23

El negocio

Para Roger los primeros momentos del día, cuando abría los ojos y se levantaba, cuando dirigía la mirada hacia los pies de la cama y se asomaba al Mundo de Roger White, como estaba haciendo, eran por lo general… sublimes. A tres o cuatro metros de los pies de la cama había un par de puertas cristaleras que se abrían a un balcón, y el balcón daba al lago Niskey, y en el fondo del lago veía los señoriales pinos de la otra orilla. Cierto, no eran árboles de madera noble —por qué había tenido que decir nada al respecto el puñetero de Wes—, pero eran señoriales. ¿Había una vista más soberbia en todo Atlanta? Seguramente, no. ¡Qué hermosa casa! ¡Qué hermosa mujer! Henrietta estaba junto a él, aún muy dormida, con la cabeza vuelta hacia el otro lado. ¿Acaso no había conseguido organizar las cosas de modo sublime…?

Se sentó erguido en la cama, sin ser consciente ya de nada exterior a su mente, que de pronto quedó sumida en un estado febril.

—¿Qué pasa, cariño? —preguntó Henrietta, a quien el hundimiento del colchón había despertado.

—Nada —respondió Roger—. Creo… que he tenido una pesadilla.

En realidad no se trataba de ninguna pesadilla, sino del pánico de la víspera que brotaba de nuevo en su cerebro.

Había pronunciado unas desafortunadas palabras en la rueda de prensa, «tarántulas» y «avenida English», que se había apresurado a retirar. No obstante, ellos, los medios, se habían aferrado a ellas como hienas y habían sacado su cara, la de Roger White II, por televisión pronunciando aquellas inmundas imprecaciones. Hicieron que pareciera que se refería a alguna trama racista para acabar con Fareek Fanón. En las noticias televisadas que Henrietta y él habían visto, había sido la noticia principal. Por las llamadas recibidas de amigos a lo largo de la noche, supo que él y sus insinuaciones también habían sido la noticia más destacada en al menos otros dos canales.

Oh, todos sus amigos se mostraron muy optimistas y dijeron lo adecuado, pero él sabía lo que pensaban… El viejo Roger se ha vuelto un agitador o un paranoico, o las dos cosas… ¡Él! ¡Roger Blanco al Cuadrado!… ¡Tras años de adecuar cada detalle de sus palabras y su vestido al papel de socio del bufete inmaculadamente blanco de Wringer Fleasom & Tick!

El comedor, cuyas puertas cristaleras se abrían a una terraza, ofrecía otras fantásticas vistas del lago Niskey, y el puesto de Roger, el puesto de amo de esa casa de ensueño, ofrecía la mejor vista de todas. Abstraído, revolvió los cereales (Alpen con arándanos, rodajas de plátano y leche descremada) de modo descuidado en el bol. Tenía los ojos fijos en el lago Niskey, pero no hacía falta ser ningún genio para darse cuenta de que no estaba viendo nada.

—Roger —dijo Henrietta—, ¿qué pasa?

Sin mover siquiera la cabeza:

—Nada.

—Todavía le estás dando vueltas a la rueda de prensa, ¿verdad?

—Supongo… No acabo de entender por qué dije lo que dije.

No estaba dispuesto a admitir ante nadie, ni siquiera ante Henrietta, que había soltado todas aquellas tarántulas nietzscheanas por la sencilla razón de que deseaba ser aceptado por los que eran como Cedric Stifell, del Atlanta Alarm.

Henrietta dijo en voz baja:

—¿Roger?

Él la miró.

—La rueda de prensa se ha acabado, cariño —añadió ella—. Fue ayer. Hoy es otro día. Además, lo que dijiste estuvo muy bien.

Lo que él oyó: «No vale la pena llorar por la leche derramada, y has derramado un montón de leche».

Lo cierto era que la rueda de prensa no se había acabado. No se acababa, la maldita. En la mesa, justo ante él, en la portada del periódico matutino —la parte inferior, pero en la portada al fin y al cabo—, había un titular que rezaba:

Abogado declara: «LAS TARÁNTULAS» PERSIGUEN A FAREEK.

El «abogado» era… ¡él! ¡Era él, Roger White, quien había arrojado las arañas en la sopa!

Al salir con el Lexus de su casa, camino de la oficina, estaba ya con los nervios de punta. De pronto oyó detrás de él tres bips y advirtió que lo adelantaban. Roger frenó. Un sedán BMW gris plomo, un modelo grande, de cuatro puertas, se puso a su izquierda. La ventanilla del pasajero descendió y la sonriente cara del conductor se inclinó hacia él y dijo:

—¡Eh, vecino, te vi anoche por la tele!

Roger conocía aquella cara oscura y dura, de reluciente dentadura y estrecho bigote perfectamente recortado sobre el labio superior. Era Guy Thompson, cuya emisora de radio, la WBBB, era una de las de propiedad negra de más éxito en todo el Sur. Roger sabía que vivía junto al lago Niskey, sabía que era el dueño del fabuloso BMW gris, sabía lo bien que le sentaba a su atlético cuerpo un traje que parecía de estambre gris, como el que llevaba ese día, y no le sorprendieron los blanquísimos puños, ceñidos por gemelos de oro, que sobresalían de sus mangas. Sin embargo, nunca se habían cruzado… y no sabía que Thompson tuviera la más remota idea de quién era él.

La cara de Guy Thompson se puso seria.

—Has dicho algo que hacía falta decir desde hace mucho tiempo en esta ciudad. ¡Mantente firme!

A continuación, volvió a lanzarle su maravillosa sonrisa y levantó el pulgar en señal de aprobación y apoyo… mientras se alejaba en su acerado BMW.

Roger se preguntó qué diantres había dicho que hiciera falta decir. No se le ocurría. No obstante, su encuentro con el estimable señor Guy Thompson, quien ya sabía quién era él y lo aprobaba, le produjo una sensación reconfortante.

Como de costumbre, al llegar al centro de la ciudad, Roger se metió en el aparcamiento subterráneo del edificio Peachtree Olympus. En cuanto se llegaba al letrero de «Pare aquí», había ocho o diez encargados dispuestos a aparcar los coches. Esa mañana le tocó un joven negro, esbelto y de aspecto aniñado, llamado Bo. Roger sabía su nombre porque se lo había oído gritar a los otros encargados. En la rotación aleatoria, Bo le aparcaba el coche cada dos o tres semanas. Roger nunca había intercambiado más que el mecánico «gracias».

Esa mañana, al salir del coche, vio que el joven reaccionaba. De pronto le dirigió una sonrisa de asombro, abrió mucho los ojos y levantó el índice hasta la altura de la cara.

—Usted… usted… usted… usted es Roger White, ¿no?

En tono vacilante, sin saber a dónde conducía todo aquello:

—Sí.

—¡Claaaaaroooooooo! —exclamó el joven—. ¡Lo vi anoche por la tele! —Extendió el brazo.

Roger le estrechó la mano y entonces el tal Bo hizo algo con el pulgar y el puño. Era una especie de apretón fraternal que, al parecer, Roger debía conocer, pero que no conocía.

—Es un honor —dijo Bo, y le lanzó un guiño—. ¡Lo está diciendo, señor White!

—Gracias —repuso Roger.

El joven se deslizó en el asiento del conductor del Lexus para llevarlo hasta las tripas del aparcamiento del edificio… de pronto se asomó y dijo:

—¡Señor White!

Roger se volvió.

—¡Te estoy atrás! —dijo el joven Bo. A continuación se metió de nuevo en el coche y descendió por una rampa.

«¡Te estoy atrás!».

Al principio, claro está, pensó en André Fleet. Sin embargo, eso no tenía nada que ver con André Fleet. Era Roger White quien lo estaba diciendo. ¿Se atrevía siquiera a sospecharlo? De algún modo, había llegado… a su propia gente…

El vestíbulo del Peachtree Olympus era una extravagancia de unos quince metros de altura de mármol tallado con columnas, nervios, curvas conopiales, paneles elevados e interminables arquitrabes y cornisas de estilo clásico. Todo el lugar relucía de modo obsesivo gracias a innumerables focos dirigidos hacia las pulidas paredes de mármol. En la pared opuesta a la entrada principal había un nicho en forma de arco de heroicas proporciones. En él se hallaba montada una escultura abstracta de Henry Moore[38] de cuatro metros de altura. A Roger le parecía un gran donut medio derretido. Los principales promotores inmobiliarios de Atlanta, que eran todos blancos, consideraban que Henry Moore era sinónimo de «clase» en lo que a escultura se refería. Esa maldita cosa… completamente estúpida y absurda. En eso coincidía con Wes Jordan. En aquel enorme vestíbulo todo luchaba por la «clase». En una pared colgaban tres enormes y casi deshilachados tapices belgas. No lejos de los ascensores estaba el pianista, ante un enorme piano de cola Yamaha. Era un esbelto negro de treinta y tantos vestido con esmoquin… a las ocho y media de la mañana. En ese momento estaba tocando el Bolero de Ravel. La dirección quería «clase», pero nada innecesariamente complicado, sobre todo a esa hora punta. Los sensuales acordes y los excitados agudos del viejo Maurice manaban y rebotaban en el mármol y luego rebotaban otra vez y otra y otra y otra. Roger se acercaba a seis metros del piano y su pianista negro desde hacía… ¿cuánto ya?… meses… y nunca se habían mirado siquiera… pero esa mañana había algo irónicamente lujurioso e inteligentemente afectado en el modo en que derramaba las gotas de sexualidad del viejo Maurice sobre unas paredes de mármol tan llenas de clase… y por eso Roger lo miró… y vio que el pianista le devolvía la mirada con tanta intensidad que no se atrevió a desviar los ojos. Entonces el pianista le lanzó un gran guiño y una sonrisita. Mientras la mano izquierda se zambullía en los acordes tropicales del Bolero, levantó la mano derecha y, sin dejar de mirar a Roger a la cara, separó el índice y el dedo medio formando una uve, el signo de la victoria.

