentido todo en la columna vertebral —dijo Charlie—. La vibración me subía por la columna y me llegaba a la cabeza.

—Es normal —señaló Emmo—. Todo ha ido según lo previsto. La única sorpresa ha sido que hemos encontrado un poco más de tejido necrótico del que pensábamos, pero vas a quedar perfecto. Conseguiremos que saltes a la cuerda.

Charlie sintió otro impulso de demostrar que era un buen chico, un tipo robusto, un paciente modelo consciente de las contribuciones de los demás.

—Emmo —dijo en voz baja—, quiero que… me hagas un favor.

—¿Cuál, Charlie?

—Quiero que… les des las gracias a las enfermeras de mi parte.

—¿A las enfermeras?

—Sí… Han venido… a verme… cada cinco minutos antes… de entrar en el quirófano. Han hecho que me sintiera tan… relajado… que a la hora… de entrar, he pensado que iba… a dar un paseo por el parque. Son fabulosas. Por favor… díselo de mi parte.

Emmo sonrió, apretó los labios, desvió la mirada hacia un lado, luego hacia abajo y asintió con la cabeza, como si estuviese impresionado por el profundo sentimiento que acababa de expresar su paciente modelo. A continuación miró a Charlie y dijo:

—Lo haré, Charlie. Sí que son fabulosas, y se lo diré de tu parte. Pero el Demerol también es fabuloso.

Wally se echó a reír. Al principio Charlie no supo por qué. Miró a Serena, quien intentaba contener una sonrisa. Entonces la broma de Emmo atravesó el dique del Demerol en su cerebro. Wally reía. Serena intentaba no reír, y Emmo esbozaba la sonrisa entendida del sabio paternal.

No había razón alguna para que él, Charlie, tuviera que soportar esa clase de burlas de Emmo Nuchols, pero al mismo tiempo… qué más daba.

Al norte de las vías del MARTA, Chamblee seguía teniendo el aspecto de la vieja ciudad rural que siempre había sido. Y era en el Viejo Chamblee por donde Conrad se encontró andando en aquella cálida y brillante mañana de junio. Se sentía atontado a causa de la falta de sueño y la tensión. No estaba seguro de poder resistir otra noche más en Meadow Lark Terrace, sudando, sofocado de calor, junto a una docena, dos docenas, sabía Dios cuántos vietnamitas. Tumbado en el suelo, acurrucado con la bolsa de viaje apretada contra la barriga para vigilarla mejor, oyendo a su alrededor el incesante e incomprensible ahnnn-clic-clac de las conversaciones, despertándose cuatro, cinco, seis veces de golpe por la noche.

Pronto la comida misma se convertiría también en un gran problema. Sólo le quedaban doscientos setenta y dos dólares de los mil quinientos que Kenny le había dado, y si seguía comiendo en los restaurantes de Buford Highway no tardarían en desaparecer. Sin la mínima intención consciente, se puso a pensar en cómo había requisado el jeep en el campamento Parks —incluso en sus pensamientos evitaba la palabra «robado» y sintió una oleada de culpa—. Se podía —Zeus podía— perdonar el hecho de tomar un jeep del ejército en mitad de un terremoto, pero semejante requisa, apropiación o «préstamo» no sería perdonable en una tranquila y pequeña ciudad como Chamblee.

A su vez, la sensación de culpa por algo en lo que sólo había pensado de forma muy fugaz a la hora de realizarlo, le hizo preguntarse por el aspecto que tendría a los ojos de los residentes de aquella pequeña ciudad… Un joven de pelo corto, piel morena, rasgos finos, bien afeitado —había logrado permanecer todo ese tiempo en el cuarto de baño esa mañana—, con vaqueros azules, un polo, un cortavientos azul marino, unas botas que todavía parecían nuevas… que llevaba una bolsa de viaje… nada notable en su apariencia, concluyó con satisfacción… ¡salvo por una cosa!… no había otra alma viviente por esas calles…

De pronto, como provocado por su propia premonición, oyó un coche que frenaba a sus espaldas. A continuación advirtió que se acercaba en silencio. No se atrevió a mirar. Entonces, con el rabillo del ojo vio que estaba justo a su lado. ¿Qué sería lo mejor, no hacer caso o volverse? El conductor sabría que ya tenía que haberse dado cuenta. ¡Tenía que decidir!

