Habersham Road… Habersham Road… Se encontraba a tiro de piedra de su vieja casa de Valley Road, donde aún vivía Martha, aunque aquello sólo fue un pensamiento fugaz. La mente de Charlie estaba mucho más ocupada en el hecho de que se hallaba a menos de medio kilómetro de la casa de Inman en Tuxedo Road…
Una punzada de culpa, otra tras las muchas que había soportado desde la promesa de ir a la casa de Buck McNutter para conocer a Fareek Fanón… Conducía lentamente el Cadillac por Habersham, sin ninguna prisa por llegar a la cita, agradecido de que fuera ya casi de noche a las ocho y media. No le apetecía pensar en entrometidos asomándose a las ventanas de las moles palaciales en aquella dorada franja de Buckhead, junto a Paces Ferry Road Oeste, diciendo: «Charlie Croker está entrando en la casa de Buck McNutter. ¿A qué irá?».
Se dio cuenta de que era una actitud paranoica por su parte, y él no era del tipo paranoico. Sin embargo, la traición hacía eso; que uno no se comportara como era de esperar. ¡No! No traiciono a Inman por el simple hecho de ir a ver a ese payaso, no paraba de repetirse. No me he comprometido a hacer nada. Puede que incluso descubra algo para ayudar a Inman. Sin embargo, en su corazón sabía la pura verdad: estaba… tentado.
Puso las luces largas del Cadillac para ver mejor los números de las casas, que siempre estaban cerca de los buzones o en ellos, al pie de unos céspedes siempre verdes y siempre recortados… Ahí estaba… Cornejo, magnolias, nogales y arces japoneses adornaban el césped con tal profusión que al principio no logró ver la casa.
Sin embargo, cuando el Cadillac ascendió el empinado y curvo camino de entrada de asfalto y se acercó… no dio crédito a sus ojos. ¡La vieja casa de Langhorn Epps! Lang Epps, que había heredado una fortuna en valores del Southern Railway y había sido presidente del Club de Conductores de Piedmont y de toda campaña benéfica imaginable, poseedor de una de las fortunas más rancias que era posible encontrar en Atlanta, no había error… se trataba de su vieja casa, construida en el estilo de un château francés… con todas esas ventanas de bisagras… ¡y la tenía el entrenador del equipo de fútbol del Lee de Georgia! A él, Charlie, le encanta el fútbol, pero ¡Dios mío!… el mundo cambiaba demasiado deprisa…
… Una oleada de autodesprecio… Él mismo cambiaba demasiado deprisa… Inman… pero no había sido desleal con Inman de ninguna manera. No controlaba el futuro, pero controlaba su propia conducta. Dejó de pensar en ello, expulsó esas ideas de su mente.
McNutter tenía un buen arriate de liriopes bordeando la curva de asfalto frente a la casa. Charlie aparcó detrás de un sedán Lexus de cuatro puertas gris plateado. Un coche de sesenta y cinco mil dólares. Se preguntó de quién sería. ¿De McNutter? ¿Del abogado White? ¿De Fareek Fanón? Dada la disparatada naturaleza de todo en esos días, debía de ser de Fanón.
Con mucho esfuerzo, salió del coche, torciendo el gesto a causa del dolor de su rodilla derecha al apoyar en ella sus ciento cinco kilos y se dirigió cojeando a la puerta, preguntándose qué parte de dolor era psicológica, qué parte descendía hasta la rodilla desde el cerebro carcomido por la culpa. Llamó a la puerta y en menos de diez segundos la puerta se abrió… y ante él se encontró una visión sorprendente: una joven con una cabellera rubia tan abundante y meticulosamente alborotada como la de Serena; vestía una blusa de chiffón de manga larga con un estampado de ramilletes de muchos colores sobre un fondo púrpura, que llevaba abierta y mostraba un profundo escote.
—¡Señor Croker! —La mujer bajó la cabeza, de modo que tuvo que abrir bien abiertos los ojos para mirarlo a la cara y le dirigió una sonrisa maliciosa que prometía sólo el diablo sabía qué—. ¡Pase! ¡Soy Val McNutter! —Le tendió la mano, y él se la estrechó—. Están dentro —añadió, haciendo un gesto hacia una puerta lateral—, pero antes quiero decirle una cosa.
Hizo una pausa, y sus grandes ojos insinuantes forzaron a Charlie a preguntar qué era.
—¿Qué cosa?
—El otro día comí en su Cosmos Club, ¡y me encantó! ¡Me habría quedado ahí toda la tarde!
—Bueno —dijo Charlie—, me alegro de oírlo, pero me temo que eso la coloca en el lado de la minoría.
Ella lo miró como si sus palabras mismas fueran afrodisíacas. De no haber estado tan deprimido, habría sentido un poco del antiguo cosquilleo. Luego ella preguntó:
—¿Quiere que le lleve algo para beber?
Charlie tenía la garganta tremendamente seca, lo cual era señal de nerviosismo. Cuando se sentía deprimido, el alcohol lo ayudaba al principio, pero al cabo de una hora o así sólo conseguía deprimirlo aún más. Sin embargo, decidió que en aquel preciso instante necesitaba ayuda. ¿El beneficio a corto plazo… o la pérdida a largo plazo? Al cuerno el largo plazo. Ni siquiera estaba seguro de que fuera a durar tanto. Quería ayuda ya.
—Bueno —dijo con tanta brusquedad como pudo—, tomaren whisky con soda, sinos molestia.
—Nabsoluto. Pase y ahora se lo llevo. —Lo guió hacia la puerta que daba al vestíbulo, asomó la cabeza y dijo—: ¿Buck? Está aquí el señor Croker.
El hueco de la puerta se llenó de pronto con la enorme figura familiar de Buck McNutter; familiar no porque Charlie hubiera coincidido con él antes, cosa que sí había ocurrido (literalmente, habían coincidido en una reunión del Tec, se habían estrechado la mano e intercambiado un par de cumplidos), sino porque había visto muchísimas veces en la televisión y los periódicos la desenvuelta mole y el curioso y revuelto pelo rubio plateado. El hombretón le dirigió una sonrisa y exclamó:
—¡Eh, Charlie!