¡Él también!… ¡el pianista del vestíbulo! ¿Qué quería decir?

En el ascensor su ánimo se vino abajo. En los pasillos de caoba de Wringer Fleasom & Tick, toda esa aprobación… por parte de sus hermanos… significaría menos que nada. En Wringer Fleasom todas esas cosas que te han reconfortado tanto, querido Roger, tendrán valores negativos. Has sido un mal abogado, por introducir las «tarántulas» y la «avenida English» donde no hacían ninguna falta… y has mostrado tu verdadero color jugando de modo gratuito la carta racial.

Roger entró casi de puntillas en aquellos taciturnos corredores de madera. La primera persona con la que se encontró fue Bob Partridge, un hombre fornido, en la cuarentena, uno de esos blancos tan rubios que las cejas tienen un aspecto extraño. Detrás de Zandy Scott, Bob Partridge era de los más valorados en el bufete.

Roger lo miró con cautela… pero Partridge le sonrió y exclamó con cordialidad:

—¡Ehhhhh, Roger! ¿Cómo está nuestra celebridad particular esta mañana?

Fue la sonrisa, más que las palabras, lo importante, y Roger se relajó. Bob Partridge no iría por ahí sonriendo a Roger White II por iniciativa propia, no tras los acontecimientos de la víspera. No, esa sonrisa significaba que Zandy y todos los demás le daban su aprobación. A Roger no se le ocurría ninguna otra razón por más que lo pensara. El caso era que aprobaban lo que había hecho. Apenas podía creerlo. El mundo de Roger White estaba intacto, a pesar de todo.

Como para la mayoría de las víctimas de un insomnio agudo, prolongado y recalcitrante, también para Charlie la mañana era el peor momento del día. Toda la mañana, hiciera lo que hiciera, sentía la cabeza como una farfolla achicharrada. La mente se le convertía en un vacío voraz, voraz de sueño, pero al mismo tiempo aguda e hirientemente consciente de que ese gran organismo rollizo llamado Charles Earl Croker era incapaz de dormir. Poco a poco los acontecimientos del día, las comidas, las reuniones, las conversaciones, los problemas, la justificada furia, iban llenando el vacío… en parte… y conseguía reunir el diez por ciento de su energía normal. Sin embargo, esa mañana, sentado a la mesa de la planta trigésima novena de la torre de Croker Concourse, lo único que había era la vaciedad y la desesperanza de la farfolla achicharrada.

Le había dicho a Marguerite que no le pasara ninguna llamada salvo las que de verdad exigieran una atención inmediata. De ese modo podría continuar haciendo en paz justo lo que estaba haciendo en ese momento: caso omiso de su tan cacareada vista panorámica de medio Atlanta, su dorada mitad norte y sus más que solicitadas verdes y umbrosas zonas residenciales, en el mismísimo puente de mando de Croker Global Corporation… con la cabeza inclinada hasta tocar la clavícula con la barbilla, el pecho comprimiéndole la barriga, los ojos cerrados y viendo tras los párpados el formarse y disolverse de películas en el quiasma óptico, deseoso de alucinaciones hipnagógicas que pudieran pasar por un sucedáneo de sueño… Hasta ahí había caído el gran Croker… nada menos que al estado de un pobre idiota derrotado que se engañaba a sí mismo creyendo que era el Croker omnipotente de antaño…

Pensó en Inman, con quien esa mañana por fin había podido hablar. Inman no dejaba de compadecerse. No pensaba permitir que esa gran bestia negra —seguía utilizando la palabra «bestia»— saliera inmune después de lo que le había hecho a Elizabeth; pero Elizabeth, según insistía Inman, continuaba siendo la criatura asustada que le había hecho jurar que no presentaría acusaciones formales que la obligaran a enfrentarse de nuevo con Fanón, ni a revelar al mundo la monstruosa profanación que había sufrido… Oh, sí, Inman sentía mucha lástima de sí mismo, sin darse cuenta ni por un instante del lujo que suponía el que el honor de su hija fuera su mayor preocupación, mientras que él, Charlie, estaba a punto de perderlo… todo.

Justo cuando en el interior de su inclinada cabeza las películas de los párpados empezaban a adoptar los contornos de un gran abismo negro y malva, un bip bip grave sonó en el teléfono de su mesa. Sería Marguerite, que lo llamaba. Alzó el auricular y dijo:

—¿Sí?

—Charlie —dijo Marguerite—, un abogado de Wringer Fleasom, dice que es un socio, su nombre es Roger White, llama diciendo que necesita verte por un asunto urgente.

—Ya te he dicho —repuso Charlie— que le envíes todos los cobradores al Genio.

—Dice que es un asunto relacionado con un cliente suyo, pero no ha querido decirme nada más. Sólo quiere hablar contigo.

—Roger White… —dijo Charlie—. ¿Por qué me resulta familiar ese nombre?

—No lo sé —respondió Marguerite—. Supongo que es un nombre bastante corriente.

—Hazme el favor de ponerme con el Genio —pidió Charlie—. A lo mejor él lo sabe.

De modo que Marguerite le puso con el Genio, y el Genio le dijo:

—Roger White… No sé. Hay un abogado llamado Roger White que representa a ese jugador de fútbol, Fareek Fanón, en ese asunto del que se habla desde hace un par de días, el caso ese de violación o algo así. Estoy casi seguro de que se llama Roger White.

—¿Es de Wringer Fleasom & Tick?

—No lo sé. Creo que no lo ha dicho. ¿Por qué?

—Acaba de llamar un abogado llamado Roger White, de Wringer Fleasom & Tick.

—No parece que sea un caso de los que lleva Wringer Fleasom, ¿verdad? —dijo el Genio—, pero estamos en una época de anomalías.

Sea lo que sea lo que eso quiera decir, pensó Charlie. En voz alta:

—Bueno, mira, hazme el favor de averiguar quién es ese tipo, Roger White, de Wringer Fleasom & Tick… quiere hablar conmigo de un «asunto urgente». Si es un truco barato de cobrador, tiro a ese hijoputa por la ventana.

—Este edificio no tiene ventanas —dijo Wismer Stroock—, sólo paredes acristaladas.

Como sucedía a menudo, Charlie no supo si aquello era producto de la literalidad mental de la tecno-lengua de Empresariales o una muestra del humor cetrino y de mejillas hundidas del Genio.

No habían pasado diez minutos cuando el Genio volvió a llamar.

—Es el mismo abogado. Representa a Fareek Fanón. Y, por cierto, para que lo sepas ya, es negro.

—¿Y es socio de Wringer Fleasom?

—Afirmativo —contestó el Genio.

—Bueno, no me extraña —dijo Charlie, aunque si lo hubieran obligado a explicar por qué no le extrañaba, no habría sido capaz de responder demasiado bien.

Después de colgar, Charlie hizo girar la silla hasta mirar justo hacia el norte, lejos de la ciudad. ¡Otro soleado día de mayo! ¡No lo soportaba! No soportaba que Dios o la Naturaleza hicieran que el día fuera soleado. Le recordaba demasiado el optimismo y la energía de su juventud, cuando pensaba que la vida era una colina que subía hasta la edad de los treinta y tres o treinta y cuatro años, una colina que se escalaba con gusto y energía ilimitada, convencido por alguna razón de que lo que se vería una vez en la cumbre sería la gloria plena del deslumbrante Futuro hacia el que uno siempre se había encaminado. En aquellos días, habría sentido una irresistible curiosidad por la razón por la cual quería verlo alguien como Roger White, un socio negro de Wringer Fleasom. Sin embargo, ya no sentía ninguna curiosidad, en absoluto, porque en ese momento sabía que el brillo dorado que se vislumbraba desde lo alto de la colina era sencillamente el crepúsculo al borde de un abismo.

No, sólo decidió seguir adelante y ver a aquel hombre por lealtad a Inman. Le había prometido hacer cuanto estuviera en su mano para ayudarlo y quizá lograra enterarse de algo que pudiera interesarle a Inman. Con melancolía, sin ningún entusiasmo por la ciudad y sus grandes refriegas, le dijo a Marguerite que adelante, que le dijera al hombre que viniera aquella tarde.

