26

Manitas

¿Cómo podía Harry aceptarlo con tanta tranquilidad? ¿Era una especie de broma? ¿Iba a aparecer de pronto Jack Shellnutt por el pasillo diciendo: «¡Ha sido sólo una broma, Ray!»? Peepgass lanzó una breve mirada a la pared interior de vidrio que daba al pasillo.

Mientras tanto, Harry siguió repantigado en su silla, tras la mesa, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, los codos sobresaliendo a los lados y las calaveras y las tibias de los tirantes desfilando arriba y abajo por su gran pecho. Peepgass no habría podido adoptar en modo alguno una pose tan relajada como ésa, aunque la silla de su despacho tuviera un tapizado de cuero tan lujoso y suave como la de Harry, y conseguir, además, que la pose fuera creíble. No era tan buen actor.

—¿Qué significa eso de «soltar a Croker por ahora»? —dijo Peepgass, que permanecía en pie al otro lado de la mesa de Harry, levantando las manos ante él, con las palmas hacia arriba, en un gesto de «¡No… me… fastidies! ¡Es increíble!». En voz alta, añadió—: ¿Qué razón te ha dado?

Harry, que seguía completamente relajado, dijo con su voz bronca:

—A estas alturas ya conoces a Plyers. Es un mensajero. No es muy bueno dando explicaciones. —En el organigrama Morgan Plyers era un vicepresidente; en realidad, se trataba del ayuda de campo de Arthur Lomprey y con frecuencia transmitía las instrucciones del líder máximo—. Ha dicho que era una macrodecisión.

—¿Una macrodecisión? —dijo Peepgass—. ¿Qué se supone que quiere decir eso?

—¿Nunca has oído hablar a Arthur de macrodecisiones? —dijo Harry—. Eso significa que no tiene nada que ver con el tema concreto en cuestión. Es parte de una estrategia más amplia.

Peepgass sacudió la cabeza.

—Me gustaría saber de qué «estrategia más amplia» hablas, a menos que sea que a partir de ahora vamos a dejar que los comemierdas se tomen todo el tiempo del mundo en devolvernos el dinero, con la esperanza de que nuestra amabilidad los empuje a buscar mejor en sus bolsillos.

Harry sonrió.

—¡Ray! ¡Te has entusiasmado con el caso Croker! ¡Vamos a tener que reclutarte para el Departamento de Sesiones! Eso es lo que necesitamos aquí, tipos como tú y Shellnutt, que ven la palabra «traidor» marcada en la frente de todos los comemierdas.

—No de todos los comemierdas, Harry; Croker nos ha mentido, engañado, robado, nos ha dado largas, se ha reído de nosotros y nos ha tomado por mamones. Ese comemierda en concreto se cree que es demasiado grande para jugar siguiendo las reglas.

—No creo que se sienta ya tan grande; no desde que le quitamos el G-5 —dijo Harry.

—Puede ser… ¿qué querrá decir Arthur con «soltar a Croker por ahora»? ¿Cuánto tiempo es «por ahora»?

—Plyers no lo ha dicho —respondió Harry—. Entre tú y yo, dudo mucho que Arthur lo tenga al corriente de la mayoría de estas cosas.

Peepgass permaneció ahí, mudo, incrédulo. No podía creer que Lomprey hubiera dado semejante orden, no podía creer que Croker hubiera salido del atolladero, al margen de lo que significara «por ahora», y no podía creer que Harry, que había sostenido que quería ver las cenizas bailar, se lo tomara con tanta ecuanimidad. Peepgass veía lo que se avecinaba. Si ese «por ahora» se alargaba demasiado, toda su campaña para obligar a Croker a entregar sus propiedades perdería empuje. Croker podría recobrar su agresividad bruta y… ¿podía dejar él, Peepgass, que se alargara el «por ahora» sin informar a Herb Richman y a los demás miembros del sindicato?

Harry continuó reclinado contra el respaldo, agitando los codos en el aire. Empezaba a mirar a Peepgass como se mira una curiosidad.

—Bueno… voy a ir a hablar del tema con Arthur —anunció Peepgass—. Este asunto es demasiado importante para abandonarlo así.

—Buena suerte —dijo Harry con un arqueo receloso de cejas—, pero mi experiencia es que cuando Arthur envía a Plyers con una de sus «macrodecisiones» se trata de algo que no se muere por discutir.