… Como si aquella reunión los hubiera convertido en amigos de toda la vida, que llevaban mucho tiempo sin verse; a continuación extendió la mano y le dio tal apretón que pensó que le iba a triturar los nudillos. Ambos podían jugar a ese juego. Charlie apretó a su vez, utilizando toda la fuerza de sus músculos. Los dos hombres permanecieron de pie, en una imagen exquisitamente equilibrada de unos gigantes presa del dolor. McNutter aflojó primero y dijo:
—¡Me alegro de verte, Charlie! ¡Pasa, te presentaré a unos amigos!
La sala estaba revestida con tal abundancia de maderas oscuras y ornamentadas que parecía absorber todos los lúmenes de luz disponibles. Tardó un segundo o dos en apreciar plenamente las formas de los otros dos hombres. Uno, de pie y sonriendo con cordialidad, era el abogado Roger White, de nuevo ataviado como un embajador en visita oficial. El otro era mucho más joven, mucho más negro, con la cabeza rapada, sentado despatarrado en un sofá de piel con botones. McNutter se volvió hacia él y sonrió, y el joven se levantó lentamente, como si lo abrumara el tedio de los años, y miró hacia un punto situado más allá de Charlie y McNutter, como si su único interés en este tedioso mundo estuviera muy lejos de las paredes de Château McNutter y los ondulados céspedes de Buckhead.
—Charlie —dijo McNutter—, me parece que ya conoces a Roger White, ¿verdad?
Así que Charlie y el abogado White se estrecharon la mano y sonrieron cordialmente.
—Y, Charlie, te presento a Fareek Fanón. Fareek, Charlie Croker.
Al tender la mano, Charlie repasó a ese crack objeto de tantos comentarios. Las orejas… Le habían dicho que el Cañón llevaba las orejas perforadas con un juego de diamantes en cada lóbulo, y también un pesado collar de oro. Sin embargo, no vio joya alguna. Era un poco más alto que Charlie y tenía unos hombros muy anchos, que aún hacían más anchos el traje que vestía, un traje cruzado azul oscuro cuya solapa llegaba hasta el botón inferior. A Charlie le pareció una indumentaria de delito, como los trajes azul oscuro que los abogados defensores ponen a sus clientes cuando van a juicio. Llevaba una camisa blanca, cuya alzada parecía como si nunca hubiera sido presentada al poderoso cuello alrededor del cual estaba abotonada, y una corbata con curvas verticales grises y azul marino. Le dirigió a Charlie la mirada recelosa propia de su generación, una mirada común a blancos, negros o lo que fuera, la mirada «delincuente avergonzado». Se hundía la barbilla contra la clavícula, se ladeaba la cabeza unos quince o veinte grados y se miraba con recelo al adulto que se tuviera delante, como si se acabara de cometer alguna fechoría. Otra cosa era dar sólo el nombre de pila al presentarse, como si uno fuera un traficante. Con un aburrimiento colosal, Fareek Fanón tendió a Charlie una mano lacia.
—Eh, Fareek —dijo Charlie—, malegro conocerte. ¿Cómo va?
Con la cabeza aún en el modo delincuente, Fareek el Cañón Fanón no se dignó ofrecer siquiera una sonrisa de cortesía, sino que se limitó a apretar los labios y asentir con la cabeza. Lo único que le faltaba era un letrero colgado del cuello que rezara: «No quiero».
—¡Siéntate, Charlie! —dijo McNutter con una voz un veinte por ciento más alegre de lo necesario, haciendo un gesto hacia una butaca arrimada a un extremo del sofá.
Roger se sentó en la otra, situada en el extremo opuesto; y McNutter lo hizo en una tercera, delante del joven deportista.
Sin dejar de sonreír, McNutter miró a Charlie y añadió:
—Estaba a punto de contarle a Fareek que te llamaban el Hombre de los Sesenta Minutos. ¿Cómo era eso? ¿Jugabas todo el partido, tanto en defensa como en ataque?
—¿Es verdad? —intervino Fareek—. ¿Te llamaban así, el Hombre de los Sesenta Minutos? —Mostró una amplia sonrisa, que al principio Roger interpretó como señal de que aceptaba la tarea.
—Bueno, ya sabes las cosas que se inventan —sinventan— los periódicos —repuso el dechado de modestia que era Charlie Croker.
—Mmmmm —dijo Fareek con una risa desdeñosa que de inmediato se convirtió en burla—. Pues entonces debes de ser del que habla la canción, ¿no?
—¿Qué canción?
—El hombre de los sesenta minutos —dijo Fareek. Empezó a tararearla—. Ju ja ju mmm ja ehhhhhh, hombre de los sesenta minutos…
—¿De qué va? —dijo McNutter con lo que ya era una sonrisa de desesperación en la cara.
—Es de un tío que puede tener contenta a una tía sesenta minutos sin parar. Ju ja ju mmm ja ehhhhhh, hombre de los sesenta minutos… —Más burla y desdén—. ¿Lo decían por eso?
Silencio prolongado.
McNutter se volvió hacia Charlie y dijo:
—¿Cómo era eso de jugar sesenta minutos de fútbol de la primera división? ¿Cómo se llamaría hoy la primera división?
—Ju ja ju mmm ja ehhhhh, hombre de los sesenta minutos… —cantaba Fareek en voz baja, para él solo.
—Oh, no era el único —dijo Charlie, mirando hacia McNutter—. Fue una especie de período de transición entre las reglas antiguas, cuando si dejabas el partido no podías volver hasta el siguiente cuarto, y las nuevas, con las secciones. —Se atrevió a mirar a Fareek Fanón con la sonrisa ganadora de Charlie Croker. Añadió—: Había que estar un poco loco, la verdad, para querer darse cabezazos los sesenta minutos sin ninguna necesidad.