Desde su conversación con Wes Jordan sobre Charlie Croker, Roger había ido recopilando un dossier sobre él, y en menudo dossier se había convertido, como mínimo tenía cinco centímetros de grosor. El departamento de investigación de Wringer Fleasom había sacado todo lo disponible en Nexus y Lexus, que era bastante, aunque sólo se remontaba hasta 1976. Había incluso más antes de esa fecha, empezando por su época de gloria futbolística como «Hombre de los Sesenta Minutos» del Tec de Georgia. Por las interminables fotografías en el Constitution y el Journal y, además, en Time, Newsweek, Life y Look, se veía que en aquella época, en los cincuenta y principios de los sesenta, Charlie Croker había parecido un gigante. Con un metro ochenta y ocho de estatura y noventa y siete kilos de peso, había alcanzado la línea «como un autobús sin frenos por una carretera de montaña», según escribió un articulista en el Journal, con el típico símil deportivo de aquella época, infantil y exuberante. El gran Hombre de los Sesenta Minutos… oh, sí… Resultaba difícil para cualquier persona negra pasar revista a toda aquella adulación de hacía cuarenta años sin sentirse invadido por el resentimiento o, al menos, el pesar. El gran Charlie Croker había sido un gran deportista blanco de esa época… lo cual no significaba gran cosa. Visto retrospectivamente, era evidente que, frente a cualquier equipo de fútbol corriente de Grambling o Morgan, los Avispas del Tec de Georgia y su Hombre de los Sesenta Minutos no habrían durado seis segundos. No, para darse cuenta de la cantidad de vidas negras, la cantidad de talentos negros que habían sido desperdiciados, condenados a la oscuridad, incluso todo un siglo después de la Guerra de Secesión, bastaba con que hiciera lo que había estado haciendo: hojear las páginas de deportes de cuarenta años atrás y pasar revista a las infladas burbujas de las reputaciones de aquellos chicos grises, como la de Charlie Croker. Pero eso no era lo peor. Lo peor de todo había sido hojear un gran reportaje de la revista Atlanta que incluía la descripción de una visita a la plantación de Croker, Termtina, en el condado de Baker, que era una región cracker de verdad. Había una «Casa Grande», como en los días de la esclavitud. Había un «capataz», como en los días de la esclavitud. Había un «amo» de Termtina, como en los días de la esclavitud. Los empleados de Croker se referían a él como «Captan Charlie». El articulista no era tan tosco como para decir que eran negros, pero estaba clarísimo que lo eran. No, a Roger ese dossier de cinco centímetros de grosor le hacía hervir la sangre.

Y ya que había llegado la hora de conocer al personaje, su desprecio se entremezclaba con un toque de… aprensión (evitó utilizar la palabra «miedo»). El Croker de las fotografías le recordaba a Roger al entrenador Buck McNutter… la misma mole maciza y musculosa, y aún más debido a la gruesa capa de grasa… el enorme cuerpo y los diminutos ojos diabólicos… como los crueles señores de las plantaciones de antaño.

Esa aprensión se amplificó cuando Roger salió del ascensor en la planta trigésima novena de la torre de Croker Concourse, miró el par de puertas de cristal que llegaban hasta el techo y estaban adornadas con grandes pomos de latón y vio el bloque de granito o mármol o lo que fuera que estaba delante de la mesa de la recepcionista grabado con las palabras «Croker Global Corporation» y el logotipo de la compañía: un globo —el mundo— dominado por las enormes formas curvas de una C y una G. Cuando las puertas de cristal, que debían de tener un dedo de grosor, se cerraron tras él, sintió que se internaba en el país extranjero del establishment blanco de Atlanta como no lo había hecho nunca en su vida. Empezó a preguntarse por el grado de furia que Croker se atrevería a desatar cuando le revelara, en su prístina desnudez, la sugerencia de que dijera unas pocas palabras en favor de Fareek el Cañón Fanón.

Roger se alegró de la ropa que había elegido ponerse ese día, porque si alguna vez había necesitado una armadura sartorial, era en ese momento. Llevaba un aprestado traje de estambre azul marino, con chaqueta de una fila de botones, una camisa con cuello y puños blancos y el cuerpo a rayas azul claro, una corbata de crepé de china de color azul medio con diminutos puntos azul marino a un centímetro los unos de los otros y zapatos negros de puntera. Del bolsillo superior de la chaqueta emergía un pañuelo de seda blanco. En todo Atlanta, ya fuera en la parte blanca o en la negra, al norte o al sur de Ponce de León, no había armadura sartorial más a prueba de balas que ésa.

La recepcionista, una joven blanca, lo inspeccionó desde la cabeza, pasando por la corbata, hasta la puntera de los zapatos. Cuando dio su nombre, la joven sonrió y le dijo que tuviera la amabilidad de sentarse; alguien saldría enseguida. Se acababa de sentar en una butaca de cuero y estaba sopesando la promesa de la mujer para decidir si era sinceridad o un simulacro de cortesía, para darle largas, lo que había detectado en su voz, cuando una mujer blanca mayor salió efectivamente de alguna parte de detrás de la mesa de la recepcionista y lo invitó a pasar. Lo condujo por una pequeña galería sin ventanas que daba de pronto a una habitación enorme.

La luz parecía entrar por todos lados. Detrás de una mesa tan grande que semejaba una parodia sobre la vida de los ejecutivos, en una gran silla giratoria tapizada de cuero, se hallaba sentada la inconfundible mole cracker de Charlie Croker. Con una fuerte inspiración, Croker se levantó y caminó —cojeó, más bien— hacia él. Se le veía mucho más viejo que en las fotos, y más cansado. Sonrió, pero fue una sonrisa fatigada, y tenía ojeras. Sin embargo, irradiaba fuerza física. Llevaba una camisa blanca y una corbata rojo oscuro, e iba sin chaqueta. El cuello, los trapecios, los hombros y el pecho parecían una única masa soldada. Eran tan grandes que se habría dicho que llevaba un chaleco protector bajo la camisa. Sus manos también eran enormes, hasta el punto de que Roger se puso tenso cuando se saludaron, por miedo a que fuera uno de esos crujehuesos cordiales, como Buck McNutter. La mano de Roger desapareció dentro de aquella inmensa mano blanca, como había sucedido cuando conoció a McNutter, pero en realidad no hubo nada extraño en la presión que ejerció Croker.

Croker hizo una seña de que se dirigieran a un gabinete que daba a la gran estancia y se sentaran en un par de sillas giratorias bajas tapizadas de lujosa piel. Las ventanas llegaban hasta el techo. Abajo, en primer plano, había un ondulado bosquecillo de copas verdes, tan frondosas que no se apreciaba señal alguna del suelo, y menos aún de las casas y las carreteras. La exuberancia de la vegetación era de tal magnitud que hacía parpadear.

—¡Qué vista tan espectacular! —dijo Roger.

Croker volvió la cabeza y miró por unos instantes; luego se volvió hacia Roger y dijo cansinamente:

—Sí… la verdad es que sí. El problema —poblana— con las vistas es que al cabo de un par de semanas ya no te impresionan. —Roger no supo qué contestar, de modo que Croker prosiguió—: Me gustaría escribir una historia de las vistas, si supiera escribir, claro. Si estudias un período largo de la historia inmobiliaria de Atlanta, te das cuenta de que había una época, no hace tanto, en que a la gente no le importaban en absoluto las vistas. Las vistas eran tan baratas como el aire y mucho más baratas que la porquería. Luego, calculo que fue en los sesenta, la gente descubrió las vistas, y eso nos dio otra cosa más en la que ser competitivos.

El hombre parecía un viejo filósofo, sabio pero cansado, lo cual desarmó a Roger.

Croker suspiró y añadió:

—Así que Zandy White y usted son socios… ¡digo Scott! —Sacudió la cabeza, bajó la mirada y dijo—: Qué cabeza. Dios mío. Scott, Scott, Scott.

Roger intentó analizar aquello. ¿Era una simple transposición, su apellido por el de Zandy, o un lapsus freudiano que había que interpretar: «Eh, Zandy es blanco, pero tú no»?

Croker volvió a empezar.

—Bueno, como decía, así que Zandy Scott y usted son socios.

—Sí, así es —repuso Roger sonriendo para mostrar que no le importaba el error—. Somos socios, aunque algunos socios son más iguales que otros. No sé si conoce a Zandy. No le he comentado que venía a verlo.

Con aquello le hacía saber que Zandy Scott no estaba al corriente del asunto y no tenía por qué estarlo. A su vez, eso le hizo preguntarse qué estaría pensando Croker en ese momento.

A decir verdad, Croker estaba pensando que ese hombre negro —cuyo nombre, como un idiota, le había adjudicado a un hombre blanco— no tenía en absoluto acento de negro. Había empezado a pensar cada vez más en eso; sobre todo, después de las sesiones del Tribunal Supremo sobre el caso Thomas Clarence transmitidas por la televisión, donde declararon una multitud de profesionales negros de alto nivel y, si uno cerraba los ojos, era imposible adivinar si eran blancos o negros.

—Bueno —dijo Croker—, ¿en qué puedo ayudarlo?

Lo dijo con una sonrisa tan agotada que Roger sintió como si estuviera hablando con alguien que surgía del vencido final de una larguísima guerra.

—Señor Croker —dijo, y en cuanto las palabras empezaron a salir de su boca comprendió que el pequeño discurso que había preparado iba a sonar forzado—, represento a un joven deportista del Tec de Georgia, un futbolista llamado Fareek Fanón.

—Eso tengo entendido —dijo Croker—. He leído algo en el periódico de hoy.

Dirigió a Roger una mirada penetrante y un tanto desconfiada. Entonces bostezó, aunque enseguida se tapó la boca con la mano. Roger quedó sorprendido, desconcertado, porque no se dio cuenta de que el gesto no era de aburrimiento, sino consecuencia de su persistente insomnio.