Fue a última hora de la tarde cuando Arthur Lomprey se dignó por fin ver a Peepgass. El despacho de Lomprey estaba en una esquina que daba al norte hacia Buckhead, al este hacia Decatur y al sur hacia el centro de la ciudad, suponiendo que uno deseara ver la vaga extensión de la mitad inferior de ésta. El despacho de Lomprey era tan grande que tenía tres zonas para sentarse: alrededor de un sofá, alrededor de una mesa y alrededor de su gigantesco escritorio. Los decoradores se habían aplicado ahí, con toda clase de pieles, maderas de árboles frutales, alfombras geométricas y telas tan lúgubremente espléndidas como tapices antiguos. Sentado a su escritorio, Lomprey, cuya cabeza sobresalía como la de un perro, observó a Peepgass entrar, pero no se levantó.

—Pasa, Ray —dijo en tono bastante amable.

Sin embargo, mientras Peepgass cruzaba la gran alfombra con un estampado que tenía el extraño aspecto de una multitud de hileras de lazos de campañas reivindicativas, los pequeños ojos de la sobresaliente cabeza del máximo líder volvieron a la lectura de un documento que estaba sobre la mesa. ¿Por qué iba a perder su valioso tiempo esperando a que un simple Raymond Peepgass cruzara ocho o diez metros de alfombra? Peepgass supo entonces, si no lo sabía antes, que cualquier cosa que hiciera para escamotearle a PlannersBanc parte de los restos de Croker estaría justificada.

A su debido momento, Lomprey volvió a alzar la mirada, hizo un gesto hacia una butaca y dijo:

—Siéntate.

Luego se inclinó hacia adelante, puso los codos sobre la mesa, empezó a golpearse la palma izquierda con un bolígrafo de oro que sostenía entre el pulgar y el índice de la derecha y, sonriendo, dirigió a Peepgass una mirada que resultaba difícil de interpretar. O bien era de diversión por el desconcierto de su subordinado, o bien de asombro por la insistencia de esa hormiga en ver al líder máximo cara a cara. En cualquier caso, no era amistosa.

—Y bien, ¿qué es lo que te preocupa, Ray?

Lomprey sonrió una vez más, y entonces Peepgass lo adivinó. Era una sonrisa de simple desprecio.

—Me preocupa Charlie Croker, Arthur. —Sonó tan forzado, tan poco Peepgass, que la sonrisa de Lomprey no tardó en desaparecer—. Me ha dicho Harry que lo paremos todo en lo que se refiere a Croker.

—Eso es —admitió Lomprey.

Peepgass esperó alguna aclaración, pero cuanto obtuvo fue una sonrisa renovada. Ésa tenía pequeñas curvas de irritación en las comisuras.

—En fin, Arthur —dijo Peepgass—, espero que no esté fuera de lugar que pregunte la razón. Vamos, tenemos a ese comemierda justo donde queríamos. Lo tenemos a punto de entregarnos todo lo que tiene, escrituras en lugar de embargo. Pero si lo dejamos ahora, es probable que se cierre en banda. Prolongar el asunto es completamente innecesario.

La sonrisa paciente e irritada:

—Me sorprende que Harry no te lo haya explicado. Se trata de una macrodecisión, Ray. Tiene que ver con cuestiones que están por encima del trabajo a corto plazo de las sesiones de Croker.

En el vacío que siguió en la conversación… sólo la sonrisa.

¿Se atrevería a aguijonear aún más al líder máximo? ¡Cuánta irritación y cuánto desprecio reflejaban esa sonrisa! Sin embargo, dado lo que estaba en juego, se atrevió:

—¿Te importa que pregunte qué cuestiones, Arthur?

—Me importa —espetó Lomprey, bajando aún más la cabeza y lanzándole una mirada carnívora—. Espero que no te sorprenda demasiado saber que de vez en cuando debo tratar problemas de mayor alcance que lo que a ti y a Harry os gustaría hacer con Charlie Croker.

—¡Oh, ya lo sé! —dijo Peepgass, retrocediendo a toda prisa—. ¡Me doy cuenta! Sólo que aquí tenemos un activo tan grande en juego y unas sesiones tan maduras… —Buscó en la cara de Lomprey algún indicio de comprensión, pero no encontró ninguno—. Lo entiendo perfectamente… lo entiendo perfectamente… Sólo quería asegurarme de que todos los parámetros…

Nunca se acordaba de qué era lo que se hacía con los parámetros.

Se retiró del despacho de Lomprey en estado de aturdimiento.

