Al final de aquella tarde, como de costumbre, Charlie volvió a casa en coche desde Croker Concourse. Tras entrar, se dirigió a la biblioteca, donde Jarmaine Woo siempre le dejaba el correo en un pulcro y ordenado montón sobre el escritorio, justo delante de su silla, una vieja silla giratoria de cuero rojo oscuro, la silla más cómoda de toda la casa según el parecer de Charlie. Como de costumbre, se quitó la chaqueta, se aflojó la corbata y se desabotonó el cuello de la camisa nada más entrar en la habitación, se sentó en la silla, encendió la lamparita del escritorio, se echó hacia atrás, exhaló un suspiro contenido y contempló la pila de correo, que no era más grande ni más pequeña que siempre. En una época de teléfonos, faxes y ordenadores, el correo rara vez exigía verdaderas cavilaciones. Peticiones de recogida de fondos, invitaciones, catálogos de venta por correspondencia, y poca cosa más. Charlie había llegado a esperar con ansia la hora de dedicarse a ese interludio mecánico. Algo mecánico significaba no pensar en PlannersBanc, Fareek Fanón, Inman Armholster, la perfidia, la traición o la ruina financiera.
Y entonces reparó en un paquete que Jarmaine había dejado a la izquierda, detrás del montón de cartas. Despreocupadamente, se inclinó, lo tomó y se volvió a echar hacia atrás en la silla. No tenía franqueo; lo habría entregado un servicio de mensajería. Se trataba de uno de esos sobres de papel manila en que se metían los libros y, en realidad, la forma era la de un libro. En la esquina superior izquierda, con un tipo de letra llena de llamativas florituras que Charlie no habría sido capaz de describir, vio la leyenda: PRODUCCIONES STONE MOUNTAIN, con una dirección de Decatur. En la esquina inferior izquierda había un gran sello dorado, de unos cinco centímetros de diámetro, con una letra fantasiosa que decía CROKER CONCOURSE: UNA VISIÓN DE FUTURO, y luego, en letras más pequeñas: «Una producción de Stone Mountain».
Se enderezó en la silla. ¿Qué demonios se suponía que era aquello? ¿Croker Concourse? ¿Una visión de futuro?
Buscó la pestaña para abrir el sobre, la desgarró y sacó… una cinta de vídeo. En un lado había una etiqueta en la que, con la misma letra pero más pequeña, decía «Croker Concourse: Una visión de futuro. Una producción de Stone Mountain». En su mente se arremolinaron diversas posibilidades. ¿Su propia gente de publicidad? ¿Habían hecho una cinta de promoción sin que él lo supiera? ¿O estaba siempre tan atontado por culpa del insomnio que lo había olvidado?
Cansinamente, se levantó de su querida silla y se acercó cojeando al televisor, un monstruo escondido en un mueble tradicional de cerezo del tamaño de un armario, e insertó la cinta en la ranura del vídeo. El equipo cobró vida en el acto; Charlie volvió cojeando a su escritorio, sacó de un cajón un pequeño mando a distancia y se hundió de nuevo en la silla. Al principio sólo apareció, sin sonido alguno, la advertencia del FBI sobre la utilización no autorizada de ese material —nunca había visto una cinta promocional con una advertencia del FBI, pensó Charlie—, luego «Croker Concourse: Una visión de futuro» y «Una producción de Stone Mountain», en gruesas letras blancas sobre fondo negro; y después música, al principio sólo música, sin imágenes. Charlie reconoció la música. BUM bum BUM bum… Era la misma que la de la película… ¿cómo se llamaba?… 2001, sí, eso, 2001: Una odisea del espacio. BUM bum BUM bum DA daaaaaa… pero ¿no era un poco… grandilocuente para un vídeo de una compañía inmobiliaria? Entonces aparecieron las imágenes. La cámara pareció oscilar sobre una infinidad de verde. Lo que se veía eran las copas de los árboles, un exuberante bosque que se extendía hacia el horizonte y luego, a lo lejos, una torre con la punta abovedada: la torre de Croker Concourse. La música de 2001 continuó y, a medida que la cámara se acercaba lentamente a la torre, una voz, una solemne voz de barítono… dijo: «Entre los frondosos árboles y bosques del condado de Cherokee, Georgia, una tierra ocupada en otro tiempo por campos de labranza, mugientes reses y tiendas de pueblo con emblemas de Coca-Cola a los lados de la entrada, se alza…». La cámara mostró un primer plano de la torre «… la visión que un hombre ha tenido del futuro… de la metrópoli de Atlanta… cuando no, en realidad, de la metrópoli de los Estados Unidos». La música del BUM bum DA daaaaaaaa creció hasta un verdadero trueno de grandilocuencia. La cámara ya estaba encima de Croker Concourse y mostró los techos del centro comercial, el hotel, los apartamentos, la torre, antes de entretenerse, por alguna insondable razón, en la inmensa pista de asfalto del aparcamiento, que estaba casi vacía. La cámara siguió entreteniéndose por todo el asfalto vacío. Charlie iba a tener que cruzar unas palabras con quien había aprobado la edición de esa maldita cinta.