—Puedo asegurarle —dijo Roger— que cuanto he intentado hacer por mi cliente hasta ahora ha sido con la mira puesta en evitar esa clase de publicidad, pero me temo que he perdido la batalla. —Le sonó tremendamente pomposo—. De modo que ahora mi principal objetivo es impedir que el asunto se convierta en un campo de batalla racial.

Charlie estaba ocupado intentando adivinar a dónde llevaba todo aquello. Decidió que aquel negro solemne, educado y un tanto envarado, iba a pedirle que intercediera ante Inman. La única parte interesante sería oírle expresar las razones.

El abogado White estaba muy erguido en la silla giratoria de piel. Había empezado a frotarse los nudillos de la mano izquierda con los dedos de la derecha… nervios… por el esfuerzo de encontrar las palabras adecuadas, sin duda… Bañado por la luz que entraba a raudales por la pared acristalada, no parecía nada oscuro… parecía casi pálido, en realidad…

—Como sabe —continuó Roger—, Fareek Fanón es un jugador de élite; seguramente es el más famoso del Tec de Georgia, en su puesto de corredor, desde los tiempos de alguien llamado… Charles Croker. —Tal como había ensayado, hizo una pausa y sonrió cordialmente. Para su desesperación, Croker bostezó de nuevo y se tapó la boca. No se le ocurrió otra cosa que seguir con su parlamento—: Así que estoy convencido de que será consciente, seguramente más que nadie, de las presiones que convergen de pronto en un joven cuando ha alcanzado una fama de tal magnitud; presiones de todo tipo, sociales, públicas, personales; de tal manera que, de pronto, uno se vuelve vulnerable a fuerzas en las que nunca había pensado antes, fuerzas de las que ni siquiera era consciente.

Hizo una nueva pausa y miró a Croker, con la esperanza de arrancarle al menos una señal de asentimiento en relación con ese vago principio general. Cuanto vio fue la boca y las mandíbulas de aquel gran hombre blanco retorcerse y luchar denodadamente por evitar otro bostezo. De manera que hizo la pregunta con toda claridad.

—¿Está de acuerdo? ¿Es verdad, en términos generales?

—Síiiii, yo diría que sí —respondió Croker. A continuación alzó las manos de su regazo, hizo un pequeño movimiento irónico en el aire y añadió—: ¿Y qué?

Roger se preguntó si estaría burlándose de él. En voz alta, un poco nervioso:

—Bueno, el caso es que… nos gustaría que conociera a Fareek, que pasara un rato con él si puede, que viera cómo es, que viera si está de acuerdo con nosotros… si piensa que es la clase de joven capaz de hacer aquello de lo que lo acusan todos esos rumores y todas esas informaciones anónimas.

Croker suspiró, se echó hacia atrás en la silla y en su rostro se dibujó una gran sonrisa que sin duda era irónica… y desconcertante… y luego dijo:

—¿Quién es «nosotros»?

—Bueno… —respondió Roger— Fareek y muchos amigos del programa deportivo del Tec, y muchas personas que consideran a Fareek como un modelo de conducta. Todo esto podría derivar en una situación muy fea, aun cuando resulte que la acusación no tiene, de acuerdo con los usos habituales, ninguna base real, como ocurre en este caso.

Roger era consciente de que se atascaba con sus enredaderas y matojos verbales.

Charlie torció la sonrisa. Ironía, no cabía duda.

—Así que… nos gustaría que pasara un rato con Fareek Fanón… —Los latidos de Roger se aceleraron. Ésa iba a ser la parte más espinosa de poner en palabras—. Entendemos que… eh… sería abusar de usted. Sería abusar de cualquiera, pero sobre todo de usted, puesto que nos damos cuenta de que tiene… problemas mucho más urgentes ahora mismo que la suerte de Fareek Fanón. Pero pensamos que nos hallamos en posición de despejar esos problemas de la mesa, por decirlo así, de manera que… eh… pueda dedicar un tiempo a hacer lo que esperamos que pueda hacer.

Hizo otra pausa, deseando con todas sus fuerzas que al menos Croker avanzara y se encontrara con él a medio camino de aquel terreno neblinoso que acababa de esbozar.

Croker ladeó la cabeza y preguntó:

—¿De qué «problemas urgentes» está hablando?

—¿Puedo hablar con franqueza?

—Claro. Adelante.

—Estamos bastante al corriente del aprieto en que se encuentra con PlannersBanc. Estamos al corriente de lo que ha ocurrido con su Gulfstream Cinco y de otras medidas con que lo amenaza el banco. —Croker seguía con la cabeza ladeada—. En fin, el hecho es… si doy con la forma más exacta de expresarlo, el hecho es que Fareek, en tanto que celebridad con un gran número de seguidores, si quiere, y diversos amigos del programa deportivo del Tec cuentan con suficientes apoyos como para… como para… ser capaces de convencer a PlannersBanc de que redunda… eh —¿cómo diablos era esa parte?, la había repasado mentalmente un centenar de veces—, redunda en su propio beneficio, al ser ellos una parte muy importante de la ciudad, a largo plazo, y posiblemente incluso a corto plazo, puesto que este asunto posee el potencial de hacer estallar todo el tejido del «estilo Atlanta» en lo referente a las relaciones raciales, que redunda en beneficio de ellos que le ayuden a superar sus problemas financieros, que se olviden de verdad, de tal manera que esté usted en condiciones de dedicar su tiempo y sus intereses al papel que puede desempeñar en esta crisis… o lo que fácilmente podría desembocar en una crisis que afectaría a toda la ciudad.

Era consciente de que el sudor había empezado a fluirle bajo las axilas, bajo la camiseta, la camisa a rayas y el traje de estambre azul marino con sisas de elegante corte.

—¿Superar cómo? —preguntó Croker. Seguía con la cabeza ladeada, pero ya no sonreía con ironía. Quizá había dado unos pocos pasos de niño en la niebla.

—Reestructurando completamente sus créditos —respondió Roger—. Y sacándole de encima el Departamento de Sesiones del banco.

Croker dijo:

—Todo eso a cambio de pasar un rato con Fareek Fanón.

—Y de una expresión de su simpatía y apoyo a Fareek como alguien que ha estado precisamente en la misma situación que él, en la misma universidad, alguien que una vez fue un joven sometido a las mismas presiones y vulnerabilidades… es decir, si de verdad lo siente así después de conocer a Fareek. Y me doy cuenta de que es una condición importante.

—¿Y cómo expresaría mi simpatía y apoyo?

—Una rueda de prensa.

—Una rueda de prensa…

—Sí.

—¿Y entonces mis problemas desaparecerían…?

—Vamos a ver, es evidente que no es todo tan sencillo —dijo Roger—, puesto que lo que aquí está en juego es la preocupación de muchos agentes de la vida cívica de esta ciudad… su deseo de desactivar lo que podría desembocar en una situación muy alarmante para ellos, el «estilo Atlanta» y… en fin, toda la ciudad; pero, en una palabra, la respuesta a su pregunta es… sí.

—¿Y qué tengo que hacer —preguntó Croker, inclinándose hacia adelante en la silla y bajando un poco la cabeza—, aceptar su palabra de que puede cumplir esa promesa?

—Comprendo lo que dice —respondió Roger— y no lo culpo. —¡Oh, sí! ¡Ahora sí que ha salido del terreno neblinoso!, pensó—. Habrá una sencilla prueba. Conozca a Fareek, decida si quiere o no participar en la rueda de prensa. Si acepta, en cuanto nos lo comunique todas las presiones de PlannersBanc desaparecerán. Si después cumple con su parte en la rueda de prensa, desaparecerán del todo y el banco reestructurará los créditos en los términos más generosos imaginables. Si no acepta… —Hundió la barbilla y puso una cara que venía a decir: «Le soltarán otra vez los perros».

Croker hizo presión con la lengua en la mejilla y se limitó a contemplarlo durante lo que pareció una eternidad. A continuación dijo:

—Si estoy oyendo lo que creo que estoy oyendo, es la propuesta más endiablada que me han hecho nunca.

—Bueno —dijo Roger—, se trata de una situación insólita y podría convertirse en una situación crítica en la vida de esta ciudad, sobre todo si se divulga la identidad de la joven implicada, y hay mucha gente que ya la conoce. ¿Sabe quién es?

Tras vacilar por un instante, Croker contestó:

—Sí, lo sé.

—Mucha gente… —dijo Roger— mucha gente en posición de intentar prevenirla… ve esta situación como el caso Rodney King o incluso la muerte de Martin Luther King, una situación que conduce a la polarización de la ciudad. Lo que Atlanta dice es: Somos una ciudad que ha superado todo eso. Así que si la ciudad permite una nueva polarización, las implicaciones, incluyendo las implicaciones económicas… van a ser enormes. Por eso hay gente dispuesta a hacer un gran esfuerzo para prevenir esta situación.

—Muy bien —dijo Croker—, digamos que es así. —La sonrisa burlona había desaparecido—. ¿Cómo se piensa… usted… nosotros… ellos… quien sea de quien estemos hablando… cómo se piensa ejercer esa clase de presión sobre PlannersBanc?

—No estoy en condiciones de ser más explícito —respondió Roger—. Por eso le proponemos una prueba. O la pasamos o no la pasamos.

Croker cruzó los brazos sobre el pecho y puso la sonrisa irónica que significa: «Todo esto es descabellado, pero si jugamos a que nos lo creemos, juguemos hasta el final».