En el programa de esa noche de la Sinfónica de Atlanta en el Woodruff Arts Center figuraban el Concierto n.º 1 para piano de Chaikovski, la Sinfonía n.º 6 «Pastoral» de Beethoven, La consagración de la primavera de Stravinski y el rag Maple Leaf de Scott Joplin, nada de lo cual tenía que ver con la evidente agitación que reinaba en el vestíbulo del Symphony Hall. El zumbido habitual de la colmena había alcanzado el nivel de rugido. ¡Qué miradas se lanzaban esos melómanos! ¡Qué sonrisas radiantes! ¡Cómo mostraban los dientes cuando sonreían! Y, por todas partes, en las crestas de las olas de sonido, Martha y Peepgass oían los mismos nombres: Armholster… Inman… Elizabeth… Fanón… Fareek… Fareek el Cañón

Martha y Peepgass habían estado hablando justamente de lo mismo, bajando desde Buckhead en el Volvo 960 alquilado por Peepgass. Para Peepgass, por más que entendiera la importancia de Inman Armholster en el orden de las cosas de Atlanta, sólo se trataba de un cotilleo más. Martha se lo tomaba de un modo más personal. ¡Ellen! No paraba de pensar en Ellen Armholster. ¡Lo que debía de ser estar en su lugar! El hecho de que Ellen la hubiera tratado como una no-persona desde su divorcio de Charlie no importaba. ¡Pobre Ellen!

Martha mostraba poca disposición a hablar de las desgracias ajenas y, sin embargo, se sentía clavada en ese lugar, ese vestíbulo, la escena de todas las charlas desenfrenadas.

—¡Martha!

Una radiante mujer de unos cuarenta y tantos años, con el habitual «casco protector Palm Beach» rubio piña, se materializó ante ella. Era María —pronunciado al modo sureño, Ma-ra-ia— Bunting. Antes de abrazar a su amiga e inclinar la cabeza junto a la suya en un beso social, le lanzó una mirada a Ray Peepgass que Martha percibió.

—María, te presento a Ray Peepgass. Ray, María Bunting.

—¡Hola, Ray! —exclamó la mujer, mostrándole una gran sonrisa y tendiéndole la mano.

—Encantado de conocerte —dijo Peepgass, estrechándole la mano. Estuvo a punto de llamarla María, pero se lo pensó dos veces.

María Bunting se volvió hacia Martha y preguntó:

—¿Habéis oído la espantosa noticia sobre Elizabeth Armholster?

A mitad de la pregunta dirigió los ojos hacia Peepgass durante medio segundo, antes de volver a la cara de Martha para esperar una respuesta.

—Claro que sí —contestó Martha—. Estaba en Paolo’s cuando una mujer recibió una llamada por el teléfono móvil. ¡Me quedé pasmada! No se me iba de la cabeza la pobre Ellen.

Paolo’s era una peluquería de Buckhead.

—La pobre Elizabeth, querrás decir —apuntó María Bunting.

—Sí, ya sé… —dijo Martha.

Sin embargo, María ya había fijado los ojos en Peepgass.

—No sabía nada hasta que Martha me lo ha contado viniendo para acá —dijo Peepgass—. ¿Qué decía la noticia?

—Lo que he oído, bueno, Ed y yo, Ed es mi marido, hemos oído la radio mientras veníamos y no han dado ningún nombre. Lo único que han dicho es lo de la página web de Internet, ¿cómo se llama?

—¿Cazar el dragón? —dijo Peepgass.

—Creo que sí. Me acuerdo de que había un dragón. Al parecer, han roto las normas y han divulgado su nombre, y el hecho de que el padre de la chica es uno de los hombres de negocios más importantes de Atlanta. En la radio han sido lo bastante amables y respetuosos, pues no han mencionado a nadie.

Lanzó una sonrisa bajo la eufórica mirada, pero enseguida torció las comisuras de los labios.

Los tres inspeccionaron rápidamente el vestíbulo. Martha reparó en una pareja negra cerca de la pared; eran de piel clara y el hombre hacía que uno se preguntara, por el modo en que iba vestido, si no sería inglés.

—En fin, lo encuentro espantoso —añadió Martha—. No me importa si está o no en Internet. Me parece que tendrían que avergonzarse.

—Bueno, por lo menos parece que los periódicos y las cadenas de televisión no lo utilizan —dijo María Bunting.

—No tienen necesidad —repuso Martha. Un pequeño gesto de hastío—. Mira a tu alrededor. Es lo único de lo que habla la gente, yo incluida. Todos aquéllos cuya opinión es importante para Ellen e Inman ya lo saben. Me costaba creer lo que estaba viendo. Una mujer llamó al móvil de otra persona, en el mismo Paolo’s, sólo para difundir la noticia.

Peepgass y María Bunting sacudieron la cabeza. A Peepgass, en el fondo de su corazón, aquello no le importaba en absoluto, pero los ojos de María brillaron más eufóricos que nunca.