Se volvió. En efecto, un coche patrulla, con una placa y una leyenda que decía: POLICÍA DE CHAMBLEE, pintadas sobre una puerta blanca. El policía, fornido, con gafas estilo aviador, le sonreía… sólo eso, le sonreía y dejaba deslizar el coche patrulla a la velocidad del paso de Conrad. Conrad ya estaba exprimiendo sus recuerdos en busca de la respuesta a la pregunta inevitable: «¿Por qué?». Al mismo tiempo, otra decisión: ¿qué era mejor, mantenerle la mirada y detenerse, mantenerle la mirada y seguir andando o desviar la mirada y seguir andando? ¡Tenía que decidir!

Asintió con una expresión neutra y, según deseó fervientemente, tranquila, y siguió andando. El coche patrulla siguió a su lado. ¿Qué hacer? ¿Hacer caso o no hacer caso? ¡Oh, Zeus! ¡Tenía que decidir!

—¿A dónde va? —¿Onde va?.

Conrad volvió la cabeza y se detuvo. El hombre seguía sonriendo. Conrad combatió su impulso de tragar saliva y parpadear. Un retazo de recuerdo… ¡lo tenía!

—Busco una tienda, una tienda de antigüedades, que se llama Hola Otra Vez.

El policía estiró el gran cuello y se quedó mirándolo con una sonrisa. Conrad luchó por mantener el control de los ojos, la boca y la garganta. Era justo en ese momento cuando el hombre estaba decidiendo si le pedía los papeles o lo dejaba ir. Al final:

—¿Ve la siguiente calle? —¿Vela iguiente calle?— Tuerza a la derecha. —Tuerza drecha—. Y está a dos manzanas de ahí, todo recto. —Yeta dos manzana dahi, torrecto.

Señaló en esa dirección. A continuación abandonó la sonrisa y añadió:

—Que le vaya bien.

Y… le guiñó un ojo y se alejó con el coche patrulla. Le guiñó un ojo como diciendo: «No me creo una palabra, pero te voy a dejar en paz».

A Conrad el corazón le latía a toda velocidad. Pensó que era mejor dirigirse de verdad a Hola Otra Vez, una tienda que había visto de pasada al día siguiente de llegar.

El establecimiento estaba en una desvencijada casa de madera situada en una esquina. Parte de la fachada original de tablillas había sido recortada para hacer un escaparate. Los artículos en venta se encontraban por encima del nivel de un mercadillo, pero no mucho más. El objeto de más valor era una vieja bicicleta J. C. Higgins, por desgracia un tanto oxidada.

Dentro, en una habitación que llevaba sin pintar un cuarto de siglo, había una pareja de ancianos. Ambos mórbidamente obesos. El anciano estaba sentado detrás de un escritorio, leyendo un folleto. Mientras inspeccionaba a Conrad, abrió la boca y puso la gran lengua bulbosa en un trozo de la encía en la que faltaban unos dientes. Los pantalones, un viejo par de pantalones de sarga azul marino que brillaban ya en la parte de las rodillas y de los gruesos muslos, tenían la cremallera subida hasta donde era posible, que era la zona en que el vientre empezaba a sobresalir de forma irreductible. La anciana, que estaba de pie en la parte de delante, llevaba un vestido muy amplio, con apariencia de estar hecho en casa, sin mangas, de manera que quedaban a la vista unas redondeces celulíticas, unas guirnaldas de grasa, que se sacudían en la parte posterior de los brazos. Su piel era pálida y el pelo estaba salpicado de mechones grises, pero en la cara tenía manchas rojas que se agrandaban o empequeñecían según el esfuerzo que hiciera.