—Muy bien —dijo—, supongamos que consigue sacarme de encima a los perros y luego voy a ver a Fareek Fanón y luego le cuento a todo el mundo la gran persona que es, ¿cómo voy a estar seguro de que PlannersBanc no se va a echar atrás y echarse otra vez sobre mí?

—Si eso sucede, retira su apoyo a Fareek.

—¿Sobre qué base? ¿Diciendo que un simpático joven vino a verme un día —Croker hizo un gesto en dirección a Roger— representando a Fareek Fanón y me aseguró que se encargaba de todo si decía algo agradable en favor de su cliente?

—Lo que se le ocurra —dijo Roger—. Cualquier cosa que dijera en ese momento dañaría nuestra imagen. Nosotros podríamos recurrir a lo mismo. Si no cumpliera con su apoyo a Fareek, volverían a arrojarse sobre usted. Mire, señor Croker, incluso en los contratos mejor atados existe el riesgo de que una parte cometa un acto de traición que haga que el contrato carezca de sentido. Es una de las primeras cosas que nos enseñan en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgia. Todos los acuerdos se basan en la proposición según la cual al final del día no compensa tener fama de ser completamente pérfido.

Al final del día, pensó Charlie. Incluso ese abogado negro de la Universidad de Georgia se ponía a hablar en la jerga del Genio. Su mente era ya un remolino. ¿Sería posible, aun remotamente, que fuera capaz de hacer lo que decía que podía hacer? ¿Quién tendría esa clase de influencia sobre PlannersBanc? Él no, claro. Y ni siquiera Wringer Fleasom & Tick, que no era más que un criado de lujo de la Atlanta empresarial. Su desprecio hacia los abogados, esas personas que se ganaban la vida hablando por el lado de la boca por el que uno les pagara, era profundo. Suponiendo que todo aquello no fueran sandeces, ¿de quién estaba hablando? Tenía que ser el propio Tec de Georgia. La influencia del Instituto Politécnico en Atlanta, si de verdad quería ejercerla, era incalculable. Pero ¿por qué elegían a un abogado negro relativamente joven para reunir las tropas? No tenía sentido. ¿O había algo en eso de las relaciones públicas raciales que a él, Charlie, se le escapaba? ¿Y tan importante era Fanón para ellos que estaban dispuestos a dejar colgados a Inman y su hija? ¿Volvía en el fondo a lo que le había dicho Billy Brass aquella noche en Termtina, es decir, que Fareek era el protagonista de la campaña de obtención de fondos del Instituto y que el dinero habla y la mierda anda? El dinero habla y la mierda anda. Con arrepentimiento se dio cuenta de que había tomado esa frase del personaje aquél de la barbilla de melón, Zale, en la sesión de PlannersBanc. ¿Y si apoyaba a Fareek Fanón? ¿Cómo volvería a mirar a Inman a la cara? Dos veces le había ofrecido su apoyo —se lo había ofrecido—, una, la noche del Club de Conductores y, otra, hacía apenas veinticuatro horas. No, jamás le volvería la espalda a Inman… Pero… de todos modos… nada más pensar en el milagro con que lo tentaban… ¡la cancelación de la montaña de su deuda!

Como si le leyera el pensamiento, el abogado negro dijo:

—Quiero insistir, señor Croker, en que lo esencial de este asunto es que supera con creces la reputación de cualquier persona individual, supera con creces la de Fareek Fanón, por citar sólo a mi cliente. Prestará un servicio público expresando simpatía por Fareek aun cuando no la sienta, aun cuando resulte que no le cae bien, lo que espero que no suceda. El tener a alguien como usted en su esquina desactivaría toda la situación, evitaría que se convirtiera en una cuestión de blancos contra negros. Aquí no estamos hablando de ningún proceso legal. Estamos hablando de… de… de la atmósfera mental de toda una ciudad.

—Pero ¿por qué yo? —dijo Charlie.

—No voy a andarme con tapujos, señor Croker. Está usted en una posición única. Es el Fareek Fanón de otra época, un corredor famoso del Tec de Georgia y, en cierto sentido, aún más grande, porque también sobresalía en defensa, lo llamaban el Hombre de los Sesenta Minutos y esas cosas. —Aun cuando procediera de un picapleitos negro, un intercesor profesional, a Charlie le gustó que esa cálida brisa le acariciara los oídos—. Y pertenece al establishment blanco de esta ciudad. Pertenece al Club de Conductores de Piedmont y a cuanto vale la pena pertenecer. No es un liberal contestatario. Está especialmente dotado para hacer lo que hay que hacer.

A pesar de sí mismo, Charlie se sintió flaquear, se sintió intentando creer en esa descarada adulación que brotaba de aquel hábil abogado negro. De modo que se dispuso a resistir. El sentido de la lealtad, el sentido del honor, la fuerza de carácter frente a la tentación —en fin, descontando la tentación sexual, sobre la que un hombre no tenía, en realidad, un control racional—, el valor personal, que nunca lo había abandonado, ni siquiera en los momentos más letales del campo de batalla en Vietnam… todo eso le haría hacer lo que tenía que hacer y… aunque, claro que, al mismo tiempo, no haría ningún daño, como simple curiosidad, como un puro experimento, ver si ese abogado vestido como un diplomático británico podía controlar de verdad el Departamento de Sesiones de PlannersBanc con un simple chasquido de dedos, por inverosímil que pareciera; no haría ningún daño ver si era capaz de llevar a cabo la maniobra, ¿no?; en modo alguno lo comprometería, no lo obligaría a apoyar a Fareek el Cañón Fanón si no quería hacerlo, no lo obligaría ni siquiera a posar los ojos sobre el personaje…

… y de ese modo, antes de darse cuenta, se oyó a sí mismo decir:

—De acuerdo… Si quiere mi sincera opinión, ni usted ni Fareek Fanón ni nadie a quien Fareek Fanón conozca ni todo el Tec de Georgia y todos los amigos del Tec de Georgia, ni todo ese mundo junto, pueden hacer lo que me está usted diciendo que puede hacer. Pero quizá le dé la oportunidad de demostrarme a mí mismo que me equivoco. —Le dirigió una sonrisa amplia, de oreja a oreja, y de lo más insinuante, para indicar que lo único que le interesaba era el pequeño jueguecito—. Iré a ver al señor Fanón y luego le haré saber lo que pienso. ¿Le parece bien?

—Me parece bien, señor Croker. Espero que Fareek le guste y que le conceda el beneficio de la duda. Para ser un chico del Bluff, lo ha hecho muy bien. No es refinado, no es sofisticado y es sensible a la tentación, como todos nosotros, pero es un buen chico. Nunca ha tenido problemas con la ley, nunca se ha visto envuelto en problemas disciplinarios en el Tec… Dada la situación de desventaja inicial, lo ha hecho muy bien.

Dios mío… hasta el día de la entrevista habrá que meter a Fareek en una especie de… ¡campo de entrenamiento de cortesía!, pensó. Habrá que comprarle ropa nueva… ¡del catálogo de Ralph Lauren! ¡Habrá que sacarle los diamantes de las orejas, la sonrisa burlona de los labios, las piernas abiertas cuando se sienta, la pose de chico de barrio holgazaneando delante de un autoservicio abierto las veinticuatro horas! ¡La violación, el saqueo, el botín! ¡La mirada lasciva de los ojos! De todos modos, algo me dice que lo que de verdad necesitamos son unos cambios cosméticos… Algo me dice que el Hombre de los Sesenta Minutos ya ha picado el anzuelo.

—Ah, diantre, el beneficio de la duda se lo doy a cualquiera, para lo que sirve —dijo Croker—. Yo no he crecido precisamente en un palacio.

Su sonrisa de oreja a oreja se hizo aún más amplia, como para demostrar que consideraba todo aquello nada más que como un juego.

Atlanta no era una de esas ciudades antiguas, como Nueva York, Boston, Seattle o, si vamos a eso, París, Londres o Múnich, en las que hay restaurantes elegantes en el centro de la ciudad o en los márgenes de los viejos barrios residenciales. No, en Atlanta, tanto en la zona centro como en la que la rodeaba, todo cerraba a partir de las seis de la tarde de lunes a viernes, y el sábado y el domingo el día entero, y sólo quedaban las verticales torres, alzándose como fantasmas de cristal. Los únicos paseantes nocturnos de las calles del centro eran los inquilinos de los hoteles, que veían completamente frustrado su deseo de contemplar los relucientes escaparates de los restaurantes y las boutiques de la gran ciudad… ellos y los atracadores. La policía de Atlanta tenía su propio nombre para las partes por las que no era aconsejable caminar, a menos que uno tuviera aspecto de no tener dónde caerse muerto: «zonas muertas», y el centro era una de ellas.

No, en Atlanta los restaurantes elegantes y las boutiques elegantes se abrían en las «ciudades periféricas» (como las había llamado el inimitable Joel Garreau[39], aglomeraciones mercantiles que se formaban en los centros comerciales y otros grandes complejos mixtos, así como en su vecindad, bien lejos del centro y de sus viejos problemas de siempre). Por eso Peepgass había decidido llevar a Martha a cenar a un restaurante en el Paces Ferry Mall Oeste, un establecimiento llamado Mordecai’s, que salía recomendado en todas las guías.