Antes de que las luces del vestíbulo se atenuaran y brillaran, se atenuaran y brillaran, se atenuaran y brillaran para indicar a la multitud que debían dirigirse a sus asientos, otras tres grandes damas —Lettie Withers, Lenore Knox y Betty Morrissey— se habían acercado a Martha para saludarla, cloquear y echar humo a propósito de la horrible noticia sobre Elizabeth Armholster.

En cuanto a Martha, según su considerada y satisfecha opinión, su vuelta a la visibilidad social no guardaba relación alguna con el caso Armholster, sino con la presencia a su lado de ese hombre presentable, más bien joven y con pelo abundante, el señor Ray Peepgass. ¡Ya podían volver a verla!

En cuanto a Peepgass, lo que procesaba en su interior era que conocía todos esos nombres —los nombres de los ricos e influyentes—, Bunting, Withers, Knox, Morrissey, sólo desde lejos, desde la lejana, lejana, lejana distancia del mundo del señor Ray Peepgass, de la unidad XXX-A de las Hénides de Normandía. En compañía de Martha Croker sólo estaba a un chasquido de dedos de tutearse con ese mundo. Si Lomprey lo supiera, cambiaría su insultante tono. Macrodecisión, venga ya.

Enfrascado en la Sexta de Beethoven, el inmenso arco de seres humanos del escenario se afanaba laboriosamente sobre violonchelos, oboes, cornos ingleses, flautas y vaya uno a saber qué. En un momento dado era como si estuvieran trabajando en el fondo de un sótano y de pronto una lluvia de notas se alzaba y caía sobre el público. Los sonidos graves resonaron en la barriga de Peepgass, luego empezó otra vez la llovizna, y su mente se puso a divagar. Aquello le producía una ligera sensación de dolor de cabeza. Le recordaba la iglesia. Su madre lo había sacado del catecismo y los oficios religiosos de la iglesia luterana cuando tenía diez años y se mudaron desde St. Paul, Minnesota, a San José, California. Por alguna razón la religión nunca sobrevivió a esa mudanza, o quizá fue que no había ninguna iglesia luterana a la que ser llevado. Fuera lo que fuere, recordaba la pesada sensación de dolor de cabeza que se apoderaba de él. Su mente divagaba como divagaba en aquel momento. Estaban enseñándole el catecismo y él pensaba en la vez en que, con cuatro años, se dispuso a demostrar a un niño y una niña del barrio que se podía caminar sobre el hielo, dio tres pasos sobre el estanque y se hundió en el agua helada; si no llegan a estar ahí sus amigos habría acabado ahogado y congelado. Oh, era el más listo de ellos, había sido el más listo en todos los cursos, aunque a los cuatro años no supiera el grosor relativo del hielo. Había sido el más brillante, el más destacado en todas las etapas. ¿Y por qué se encontraba entonces en la situación en que se hallaba esa noche?: endeudado hasta las cejas, de la forma más infantil, además, endeudamiento de tarjeta de crédito, inmovilizado sin liquidez, incapaz de acudir a oír a la Sinfónica o a la inauguración del Museo High, a menos que una benefactora le pagara la entrada, apenas capaz de reunir un traje planchado, una camisa lavada y una corbata decente al mismo tiempo, con una carrera que no iba a ninguna parte, despreciado por la capa superior de la humanidad que tomaba macrodecisiones, frustrado —«por ahora»— en el plan más ambicioso de toda su vida por un tomador de macrodecisiones cuyo cuello se proyectaba hacia adelante como el de un perro… ¿Por qué tantos «dirigentes empresariales» eran hombres altos como Lomprey, que medía uno noventa y cinco o noventa y ocho a pesar de su aspecto de perro escoliótico? ¿Era eso, de entre la multitud de cosas que las pruebas de inteligencia no medían, lo que había hecho fracasar a Raymond Peepgass? ¿Cómo salir del agujero y salvarse? Ahí, en la oscuridad, no se estaba tan mal… Los violonchelos, los oboes, los fagotes y una viola aserruchaban, gemían y fagoteaban en su abdomen, cuando una tremenda precipitación por parte de las flautas, las trompetas, los clarinetes y los violines cayó sobre él, como un súbito chaparrón vespertino en las Bahamas… pero todo bajo la mullida cobertura de la oscuridad. En la oscuridad la mujer que tenía a su lado no era una fornida mujer de cincuenta y tres años. Era una agradable mujer con entradas para toda clase de cosas.