Alrededor… en estanterías, en aparadores, todo estaba lleno de… cachivaches, deslustrados objetos de plata, cuchillos y cucharas en su mayor parte, arrugadas postales de Navidad victorianas, un juego incompleto de tazas de té con asas en forma de ninfas curvando hacia atrás el cuerpo, tambaleantes pilas de ejemplares viejos de National Geographic… un tintero de mesa sin el platillo de plata debajo… un par de chanclos femeninos de goma con bordes festoneados, en el que un lado se cerraba y se solapaba sobre el otro… una apolillada estola de zorro, en la que el zorro parecía morderse la cola… En resumen, trastos. Con lo poco que Conrad sabía de antigüedades, la idea de ponerse a buscar los objetos preciosos que pudieran esconderse en aquellos montones era demasiado desalentadora para intentarlo siquiera.

El olor ácido y un tanto agrio del lugar le recordó a Conrad algo familiar, pero que fue incapaz de identificar. El mugriento papel pintado de color verde grisáceo estaba desgarrado en los rincones y dejaba ver un auténtico yacimiento arqueológico formado por los diversos papeles que había debajo.

La anciana evaluó a Conrad, ladeó la cabeza de un modo un poco provocador y preguntó:

—¿Deseas, muchacho?

Y siguió masticando.

—La bicicleta del escaparate —respondió Conrad.

—¿La vieja J. C. Higgins? Muy bonita.

—¿Cuánto vale?

—Cien dólares. También tiene buenos neumáticos —numáticos—. Te puedes ir montado en ella.

En la mejilla tenía un bulto que no dejaba de mover con la lengua. Entonces sacó un vaso de papel del McDonald’s de detrás de una lámpara con una base de cuatro columnas jónicas, se lo acercó a la cara hasta que le tapó la boca y escupió dentro. Mascaba tabaco.

Conrad sacudió la cabeza.

—No puedo pagar tanto. Necesito un medio de transporte para irme, pero… —En lugar de acabar la frase, sacudió un poco más la cabeza.

—¿Cuánto puedes pagar, hijo? —preguntó ella.

El anciano carraspeó. Conrad lo miró. También tenía un vaso del McDonald’s junto a la boca; lo dejó detrás del marco de una foto sepia de un jugador de béisbol llamado Cecil Travis, tomó otro vaso y se lo llevó a los labios. El olor dulzón del whisky moreno, bourbon o de centeno, se extendió por la habitación. Formaba parte de un olor aún más fétido, el olor de la pobreza. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra del lugar, vio una salamandra panzuda oscurecida por la gran mole del anciano. De la estufa salía un tubo que se doblaba y entraba en la pared. Aquello explicaba sin duda el olor ácido y agrio: humo de carbón.

—No sé muy bien —dijo Conrad, respondiendo a la anciana. Por alguna razón, que no habría podido explicar, confió en ella—. Necesito un medio de transporte para irme, pero también necesito un lugar para quedarme.

La anciana miró al anciano y dijo:

—¿Qué clase de sitio quieres?

—Una habitación en alguna parte, supongo —contestó Conrad—. No puedo pagar mucho.

—¿Dónde estás ahora? —preguntó.

—En casa de unos amigos, cerca de la carretera —dijo Conrad—, pero no tienen espacio suficiente.

—¿En Chamboya? —preguntó el anciano, y rió.

—No lo sé —respondió Conrad, que no quería entrar en ese tema—. Creo que dijeron que se llamaba Chamblee.

—Ya —dijo el anciano—, así lo llamábamos nosotros.

—Hemos vivido en esta casa durante cuatro generaciones —explicó la mujer—. Me refiero a nuestra familia, los Munger. Nuestro abuelo, de mi hermano y mío —hizo un gesto con la cabeza en dirección al anciano—, luchó en la Guerra de Secesión. Y no haciendo de tamborcillo. Estuvo en infantería, empezó como soldado raso, luchó en Chickamauga, Atlanta, Jonesboro; al final lo hirieron en Jonesboro. Y ya era comandante. Promoción por méritos de guerra. Nuestra madre fue al Agnes Scott College durante dos años.

A Conrad no se le ocurrió ninguna respuesta adecuada a esas revelaciones.

—Mmmmmm —dijo, sacudiendo la cabeza como en un gesto de agradable sorpresa.

—Que me aspen si sé cómo se ha vuelto de pronto asiática esta ciudad.