Mientras tanto, la voz decía: «Y ese hombre es… Charles Earl Croker». Una foto publicitaria normal de Charlie Croker llenó la pantalla. ¿Earl? Nunca utilizaba el «Earl», y les había dicho que no lo incluyeran en el material publicitario… Quitas el ojo de la pelota un par de segundos y esos tipos se las apañan para fastidiarte… «Y este proyecto se llama… Croker Concourse…». BUM bum BUM bum BUM bum BUM bum… La cámara se entretuvo, deleitándose en la propia torre, bajando poco a poco por un lado. Planta tras planta… era posible distinguirlas con toda claridad… Desde la ventana de un lado se veía la pared con las ventanas del otro lado… planta tras planta tras planta… porque no había inquilinos… La deplorable expresión «edificio transparente» —el nombre que recibían los proyectos nuevos con una urgencia desesperada de arrendatarios— apareció de modo espontáneo en la mente de Charlie. La voz solemne dijo: «¿Y qué futuro?… un futuro sin obligaciones en los arrendamientos y, en realidad, sin arrendamientos». ¿Qué demonios significaba eso?
De pronto, desaparecieron Croker Concourse, los árboles, la música. En su lugar apareció un hombre vestido con traje gris sentado solo ante una larga mesa de reuniones con revestimiento de plástico, en una sala casi vacía. El hombre sonreía y, mirando directamente a la cámara, dijo: «Buenos días, señor Croker, o buenas tardes o buenas noches, lo que sea».
¡Él! ¡El insolente de la gran barbilla! ¡Zale, Zell o como se llamara! ¿Qué demonios significaba eso? Charlie quiso acabar con la imagen pulsando el botón del mando a distancia, pero estaba demasiado morbosamente hipnotizado por lo que veía.
«Hemos elegido esta forma poco convencional de saludarle porque nuestros intentos convencionales, me refiero al sinfín de llamadas telefónicas, cartas, faxes, mensajes de correo electrónico, envíos por mensajería, solicitudes personales de entrevistas, no han recibido ninguna respuesta. Sin embargo, estamos seguros de que responderá a este documental sobre la creación de Croker Concourse».
Charlie reconoció por fin dónde estaba aquel hijo de puta. La mesa de reuniones a la que estaba sentado era la misma que habían utilizado para la infame sesión… Se veían las unidades modulares que formaban la mesa pero que no encajaban del todo. Al fondo, a lo lejos, estaba la misma drácena moribunda de lacias hojas amarillas. Y visible en una pared lateral, uno de los grandes y toscos letreros de PROHIBIDO FUMAR.
La voz áspera y chirriante de Zale decía: «Nuestra historia comienza hace siete años, cuando Charlie Croker buscaba terrenos en la parte meridional del condado de Cherokee para un grandioso proyecto de uso mixto en el perímetro exterior. Para su sorpresa, descubrió que los especuladores ya habían decidido que el condado tenía un gran futuro, habían comprado casi todos los terrenos y estaban dispuestos a esperar la llegada de la costosa urbanización. Tal como estaban las cosas, el precio del suelo era prohibitivo. La superficie necesaria para Croker Concourse habría costado aproximadamente cuatro millones de dólares».
El sonido de la áspera voz del hombre, la petulancia con que éste inclinaba el melón de su barbilla cuando quería enfatizar algo, le recordó dolorosamente a Charlie lo mucho que aquel hijo de puta lo había humillado ya. Sin embargo, no pudo desconectarlo. Estaba cautivado. ¿Qué desagradable sorpresa le tenía preparada su némesis[41] aquella vez?