Su mirada se cruzó con la de Fanón sólo hasta la palabra «poco». En ese punto, los ojos del joven negro se perdieron en la distancia, sin atisbo de sonrisa, ni siquiera burlona. De modo que Charlie se volvió hacia McNutter y prosiguió:
—Durante una época corta hubo incluso tipos de la NFL y la AFL, ¿os acordáis de la AFL?, haciendo lo mismo. Creo que el último fue Chuck Bednarik. Jugaba en los Águilas de Filadelfia.
McNutter le dedicó una sonrisa que indicaba que aquella información le parecía la más fascinante que había escuchado en mucho tiempo. Sin embargo, sus ojos traicionaban un estado de pánico. Se volvió hacia Fanón, con la cara que parecía envuelta en júbilo, y dijo:
—¿Te gustaría jugar en defensa y en ataque, Fareek? —Y a Charlie—: ¿En defensa jugabas de placador, nos verdad?
—Mmm ja ehhhhh… —susurraba burlonamente Fareek.
Charlie asintió con la cabeza. McNutter intentó de nuevo la pregunta con Fanón:
—¿Te gustaría? ¡Te lo puedo arreglar!
Como si fuera la conversación más alegre que había sostenido en años.
Fanón inclinó la cabeza, dirigió hacia abajo los ojos, expelió un gran resoplido por la nariz, alzó la vista, con la mirada dirigida a medio camino entre McNutter y el abogado White, y dijo:
—No sé. No lo pensado nunca.
McNutter se quedó mudo por un instante. Luego empezó a hacer girar con la mano derecha un gran anillo que llevaba en la mano izquierda, un anillo universitario, de la Supercopa o de donde fuera. A continuación, añadió hacia Charlie:
—Intentaba explicarles a Fareek y Roger que te hiciste famoso en aquel partido contra los Bulldogs, os tocaba defender y le quitaste el balón al lanzador, pero no sé los detalles.
—Ah, tuve bastante suerte —dijo Charlie—. Perdíamos por seis puntos y quedaban unos cuarenta segundos de partido; los Bulldogs tenían el balón en su línea de veinticinco. Así que lo único que tenían que hacer era perder el tiempo con carreras hacia el centro y ganaban el partido.
—Sotros acababais de chutar, ¿no?
—Sí.
—Porque te acababas de escapar en una carrera de cuarenta y ocho yardas con anotación, ¿no?
McNutter miró a Fanón mientras pronunciaba la última parte de la frase, deseando de forma desesperada haber encendido al menos una chispa de interés en ese crack de veinte años. Sin embargo, Fanón seguía fastuosamente alejado de la esfera de conversación.
—Ju ja ju mmm ja ehhhhh, hombre de los sesenta minutos…
McNutter miró desesperadamente a Charlie.
—¿Y cómo fue?
—Bueno —dijo Charlie—, ellos tenían un lanzador llamado Rufus Smiley. Era un lanzador listo, pero a veces se pasaba de listo. —Miró a Fareek Fanón para ver si la historia ya había logrado captar su interés. El Cañón parecía como si acabara de abandonar la habitación mediante una proyección astral. De modo que se volvió hacia McNutter y prosiguió—: En la primera oportunidad, hizo un pase a un corredor enorme que tenían, Rudy Brauer, que se metió por el centro. En la segunda oportunidad, hizo lo mismo. Con eso perdieron veinte segundos, y sólo quedaban otros veinte. Pensé que teníamos que hacer algo. Era nuestra única posibilidad. Decidí hacer un ataque directo, justo entre el central y el guardia… con la esperanza de hacerles perder la posesión. Bueno, entonces fue cuando Smiley se pasó de listo. Porque esa vez, en la tercera oportunidad, para perder más tiempo hizo un amago de pase a otro corredor, que se movía entre Smiley y Rudy Brauer.
Charlie miró otra vez a Fanón. Ahí no había nadie. A continuación miró a Roger White. Al menos el abogado fingía sentirse cautivado. De modo que Charlie siguió mirándolo, mientras velaba con el rabillo del ojo sobre la atención de Fareek el Cañón Fanón.
—Así que me metí entre el central y el guardia, con la esperanza de sacar el balón de Smiley o Brauer, y me planté ahí… ¡no me lo podía creer! —Charlie fingió estar animadísimo con la historia, esperando contra toda esperanza arrastrar al poderoso Fanón a la órbita de la conversación—. Smiley seguía así con el balón —imitó a un lanzador sosteniendo la pelota a punto de hacer un pase— para pasárselo a Brauer después del amago al otro corredor. Así que en vez de ir a por Smiley, me fui a por la pelota… y ya sé que cuesta creerlo, pero la atrapé igual que si hubiera estado en ataque. Fue un pase… un pase equivocado.
Seguía mirando al abogado de Fareek, quien sonreía y asentía alentándolo. Fareek Fanón, mientras tanto, tenía la misma cara que uno pone cuando está haciendo cola para hablar en un teléfono público y el que lo está utilizando no cuelga. Charlie continuó:
—Una fracción de segundo más tarde llega Brauer cargando para atrapar el pase y ¡barfl!, le doy un porrazo. Lo que digo, era un hijo de puta enorme, pero yo llevaba impulso porque venía embalado desde detrás de la línea de contacto y recibió el encontronazo en la espalda. No había nadie entre la línea de gol y yo, así que marqué, conseguimos el punto adicional y ganamos el partido por 21 a 20. ¡La verdad es que ni yo mismo me lo creía! Si Smiley no hubiera hecho el tonto con ese amago, habríamos perdido el partido.
Con una amplia sonrisa, Charlie estudió a su público. Roger White, sonriente, sacudía la cabeza como si dijese: «¡Vaya, asombroso!». El entrenador Buck McNutter sonreía y asentía, no a Charlie, sino a Fareek, como si creyera que con su gran cabeza conseguiría crear vibraciones psicocinéticas capaces de hacer que su joven crack de cráneo pelado sonriera y asintiera con él. En cuanto al propio Fanón… en fin, al menos se dignó a mirar a Charlie. No sonrió, no asintió, no mostró ninguna reacción particular al episodio de la historia del Tec narrado por el mismísimo héroe en persona. La mirada que le dirigió a Charlie fue una mezcla de recelo y escepticismo, pero al menos había captado su atención.