—Lo sabes perfectamente, hermana —dijo el hermano—. Es esa planta de pollos de Knowlton. No quieren blancos, ni tampoco negros, con los tiempos que corren. Quieren asiáticos, pero no quieren que vivan en Knowlton, así que los meten en Chamblee o Doraville.

—Bueno, a decir verdad, ésa es otra —dijo Conrad—. También necesito un trabajo. ¿Y la planta de pollos?

—Ca, ca, ca —dijo el hermano, que antes de hablar no paraba de frotarse con la lengua la parte desdentada de las encías—. Sólo el olor ya acaba contigo.

—¿Qué olor?

—El olor de miles de pollos, y hablo de miles y miles, el olor de miles de pollos con las tripas colgando.

—¿Vas a la iglesia? —preguntó la hermana.

Conrad dudó. Por la pregunta misma sabía que la respuesta correcta era decir que sí. De modo que se atrevió.

—Voy a la Iglesia de Zeus.

—¿La Iglesia de Zeus? —dijo la hermana—. Es la primera vez que la oigo.

—¿No será la Iglesia de la Encrucijada de Sión? —dijo el hermano.

—No, es Zeus —contestó Conrad—. Empezó en la época de Nerón.

—¿Dónde vas a encontrar alguna por aquí? —dijo la hermana.

—Ése es el problema —dijo Conrad—, no hay muchas en ningún sitio.

—Mi hermana y yo somos metodistas —dijo el hermano—. Nuestros padres eran HU, pero nosotros somos metodistas.

—¿HU? —preguntó Conrad.

—Hermanos Unidos —dijo el hermano—, pero mi hermana y yo somos metodistas. Lo único que no me gusta de la Iglesia metodista son los himnos. La mitad los escribió John Wesley, que en mi opinión nunca lo llegó a dominar. Los episcopalianos sí que tienen buenos himnos. Eso sí que se lo admito.

Se puso a cantar:

Señor de los ejércitos

sigue aún con nosotros

para que no olvidemos

para que no olvidemos

olvideeeeemoooooos…

De modo sorprendente, tenía una buena voz de tenor, que abarcó dos octavas en esos pocos versos.

—¿Qué clase de himnos tiene la Iglesia de Zeus?

—No muchos —respondió Conrad.

—Bueno, es lo que digo. En himnos, los episcopalianos son los que ganan.

Y se puso a cantar de nuevo:

Poderosa fortaleza es nuestro Dios,

un baluarte inexpugnable,

refugio contra la adversidad,

y vencedor de males mortales.

A continuación añadió:

—Y otra cosa. Si estás en la Iglesia episcopaliana, eres un episcopaliano. Si estás en la Iglesia metodista, eres un metodista. ¿Qué eres si estás en la Iglesia de Zeus? ¿Un zeusista?

—No, un estoico —dijo Conrad.

—¿Un estoico?

—Sí. La gente se cree que los estoicos son personas resignadas y que no se quejan, pero es toda una religión.

—No suena cristiana —observó el hermano.

—Es anterior —dijo Conrad—. Los estoicos influyeron en los primeros cristianos.

—Ajá. —El hermano le lanzó a Conrad una mirada escrutadora—. ¿En qué has trabajado antes?

—Ayudante de camionero, operario de almacén, albañil… pero no tengo ningún oficio. Puedo hacer cualquier cosa.

—Cargar camiones… no tienes demasiado el aspecto… —dijo el hermano—. Enséñame las manos.

Conrad separó bien los dedos y mostró las manos para que las examinara, con las palmas hacia arriba.

—Retiro lo dicho —se retractó el hermano—. Hermana, mira… por cierto, ¿cómo te llamas?

—Connie —dijo Conrad—. Connie DeCasi.

—Bueno, alabado sea el Señor —dijo la hermana—. ¡Un joven que dice su apellido! Hoy en día, los chicos sólo tienen nombres de pila. Es como si fueran traficantes de droga. Bueno, volviendo a lo que decíamos… Ah, ¿y tus padres?

Conrad vaciló.

—Están muertos los dos.

—¿Dónde te has criado? —preguntó la hermana.

—En muchos sitios. El último, Macón.