La némesis prosiguió: «Un día Charlie Croker conducía por una carretera secundaria del condado de Cherokee, en busca de terrenos que hubieran escapado a los especuladores, cuando vio una figura familiar caminar junto a la calzada. Su nombre era Darwell Scruggs».
Entonces una foto de Darwell llenó la pantalla, pero se trataba de una foto muy vieja. ¡Del anuario del instituto! Imposible no reconocer a Darwell: esa cara delgada y de mejillas hundidas con unas descomunales orejas de soplillo y una nariz el doble de grande de lo que correspondía a la cara. En aquella época los anuarios se hacían de modo casero. Uno llevaba fotos para toda la clase, escribía los pies de las fotos de los demás y éstas se pegaban en los álbumes; se hacía un álbum adicional que se quedaba la escuela.
El hombre, Zale, decía: «Charlie Croker y Darwell Scruggs habían sido compañeros de clase en el condado de Baker treinta y cinco años atrás, de modo que Croker detuvo el coche, saludó a su amigo y estuvieron un rato hablando. Darwell había sido memorable en el instituto, sobre todo por haberse unido al Ku Klux Klan y alardear de ello en público. En aquel momento vivía en el condado de Cherokee, donde había formado una célula del Klan. “Ajá”, se dijo Charlie Croker».
El tal Zale se puso a explicar, con voz áspera y desgarrada, la historia del más que ingenioso e insidioso plan de Charlie. Ahí estaba André Fleet guiando a sus manifestantes negros y sus pancartas desde Atlanta hasta Cantón, la sede del condado. Ahí estaba Darwell Scruggs, aunque sin vestiduras blancas ni cucurucho, gritando horribles insultos racistas junto a su partida de jóvenes andrajosos. Ahí estaban los equipos de televisión de todo el país, y ahí estaba el programa de Frank Farr transmitido valientemente desde la calle principal de Cantón como un puño frente al racismo… Y ahí estaba la reputación del encantador y arbolado condado de Cherokee arrastrada por el lodo… Y ahí estaban los primeros planos de las escrituras de traspaso que demostraban que Charlie Croker había logrado su terreno en ese condado brutalmente calumniado, a cambio de unos doscientos mil dólares, una vigésima parte de lo que habría costado antes de que André Fleet y Darwell Scruggs interpretaran su dueto.
A continuación Zale puso una cara larga en la pantalla y sus ojos parecieron atravesar los de Charlie. «Por lo que nosotros sabemos, señor Croker, no hay nada ilegal en su acción. Se limitó a manipular a la opinión pública. Sucede todos los días en este libre país nuestro. Enhorabuena. Sin duda los ciudadanos del condado de Cherokee se maravillarán de su astucia».
Sonrió de oreja a oreja y, al alejarse la cámara, se abrió la chaqueta del traje para ajustarse el cinturón por donde pasaba por las presillas laterales. Y entonces se le pudieron ver los tirantes. A ambos lados las calaveras subían y bajaban por una carretera negra. BUM bum BUM bum BUM… y la música alcanzó su apoteosis mientras la imagen del insolente mariconazo desaparecía de la pantalla.
Charlie sintió como si un caballo le hubiera dado una coz en el estómago. La cabeza y los hombros se le cayeron hacia adelante; cerró los ojos y se desplomó. ¿Cómo lo sabían? ¿Quién podía habérselo dicho? Sólo unas pocas personas estaban al corriente de que se había mostrado «amistoso» con André Fleet en cierta ocasión. Pero no había nadie que supiera lo de Darwell Scruggs. Nadie consideraría aquello como una jugada inteligente por parte de un promotor… Querrían su cabeza. Querrían su mismísimo pellejo. Pondría en peligro su vida si cruzaba la frontera del condado… o, para el caso, si pisaba el Club de Conductores de Piedmont.
Si esa cinta circulaba, estaba acabado. ¿Cómo lo sabían? Demasiado tarde ya para preguntar. ¡El hecho era que lo sabían!