Esa decisión había supuesto para Peepgass dos grandes problemas. Ante todo, tuvo que alquilar un coche. Primero pensó en quedar con Martha en el restaurante. De ese modo suponía que ella nunca sabría qué coche era el suyo en aquel aparcamiento lleno de coches. No se enteraría de que conducía un Ford Escort de cinco años de antigüedad, con una gran abolladura en la parte izquierda del parachoques de delante que no podía reparar porque su seguro tenía una franquicia de quinientos dólares. Sin embargo, acudiendo por su cuenta al centro comercial por la noche no crearía el efecto que necesitaba crear. De modo que se había puesto a telefonear a compañías de alquiler de coches, Hertz, Avis, Budget, Álamo, todas. Los únicos vehículos que le ofrecieron, a unas tarifas que no llegaban a semihumanas, eran cacharros como su Ford Escort, aunque más nuevos. Si uno elevaba las aspiraciones hasta la altiplanicie de los sedanes normales, los precios representaban una fortuna y lo más que se conseguía era un Ford Taurus o un Chevrolet Lumina. De modo que había tenido que ir a los modelos de lujo, a la atroz cifra de noventa y dos dólares diarios, para conseguir el coche de esa noche, un Volvo 960 negro con asientos de piel beige. Y luego estaba el restaurante. El Mordecai’s acababa de reabrir tras una profunda remodelación, y era el restaurante en torno al cual el todo Atlanta «bullía» —para utilizar la palabra que había tomado el otro día de Jack Shellnutt, su única fuente viva de información sobre tales temas—, por lo tanto no había forma de que le saliera por menos de ochenta dólares los dos. Así que todo le costaría como mínimo ciento setenta y dos dólares. Alguien como Shellnutt diría: «Estupendo, ciento setenta y dos dólares», pero la pura realidad era que aquello era para Peepgass otro punto de apoyo que desaparecía en una pared escarpada altísima y en la que ya estaba suspendido luchando por su vida. En ese momento tenía veintidós tarjetas VISA diferentes, y en diecinueve de ellas ya había agotado el crédito. La única esperanza era que le siguiera llegando por correo más propaganda con solicitudes de nuevas tarjetas VISA —venía recibiendo al menos un par al mes—, hacer unos reembolsos iniciales, si podía, y pedir un aumento del crédito. El problema era que los gastos mensuales de los intereses superaban por sí solos cuanto estaba en condiciones de hacer frente. Se veía obligado a presentar cheques sin fondos entre PlannersBanc, SouthBank, BancCharter y BancoHijoChico, donde también tenía cuentas, para mantener medio al día los intereses debidos a las cuentas VISA. Una tarjeta, observó, había sido expedida por un banco llamado Joshua Tree Federal, de Tempe, Arizona. Se sentía mucho más tranquilo —de modo irracional, según se daba cuenta— tratando con lunáticos de pueblos perdidos en el desierto que con los numerosos bancos de Delaware cuyas tarjetas también poseía. Y por ello esa salida, por corriente que pudiera parecer a Jack Shellnutt o a muchos de sus vecinos al norte de Collier Hills, en el Buckhead de verdad, era para Peepgass un vertiginoso salto que sólo su perro rojo podía hacer que diera.

Ataviado con su camisa nueva, su nueva corbata Sincere y su único traje medio decente, el gris, con el que podía ir siempre que ella no le viera la espalda, donde había algunas partes desgastadas, Peepgass se dirigió hacia la casa de Martha Croker en Valley Road con su Volvo 960 de una noche, a noventa y dos dólares el día.

Ya en el camino desde la casa hasta el coche notó en ella algo raro. Estaba fenomenal, teniendo en cuenta la materia prima, vamos, el kilometraje, los cincuenta y tres años, y lo fornido de la espalda y los hombros… Cuando salió del Volvo en el Paces Ferry Mall Oeste, intentó estudiarla un poco más… Por la noche, esos elegantes restaurantes del centro comercial siempre estaban poco iluminados. Todo era demasiado oscuro, porque las tiendas ya habían cerrado. La luz de las farolas era absorbida por el asfalto del aparcamiento, de manera que no quedaba más que una tenue penumbra. Sin embargo, en aquel crepúsculo artificial de centro comercial estadounidense, una vez que se hubo acostumbrado a él, comprobó que Martha Croker no estaba nada mal… Una falda blanca… muy corta, la verdad, para una mujer de su edad, pero había que reconocer una cosa… las piernas, fenomenales… Si las piernas fueran lo único que se le viera, uno pensaría que era veinte o veinticinco años más joven… Y, dentro, cuando se sentaron —en una mesa que estaba muy bien, no demasiado atrás—, la verdad es que tenía un aspecto diferente… parecía más delgada… una blusa de manga larga de seda azul marino, con una especie de formas flamígeras blancas… una gargantilla de óvalos de marfil engastados en oro… pendientes de oro… el cabello rubio con un peinado informal…

De pronto se dio cuenta de que estaba ahí sentado mirándola, de modo que sonrió y dijo:

—Bueno, ¿y qué te parece todo este asunto de Fareek Fanón?

De las cincuenta y cuatro mesas del Mordecai’s —y el lugar estaba atiborrado—, al menos cuarenta y cinco estaban ocupadas por atlantinos blancos que en ese momento hablaban, acababan de hablar o no tardarían en hablar de Fareek Fanón y lo que había hecho o dejado de hacer con una anónima flor del establishment blanco de Atlanta. ¡Cuánto ruido! En aquellos días, todos los restaurantes eran ruidosos, pero el ruido de aquel lugar era como imaginaba (y esperaba no averiguar nunca) que sería hacer rafting en las aguas bravas de algún río turbulento como el Columbia. Peepgass tenía que inclinarse sobre la mesa para oír lo que respondía Martha.

—No sé qué pensar, pero debo confesar que siento curiosidad por saber quién es esa «figura cívica y empresarial», ése de quien se supone que es hija la muchacha.

—Te voy a decir de lo que yo siento curiosidad —dijo Peepgass—. Siento curiosidad por saber por qué todos esos deportistas negros se pirran por las mujeres blancas.

Martha Croker se limitó a enarcar las cejas y a encogerse de hombros. De modo que supuso que debía salir de ese tema… Hablar de los negros era un asunto delicado en el estrato superior de la Atlanta blanca, sobre todo si el tema se deslizaba hacia el terreno de las tendencias raciales… Aunque todo el mundo (el todo Atlanta) andaba loco con el tema, había que seguir una línea muy estrecha, muy académica, sociológica y desinteresada, para no ser culpable de… atentar contra la etiqueta. Era… de mala educación. Demostraba… una formación intelectual defectuosa. Sin embargo, ¿cómo era posible no hablar del caso Fareek Fánon? ¡Y qué fácil era que la propia sed de datos sobre el caso lo empujara a uno fuera de la estrecha línea!

Peepgass miró alrededor. ¡Cuántas caras animadas! El torrente de las aguas bravas de los comensales se había convertido en algo parecido a un rugido. En su decoración, Mordecai’s era una mezcla curiosa de grandilocuencia, envaramiento, melancolía, vetustez, austeridad y ostentación, todo ello al mismo tiempo, como uno de esos palacios de los dogos, en Venecia, donde todo parece haber sido empapado en el agua gris verdosa de los canales quinientos años atrás y puesto a secar… poco a poco… siglo tras siglo…

También Martha tenía ganas de hablar del caso Fareek Fanón, pero el comentario de Ray —ya pensaba en él como «Ray»— le había recordado de pronto todos aquellos sábados por la noche en Termtina en que Charlie, Billy Bass, el juez Opey McCorkle y los demás amigotes del condado de Baker se echaban al coleto unos cuantos bourbons con agua de manantial y se ponían a hablar sobre el tema de la raza. Inclinados los unos hacia los otros, articulaban las radiactivas palabras de su discurso en la equivocada creencia de que cuanto decían no era oído por el servicio negro que iba y venía de la cocina y que tan atentamente se ocupaba de todas sus necesidades.

Se dio cuenta de que Ray escrutaba el local con la mirada y ella también lo hizo. Cerca de la entrada distinguió al propietario del Mordecai’s, un hombre llamado Jack Kashi, vestido con un traje cruzado oscuro y una corbata muy chillona, dando vueltas alrededor de una mesa para seis y derramando sobre ella su famosa bonhomía. Martha había pasado por su lado, lo había mirado a los ojos, y la mirada de él había rebotado en la de ella una docena de veces. Él sabía que la conocía, pero no sabía quién era, de modo que se había vuelto de pronto como respondiendo a una llamada de alguien a sus espaldas. ¡Martha no daba crédito a sus ojos! Se había sentado junto a Charlie al menos una docena de veces cuando cenaban ahí, y el hombre nunca había dejado de lisonjearlos… «¡Señor Croker! ¡Señora Croker!»… ¡y resultaba que en ese momento no tenía ni idea de quién era! En fin. ¿Y a quién dedicaba toda su atención esa noche? A un hombre corpulento con un pelo rubio cuidadosamente peinado… podía ser… ¡sí, era él!

—¡Ray! —exclamó—. Nunca adivinarías quién está aquí esta noche.

—¿Quién?

—No te vuelvas de golpe, pero justo detrás de ti, a unas cuatro mesas, cerca de la entrada, en una mesa de seis… es Buck McNutter, Buck McNutter y su mujer.