—¿Dónde vivías en Macón?

Por suerte recordaba la dirección de su carnet de conducir falso.

—En el 2700 de Cypress.

—No lo conozco —dijo el hermano.

—Volviendo a lo que decíamos —intervino la hermana—. Dices que necesitas una habitación, ¿no?

—Eso es —dijo Conrad.

La hermana miró al hermano, quien debió de hacerle una seña de aprobación, porque dijo:

—Bueno, tenemos una habitación que alquilamos algunas veces. Está arriba, en el segundo piso.

—¿Cuánto cuesta? —preguntó Conrad.

—Setenta y cinco dólares —contestó la hermana.

—¿A la semana?

—No, al mes. Y lo cobramos por adelantado.

La hermana condujo a Conrad por una oscura escalera cuyos escalones, junto a la pared, estaban cubiertos por pilas de ejemplares del National Geographic de Dios sabía cuándo. En el primer piso Conrad entrevió dos lúgubres dormitorios tan atiborrados de libros, revistas y baratijas, que la única parte visible del suelo de linóleo eran los caminos dejados desde la puerta hasta la cama. En un rincón del pasillo había un pequeño cuarto de baño con un antiguo lavabo de esteatita.

Al iniciar la subida hasta el segundo piso, la hermana ya respiraba con esfuerzo. Ascendía escalón a escalón, balanceando la mole de su cuerpo de un lado a otro.

—Las escaleras desta casa… vana cabar conmigo…

El segundo piso estaba bajo los aleros. Había varias habitaciones pequeñas con buhardillas, pero estaban tan hasta los topes de… cachivaches que parecían impenetrables. La luz que iluminaba el diminuto pasillo provenía de una bombilla enroscada en el techo, con una deshecha pantalla de pergamino sujeta boca abajo. La hermana condujo a Conrad hasta una puerta. Una estrecha buhardilla, desprovista de pantalla o persiana, dejaba entrar un rayo de luz en el cuarto. En ese cuarto el suelo no estaba completamente invadido por la colección Hola Otra Vez de los hermanos Munger, sino sólo muy desordenado. En un rincón, bajo un alero, había una cama, la más estrecha que Conrad hubiese visto nunca, mucho más estrecha que una cama corriente, con un armazón de metal pintado y una elaborada colcha hecha a mano, pero polvorienta y amarillenta. La mitad de la colcha estaba cubierta por pies de lámpara de cerámica colocados de lado.

—Estas cosas hay que guardarlas —dijo la hermana, jadeando con fuerza tras el esfuerzo de la subida—, pero es una buena cama, y hace cien años que nadie ha hecho una colcha enguatada como ésta —comesta—. Ya está empezando a hacer calor. —Se enjugó con el dorso de una mano una gota de sudor que le colgaba de la punta de la nariz y la frente con el dorso de la otra.

La atmósfera del cuartucho era agobiante y la inclinación de los aleros la acentuaba. Sin embargo, algo le dijo a Conrad que aquello era lo mejor que un agotado preso fugado iba a encontrar por la exigua suma de setenta y cinco dólares al mes. Además —aunque ese anhelo era incapaz de expresarlo con palabras—, ahí dispondría de… ¡otros seres humanos con los que hablar!… por más que fueran aquel par de viejas urracas. Eran excéntricos, eran parlanchines, eran inertes, eran mascadores de tabaco y escupían en vasos del McDonald’s, pero parecían tener buen corazón. Ya había vivido en un lugar en el que todo el mundo era joven y rebosaba energía, y todos los corazones eran malvados. Se llamaba Santa Rita.

Tras completar su transacción monetaria con la hermana, Conrad inició la tarea de «guardar» las cosas. Aunque consistió únicamente en disponer todas aquellas patéticas antiguallas en pilas ordenadas bajo el alero opuesto a la cama, tardó más de tres horas. Luego se quitó las botas, se tumbó sobre la vieja, polvorienta y amarillenta colcha enguatada, cerró los ojos, se puso a escuchar el latido de su corazón, sudó y se felicitó. ¡Una cama propia!… ¡para los siguientes treinta días! ¡Oh, Zeus!