Desplomado como un muerto, abrió los ojos y recorrió la habitación con la mirada. La Biblioteca del Gran Hombre… del célebre señor Ronald Vine de Nueva York… toda la madera tallada, las telas de doscientos cincuenta dólares el metro, la alfombra hecha a medida de Como-demonios-se-llame-ese-sitio-de-Nueva York… Estaba justamente donde había soñado estar de joven: vivía en una mansión de Buckhead, era maestro constructor de la Atlanta metropolitana, creador de una deslumbrante torre que llevaba su nombre, un hombre ante cuyas pisadas vibraban las antesalas de los poderosos… ¡y qué vacuo era todo! Lo único que significaba era que, cuando la egomanía y los defectos del propio carácter lo hundieran finalmente en la ruina, ese colapso provocaría regodeos aún más sabrosos. ¡Así era! Se reirían entre dientes, se frotarían las manos, se relamerían… y ésa sería toda la herencia del gran Charlie Croker. ¡Menudo farsante!… ahí sentado en su trono de cuero rojo oscuro como si cualquiera de todos aquellos objetos fuera… suyo… ¿Por qué no ponía punto final a todo… desintegrándose, desapareciendo, adentrándose en el bosque y no volviendo a salir? Sí, venga… Con aquella rodilla, tendría suerte si era capaz de caminar cien metros… ¿Por qué no…?
¡Señor mío… llévame!, ¡llévame esta noche! Que me acueste y no vuelva a despertar, y que se acabe todo… Pero, mierda, ¿que no vuelva a despertar? ¡Si tengo insomnio total, si ni siquiera puedo dormir! Además, ¿cómo se lo iba a llevar el Señor? ¿Por medio de un ataque al corazón o qué? Era un candidato bastante lógico a un ataque al corazón. Estaba demasiado gordo, y tenía lo que llamaban un tipo —¿cómo demonios se llamaba ese tipo?—, pues tenía ese tipo de personalidad. Sin embargo, si pensaba que era suficiente con acostarse y esperar que Dios lo llamara desde el otro lado del río Jordán por medio de una isquemia coronaria, podía esperar mucho tiempo. A lo mejor podía inducirse un ataque. Empezaría a correr, a hacer carreras como en los tiempos en que entrenaba en el Lee, y el corazón no lo resistiría; aunque tampoco podía hacer eso, a causa de la rodilla. Por Dios… se lo imaginaba… Ponerse a correr como un poseso para matarse… y dejar de matarse porque le dolía la rodilla… Le recordó una historia que había leído en algún lugar acerca de un hombre que decide suicidarse adentrándose a nado en el mar hasta agotarse por completo y no tener otra opción que dejarse hundir y ahogarse. Así que se mete en el agua y a quince metros de la orilla se encuentra con un banco de medusas y entonces no lo soporta y se da la vuelta. Bien… ¿y por qué no el mar? En ese momento comprendió, por primera vez, la muerte de Robert Maxwell, cuyo cuerpo fue encontrado en el mar cerca de donde estaba amarrado su yate. Nadie había logrado averiguarlo nunca, pero de pronto Charlie… lo supo. Maxwell se enfrentaba a la quiebra, la humillación y, muy probablemente, a una condena de cárcel. De modo que pasó por encima de la barandilla de su yate una noche y se colgó de la cubierta por la punta de los dedos. Se colgó hasta que no pudo aguantarlo más. Se colgó hasta que su inmenso peso, casi ciento cincuenta kilos, empezó a desgarrar los músculos de sus hombros y la parte superior de la espalda. Luego se dejó caer, chocó contra el agua, tragó el océano y se ahogó. Los músculos desgarrados hicieron parecer que había resbalado por la borda y había luchado con todas sus fuerzas por subir al yate. De ese modo no les dejó a esos hijos de puta la satisfacción de saber que se había quitado la vida. Sin embargo, él, Charlie, no tenía yate. A lo mejor… una escopeta. Manejaba escopetas todo el tiempo, y un disparo te quitaba de en medio en el acto. ¡Fontaine Perry! Fontaine Perry había sido dueño de una gran plantación, cerca de Thomasville, y un día salió a cazar pavos salvajes. Hirió a uno en el ala y el pájaro lo obligó a seguirlo por el monte bajo como sólo saben hacer los pavos. Fontaine se puso a bajar una pendiente tras la presa y tropezó, la escopeta se le enredó en unas matas, se la quitó de las manos, cayó sobre la boca del cañón y el arma se le disparó, hiriéndole en el estómago. Uno no sobrevive a una descarga de perdigones en la barriga y el accidente sería bastante fácil de simular; pero ¡por Dios, lo que sufrió Fontaine! Tres días de espera… ¡entre dolores inaguantables! Y si, por algún «milagro», uno no moría y quedaba convertido en un lisiado con una bolsa de colostomía… y además con todos los problemas de antes… y todos los buitres dando vueltas… Tenía que haber algún modo de hacerlo como lo hizo Maxwell…
¿Qué estaba pensando…? Por Dios, ¿por qué no se metía la escopeta en la boca y acababa de una vez? Aunque así volvía al punto de partida. Los hijos de puta se regodearían… y ¿quién se suponía que iba a tener la agradable sorpresa de encontrar el cuerpo con la cabeza estallada como un melón y los sesos esparcidos por las paredes?