De modo que Charlie aprovechó:
—Fareek, el año pasado, contra Tulane —Túlane—, vi la carrera de setenta yardas que hiciste, esquivando seis placajes.
Fareek se quedó mirándolo, girando las muñecas y asintiendo varias veces, como diciendo: «Es verdad, fue así, ¿y qué?». Se despatarró un poco más en el sofá con las largas piernas entreabiertas y dijo a Charlie:
—En Tulane les enseñan a placar con la cabeza por delante.
A continuación se encogió de hombros, como diciendo: «Eso lo explica todo», y miró a McNutter en busca de una confirmación que McNutter le brindó con entusiastas movimientos de la cabeza. Al menos su gran estrella se había dignado hablar con el Hombre de los Sesenta Minutos de antaño.
Fanón se volvió hacia Charlie. Con tono desafiante:
—¿Contra quién jugabas?
—¿Contra quién jugaba?
—Ese partido que dices, cuando le quitaste la pelota al lanzador.
—Georgia —respondió Charlie—. La Niversidad de Georgia.
—Pero ¿a quiénes tenían?
—¿A quiénes tenían?
—Jugando.
—¿A quiénes tenían jugando? —Con el rabillo del ojo Charlie veía a McNutter y White, en cuyas caras se dibujaba la preocupación.
—Sí —dijo Fanón—, ¿quiénes?
—Bueno, caray —repuso Charlie—, me acuerdo de algunos dellos… Smiley, Rudy Brauer… Tenían a ese línea que se llamaba Goodykoontz, me acuerdo de él…
—Ajá —lo interrumpió Fanón—, pero ¿qué eran?
—¿Qué quieres decir con qué eran? —preguntó Charlie.
Fanón dijo:
—¿Cuántos afroamericanos había?
Roger se echó hacia atrás en la butaca y cerró los ojos. Sabía exactamente a dónde conducía el pequeño diálogo socrático de Fareek. ¿Por qué había sido tan insensato, él, Roger Blanco al Cuadrado, de contarle a Fareek que todos los historiales de los grandes de la Conferencia Suroriental de tiempo atrás tampoco es que fueran tan importantes, porque todos los deportistas negros estuvieron excluidos de la competición a causa de la segregación racial? ¿Por qué le había dicho a Fareek que todos los récords de esa época debían llevar como mínimo asteriscos con una nota que dijese: «Los deportistas negros —o mejor, “los deportistas afroamericanos”; Fareek ya había hecho suya la nueva nomenclatura— tenían vedado el acceso a las facultades de la Conferencia»? ¿Por qué había querido que supiera que Charlie Croker y los que eran como él seguramente habrían obtenido resultados mediocres en la competición contemporánea? Lo sabía. Oh sí, lo sabía… se moría por congraciarse con Fareek, por parecer que era tan negro como él, porque ese crack ególatra con diamantes en las orejas no lo considerase un cabrón trajeado. ¡Aunque en ningún momento se le ocurrió que ese niñato fuera tan tonto como para utilizarlo contra Croker! Y eso que le había repetido diez veces que Croker comprendía lo que le pasaba y le daba su apoyo; que, aunque no hubiera jugado contra deportistas negros, había sido una gran estrella en su época y sabía que la gente siempre intentaba aprovecharse de las estrellas como él, Fareek. ¡Sólo le había faltado escribirle un guión de cómo tenía que ir la reunión! ¡Le había dicho un centenar de veces que Croker era un viejo un poco conservador, que formaba parte del antiguo establishment blanco, pero que justamente por eso podía ayudarlo mucho! ¡Todo cuanto él, Fareek, tenía que hacer era mostrarse educado e interesado! ¡Ni siquiera hacía falta que se hiciera el simpático! ¡Bastaba con que fuera agradable! Y resultaba que el niñato le echaba en cara al hombre toda aquella información adicional y tiraba por la borda la principal… que era su posibilidad de salir libre de toda sospecha del lío en que estaba metido.
«¿Cuántos afroamericanos había?». La pregunta sacudió a Charlie. Miró por un instante a Fanón con la expresión en blanco. Dirigió una mirada fugaz a McNutter, que abrió los ojos como platos y torció la boca en un gesto que venía a decir: «¡No me eches a mí la culpa! ¡No controlo la situación!», y lanzó una mirada al abogado White, echado sobre el respaldo de la butaca con los ojos cerrados y una expresión que significaba: «¡Ah, mierda! ¡Me rindo!». A continuación, en el tono más sereno de que fue capaz, dijo:
—Ninguno.
—Pues entonces en todos los récords tienen que poner asteriscos y cosas que digan: «Excluidos los deportistas afroamericanos».
Maldita sea, pensó Roger, se ha acordado incluso de los asteriscos. ¡Le estaba echando a la cara de Croker toda la maldita historia, asteriscos incluidos!
La consternación dio paso a un arrebato de rabia.
—Mira, amigo, te voy a contar una cosa. —Conté na cosa—. Yo era un muchacho como tú en esa época. No fui el que escribió la historia del Sur, ni tampoco el que dirigía el Tec ni la Niversidad de Georgia. Yo jugué con las cartas que me dieron, pero te digo una cosa: habría jugado contra cualquier hijoputa que mubieran puesto en el campo. Tenía ventidós, ventitrés años, y mimportaba un huevo. Estaba dispuesto a tumbar a cualquier gilipollas que me pusieran delante. Y, además, justo después deso me fui a luchar a Vietnam.
Roger se echó lo más atrás que pudo en la butaca y se preparó para una explosión de su incontrolable cliente… que había sido llamado, por vía indirecta, hijo de puta y gilipollas. En vez de eso, Fareek se quedó mirando a Croker, inmóvil, con la boca abierta. Y, de pronto, Roger temió que Croker intentara abroncar a Fareek.
De modo que intervino:
—¡Es más o menos lo que le estaba diciendo a Fareek!