Una cama propia, y la fabulosa suma de ciento noventa y siete dólares en el bolsillo.

Día 2. Se acabó el Demerol. Se acabó la inmersión en el ciego mar de la narcosis. Charlie tenía una enorme rodilla doliente con ramificaciones: la parte superior e inferior de la pierna derecha, el tronco, la otra pierna, los brazos, el cuello, la torturada cabeza y la vejiga, que le obligaba a someterse a la indignidad de una chata.

Como armadura contra tales insultos a su categoría, procedentes todos ellos del papel de paciente hospitalario en tanto que organismo asustado sobre el que unos seres superiores practicaban sus artes médicas, Charlie insistía en llevar una brillante blusa de seda tailandesa de color azul con motivos blancos cachemir, como si fuera un azul real capaz de infundir en los corazones de todo el mundo el temor al rey. En realidad, la regifobia, si es que existía, no parecía disuadir ni por un segundo a sus cuidadores. Emmo Nuchols continuó apareciendo y tratando a Charlie, que era veinte años mayor, como si él, Emmo, fuera un progenitor que, aunque paciente y tolerante, tenía que ser obedecido. En concreto, le ordenó que hiciese caso a su fisioterapeuta, una mujer de cara aguileña que resistía cualquier intento por su parte de engatusarla o hacerla sonreír. Lo obligaba a realizar todo tipo de cosas dolorosas, hasta el punto de hacerlo salir de la cama y apoyar su peso sobre la palpitante rodilla con la única ayuda de un andador de aluminio. El andador resonaba y vibraba en las juntas a cada minúsculo paso que daba. Cuando Charlie regresaba a la cama, lo hacía jadeando como un perro.

Se sintió decepcionado. Emmo siempre había descrito la operación como si fuera una obra de carpintería. En la maqueta que tenía en su mesa todos los huesos y cartílagos habían parecido limpiamente mecánicos. Cortar un poquito de esta bonita pieza de plástico de aquí, insertar una bonita y reluciente punta de titanio aquí, meter un trozo de relleno plástico inerte entre aquí y aquí… ¡en realidad, el hijo de puta había cortado el tejido vivo!, le había hincado una sierra en el fémur y la tibia, que estaban llenos de sangre, células, nervios, moléculas de ADN; del ADN no estaba seguro, pero nervios, sí que había, claro. La incisión iba desde aquí arriba hasta aquí abajo; se asemejaba a un tubo rojo apretado a todo lo largo y sujeto por tiras perpendiculares de esparadrapo color carne. El tubo rojo era, en realidad, la carne y la sangre en donde se había cerrado la incisión, y Charlie sentía que a su alrededor la piel estaba a punto de estallar.

Intentaba concentrarse en la rodilla, la sutura, el dolor; el dolor bastaba con creces para que no pensara en nada más. Le habían colocado en la corva un pequeño aparato llamado MMP, las siglas de «máquina de movimiento pasivo», que le hacía doblar la rodilla, lo quisiera o no. Dolía un horror. ¿Por qué soportar tanto sufrimiento cuando lo único que uno quería era que Dios se lo llevara en mitad de la noche? Fuera, en algún lugar, quizá en aquel preciso momento, el abogado de Fareek Fanón, un negro que vestía como un diplomático británico, estaba preparando una rueda de prensa en la que él, Charlie, llevando una gastada máscara de armonía racial, hablaría en favor del insolente Cañón… en un descarado acto de traición a Inman Armholster. Y si renegaba del trato, el tipo aquel llamado Zell o Zale, de PlannersBanc, estaba dispuesto a arrancarle hasta la última parcela de terreno que tuviera, empezando por Termtina.

Justo en ese momento la maldita MMP se puso en marcha, la articulación de la rodilla se dobló, y el dolor le recorrió todo el sistema nervioso central, obligándolo a torcer la boca y gruñir:

—¡Anghhhh!

Sin embargo, no tardaron en volver… Inman, Zell/Zale y el abogado Roger White… pisando con fuerza dentro de su cráneo y exigiendo atención.