La mente de Martha divagaba por el escenario. ¿Quiénes serían aquellas personas que estaban ahí subidas, tocando sus instrumentos con tanta dedicación? Aquélla, la tercera violinista desde el extremo, debía de tener casi su edad, un poco gorda, guapa, no sabía qué hacerse con el pelo… ¿Qué historia tendría? Una historia triste, decidió. Había demostrado tal virtuosismo de niña, una niña delgada, segura de sí misma y vivaz, que parecía poseer todo el talento del mundo, la clase de espíritu libre dotado del impulso infalible para enamorarse del hombre equivocado… y ahí estaba, en la cincuentena, una más en la fila de hombres y mujeres que tocaban el violín en Atlanta, Georgia. ¡Aunque al menos tenía su talento! ¡Podía llenar de música su solitaria casa!… O quizá era ella, Martha, quien lo había hecho todo mal. Le habría gustado que dejaran la música en suspenso, como un pequeño fondo sinfónico, ligeramente melancólico, y que los músicos se levantaran, uno por uno, para contar sus vidas… la deslumbrante promesa de juventud, la inflexión de la mediana edad y al final… Al final de la fila de violinistas había un hombre viejo y arrugado, con unos mechones de pelo y una carne gris que parecía haberse fundido en el extremo del violín apoyado bajo la barbilla. Vivía solo, decidió. Él y su mujer habían vivido el uno para el otro, pero ella había muerto. Cada golpe del arco se convertía en un grito de pena. Completaba sus ingresos dando clases de violín, pero ¿qué fin tenía toda esa supuesta música? Mientras tanto, el arco sollozaba y sollozaba. El pensamiento nubló los ojos de Martha. Dos o tres mil personas en aquella sala… y tanta soledad… y ¿quién aparte de ella se tomaba el tiempo de compadecer a los solitarios? Nadie de los que ella conocía. Todos consideraban la soledad como un estigma, un signo de fracaso, una pifia. Una transgresión de la etiqueta, eso era la soledad, una fuente de incomodidad. Y en eso se convirtió en cuanto Charlie la hubo abandonado, en una incomodidad. María Bunting, Lettie Whiters, Lenore Knox, Betty Morrissey… ninguna de ellas tenía la menor idea de quién era Ray Peepgass. No obstante, la había hecho visible otra vez. La sección de violín estaba en ese momento quieta. La violinista de mediana edad de un lado y el viejo del otro, habían apartado la mejilla y la barbilla de sus instrumentos. Tenían la mirada bajada, siguiendo el progreso de las partituras… ¿o dejaban divagar la mente? ¿Qué les quedaría cuando acabara la música? ¿Con qué tendrían que enfrentarse al regresar a casa? Para el propio Beethoven tampoco había sido un lecho de rosas, por lo poco que recordaba.

La llovizna continuaba a un ritmo constante. En realidad, se había convertido en un auténtico aguacero. Cuando Beethoven se entusiasmaba, no había quien lo parara. Peepgass intentó imaginarse como compositor, sentado a una mesa delante de aquellas líneas, aquellos pentagramas, y esforzándose porque se le ocurrieran notas… Estaba más allá de sus posibilidades. La mayoría lo habían pasado mal, incluso los más grandes, según recordaba. Aunque al menos habían dejado algo, algo que sus hijos podían señalar… Si al día siguiente lo atropellaba un Lincoln Navigator, ¿qué escribirían sobre él? ¿Quiénes?, en realidad. Ese «quiénes» tendrían que ser algunos seres queridos que pagaran una esquela en el Journal-Constitution… ¿y quién haría eso? ¿Betty? ¿Sirja? ¿El señorito P. P. Peepgass? ¿Los chicos? Por una razón u otra, desde su separación de Betty casi no había visto a los chicos. Se preguntaba si habrían dejado de utilizar ya la canasta de baloncesto colocada junto al garaje. Cuarenta y seis años y no había dejado huella alguna… en cambio, alguien como Edward I. Bunting daba a un hospital cinco millones de dólares que le sobraban, bautizaban todo un pabellón con su nombre, y nadie se acordaba de que había hecho el dinero vendiendo insecticidas agrícolas. En el Sur les gustaba mucho hablar de la «familia», pero al final del día todo se reducía al dinero. Uno podía hablar de la familia hasta quedarse ronco, pero si vivía en un minúsculo apartamento de alquiler en Collier Hills, en lugar de hacerlo en una mansión de la parte de Paces Ferry Oeste de Buckhead, ¿a quién le importaba esa «familia»? ¿Cuál era la bondad de un gran árbol genealógico que descendía directamente por una pendiente de treinta grados hasta un barranco situado en la base de un terraplén sobre el que se apoyaba la autopista 75?