—¿Qué cosa? —dijo Croker con expresión de enojo y desconcierto.
—Que te condecoraron durante la guerra —respondió Roger Blanco al Cuadrado.
—Las condecoraciones son lo menos —dijo Croker, cuya dicción iba adoptando los tintes rurales del condado de Baker a medida que se enfadaba. Lanzó una mirada acusatoria a Fareek—. ¿Hastao nuna guerra? ¿Hastao nun fego granado?
—¿Qué es un fego granado? —dijo Fareek.
Roger tardó un instante en adivinar que «fego granado» significaba «fuego graneado». Se lo dijo apresuradamente a Fareek:
—Un fuego graneado. Un tiroteo en una guerra.
—No —dijo Fareek con hosquedad, pero no con hostilidad—. No he estado en una guerra, y si intentaran hacerme ir, haría lo que hizo Muhammad Alí. Me negaría a luchar por el Demonio.
—Sí —dijo Croker, echando chispas todavía—, Muhammad Alí sel primero se cagó lantén troteo.
Roger Blanco al Cuadrado cerró de nuevo los ojos. No iba a traducirle esa frase a su cliente. La situación ya estaba degenerando lo bastante deprisa.
Croker siguió arremetiendo:
—Las peleas boxeo… yel fúbbol, nel fondo, lo que son, son prodias de los fegos granados.
Roger tardó uno o dos instantes en adivinar que «prodias» significaba «parodias». Rezó para que Fareek no lo adivinara. Cerró los ojos con más fuerza aún.
—¿Señor Croker? ¡Un whisky con soda!
Al sonido de la voz de la mujer, Roger abrió los ojos. Por la puerta entraba Val McNutter. Tenía en la cara su extraña mirada lasciva, como si aquello fuera el grupo de amigos de Buck más alegre que había visitado la casa en mucho tiempo y todos suspiraran por la llegada de Venus en persona. Llevaba un vaso largo de whisky con soda como si fuera una ofrenda de la diosa.
Croker, una de las partes beligerantes, quedó de pronto neutralizado, como si le hubieran dado a un interruptor. Fareek, la otra parte beligerante, estaba sin habla, todo ojos.
—Gracias —dijo Croker con una voz extrañamente baja al aceptar el vaso—, muchismas gracias.
Val McNutter giró sobre sus tacones y eso, lo otro y lo de más allá se movieron de aquí para ahí y para el otro lado, hendidura aquí, hendidura allá.
—¿Os traigo alguna otra cosa a los demás?
¡Qué mirada más insinuante!
—No —repuso Roger, casi con mansedumbre—, no, gracias.
—No, gracias, Val —dijo Buck McNutter con voz de macho apaleado.
Fareek, embebiéndose en esa visión como si se preparara para atravesar un terrible desierto, se limitó a sacudir la cabeza.
La diosa permaneció inmóvil durante un momento, se volvió para irse, pero giró de nuevo blandiendo la más sugerente de las sonrisas y dijo:
—Si cambiáis de idea… avisadme.
Se podrá decir lo que se quiera de ella, pensó Roger, pero los contoneos de madame McNutter acaban de desactivar una situación apurada.
Para sorpresa de Roger, la pareja de madame McNutter, Buck, ofreció la siguiente opinión conciliadora en cuanto su esposa hubo abandonado la habitación:
—Tienes que admitirlo, Charlie. Algunas cosas no cambian nunca. Te apuesto a que eran igual para ti, segurísimo que eran igual para mí cuando estaba en el Viejo Misisipi y sé seguro que es lo mismo para Fareek ahora. Te hablo del modo en que esas grupis se te echan encima si estás en un equipo de fútbol. Todo el mundo habla de eso como si fuera una cosa de ayer —sifera na cosa dayer—. El imponente McNutter siempre había sido un cracker, pensó Roger, pero en ese momento intentaba ponerse en la misma longitud de onda que Croker. Pero es más de lo mismo —pro más dio mimo—. Dime la verdad, Charlie, ¿nos así?
Charlie desvió la mirada, suspiró, tomó un sorbo de whisky con soda y respondió:
—Spongo…
Charlie seguía enfadado, pero su parte más calculadora le dijo: «Este niñato es un cabrón creído de mierda, pero necesitas ese trato, Charlie, y McNutter te está ofreciendo una forma de volver a él». De modo que miró a McNutter y asintió, como diciendo: «Es verdad, es verdad».
Alentado, McNutter prosiguió:
—La única diferencia hoy es que las chicas no se cortan nada. Sabes a lo que me refiero, ¿no? Cuando estamos por ahí, casi tengo que tener a estos pájaros —sonrió ligeramente e hizo un gesto con la cabeza en dirección a Fanón— encerrados con llave, por culpa de todos esos bomboncitos, esas grupis, que se meten en el hotel o dondequiera que nos alojemos. Y no se andan con chiquitas. ¿Verdad, Fareek?
Fanón asintió con la cabeza a regañadientes, igual que Charlie. Quizá él también deseaba volver al trato.
—Y al mismo tiempo —dijo McNutter, deseoso de no perder el impulso que parecía haber conseguido—, esas grupis son mucho más lanzadas de lo que cualquiera de mi edad o de tu edad nos podemos llegar a imaginar, hay muchísimos más yogurcitos sueltos. Sabes lo que quiero decir, ¿no? No sólo hablo de menores de edad, aunque Dios sabe que también las hay… te hablo de acoso sexual… acoso sexual… cita con violación… Vamos, en mi época, esas expresiones ni siquiera existían… O era violación o no lo era. Nabía nada en medio, co may ahora. ¿Nos verdad, Charlie?
Charlie asintió. De modo adusto, pero lo hizo con un subir y bajar de la barbilla más que la vez anterior; y otra pequeña oleada de culpa empezó a barrer su sistema nervioso. Sí, la triste verdad era… que deseaba volver al trato.