Charlie tenía enfermeras privadas en el turno de cuatro de la tarde hasta medianoche y desde medianoche hasta las ocho de la mañana, pero no desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde. Había tanta actividad durante el día, con el desfile de médicos, enfermeras, camilleros, visitas y el individuo que limpiaba los suelos, que no necesitaba una enfermera privada. En realidad, lo que se dice necesitar, tampoco la necesitaba durante los otros turnos, pero era como la brillante bata azul: proclamaban que no era un pobre idiota postrado en una cama.

No podía ponerse de lado por temor a doblar la rodilla. Si quería cambiar de posición, podía incorporarse un poco apretando un botón que elevaba la mitad superior de la cama, o estirar los brazos, agarrarse a un par de asideros que colgaban sobre el pecho, hacer fuerza y mover su peso unos pocos centímetros a un lado u otro. Ésa pronto se convirtió en su forma de saludar a las visitas, su versión de levantarse por educación. No era que se muriera por tener visitas. No quería más recordatorios del mundo exterior que los absolutamente necesarios, aunque no había llegado hasta el punto de expresarlo en esos términos. Serena, Wally, el Genio y Marguerite eran las únicas personas admitidas en la habitación.

A primera hora de la tarde llegó el Genio. Tenía el mismo aspecto adusto de siempre, con las mejillas hundidas y el cuello que nunca llegaba a llenar del todo la camisa, pero exhibía una sonrisa muy poco Genio bajo los rectángulos de titanio de sus gafas.

Charlie se agarró a los asideros que colgaban sobre la cama, se movió medio centímetro, gruñó con ánimo apagado y dijo:

—Hola, Genio.

Era una voz abatida, puesto que en su estado Charlie no podía imaginar a nadie contento por algo.

El Genio acercó una butaca forrada de plástico de hospital y se sentó, con los vestigios de la sonrisa rondando aún las comisuras de los labios.

—Bueno, Charlie, ¿cómo va?

—Despacio —respondió Charlie—. Antes de la operación te lo pintan todo muy sencillo.

—Siempre he oído que exige un elevado umbral de dolor —comentó el Genio.

—Sí, eso —dijo Charlie— y la paciencia de un santo.

—Bueno, he venido a animarte, Charlie. O supongo que se podría decir que tengo una buena noticia y una mala noticia. ¿Cuál prefieres primero?

—Sorpréndeme.

—Muy bien, te sorprenderé. Por alguna razón, y no los he llamado para preguntarles por qué, PlannersBanc ha suspendido su campaña de acoso sistemático. Han llamado a los perros. No hemos sabido nada de ellos en toda la semana. —Dirigió a Charlie una sonrisa de oreja a oreja.

Charlie sabía que debía mostrarse gratamente sorprendido, aunque sólo fuera para complacer el entusiasmo del Genio. Sin embargo, no podía fingir. Se sentía inundado por una ola de culpa. Habían llamado a los perros porque él había aceptado traicionar a Inman Armholster.

—Bien —dijo en un tono apesadumbrado que enviaba la señal: «Es demasiado tarde», o: «No es suficiente».

La sonrisa del Genio se desvaneció.

—La mala noticia, no es que sea una mala noticia para nosotros. Supongo, sencillamente, que cae dentro del apartado de malas noticias. Estás enterado del caso de Fareek Fanón, la acusación de violación y demás, ¿no?

Charlie asintió.

—Nunca adivinarás quién es la muchacha implicada.

Los ojos de lector de códigos de barras del Genio estaban iluminados con mil vatios.

—Dímelo —pidió Charlie en tono apagado.

—Elizabeth Armholster. La hija de Inman Armholster.

Dos mil vatios.

Charlie sacudió la cabeza y apretó los labios. El Genio lo interpretó sin duda como una expresión de condolencia y pesar.

—¿Cómo lo has sabido? —preguntó Charlie.

—Su nombre ha aparecido en un sitio de Internet —explicó el Genio—. Es una situación extraña, porque nadie más lo está divulgando. No sale en el Journal-Constitution, no lo oyes por televisión y, sin embargo, el nombre está por toda la ciudad y por todo Internet. He visto un montón de situaciones en que no publican el nombre de la víctima de una violación, pero nunca había visto algo así cuando la víctima es la hija de un hombre tan conocido.