Bueno… Mmmmmmmmmmmmm… hacía gimnasia, ¿no? Siempre estaba hablando de DefinitionAmerica y de una clase que le daba un turco llamado Mustafá Nosecuántos. Así que a lo mejor… ¿qué era lo que decía Mickey Mantle? Lo primero que miraba en una mujer era si tenía buenas pantorrillas. Si las pantorrillas estaban en forma, había posibilidades de que los muslos estuvieran en forma; y si los muslos estaban en forma, ¿podían estar muy mal los abdominales y el resto? Y Martha tenía buenas pantorrillas… ¡Pero seguía teniendo cincuenta y tres años, por el amor de Dios! Tranquilízate, Peepgass… Considéralo como una especie de unión concertada. No es tonta. A su edad no es un asunto de hijos. Te dará un lugar y tú le darás un lugar, suponiendo que tenga alguna cosa que hacer en ese gran espacio que le proporcionarás… Pero ¿qué dirá la gente?… ¡una mujer siete años más vieja que él! Buenooooooooo… ¿qué dicen ya? Harry Zale se le ríe en la cara por excitarse con el caso Croker y, cuando le pide a Arthur si le importa que le haga una pregunta, Arthur espeta: «Me importa», como si a él, Peepgass, no le correspondiera meter la nariz en asuntos que se deciden sólo en la planta cuadragésima novena. A decir verdad, le encantaría ver la expresión de sus jetas asquerosas. En aquel momento lo trataban como si fuera una abeja obrera… ¡Bien, todo eso iba a cambiar, de una forma u otra!

Los arcos de los violines subían y bajaban como… patas de grillos. No tenía ni la más remota idea de por qué había aparecido esa imagen de pronto en su mente. Miró para ver si el hombre viejo seguía al violín principal… Al parecer, aguantaba… Ray era más joven que ella. No sabía cuánto más, pero en su aspecto había algo aún un poco infantil, algo demasiado blando y pasivo. Era la clase de hombre que cualquier mujer extraordinaria, extraordinaria por ambición o por simple maldad, avasallaría. ¡Su mujer lo había echado de casa! ¡Le había dicho que se largara y él se había largado! No era que Martha considerara que le gustara imponerse. Había resultado difícil imponerse viviendo en compañía de Charlie Croker durante veintinueve años. Sin embargo, una mujer quizá tenía que imponerse en lo que se refería a Ray. Era brillante y rápido, pero en absoluto duro. Necesitaría un montón de mantenimiento. Sin embargo, era una buena compañía, una compañía relajante, una compañía considerada. Charlie podía ser incómodo, sobre todo cuando se ponía hecho una furia. Ray nunca sería incómodo. Y tampoco se trataba de que tuviera que tomar una decisión. Era la quinta vez que salían, y Ray nunca se había comportado de modo diferente de lo que era en aquel momento. Sólo distinguía unos difusos contornos con su visión periférica ahí, en la oscuridad. Era completamente posible que sólo estuviera interesado en conseguir una medalla de oro en PlannersBanc por crear su amado sindicato.

Beethoven avanzaba con todo en ese momento, con fagotes, violonchelos y timbales en su barriga, enviando un fuerte aguacero de notas al mismo tiempo. Aquello hacía que se sintiera un poco atontado, confuso y, pensándolo bien, afectuoso. ¿A dónde conduciría? No tenía la menor idea. ¿Cuánto costaría? No mucho. Al fin y al cabo, ¿cuánto se enfadaría ella? No mucho. Sería un halago. Él era joven. En realidad, por lo que veía, su aspecto no había cambiado en veinte años. Un par de kilitos de más. Seguía teniendo una mandíbula firme. Algo les pasaba a los hombres cuando entraban en la cincuentena y la sesentena; la mandíbula empezaba a ponerse blanda, fofa, de modo que las mejillas empezaban a fundirse con el cuello. No, lo peor que podía ocurrir era que se sintiera halagada. ¿Lo mejor que podía ocurrir? No tenía ninguna imagen clara, puesto que no tenía ninguna auténtica imagen de hasta dónde quería ir. Tendría que improvisar sobre la marcha. Bum bum bum, llovizna llovizna llovizna, seguía haciendo Beethoven, y aún más llovizna llovizna llovizna. Se sentía cariñoso y narcoléptico. La vigiló con el rabillo del ojo. La luz del escenario creaba unos reflejos suaves e imprecisos que hacían que pareciera regordeta, como si estuviera hecha de helado. Sin embargo, eso era sólo el juego de luces y sombras, las distorsiones del claroscuro. La mujer tenía buenas pantorrillas. Buenas pantorrillas, buenas pantorrillas. Las manos estaban apoyadas sobre el regazo, lo cual representaba un problema. Si intentaba tomarle la mano para proceder de ese modo y se pasaba, podría parecer que pretendía tocarle la entrepierna y lo convertiría todo en una farsa abyecta. Movió la cabeza ligerísimamente y dirigió los ojos hacia ella. Un haz de luz cayó en su antebrazo y captó su mirada cuando se reflejó en el oro del reloj y las pulseras. Dios santo… Probablemente llevaba más dinero en una muñeca que el que él conseguiría bajo la forma de renta discrecional en dos años. En cualquier caso, el brillo le marcaba un objetivo visible. Así que… ¿lo hacía?… ¿por qué no?… adelante… Se quedó mirándola sólo el tiempo suficiente para asegurarse de que dirigía la mano directamente a la muñeca. No quería mirarla cuando su mano tocara la de ella. ¿Por qué? No era una pregunta para la que tuviera respuesta, más allá del hecho de que no habría sabido qué decir con semejante mirada. Las puntas de los dedos percibieron el metal muy labrado que llevaba en la muñeca y al instante siguiente encontraron la palma de su mano y se deslizaron hasta los dedos. Ella tuvo su oportunidad… y la mano no se retiró. Ni tampoco ella se volvió con una sacudida de incredulidad. No apartó la mano mientras él entrelazaba sus dedos con los de ella. ¡Oh! Bien, ahí estaba. ¿Qué buscaba en realidad?