De modo que en realidad sólo había una esperanza. Sería difícil mirar después a Inman a la cara —sería difícil mirar después a la cara a cualquiera—, pero lo superaría. Él, Charlie, lo llamaría «salvar la ciudad en un momento crítico». Quizá podía llamar a Inman antes y decirle lo que pensaba hacer, e Inman lo entendería… ¡Venga ya, cuéntame otra!… Sin embargo, ésa era su única esperanza, y quizá fuera positiva para la ciudad a largo plazo… ¡Deja ya de engañarte!…
Se volvió hacia el aparador que tenía junto al escritorio y tomó la agenda de teléfonos, revestida con una rígida cubierta de cuero rojo oscuro que Ronald había conseguido en algún sitio de Nueva York —Anthony’s o algún sitio así— y buscó el número… Wringer Fleasom & Tick… Wringer Fleasom & Tick… Wringer Fleasom & Tick… Ahí estaba… Bien… Adelante… Dios… No sabía si quería que ese hijoputa con ropas inglesas estuviera o no en la oficina…
Alzó el auricular y golpeó con fuerza los números.
En ese mismo instante dio la casualidad de que Conrad Hensley estaba haciendo una llamada telefónica. Se había acercado a la plaza Asian, en Buford Highway, y había cambiado en un banco camboyano unos billetes de diez dólares, del dinero que le quedaba, por varios cartuchos de monedas de cuarto, que metió en la bolsa de viaje. ¿Qué hora era en California? Alrededor de las tres y media de la madrugada. Era buena hora. Se dirigió a un teléfono público cerca de una tienda de música vietnamita, marcó los números y empezó a introducir monedas de cuarto cuando se lo ordenó la voz automatizada. Tres tonos, cuatro, cinco. Maldita sea. ¿Se habría despertado y marchado ya? Seis tonos… y entonces alguien contestó.
—Hola.
Por la cabeza de Conrad pasó fugazmente el hecho de que ese oky redomado pronunciaba incluso «hola» acentuando la sílaba equivocada.
—¿Kenny?
—Sí.
—Soy Conrad.
Una pausa. A continuación:
—¡Maldita sea! ¡Desguace total! ¿Dónde estás?… No, no me lo digas, no quiero saberlo. Vinieron a verme un par de corbatines la semana pasada preguntando si sabía dónde estabas.
—¿Corbatines?
—FBI.
Una oleada de alarma neural recorrió el plexo solar de Conrad.
—¿El FBI? ¿Estás seguro? —Su voz se enronqueció de pronto.
—Es lo que me dijeron. No se me ocurre que alguien fuera a fingir eso.
—¿Dónde fue?
—Aquí. En mi casa.
—¿Qué querían?
—Saber si sabía dónde estás. Así que no me lo digas.
—¿Cómo te han relacionado conmigo?
—No lo sé. A lo mejor alguien de la cámara frigorífica. A lo mejor alguien que tú conoces.
—¿Qué les dijiste?
—Les dije la verdad. Que no te había visto desde la noche en que te despidieron. Les dije que ni siquiera sabía que estabas en la cárcel hasta que te vi en la tele después del terremoto.
El «les dije la verdad» de Kenny hizo que Conrad se volviera precavido.
—¿Crees que te habrán pinchado el teléfono?
—Me extrañaría. Mierda, la verdad es que sería un caso de poca monta, si no fuera que eres el único de Santa Rita al que aún no han echado el guante. Pero nunca se sabe. Lo mejor es que tengas cuidado con lo que dices.
—Mira, Kenny, lo último que quiero es que te metas en un lío por mi culpa.