Ray giró la cabeza con disimulo y luego miró nuevamente a Martha.

—¿Quién es?

—El rubio grandote bien peinado.

Ray miró con atención. Luego se volvió.

—Demonios. No me importaría oír lo que dicen. ¿Lo conoces?

—A él no, pero nos vimos una vez con su esposa.

—¿Quién es la mujer? —preguntó Ray.

—La más joven —respondió Martha—. La del peinado.

Ray se volvió de nuevo y miró otra vez con atención. Después, dirigiéndose a Martha con una sonrisa, dijo:

—Sé lo que piensas. Te imaginas que si les mandamos una botella de champán nos dirán el nombre de la chica implicada en el caso Fanón, ¿no?

Un camarero de expresión adusta, aunque era probable que fuera un maître, se les acercó y preguntó si les apetecía beber algo. Martha pidió un Kir Royale, algo que Peepgass no había oído mencionar nunca. Cuanto sabía era que sonaba a caro. Pidió un vaso de vino tinto, pues supuso que sería lo más barato de la casa después de la botella de agua mineral. El Mordecai’s era la clase de restaurante en el que, cuando uno se sentaba, encontraba delante un sofisticado plato de plata. En cuanto traían la bebida, se lo llevaban. Peepgass no tenía idea de para qué servía, pero también eso sonaba a caro.

A su debido tiempo, regresó el ceñudo maître —tenía que ser un maître—, con la carta, unas cartas muy formales presentadas con unas rígidas cubiertas de piel. La opresiva atmósfera del gasto abrumó aún más a Peepgass. Con terror echó un vistazo a los entrantes… todos por encima de los veinte dólares. No se engañó. En un lugar como aquél, cuando los entrantes costaban más de veinte dólares, uno sabía que el total alcanzaría… no unos simples ochenta dólares, sino más bien los cien dólares.

Martha pidió salmón ahumado sobre rectángulos de pan de ciabatta para empezar —Peepgass parpadeó: 8,50 dólares— y pargo sobre un lecho de hojas de col y puré de patatas con eneldo —parpadeó otra vez: 26,50 dólares—; Dios mío, no era de extrañar que tuviera un cuerpo tan robusto. Él pidió el primer plato más barato con el que pudo salir del paso, que eran unos tortellini al brodo, una especie de sopa, al parecer, de 5,50 dólares, y, de plato principal, arroz: risotto con pulpitos —18,50 dólares—, pero sabía que no podría tragarse el maldito risotto con pulpitos sin un buen vino fresco que lo disimulara un poco, por lo que de pronto se encontró pidiendo una botella de Rushers Quarry California Chardonnay, de treinta y seis dólares, lo cual lanzó por la borda todas sus economías; su ágil mente, que había sacado setecientos ochenta puntos de ochocientos posibles en la parte de matemáticas de la prueba de acceso a la universidad, se apercibió en el acto de que habían pedido comida y bebida por valor de noventa y cinco dólares, más el Kir Royale y el vaso de vino tinto, lo que haría que todo superara los cien dólares, y eso ni siquiera incluía los postres, el café ni los impuestos, pero… pero… pero… qué demonios… Por suerte llevaba su VISA nueva, de un banco llamado FirstButte, de Mission Creek, Colorado.

Vació dos vasos de Rushers Quarry California Chardonnay y ella vació uno, todo tan deprisa que no tardó en darse cuenta de que enseguida sería necesario pedir una segunda botella, momento en que decidió desistir, no alterarse y dejar que el FirstButte se comiera la factura. Hablaron un poco más sobre el caso Fareek Fanón, lo que los llevó a su vez a hablar del furor de Atlanta por los deportes. Martha le habló de un juez neandertalense del condado de Baker que, estaba segura, había asistido desde la línea de las cincuenta yardas a todos los partidos entre el Tec de Georgia y la Universidad de Georgia de los últimos cincuenta años; y él le preguntó si Charlie se aferraba a sus recuerdos de gloria futbolística. En realidad no, contestó ella, pero había gente que sí lo hace. Perfectos desconocidos, gente mayor sobre todo, que lo reconocían por la calle y se referían a él como el Hombre de los Sesenta Minutos, y a Charlie eso le gustaba. A causa del barullo del lugar Peepgass tuvo que ir acercándose cada vez más sobre la mesa, hasta ponerse a dos palmos de su cara para oírla.

—Hablando de Charlie… —dijo. Supuso que se trataba de una transición lo bastante fluida a lo que, para él, era el propósito implícito de esa velada deslomadoramente cara—. Tengo algunas noticias interesantes acerca de Croker Concourse.

—¿Ah, sí?

No pareció demasiado interesada en una conversación prolongada sobre su anterior marido.

Peepgass se inclinó hacia adelante y dijo:

—Charlie está a punto de entregar Croker Concourse y otras propiedades, y le dejaremos quedarse con Termtina, la casa de Blackland Road y el cuadro de Wyeth.

—¿Y de dónde va a sacar el dinero? ¿Tienes idea de lo que cuesta Termtina?

—No exactamente.

—Cerca de dos millones de dólares al año.

—En los libros aparece como «granja experimental» —apuntó Peepgass.

—No lo dudo —dijo Martha—, pero el único experimento que he visto nunca en Termtina es a Charlie intentando pasarse el día, desde el amanecer al anochecer, cazando codornices, y sólo machos.

—¿Cómo se distinguen los machos de las hembras?

—No es fácil. El macho tiene una pequeña mota blanca en el cuello —respondió ella, tocándose la parte delantera de su propio cuello.

—Apuesto a que incluye hasta el último centavo que se gasta en la finca en las deducciones impositivas de la compañía —dijo Peepgass.

—Es probable —dijo Martha.

Peepgass experimentó el «fenómeno ajá». Llegado el caso, podía amenazar a Croker con un problema de evasión de impuestos. Al fisco le encantaría saber que había declarado millones —¡millones!— de dólares de sus gastos personales como gastos de una inexistente granja experimental.

—En cualquier caso —señaló Peepgass—, ha habido un avance importante en relación con Croker Concourse. Se supone que esto tampoco debo decírselo a nadie, pero creo que tienes legítimo derecho a saberlo. Imagino que ha corrido la voz de que Croker Concourse puede estar en venta, porque se está formando un sindicato para presentar una oferta al banco.

—¿Un sindicato?

—Un grupo de inversores —dijo Peepgass—. Los principales… pero esto sí que tiene que ser confidencial. —La miró con aire inquisitivo.

—De acuerdo.

—Los principales inversores, la gente que lo está atando todo, son Herbert Richman y Julius Licht.

Dos judíos, pensó Martha, aún sin saber por qué se le ocurría. Estaba a punto de comentarlo en voz alta cuando se lo pensó mejor y se contuvo. Lo que dijo fue:

—Voy a uno de los gimnasios de Herbert Richman, DefinitionAmerica, en Paces Ferry Road Este.

—¿Conoces a Herb Richman? —preguntó Peepgass.

—No, creo que no nos hemos visto nunca —respondió Martha.

Quiso añadir: «Es judío, ¿verdad?», pero de nuevo se contuvo. Todo eso tuvo lugar en el umbral del pensamiento racional, de modo muy parecido a como Herbert Richman, de mencionarle alguien el nombre de Martha Croker, se habría dicho: «No es judía». Así iban todavía las cosas en Atlanta.

—Pues ha conocido a Charlie —dijo Peepgass— hace sólo un par de semanas. Sabías que Herb es judío, ¿no?

—Bueno, imagino… no lo había pensado.

Como si jamás se le hubiera pasado por la cabeza ese pensamiento.

—Charlie lo invitó a pasar un fin de semana en Termtina.

—¿Y así descubrió Richman que Croker Concourse podía estar en venta? ¿Se lo dijo Charlie?

—No lo sé —contestó Peepgass—, pero lo dudo. No creo que Charlie se haya planteado seriamente el hecho de que va a perder una buena cantidad de propiedades. En cualquier caso, esto es lo que Herb Richman y su sindicato van a hacer… e insisto en que esto no tendría que contárselo a nadie, pero pienso que es algo que podría interesarte.

Procedió a esbozar el trato, dejando sólo de lado la cuestión de los seis millones y medio de dólares que pensaba sacar de él.

—Mira, no sé nada de tu situación financiera, más allá de las obligaciones de Charlie contigo que figuran en los términos del acuerdo de divorcio, pero a lo mejor podría interesarte participar.

—¿Yo?

—Pienso que deberías preguntarte en qué situación quedas tú si Charlie está, a efectos prácticos, en la ruina absoluta.

Martha no dijo nada. Se limitó a mirarlo. De pronto tuvo plena consciencia del frenético hiperparloteo de todas las voces del restaurante del siglo de aquella semana. La verdad era que no imaginaba siquiera su situación financiera sin un cheque de cincuenta mil dólares cada mes. Ésa había sido siempre la menor de sus preocupaciones con respecto a Charlie. ¿Qué era eso comparado con el hecho de que la había engañado y se había deshecho de ella? ¡Eso es!… ¡ni más ni menos!… ¡deshecho de ella!… ¡igual que se jubila una maleta!

—Míralo de este modo —prosiguió Peepgass—. La razón por la que Charlie se ha arruinado es que ha perdido por completo la cabeza con ese edificio suyo, ese gran monumento a sí mismo, el Croker Concourse. ¿Te das cuenta de que ningún otro promotor se ha atrevido en toda la historia de Atlanta a bautizar un edificio con su nombre?