La cabeza empezó a darle vueltas, pero no a causa de la emoción, sino de unos cómputos estrictamente lógicos. Ya no tengo dieciséis años. Si acepto ese pequeño gesto de tomarme la mano, estaré dando por supuesto mucho más, aunque no pueda estar segura de qué. Sin embargo, si retiro la mano, aunque sea con desenfado, entonces estaré diciendo que no a cuanto Ray pueda hacer por mí estando a mi lado. Si las luces se encendieran de repente y todo el mundo me viera haciendo manitas con el señor Raymond Peepgass de PlannersBanc, me sentiría avergonzada. ¿Por qué? No lo sabía. La mano de él le parecía muy grande y cálida. ¿Tenía que darle un ligero apretón? Decidió que… no; por la sencilla razón de que no sabía qué significaría ese apretón. ¿Tenía que mirarlo? ¿De qué modo? ¿Con afecto? ¿Con gratitud? ¿Con ternura? O con un arqueo irónico de las cejas, como diciendo: «Todo en broma, ¿de acuerdo, Ray?». Lo cierto era que ni siquiera sabía qué quería transmitir. Dirigió la mirada hacia él todo cuanto pudo sin mover la cabeza. Con el rabillo del ojo vio que él tampoco la estaba mirando. De modo que permanecieron sentados, agarrados de la mano en la oscuridad del Symphony Hall del Woodruff Arts Center. Mientras todos los solitarios violinistas se afanaban como saltamontes.

Al final del concierto, mientras Henrietta y él estaban atrapados en la marea humana del vestíbulo, Roger Blanco al Cuadrado puso una sonrisa presuntuosa y dijo:

—Es mejor tomárselo a risa. ¿Sabes por qué han metido a Scott Joplin al final?

Hablar de música seria, incluso con Henrietta, siempre hacía que el temido mote, Roger Blanco al Cuadrado, le viniera a la mente.

—¿Por qué? —preguntó Henrietta.

—Era un rico trocito de chocolate. —Se interrumpió. No quería que Henrietta atribuyera un doble sentido a «chocolate»—, un postre, unos caramelos, unos dulces, una pequeña recompensa para toda esta gente —con un movimiento de la cabeza señaló a la multitud que los rodeaba—, por quedarse ahí sentados soportando a Stravinski.

Le sonrió de oreja a oreja, como si se tratara de una observación divertidísima y él disfrutara de lo lindo. Puesto que eran, según veía, los únicos negros del lugar, no quería que nadie, entre toda esa gente, entre todos esos blancos, pensara que Henrietta y él se sentían de algún modo incómodos, desplazados, dominados, intimidados.

Henrietta dijo:

—Un rico trocito de chocolate, ¿eh?

—No lo decía en ese sentido —explicó Roger Blanco al Cuadrado. De nuevo sonrió de oreja a oreja—. No creo que lo hayan metido por ser ne… afroamericano. —Henrietta se había vuelto tan a la moda, que había empezado a ser cuidadoso con la terminología delante de ella—. Creo que es porque el rap Maple Leaf es familiar, feliz, alegre, jovial. Ha sido la recompensa por soportar La consagración de la primavera. Habrías visto unas cuantas caras largas si toda esta gente hubiese recibido al final una buena dosis de Stravinski.