Charlie desvió la mirada y sacudió nuevamente la cabeza. Ola tras ola de culpa.

—No te encuentras demasiado bien, ¿verdad? —dijo el Genio.

—Es cierto —respondió Charlie. En realidad, se sentía profundamente deprimido. Alcanzó los asideros que le colgaban sobre el pecho y se levantó unos pocos centímetros. Quería que el Genio viera que aún tenía fuerzas. Quería que viera mejor su brillante bata azul; pero ¿por qué razón? No se le ocurría ninguna—. No le daría demasiada importancia a lo de PlannersBanc. Es difícil saber qué significa. Quizá no quiera decir nada.

No acababa de creer que estuviera a punto de traicionar a Inman con el fin de sacarse al banco de encima.

Entonces sonó el teléfono de la mesita situada junto a la cama.

El Genio se puso de pie en el acto y dijo:

—¿Quieres que conteste yo?

—Por favor —cansinamente—. Y averigua quién es.

El Genio contestó al teléfono, escuchó por unos instantes, luego colocó la mano sobre el micrófono del auricular e informó a Charlie:

—Es Marguerite.

Charlie suspiró, cerró los ojos y levantó la mano, como diciendo: «Estoy cansado y esto es una imposición, pero lo soportaré».

—Siento mucho molestarte, Charlie —dijo la voz de Marguerite—, pero… ¿cómo estás?

—Más o menos. Regular.

—Mira, lo siento mucho, pero ha llamado ese abogado de Wringer Fleasom, ese, ya sabes, Roger White, diciendo que le urgía hablar contigo. Era algo sobre una cita que tenías o que tienes con él la semana que viene…

Charlie sintió que el corazón se le aceleraba, que despegaba.

—¿Qué le has dicho?

—Lo que he estado diciendo a todo el mundo. Que estás fuera y no se te puede localizar, pero que llamas de vez en cuando. Entonces ha querido saber dónde estabas. Decía que podía llamarte donde estuvieras. La verdad es que se ha puesto muy insistente.

—¿Y qué le has dicho?

—Que no habías dado tu itinerario.

—¿Y qué te ha contestado?

—Que te recordara que esa cita era importantísima. ¿Qué quieres que haga? Si es que quieres que haga algo.

—Nada —respondió Charlie—. Has hecho bien. No hace falta que digas a nadie nada más que eso. —Se despidió, suspiró de nuevo, cerró los ojos y sostuvo el auricular en el aire, pidiendo implícitamente al Genio que lo colgara, cosa que él hizo.

Charlie mantuvo los ojos cerrados. ¿Tenía que abrirlos? Si no lo hacía, el Genio pensaría que le dolía la rodilla o padecía alguna otra forma de sufrimiento. Aunque en ese momento lo único que deseaba era… desaparecer. No cabía duda de que, de un modo u otro, podía alargar su estancia en el hospital durante la semana siguiente y eludir la rueda de prensa… aunque al mismo tiempo se daba cuenta de que eso no arreglaría nada. ¿Por qué iban a ser tan amables —¿quiénes?— como para apartarle a PlannersBanc del cuello a cambio de nada? ¿Se había vuelto tan débil e insensato como para pensar que podía esconderse?

De modo que abrió los ojos. El Genio estaba de pie, mirándolo con expresión de desconcierto.

—No te preocupes por mí, Genio. Creo que son los analgésicos. Te dejan hecho polvo. Atontado. —Alzó el cuerpo un par de centímetros, tirando de los asideros.

Quería demostrarle al Genio que aún controlaba su persona. Se hundió en la almohada y, de modo involuntario, dejó escapar un quejido; la frente se le cubrió de sudor. Se obligó a sonreír, pero fue una sonrisa atribulada.

—Noto la rodilla como si fuera una pelota de baloncesto, Genio.

—Voy a dejar que vuelvas al modo inerte, Charlie. Sólo quería que supieras lo del banco y lo de Inman Armholster.

—Gracias —dijo Charlie—. Mantenme al corriente. —Intentó otra sonrisa—. Ya sabes dónde estoy.