Martha se dispuso a contarle exactamente por qué había sufrido Charlie semejante inflación de sí mismo. Había empezado su lío con Serena y quería demostrarle que, a pesar de su edad, tenía la confianza y el poder de la juventud. Sin embargo, se resistió a admitir ante Ray lo humilladísima que se había sentido. De modo que cuanto dijo fue:

—Sí, ya sé… Cuando Charlie pierde la cabeza por algo, la pierde por completo.

—Lo que te doy a entender —dijo Ray—, aunque puede que no te interese en absoluto, es que si Charlie ha creado una situación en la que es incapaz de darte lo que te debe, en metálico, tú tienes derecho a seguir su dinero hasta donde ha ido a parar, es decir, hasta ese edificio.

La primera reacción de Martha no tuvo que ver con el contenido de lo que él acababa de decir. Fue, más bien… que lo prefería así. Parecía… más hombre. No era ningún Charlie, pero tenía la pasión de Charlie por los negocios, que quizá era donde se refugiaba en la actualidad la pasión masculina por la lucha. Mientras Peepgass movía los labios, ella estudió su cara. En realidad, era un hombre apuesto, y su pasión por el negocio afilaba la blandura que se detectaba en un principio en un hombre como él. Sus ropas eran una mezcla entre lo desastrado y lo chillón, pero en aquella época la ropa masculina era espantosa en todas partes. Tampoco Charlie había sabido vestirse demasiado, pero la magnitud de su presencia física había hecho que eso no importara.

Peepgass vio a Martha Croker estudiar su rostro, y se inquietó. ¿Era que sólo estaba desconcertada o que temía un truco, una especie de estafa? A lo mejor estaba pensando: «Si me voy a quedar sin el dinero de Charlie, ¿por qué meter buena parte de lo que me queda en un negocio inmobiliario especulativo?». De modo que dijo:

—Mira, no puedo asegurarte nada al cien por ciento, pero existe la posibilidad de triplicar o cuadruplicar la inversión dentro de dos o tres años, y se gravaría como plusvalía a largo plazo. Richman y Licht están dispuestos a invertir dos millones y medio cada uno, y no son especuladores. Como empresarios, ambos son conservadores. Richman no deja que DefinitionAmerica salga a bolsa, por miedo a perder el control, ¿y tienes idea de lo que valdría la compañía como oferta pública inicial? ¡Buffffff! —añadió como forma de subrayar el visceral impacto de semejante idea.

—Bueno, yo no puedo reunir dos millones y medio —dijo Martha Croker.

—Nadie espera que lo hagas —dijo Peepgass—. Ellos reúnen la mitad del pago inicial y buscan a otros inversores para reunir el resto. Estoy seguro de que no les importa lo grande que sea la participación que quieras tener. Y creo… —Vaciló, bajó la mirada, luego volvió a alzarla, como si el movimiento ocular fuera producto de la emoción—. Con franqueza… no es mi intención decir nada inconveniente, pero creo que sería un acto de justicia poética, y mereces eso y más si Charlie tiene que ceder todo el edificio, y créeme, va a tener que hacerlo, que te convirtieras en uno de los propietarios. —La miró con la Sinceridad grabada en la cara.

Para Martha, el plan… la inversión… las posibilidades… los riesgos… eran asuntos remotos sobre los que tendría que pensar más adelante. Lo que comprendía en ese momento era que ahí había un hombre que parecía preocuparse por su suerte.

—No lo sé —dijo—, tendría que pensarlo. Tendría que pensar cuánto estoy en condiciones de asignar a algo así.

A Peepgass le sorprendió el tono soñador que ella empleó. No imaginaba qué podía significar. ¡En fin, no había dicho que no! ¡Lo consideraba como una posibilidad! Si ponía un millón… Su ágil mente para los números accionó en el acto el ordenador analógico y químico intracraneal… Ella sacaría siete millones, sin contar las comisiones… Él se llevaría seis millones y medio. Sumándolos y añadiendo los otros nueve millones de Martha, hacían veintidós millones… invertidos de modo conservador, al seis por ciento, el resultado eran unos ingresos anuales de un millón trescientos mil dólares, además de la casa en la mejor parte de Buckhead, que ya estaba pagada y completamente decorada… Con eso se podía llevar una vidorra en Atlanta… ¡Una vidorra en cualquier parte!… ¡Peepgass! ¿En qué estás pensando? ¡Esa mujer tiene cincuenta y tres años, por el amor de Dios! ¿Y qué pasa con Príapo[40]? ¿No tiene nada que decir en todo esto?

Peepgass se dio cuenta de pronto de que una pareja, un hombre y una mujer, que se dirigía hacia la salida, se había detenido junto a su mesa. Miró. Ambos sonreían a Martha. Muchos dientes. La mujer, en la cincuentena, con un casco de cabello rubio piña cuidadosamente peinado, delgada, agradables rasgos angulosos, atractiva en tanto que opuesto a guapa, lo cual debió de haber sido alguna vez, con una chaqueta y una falda de tweed de color crema y aspecto caro, unos quinientos vatios de joyas; el hombre, un poco mayor, una gran cara rectangular apoyada sobre unas mandíbulas mantecosas, una buena cabeza de pelo plateado peinado hacia atrás, sin un cilio fuera de lugar, como si acabara de salir del vestuario del club de campo Augusta, un blazer de cachemira azul marino y una corbata a rayas que parecía vivir sobre una buena parte del solomillo de su tronco, muchos dientes…

—¡Martha! —exclamó la mujer para hacerse oír por encima del rugido de los rápidos.

—¡Vaya, Adele! —dijo Martha Croker—, ¡y Jock!

—¡Me ha parecido verte desde el otro lado! —dijo Adele—. ¡Tengo la sensación de que hace años que no te veo! —A continuación miró a Peepgass.

—¡Adele! —dijo Martha Croker—, ¡te presento a Ray Peepgass! ¡Ray, Adele Gilchrist… y Jock Gilchrist!

Peepgass se levantó con dificultad, mientras Adele Gilchrist le pedía que no lo hiciese. Puso una amplia sonrisa y les estrechó la mano a los dos. Un Jock Gilchrist cordial y de voz grave comprimió los nudillos de Peepgass en un viril apretón.

Mientras tanto, Adele le gritó a Martha Croker:

—¿Has estado aquí antes?

—¡No!… ¿Y tú?

—¡Una vez! —respondió Adele—. ¡Hay demasiado ruido! ¡Pero me encanta la comida! ¡Por favor, siéntate, Ray! No tenías…

—¡Oh, por favor! —dijo Peepgass.

—Jock, vamos a dejar que esta gente termine de comer. ¡Me ha alegrado verte, Martha! ¡Llámame! ¡Ray, ha sido un placer! ¡Que os divirtáis!

Mientras la pareja se encaminaba hacia la salida, Martha se echó a reír en silencio. Eso hizo que Peepgass sonriera. ¿Qué era lo divertido?

—Oh, nada —dijo Martha Croker—. Es sólo que me he acordado de la última vez que vi a Adele Gilchrist. No es muy interesante y sería demasiado largo de explicar.

—No es el Gilchrist de Cary Gilchrist, ¿verdad?

—Sí. Es Jock.

Peepgass silbó para sí. Cary Gilchrist era uno de los principales bancos de inversiones del Sur.

Martha se echó a reír entre dientes. Peepgass se dispuso a preguntarle de nuevo, pero imaginó que ella se lo diría si quería. De modo que se limitó a mirarla con expresión burlona.

Martha sintió la tentación de contárselo… Dos semanas atrás, en DefinitionAmerica, Adele y ella habían coincidido en la clase de Mustafá Gunt y Adele le había negado el saludo. No, «negar» implicaba un acto de volición, y aquél no había sido un acto voluntario y cruel. La verdad era que había dejado incluso de verla, como si socialmente, ella, Martha, se hubiera desintegrado y ya no existiera, todo porque ya no estaba atada al gran Charlie Croker. Sin embargo, puesto que había aparecido en el restaurante del siglo de aquella semana con un hombre bastante apuesto, se había resustanciado, si es que tal palabra existía, ya era otra vez corpórea, una mujer cuya vida estimulaba de pronto la curiosidad de los que eran como Adele Gilchrist, que sin duda deseaba averiguar quién era aquél con quien salía por la noche la durante largo tiempo desvanecida y vencida Martha Croker. Oh, sintió la tentación de contárselo a Ray; pero si le importaba seguir viendo al señor Raymond Peepgass —y se dio cuenta de que en realidad le importaba—, era mucho más sensato no revelar las honduras de sus humillaciones.

Sin dejar de reír silenciosamente entre dientes, le dijo a Ray:

—Perdona, es que Adele es una falsa. Pero es un tema demasiado insignificante para hablar de él.

A Peepgass le importaba un cuerno la falsedad de Adele Gilchrist. Martha se tuteaba con gente como Jock Gilchrist. No sólo tenía una mansión en Valley Road, sino que también podía hacer ascender, en el acto, a un hombre hasta los estratos superiores de Atlanta. En una época como aquélla, las postrimerías del siglo XX, la posición lo era todo y era lo más difícil de conseguir. En cuanto tenías una posición podías acudir a innumerables lugares en busca… de los placeres meramente carnales de la vida.