Añadió otro centenar de vatios a su sonrisa.

—Oh, no sé…

—En Atlanta, Stravinski es todavía de lo más moderno, vanguardista.

—Oh, no sé si…

—En Atlanta, es como si esto fuera el estreno de La consagración de la primavera. La única diferencia es que no son lo bastante valientes como para silbar. No sé lo que pasaría si fuera Schoenberg. Dar un tirón de orejas o, a lo mejor, hacer dimitir a alguien.

—No estoy segura de que hicieran algo diferente de lo que están haciendo ahora —dijo Henrietta. A continuación se acercó más a él, para no tener que levantar la voz—. Ni siquiera piensan en la música. Lo único en lo que piensan es en Fareek y la hija de Armholster.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque escucho. Era de lo que estaban hablando cuando llegamos y es de lo que están hablando ahora.

Roger miró alrededor… Maldita sea… No cabía duda… Al fin y al cabo, su foto había salido tres veces en el periódico y había aparecido en todas las cadenas imaginables después de la rueda de prensa… Esa gente… ¡lo reconocía! Se mantuvo todo lo erguido que pudo. Allá, a diez o doce metros, una mujer blanca con un voluminoso peinado rubio lo miraba fijamente. A continuación sonrió. No supo si devolverle o no la sonrisa. Sin girar la cabeza, la mujer le tiró del brazo a un hombre alto que tenía a su lado, le dijo algo, y él lo miró. Roger apartó la vista porque empezaba a incomodarle mirar a esas personas sin saber cómo responderles ni si debía hacerlo siquiera… Suspiró. Supuso que tenía el virus, el virus de la celebridad, pero no estaba dispuesto a dejar que lo afectara. Había construido su carrera de un modo completamente diferente. Deseó mencionar a Henrietta el modo en que esa gente lo miraba. Deseó preguntarle: «¿Crees que algunos de esos blancos que ves susurrando… crees que es porque me han… reconocido?». Sin embargo, no era tan tonto para preguntarlo. ¡Menuda carcajada soltaría!

Mientras avanzaban lentísimamente en la marea humana de blancos que se acercaban a las salidas, miró a un lado y a otro… y se convenció de que la gente lo miraba… Lo reconocían. Era una sensación que jamás había experimentado. No pudo contenerse más. Empezó a reír entre dientes.

—¿De qué te ríes? —preguntó Henrietta.

La miró y, de pronto, se sintió aún más feliz por lo hermosa que era. Le pasó un brazo por encima de los hombros. Sentía el afecto del Destino sonriéndole. No era una esposa guapa, ¡era una esposa guapísima! Esos grandes ojos pardos, en contraste con el tono tabaco claro de su piel, la blanda exuberancia de su peinado «alma de la fiesta»… y, de repente, también era… famoso.

Se inclinó y le susurró al oído:

—¡No mires ahora, pero me temo que hay un montón de gente que reconoce al defensor de Fareek Fanón!

Henrietta se alejó de él y le lanzó la mirada más sarcástica y asombrada que él hubiese visto.

—¿Cómo? —dijo—. ¿Que hacen qué con el defensor de Fareek Fanón?

Débilmente:

—Reconocerlo…

—¿Hablas en serio?

—Bien, yo sólo…

—No dudo de que te estén mirando, Roger, pero ¿quieres saber en realidad la verdadera razón?

—No es que…

—Es porque eres afroamericano.

Quedó desconcertado.

—Somos una rareza para ellos —prosiguió Henrietta—, una curiosidad. Los afroamericanos no van a ver a la Sinfónica de Atlanta. Menos regalar entradas en las estaciones del MARTA[42], esta gente sería capaz de cualquier cosa para conseguir que los afroamericanos acudan a los conciertos, porque así se sentirían mejor… pero no lo consiguen. Mira alrededor. Nos están mirando como… como… como si fuéramos extraterrestres, por decirlo con la palabra más amable que se me ocurre.

—No creo que… —No se molestó en acabar la frase. El desaliento se apoderó de él.

Henrietta debió de notar algo, porque lo tomó del brazo, lo acercó a ella y dijo:

—Lo siento. No quería decirlo tal como ha sonado. Es que lo estás haciendo muy bien y no quiero que te engañes. Estoy orgullosa de ti.

Roger guardó silencio. Por primera vez se dio cuenta de lo poco que le gustaban a Henrietta aquellas visitas al Woodruff Arts Center. Se sintió como un tonto ciego… por arrastrarla como había hecho a esos actos «culturales» blancos.

Sin embargo, se equivocaba en una cosa. Lo habían reconocido, maldita sea.