—Quiero decir que tienes a un chico de veinte o veintiún años —continuó McNutter—, que está en la época de la subida de la savia y que es un jugador de fútbol; y resulta que la universidad hace concentraciones antes de los partidos, estadios enteros llenos de estudiantes el día antes, animando, armando jaleo y diciéndoles lo fantásticos que son… ¿Qué se supone que tiene que pensar un chico de esa edad? ¡Eso lo que es… es un maldito campo de minas sexual, Charlie!
De pronto, Charlie pensó en Serena… y en Martha. McNutter tenía a su propia Serena, era obvio. Esa bomba no había salido del Viejo Misisipi acompañando a Buck McNutter… A lo mejor todo no era más que una inflamación… una epidemia… A lo mejor no debía condenar a ese gran chico negro porque… Inman… Elizabeth Armholster… ¿Qué sabía él cómo era Elizabeth Armholster? Como decía McNutter, hoy en día los chicos de la edad de Fareek Fanón se encontraban con un mundo diferente…
Crrrraaacccccc… Fanón estaba arrellanado en el sofá, con el peso apoyado en la base de la columna vertebral y la cabeza inclinada, ocupado en frotarse una mano con la otra y haciendo crujir los nudillos. Charlie se dio cuenta entonces de que el Cañón tenía un reloj con una enorme pulsera de oro y anillos de oro en las enormes manos, el crujir de cuyos nudillos sonó como si fueran vértebras partiéndose. Era tan grande que resultaba difícil encajarlo dentro de cualquier afirmación general acerca de los «chicos».
McNutter se inclinaba hacia adelante en su silla, mirando a Charlie. El cuello del entrenador era más ancho que su cabeza, y la cabeza era tan grande que los ojos parecían dos minúsculas mirillas.
—Fareek es un gran jugador de fútbol, Charlie, el más grande de los que he tenido el placer de entrenar, pero está completamente perdido en lo que se refiere a ser famoso. —Lanzó una mirada al gran muchacho—. Estoy diciendo la verdad, Fareek. —Fanón inclinó aún más la cabeza y miró a su mentor a través de un par de ojos siniestros. McNutter prosiguió—: ¿Qué ejemplo ha tenido, Charlie, me refiero para enfrentarse a todo eso? Háblale a Charlie de tu padre, Fareek.
Un susurro sordo salió de la gran cabeza rapada, que siguió inclinada:
—Nunca lo conocido.
—No conoce a su propio padre —dijo McNutter en tono solícito.
Con voz sorda aún más susurrante:
—Mi madre me lo enseñó una vez, pero nunca lo conocido.
—Cuéntale a Charlie dónde te has criado —dijo McNutter—. En la avenida English, ¿verdad? En el Bluff, ¿no?
—Sí —respondió Fareek Fanón. Con la cabeza aún inclinada, parecía mirar a través del suelo.
—Y tu madre —dijo McNutter—, para ella eres el primer hijo, la primera persona en toda su vida, en realidad, que ha hecho algo por sí mismo. ¿Nos verdad?
Avergonzado:
—Sí… —De pronto levantó la cabeza, con los ojos encendidos, y dijo a McNutter—: ¡Y ahora me están fastidiando los patrocinadores!
Roger Blanco al Cuadrado intentó desviar ese lamento particular.
—Estoy convencido de que ésa es la menor…
—Ironman, Mars y Mishima —prosiguió un indignado Fareek Fanón, atropellando las palabras de Roger—, llevaban tres meses peleándose entre ellos, ¡y ahora no sé nada de ni uno de ellos desde que esta tía me ha colgado este muerto!
Roger volvió a cerrar los ojos. Técnicamente Fareek aún era un jugador aficionado, aunque el amateurismo en la primera división del fútbol interuniversitario ya se había convertido en una farsa. No sólo se suponía que Fareek no tenía que estar alentando a tres fabricantes de calzado deportivo como Ironman, Mars y Mishima a que compitieran por patrocinarlo cuando pasara a profesional, sino que ni siquiera tenía que saber de esas cosas. Peor aún, al presentar el aprieto en que estaba como una cuestión de dinero, tiraba por la borda la ventaja sentimental conseguida haciéndose el «chico de gueto que no se mete en líos».
—Joder… —dijo Fareek—, lo único que tienen que hacer esas putas es colgarte un muerto y todos esos cabrones que dirigen las compañías ya no quieren volver a oír tu nombre. —Sacudió la rapada cabeza, como si la perfidia humana nunca hubiera sido llevada hasta tal extremo.
—Pero eso no es lo que de verdad te preocupa —dijo Roger—, ¿verdad, Fareek?
Amargamente:
—No, no me preocupa, me encabrona.
—Un montón de chicas quieren ligar contigo, se te tiran encima, ¿nos verdad? —dijo McNutter—. Chicas negras, blancas, orientales, hispanas, de todas las clases, ¿nos cierto?
Fareek frunció el entrecejo y al final repuso:
—Nunca he conocido a ninguna grupi oriental.
—Pero de las otras, un montón, ¿no? —dijo McNutter.
Fareek miró de nuevo a McNutter con ojos encendidos.
—¿Qué hacían esas putas blancas en una fiesta de Freaknik, si no querían enrollarse y montárselo? A esa tía, nunca la había visto antes. Lo que está haciendo es intentar salir del lío…
—No vamos a entrar en detalles, Fareek —intervino Roger—. Sólo estamos aquí para compartir nuestras experiencias en general. El señor Croker está en una posición única para comprender… eh… eh… tu posición.
Intentaba encontrar palabras, lo que fuera para impedir que Fareek dijera algo en presencia de Croker que pudiera ser utilizado contra él; teniendo en cuenta, sobre todo, el hecho de que el esperado trato parecía estar yéndose al garete.
Fareek le dirigió una mirada malhumorada a su abogado.
—Lo único que digo es que nada de eso se puede llamar violación.
—Charlie —dijo Buck McNutter—, es muy importante para Fareek que no sea acusado de ningún delito. Nunca ha tenido ningún problema con la justicia, y si te has criado en el Bluff, como se ha criado él, eso ya es decir mucho. Fareek, háblale al señor Croker de los muchachos que frecuentabas en el Bluff.