—A la mierda todo. ¡Desguace total, colega! Tarde o temprano me colgarán de la corbata del calvo como hicieron contigo.
—Es igual, no quiero que sea por mi culpa.
—A la mierda todo, colega. No te puedes pasar toda la vida arrastrándote.
—¿Han hablado por la televisión mucho de —estuvo a punto de decir «mí», pero cambió de opinión— todo esto?
Kenny rió.
—Tío, lo que te digo, durante seis o siete días has sido famoso. Mi colega. Nunca me imaginé que fueras tan hijoputa. Han dicho que estabas en Santa Rita por «agresión con agravantes», por golpear a un empleado de un taller de reparaciones y hacer que casi se muriera de un ataque al corazón. Y ahí estabas, en una foto, mi colega, el único carga-hielos de toda la Cámara Frigorífica Suicida con la cabeza lo bastante normal para pelearse con bloques de hielo de cuarenta kilos y preocuparse al mismo tiempo de su familia y sus hijos. Me partí el puto pecho de risa.
—¿Han dicho que me he escapado o qué?
—A ver… Al principio hubo algo así como unos veinte o treinta presos sin localizar. Se pusieron a buscar entre los escombros… Bueno, Santa Rita estaba… arrasada. Enseguida encontraron o detuvieron a todos menos a nueve, creo que eran, y ahí fue donde empezaron a enseñar las fotos. Ahí estabas. Eras el único blanco de toda la colección. Creo que había un chino con gafas gordas. Los demás tenían toda la pinta de ser de Oakland Este. Atraparon a tres escondidos en Pleasanton. Tío, no me preguntes cómo consiguieron esconderse tres negros de Oakland en Pleasanton, pero eso es lo que hicieron. Luego detuvieron al chino en Martínez y a los otros cuatro en Oakland. Y sólo has quedado tú. ¡Has sido la estrella, tío! Vamos, casi…
Una voz mecánica lo interrumpió y pidió más dinero. Conrad introdujo más cuartos.
—Como te iba diciendo —continuó Kenny—, ¡casi me muero! ¡Si hubiera tenido que elegir el último carga-hielos de Croker Global Corporation que iba a acabar como artista de las fugas, habrías sido tú, hermano! ¡Tío, hemos hablado de ti en el congelador durante tres semanas seguidas!
—¿Qué dicen los chicos?
—¡Estamos orgullosos de ti, Conrad! ¡Uno de nuestros colegas lo ha conseguido! ¡Todos te hemos deseado suerte! ¡Todos te deseamos suerte!
—Dios mío… —dijo Conrad—. Bueno, dile a nuestra amiga de Oakland que es fantástica. Todo ha funcionado como dijo. Y dile al tipo que me la presentó que también él es fantástico. Sin los… valores… que me dio, no lo habría conseguido.
—¿Estás en el sitio que dijo?
—Sí, me iré pronto, pero todo está bien. En cuanto consiga trabajo, se lo voy a devolver todo.
—Bueno, no te preocupes por eso, Conrad. No creo que ese tipo pierda el sueño por algo así. Desguace total.
—Kenny… ¿has podido hablar con Jill?
—Sí. La llamé en cuanto… en cuanto fue posible. Le dije… todo lo que pensé que necesitaba saber.
—¿Te parece que se dio cuenta de quién eras?
—Creo que sí. Creo que dijo que le habías hablado de mí.
—¿Qué dijo? ¿Cómo se lo tomó?
—No dijo gran cosa. Creo que estaba tan sorprendida que no sabía qué decir. Me acuerdo que preguntó si ibas a volver a casa.
—¿Y qué le dijiste?
—Que seguramente tardarías un poco.
—¿Dijo algo de los niños?
—No, pero es que fue una conversación muy corta.
—Mira, Kenny… sólo una cosa más. Si puedes llamarla otra vez, dile que estoy bien y que voy a volver a casa cuando las cosas mejoren un poco. Dile que pienso en ella, en Cari y en Christy todo el tiempo, pero ¿quieres saber una cosa, Kenny? No consigo acordarme de la cara de mis hijos. Es como si el Sol se hubiera puesto y estuviera en un crepúsculo; todo lo que consigo ver son dos niños borrosos. Bueno, no dejes que empiece a hablar de todo… —No acabó la frase—. Pero tengo que decirte una cosa. He pensado mucho en vosotros, en ti, Bombilla, Herbie Honda, Dom, Nick Corbatín y Tony, mientras estaba en Santa Rita. ¿Te acuerdas de cómo acarreábamos cajas para Santa Rita?