—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Fareek, a todas luces desconcertado.
—Dile dónde están ahora.
—Ah, sí —dijo Fareek, como si de pronto recordara la letra de la canción—. Están en chirona o fritos, la mayoría. —No miraba a Charlie, sino a McNutter, como a la espera de aprobación.
—Estoy seguro que el señor Croker puede identificarse con eso, Fareek —dijo McNutter. Y en dirección a Charlie—: He leído nalgún sitio que tun fancia tampoco fue na maravilla.
Puedo identificarme con eso… ¡Menuda gilipollez! Charlie se sintió ofendido, pero cuanto dijo fue:
—¿Identificarme con qué? Vamos a ver… Desde que nací hasta que entré en el ejército, sólo conocí a un muchacho, Bobby Lee Kite, que detuvieron por alteración del orden público después de la pelea de todos los sábados por la noche delante de la tienda de McCrory, en Newton.
Le dirigió a McNutter una mirada enojada y se preguntó si habría captado la ironía. Aunque a continuación se preguntó: ¿Por qué me molesto en ser irónico? ¿Por qué no les digo a esos payasos lo que pienso de verdad? ¿Tan débil soy? ¿Y tan desesperado porque el trato no se vaya al cuerno?
Para su sorpresa, Fanón se volvió hacia él —era la primera vez que lo miraba directamente desde que había entrado en la habitación— y dijo:
—Dice —hizo un gesto con la cabeza en dirección al abogado White; y a Roger se le ocurrió que Fareek nunca se había referido a él por su nombre—, que tienes una plantación.
Charlie lo miró con recelo y repuso:
—Así es.
—Le he enseñado a Fareek el artículo de la revista Atlanta —intervino Roger.
—He oído hablar de las plantaciones —dijo Fareek Fanón—, pero nunca he visto ninguna.
Charlie no tenía ni idea de qué responder a eso, de modo que no respondió.
—Me ha dicho que montas los fines de semana y que invitas a un montón de gente —dijo Fanón.
Charlie se encogió de hombros.
—¿Sabes qué me gustaría? —preguntó Fanón—. Ver una. Me gustaría ir uno de esos fines de semana.
Charlie lo estudió durante un momento. Fareek Fanón estaba con los brazos extendidos sobre el respaldo del sofá. Era tan grande que casi tocaba los extremos con las puntas de los dedos. A Charlie le sorprendió la propuesta que caía del cielo, en lo que a él se refería. El momento se prolongó… prolongó… prolongó…
Si sigo más tiempo con este hijoputa, pensó Charlie, voy a tener que pegarle. Pero lo que dijo fue:
—No te gustaría, amigo. Nos la buena época parirá Termtina, con el calor cace.
Fanón se dio un golpe con el puño en la palma de la mano y exclamó, muy animado:
—¡Es lo que me ha dicho! ¡Me ha dicho que se llamaba Termtina! ¡Me ha dicho que vas y cazas codornices! ¿Cómo las cazas?
—¿Que cómo las cazas? —Charlie estudió la cara del joven negro. ¿Se estaba burlando de él, o qué?—. Las cazas con escopetas.
—Escopetas… —Una sonrisa extraña y soñadora se apoderó de la cara de Fanón—. Me gustaría probarlo.
—La temporada de la codorniz ya se ha acabado —dijo Charlie—. Sólo va desde Acción de Gracias a finales de febrero. Nay nada que cazar ahora, lúnico son mosquitos, jejenes, tábanos, moscas amarillas y moscas de váter.
Fanón miró a McNutter en lugar de a Charlie, como si McNutter fuera el padre responsable de cuanto ocurría.
—No me importa. Quiero verlo igualmente. —De nuevo hizo un gesto hacia el abogado White—. Me ha dicho que es como hace ciento cincuenta años, antes de la Guerra de Secesión, cuando todavía tenían esclavos. Quiero verlo.
¡Por Dios, este muchacho tiene la discreción de una pulga!, pensó Roger, ruborizándose.
¡Por Dios! ¡Lo que me faltaba!, pensó Charlie, e intentó imaginarse… presentar a ese gran energúmeno negro como invitado de honor a Durwood… Fareek el Cañón Fanón sentado a la gran mesa de tupelo de la Armería, mientras la tía Bella, el tío Bud y Mason miraban a Su Insolencia… Su Insolencia despatarrado en su silla, con las piernas abiertas, haciendo crujir los nudillos mientras el servicio se reunía después de la cena y cantaba Sólo un paseo contigo, señor… Su Insolencia haciendo la visita de honor, deteniéndose para apreciar los motivos en la fachada de la tienda de la plantación… Y que todo el mundo, Billy Bass, el juez Opey McCorkle… ¡Inman!, descubriera —y lo descubriría— que había tenido de invitado en Termtina al conocido violador de Elizabeth Armholster… ¡No! ¡Estaba más allá de lo imaginable! ¡Una caída en un abismo de vergüenza insondable! Miró a McNutter, miró a Roger White —¡seguro que dirían algo!, ¡lo sacarían de ésa!—, que permanecieron sentados como si fuera una cosa de lo más normal el que Fareek Fanón se invitara a Termtina.
Al final, Charlie se oyó decir:
—Lo siento. No puede ser. El lugar está cerrado para lo que queda de temporada. No sería posible abrirlo aunque viniera el Rey de Inglaterra. —Fugazmente se le pasó por la cabeza que no existía ningún Rey de Inglaterra—. Tendría que traer todo un montón de gente. No sé si los encontraría en estas fechas.
Todo ello mientras pensaba: ¡Eres débil! ¡Estás cediendo! ¡Das a entender que si la fecha fuera más adecuada, invitarías a ese hijoputa a Termtina! Vio a Buck McNutter y Roger White lanzarse miradas. ¿Estarían pensando lo mismo? Se sintió caer sin remedio en un lago helado de vergüenza.
Se palmeó la parte superior de las rodillas con gesto de «Esto es todo. Es hora de irse». A continuación se incorporó con un leve tambaleo y una mueca de dolor, porque uno de sus grandes huesos se trituraba contra otro dentro de su rodilla.
—Tengo quirme —dijo.
—¿Qué dice? —le preguntó Fareek Fanón a McNutter—. ¿Voy o no voy?
McNutter se puso en pie sin responder a la pregunta. El abogado White se levantó también, así como, al final, Fareek Fanón. White le susurró a éste:
—Ven un momento.
Y se lo llevó para afuera.
Charlie se dispuso a marcharse también, pero McNutter alzó el índice y dijo:
—Oh, Charlie… —Se acercó y añadió—: Hay otra cosa más, Charlie. No podemos dejar que todo este asunto se convierta en una cuestión en que una muchacha blanca de buena familia, de sesenta kilos, o lo que pese, no puedes permitir que ella diga una cosa y este deportista negro del Bluff, de cien kilos, diga otra y ya está, que parezca, ya sabes, como una acusación aislada de un delito sexual. Tenemos que mostrar que hay toda… toda… toda una comunidad de apoyo a este joven y que este apoyo atraviesa las líneas habituales de división racial, social y esas cosas.
—Así que no crees que lo hiciera —dijo Charlie.
—Mira, Charlie —repuso McNutter—, no puedo probar nada en un sentido ni en otro, pero a mí me parece que la versión de Fareek de lo que ha pasado tiene sentido, por lo que sé de cómo van las cosas hoy en día.
—¿Y cuál es la versión de Fareek?
—¿Entre tú y yo? —preguntó McNutter, arqueando las cejas y esperando una respuesta.
—Muy bien, entre tú y yo.
—Entre tú y yo, lo que Fareek dice que pasó es que la chica está en la fiesta y se le acerca, así que él se la lleva al dormitorio y bam-bam si te he visto no me acuerdo, se acabó, ya no volvió a pensar en el tema.
—¿Y te lo crees? —preguntó Charlie.
—Como te digo, no te puedo jurar nada, pero lo que sí te puedo decir es que lo decía en serio que hay chicas que se les echan encima a estos deportistas todo el día, meneando el buti y diciendo «sírvete», y que el chico sea afroamericano no importa nada si es lo bastante importante como estrella, y Fareek es una auténtica estrella.
Charlie estudió de nuevo a McNutter. Lo que lo sorprendió fue la palabra «afroamericano». ¿Qué demonios le había pasado a McNutter? Siempre había pensado que era un tipo sencillo de Misisipi, y de pronto observaba esa nueva… etiqueta… o lo que fuera.
—Mira, la cuestión es ésta, Charlie —prosiguió McNutter—, es muy importante para ti formar parte de la defensa de Fareek.
—¿Para mí?
—Mira, nadie va a pedirte que digas que Fareek es inocente en este asunto, porque eso no lo sabes. Como tampoco yo lo sé. Y ni siquiera te va a pedir nadie que digas nada agradable sobre él. Sé que no es el chico más fácil del mundo. Aunque la principal razón es que nadie le ha enseñado a ser educado. Nadie le ha enseñado la cortesía común de todos los días. Lo único que tienes que decir es lo que sabes, vamos, que has pasado por eso antes. Sabes las presiones que conlleva ser una estrella del Tec en una ciudad como ésta, que se vuelve loca con el deporte. Sabes cómo la gente trató de aprovecharse de ti… o lo que sea… como quieras decirlo.
Charlie se quedó mudo, con la boca entreabierta.
—Y míralo de este modo —añadió McNutter—. No hablarías en favor de Fareek, ni siquiera en favor del Tec, aunque eso significaría muchísimo para el Tec, y hablo de Welly Swindell para abajo. No, estarías haciendo algo por toda la ciudad. Dirías algo así como: «¡Un momento! ¡Más despacio! ¡No hagamos juicios precipitados! ¡No nos dividamos según líneas raciales!». ¿Y sabes una cosa? Toda la ciudad te aplaudiría, todo el mundo hablaría de tu valor, incluso el Journal-Constitution. Puedes estar seguro de que te apoyarán al cien por ciento. Tu presencia en ese acto, lo que pensamos es una rueda de prensa, tu presencia diciendo: «Tranquilos, esperemos los hechos, no nos obcequemos, seamos imparciales»… la prensa aclamará tu presencia como un acto de liderazgo y valor.
—Estupendo —dijo Charlie—. ¿Y qué otros valerosos blancos vais a reunir para eso?
—Es una pregunta justa, Charlie —contestó McNutter—, y voy a responderte con toda la franqueza de que soy capaz. Hasta ahora del único que sé es Herb Richman. El dueño de los centros de fitness DefinitionAmerica. Lo conoces, ¿verdad?
—Sí, lo conozco —dijo Charlie.
Judío y liberal; eran las palabras que tenía en ese momento fijadas en el cerebro.
—Pero no tiene mucho peso —apuntó McNutter.
—¿Y tú qué? —dijo Charlie.
—¿Yo?
—Sí. ¿Vas a hablar en favor de Fareek?
—Bueno, hemos estado pensando en si debía o no hacerlo. Parecería una parte interesada.
—Ajá —dijo Charlie con recelo.
—¿Qué, cómo lo ves?
Charlie se quedó mirando la enorme cabeza de McNutter y su revuelto pelo rubio plateado en ese estudio de Langhorn Epps con revestimiento de caoba. ¡Así que iba a ser el único blanco que hablaría en nombre de aquel patán! Inman… ¡Era imposible! ¿Quién lo miraría a la cara después de eso? ¿Quién de todas las personas a las que había agasajado en Termtina desearía volver otra vez? Por otra parte, si se negaba… si perdía Termtina, si perdía cuanto tenía, incluyendo la casa de Blackland Road… ¡todo aniquilado!, ¡destruido!… ¡el resultado sería el mismo! ¡Nadie lo visitaría tampoco! Todo cuanto formaba parte del gran Captan Charlie… pinchado, deshinchado, abyectamente humillado, compadecido… y eso último ni siquiera durante mucho tiempo.