—Sí —respondió Kenny—. A nadie le supo mal que el terremoto destrozara esa mierda de sitio. Detestábamos esos pedidos.
—¿Te acuerdas de esas cajas de cuarenta kilos de trozos de pollo congelado?
—Sí.
—Bueno, pues en Santa Rita prácticamente vivíamos de tortitas y pollo. Cada vez que un gavetero pasaba un plato de papel con una pata de pollo por la ranura de la puerta de la celda, volvía a sentir una y otra vez como si estuviera agachado en la parte de arriba de la Fila W, Hueco 9, acarreando uno de esos bloques de hielo de cuarenta kilos.
—Te voy a decir una cosa, Conrad —dijo Kenny—, te parecerá una locura, pero te envidio. Lo digo en serio. Al menos tú estás ahí fuera… viviendo la vida. Yo siempre hablo de desguace, pero lo que de verdad hago es cargar bloques de hielo toda la noche. Lo que haces es alucinante, acabe como acabe.
—Tienes razón, parece una locura —admitió Conrad—. Te digo una cosa, estar metido en Santa Rita no era alucinante.
—Por lo menos tú…
—Por lo menos, nada, Kenny. Santa Rita era un manicomio donde vivías como un animal salvaje, sólo que todos los animales estaban encerrados juntos. La mitad estaban locos de atar. Se sentaban en las celdas gimiendo: Meeeedis… meeeedis… meeeedis. Así llamaban a los medicamentos, medis. Estaban tan pasados que necesitaban pastillas todo el día para calmarse y llegar a la hora en que apagaban las luces, y luego se ponían a gritar y gemir toda la noche. Lo que necesitas no es algo alucinante. Lo que necesitas es un plan. Necesitas mirar cómo va a ser tu camino durante los próximos cinco años y decirte…
—¡Eh! ¡Eres el de siempre, Conrad! —lo interrumpió Kenny—. ¡Sigues mirando el camino por mí! ¡Tenía miedo de que toda esa mierda te hubiera jodido, pero eres normal! ¡Eres mi colega!
Durante todo el camino de vuelta a Meadow Lark Terrace, la sonrisa no se borró del rostro de Conrad.
—¿Gladys?
Sólo tras pronunciar esa palabra, Roger se dio cuenta de que nunca la había llamado antes por su nombre de pila; pero estaba demasiado excitado para preocuparse por eso en aquel momento. La mano izquierda, con la que sostenía el auricular, le temblaba tanto que la notaba golpeándole la oreja. Nervios, un buen ataque de nervios.
—¿Sí? —dijo Gladys Caesar.
—Soy Roger White. Quisiera hablar con el alcalde. Creo que es una llamada que le interesa.
—Oh, hola, señor White. Voy a ver si lo localizo.
A su debido tiempo:
—¿Hermano Roger?
—Hermano Wes. Nos ponemos en marcha. Acabo de recibir una llamada de nuestro amigo el Hombre de los Sesenta Minutos. Lo hará.
—¡Allá vamos, hermano Roger! Fantástico. Eres un poderoso guerrero. ¿De qué humor estaba?
—Parecía espantoso, a decir verdad. Parecía… deprimidísimo. —Roger pronunció la palabra fingiendo una voz de bajo profundo—. Pero no se ha olvidado de cómo negociar. Dice que no empezará el trato hasta que le demostremos que podemos quitar de en medio a PlannersBanc.
—Bueno, hoy ya es demasiado tarde para hacer algo, pero mañana por la mañana haré una llamada telefónica. ¿Estás seguro de que hará lo que digamos?
—Segurísimo, Wes. La rueda de prensa… todo.
—Fantástico, fantástico, fantástico. Y te digo una cosa, Roger, has hecho a esta ciudad un favor fantástico.
—Gracias.
Roger colgó el auricular y contempló Atlanta Sur desde su atalaya de Wringer Fleasom, en la calle Peachtree. Sin saber siquiera que lo hacía, hinchó los pulmones y expandió el pecho. El poderoso guerrero, recién salido de la refriega.